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Juramento Guardianes: Zendikar Renaciente

Los titanes eldrazi han sido destruidos. El plano de Zendikar se ha salvado. Y ahora, los cuatro Planeswalkers que lo han hecho posible deben decidir qué harán a continuación.



Tenía la garganta como una lija cuando tragó saliva. Seguramente había roncado. En la comodidad de su catre, envuelto en una cálida manta de piel de buey, Gideon dejó que sus ojos se abrieran. Todavía estaba oscuro en la tienda de campaña, pero retiró la manta y el aire, aunque tranquilo, le mordió la piel con una frescura que presagiaba el estado del mundo en el exterior. El frío que precedía el amanecer le puso la piel de gallina hasta que encontró su camisa y se vistió. Se lavó la cara con el agua que había en un cuenco que descansaba en la silla de la entrada y terminó de vestirse. Había dejado un pellejo de agua colgado en uno de los soportes de la tienda. Lo recogió y se lo ató a la espalda antes de apartar una de las pesadas cortinas de la entrada.
Cuando Gideon se dispuso a salir, un reflejo en el interior de la tienda llamó su atención. Giró la cabeza y vio la silueta de su coraza en un rincón, detrás del catre. Allí se quedaría, junto con las grebas, las hombreras, el escudo y el sural; al menos de momento. Ahora mismo no necesitaba nada de aquello y de pronto se dio cuenta de la ligereza que sentía en la espalda y los hombros. Era una sensación agradable.
El frío también lo era. Soplaba una brisa fresca desde el este, que disipó el calor que había encontrado bajo la manta. Por encima del silbido del viento, Gideon oyó la catarata que vertía el contenido de las masas terrestres que flotaban sobre el otro extremo del campamento. El horizonte empezó a volverse púrpura y Gideon respiró hondo para saborear el aire matutino, impregnado con el aroma procedente de las primeras fogatas donde se preparaba el desayuno.
Entonces echó a correr, con el pellejo golpeteando suavemente entre los omóplatos.
Aquel era su ritual, si es que se podía llamar así después de solo tres días: tras despertar antes del amanecer, Gideon corría sin el estorbo de las armas ni la armadura, libre de la logística de mantener un ejército. Podía concentrarse en respirar. Su única preocupación era que cada paso siguiera al anterior.
La ruta de Gideon le llevaba alrededor del perímetro de lo que había sido el gran campamento zendikari. El lugar era una aglomeración de islas flotantes que rodeaban un enorme edro abandonado que se había inclinado. Las diversas masas terrestres estaban conectadas mediante cuerdas y puentes.

En aquel lugar, que se había bautizado como Roca Celeste, las gentes de Zendikar habían formado un ejército sin precedentes para luchar juntos contra la destrucción que auguraban los Eldrazi. Antes de que el ejército marchara hacia Portal Marino, el campamento había crecido tanto que la tierra flotante no era suficiente para amparar a todos, por lo que se había levantado un campamento secundario a la sombra de Roca Celeste. Sus números habían disminuido desde entonces. Muchos habían encontrado su fin en Portal Marino y, aunque habían destruido a los titanes, más y más zendikari malheridos fallecían a diario.
En las alturas, las nubes anaranjadas bajo la luz del amanecer surcaban el cielo tenue. Siguió su rumbo con la vista hacia el horizonte, donde el sol amenazaba con atravesar la superficie del mar. Los ojos de Gideon se detuvieron en un punto intermedio: las ruinas de Portal Marino. Incluso a la luz baja de la mañana, podía ver lo que antaño había sido un dique de piedra blanca y reluciente, coronado por un gran faro; ahora no había más que vestigios de su antigua gloria, un diente podrido en la boca de la bahía.

Portal Marino. La cuenca de Halimar. Allí había ocurrido todo. En su mente, Gideon yuxtapuso la secuencia de acontecimientos recientes sobre el paisaje, incluida la destrucción de los Eldrazi. Jace debía de ver el mundo de esa forma, como una serie de situaciones que seguían una especie de orden lógico que podía distinguir. Jace había demostrado su valía. Se había quedado cuando otros se habrían ido. Había sido la persona adecuada para resolver el enigma de las líneas místicas. Además, ahora eran hermanos de juramento.
Gideon pensó en los Guardianes, aquellos tres Planeswalkers que compartían su visión. Además de Jace, Nissa, a quien conocía desde hacía poco, se había comprometido a ayudar a otros mundos más allá del suyo.
Y luego estaba Chandra. Al final había venido. Claro que sí.
Gideon corrió por un puente colgante que unía dos colosales rocas y las tablas de madera temblaron con cada pisotón. Después de cruzar se detuvo un momento, echó mano del pellejo y se lo acercó a la boca para beber.
―¿Hoy estás perezoso? ―dijo alguien por detrás de él. Unas botas pisaban con fuerza las tablas del puente y Gideon se volvió justo para ver pasar una silueta junto a él; se sobresaltó y derramó un chorro de agua que le empapó la camisa.
―Solo quería darte la oportunidad de alcanzarme, comandante-general ―respondió a Tazri. Sonrió y fue detrás de ella; ahora le tocaba a él alcanzarla. Puso las piernas a trabajar y corrió a toda velocidad. En cualquier momento llegaría su ocasión de burlarse al adelantarla. En cualquier momento... Sin embargo, por mucho que se esforzase, Tazri se mantuvo por delante. Y a Gideon le encantó.
Los dos soldados corrieron juntos sin hablar durante un rato. Recorrieron los alrededores del campamento al son constante de sus pisadas y su respiración.
El campamento despertó poco después. Se encendieron más fogatas y los sonidos típicos de un ejército al romper el día llenaron el ambiente―. Voy a hablar con los voluntarios ―comentó Tazri sin aflojar el paso. Gideon giró la cabeza hacia ella y siguió su mirada hacia el lugar donde un nuevo grupo, una compañía mixta de kor y elfos, se preparaba para partir hacia algún rincón remoto del plano.
―¿Cuántos crees que se quedarán? ―preguntó Gideon. Ulamog y Kozilek habían muerto, pero seguían recibiendo informes con avistamientos de engendros.
―No lo sé. ―Tazri soltó un sonido a medio camino entre un bufido y una risita―. Pero tengo la sensación de que dentro de pocos días acabaremos corriendo alrededor de un campamento vacío.
―Entonces deberías preparar tu discurso. ―Gideon le mostró una sonrisa, pero Tazri estaba en otra parte. Estaba en la tienda de mando, consultando mapas y debatiendo con sus oficiales. Estaba en el almacén, discutiendo sobre los suministros. Estaba en el campo de batalla, liderando desde la vanguardia. Y estaba en su mente, preparando discursos. La carga del liderazgo. Ahora era suya, de la comandante-general Tazri. Gideon creía que era la más capacitada.
―¿Y qué hay de ti, Gideon? ―preguntó ella―. ¿Puedo contar con que nos ayudarás a acabar con los últimos Eldrazi?
Cuando volvieron a encontrarse tras huir de la cueva del demonio, Gideon había notado un cambio en Tazri. En aquel momento no tenía manera de describirlo, pero ahora le parecía que era una sensación de calma. Acabaría envuelta en la vorágine que acompañaba al liderazgo, pero no se doblegaría ante ella. Tazri estaba decidida a resistir todo el tiempo que hiciera falta―. Estoy a tus órdenes, comandante ―dijo Gideon.
―¿Hasta...? ―dejó ella en el aire.
―Hasta ―confirmó él. Gideon no era nativo de Zendikar. Había viajado al plano para hacer lo que pudiese contra los Eldrazi, pero otras amenazas se cernían sobre más mundos y había prometido a los Guardianes que intervendría donde otros no podían hacerlo.
Volvieron a correr en silencio.
―Pues hasta entonces, me alegro de que estés con nosotros ―dijo Tazri unos momentos después. Esta vez fue ella la que sonrió y aceleró el ritmo de repente, y Gideon no fue capaz de seguirla.

Dos manos ásperas y callosas tocaron el hierro. En la piel apenas quedaban restos de la sangre reseca del campo de batalla, pero aún había algunas líneas rojas bajo las uñas. El hierro que tocaron no eran ni el pomo de una espada ni la superficie curva de un escudo, sino el fondo metálico y frío de un grueso caldero. Palparon la base rugosa y las patas robustas y bajas, subieron rozando el borde ancho y el cucharón de tamaño exagerado que colgaba en un lateral y se posaron a ambos lados del caldero. Allí, descansando contra el metal, las manos transfirieron su temperatura. Un calor constante fluyó desde los dedos y las palmas hasta el hierro negro, y desde él hasta el caldo frío del interior.
El caldo se templó lentamente hasta hervir y la tapa se agitó, desprendiendo un aroma reconfortante. Olía a hierbas, tubérculos y cebolla dulce; era una receta nacida de la necesidad, hecha con los ingredientes que habían traído algunos soldados de Tazri el día anterior. La prepararon allí mismo, en el lugar donde los titanes habían surgido y caído; el campo de batalla volvía a ser solo un campo.

Chandra separó las manos del caldero y se apoyó en los brazos para cambiar de posición en su asiento improvisado y no precisamente cómodo. Sujetó el desmedido cucharón con una mano y levantó la tapa con la otra. Tuvo que inclinarse un poco sobre la olla y sus lentes se empañaron al asomar. Hundió el cucharón generosamente para recoger la enjundia que se había depositado en el fondo y llenó un cuenco hasta el borde.
Sirvió el desayuno desde su asiento hasta que nadie más hizo cola. Cuando los exploradores regresaron con más raíces y hierbas y rellenaron el caldero, volvió a calentar el caldo y sirvió una segunda ración para todos, e incluso hubo quienes tomaron una tercera.
Chandra tenía los músculos doloridos de tanto estar sentada; además, el objeto que había decidido usar como asiento no hacía bien su servicio. Pero no le quedaba más remedio.
Cuando los soldados se llevaron el caldero, Nissa se acercó con un montón de mantas entre los brazos. Chandra le dedicó una sonrisa torcida y Nissa depositó en su regazo las mantas, capas y capas de lana áspera y fragante. Los ojos de Nissa eran tranquilos y reflexivos, de color verde sobre verde. A Chandra le gustaban sus movimientos armoniosos y sus manos amables.
Bajó la vista hacia la pila de mantas. Cerró los ojos, se centró... Y entonces se abrazó a las mantas con una sonrisa y hundió la cabeza en la lana. Mientras su cuerpo las envolvió y sus palmas (casi limpias de sangre) apretaron el tejido, las mantas se calentaron.
Le pareció extraño usar la piromancia de forma tan mundana, pero le gustó. Un hechizo sencillito para dar calor, conjurado con un simple hilo de maná... después de haberse convertido por unos instantes en el conducto humano para el maná de todo un mundo. Chandra se sentía fatigada, dolorida en una especie de músculo abstracto que no podía estirar. En cambio, esto le parecía...
Ínfimo. Modesto. Correcto. Un regreso a canalizar centellas de maná y aprender hechizos de calor. Casi como regresar a la normalidad.
Una ligero remolino de vapor brotó de la lana. Se separó de las mantas y Nissa volvió a recogerlas entre los brazos. Chandra observó a su nueva... ¿aliada? ¿Compañera? No, una persona que nos ayuda a sobrevivir es una amiga. Vio a Nissa caminar entre los convalecientes que descansaban en las tiendas de campaña y los catres improvisados, repartiendo las mantas calentadas mediante magia. Las colocó sobre los hombros magullados y los torsos temblorosos mientras los sanadores y clérigos zendikari realizaban sus curas.
Jace no se acercó a saludar. Estaba junto a un edro del tamaño de una roca, envuelto en su capa. Permanecía quieto, pero de algún modo parecía como si paseara, quizá recordando absorto los sucesos de los últimos días.
Por fin apareció Gideon, con el sural guardado en la cintura. Aquella mañana apenas llevaba armadura, pero Chandra se fijó en que seguía atento a los alrededores y comprobaba el estado del campamento y los accesos de Roca Celeste; "siempre vigilante, en la guerra o en la recuperación", pensó. Se puso al lado de Chandra, junto a su hombro―. He hecho una batida con Tazri. Aún quedan algunos engendros, pero hemos eliminado a la mayoría. Estamos a punto de acabar.
―Buen trabajo, lord-comandante-caballero-general. ―Le dio un golpecito en el bíceps.
―Vuelvo a ser solo Gideon. ―Apoyó los pulgares en las correas del peto―. ¿Esa cosa es cómoda?
―Bueno, quería sentarme en ella ―dijo Chandra encogiéndose de hombros. Se apoyó en los brazos para cambiar de posición en el asiento improvisado.
―¿Piensas volver a Regatha? ―cambió él de tema.
―Gideon, el otro día hablaba en serio. Hasta levanté la mano y todo.
―Lo sé, pero puedes regresar si tienes compromisos pendientes.
―Je, ¿acaso tienes que darme permiso?
―Lo que quiero decir es que nuestra labor ha terminado por ahora. Has cumplido tu parte. Podemos volver a reunirnos cuando nos necesiten.
―Voy a implicarme en esto, Gideon ―dijo dándole un codazo en las costillas―. Ahora formo parte de los Guardianes.
―Bueno es saberlo. ¿Qué tal las piernas? ―preguntó evitando bajar la vista.
―Meh... ―refunfuñó Chandra. Se llevó las manos inconscientemente a las rodillas. Tenía sensibilidad en las piernas, aunque muy poca, como si fuesen suyas solo en parte. Dio golpes suaves al suelo con los pies para demostrar que ya los movía―. Se recuperan. Los sanadores dicen que fue por culpa del hechizo, el grande; al parecer quemé más reservas de las que debía. Me han comentado que estaré bien dentro de unos días, pero yo creo que es cuestión de horas. Que intenten impedirme bailar.
Las cejas de Gideon se crisparon por un instante; no pudo disimular el gesto. Aquel hombretón creía que la preocupación era como la ropa interior y la ocultaba bajo capas de entereza y acero.
―Si no hubieses venido... ―Gideon dejó la frase inconclusa y negó con la cabeza.
―Pues sí, menos mal que me lo pediste ―comentó ella. Le pegó un puñetazo en el brazo.
Gideon se quedó quieto, tratando de encontrar algo que mirar en el horizonte.
―Eh ―lo llamó Chandra―, hemos ayudado a esta gente. Podemos ayudar a otros.
―Vale, pero no uses nada más que esos hechizos menores por un tiempo ―le dijo apretándole un hombro―. No hagas esfuerzos. Yo voy a... ―Miró alrededor―. Voy a hacer otra ronda. ―Y se marchó.
Chandra se ayudó de las manos para mover y cruzar las piernas. Se recostó en el "asiento", que daba la impresión de ser de hueso chamuscado, pero visto de cerca no parecía hueso. Se preguntó qué parte del cráneo de Ulamog había sido; quizá de la nuca, donde la musculatura espinal del titán había estallado en fragmentos de vacío. Chandra esperaba que fuese de la parte delantera, entre las protuberancias de la mandíbula; de la máscara que se había vuelto hacia ella mientras era pasto de las llamas. Se tumbó y apoyó la cabeza en sus manos ásperas y callosas.


Jace estaba al lado de un gran edro caído, alejado de la multitud de zendikari. Desde aquel lugar elevado veía el valle donde el glifo de líneas místicas de Nissa había quedado grabado en la tierra, brillando con una luz verde e intensa. Se preguntó si desaparecería con el tiempo.
Vio que Gideon se acercaba a Chandra, quien seguía confinada a su ridículo trono; no podía caminar desde que canalizó el maná de todo un mundo en un torrente de fuego descomunal. Jace se preguntó si eso también desaparecería con el tiempo. Le habían asegurado que sí.
Chandra estaba encorvada y se concentraba en la delicada piromancia de generar calor sin crear fuego. En cuanto vio a Gideon, sonrió, sus hombros se relajaron y sus manos siempre inquietas se calmaron. Cuando terminaron de hablar, Chandra estaba un poco más erguida. La historia de Gideon con ella era casi idéntica a la que había tenido con él, por lo que Jace había averiguado. Al igual que en su caso, Gideon había ido en busca de Chandra, aunque con el propósito de recuperar un pergamino robado. Ahora Chandra saludaba a Gideon con entusiasmo, mientras que a él seguía mirándolo con desconfianza.
Tal vez hubiese un componente mágico en lo que hacía Gideon, pero Jace creía que no era el caso. Había observado al comandante-general ayudando a sus tropas tras la batalla: compartía algunas palabras de ánimo, ponía manos firmes sobre los hombros, se arrodillaba en silencio al pie de las sepulturas y escuchaba las oraciones por los muertos. Sembraba alivio y esperanza allá donde iba. "Son dotes de liderazgo". Se preguntó si funcionarían con él igual que con los demás.
Jace debería ser capaz de reproducir el efecto usando la telepatía para deducir qué palabras debía decir o qué cosas podía hacer para ofrecer consuelo y ánimo. Para conseguir que la gente confiara en él. Sin embargo, Gideon no era un telépata, como todos sabían. Él tan solo entendía lo que debía hacer. Tal vez fuera ese el motivo por el que sus dotes funcionaban. Lo mejor sería dejar el carisma para el carismático y centrarse en proporcionar a Gideon la mejor información posible para que tomase sus decisiones honradas y sinceras. Jace notó una punzada de culpabilidad, porque ya había pensado en ganarse a Gideon durante alguna discusión hipotética en el futuro, para que él convenciera a los demás. Pero claro, eso era lo que Jace hacía siempre: trazar planes.
Precisamente por eso se sentía incómodo en la situación actual. No había ningún plan. Dos titanes eldrazi habían muerto; muerto de verdad, según indicaban las comprobaciones de Jace, la intuición de Nissa y la inmensa cantidad de vísceras eldrazi esparcidas por el valle. Solo quedaba una titán suelta; puede que continuara acechando en Zendikar, pero lo más probable era que no. Tampoco había rastro de Sorin Markov y Nahiri la litomante, los aliados desaparecidos de Ugin, y el propio dragón aún no se había dejado ver tras la caída de los titanes.
Los nuevos amigos de Jace parecían conformarse con ayudar a los zendikari a reunirse con sus familias, limpiar el desastre de los alrededores y dar caza a los vampiros subyugados, los adoradores de los Eldrazi y los pocos engendros que habían sobrevivido a la conflagración. Tareas loables, sin suda, pero tareas que los lugareños podían desempeñar por sí mismos. Buscar a los aliados de Ugin, descubrir el paradero de la tercera titán, atender otros problemas como el del Velo de Cadenas... Esas eran las amenazas que solo podían solucionar los Planeswalkers. Los Guardianes. Ese era su propósito, ¿no?
La voz de alarma de un centinela lo sacó de su ensimismamiento. La alerta sonó como un gorjeo, lo que indicaba la presencia de un enemigo volador. Jace levantó la vista dominado por el pánico. En el horizonte, apenas visible en el cielo azul despejado, había una silueta luminosa con alas que batían lentamente.
Ugin.
―¡No os enfrentéis a él! ―advirtió Jace―. ¡Es un aliado!
"O eso espero". De hecho, no había forma de saber cuál sería el ánimo actual de Ugin, pero Jace no pensaba permitir que su bando iniciase las hostilidades.
Los demás le hicieron caso. Las ballestas se bajaron y las bolas de fuego se disiparon cuando Ugin empezó a descender sobre el valle... directo hacia Jace.
Gideon, Chandra y Nissa entendieron la situación. Gideon llegó corriendo, Nissa pareció surgir de entre la maleza y Chandra se puso en pie con mucha dificultad, estuvo a punto de caer y se acercó tambaleándose, usando un largo hueso chamuscado a modo de bastón. Los tres se unieron a Jace antes de que el dragón de doce metros aterrizase con estrépito delante de él y sus garras abrieran un surco en el suelo.

―¿Qué habéis hecho? ―bramó el dragón espíritu. Una ola de calor alcanzó a Jace; los fuegos internos de Ugin ardían de ira.
A pesar del aviso de Jace, los soldados zendikari rodearon a Ugin; su tono furioso los puso alerta y echaron mano a las picas y las espadas. El dragón pareció no darse cuenta, lo que probablemente indicaba cuánto le preocupaban.
―Hemos salvado Zendikar ―respondió Nissa.
―¿Y que has hecho? ―replicó Chandra―. Desde hace un tiempo, quiero decir.
Jace se acercó unos pasos a Ugin.
―El plan lo tracé yo. Los demás solo tienen culpa de haber confiado en mí. Si tienes algo que objetar, págalas conmigo y solo conmigo.
―De eso ni hablar ―protestó Gideon.
―Matamos juntos a los titanes ―dijo Nissa―. Todos somos responsables de ello.
―Bueno, a los titanes los maté yo ―añadió Chandra con complicidad―, aunque los demás me echaron una mano.
―Beleren, explícate ―se hartó Ugin.
―Actué en función de lo que sabía ―dijo Jace intentando que no le temblara la voz. Por muy sabio, anciano e inteligente que fuese Ugin, seguía siendo un dragón y tenía el tamaño y el temperamento de uno. Y sus dientes―. Hicimos un esfuerzo conjunto para atrapar a Ulamog, tal como habíamos acordado tú y yo, pero un Planeswalker que no conocíamos frustró nuestro plan por una especie de venganza. Entenderás que no lo hubiésemos previsto.
Nissa apretó con fuerza su bastón. Ob Nixilis había escapado y Jace sabía que eso le remordía la conciencia. Un propósito más que añadir a su lista de compromisos extraplanares.
―Lo entiendo ―aceptó Ugin―. Prosigue.
―El otro imprevisto fue que Kozilek seguía en Zendikar ―continuó Jace―, un dato que no conocías o del que no me informaste. Con todo respeto, ninguna de las dos posibilidades me reconforta.
―La red de edros se encontraba en un estado lamentable y mi capacidad para buscar a los titanes era limitada ―argumentó Ugin.
―Entonces, ¿Emrakul podría estar en cualquier parte? ―preguntó Gideon.
―Puedo ocuparme de esto, Gideon ―dijo Jace.
―Vuestras correrías sacudieron este mundo como si fuera una campana ―respondió Ugin―. Pude llevar a cabo una inspección minuciosa utilizando los... ecos. Emrakul abandonó el plano hace tiempo.
Jace no sabía si sentir alivio o preocupación.
―En cualquier caso, Kozilek nos pilló desprevenidos ―dijo―. Tuvimos que ocuparnos de dos titanes, ya no podíamos demorarnos haciendo preparativos y tampoco sabíamos cuánto tiempo más permanecerían en Zendikar. Tú mismo dijiste que no debíamos permitir que se marchasen.
―Pero tampoco teníais motivo para creer que lo harían de inmediato ―objetó Ugin―. Deberíais haber tratado de contenerlos de nuevo.
―Al contrario ―replicó Jace―. Tenía motivos para creer que los defensores de Zendikar podrían actuar precipitadamente y ahuyentarlos, a pesar de mis esfuerzos por convencerlos de que no lo hicieran. Es más, una de nuestras aliadas lo intentó. No teníamos tiempo para construir una nueva trampa de edros, pero entre nosotros hay una animista capaz de alterar directamente las líneas místicas de Zendikar, sin la ayuda de los edros. Por eso pensé...
―Ya veo ―interrumpió Ugin―. Todo cobra sentido: podíais contenerlos mediante el glifo, pero sin los edros para absorber su energía y mantener en posición las líneas místicas, vuestras únicas alternativas eran permitir que los titanes se marcharan o traerlos completamente al espacio físico y destruirlos.
Jace pestañeó con perplejidad.
―Dijiste que no era posible.
―Afirmé que no podrías hacerlo ―corrigió Ugin―. Y tú me hiciste creer que no lo intentarías, así que ahórrate las santurronerías.
―Un momento ―intervino Nissa―. ¿Sabías que se puede matar a los titanes? ¿Lo sabías cuando los encerraste en el plano?
Ugin se irguió sobre las patas traseras y adoptó aires de maestro que se disponía a sermonear a sus alumnos.
―Habéis acabado con dos seres vivos que eran más antiguos que muchos mundos. No conocíais su propósito, su rol ni el impacto de sus vidas o sus muertes. Habéis puesto en riesgo este plano y preferido enfrentaros a consecuencias que ignoráis, todo con tal de matarlos. Y lo habéis hecho porque podíais.
Se hizo el silencio y la única que se atrevió a hablar fue Chandra―. Vaya que si lo hemos hecho.
Ugin volvió a apoyarse sobre las cuatro patas y soltó un suspiro.
―No hay fuerza más peligrosa y caprichosa en todo el Multiverso que los Planeswalkers ―dijo negando con la cabeza.
―¿Qué ocurrirá ahora? ―preguntó Jace.
―Lo desconozco ―respondió Ugin―. Por lo que sé, nadie había matado jamás a un titán eldrazi. Tengo teorías acerca de su naturaleza y lo que podría suceder ahora que dos de ellos han perecido. Las consecuencias tal vez no se manifiesten hasta mucho después de que vosotros fallezcáis, así que podéis considerar esto como una victoria si así lo deseáis. Por lo que a mí respecta, analizaré sus restos y haré preparativos de cara al futuro.
Los amigos de Jace pusieron cara de asco.
―Permíteme colaborar ―se ofreció él―. Comparte conmigo tus teorías sobre los Eldrazi y entre los dos...
―Jace Beleren ―lo amonestó Ugin―, has demostrado ser un socio en extremo arrogante y poco de fiar. Si insistes en ayudarme, lo mejor que puedes hacer es irte de aquí. De inmediato.
―¿Y qué pasa con tus antiguos aliados? ―preguntó Jace, incrédulo―. ¿Y con Nicol Bolas?
―No impediré que investigues su paradero ―respondió el dragón―. No obstante, he de advertirte que Sorin Markov y Nicol Bolas serán mucho menos indulgentes si interfieres en sus asuntos.
Ugin levantó una garra y señaló a los zendikari de los alrededores y el valle repleto con los restos de los titanes.
―Haz saber a todos que no deben interrumpir mi labor. Si solicito una parte de los cadáveres, mía ha de ser. Si digo que algo debe permanecer donde esté, allí se quedará.
Chandra se interpuso entre Ugin y el trozo del cráneo de Ulamog que usaba como asiento.
―Tendrás que acordarlo con los zendikari ―comentó Gideon.
―Dudo que prefiráis dejar el asunto en mis manos. ―Ugin soltó un bufido abrasador―. Adiós, asesinos de titanes. Espero que volvamos a vernos en circunstancias más cordiales... o que nunca lo hagamos. Ambas posibilidades me parecen aceptables.
Y así, el enorme dragón levantó el vuelo y se alejó sobrevolando la recién vaciada cuenca de Halimar.
―Ha ido bien la cosa ―dijo Chandra.
Jace hundió la cara entre las manos.
Gideon hizo un gesto a Chandra, Nissa y el resto de los zendikari para que se marcharan y volvieran a sus quehaceres. Luego se sentó en una roca al lado de su amigo.
Jace bajó la vista hacia él y tomó asiento a su lado.
―Parece que los problemas no han terminado ―comentó Gideon. Sentados, apenas era un poco más alto que Jace.
―No lo han hecho, no ―dijo Jace.
Le había hablado a Gideon acerca del Planeswalker dragón Nicol Bolas, quien al parecer había maquinado la liberación de los Eldrazi. También acerca de Sorin Markov y la litomante Nahiri, que habían ayudado a encerrar a los Eldrazi tiempo atrás y a quienes Ugin le había pedido buscar.
―Sé que quedan cosas por hacer en Zendikar ―aventuró Jace―, pero...
―Esos juramentos que hicimos... ―razonó Gideon―. No eran idénticos, porque no todos pensamos de la misma forma.
Jace se había dado cuenta de ese detalle. El juramento era una manera de unir a cuatro personas muy diferentes... pero "la justicia y la paz" y "el bien del Multiverso" representaban cosas distintas. Aun así, hablarían de ello cuando llegase el momento de hacerlo.
―Tengo que quedarme hasta estar seguro de que esta gente seguirá a salvo ―continuó Gideon―. Imagino que Nissa hará lo mismo hasta que sepa que la vida perdurará. En cuanto a Chandra... Bueno, supongo que no puedo hablar por ella ―dijo con una risa entre dientes.
»En cualquier caso, necesitamos saber cuál será la amenaza más inmediata ―prosiguió―. No basta con reaccionar al problema más reciente.
―¡Exacto! ―dijo Jace―. Entiendes lo importante que es recabar información.
―Por supuesto ―confirmó Gideon―. ¿Cuál crees que debería ser nuestra mayor prioridad?
―Nicol Bolas es terrorífico ―afirmó Jace con la cabeza baja―. Preferiría no enfrentarnos a él hasta conocer mucho mejor sus intenciones. Por otro lado, no podemos seguir a la tercera titán ni descubrir adónde podría dirigirse. Nos queda el asunto de Sorin y Nahiri, los aliados de Ugin. Iré a Innistrad y encontraré a Sorin. No sé si nos ofrecerá más ayuda que Ugin, pero tampoco puede colaborar mucho menos que él.
Gideon asintió despacio.
―Confío en tu juicio ―dijo mirando a Jace a los ojos―. ¿Cuándo estarías listo para partir?
―Hoy ―respondió Jace―. Solo necesito preparar mis provisiones y hacer algunas preguntas sobre Sorin.
―De acuerdo. Nosotros estaremos aquí.
Gideon se levantó y se marchó sin darle la palmada en el hombro que administraba cuando daba órdenes a los demás.
"Cuando da órdenes", pensó Jace. No se sentía como si le hubiera ordenado nada. ¿Acababa de...?
"Maldita sea", se percató Jace. También funcionaban con él.


La oscuridad hacía difícil que Nissa encontrara una distracción que mereciese la pena. Había logrado ignorar la carga que llevaba en el bolsillo mientras el sol brillaba en el cielo. Entre repartir mantas calientes a los zendikari, unirse a Gideon en sus numerosas rondas por el perímetro y lavar los primitivos platos en la catarata cercana... Y luego estuvo la providencial aunque inquietante aparición del dragón espíritu. No había tenido ocasión de estar quieta desde que despertó. Ahora que la noche había reclamado la consciencia de la mayoría de los moradores de Roca Celeste, el flujo natural de actividad había cesado y el murmullo constante y tranquilizador de las conversaciones había dado paso al silencio. No era el silencio que Nissa recordaba de las noches de su juventud. En aquella época, una noche solo era silenciosa en comparación con el día. Aunque la mayoría de los sonidos que hacían los elfos cesaban de noche, parecía que solo lo hacían con el propósito de dar paso a los sonidos de las criaturas que empezaban a despertar. En cambio, en este mundo, en el Zendikar posterior a los titanes, no había criaturas que empezaran a despertar. En vez de ello había montículos de corrupción blanquecina. No había árboles con ramas entre las que silbaba el viento; había espacios negativos, agujeros dispuestos en patrones antinaturales, repetitivos y cubiertos de un brillo aceitoso. En este Zendikar, el silencio de la noche era mucho más completo. Y ese silencio era lo que destacaba en los oídos de Nissa cuando cesaba toda actividad.
Era la primera vez que veía el glifo desde que había quedado grabado en el suelo. Los otros lo habían visitado. Había visto a Jace analizándolo, había visto a Gideon paseando por él y recorriendo ensimismado la curvatura de las líneas. Muchos zendikari se habían acercado a dejar pequeños amuletos en la linde y se descalzaban antes de pisar la hierba que brillaba suavemente. El alma de Zendikar también estaba allí. Nissa podía sentirla. La había esperado todo el día. Solo tenía que entrar en contacto con ella, pero no lo hizo. Aún no.
En vez de eso, caminó hasta el centro del glifo procurando no pisar las líneas. Una vez que llegó al triángulo de tierra despejada, se arremangó. La tensión de sus hombros desapareció cuando se arrodilló en el suelo, rodeada por todos lados de un cálido resplandor verde. Había llegado el momento. Nissa empezó a cavar.

Cuando terminó había cuatro hoyos en la tierra, uno para cada una de las semillas que el vampiro le había entregado tiempo atrás; se sentía como si hubieran transcurrido años. Nissa había separado los hoyos con cuidado, teniendo en cuenta el tamaño de cada planta. El jaddi era el árbol que más espacio necesitaba para crecer. Su enramada abarcaría algún día el diámetro del glifo y llegaría más allá. Proporcionaría desde su juventud una agradable sombra para los viajeros agotados y, con el tiempo, su espesura quizá se convertiría en el hogar de una tribu de elfos. O más bien de una tribu de zendikari, corrigió Nissa: una comunidad de elfos, kor, trasgos y humanos. Podrían vivir en el jaddi y alimentarse de los frutos de la arboleda de kolya, puesto que seguramente habría una arboleda. La semilla de kolya se nutriría del maná del glifo y sería la primera en brotar. El esbelto tronco del árbol crecería hacia el sol y sus flores no tardarían en convertirse en frutos tiernos y sabrosos que servirían de sustento para los habitantes de Zendikar. Por su parte, la peligrosa hermosura del mangle rojo mantendría a raya el ecosistema y a la gente. Y luego estaba el espino sangriento. Nissa contuvo el aliento al notar una sensación en su interior. El espino sangriento de Bala Ged. Una planta procedente de su hogar. Puede que la última de su especie. ¿Cuántas veces la había ignorado en su juventud? Ahora no quedaba más que una semilla. Ella estaría a cargo de defender con sus enredaderas espinosas el resto de la vida que subsistiría allí, al igual que sus congéneres habían ofrecido protección a los Joraga durante eras.
Nissa podía ver cómo crecería el nuevo bosque solo con sostener en la mano la bolsita con semillas. Algún día se convertirían en todas las cosas que soñaba. Algún día serían vastas y altas. Algún día serían frondosas y fuertes. Algún día se protegerían con espinas firmes. Pero ¿quién las protegería hasta ese día? ¿Quién guiaría Zendikar desde su situación actual hasta la que llegaría algún día?
―Por si sirve de consuelo, sé lo difícil que va a ser marcharte. ―La voz de Chandra sobresaltó a Nissa; estaba tan ensimismada que no la había oído acercarse. Le resultó extraño. Casi nunca la pillaban desprevenida. Más extraño todavía era que las palabras de Chandra habían alcanzado la capa más profunda de su conciencia; había palpado aquella sensación presente pero reticente a manifestarse por completo. Chandra era piromante, no telépata.
Nissa levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Chandra. Eran grandes estanques ámbar de sinceridad y Nissa sintió que podían ver directamente en su alma. No estaba acostumbrada a que los demás entendieran su perspectiva de las cosas, y menos aún cómo se sentía. Chandra había hecho ambas cosas en cuestión de segundos. Tal vez por eso le respondió tan sinceramente―. No sé si puedo marcharme. ―Cuando las palabras surgieron de sus labios, Nissa contuvo el aliento.
Sin embargo, Chandra no dijo nada de inmediato. En vez de eso, se sentó en el suelo junto a Nissa. Estaban entre los hoyos que Nissa había cavado, pero no llenado, rodeadas de las líneas brillantes del glifo, que solo estaban allí gracias a Chandra. De no haber sido por la poderosa piromante, el glifo no solo no existiría, sino que la tierra en la que se había grabado habría quedado completamente devastada. Chandra había intervenido en el momento en que Nissa había sentido que el mundo se venía abajo. Chandra había formado con ella un vínculo que Nissa nunca había formado con ningún otro ser, ni siquiera con el alma de Zendikar. Juntas, habían combinado sus poderes para formar algo que fue capaz de destruir a los titanes eldrazi. Aunque lo habían logrado a duras penas. Las dos habían acabado terriblemente débiles tras el desenlace: Chandra no podía caminar y, por un tiempo, Nissa estuvo ciega y fue incapaz de impedir que sus extremidades temblaran. Pero allí estaban ahora, recuperándose. Al igual que Zendikar, salvo que el mundo necesitaría mucho más tiempo que ellas. Chandra quizá lo entendería. Nissa miró a la piromante, que seguía sin mediar palabra―. Ahora mismo es muy frágil ―intentó explicar―. Ha estado a punto de fracturarse. Todavía pueden surgir muchos problemas, muchos peligros. Lo que ocurra a continuación le dará forma, le ayudará a ser aquello en lo que se convierta.
―Me juego algo a que será impresionante. ―Chandra sonrió y se recostó en el colchón de hierba, con las manos detrás de la cabeza.
―No quiero perdérmelo ―dijo Nissa, sorprendida de admitirlo en voz alta―. Quiero estar aquí cuando suceda.
―Lo entiendo ―comentó Chandra.
―Además... ―añadió Nissa, porque creyó que debía hacerlo―. No quiero conformarme con observar. Quiero velar por él. Alguien debería estar aquí. Para protegerlo. Para ayudarlo a crecer. Yo puedo hacerlo. Debería hacerlo.
Se quedaron en silencio y Nissa acarició los pliegues de la bolsita con semillas. Pensó en el día en que se las entregaron, en el peso que había sentido, mucho mayor que el de cuatro semillas diminutas. En la responsabilidad. Y en el miedo a fracasar. Sin embargo, no había fracasado. Al menos por el momento. Todavía quedaban cosas por hacer, ¿o acaso no? Nissa rompió el silencio que se había formado entre Chandra y ella―. Si me quedo en Zendikar...
―Haz lo que tengas que hacer ―terminó Chandra―. No voy a reprochártelo.
―¿Y qué hay...? ―Nissa se aclaró la garganta―. ¿Qué hay de los demás? ¿Crees que lo comprenderán?
―¿Gideon y Jace? Claro que sí. Ni se les ocurriría obligarte a marchar.
Nissa suspiró con alivio. Aquello la preocupaba. Al fin y al cabo, habían hecho un juramento.
―A mí tampoco me obligaron a irme de Regatha ―continuó Chandra―, aunque al final decidí venir de todos modos.
―Me alegro de que lo hicieras ―dijo Nissa mirándola. No podía imaginar lo que habría ocurrido si Chandra no hubiera estado en Zendikar; tampoco quería imaginarlo―. Gracias.
―Pues estuve a puntito de quedarme. Tenía un montón de discípulos a mi cargo. Era la directora de un monasterio, la abadesa.
Nissa levantó las cejas, impresionada.
―Sí, ya sé que es una locura ponerme al cargo de nada.
―No es ninguna locura ―valoró Nissa―. Desde que te conocí, sé que estás vinculada a una gran cantidad de poder.
―Y justo por eso me marché ―respondió Chandra con una sonrisa. Se incorporó apoyándose en los codos―. Podría haberme quedado para ayudar a mis discípulos a convertirse en piromantes de primera. Se me habría dado muy bien, de hecho. Al menos habrían aprendido a convertirse en unos vórtices de fuego bien hermosos.
Nissa se rio, y entonces se dio cuenta de que hacía mucho tiempo desde la última vez. Le gustaba la facilidad de Chandra para hacerla sonreír.
―Pero bueno, la madre Luti y los demás también serán buenos maestros ―continuó Chandra―. Todos llegarán a ser piromantes; a lo mejor no se les dará tan bien canalizar el maná de todo un mundo, pero se las arreglarán. El caso es que tenía que hacer otra cosa, algo que la madre Luti y los demás no podían. Algo que nadie más podía hacer: venir aquí. Creo que eso era adonde Gideon quería ir a parar con todo el tema de nuestras chispas, nuestro poder y lo que representan. ¿No crees?
Nissa entendía exactamente a lo que se refería Chandra: al discurso que había dado Gideon tras salir de la caverna de Ob Nixilis y ver el mundo al borde de la extinción. Recordó sus palabras: "Tenemos que comprometernos a esta causa, a luchar juntos contra todas las fuerzas que amenacen el Multiverso. Nadie más puede hacerlo. Esta tarea recae sobre nosotros debido al poder que poseemos. A nuestras chispas".
―Nadie más puede hacerlo ―dijo Chandra, quien parecía haber vuelto a leer la mente de Nissa―. Pero tú puedes. Nosotros podemos. Juntos. Además ―añadió con tono travieso―, ¿no quieres ver cuánto tarda Jace en estallar con las palmaditas de Gideon?
Nissa volvió a reírse. La verdad era que quería ver a Gideon y a Jace; no hacía falta que Jace se enfadara, pero sería... ¿divertido? Sí, divertido. La compañía de Chandra, Jace y Gideon sería interesante, seguro que emocionante y, en ocasiones, divertida. Se dio cuenta que separarse de los tres Planeswalkers le resultaría tan doloroso como marcharse de Zendikar. Esa revelación la sorprendió. Hacía mucho tiempo que Nissa no sentía un vínculo tan fuerte con nadie, excepto con el alma del mundo. Aun así, no podía negar que había estrechado tres lazos más, recientes pero fuertes. Había tres almas más que contaban con ella y millones de otras que contaban con los cuatro.
―Me marcho, voy a empezar a calentar el desayuno ―dijo Chandra mientras se levantaba. Nissa no se había dado cuenta de que el sol había empezado a asomar mientras charlaban a la luz del glifo―. ¿Quieres que te traiga algo?
―No. ―Inspiró el aire matutino de Zendikar. Quería estar allí en persona―. Iré dentro de un momento.
―Como quieras. ―Chandra empezó a alejarse―. Nos vemos allí.
―¡Ah, Chandra! ―la llamó. La piromante se giró―. Muchas gracias.
―No hay de qué ―dijo Chandra sonriendo y encogiéndose de hombros―, pero no tardes mucho en venir a por la pitanza o Gideon se la zampará toda.
Nissa no tardaría. No esperaría a que el mundo se recuperase; lo haría y crecería tanto si ella estuviera como si no. Además, otros estarían allí con él. Pensó en Tazri, en Munda, en Seble y en Kiora.
Desplegó la capa superior del paño de seda y reveló las cuatro pequeñas semillas. Las plantó una a una en los hoyos que había cavado. Mientras lo hacía, les susurró los sueños que tenía para el bosque en el que se convertirían algún día. Les habló del mundo del que procedían, de cómo había sido Zendikar y la tragedia por la que había pasado. Y por último les habló de la piromante, el telépata y el líder intrépido que habían acudido en su ayuda, que habían convertido el mundo en un lugar seguro donde podrían crecer.
Finalmente, Nissa apoyó una palma en el suelo y entró en comunión con la tierra; había una última cosa que hacer. Rozó el alma de Zendikar. Le pidió que cuidara de las semillas. Pero antes de que pudiese responder, de que tirase de ella y la abrazase, retiró la mano y, con ella, su alma―. Nos volveremos a ver. Te lo prometo. ―Se levantó y se separó del mundo que conocía, dispuesta a ir al que la necesitase.


A medio camino hacia las fogatas, Nissa fue asaltada por una corriente de pensamientos preocupados e impacientes―. Nissa, tengo que hablar contigo. ―Jace entró en su campo de visión, en pos de sus pensamientos―. Necesito que me digas todo lo que sepas de Sorin Markov.
Nissa se sintió tranquila. Aquello era lo que tenía que hacer ahora, lo que era correcto. Miró a Jace a los ojos con una sonrisa―. Creo que sería más fácil mostrártelo. Sin un momento de duda, Jace se zambulló en su mente.

Crónicas de Zendikar: Revelación en el Ojo

Jace Beleren no es un guerrero. El motivo inmediato por el que ha viajado a Zendikar es resolver un enigma: ¿es verdad que los edros del plano servían para aprisionar a los Eldrazi? ¿Sería posible utilizarlos de nuevo para encerrar (o destruir) al titán Ulamog, que continúa en Zendikar?
Puesto que todos los registros sobre el tema se perdieron durante la caída de Portal Marino, Jace se ha visto obligado a emprender un peligroso viaje hacia el Ojo de Ugin, el núcleo de la red de edros. Esta no es la primera vez que visita dicho lugar, ya que estuvo allí cuando ayudó involuntariamente a liberar a los Eldrazi. Ahora, su cometido es regresar al Ojo y resolver el enigma de los edros de Zendikar.
Si es que logra sobrevivir...


Jace Beleren afianzó el pie en una roca escarpada, se impulsó y se estiró. Sus doloridos dedos se agarraron a duras penas al siguiente apoyo.
Era obvio que no estaba en su elemento. El viento batía su capa con fuerza y prefirió no mirar abajo.
No tenía vértigo, o al menos no le afectaba más que a la mayoría de la gente, pero sabía cuánto había ascendido por la ladera del acantilado y no necesitaba comprobarlo. En cualquier caso, le pareció razonable no correr riesgos, porque una caída desde aquella altura sería irremediablemente mortífera y lo único que quedaría de él sería una mancha en el...
No miró abajo.


Si el mapa mental que había visto en la cabeza de Jori En era correcto, en la cima de aquel acantilado encontraría lo más parecido a un terreno llano que había en Akoum, una vasta región de escarpadas cumbres volcánicas y barrancos traicioneros. Los trasgos de la tribu Tuktuk vivían en alguna parte de aquella zona, o lo habían hecho hasta el levantamiento de los Eldrazi. La geografía había cambiado drásticamente cuando los tres progenitores eldrazi emergieron de la cordillera conocida como los Dientes de Akoum, así que no podía guiarse por los conocimientos de Jori ni por su experiencia pasada. Necesitaba ayuda; tenía que encontrar a Tuktuk y su tribu.
Centímetro a centímetro, asidero a asidero, Jace escaló la superficie rocosa. Finalmente, con las manos ya temblorosas, se encaramó al borde de la cima...
... y se topó directamente con un Eldrazi.
Era pequeño para uno de los suyos, puede que tan grande como Jace, y su rostro óseo e inexpresivo estaba a escasos metros. Jace se sobresaltó, pero se aferró al suelo y solo quedó con un pie colgando del abismo. Rodó hacia un lado y se apoyó sobre manos y rodillas fuera del alcance del ser.


El Eldrazi se quedó mirándolo y su cabeza sin ojos giró para seguir sus movimientos. Entonces arremetió contra él.
Jace se puso de pie e invocó un guardián ilusorio. Sin embargo, las mentes de los Eldrazi estaban tan en blanco como sus rostros y ninguno de sus trucos habituales parecía funcionar con ellos. La magia somnífera no servía de nada contra seres que no dormían. La invisibilidad era inútil contra unos monstruos sin ojos. Incluso las ilusiones parecían ineficaces contra aquellos adversarios extraplanares.
El Eldrazi la atravesó como si no estuviese allí y siguió avanzando.
Si hubiese tenido más tiempo, Jace habría preparado una ilusión más elaborada. Tal vez habría logrado confundir al ser el tiempo suficiente para alejarse o para experimentar con ilusiones táctiles o sonoras que quizá lo desorientasen. Sin embargo, no tuvo tiempo y estaba agotado tras la escalada, así que solo pudo protegerse entre dos rocas afiladas y asestarle un par de buenas patadas.
Entonces oyó un ruido sordo y una intensa luz azulada lo deslumbró. El Eldrazi se tambaleó y Jace parpadeó, cegado por el destello. "¿Pero qué...?".
―¡Muere, bicho asqueroso! ―chilló alguien a la izquierda de Jace.
El Eldrazi se giró para mirar, o lo que quiera que hagan los seres sin ojos, y justo entonces un pesado garrote se estampó sobre su cabeza blanca e inexpresiva. Hizo un ruido como el de la porcelana al romperse en pedazos y una sustancia viscosa y carnosa salpicó el suelo alrededor del cadáver.
Jace se asomó desde detrás de la roca en la que se ocultaba y vio a una trasga achaparrada que sonreía de oreja a oreja. Al igual que la mayoría de trasgos que había visto desde que regresó, tenía una pesada protuberancia metálica en la parte superior del cráneo. Llevaba a cuestas un gran cesto y sostenía un garrote de piedra; no, se dio cuenta de que no eran ni un cesto ni un garrote: eran el recipiente y la mano de un mortero. La trasga solo le llegaba a Jace por la cintura, pero si era capaz de cargar con aquel utensilio, debía de tener una fuerza monstruosa.


―¡Hola! ―saludó ella con una alegría que a Jace le pareció exagerada―. Mala idea eso de viajar solo, nada seguro.
Frotó la mano del mortero contra una roca y raspó restos de hueso y sesos, o lo que quiera que tengan los Eldrazi. Jace prefirió no fisgar en su cabeza todavía; aquello podía arruinar una buena primera impresión.
―Gracias por salvarme ―dijo―. ¿Qué le has hecho al Eldrazi?
―Oh, nada. Tienen la cocorota igual de frágil que vosotros ―respondió ella. Luego se dio unos golpecitos en la cabeza, que hizo un sonido metálico―. No como nosotros.
―Antes de eso ―aclaró Jace―. Has lanzado un hechizo o algo parecido.
En respuesta, ella se puso a mirar por los alrededores como si hubiera perdido algo, luego soltó un gritito de alegría y corrió a recoger lo que a Jace le pareció una pequeña roca. No, no era una roca: era un fragmento de uno de los edros mágicos de Zendikar.
―Un edro conserva la magia durante un milenio. O menos, si es necesario. Este está casi gastado, pero voy a sacarle lo que pueda.
Soltó una carcajada, arrojó el edro en el mortero y se puso a triturarlo distraídamente. Cada golpe hacía que saltasen chispas acompañadas de pequeños estallidos.
―El tamaño no te dice cuánta magia contienen ―explicó―. Los edros son como cuevas profundas: pueden estar llenos de cosas... o no tener nada de nada. La única forma de saberlo es probar a ver qué hay.
―Entiendo ―dijo él―. Esto... Me llamo Jace, por cierto.
―Y yo soy Zada de Refugio Losa ―se presentó ella como si eso lo explicase todo.
―He venido aquí en busca de Tuktuk ―dijo Jace―. ¿Le conoces?
Por algún motivo, eso hizo que Zada se echase a reír.
―Está muerto ―contestó―. Más muerto que una piedra, vamos.
Le dio otro ataque de risa, pero al ver que Jace no se inmutaba, se esforzó por contener las carcajadas y se lo explicó―. Es que estaba hecho de rocas.
―¿Qué le sucedió? ―preguntó Jace.
―Que me lo zampé ―aseguró Zada.
Jace se imaginó un horripilante ritual caníbal por un momento, hasta que recordó lo que acababa de decirle sobre Tuktuk. Eso hizo que la afirmación solo pareciese improbable.
―¿A qué te refieres?
Zada volvió a sonreír y mostró sus dientes llenos de hoyos.
―Me. Lo. Zampé.
―¿No has dicho que está hecho de rocas? ―dudó Jace.
―Lo estaba, lo estaba ―corrigió Zada―. Tú no conoces bien a los trasgos, ¿no?
―La verdad es que no ―admitió Jace―. ¿Y por qué te lo... comiste?
―Cuando encontramos edros y otras rocas mágicas, las trituramos y nos las zampamos ―explicó Zada―. Porque nos hacen más fuertes. Tuktuk nos lo enseñó. Entonces me di cuenta de que Tuktuk era la roca más mágica de todas y...
Se encogió de hombros y se palmeó el vientre.
―Eso es una... idea extraña pero bastante lógica.
―¡Gracias! ―dijo Zada con orgullo.
―Eh... Cambiando de tema, lo que estoy buscando en realidad es el Ojo de Ugin. Ya he estado allí antes, pero parece que toda la región ha cambiado.
―¿Para qué quieres ir? ―preguntó Zada.
―Busco la forma de detener a los Eldrazi ―explicó Jace―. Tengo que aprender más cosas sobre la red de edros y el Ojo de Ugin está en el centro de ella.
―Lo estaba ―matizó Zada―. Una cosa que acaba hecha un desastre ya no tiene un centro.
Suspiró, dubitativa.
―Pero supongo que puedo llevarte, si crees que es importante ―dijo haciéndole un gesto para que la siguiese―. Aunque no entiendo a qué viene tanta preocupación. Aquí arriba nos las estamos arreglando bastante bien.

Tuvieron unas pocas horas de dura caminata hasta el Ojo y Zada los condujo por un camino serpenteante entre los inestables peñascos de Akoum. Tuvieron que dar media vuelta en dos ocasiones para evitar a los Eldrazi, e incluso Zada parecía un poco extraviada en aquel tumultuoso paisaje. Durante todo el camino, siguió parloteando acerca de la naturaleza de los edros. Jace no se había dado cuenta de que podían almacenar energía ni de que esa fuerza seguía siendo eficaz contra los Eldrazi, así que al menos estaba averiguando cosas nuevas.
Finalmente, Zada le señaló la entrada de una cueva y se despidió de él.
―¿No quieres entrar? ―preguntó Jace.
―Quita, quita ―replicó Zada―. Nadie entra ahí. Magia mala y muerte segura. ¡Buena suerte!
Se marchó saltando por encima de unas rocas y Jace se volvió hacia la inquietante entrada angulosa de una cueva que de ningún modo podía ser natural.
Descendió con cautela, caminando dificultosamente entre enormes edros caídos. El lugar estaba en silencio; no había señales de vida ni quedaba rastro del poder retumbante que lo impregnaba todo la última vez que había estado allí. La luz ilusoria que había convocado Jace arrojaba sombras extrañas por todo aquel amplio espacio en ruinas. Si el Ojo había quedado destruido y el poder que albergaba antes había desaparecido, tal vez no consiguiese averiguar nada en absoluto.


Un resplandor blanquecino y azulado brilló más adelante. ¿Acaso le engañaban sus ojos? Apagó su propia fuente de luz. Sí, allí había un resplandor. ¿Qué podía significar aquello? ¿Habría quedado en pie parte de la estructura del Ojo? ¿O tal vez se le habría adelantado alguien?
Jace descendió con sumo cuidado por el camino de edros escarpados, ahora casi a ciegas. A medida que avanzaba, se dio cuenta de que las piedras de los alrededores estaban mejor conservadas: las superficies y las runas parecían reparadas y se había corregido la disposición de los edros.
―Bienvenido seas ―retumbó una voz suave e imponente que pareció surgir de la piedra―. Espero que no vengas solo. Has de saber que los preparativos están casi finalizados.
Una silueta se aproximó desde las tinieblas de la gran caverna. Tenía unos cuernos brillantes y unas alas de vasta envergadura: era un dragón descomunal que planeaba hacia él. Jace dio un paso atrás, con el corazón descontrolado. "¡¿Nicol Bolas?!".
No, no era él. Este dragón era la fuente del resplandor tenue que había visto antes.
Aterrizó con elegancia delante de él, con las alas aún desplegadas.
―Hmm... ―dudó el dragón frunciendo el ceño―. No eres la persona a quien esperaba ver.
―Lo mismo podría decir ―respondió Jace―. ¿Quién eres?
El dragón lo observó durante unos segundos.
―Dime, ¿conoces el nombre de este lugar?
―Lo conozco ―respondió Jace―, pero no voy a dejar que afirmes ser quien supongo que eres. ¿Cómo te llamas?
El dragón sonrió evitando mostrar los dientes.
―Bien argumentado. Soy Ugin. Tiempo ha, fui uno de los responsables de erigir este lugar.
Jace creía que Ugin había fallecido hacía mucho, si es que tan siquiera había sido una persona. Sin embargo, allí estaba, en carne y hueso, luminoso. Trató de leer la mente del gran ser para confirmar su historia, pero descubrió que era impenetrable y cegadora como una muralla de cristal.


―Yo soy Jace Beleren. He venido para estudiar la red de edros. No esperaba encontrarme con uno de sus constructores.
―Ya has estado aquí antes ―dijo Ugin. Por desgracia, aquello no fue una pregunta.
―Ah... ―titubeó Jace―. Sí, una vez. Aquello no... No acabó bien.
―Liberaste a los Eldrazi ―afirmó Ugin.
―No era... ―vaciló Jace―. Tienes razón. Éramos tres personas. Hubo un enfrentamiento. La sala...
―Conozco los detalles ―lo interrumpió Ugin―. Una piromante, un dragonhablante y tú; tres Planeswalkers. Abristeis el Ojo.
"¿Cómo puede saberlo?".
―No fue culpa nuestra ―replicó Jace―. Nos estaban...
―Manipulando, en efecto ―terminó Ugin―. Obrasteis movidos por otro Planeswalker dragón, mi rival...
―No...
―... Nicol Bolas. ¿Sabes quién es?
―Nos conocemos ―confirmó Jace―. Esta no fue la primera vez que me manipuló.
―Tal es su naturaleza ―ratificó Ugin.
―¿Por qué lo hizo? ―dudó Jace―. ¿Por qué querría liberar a los Eldrazi?
―Excelente pregunta, a la que dedicaré considerables recursos para hallar la respuesta. No obstante, en este momento debemos hacer lo que con toda probabilidad quiere que hagamos, que es centrar nuestra atención en los Eldrazi.
―Más vale que lo hagamos pronto ―añadió Jace―. Uno de los titanes está dirigiéndose hacia Portal Marino.
―¿Portal Marino? ―repitió Ugin.
Jace se quedó pasmado.
¿El poderoso Ugin, el creador del Ojo... no conocía la mayor ciudad de Zendikar?
―¿Cuánto tiempo hace que no vienes a Zendikar? ―preguntó Jace.
―Eras ―respondió Ugin con un tono que daba a entender que hablaba en sentido literal―. Estaba encerrado. Como decía: ¿Portal Marino?
―Un núcleo de civilización y estudio en la costa de Tazeem. Poseían escritos acerca de los edros, pero se perdieron por culpa de los Eldrazi. Ulamog se dirige hacia allí para devorar a los supervivientes que se han reunido en los alrededores.
―No conjetures como si entendieras en lo más mínimo el comportamiento de los Eldrazi. Ulamog va a donde va y hace lo que debe.
―Pero se ven atraídos por las aglomeraciones de vida, ¿no es verdad? Existe una lógica tras sus movimientos.
―Es verdad y sí, existe ―respondió Ugin―. Si hay supervivientes congregados en ese lugar llamado Portal Marino, quizá sean el objetivo de Ulamog.
―Tenemos que detenerlo ―dijo Jace―. Hay que incapacitarlo, matarlo... cueste lo que cueste.
―No puedes matar a Ulamog ―replicó Ugin.
―Pues lo detendremos. Hagamos lo que hagamos, hay que actuar ahora. Cada vez hay más muertos. Tenemos que hacer algo; gracias a tus edros, tenemos a nuestra disposición todas las líneas místicas del plano. ¿Cuál es tu sugerencia?
Jace empezó a acumular maná, una sensación similar a una profunda corriente fresca, como la de absorber un torrente de conocimientos.
―Cuento con la ayuda de aliados antiguos y poderosos ―respondió Ugin―. Se trata de las dos personas que me ayudaron a atrapar a los Eldrazi en este mundo hace miles de años. Colaborarán con nosotros. Estás comenzando a entender el verdadero propósito de los edros. Los Eldrazi pueden ser encerrados.
―¿Y qué tal funcionó el sistema la última vez?


Jace sintió un cambio de actitud en el dragón, que se irguió ante él. Entonces, Jace también tuvo la molesta sensación de que tal vez no estuvieran en el mismo bando, después de todo.
―A la perfección ―aseveró Ugin―. Hasta que tus acompañantes y tú les permitisteis huir.
―Discúlpame si busco un ligero consuelo en pensar que tres personas que no sabían prácticamente nada sobre todo esto fueron capaces de anular tus medidas de seguridad por accidente.
―No fue un accidente ―replicó Ugin―. Fue una maquinación urdida minuciosamente. No cometas el error de pensar que tus planes son los únicos que importan.
―¿No fue ese el error que cometiste tú mismo? Creías que nadie querría liberar a los Eldrazi de su prisión, pero Nicol Bolas quiso hacerlo. Y si quiere que sigan libres, puede volver a urdir un plan para soltarlos de nuevo.
―Sigues haciendo conjeturas ―dijo Ugin―. Sea cual sea el propósito de Bolas, es posible que ya lo haya logrado. Y como has dicho, cada vez hay más muertos. Sería una necedad que comenzásemos a perseguir un objetivo imposible solo por creer que lo posible presenta defectos.
―"Imposible" es un calificativo muy extremo para alguien como tú ―espetó Jace―. Sabes mucho más que yo acerca de los edros, pero no dejas de hablar sobre lo que no podemos hacer. Seguro que tienes una idea mejor. ¿Y bien? Te escucho.
Sintió una ráfaga de maná, un hechizo del gran dragón... pero no era un ataque, sino una ilusión. Una red de nodos dispersos y suaves curvas dibujadas con una intensa luz blanca. Jace aceptó la visión.
―Esta es la red de edros ―explicó Ugin―, tal como era antes.
La voz del dragón sonó amplificada, retumbante, procedente del interior de todas las piedras angulosas que componían las paredes de la sala. El diagrama se expandió más y más y un anillo brillante destacó en el centro de todo; era el Ojo de Ugin. Jace intentó asimilar lo que tenía ante sí, pero era un esquema abrumador: demasiado vasto, demasiado complicado, un nudo que creyó que no conseguiría deshacer ni en un centenar de vidas. Un nudo que Ugin había creado.
Entonces empezó a cambiar. Los nodos se desplazaron y otros desaparecieron por completo. Las curvas de las líneas místicas (porque estaba claro que lo eran) comenzaron a alterarse. En cuestión de segundos, la red se volvió desordenada, caótica.
―La litomante que produjo estos edros desapareció hace mucho tiempo ―explicó Ugin. Se formaron nuevas ilusiones alrededor del dragón, múltiples imágenes de una kor con una amplia sonrisa y una mirada feroz. Entonces se desvanecieron―. Desapareció... o se volvió descuidada. Sin ella, los edros se desplazaron. Más adelante... intervinisteis vosotros. Los Eldrazi despertaron y sus linajes de la progenie se expandieron por Zendikar. No obstante, mis medidas de seguridad se activaron. Los Eldrazi aún no fueron liberados.
Nuevos cambios. El orden regresó. La red se reafirmó. Los nodos volvieron a situarse describiendo curvas, que luego se transformaron en líneas. Lo que había sido un esquema elegante, circular, una especie de trampa para dedos cósmica, se convirtió en una prisión rígida, opresora y firme. Jace permaneció inmóvil en el sitio, incapaz de apartar la vista de aquella representación abstracta de una pesadilla.


―La red trató de contener a los Eldrazi, tal como la había diseñado ―continuó Ugin―. De no haber sido por una nueva interferencia, tal vez lo habría conseguido. Mas resultó que alguien abrió la última cerradura, ¿puede que también vosotros?, desactivando así la última medida de seguridad.
El diagrama se fracturó. Los nodos se dispersaron. Las líneas se rompieron. En el centro, el Ojo se tornó oscuro y Jace vio al propio Ugin a través de él.
―Este es el estado actual de la red ―dijo el dragón―. Esta es la herramienta de la que disponemos, Beleren. Si tres Planeswalkers en el apogeo de nuestro poder no logramos destruir a los titanes eldrazi con los edros completamente operativos, ¿qué te hace pensar que tú y yo podemos conseguirlo con esta lamentable ruina?
Jace apretó los dientes. Ya había tenido bastante. Se acabó.
―Esto no son más que abstracciones ―espetó.
Lanzó un contrahechizo para disipar la ilusión de Ugin y creó algunas propias. Portal Marino en su época de esplendor, cuando Jace visitó la ciudad poco después del despertar de los Eldrazi. El campamento de supervivientes hacía escasas semanas, donde pequeños grupos de eruditos desesperanzados se reunían en torno a las hogueras. Gideon manteniéndose firme e inspirando a la gente. Nissa entrando en comunión con la tierra.


―Zendikar no es un rompecabezas que debamos resolver ―afirmó Jace―. Es un mundo. Es el hogar de muchas personas que están ahí, luchando por su mundo y preguntándose si alguien va a ayudarles a destruir lo que está acabando con ellas.
Esta vez mostró escenas de sufrimiento: familias llorando a sus muertos, paisajes devastados por Ulamog, cielos y mares plagados de Eldrazi.
Ugin ladeó la cabeza. La arquitectura de edros de la sala pareció fundirse y cambiar hasta convertirse en un patrón de dragones perfectamente encajados que se burlaban de Jace desde las paredes.
―Tamaña certeza ―valoró Ugin― y tamaña juventud.
El diagrama volvió a manifestarse y se superpuso a las ilusiones de Jace. Entonces volvió a cambiar; parecía restaurado, dentro de lo posible en su estado actual. Tenía menos nodos, que esta vez formaban curvas bruscas. Seguían un patrón: un grabado circular con tres puntos en intervalos iguales alrededor de la circunferencia. Nunca había visto aquello, pero lo entendió inmediatamente. Eran líneas místicas. Si las líneas místicas de Zendikar pudieran disponerse de aquella forma...
―Los Eldrazi pueden ser encerrados ―reafirmó Ugin―. Tu intención es destruirlos, como si fuesen moscas, pero no deberías... ni puedes.
―No me hables de lo que no podemos hacer ―dijo Jace―. Dime qué haremos o qué no haremos. Destruirlos o atraparlos... Me da lo mismo todo ese tema. He venido a detenerlos y tú también, ¿no es así?
Las ilusiones de Jace se movieron y cambiaron sin que él lo quisiese y quedaron envueltas por la extensa abstracción de la red de edros.
―Tú conoces los edros ―dijo Jace―. Yo conozco Zendikar de primera mano. He visitado Portal Marino. He estado con esta gente y sé por qué merecen que la salvemos.
―No pretendas sermonearme sobre quiénes merecen ser salvados ―amonestó Ugin con voz retumbante―. Este mundo no es el único que corre peligro; la gente que vive actualmente en este plano no es la única que importa. Me hablas de la amenaza que supone Ulamog, pero no olvides que eran tres. Mientras los Eldrazi continúen libres, serán una amenaza para todo el Multiverso. Eso es lo que pretendo salvar, Beleren: el Multiverso en toda su vastedad espacial y temporal, no a la gente con la que has compartido una fogata.
El dragón y el diagrama se fundieron en uno, luminosos e imponentes. Líneas y nodos, alas y cuernos, formas de edros y, en el centro, un Ojo brillante y amedrentador. Jace flaqueó bajo su mirada.
―Dime qué tengo que hacer, Ugin. Explícame cómo puedo ayudar.
El Ojo emitió un pulso. La consciencia de Jace empezó a desvanecerse.
Y de pronto, las ilusiones de Ugin y las de Jace desaparecieron. Lo único que quedó ante él fueron la sala y el dragón.
―¿En verdad quieres ayudar?
―Por eso he venido a Zendikar ―respondió Jace―. Intervine en la liberación de los Eldrazi. Si puedo colaborar para volver a detenerlos, lo haré.
―Como he dicho antes, no eres la persona a la que esperaba ver ―explicó Ugin recuperando su tono calmado―. Mis aliados, los dos que me ayudaron a encerrar a los Eldrazi miles de años atrás... no se encuentran aquí. Una de ellos ha desaparecido. He enviado al otro en busca de ella, mas no he tenido noticias de ninguno desde entonces. Los necesitamos aquí urgentemente. ¿Has oído hablar de un Planeswalker llamado Sorin Markov?


Jace hizo memoria durante algunos segundos.
―No ―respondió―. ¿Tendría que resultarme familiar?
―Solo por su conexión con este lugar ―continuó Ugin―. Trabajamos juntos desde tiempos antiguos; se trata del señor autoproclamado de su plano natal, Innistrad.
Uno de los mundos predilectos de Liliana, aunque Jace nunca había estado en él.
―He oído hablar de Innistrad ―comentó―. Se podría decir que cuento con una aliada allí.
"No te engañes", pensó, "aunque podría decirse que lo es".
―Bueno es saberlo ―dijo Ugin―. Sorin es crucial para nuestro cometido. Si quieres ayudar, parte en su busca y tráelo aquí, pero... no confíes en él.
―¿Qué quieres decir?
―Aunque Sorin dice obrar por el bien común, es un ser egoísta. Luchó contra los Eldrazi, pero no porque sintiese compasión por Zendikar, sino porque lo movía un sentido de autopreservación a muy largo plazo. Si otros asuntos más urgentes han captado su atención, es posible que sus prioridades no coincidan con las nuestras.
Jace no tenía claro si se debía a la longevidad o al poder, pero se dio cuenta de que los Planeswalkers antiguos tenían algo en común: todos ellos estaban completamente locos.
―¿Y qué hay de tu otra aliada? ―preguntó.
―Se llama Nahiri, conocida como la Litomante ―explicó Ugin―. Es una kor de Zendikar, su guardiana. Desconozco por qué se marchó de este mundo y me resulta extraño que no regrese, si tuviese la posibilidad de hacerlo. Algo ha debido de acontecerle. Si no logras encontrar a Sorin, búscala a ella.
―No voy a irme de Zendikar ―se opuso Jace―. Tengo amigos luchando aquí. ―"Amigos... Sí, podría decirse que lo son"―. Cuentan conmigo para que regrese con información sobre la red de edros. ¿O estás dispuesto a ir tú mismo a Portal Marino y decirles lo que sabes?
―No es conveniente ―respondió Ugin―. Debo permanecer aquí, en el Ojo. He de reconstruir la cámara central para que mis aliados puedan restaurar la red completamente y encerrar de nuevo a los Eldrazi.
―En ese caso, me temo que tus aliados tendrán que venir por su cuenta ―dijo Jace―. ¿Qué puedo hacer en Zendikar?
―La red de edros está dañada ―respondió Ugin―. Necesito acorralar a Ulamog y contenerlo en un círculo de edros. ¿Tus amigos están dispuestos a apresar a un titán eldrazi, en lugar de intentar destruirlo?
―Creo que sí ―confirmó Jace, aunque en realidad no lo tenía nada claro―. Pero solo si puedo convencerlos de que es la única alternativa. Han dado muerte a muchos Eldrazi y aún no me has explicado por qué no podemos destruir a Ulamog.
―Los titanes eldrazi no moran en el espacio físico ―argumentó Ugin―. Son criaturas de la Eternidad Invisible y en la Eternidad es donde permanecen.
―¿Hasta que se manifiestan físicamente, quieres decir?
―No ―aclaró Ugin―. Hablaba en sentido literal: Ulamog permanece en la Eternidad.
―Entonces, ¿qué era el ser que vi dirigiéndose hacia Portal Marino?
―Una parte de él ―explicó Ugin―. Una proyección. Imagina que sumerges la mano en un estanque. Los peces de las profundidades verán un monstruo de cinco cabezas, pero no percibirán al humano que está unido a él. Confundirán las uñas con ojos, ya que la verdad es inconcebible para ellos. ¿Lo entiendes?
―Y cuando los atrapaste...
―Como clavar una estaca en la mano y apresarla contra una pared: el humano no morirá, aunque tampoco perturbará otros estanques. "Destruir" la forma física de Ulamog sería como amputar la mano: el humano podría perder una parte de él, pero sobrevivirá... y seguirá libre.
―Pero los edros no sirven solo para encauzar las líneas místicas ―dijo Jace pensando a toda velocidad―. También almacenan energía, y en cantidades enormes. Así es como atrajisteis a los Eldrazi, ¿verdad?
No era más que una suposición, pero le pareció lógica.
―Correcto ―confirmó Ugin―. ¿Qué tratas de decir?
La mente de Jace bullía de actividad.
Si los edros podían tirar, ¿no podrían tirar con más fuerza? Si tuviesen el poder suficiente, ¿no podrían utilizarse para atraer a los Eldrazi completamente al plano físico? Si clavas una estaca en la mano de alguien, puedes hacer muchas más cosas que retenerlo. Puedes tirar hasta sumergirlo en el estanque. Y entonces...
―No... Nada, olvídalo ―respondió Jace―. Lo siento, aún tengo que asimilar todo esto.
El dragón había dejado muy clara su postura sobre la posibilidad de destruir a Ulamog. Jace tampoco estaba seguro de que fuese una buena idea. Ahora entendía qué eran los edros. Había visto el grabado. Si Ugin estaba dispuesto a ayudarles a encerrar a los Eldrazi, sería un buen comienzo. Y si se presentase la ocasión de hacer más... Jace estaría preparado. Y Ugin quizá no lo estuviese.
―Entiendo ―dijo Ugin―. Teniendo en cuenta tu falta de experiencia, estás comprendiéndolo mejor de lo que cabría pensar.
El dragón lo dijo con buena intención y Jace se lo tomó como tal.
―Volviendo a la... metáfora de la mano ―continuó Jace―. La has usado para describir a los titanes. ¿Qué hay de todos los demás? ¿Matarlos también los mantiene en libertad? ¿Estamos devolviendo a miles de Eldrazi a la Eternidad?
―Supón que el humano sumerge la otra mano en el estanque ―planteó Ugin―. ¿Los peces tendrán ante sí dos monstruos, o uno solo?
Jace se estaba impacientando con aquel método de impartir conocimientos, pero intentó dedicar la reflexión adecuada a las respuestas interrogativas del dragón.
―Los peces verán dos seres ―respondió tras unos instantes―, pero forman parte de un todo.
―Ahora imagina que el humano tuviese cien manos ―añadió Ugin―. O un millón.
Jace empezó a comprenderlo. Una sensación de náuseas se apoderó de él.
―Quieres decir que todos ellos son uno. La progenie de Ulamog no son sus vástagos. Son... apéndices.
―Es más adecuado considerar que son células ―corrigió Ugin―. U órganos, en el caso de algunos de los ejemplares más grandes. Sin embargo, todos ellos son reemplazables; son seres menores que surgen, cumplen su función y mueren o son reasimilados, sin que ello afecte al todo.
―Así que matarlos no sirve de nada, salvo para evitar que te maten a ti.
―En el fondo, así es ―afirmó Ugin.
Jace se pasó una mano por el pelo.
―Ya veo. Tengo información suficiente. Regresaré a Portal Marino y explicaré tu plan a mis amigos. Intentaré convencerlos de que lo más nos conviene es encerrar a Ulamog.


―No basta con que lo intentes ―afirmó Ugin―. Con la red de edros deteriorada y las medidas de seguridad anuladas, los titanes tienen libertad para abandonar el plano. Si herís a Ulamog, podríais provocar que se marchase de Zendikar. Lo alejaríamos de la red de edros y perderíamos nuestra mejor opción para detenerlo. Entenderás que eso sería un desastre, aunque la gente de Zendikar podría pensar lo contrario. Tienes que disuadir a tus amigos de atacar a Ulamog directamente... y habrás de detenerlos, si fuese necesario.
―Muy bien ―aceptó Jace―. Se lo diré.
―No permitas que expulsen a Ulamog de Zendikar ―repitió Ugin―. Las consecuencias serían nefastas y eso justifica utilizar cualquier medio necesario para evitarlo.
―Lo has dejado muy claro ―dijo Jace―. No dejaré que Ulamog escape.
"De una forma o de otra", pensó.
―Buena suerte, Jace Beleren. Me aseguraré de terminar mis preparativos.
―Estaré preparado ―afirmó Jace.
Jace se marchó, regresó a la entrada del Ojo de Ugin y salió a cielo abierto. Tenía un plan. Tenía un lugar al que ir. Estaba preparado.
De una forma o de otra.

Guia del Mundo de Tarkir (VIII): La caida de los Kans y el Clan Ojutai

Si este fuera un presente distinto, Tarkir estaría en las garras de cinco poderosos kans. Los desiertos y los bosques estarían bañados en sangre y acosados por la guerra. Los clanes estarían enzarzados en batallas por el control de fortunas inmensas y vastos reinos. Pero no se trata de ese presente. Este presente nunca fue para que los kans lo dominaran. Este presente pertenece a los dragones.
  

Los poderosos dragones de Tarkir deben su existencia al Planeswalker Sarkhan Vol. Desde un presente sin dragones, viajó más de mil años atrás en el tiempo hasta un punto crucial, en el que salvó de la muerte al Planeswalker Ugin, el dragón espíritu. Sus actos han servido para garantizar la existencia continua de las tempestades de dragones, las tormentas que se nutren de la magia de Ugin y son el origen de todos los dragones de Tarkir.
Durante largos años, los clanes se enfrentaron a los dragones en una guerra por la supervivencia, esperando conseguir ventaja de alguna manera. Con la presencia de los dragones asegurada por los actos de Sarkhan, sus números aumentaron y pronto las tornas de la guerra cambiaron a su favor. Al final, los dragones lograron dar caza a los kans y destruirlos. Y así, lo único que faltaba era que los dragones reclamaran su lugar en los tronos vacíos.

La historia de Tarkir

La Caída de los Kans: los clanes liderados por los kans hicieron frente a los dragones lo mejor que pudieron. Sin embargo, los kans fueron derrotados uno a uno y sus clanes cayeron con ellos. Este suceso ocurrido hace más de mil años se conoce hoy en día como la Caída de los Kans. Las facciones antaño lideradas por las especies humanoides se transformaron en los clanes dragón, que llevan el nombre de sus señores: los dragones ancianos Drómoka, Ójutai, Sílumgar, Kólagan y Atarka.
  

El destino de los humanoides: los clanes dragón no exterminaron a todas las especies humanoides. Cuando los kans fueron derrotados, los dragones se volvieron los unos contra los otros y permitieron que los humanoides se uniesen a su lucha contra los demás dragones, creando así los cinco nuevos clanes. Ahora, casi todos los humanoides forman parte de ellos y cumplen todo tipo de propósitos para sus señores dragón. La vida en los clanes puede ser dura; incluso el humanoide de mayor categoría sigue siendo inferior al dragón de menor estofa. No obstante, pertenecer a un clan es el estilo de vida más seguro para los humanoides. Así es el Tarkir creado por los actos de Sarkhan: un mundo en el que los dragones son los soberanos indiscutibles. Incluso el poderoso Zurgo, kan de los Mardu en la antigua línea temporal, ahora tiene que doblegarse ante una señora dragón.

Los clanes dragón de Tarkir

En este presente, los clanes están gobernados por cinco señores dragón legendarios. Con el paso del tiempo, los clanes han llegado a encarnar los atributos dracónicos predominantes de sus señores, los cuales quedan representados mediante símbolos. Cada clan porta el nombre de su señor dragón y representa su propio rasgo: la resistencia, la astucia, la crueldad, la velocidad y el salvajismo.
El idioma dracónico: los dragones hablan el idioma propio de su especie. Aunque muchos dominan la lengua común, eligen utilizarla solo en circunstancias muy excepcionales.

El clan Ójutai

Aspectos básicos del clan
Muchos de los habitantes de Tarkir se inclinan ante sus señores dragón por temor, pero los monjes y místicos de este clan se someten porque guardan respeto a Ójutai y por su deseo de conocimiento. El clan busca la forma de encarnar de manera fidedigna el atributo dracónico de la astucia, por lo que adoptó el ojo del dragón como símbolo para representar su búsqueda en pos de la iluminación.

Los Ójutai aceptan que hay límites para la sabiduría que pueden alcanzar durante sus cortas vidas. En cambio, los dragones a los que veneran viven mucho más tiempo, por lo que el clan los honra con el nombre de sabiocelestes. Uno de los mayores logros para los Ójutai es llamar la atención de un sabioceleste venerable y captar su interés; entonces, se espera que el dragón comparta todas sus enseñanzas y que sus discípulos beban de su sabiduría con entusiasmo.
La ortodoxia de los Ójutai sostiene que los dragones no dirigen el clan, sino que ellos guían a sus pupilos para que adquieran una mayor comprensión sobre el mundo. Ante todo, los miembros del clan aprecian los conocimientos que adquieren gracias a la sabiduría de sus líderes. En consecuencia, a aquellos que se desvían de las enseñanzas de Ójutai y sus discípulos no se les considera disidentes políticos, sino herejes que siguen una falsa senda hacia la iluminación. Tales sacrilegios se castigan de forma inmediata y brutal.

El señor dragón Ójutai
El señor dragón Ójutai es anciano, perspicaz y sabio. La verdad sobre cómo llegó a dominar el clan que lleva su nombre se perdió en la noche de los tiempos. Sus propias enseñanzas dictan que los otros dragones de la estirpe se doblegaron ante él de forma voluntaria, en reconocimiento a su edad y sabiduría. Ningún miembro del clan se atreve a refutar esta afirmación, aunque hay quienes guardan opiniones contrarias para sus adentros.

Conocido como el Gran Maestro, Ójutai pasa largas tardes en su nido, el Santuario del Ojo del Dragón, donde habla largo y tendido acerca de asuntos espirituales e intelectuales. Casi todos sus discípulos son dragones; rara vez se permite que los individuos de otras especies tengan contacto directo con el venerado señor dragón. Los seres inferiores ni siquiera pueden encargarse de transcribir las palabras del Gran Maestro, porque se considera que nunca llegarán a dominar la complejidad del idioma dracónico.

Los valores del clan
El consejo de los sabiocelestes: los Ójutai respetan la edad, la sabiduría y la destreza marcial, rasgos poseídos por los humanoides, pero ejemplificados por los dragones. Muchos miembros del clan se refieren a los dragones como "los respetables", y a aquellos a los que consideran nobles (sobre todo a sus maestros) los llaman sabiocelestes. Para un humanoide, atraer la atención personal de un maestro dragón es un gran logro; además, muy pocos lo han conseguido antes de llegar a la mediana edad.
El Ciclo Dorado: los miembros del clan creen que sus almas se reencarnan en lo que ellos denominan el Ciclo Dorado. Ójutai predica que el menor de los dragones es más sabio y poderoso que el mayor de los humanoides, al igual que el menor de los humanoides es más sabio y poderoso que el mayor de los ratones. Por tanto, el objetivo de todas las almas del Ciclo Dorado es alcanzar la forma de existencia más elevada posible y renacer como dragón.
Esta creencia sugiere que las almas de los dragones se habían encarnado previamente en humanoides, pero no se considera educado conversar sobre las vidas anteriores en general, y menos aún sobre las vidas pasadas de los dragones. Especular que un dragón en concreto podría ser la reencarnación de un humanoide en particular es prácticamente una blasfemia. A pesar de ello, cuando un monje muy respetado fallece, muchos seguidores de Ójutai buscan discretamente indicios de su reencarnación en las tempestades de dragones posteriores.
Se considera que el señor dragón Ójutai existe al margen del Ciclo Dorado. El dogma afirma que él nació durante la primera tempestad, siendo ya perfecto y eterno, y estando capacitado para impartir su sabiduría a los seres inferiores.

La estructura del clan
Los santuarios monásticos: el clan se organiza mediante una serie de templos vagamente conectados, denominados santuarios. Todos ellos son autosuficientes y se gestionan de forma autónoma, asignando cargos y responsabilidades en función de la edad y los méritos intelectuales de cada individuo. La mayoría de santuarios son pequeños y ningún dragón reside permanentemente en ellos; los habitantes más numerosos son humanos y ainok, con algunos aven y djinn itinerantes. Los grandes santuarios tienen poblaciones estables de dragones y los estudiantes más prometedores de otros monasterios son enviados a ellos para formarse. El mayor santuario de todos es Ojo del Dragón, donde mora Ójutai.
El clan Ójutai es muy similar a una orden monástica; el liderato no se hereda, sino que se consigue demostrando destreza marcial y desarrollo espiritual. Todos los humanoides del clan Ójutai poseen tanto un rango marcial como uno académico. Todo individuo puede progresar en uno o en ambos y los dos existen en paralelo. El artista marcial de mayor rango de cada santuario dirige a los combatientes del lugar, mientras que el erudito de mayor rango instruye a los discípulos y dirige el santuario en tiempos de paz. En raras ocasiones, una única persona puede desempeñar ambos cargos en los santuarios más humildes.

La indumentaria de los humanoides del clan Ójutai es modesta, pero se torna más elaborada conforme se sube de rango. Los líderes visten de forma exquisita, sobre todo los eruditos. Esta costumbre sirve, en parte, para ayudar a que los dragones distingan quién está a cargo de cada santuario sin tener que examinar los detalles minuciosos de los rostros humanoides.
El Gran Maestro permanece bastante ajeno a los quehaceres cotidianos del clan. Ójutai siente un mayor interés por la iluminación y la enseñanza, no por los asuntos mundanos de la sociedad humanoide.
El dracónico, el idioma de los eruditos: los Ójutai desarrollan su vida diaria utilizando la lengua vernácula humana, y los aprendices más jóvenes tienen permiso para estudiar las lecciones del Gran Maestro mediante traducciones. Sin embargo, los auténticos discípulos deben entender, leer y hablar el idioma de los dragones. Ójutai imparte sus lecciones en dracónico y su auténtico significado podría perderse al trasladarlo a lenguas inferiores. La mayoría de los humanoides del clan Ójutai tienen ciertos conocimientos de dracónico, aunque leer o hablar dracónico suele considerarse tabú si uno no ha aprendido el idioma directamente de un sabioceleste.
Muchos pueden comprender la lengua oral básica, sobre todo si los dragones hablan lenta y claramente para hacerse entender. Hay relativamente pocas personas capaces de comprender el dracónico más complejo que se usa en debates espirituales. En cambio, solo un puñado de humanoides son realmente capaces de hablar este idioma. Incluso en esos casos, como esta lengua tiene un componente físico, la falta de alas y cola les deja un "acento" marcado y los vuelve incapaces de expresar ciertos matices. En este sentido, las alas de los aven les dan una ligera ventaja respecto a los humanos.
Cuando un dragón visita uno de los santuarios más remotos, se designa a un monje (normalmente, el erudito jefe) para que hable en representación del grupo. Dirigirse a un visitante dragón en lengua humana suele acarrear el exilio o la muerte, por lo que hablar dracónico es imprescindible para ejercer el más mínimo poder político entre los Ójutai. El portavoz del santuario debe ejercer de intérprete para el resto de los monjes y es el único con permiso para dirigirse al dragón. A veces, los dragones especialmente insignes llevan con ellos a sus propios intérpretes.

La magia del clan
Para los Ójutai, la magia y las artes marciales están muy ligadas. En ocasiones, los magos del clan lanzan sus hechizos realizando una serie de movimientos de combate; a su vez, los artistas marciales se nutren de la magia que los rodea. Los magos también recurren a su entrenamiento en artes marciales para realizar combinaciones devastadoras. Por otro lado, muchos dragones del clan Ójutai son hechiceros consumados, más que los dragones de otros clanes, y son capaces de potenciar sus increíbles habilidades físicas con un arsenal de magia.

Los roles en el clan
Los sabiocelestes: los dragones del clan son distantes, solitarios y elegantes. Tienen su propia jerarquía, pero es prácticamente inescrutable para los humanoides. Lo que está claro es que los dragones se encuentran por encima de ellos y que Ójutai está por encima del resto de la estirpe. Los dragones del clan no suelen alimentarse de seres pensantes, y menos aún si pertenecen al clan, pero es más por repugnancia que por otra cosa. Las vidas de los humanoides no se tienen en alta estima: un dragón especialmente enojado podría matar a uno y probablemente no se enfrentaría a las consecuencias, aunque tal comportamiento se considera un tanto indecoroso.

Los dragonhablantes: algunos estudiosos del clan tienen el privilegio de convertirse en heraldos de los dragones de renombre. A veces, los dragones apadrinan portavoces humanos y los transportan en el hombro o entre las garras, pero algunos dragones consideran que esta práctica es indigna. Por ello, la mayoría prefieren tener dragonhablantes aven, ya que pueden volar junto a ellos. Estos heraldos hablan en nombre de los dragones y sirven como intermediarios con los seres inferiores. Si un dragón muere en combate, la vida de su portavoz está sentenciada, por lo que los dragonhablantes luchan a muerte para defender a sus patrones.
Los puñomágicos: estos guerreros, que suelen ser humanos o djinn, se han entrenado durante años para manipular el sutil flujo de energía mágica. Aunque su especialidad no se puede considerar un tipo de magia, otorga a sus movimientos y sus ataques una elegancia, una velocidad y una fluidez sobrenaturales.
Los espadagráciles: estos guerreros saben canalizar la energía, al igual que los puñomágicos. Sin embargo, no lo hacen para potenciar sus ataques, sino para manifestar armas mentales. Para convertirse en espadagrácil, es necesario entender las técnicas de los puñomágicos y ser capaz de alcanzar la claridad meditativa en pleno combate.

La arquitectura del clan
La mayoría de los santuarios se encuentran en lugares remotos y de difícil acceso, ya que se construyeron pensando en viajar por aire. Los mensajeros aven portan misivas de un santuario a otro, pero para los demás humanoides, abandonar un santuario supone embarcarse en un viaje arduo y peligroso. Los dragones aborrecen transportar humanoides y jamás permiten que monten en su lomo.
Todos los santuarios, incluso los que no suelen estar habitados por dragones, cuentan con diversos nidos y espacios al aire libre para que los dragones aterricen y despeguen. Las puertas y los vestíbulos se construyeron para permitir el paso y alojar incluso a dragones grandes, aunque los habitáculos y salas de entrenamiento de la mayoría de santuarios están hechos a escala humana.
Las campanas flotantes, que antaño servían para alertar de los ataques de dragones, ahora se utilizan para anunciar la llegada de los sabiocelestes. Sus repiques informan a los habitantes humanoides de los santuarios de que deben prepararse para la visita de "los respetables".

Lugares importantes del clan
Los Ójutai disponen de numerosos santuarios, pero cuatro de ellos destacan sobre todos los demás.
El Santuario del Monte Cori: este santuario está construido en el interior de un antiguo cráter inundado y sirve como nido principal y retiro espiritual del señor dragón Ójutai. En Ojo del Dragón, Ójutai solicita que se le preste atención; en el monte Cori, exige soledad para meditar e investigar en sus aposentos privados. Muchos monjes del monte Cori realizan un voto de silencio para no ofender accidentalmente al Gran Maestro, e incluso los dragones guardan las distancias cuando Ójutai se encuentra en el santuario.
Ojo del Dragón: el santuario y nido secundario del señor dragón Ójutai está construido en la ladera de una montaña situada al borde de una bahía. Este santuario es accesible por barco, por un acantilado alto y accidentado o, cómo no, por aire. Ójutai suele descansar a la luz del sol en los amplios patios del santuario, rodeado de muchos otros dragones que aguardan para escuchar sus perlas de sabiduría. La tradición de artes marciales de Ojo del Dragón otorga tanta importancia a la meditación como a los movimientos de combate y aboga por alcanzar la iluminación mediante la unión del cuerpo y la mente. No obstante, los monjes de Ojo del Dragón son tan temibles en combate como cualquiera.
Dirgur: este santuario se encuentra en una isla situada en el centro de un extenso lago y es el destino de muchas embarcaciones y dragones. Este santuario es el más cercano a los territorios de los demás clanes, por lo que atrae tanto a caravanas de mercaderes como a tropas incursoras. La numerosa población de dragones suele repeler los ataques de otros dragones ajenos al clan. Los humanos de Dirgur son tan hábiles comerciando como rechazando invasiones y sus defensas son raudas y brutales.
Catarata Helada: este santuario está construido en la ladera de un acantilado y conserva vestigios del antiguo dominio de los humanos. Hace muchos siglos, este santuario albergaba un colosal molino de agua que aprovechaba la fuerza de una gran catarata. Sin embargo, ahora está congelada, quizá por obra de los dragones del clan, que adoran el frío, y la columna de hielo encierra el gran molino de agua. Los artistas marciales de Catarata Helada son devotos y firmes, y practican una serie de movimientos de combate muy estrictos.

Narset
Siendo aún muy joven, Narset llamó la atención del mismísimo Ójutai. El dragón se fijó en ella cuando vio que solía imitar los ejercicios que realizaban tanto los dragones como sus mayores, y que los dominaba con tan solo echarles un vistazo. Ójutai reconoció que su mente tenía un potencial de crecimiento casi infinito, así que fue aceptada como estudiante. La joven no solo dominó rápidamente los ejercicios físicos, sino también el idioma dracónico. Sin embargo, Narset creció y se empezó a sentir inquieta. Albergaba un anhelo, pero no lograba identificar de qué, y empezó a plantearse si Ójutai realmente conocía todas las respuestas de la vida.

Cuando, al cabo de relativamente poco tiempo, Narset consiguió el título de maestra, se dio cuenta de que valoraba más la autonomía de esa posición que el honor que tanto se buscaba. Se pasaba muchos días sola, explorando las cavidades más profundas y polvorientas de las fortalezas de Ójutai, uniendo poco a poco las piezas que iluminaban el pasado prohibido. Taigam, también maestro, le advirtió de los peligros de buscar conocimiento sin el consentimiento del señor dragón, pero Narset creyó que su investigación era inofensiva.
Finalmente, descubrió la verdad sobre el pasado de Tarkir: no siempre había sido un mundo gobernado por dragones, como afirmaban las enseñanzas de Ójutai; en el pasado, los kans lideraban los clanes de humanoides que dominaban el mundo. Narset también aprendió acerca de un poderoso dragón espíritu que era el progenitor de todos los otros dragones. Ese ser era el que más le interesaba. Notaba algo más en las historias que lo describían, algo parecido a su propia sed de aventuras. Empezó a meditar en estas cámaras secretas, donde se pasaba horas, días... incluso semanas sin intención alguna de moverse.

Otras figuras del clan
Ishai: esta aven es la actual dragonhablante de Ójutai. El dragón anciano ha tenido numerosos heraldos y no comparte un vínculo personal con ninguno, pero Ishai le ha servido durante muchos años y se ha ganado un grado importante de autonomía y autoridad. Las palabras de Ishai portan la autoridad de Ójutai y, allí donde ella esté, el señor dragón se encontrará cerca.
Taigam: el sumo erudito e instructor de puñomágicos es un humano de pocas palabras. Su tarea es conservar y transcribir la sabiduría del Gran Maestro, puesto que es el humanoide más versado en la lengua dracónica. Aunque en su juventud rebelde se había planteado marcharse del Santuario del Monte Cori en busca de una mayor fortuna, Taigam se percató de que solo Ójutai podía aportarle la auténtica sabiduría y reafirmó su lealtad para con el dragón.
Zhiada: esta humana lidera a los guerreros del Santuario de Dirgur y afirma servir a los dragones, pero en realidad confía más en sus pupilos y en ella misma. Cuando era una discípula de rango bajo, la guarnición de Dirgur sufrió una incursión sorpresa de las tropas de Kólagan, que se habían hecho pasar por mercaderes. Zhiada mató en persona al líder de la tropa asaltante, un gran orco, aunque los supervivientes lograron huir con diversos tesoros del clan. Desde entonces, Zhiada luce un collar con los dientes del orco. Bajo su supervisión, la seguridad de Dirgur es rigurosa y los invasores (o incluso los forasteros sospechosos) son repelidos con dureza. Los artesanos de Dirgur se quejan de que esto está perjudicando al comercio, pero Zhiada insiste en que la seguridad es lo primero.