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Dominaria (1 de 12): Regreso a Dominaria

i.
El clérigo Sadage se dirigía hacia las puertas de la abovedada sala de culto, en el corazón de la Fortaleza de la Cábala. El humo de las antorchas y el incienso formaba una nube sobre los sectarios postrados en el suelo de piedra. Los súbditos suplicaban permiso para entrar y rogaban el favor del Vástago de la Oscuridad, quien moraba en el interior.
Un grupo de discípulos vestidos con hábitos oscuros se aproximó desde el otro extremo, abriéndose camino entre los suplicantes para ir al encuentro de Sadage. El clérigo reconoció a la líder del grupo: Aguja, una agente que había recibido la misión de infiltrarse en Nueva Argivia. Cuando se acercaron a él, todo el grupo se arrodilló.
—Veo que has regresado —dijo Sadage—. Espero que tengas un buen motivo.
En respuesta, Aguja extrajo una gran espada negra de un envoltorio de tela y la sostuvo en alto con actitud solemne.
—Traigo un obsequio para el Vástago de la Oscuridad.
—¿Un obsequio? —Sadage extendió una mano hacia el arma, pero se detuvo al sentir una corriente de aire entre el metal y sus dedos enguantados. Un miasma oscuro envolvía la hoja—. ¿Qué es esto?
Aguja levantó la cabeza hacia él, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, llenas de reverencia.
—Una espada legendaria, una bebedora de almas. El hombre que la forjó mató con ella a una dragona anciana y absorbió su pod...
—Silencio —la interrumpió Sadage. Estando tan próximos a la sala de culto y a su resplandeciente morador, no podía permitir el desliz de la discípula—. ¿Quién la empleó para matar a una dragona anciana?
Aguja titubeó y uno de sus acompañantes tomó la palabra:
—Se afirma que fue el Planeswalker Dakkon Bl...
—¡Fue Belzenlok! —exclamó Sadage con un gesto tajante—. Belzenlok la forjó. Belzenlok asesinó a la dragona anciana. Belzenlok.
El grupo de discípulos repitió obedientemente en un coro de susurros:
—Fue Belzenlok, Señor de los Yermos; Belzenlok, Asesino de Dragones Ancianos.
—Esta espada es suya —añadió Aguja—. Pertenece a Belzenlok, Rey de Urborg y señor demonio. Mi intención es devolvérsela.
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—Muy bien. —Sadage tomó la espada que sostenía la discípula. La piel le ardía incluso a través de los guantes—. Te has ganado tu recompensa.
Aguja sonrió y se estremeció al ponerse en pie. Entonces se quitó la capucha, dejando la garganta al descubierto. Sadage alzó una mano y lanzó el hechizo. Poco a poco, la piel de Aguja se separó de su pecho mientras la luz violeta le perforaba suavemente el corazón.
Los demás discípulos contemplaron con asombro y envidia los espasmos de Aguja durante su exultante defunción. Sadage abrió las puertas de la sala de culto, dispuesto a ofrecer la espada negra a su amo y preparado para recibir su propia recompensa final de manos del señor demonio.
ii.
Jhoira se inclinó sobre el timón de su nave submarina y señaló hacia el exterior.
—Ahí está. —Tiró de una palanca para detener el avance del vehículo. Había sido una decisión artística el darle la forma de un gran pez con escamas metálicas, aletas para la propulsión y el viraje y dos gigantescos ojos de buey en proa, pero la nave surcaba de maravilla las fuertes corrientes marinas.
En el exterior, los bancos de peces plateados aleteaban para alejarse, confundidos por los haces de luz de los faros y el extraño pez metálico que atravesaba las aguas arenosas y el bosque de algas. Hadi, el artífice asistente de Jhoira, se agarró a la barandilla de apoyo mientras la nave daba bandazos en la corriente. Se inclinó sobre el segundo ojo de buey para echar un vistazo.
—¿Dónde? —preguntó él. Hadi era un hombre mayor que había llegado a la Academia Tolariana procedente de Jamuraa. El hecho de que hubiera aceptado ayudar a Jhoira en aquella alocada expedición decía mucho de su espíritu aventurero.
—Ahí, ¿lo ves? —Jhoira ajustó el ángulo con el timón y señaló de nuevo, casi tocando el cristal curvado. A ella le resultaba obvio: el largo saliente semienterrado en el fango y las algas era demasiado recto para tratarse de una formación natural, por lo menos en aquella bahía. Ahora bien, Jhoira estaba mucho más familiarizada con aquella silueta; era como saludar a un viejo amigo.
Art by Brad Rigney
—Tienes una vista de águila —afirmó Hadi, que bajó el tubo acústico para ofrecérselo—. Creía que estaría más entero.
—Me temo que ha pasado mucho tiempo. —Jhoira tiró del tubo y habló por él—. Ziva, lo estoy señalando con los faros. ¿Lo ves?
El tubo transmitió su voz hacia el agua, donde se transformó en vibraciones comprensibles para la tritón vodaliana. En el exterior, Ziva descendió por delante de los ojos de buey; la turbieza del agua atenuaba los tonos púrpuras y azules oscuros de la armadura natural que le cubría los brazos y los costados. Ziva se detuvo para volverse hacia la nave y asentir. Entonces, con una sacudida de su poderosa cola, desapareció entre las aguas tenebrosas.
Jhoira aguardó a que regresase con su veredicto y procuró no dar vueltas por los nervios, a diferencia de Hadi. Por fin, Ziva apareció entre la oscuridad y nadó hacia el pez metálico hasta tocar el casco. Su cola desapareció por el borde superior de un ojo de buey y Jhoira la oyó buscar a tientas el otro extremo del tubo acústico. Entonces, la voz de Ziva llegó al interior de la nave:
—Yace sobre una plataforma. Está enterrado bajo plantas halófilas y arena, pero no hay rocas. No nos resultará difícil llevarlo a la superficie... si se respeta el precio acordado.
"¡Bien, justo lo que esperaba!", pensó Jhoira. Le costó contener la alegría, pero tenían mucho trabajo duro por delante.
—Duplicaré el precio si conseguís sacarlo en un plazo de dos días —le respondió a Ziva. Los tritones necesitaban el dinero y Jhoira no tenía problema alguno por invertir en un proyecto con el que culminaría años de esfuerzos y planificación.
—¡Mañana mismo lo tendrás! —La risa de Ziva sonó como un burbujeo.
Jhoira se recostó en el cuero gastado de su asiento de timonel. La embriagadora combinación de alivio y determinación renovada le dio ganas de bailar. "Más tarde", se prometió a sí misma. Bailaría cuando estuviera en la costa, junto a lo que había ido a buscar.
—Sabía que lo conseguiríamos.
—Eras la única que lo tenía claro —comentó Hadi con entusiasmo—. ¡Dudo que nadie más creyese que era posible, para empezar!
—Bueno, ahora lo creerán —aseguró Jhoira. La expedición de tritones descendió para unirse a Ziva y nadó en torno a ella, aguardando órdenes—. ¿Todo el mundo listo? —preguntó Jhoira por el tubo acústico—. Perfecto, pues recuperemos el Vientoligero.
iii.
Dominaria cobró forma en torno a Gideon y lo primero que atrajo su atención fue el hedor a plantas en descomposición y tierra húmeda. Se encontraba sobre unos cimientos de piedra, construidos en una colina situada entre un pueblo en ruinas y una ciénaga frondosa y apestosa. Un paisaje desolado bajo un cielo encapotado. La estructura de piedra gris, antaño elevada y elegante, había perdido secciones de paredes y techos; algunas partes habían quedado reducidas a escombros. Un manto de neblina envolvía la hierba alta, los estanques de cieno y los árboles marchitos del pantano, carente de vida excepto por los enjambres de insectos. Parecía como si un artista hubiera plasmado su visión de la muerte y el fracaso. Gideon no pudo reprimir un pensamiento amargo: "Qué paisaje tan adecuado para esta situación".
Lo segundo que atrajo su atención fue el agujero que tenía en el hombro, acompañado del dolor agudo que le producía. Respiró hondo para no tambalearse ni desplomarse sobre la piedra embarrada. Liliana, Chandra y Nissa estaban allí, mugrientas y conmocionadas tras la batalla. Gideon pensó que no era el momento de mostrar debilidad. Trató de calmar y moderar la voz:
—El plan no ha salido como pensábamos —admitió.
—Oh, no me digas —contestó Liliana fingiendo sorpresa—. ¿Qué te hace pensar eso? ¿El río de muertos vivientes en el que casi me ahogo, o que Nicol Bolas te ha vapuleado como si fueras un juguete?
Gideon sentía demasiado dolor como para pensar una respuesta ingeniosa. Además, Liliana tenía razón. Allí estaba él: herido, sin su sural y apenas manteniéndose erguido. Habían fracasado por completo, los habían derrotado sin remedio y tenían suerte de seguir con vida. Cuando pensó en toda la gente que no había sido tan afortunada, sintió una carga abrumadora en el corazón.
—¿Dónde está Jace? —preguntó Chandra mientras se frotaba los ojos.
Sobresaltado, Gideon echó otro vistazo alrededor. Chandra tenía razón: no había ni rastro de su compañero.
—No puede haberse quedado en Amonkhet —respondió Gideon—. Lo vi abandonar el plano.
Su mirada se cruzó con la de Liliana. Todos conocían el lugar en el que debían encontrarse. La ausencia de Jace no auguraba nada bueno.
—Puede que solo se esté demorando —aventuró Liliana apretando labios.
—No va a venir —espetó Nissa con voz áspera—. Se ha rendido.
—No, él nunca lo haría —replicó Gideon, seguro de sus palabras. Jace jamás los abandonaría.
Nissa no le hizo caso. Estaba demasiado enfadada como para escuchar.
—Un plano prácticamente destruido. Demasiada muerte... —Sacudió la cabeza con rabia—. ¡Y Bolas hizo lo que quiso con nosotros!
—Ajani tenía razón —añadió Chandra encorvando los hombros y apartando la mirada—. No deberíamos haber ido a Amonkhet.
—Teníamos que intentarlo... —lamentó Gideon.
Liliana se volvió hacia Nissa, llena de calma y sensatez.
—No ha sido un desastre: matamos a Razaketh. Lo demás... no había manera de anticiparlo...
—Claro, tu demonio está muerto —estalló Nissa—. Conseguiste lo que querías y huiste. Detener a Bolas no te importa lo más mínimo, tú solo nos utilizas para liberarte de tu pacto.
—¡Por supuesto que quiero detener a Bolas! —protestó Liliana—. Hui para salvar mi vida, igual que hizo Jace poco antes que yo.
—¿Y por qué viniste aquí? —insistió Nissa levantando un brazo con rabia y señalando el cenagal marchito—. ¿Cómo quieres que arriesguemos la vida por ti en este sitio?
—Es el lugar de encuentro que sugirió vuestro querido Ajani —explicó la nigromante con tono ofendido.
Gideon advirtió que Liliana no había respondido a la pregunta, y tuvo la desagradable sensación de saber el motivo. Aun así, trató de poner paz.
—Nissa, no es el momento de discutir. Todos estamos agotados y...
—Tu último demonio está aquí, ¿verdad? —soltó Chandra directamente.
Liliana titubeó y su mirada calculadora pasó de Chandra a Nissa, pero ni siquiera ella tuvo el descaro de negarlo. Tras apretar la mandíbula, confesó sus motivos.
—Sí, Belzenlok está aquí.
Gideon dejó escapar un suspiro de resignación. "Cómo no iba a estar...".
—Nissa...
—Si mi pacto no me limitara —lo interrumpió Liliana, que se encaró con Nissa—, habríamos destruido a Bolas en Amonkhet. —Su voz se tornó persuasiva antes de continuar—. Puedo matar a Belzenlok, pero eres la única lo bastante poderosa como para ayudarme.
Gideon torció el gesto. Era obvio que Nissa no estaba de humor para lisonjas; pensar que funcionarían era una prueba del desconcierto de la nigromante.
—Liliana...
Chandra lo interrumpió con un bufido.
—Intentas aprovecharte de ella, como quisiste hacer conmigo. Creía que éramos amigas, Liliana.
—Chandra, esos comentarios no ayudan —la amonestó Gideon.
Liliana ignoró a ambos y siguió dirigiéndose a Nissa.
—Belzenlok es el sujeto de veneración de la Cábala, un culto a la muerte. Tú puedes despertar a los pueblo-arbóreos de los restos de Yavimaya en Urborg para asaltar la Fortaleza en la que se oculta. Entonces, yo usaré el Velo de Cadenas y acabaré con él.
Gideon frunció el ceño. Liliana había matado a dos de sus demonios recurriendo al Velo de Cadenas, un poderoso artefacto de los onakke. Sin embargo, el Velo drenaba la fuerza de su usuario y Gideon consideraba que era mucho más peligroso de lo que Liliana admitía, tanto para ella como para quienes se encontraran cerca.
—No, me niego a ayudarte —respondió Nissa con desprecio—. No hice un juramento para salvarte el pellejo. —Entonces se dirigió a Gideon—. Díselo. Dile que no permitiremos que vuelva a utilizarnos. Dile que sus opciones son ayudarnos a luchar contra el dragón o marcharse.
Gideon respiró hondo y consiguió disimular el dolor que palpitaba en su hombro. En ocasiones, colaborar con Liliana podía ser toda una ordalía, pero habían hecho un trato.
—Necesitamos a Liliana para destruir a Nicol Bolas, pero no podrá hacerlo hasta que su último demonio haya muerto.
—¡Eso la convertirá en una amenaza interplanar tan grave como el propio Bolas! —exclamó Nissa, incrédula.
—Yo no lo veo así. —Gideon intentó parecer tranquilo y razonable, pero el dolor le hacía sonar severo—. No está utilizándonos y ella es la mejor opción que tenemos contra Bolas. Además, no podemos permitir que Belzenlok siembre el caos en este plano. Nissa, escucha...
—¡Te salvé la vida, Nissa! —intervino Liliana, furiosa—. ¿Así es como me lo pagas?
—No te debo nada. —Nissa retrocedió un paso mostrando desprecio en todos sus gestos—. Ninguno de nosotros está en deuda contigo. Si los demás sois incapaces de entenderlo, no puedo ayudaros. —Y entonces les dio la espalda.
—¡Nissa! —la llamó Chandra—. Comprendo que no quieras ayudar a Liliana, pero Nicol Bolas...
Gideon buscó argumentos convincentes, pero el dolor le impedía pensar con claridad.
—Nissa, hiciste un juramento para...
—No. —Nissa se alejó aún más de ellos, con el semblante duro como el mármol—. No soporto ver otro plano hecho trizas antes de reconstruir mi propio hogar. Lo siento, pero mi guardia terminó.
—¡Nissa! —gritó Chandra.
Art by Ryan Yee
Sin embargo, Nissa ya estaba abandonando el plano. Por un instante, su silueta brilló con una luz verde y el aire se llenó de sombras de enredaderas y hojas en torno a ella. Y entonces desapareció, dejando atrás un aroma a plantas y flores que no tardó en disiparse.
Los tres se quedaron atónitos, con la brisa húmeda revolviéndoles el cabello. Liliana apartó la mirada y tensó la mandíbula, claramente furiosa. Chandra enterró el rostro entre las manos y Gideon contuvo un gruñido. Tenía que ir en pos de Nissa y convencerla para que regresase, pero el dolor le perforaba el pecho con cada respiración. De pronto, Chandra levantó la cabeza:
—Yo también me marcho.
―¿Cómo? —se sorprendió Gideon, que se volvió de inmediato hacia ella. El movimiento tiró de la herida y la sangre le corrió por el costado—. Chandra...
―¿Qué? —protestó Liliana, quien no daba crédito—. ¿Estás de broma?
—No me doy por vencida. ¡Jamás lo haría! —respondió Chandra de inmediato, con una actitud de pura determinación—. Pero tienes razón, Gideon: tengo que aprender de esto. ¡Fallamos a los habitantes de Amonkhet porque fui demasiado débil!
—No fracasamos por eso... —balbució Liliana.
—Necesito volverme más fuerte —añadió la piromante levantando la barbilla.
—Chandra —insistió Gideon—, cuando hablo de aprender de los fracasos, no me refiero a...
—¡Sé lo que hago! —lo interrumpió ella, que desapareció antes de dejarle ni un segundo para continuar. Su silueta se desvaneció entre un torrente de fuego cuando abandonó el plano.
Gideon se quedó observando los dos vacíos que habían dejado sus compañeras. En algún momento había perdido el control de la situación, pero no comprendía cómo. Además, las punzadas de dolor en su cabeza no hacían más que empeorar.
—¿Y bien? —preguntó Liliana volviéndose hacia él—. ¿Adónde irás tú? ¿Cuál es tu excusa?
Abatido, Gideon dejó escapar un suspiro.
—Yo me quedo. —Bajó la vista hacia ella—. Nada ha cambiado: te necesitamos para acabar con Bolas y tú tienes que destruir a ese demonio.
—Escucha... —Liliana calló de pronto y miró fijamente a Gideon. Entonces, su rostro se endureció de nuevo—. Bien. Pongámonos en marcha.
—Necesitamos un plan para... —El dolor volvió a atormentarlo, más intenso que nunca, como si la garra del dragón siguiera alojada en su hombro. Gideon apretó la mandíbula, tomó aire y trató de continuar—. Un plan. Tenemos que...
—Sé que estás herido. Deja de portarte como un crío y admítelo —dijo Liliana maldiciendo entre dientes—. Vamos, buscaremos un lugar donde pueda sanarte.
—No sabía que eras curandera —confesó Gideon, sorprendido.
—La lista de cosas que no sabes podría llenar todos los archivos de Dominaria —le espetó ella—. Venga, andando.

"En fin, otro desastre", pensó Liliana mientras recorrían un camino cubierto de vegetación que conducía al poblado en ruinas. Tras el furioso desplante de Nissa y la marcha de Chandra para encontrarse a sí misma, o lo que quisiese decir, la estrategia de Liliana había quedado tan maltrecha como aquella localidad. Además, Jace había desaparecido de manera inexplicable. "Tal vez no quiera volver a verme...". Aquella idea la incomodaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Volvería a encontrarlo y lograría convencerlo para que regresase, pero antes necesitaba matar a Belzenlok.
Lanzó una mirada de soslayo a Gideon. Ocurriera lo que ocurriese, no podía dejarle comprender que ella había huido de la batalla, tal como la había acusado Nissa. Él era el único que le quedaba y lo necesitaba para acabar con Belzenlok. Sin embargo, su piel morena había adquirido un tono amarillento y en su boca se dibujaban arrugas de dolor y tensión. "Si sobrevive". La herida de aquel pedazo de alcornoque debía de ser mucho peor de lo que él estaba dispuesto a admitir.
Las botas de ambos chapoteaban en el fango y rozaban los adoquines rotos y el vidrio hecho añicos. La muerte cubría aquel pueblo y el cenagal de los aledaños, mezclada con la neblina que flotaba sobre el suelo húmedo. Las sombras se movían en la bruma, rostros que aparecían para luego desvanecerse. La muerte estaba por todas partes.
Ver el estado de aquel lugar le había producido otra conmoción. Liliana no podía creer que allí se había encontrado el hogar de los Vess. Si los demás no hubieran estado a su lado, habría pensado que, de algún modo, había llegado al sitio equivocado de Dominaria.
Al menos el pueblo no estaba tan desierto como parecía a primera vista. Algunos edificios de piedra presentaban signos de reconstrucción, con paredes y tejados reparados, entradas despejadas y contraventanas de madera que antaño habían alojado vidrieras. Los hierbajos del pantano habían sido podados en algunos patios y en uno de ellos había cabras atadas. La sensación de estar siendo vigilados hizo que Liliana observara las viviendas con más atención. Divisó una silueta junto a una chimenea. No era una gárgola, pero... "Tampoco un ángel", pensó. Una visita de los santurrones de la Iglesia de Serra habría sido el colofón perfecto para aquel desastre de día. La silueta era la de un centinela aven. La grisácea luz del día se reflejaba en su armadura y contrastaba con la blancura de sus plumas y sus alas plegadas.
A lo lejos, por encima de los tejados, la piedra curva de unas antiguas ruinas thran se elevaba entre la niebla. Sus alisadas superficies laterales estaban oscurecidas y cubiertas de musgo. Las ruinas tenían la forma de la hoja de un hacha, como si un gigante la hubiera clavado en la tierra y la hubiese abandonado allí. Aquel paisaje le resultaba conocido; al menos, algo no había cambiado en todas las décadas transcurridas desde su marcha.
Art by Titus Lunter
Al doblar una esquina llegaron a una plaza rodeada de edificios altos. Todos se encontraban en mal estado, pero las vidrieras aún resplandecían en las ventanas superiores de algunos. En un lado de la plaza había una fuente y varios tenderetes del mercado local. Cerca de este había un edificio con aspecto de posada; las puertas estaban abiertas y se veía humo saliendo de varias chimeneas. Los lugareños reunidos junto a la entrada observaban con curiosidad a Liliana y Gideon. Iban bien armados, pero no tenían actitud hostil. Gideon asintió para saludarlos, pero el efecto se perdió cuando su compañero se dobló por culpa del dolor.
Aquel tenía que ser el centro del pueblo, que parecía aferrarse a la vida a duras penas. No era más que una sombra del mercado bullicioso que Liliana había conocido como la palma de la mano. Contuvo las ganas de soltar una maldición. "¿Qué ha ocurrido aquí?".
―¿Sucede algo? —preguntó Gideon en voz baja.
Liliana arrugó el ceño. Odiaba mostrar debilidad.
—No es nada.
—Si vamos a colaborar, tenemos que ser sinceros entre nosotros —insistió él.
—¡Te digo que no es nada! —le espetó Liliana. Cuando Gideon le dedicó una mirada de recelo, se recordó a sí misma que él era su único aliado. Además, no servía de nada ocultar aquella inquietud—. No estoy tramando un complot. Simplemente, este sitio ha cambiado. La última vez que estuve aquí, junto al pueblo había un bosque, no un cenagal apestoso.
—Ya veo... —Gideon bajó las cejas mientras observaba la plaza—. ¿Por qué no querías decírmelo?
—Porque no es nada —respondió ella entre dientes.
—Precisamente por eso no entiendo... —Gideon hizo un gesto de dolor y dejó inconclusa la frase—. ¿A qué viniste la última vez?
—No vine: nací aquí. —Liliana no hizo caso al asombro de él—. Venga, entremos antes de que te desplomes. Pesas demasiado como para llevarte a rastras.

Liliana ni siquiera tuvo que amenazar a nadie para que la atendiesen, aunque era obvio que la posada apenas debía de funcionar como hospedaje. El posadero parecía francamente asombrado de que quisieran alojarse, pero los condujo de inmediato a una habitación en la planta baja. Sin duda, la eligió al notar que Gideon estaba dejando un rastro de sangre y no se encontraba en condiciones de subir escaleras.
El dueño del establecimiento era un hombre de tez oscura y con familia numerosa, cuyos miembros se asomaban por las puertas para observar a los visitantes mientras recorrían el pasillo. La habitación que les dieron era espaciosa, dotada de una cama y una selección aleatoria de muebles que olían a humedad. Liliana condujo a Gideon hasta un sofá y lo ayudó a tumbarse en él.
—Hacía mucho tiempo que no recibíamos viajeros —admitió el posadero mientras preparaba el fuego en el hogar. Una joven vestida con ropa de trabajo y que portaba una espada corta a la cintura les trajo un cubo de agua para llenar el caldero de la chimenea. Luego apareció un niño que cargaba con un juego de sábanas dobladas, seguido de una niña que les ofreció una cesta con vendas y suministros médicos, más otro niño que trajo una bandeja con comida y bebida. A pesar del mal humor de Liliana, no encontró queja alguna con el servicio. Ni siquiera les habían pedido que enseñaran el dinero que llevaban encima.
—Necesitaré todas las hierbas medicinales que tengáis —ordenó Liliana. Cuando los niños se marcharon, se dirigió al posadero—. ¿Qué ha ocurrido aquí? Este lugar ha... cambiado desde la última vez que estuve.
—La culpa es de la Cábala —respondió él mientras ajustaba el soporte del caldero para sostenerlo sobre el fuego—. Pretenden conquistar el mundo entero —añadió en tono grave.
Sin duda, aquel hombre debía de exagerar. Gideon intentó quitarse la armadura con torpeza, pero Liliana le apartó las manos y ella misma le desató las hebillas. Aunque su compañero se empecinaba en fingir que no tenía un agujero enorme en el hombro, Liliana comenzó a limpiar y vendar la herida. Sabía que Belzenlok había suplantado al dios Kuberr para hacerse con el control de la Cábala y que su Fortaleza se encontraba ahora en Urborg, pero ¿de verdad se habían propagado tanto?
—Así que la Cábala ha llegado aquí. A Benalia.
—Eso me temo —confirmó el posadero mientras echaba más leña al fuego—. Luchamos para expulsarlos de Aerona, pero fracasamos. Ya ve usted lo que su influencia ha hecho al bosque de Cáligo con el paso de los años —explicó con gesto apesadumbrado.
—¿Al bosque entero? —preguntó Liliana con incredulidad y volviéndose para mirar fijamente al posadero—. ¿El río también se ha visto afectado?
—Sí, e incluso las tierras al otro lado. El río se ha llenado de fango y se ha vuelto infranqueable. La ciénaga de Cáligo; así llamamos ahora a este sitio. Además, la Cábala tiene un nuevo líder en la región: un poderoso liche que actúa como general de los Siniestros. La Iglesia de Serra envió ayuda y libramos una gran batalla hace apenas unos días, pero la Cábala nos aplastó. —El hombre se levantó—. Voy a buscar más leña.
Al poco tiempo, la niña regresó con una caja que contenía las hierbas medicinales del establecimiento.
—Es todo lo que nos queda. La mayoría de las hierbas que teníamos se usaron para tratar a unos soldados que estuvieron hace poco.
Mientras inspeccionaba los diversos saquitos, Liliana hizo una pregunta por impulso:
—¿Hay alguien en estos parajes que recuerde a la casa Vess?
La niña se detuvo a pensarlo.
—Hay cuentos de fantasmas sobre la mansión en ruinas de la ciénaga. A mí me contaron el del hijo que se convirtió en muerto viviente, la hija malvada que escapó y...
Dark Dabbling
—No, no —la detuvo Liliana levantando una mano. No le sorprendía que los sucesos de aquel día se hubieran convertido en una leyenda local, ni tenía ganas de escucharla—. Esa parte ya la conozco. Me refiero a la historia auténtica de la familia, a lo que le ocurrió después.
—Yo solo conozco el cuento... —dijo la niña mientras recogía el cubo de agua sucia—. Puedo preguntar a los vecinos, si quiere.
—Tranquila, no es importante —respondió Liliana haciéndole un gesto para que se marchara. Cuando la pequeña salió de la habitación, Liliana se giró hacia las ventanas, que también tenían las contraventanas cerradas, y arrugó el entrecejo.
—¿Qué sucede? —preguntó Gideon, que se revolvió un poco en el sofá.
—No tienen las hierbas que necesito —explicó Liliana señalando la caja con saquitos—, pero deberían crecer en los alrededores. Iré a buscarlas. —Gideon se arrellanó en el sofá e hizo una mueca de dolor al moverse. Liliana le dedicó una sonrisa maliciosa para guardar las apariencias y añadió un comentario burlón—. No te inquietes, no te abandonaré.
—Eso no me inquieta —respondió él con calma y mirándola a los ojos—. Me necesitas para matar a Belzenlok.
Liliana no encontró una buena réplica y, molesta por partida doble, salió de la posada.

La región había cambiado tanto que las hierbas que buscaba tal vez ya no crecieran allí. Sin embargo, eran el mejor remedio para tratar a Gideon. Además, necesitaban idear un plan para acabar con Belzenlok lo antes posible.
Después de dejar atrás las ruinas, Liliana se internó en la ciénaga. Tuvo suerte y encontró las hierbas en una isla de terreno elevado, cuya vegetación aún sobrevivía. Cuando se levantó tras recogerlas, su mirada vagó hacia un bosquecillo de árboles cubiertos de musgo. Por un momento, el extraño paisaje volvió a resultarle familiar. Se encontraba en el sitio donde había conocido al Hombre Cuervo.
"Intenté ayudar a Josu del mismo modo, con estas mismas hierbas", pensó para sí, y los recuerdos de aquel día regresaron con una claridad inesperada. Ella solo había querido sanarlo, pero, en vez de eso, lo había convertido en un monstruo muerto viviente que mató a lady Ana y a los sirvientes... Liliana había huido del plano cuando su chispa se encendió, abandonando a su suerte a su madre, su padre, su familia y sus amigos. El hechizo que había reanimado a Josu debía de haberse roto en cuanto ella abandonó el plano, pero nunca había cavilado sobre lo que pudo pensar su familia al descubrir la masacre en los aposentos. Seguramente creyeron que ella también había muerto. ¿La habrían buscado? ¿Habrían pensado que Josu la mató?
Ensimismada con su inesperado poder como Planeswalker y centrada en sobrevivir, no había pensado en ellos desde entonces. Había pasado muchísimo tiempo y evocar aquellos recuerdos dolorosos era como vislumbrar la mente de una persona distinta.
"No seas tonta", se dijo a sí misma. La casa Vess se había convertido en un mito, un cuento de fantasmas para asustar a los niños del pueblo. "Vivieron sus vidas, envejecieron y murieron". De la mansión apenas quedaría una pila de escombros, sin pistas que descubrir. Aun así, se sorprendió caminando en dirección a ella y encontrando los caminos que conocía, enterrados bajo el fango y los hierbajos de la ciénaga.
No eran más que sentimientos inoportunos que se entrometían en su objetivo.
Liliana cruzó un campo donde la hierba había alcanzado la altura de árboles pequeños y se detuvo repentinamente.
Debía de estar delirando. La mansión seguía allí.
Los árboles retorcidos y la vegetación frondosa habían trepado por los muros de piedra gris, pero Liliana distinguía la estructura del ala central y la curva de la torre más cercana. "Esto es una locura", pensó. "Una locura o...".
O la influencia de algún poder extraño.
Las puertas del vestíbulo principal estaban abiertas. Le resultó sorprendentemente difícil atravesar el campo y subir por el camino escalonado que conducía a la entrada, pero el temor y la necesidad de saber qué ocurría allí la empujaban a seguir.
Al fin llegó al interior. La luz de la entrada le permitió distinguir el pasamanos tallado de la galería superior y los tapices que colgaban en la pared del fondo. Por un instante, tuvo la impresión de que la casa seguía intacta, tal como la recordaba. Era como si continuara existiendo en una burbuja atemporal, conservada como un insecto en ámbar. Sin embargo, entonces percibió el olor a sangre y putrefacción, y el momento se interrumpió. Liliana pestañeó y vio que los tapices estaban hechos jirones y las tallas de la galería se habían roto y deteriorado con el paso del tiempo. "Aun así, la mansión entera tendría que estar en ruinas", pensó. "Algo ha hecho esto a propósito". ¿Para que ella lo viese? En tal caso, podría tratarse del Hombre Cuervo, quien la perseguía a través de los planos. "Pero ¿por qué?".
Siguió el olor a sangre hacia el interior del vestíbulo.
Allí, ante la chimenea principal, había unos símbolos carbonizados en el suelo de piedra. Su forma y su patrón estaban tapados por los restos resecos de lo que probablemente hubieran sido grandes salpicaduras de sangre. Había decenas de velas consumidas alrededor de aquel punto; los charcos de cera dificultaban ver los restos de una especie de hechizo nigromántico de gran poder. Un aire frío surgía del suelo, como si se tratara de una tumba abierta.
Liliana sintió dolor en la mandíbula y comprendió la causa: había tensado los labios en un gesto inconsciente de aversión.
Hubiera lo que hubiese ocurrido allí, no se trataba de una coincidencia.

Había empezado a anochecer cuando Liliana llegó a las afueras del pueblo. Poco después de llegar al camino que cruzaba las ruinas, había sentido una oleada de maldad surgida de los muertos vivientes.
—No tengo tiempo para esto —masculló mientras comenzaba a correr.
Oyó el ruido del combate antes de llegar a la plaza. Al doblar la última calle, se topó con una batalla.
Los puestos del mercado estaban en llamas y había siluetas oscuras luchando por toda la plaza. La luz del fuego se reflejaba en las armas centelleantes. Resultaba fácil identificar a los lugareños, que vestían armaduras acolchadas y empuñaban garrotes y armas improvisadas, además de algunas espadas y hachas. Ya habían caído varios, entre ellos el centinela aven del tejado, que yacía en el pavimento con las alas rotas y enmarañadas.
Los asaltantes llevaban armaduras negras con púas y picos, completamente opuestas a los tonos blancos y plateados y a los vitrales benalitas. "Caballeros no muertos de la Cábala", pensó Liliana con repugnancia. Tenía que haber algún clérigo cerca, un sectario humano que controlaba a los aparecidos, carentes de voluntad propia.
Gideon apareció tambaleándose entre las sombras próximas a la posada. Se erguía con torpeza, claramente debilitado por las heridas. No llevaba armadura y la sangre le empapaba las vendas y la ropa, pero blandió una espada prestada contra un jinete que intentó arrollarlo. El caballero llevaba una armadura pesada, tachonada con púas, y cabalgaba sobre un corcel acorazado. No, Liliana se equivocaba: cuando la criatura giró la cabeza, vio su carne en descomposición y sus huesos blancos entre los huecos de la armadura, además de los pozos de oscuridad en las cuencas de los ojos. El caballero no usaba yelmo y tenía la cabeza cubierta de piel pálida y tirante, con restos de una melena blanquecina.
Art by Even Amundsen
Entonces se oyeron gritos desde la posada cuando las puertas se abrieron de golpe. Otro caballero no muerto estaba sacando a rastras a dos personas. Liliana vio que eran la joven y el niño que les habían atendido en la habitación. Gideon corrió en su ayuda y el jinete que se enfrentaba a él espoleó a su montura para embestir.
"¡Ja! Tendrás que esforzarte más, Belzenlok", pensó Liliana mientras alzaba ambas manos. Extrajo fuerza de los muertos que yacían en la plaza, de los huesos enterrados en las ruinas, de los cadáveres putrefactos de la ciénaga, de los fantasmas de la niebla... Con los grabados de su piel emitiendo un brillo violeta, de sus manos salieron disparados multitud de rayos que abatieron a una decena de caballeros de armadura negra. Liliana caminó con paso firme hacia el caos de la batalla.
Un aparecido corrió hacia ella. Con un gesto, Liliana hizo surgir del suelo una nube negra que envolvió al agresor y lo descompuso al instante, dejando solo su armadura repiqueteando en los adoquines de la plaza.
El jinete que cargaba contra Gideon levantó su lanza para asestar un golpe mortífero. Liliana concentró su voluntad y la proyectó hacia el muerto viviente.
Un segundo después, el caballero le pertenecía. Lo obligó a bajar la lanza y hacer girar a su montura. Entonces partió el vínculo de esta con el poder que la había reanimado. Cuando el caballo se desplomó en una pila de huesos, el jinete se estrelló contra el suelo. Liliana se planteó utilizarlo contra el resto, pero fulminar a más de una decena de enemigos ya había cambiado el curso de la batalla. Una vez libre del jinete, Gideon se enfrentó a los pocos combatientes que quedaban cerca de la posada, mientras que los lugareños supervivientes lanzaron un grito de triunfo y se reagruparon para acabar con los demás adversarios.
Liliana levantó una mano para destruir al último caballero, pero algo susurró en su mente: "El Vacío aguarda".
Liliana se quedó de piedra, con el corazón acelerado. Entonces, sus labios se arrugaron con desprecio. Había sido un truco. El amo del caballero no muerto debía de ser el liche que había devastado Cáligo en nombre de la Cábala, y el liche tenía que ser el responsable de la preservación arcana de la mansión Vess. Movida por la curiosidad, Liliana examinó la conexión. ¿Cómo era posible que aquel liche supiese tanto sobre ella? Acaso...
Una imagen del rostro del liche ardió ante sus ojos. Era el rostro de Josu.
Art by Tyler Jacobson
"No...". Liliana sintió que el corazón le oprimía el pecho. "No puede ser".
—¡No! —gritó cuando no pudo contenerse más.
La ira y la consternación rompieron el vínculo. El cadáver del caballero estalló y los restos de su armadura y sus huesos putrefactos volaron por la plaza.
Los lugareños habían encontrado al clérigo humano y lo habían inmovilizado en el suelo poniéndole una lanza contra el pecho. Liliana se abrió paso a codazos, agarró al clérigo por una pierna y lo arrastró hacia la luz del fuego.
—Dime dónde está Josu —exigió con voz áspera y furiosa—. ¿Qué le ha hecho Belzenlok?
Apenas se dio cuenta de que Gideon se había acercado y la observaba con preocupación. El clérigo soltó una risita entre dientes antes de responder:
—Él lo sabía. ¡Nuestro señor demonio, el Vástago de la Oscuridad, sabía que vendrías! ¡Ha convertido a tu querido hermano en su sirviente, el comandante de sus fuerzas impías!
—Josu sirve a Belzenlok... —La consternación hizo que sus palabras sonaran calmadas. El ritual nigromántico de la mansión Vess había hecho que Josu dejara de ser un muerto viviente sin raciocinio y lo había convertido en un poderoso liche capaz de utilizar los recuerdos y la formación militar de su hermano, poniéndolo al servicio de Belzenlok. "Belzenlok ha esclavizado a mi propio hermano para usarlo contra mí", pensó Liliana. El hermano cuya alma se había vuelto vulnerable cuando ella había utilizado por primera vez su poder sin saber controlarlo.
—Tu hermano sirve a nuestro señor. Él... —Las palabras del clérigo se convirtieron en un gorgoteo cuando la sangre le llenó la garganta—. El Vacío aguarda... —graznó antes de morir sobre el pavimento.
Liliana se quedó mirándolo y su furia creciente se antepuso al horror de lo que le había ocurrido a Josu. No pensaba permitirlo. Su hermano no sería el esclavo de Belzenlok. Costara lo que costase, iba a liberarlo.
—Pagarás por esto, Belzenlok —afirmó haciendo rechinar los dientes con una furia gélida—. Haré cuanto sea necesario, pero me las pagarás.

Amonkhet: Hora de la Devastación

Los Guardianes, encolerizados por la creciente destrucción de Amonkhet, se enfrentan a Nicol Bolas para castigarlo por todas sus atrocidades a lo largo del Multiverso. Sin embargo, el dragón tiene sus propios planes.


Nicol Bolas descendió planeando hacia los héroes, deseoso de matar a alguien aquel día.
Se deleitaría con muertes, gritos y sangre, o quizá con algo mejor.
No esperaba conseguir ambas cosas. Uno no puede tenerlo todo, ni siquiera Nicol Bolas. No era avaricioso. La avaricia implica querer algo que no mereces.
Todo lo que él deseaba era completamente merecido.
Varias décadas atrás había visitado el plano de Amonkhet, un mundo atrasado, supersticioso y maldito que no interesaba a nadie importante, a nadie que prestara atención. Había hecho sus preparativos, capas y capas de ellos. Un puñado de vidas miserables, que no habrían tardado mucho en terminar de todos modos, simplemente habían tocado a su fin un poco antes y con una pizca más de violencia.
En circunstancias normales, el esfuerzo casi no habría merecido la pena. Sin embargo... Varias décadas no eran más que un pestañeo cuando aún gozaba de su pleno poder, cuando podía hacer uso de la divinidad que le correspondía. Pero tal como era ahora, apenas la sombra de la sombra de un dios, aquellas décadas habían parecido una eternidad.
Rumiar acerca de todo lo que había perdido avivó la ascua de odio que ardía en su pecho. Sentir la llama creciente le pareció bueno. El odio le pareció correcto. "Hoy dará comienzo", pensó Nicol Bolas.
Descendió al centro de una plaza en ruinas. Los escombros y cuerpos rotos aderezaban las estatuas derruidas y los obeliscos resquebrajados. En los bordes de la plaza, cinco Planeswalkers se habían desplegado contra él; sus rostros diminutos revelaban una determinación seria. Conocía muy bien a todos. Los había vigilado, estudiado, analizado y clasificado. Chandra Nalaar, piromante. Liliana Vess, nigromante. Jace Beleren, telépata e ilusionista. Nissa Revane, elementalista. Gideon Jura, soldado invulnerable.
Se hacían llamar "los Guardianes". Como si creyeran conocer la manera de vigilar el Multiverso, por alguna extravagante razón. O como si pudieran hacerlo.
"Los héroes", pensó Nicol Bolas. "Benditos sean todos y cada uno de ellos".
El batir de sus inmensas alas levantó nubes de polvo amarillento. Percibió cómo se abrían los ojos de Chandra al darse cuenta, aparentemente por primera vez, de lo enorme que era Nicol Bolas. La ingenuidad de aquella muchacha le pareció divertida. Una vez más, se preguntó si aquellos héroes serían adecuados para lo que él requería.
No importaba. Había otros, si fuera necesario.
Unas minúsculas perturbaciones le hicieron cosquillas en la mente: el tanteo cauto pero insistente de Jace. "Eso, mi querido niño, busca un punto de apoyo", imploró Nicol Bolas en silencio. Aterrizó con un suave ruido sordo y batió las alas lentamente una última vez. Hacía muchísimo tiempo que no las necesitaba para volar, pero disfrutaba con la sensación de emplearlas y desplegar toda su majestuosidad.
Levantó la cabeza hacia el cielo y soltó un rugido gutural que estremeció los edificios y encogió los corazones. Su bramido emuló a incontables depredadores a lo largo de las eras, depredadores que ya no necesitaban ser silenciosos. Nicol Bolas sabía que no le favorecía comportarse en exceso como un dragón, pero no sería divertido dejar de lado aquella faceta.
Los cinco Planeswalkers permanecieron en sus puestos, vacilantes. Extendió su mente y percibió las ondas de la comunicación telepática del grupo, orquestada por Jace. Podría interceptarla si quisiera, pero le pareció que sería más interesante aguardar y ver qué clase de estrategia se les había ocurrido. En vista de su indecisión y su demora, sospechaba que se llevaría una decepción.
Oh, probablemente tuviesen un plan, un plan tan complejo como "matar al dragón", siendo generoso. O quizá "tú lo quemas, tú mandas a tus zombies, tú usas los elementos, tú lanzas ilusiones y tú lo bloqueas". Con una buena dosis de indulgencia, aquellas ocurrencias se podrían considerar planes. Y los planes de competencia similar les habían bastado en sus correrías recientes. Nicol Bolas sabía apreciar la eficiencia. ¿Por qué molestarse en ser inteligentes cuando el Multiverso parecía conspirar para mantener viva su estupidez?
Chandra y Nissa empezaron a flanquearlo por ambos lados. "Claro, tácticas, faltaría más". Se preguntó cuánto aplastaría la moral de los cinco si aplaudiera. Metafóricamente, por supuesto: sus garras no se prestaban para dar aplausos.
No por primera vez, dudó cómo era posible que aquellos Planeswalkers hubieran sobrevivido tanto tiempo. Aquellos niños, aquellos Guardianes, eran hijos de una edad civilizada y castrada. No tenían ni la más remota idea de los peligros que aguardaban al acecho, dispuestos a matarlos... o algo peor. De algún modo, su falta de auténtico poder los había protegido de todas las muertes que habrían podido sufrir. Más bien, su falta de conocimiento sobre lo que debería ser el auténtico poder. Excepto Liliana, ninguno de ellos lo había paladeado.
Nicol Bolas se pasó una lengua serpenteante por los labios. Lo hizo puramente para impresionar, pero eso no lo volvía menos necesario.
Las de aquellos Planeswalkers habían sido unas vidas afortunadas. No obstante, el problema de las vidas afortunadas era que la suerte se tornaba en contra de uno tarde o temprano, como Nicol Bolas tenía razones de sobra para creer. El destino se oscurece. La fortuna te abandona. En esos momentos de infortunio e injusticia, resulta provechoso contar con un plan minucioso y muy bien trazado. Con muchos de ellos, en realidad. Con más que muchos, idealmente, aunque podría bastar con muchos si no eras un brillante Planeswalker archimago y dragón anciano.
O con uno solo. Un único plan. Incluso un fragmento de ingenio táctico o estratégico habría servido para que Nicol Bolas augurase esperanza para el futuro de los cinco. Sin embargo, su plan estaba escrito en los rostros de todos, en los ojos entrecerrados, los músculos tensos y las ondas crecientes de su cháchara telepática.
Habían optado por "matar al dragón". Nicol Bolas comprendió su perspectiva hasta cierto punto. A menudo, los planes sencillos eran fáciles de subestimar, sobre todo a ojos de los genios. Demasiado a menudo, sus adversarios más inteligentes habían perdido batallas por un exceso de complejidad en sus maquinaciones, mientras que los planes sencillos podían resultar devastadores en manos de un maestro.
Pero ¿qué ocurría con los planes sencillos cuando eran el último recurso de mentes simples y desesperadas? Las consecuencias de eso estaban a punto de quedar patentes. Nicol Bolas se deleitaría con sangre o con algo mejor. En cualquier caso, estaba deseoso de comenzar.

Hour of Devastation

Jace

El dragón aterrizó suavemente en la plaza y Jace sintió miedo.
El día no había transcurrido en absoluto como habían planeado. Demasiado horror, demasiada muerte y demasiadas vidas que no habían podido salvar. Habían intentado ayudar en la medida de lo posible, pero semejaban mosquitos luchando contra una tempestad. Jace nunca había presenciado tanta muerte.
Se sentía vacío por dentro, con la mente embotada por el dolor y la tristeza que la habían martilleado. Por un momento, las escenas regresaron a su cabeza: niños gritando, gente huyendo en vano y masacrada por sus perseguidores, el zumbido incesante de las... Se contuvo. Bloqueó las imágenes una vez más. Tenía una misión que cumplir.
Sin embargo, ahora se había vuelto más que una misión. Jace había insistido a Gideon en que necesitaban un plan. Le había advertido de que no podían enfrentarse a Nicol Bolas sin estar preparados, pero Gideon había estallado y su dolor había impregnado sus palabras cuando exigió plantar cara al dragón de inmediato.
―Pagará por todo lo que ha hecho. Tiene que pagar. ―La última afirmación era la que tanto había preocupado a Jace. Pero no había discutido con Gideon. Ninguno lo había hecho, ni siquiera Liliana. Todos se sentían vacíos y buscaban un significado en medio de la matanza, de los llantos de los niños. Exigían justicia.
La justicia tenía que existir en alguna parte, pues aquel día aún no la habían encontrado en Amonkhet.
¿Estás seguro? ―preguntó Jace a Gideon una última vez, con la esperanza de seguir un plan mejor.
Atacaremos con todo lo que tenemos. El dragón caerá ―respondió Gideon mentalmente. Jace nunca había sentido tanta ira en él, pero ahora notaba la cólera que envolvía su determinación habitual. Se dejó arrastrar por la corriente y se obligó a creer que podían salir victoriosos.
Comenzaron. Gideon cargó contra Nicol Bolas envolviéndose en su escudo de fuerza dorada mientras Chandra escupía ráfagas de fuego. Del suelo brotaron vástagos, cortesía de Nissa, que se convirtieron en raíces y enredaderas que atraparon las patas del dragón. Liliana empezó a reanimar a los muertos; no había escasez de ellos tras la masacre de la ciudad.
Jace intentó asaltar la mente de Nicol Bolas.
La muralla que protegía los pensamientos del dragón era lisa, uniforme y oscura como la obsidiana. Parecía no tener acceso alguno, ni siquiera un punto al que aferrarse. Jace nunca se había topado con una mente tan inexpugnable, excepto... Vislumbró un ínfimo fragmento de un recuerdo, el de una mente impenetrable y cegadora como una muralla de cristal. Sin embargo, en cuanto el pensamiento acudió a su cabeza, este se borró a sí mismo y Jace no pudo recordar dónde había presenciado tal cosa... ni de qué podía tratarse.
"¿Pero qué...?". Jace se sobrepuso a la fuga repentina que había experimentado. No parecía haber provenido de Nicol Bolas, sino del interior de sí mismo. "¿En qué acabo de pensar?", se preguntó, pero no pudo recordarlo. La mente del dragón seguía elevándose ante él, cerrada y protegida de sus intentos inútiles por encontrar un punto de apoyo.
A sus amigos no les iba mejor.
Nicol Bolas asestó a Gideon un coletazo rápido como un relámpago y lo golpeó con la fuerza de un báloth a la carga. Gideon se estrelló contra una gruesa pared en el borde de la plaza. Su escudo lo mantuvo ileso, pero no pudo hacer nada más que estamparse contra la roca una y otra vez. La cola del dragón parecía un palo golpeando una pelota y los escombros de la pared volaban y se partían con cada impacto.
La pared se vendría abajo antes que Gideon, pero ninguno de los dos podría hacer otra cosa por el momento.
Nicol Bolas ignoraba el fuego de Chandra, aplastaba a los muertos de Liliana y partía las enredaderas de Nissa. No se movía para atacar, tan solo seguía estrellando a Gideon contra la pared. Entonces lanzó una mirada a Jace, consciente de lo que el telépata intentaba hacer sin éxito. Su voz retumbó en la mente de Jace con la sutileza de una avalancha y quebró sin esfuerzo gran parte de sus defensas.
No has vivido más que un pestañeo, pero ¿crees que podrás tocar mi mente solo porque posees un ápice de talento natural? Y pensar que algunos me llamaban arrogante a mí... ―El dragón soltó una risa ácida que marcó la mente de Jace.
Se esforzó en levantar unos escudos psíquicos más robustos, perplejo por la facilidad con la que Nicol Bolas había atravesado sus defensas exteriores. Sin embargo, movido por la arrogancia, el dragón tal vez hubiera cometido un error: había dejado un rastro, un hilo metafísico que unía su mente a la de Jace. Quizá pudiera ser el asidero que necesitaba.
Siguió el rastro, desesperado por abrirse camino y salvar a sus amigos.
¡Lo consiguió! Encontró una minúscula grieta en los impenetrables escudos de obsidiana. Se concentró para ensancharla. Solo necesitaba...
Si quieres entrar, niño, solo tienes que pedirlo. ―Las palabras de Nicol Bolas eran como peñascos derrumbándose montaña abajo.
El escudo de obsidiana desapareció y Jace se precipitó inesperadamente hacia la mente de Nicol Bolas, donde este aguardaba con una sonrisa malévola.
El dragón aferró la mente de Jace, quien trató de repelerlo. Se encogió de dolor, furioso consigo mismo por lo fácilmente que había mordido el anzuelo. "Tengo que hacerlo mejor". Aún podía huir de la trampa, solo necesitaba un poco de tiempo. Segundos, solo necesitaba unos segundos y...
Unos segundos de los que no dispones ―susurró Nicol Bolas en su mente―. El Multiverso solo perdona a los necios por poco tiempo. Una lección útil, en caso de que sobrevivas. ―El dragón envolvió la mente de Jace bruscamente y la estrujó.
Las sinapsis se quebraron. El dolor floreció. La demencia amenazó. Una inmensa ola de oscuridad se elevó a lo lejos. Jace supo que ser barrido por ella significaba la disolución. La muerte mental. Sin pensar conscientemente, se dispuso a huir viajando a ciegas entre los planos, sin conocer su destino ni darle importancia. Tenía que evitar aquella oscuridad.
Sintió el tirón de la Eternidad Invisible justo en el momento en que la ola de oscuridad rompió sobre él, y entonces no supo absolutamente nada.
Jace's Defeat

Liliana

Liliana miró con perplejidad el espacio vacío que Jace había ocupado apenas un momento antes. El combate contra Nicol Bolas estaba abocado al desastre, como temía que sucedería. Había albergado la esperanza de que a Jace se le ocurriese algún plan, hasta que oyó su grito de agonía. Era un grito que conocía bien: el de los moribundos, el grito primitivo de la vida que no quería extinguirse.
Sintió un escalofrío. "No puede haber muerto. Ha viajado entre los planos antes del fin. Lo he visto. Está vivo".
―Ese era vuestro especialista en magia mental, ¿correcto? ¿Tenéis alguno de refuerzo? No me importa esperar, aunque siempre podéis coordinaros a gritos; prometo ignoraros. ―Nicol Bolas arrastró las palabras y su voz retumbó en toda la plaza, solo interrumpida por las constantes colisiones de Gideon contra la pared.
Liliana estaba furiosa por dentro. Sabía que enfrentarse al dragón era una idea nefasta. Todas las infructuosas intervenciones y distracciones para intentar ayudar a los habitantes condenados del plano solo habían acentuado lo evidente. El grupo estaba agotado, desalentado y mal preparado para luchar contra un Planeswalker tan poderoso como Nicol Bolas. Liliana ya se habría marchado si no hubiera llevado al límite las tensiones con los demás debido a sus maquinaciones para acabar con Razaketh. Había sopesado muchas veces si le convenía permanecer con ellos o abandonarlos, pero creía que su inversión en el grupo justificaba quedarse.
Tal vez hubiera tomado la decisión equivocada.
Sin embargo, esa no era la única razón para sentirse furiosa. Tiempo atrás, en Innistrad, había comparado sus sentimientos por Jace con los que sentiría por un perro, por una mascota. El comentario había herido al muchacho, como ella pretendía.
Pero a Liliana le importaban sus mascotas. Normalmente, hacer daño a quienes le pertenecían era un error fatal. Ardía en deseos de demostrar al dragón las consecuencias de su afrenta.
Sí, utilízanos. Libera todo tu poder ―susurró el Velo de Cadenas, que colgaba en su cadera.
Nunca has sido tan necia como para creer que puedes ganar esta batalla, Liliana ―dijo por otro lado el Hombre Cuervo.
Y esa tal vez fuera la mayor razón de su furia. Quería que su mente volviera a pertenecerle solo a ella.
Si pretendía enfrentarse a Nicol Bolas, sabía que estaría obligada a recurrir al Velo de Cadenas y a los espíritus de los muertos onakke. El artefacto le otorgaba un gran poder, pero siempre a cambio de un precio. Cada vez que lo utilizaba, se arriesgaba a morir o a dejarse subyugar por los espíritus que moraban en él. No toleraría ninguno de aquellos destinos.
Hubo una interrupción en el combate cuando Chandra y Nissa lidiaron con su propio asombro por haber perdido a Jace. Ninguna de las tres había conseguido afectar al dragón por el momento. Nicol Bolas se volvió hacia Liliana y sonrió mostrando los dientes y una arrogancia que la nigromante encontró repulsiva, en parte porque sabía que ella también era dada a sonreír así a los enemigos derrotados.
―Liliana Vess, me complace encontrarnos de nuevo. Tienes un aspecto asombrosamente... sano. ―El dragón ni siquiera intentó disimular su desdén.
―Voy a matarte, Bolas ―le espetó ella bajando los dedos hacia el Velo―. Veré cómo te retuerces y reanimaré tu cadáv...
―Oh, por favor... ―la interrumpió él―. Estos niños perdieron la batalla incluso antes de nacer, y lo sabes. Eres la única de ellos que entiende lo que era el auténtico poder. Solo tú conoces lo que puede ser de nuevo.
El dragón no mentía, pero Liliana pensó de nuevo en el grito final de Jace, en el muchacho que había escapado a ciegas entre los planos. Las runas grabadas en el cuerpo y el rostro de Liliana emitieron un brillo púrpura oscuro y los susurros del Velo insistieron.
No puede oponerse a tu poder. ¡Utilízanos!
El dragón inclinó la cabeza y se acercó a Liliana para hablarle en un tono suave.
―Te comprendo. Te uniste a ellos confiando en tus dotes de manipulación, pero el problema de rodearse de ineptos es... precisamente esto ―dijo él girando la cabeza hacia el resto de la escena mientras Chandra y Nissa se situaban codo con codo para discutir un nuevo plan.
Todas y cada una de las palabras del dragón eran ciertas y la verdad le resultó insoportable. Tocó el Velo de Cadenas y comenzó a extraer el poder que necesitaría.
¡Sí, sí! ―exclamaron las voces en el interior de los eslabones dorados―. ¡Lo destruiremos!
―Dime ―continuó Nicol Bolas con calma―, ¿sabes cómo emplear el Velo de Cadenas de modo que no te agriete la piel ni drene tu vida? ¿Sabes obligar a los onakke a servirte como maestra e impedir que intenten destruir tu alma y tu cuerpo? Yo sí, Liliana. Yo sí.
¡Miente! ―bramaron los onakke en su cabeza―. ¡Es un embustero! ¡Lo aplastaremos!
Sabes que dice la verdad. Puede ayudarte ―replicó el Hombre Cuervo.
¡Callaos! ―rugió Liliana a las voces en su cabeza, que por suerte guardaron silencio. Estaba confusa, exhausta. ¿De verdad sabía Nicol Bolas cómo dominar el Velo de Cadenas? El artefacto la mataría algún día. Cada vez que lo usaba, este demostraba que no era su dueña resistiéndose a su voluntad y causando estragos en su cuerpo.
―Un arma peligrosa en manos inexpertas, a decir verdad ―prosiguió el dragón―. El hecho de que sigas viva es testimonio de tu poder y tu competencia. Pero yo puedo ayudarte a desatar su poder, Liliana. Su auténtico poder.
Liliana dejó que el Velo colgara de nuevo en su cadera. El gesto llamó la atención de Gideon. Permanecía estoico durante su calvario como juguete de Nicol Bolas, aunque este continuaba estampándolo sin descanso contra la pared a medio derruir. "Necesito algo más de ti que un silencio estoico, Gideon", pensó ella. Odiaba no saber qué camino tomar.
El dragón la observó con los ojos negros como pozos de malicia.
―Te garantizo lo siguiente: tanto si utilizas el Velo como si no, morirás hoy si te opones a mí. Soy mejor telépata que vuestro mago mental, más destructivo que vuestra piromante, más poderoso que vuestra elementalista y mejor estratega que vuestro supuesto experto en táctica. Vuestras vidas dependen simplemente de lo útiles que podáis resultarme.
Nissa y Chandra avanzaron juntas un paso. Los ojos de la elfa desprendieron un fulgor verde y la tierra se estremeció a sus pies, alzándola varias pulgadas.
―Mientes, dragón ―rugió con el rostro descompuesto en una insólita demostración de ira.
Nicol Bolas se giró hacia ella, molesto.
―¿Mentir? ¿Yo? Mira a tu alrededor y contempla mi obra, elfa. ¿Qué necesidad tengo de disimular lo obvio? ―El temblor bajo los pies de Nissa creció en intensidad.
El dragón se irguió y su silueta gigantesca volvió a cernerse sobre todos.
―Liliana, márchate. Vete si quieres vivir. El lugar más seguro del Multiverso es aquel donde tengas utilidad para mí.
Ese día no saldrían victoriosos. Nicol Bolas lo había dejado claro. Como él mismo había dicho, aquellos niños habían perdido la batalla incluso antes de nacer. Y era verdad. ¿Para qué iban a seguir luchando? ¿Para morir? Era ridículo incluso para ellos. Liliana volvió a mirar el espacio que había ocupado Jace y los gritos agónicos del muchacho se repitieron en su mente. Sintió una ligera humedad en los ojos, pero la contuvo. Se negaba a mostrar debilidad ante nadie.
No comprendió la razón que la llevó a dirigirse a los demás, pero lo hizo de todos modos y las palabras surgieron antes de que pudiera detenerlas.
―Venid conmigo. Hemos perdido. Lo entendéis, ¿verdad? Hoy no vamos a ganar. Podemos reagruparnos, encontrar a Jace y buscar alternativas. ―No le importó que el dragón la escuchase. Él sabía que no tenían ninguna posibilidad de hacerle frente ahora mismo y seguramente creyese que no la tendrían en el futuro.
Está en lo cierto ―susurró el Hombre Cuervo. El Velo de Cadenas guardó silencio.
Chandra no quiso mirarla a los ojos. Nissa negó con la cabeza. La rabia en la expresión de Gideon era evidente, pero no discutió con ella ni le rogó que cambiase de parecer. Liliana no estaba acostumbrada al remolino de emociones que sentía en ese momento. Habría sido mejor marcharse sin más, sin preocuparse por el destino del resto.
―Por favor... Si os quedáis, moriréis. No tiene sentido. ―Odiaba el tono suplicante de su voz, pero no se retractó.
Los demás no respondieron. Finalmente, Liliana levantó la cabeza en dirección al dragón.
―¿Adónde...? ¿Adónde quieres que vaya? ―Tragó saliva con esfuerzo. Aquellas palabras resultaron tan difíciles de articular como las anteriores.
―¡No! ―gritó Chandra―. ¡Ni hablar! ¡Confiábamos en ti! ¡Confié en ti! ¡No! ―La cabeza y las manos de la piromante volvieron a estallar en llamas. "Sabías quién soy, niña. Lo sabías". Pero aquellas palabras no pudo articularlas.
―Lejos ―respondió Nicol Bolas―. Da igual adónde. Te encontraré y entonces hablaremos. Hay muchos asuntos útiles que tratar. Y ahora, vete, Liliana Vess.
Sus decisiones siempre la conducían a lo mismo: otra traición, otra decepción, otra trampa. En eso consistía la comodidad que ofrecían los muertos. No podían sentirse traicionados. No podían llevarse decepciones. No podían mirarla con dolor e ira en los ojos.
Bajó la vista hacia Chandra y se preguntó si tendría que acabar con ella para sobrevivir. El aire que rodeaba a la piromante se estaba volviendo abrasador. "No quiero matarte, Chandra".
En ese caso, márchate ―susurró el Hombre Cuervo.
Fue una de las pocas veces en las que dio la razón a aquella maldita voz. Se rodeó de una nube brillante de energía oscura y se desvaneció en el vacío. Finalmente, sus lágrimas tuvieron libertad para derramarse en el espacio vacuo entre los mundos.
Liliana's Defeat

Chandra

Quería que terminase aquel día tan espantoso y horrendo. Nada había salido como estaba previsto.
El plan de Gideon le había parecido brillante, sin los detalles inútiles que siempre terminaban cambiando de todos modos. Era un plan sencillo y breve que se centraba en los puntos fuertes de todos. Perfecto.
Incluso si resultaba no serlo, le daba vía libre para quemar cosas. Necesitaba quemar algo para afrontar todo el horror y el derramamiento de sangre que había visto aquel día. No podía quemar el dolor. No podía quemar el terror. No podía quemar el sufrimiento.
En vez de eso, había decidido quemar a Nicol Bolas.
Sin embargo, tampoco podía hacer eso. Sí, entendía que era un dragón, pero creía tener bastantes posibilidades de causarle daño. Al fin y al cabo, no estaba hecho de fuego. Tenía que esforzarse más.
Nicol Bolas los miró desde arriba y sonrió.
―Y ahora quedáis tres. He preferido no comentarlo delante de vuestra querida nigromante, pero, entre nosotros, también poseo ciertos conocimientos de nigromancia. ¿Tenéis alguna vacante en los Guardianes? ¿Hay algún proceso de solicitud?
―¡Cierra el pico! ―gritó Chandra. Odiaba a la gente que hablaba y hablaba solo para demostrar lo ingeniosa que era. También odiaba a las nigromantes traidoras que fingían ser tus amigas. Y, sobre todo, odiaba perder; lo detestaba.
Su fuego se tornó de un blanco cegador, ríos centelleantes de llamas que azotaron al dragón. Los ojos de Nicol Bolas se entrecerraron y se vio obligado a retroceder por primera vez, lo que permitió a Gideon caer al suelo mientras el dragón se defendía.
"¡Le he hecho daño! ¡Lo he conseguido!". Fue la primera satisfacción que sintió en todo el día.
―¡Gideon, Nissa, podemos vencer! ―Gideon ya se había levantado y regresaba junto a ella. Nissa estaba inusualmente callada. Chandra no sabía qué tramaba la elfa, pero confiaba en que se le ocurriese alguna idea.
―Ya basta, niña ingenua. ―El dragón se elevó en el aire, fuera del alcance de sus llamaradas más intensas, pero eso no le impidió seguir arrojándolas. Se sentía bien al esforzarse.
»Chandra Nalaar, tenías muchas características útiles. Eres poderosa, emocionalmente inestable, fácil de manipular y predeciblemente impredecible. En verdad me parecías prometedora. ―La voz de Nicol Bolas retumbaba en el aire. "No soy fácil de manipular", pensó ella encolerizándose cada vez más. Sus llamas iluminaron el cielo nocturno.
»Pero ¿fuego? ¿Contra un dragón? Un dragón. Tengo determinados estándares. ―Nicol Bolas se elevó todavía más y extendió las alas.
Cuando terminó su ascenso, descendió en picado hacia Chandra aplastando las alas contra su inmenso cuerpo. "Vamos, ven aquí", pensó ella. Aquello era lo que esperaba, la oportunidad de librarse de sus restricciones y quemarlo todo. El fuego surgió de ella, libre y sin reservas.
Si iba a morir de ese modo, se llevaría por delante a aquel malnacido.
La tierra se elevó por todas partes.
Una gran aguja de roca, tierra y raíces emergió del suelo con intención de empalar al dragón. Este viró en el último momento, pero nuevas agujas brotaron como lanzas dispuestas a matar. También consiguió evitarlas, aunque a costa de interrumpir el picado para volar en círculos.
―¡Sí! ¡Vamos, Nissa! ―Lanzó una mirada al otro extremo de la plaza en ruinas y vio a su amiga completamente envuelta en un aura verde mientras blandía la tierra contra el dragón. Sabía que Nissa tendría una idea grandiosa. Chandra estaba ahora defendida, situada entre muchas columnas de roca gruesa y preparada para abrir fuego a discreción―. Podemos conseg...
Con un potente coletazo, el dragón partió las columnas rocosas como si fueran de cristal. El golpe de Nicol Bolas provocó una avalancha de rocas y tierra que volaron en dirección a Chandra. Instintivamente, desató una explosión de fuego para repeler el alud, pero parte de este cayó sobre ella y la estrelló contra la roca a sus espaldas.
El dolor recorría su cuerpo. Tenía varias costillas rotas. Aturdida, luchó para mantenerse en pie y vio a Nicol Bolas serpenteando entre las agujas quebradas. Su agilidad era pasmosa para alguien tan enorme. El dragón se abalanzó sobre ella y la atrapó en una de sus grandes garras.
Chandra intentó convocar más fuego, pero el dolor era insoportable. Nicol Bolas la estrujó entre sus dedos y el crujido de otra costilla la hizo gritar de agonía.
―Presta atención, Chandra ―dijo él con una sonrisa siniestra―. Te demostraré lo que puede hacer un dragón.
Un inmenso elemental de tierra emergió detrás de Nicol Bolas y descargó un puñetazo contra la mandíbula del dragón. Bolas gruñó y se giró para enfrentarse al elemental, dejando caer a Chandra en el suelo.
"Agh, demasiado dolor...". Necesitó hacer un esfuerzo para levantarse. Tenía que ayudar a Nissa. La cabeza le daba vueltas y tropezó una vez más. El suelo temblaba mientras el dragón se enfrentaba al elemental. Detrás de ellos, Chandra vio surgir otros titanes de tierra dispuestos a unirse a la batalla.
Chandra sonrió a pesar del dolor. Tal vez pudieran conseguirlo de verd...
―De acuerdo. He sido modesto en demasía. No soy solamente un dragón. ―Nicol Bolas pronunció una única palabra que abandonó los oídos de Chandra en cuanto la oyó. Unos zarcillos negros surgieron del suelo y se enroscaron alrededor del torso y la garganta de Nissa, estrangulándola mientras se revolvía con violencia.
"No, no, no, tengo que...". Chandra dio un paso hacia ella y aulló de dolor. Apenas podía moverse.
Nissa vio en qué estado se encontraba y le gritó.
―¡Vete! ¡Escapa! ―Los zarcillos atacaban sin cesar y, aunque Nissa consiguió partir algunos con su magia, otros surgieron para reemplazarlos.
"No...". Chandra tosió y vio sangre en el suelo, motas rojas que rociaron los escombros quebrados. Intentó erguirse y resistir el impulso de vomitar. "¿Dónde está Gideon?". Miró alrededor en busca de él y comprendió que iba a desmayarse en cuestión de segundos.
―¡Huye! ―insistió Nissa―. ¡No te preocupes por mí! ¡Te va a matar! ¡Márchate!
Chandra no veía a Gideon. Tampoco podía salvar a Nissa. No tenía manera de vencer al dragón. Ni siquiera conseguiría mantenerse consciente.
"Si me quedo, moriré". No quería morir. Huyó entre los planos envuelta en una llamarada. El único rastro de su presencia era la sangre que manchaba los escombros, hasta que esta también se evaporó bajo el calor abrasador.
Chandra's Defeat

Nissa

Nissa sintió alivio cuando Chandra abandonó el mundo. Le resultaría imposible salvar a Gideon y a sí misma si tenía que proteger a la malherida Chandra al mismo tiempo. Incluso ahora, no estaba segura de si podría salvar a Gideon y a sí misma.
La batalla no marchaba bien. Nissa apenas era capaz de resistir el hechizo de Nicol Bolas y sus elementales se habían quedado inmóviles, pues no podía dirigirlos mientras luchaba por sobrevivir.
Al principio de la contienda, cuando resultó obvio que cualquier invocación superficial no surtiría efecto contra el dragón, había tratado de establecer una comunión más profunda con la tierra. Había sido como sumergirse en un fango espeso. De algún modo, la presencia del dragón había intensificado la oposición de la tierra al tacto de Nissa.
Sin embargo, al final lo había conseguido y se había hecho con el control suficiente para mover la tierra a voluntad, hasta que Nicol Bolas frustró sus esfuerzos con una sola palabra. Nissa había llegado a creer que su destino sería diferente en aquel mundo. Había pensado que su paso por el templo de Kefnet ofrecería posibilidades hasta entonces inimaginables... Pero no. Kefnet y el resto de los dioses yacían en las calles y sus hilos habían sido cortados sin llegar a explorar las posibilidades.
En cuanto a la batalla, aquella confrontación con el mal que encarnaba Nicol Bolas... Los Guardianes habían resultado expuestos.
Nissa nunca había cuestionado el propósito de los Guardianes. Siempre se habían enfrentado a necesidades inmediatas, injusticias que enmendar, maldad que derrotar. Y lo habían conseguido. Lo habían hecho bien. Hasta entonces. Hasta que un dragón de inmenso poder e intelecto les había demostrado las consecuencias de actuar sin preparación ni el poder suficiente.
Tal vez hubiera un camino mejor.
Meditó sobre aquellas cosas mientras luchaba por recuperar el control de la tierra. Si quería tener alguna posibilidad de presentar batalla, sería mediante la tierra.
Los pensamientos de Nicol Bolas, fétidos y empalagosos, penetraron en su cerebro.
Esta tierra no es tuya, elfa. Me pertenece, y tú no tienes permiso para tocarla. ―Una tenebrosa energía necrótica recorrió las líneas místicas mientras intentaba controlarlas. La corrupción la invadió, marchitando carne y tejidos. Nissa gritó de dolor.
Entonces comprendió la verdad: nunca había tenido ninguna posibilidad. La tierra se había entregado a Nicol Bolas mucho tiempo atrás, lo había aceptado como maestro. Tenía que escapar, huir, pero los zarcillos de corrupción la retenían.
El dragón se acercó lentamente, mostrando una amplia sonrisa.
―Me he hartado de fingir. Considérate afortunada por ser testigo del origen del comienzo, Nissa Revane. Es un privilegio que pocos mortales pueden atribuirse.
Algo se estrelló contra el costado del dragón con fuerza y a baja altura, haciéndole perder el equilibrio. Era Gideon, pero Nissa no tuvo tiempo de pensar cómo ayudarle, puesto que los zarcillos asfixiantes acababan de dejarla sin aire. Aprovechó la intervención de Gideon para huir de aquel mundo, de aquella cáscara muerta.
Nissa's Defeat

Gideon

La ira lo consumía. En toda su vida, Gideon solo se había sentido así de impotente en una ocasión. Había decidido que jamás volvería a ver morir a sus amigos, como cuando Erebos había aniquilado a quienes más le importaban. Sin embargo, aquella contienda había sido una pesadilla desde el principio, ya que el dragón le había mantenido fuera del combate. Gideon solo había podido observar con impotencia mientras Nicol Bolas despachaba a Jace y luego persuadía a Liliana para abandonarlos sin luchar.
Había visto a Chandra y a Nissa escapar de una muerte casi certera y sentido alivio al saber que habían huido. No podía imaginar lo que significaría enfrentarse de nuevo a la pérdida de sus amigos, sobre todo siendo consciente de que él habría tenido la culpa.
Trepó por las patas del dragón, buscando desesperadamente una oportunidad de clavarle el sural en el cuello. Nicol Bolas lo atrapó en una de sus enormes garras y lo estampó contra el suelo para apresarlo. La invulnerabilidad de Gideon había servido de muy poco contra un oponente del tamaño, la fuerza y la masa de un dragón. Se resistió y se revolvió bajo la garra de Bolas, pero no pudo liberarse.
―No vencerás. Conseguiremos derrotarte. ―Escupió aquellas palabras desafiantes, pero sonaron vacías incluso para él. Tenía que seguir luchando.
―¿No venceré? ¿Que no venceré? ―La carcajada de Nicol Bolas hizo temblar la plaza entera―. Gideon Jura, eres pésimo analizando la realidad. Me he enfrentado a miles de generales, miles de tácticos, estrategas y maestros del combate. Puede que seas el peor de todos. Permíteme ayudarte. Ignorar la realidad evidente es un error fatal en nuestra línea de trabajo. Por supuesto, comprendo la importancia de las... aspiraciones, pero saber evaluar con exactitud los hechos que tienes ante ti es una habilidad imprescindible en este oficio.
Gideon era consciente de que el dragón pretendía avivar su ira y hacerle perder la calma, pero ya había logrado ese objetivo. Hacía un buen rato que había dejado de pensar de forma lógica. "Y por eso he perdido".
―Te has aliado con un ilusionista, pero quien realmente se hace ilusiones eres tú. Te consideras invulnerable, ¿verdad? Es un simple truco de conjurador, Gideon. Te demostraré lo vulnerable que eres.
Una de las garras de Nicol Bolas comenzó a brillar e hizo presión contra el escudo invulnerable de Gideon. La garra empujó y empujó hasta que el escudo se deshizo como mantequilla derretida. La aguda punta de la garra perforó sin distinción el escudo, la armadura y la carne. La conmoción y el dolor se reflejaron en el rostro de Gideon, pero no gritó.
―Puedo matarte en cuanto se me antoje, pero intuyo que no te importaría morir, por la forma en que juegas tan descuidadamente con tu vida. Y con las vidas de los demás. ―Gideon se retorció y sacudió la cabeza adelante y atrás, desesperado por huir.
»Hoy será mucho mejor dejarte vivir. Hacerte ver lo lastimoso e inútil que eres. Mejor aún, te demostraré lo poco que me importa. Te ofrezco la posibilidad de elegir: quédate y muere o márchate y vive. Ambas opciones me satisfarán. ―La sonrisa del dragón se abrió como una herida fresca.
Gideon se sorprendió al entender que una parte de él ansiaba quedarse. Quería dejar de sentir la culpa de haber perdido a Drasus, Olexo y el resto de sus Milicianos. A toda la gente que había visto morir en Zendikar. No quería cargar con más muertes en sus manos. Solo tenía que... rendirse.
Un torrente de imágenes angustiosas pasaron por su mente. Drasus mirándolo fijamente y escupiendo una palabra: "¡Cobarde!". Erebos cerniéndose sobre él mientras en su cabeza reverberaba la risa del dios de los muertos: "¡Adelante, cobarde! ¡Ven a mí!". Chandra gritándole a la cara: "¡Traidor!".
Podía quedarse y morir... o marcharse y vivir. Y aprender, y luchar. Nicol Bolas pensaba que su decisión no importaría. Al final, la indiferencia del dragón fue el factor decisivo. Le demostraría que se equivocaba.
Gideon arrojó su cuerpo a través de la Eternidad Invisible. El agujero que Nicol Bolas le había dejado en el hombro solo era la más visible de sus heridas.
Gideon's Defeat

El silencio reinaba en la plaza, apenas iluminada por los fuegos aún encendidos tras el arrebato de Chandra. Algunos minutos más tarde de lo deseado, Tezzeret apareció viajando entre los planos.
―Te has retrasado ―lo amonestó Nicol Bolas―. ¿Acaso tenías dudas?
El mago del metal le había servido el tiempo suficiente como para saber cuál era la respuesta adecuada.
―No, amo, en absoluto. Tan solo... me he retrasado. Los habéis derrotado tan pronto como preveíais. ―Su esbirro echó un vistazo alrededor en busca de varios cadáveres que no encontró―. Puedo averiguar adónde han...
―No, no importa. Esto ha sido mejor que la sangre.
Tezzeret lo miró sin comprender, pero sabía que no obtendría más explicaciones.
―Amo, debería poneros al corriente sobre...
―Más tarde. Márchate y dile a Ral Zarek que venga a verme. Está progresando demasiado despacio. ―Tezzeret odiaba que lo utilizaran como recadero y eso era parte del motivo por el que Nicol Bolas disfrutaba tanto haciéndolo. Un Tezzeret desequilibrado era un Tezzeret eficiente. Cada vez que se sentía satisfecho, no tardaba en volverse inútil―. Vete. De inmediato.
Tezzeret inclinó la cabeza y desapareció. En la calma de la noche, la primera noche de verdad que Amonkhet había visto en años, el dragón pasó revista a los cadáveres, la destrucción y el silencio. Había forjado bien su creación sesenta años atrás. Había obrado bien aquel día. El puente entre planos se hallaba en su poder. El ejército estaba preparado. Los Guardianes se habían dispersado por el Multiverso.
Rugió hacia el cielo nocturno, liberando una llamarada surgida de las profundidades de su pecho. Gran parte de los actos de Nicol Bolas eran una interpretación para un público, un factor crucial de sus tácticas en cualquier enfrentamiento. Sin embargo, aquel rugido estaba dedicado a sí mismo. No más sombras. No más acechar. No más ocultarse.
Nicol Bolas, dragón anciano, genio, archimago y Planeswalker, al fin daría sus primeros pasos visible y abiertamente.
"Que todos tiemblen ahora. Más adelante se inclinarán ante mí". Se elevó en el cielo nocturno para contemplar toda la devastación que había causado. Durante ese momento, se sintió satisfecho.

Amonkhet: La Hora de la Promesa

"Y he ahí que las tres deidades oscuras regresaron, y mientras acababan con los dioses, la Hora de la Promesa llegó. Y así, el dios langosta cumplió la gran promesa y desgarró la Hekma, dejando desprotegidos a los fieles antes del regreso del Dios Faraón".


Desde la veranda del Templo de la Fuerza, Hapatra observaba cómo la sangre del Luxa se propagaba río arriba, transformando el agua en una ciénaga carmesí. Tenía los brazos cruzados, apretados con fuerza, y su boca era una línea rígida. Los demás visires del templo estaban a su lado y compartían el mismo desconcierto al ver el lecho seco y la mancha roja que lo cubría.
A su diestra se encontraba Khufu. Era ancho de hombros, corpulento, con algunas canas asomando en las sienes. En momentos más alegres, Hapatra se burlaba de él debido a su edad (la espantosa cifra de treinta y cinco años), pero ahora solo podía mostrar su preocupación.
―Ya deberíamos haber recibido noticias sobre las intenciones de los nuevos dioses. ¿Dónde se ha metido Iput?
―Probablemente esté en camino ―respondió Khufu con una nota de seguridad en la voz.
Hapatra jugueteó con la serpiente que tenía enroscada en un meñique. Un rato antes, otro mensajero había acudido para informar de que tres dioses nuevos habían aparecido y uno de ellos se había enzarzado en combate con Rhonas. Hapatra habría preferido acompañarle para recibir a los recién llegados, pero los visires habían acordado que era mejor aguardar en los templos.
Arrugó los labios. Los demás visires y ella estaban nerviosos y ansiosos por recibir noticias.
―Deberíamos estar junto a Rhonas en la Hora de la Gloria ―comentó Hapatra.
Khufu cruzó los brazos.
―La Hora de la Gloria es el momento en el que tanto dioses como mortales demostrarán si son dignos del glorioso más allá.
―Mm... ―dudó ella―. Entonces, ¿los nuevos dioses están poniendo a prueba a los antiguos? ¿Luego harán lo mismo con nosotros y los iniciados restantes?
Khufu se encogió de hombros.
Hapatra cambió el peso de una pierna a la otra y deslizó su pequeña mascota a la otra mano. El corazón le latía con ansiedad. Estaba segura de que la victoria de Rhonas sería rápida, pero esperar a que les dieran la noticia resultaba tortuoso.
―Las profecías nunca han dejado claro dónde se supone que deberíamos estar durante las Horas. ¿Cómo sabremos cuándo llevar a los iniciados junto a los nuevos dioses? Además, ¿por qué se ha convertido el río en sangre? ―cuestionó Hapatra.
Khufu levantó las manos con las palmas hacia arriba.
―El Dios Faraón lo resolverá todo.
"Espero que la piedad del Dios Faraón sea más generosa que sus mensajes", pensó ella.
Su mirada vagó de nuevo hacia el Luxa. Los pájaros habían dejado de cantar. La ciudad, donde normalmente se escuchaba el bullicio alegre del entrenamiento, se había sumido en un completo silencio. Hapatra se sentía incómoda. Aún más preocupante fue el repentino flujo del agua... de la sangre del río. El lecho estaba repleto de peces reanimados, animales extraños, grumosos y ensangrentados que chapoteaban y rodaban penosamente de un lado a otro. A la maldición de los errantes le daba igual que necesitaran agua para desplazarse.
Todo aquello resultaba demasiado extraño e inaudito. Las profecías no estaban claras y los fenómenos que presenciaba le parecían inquietantes.
Unas dudas inusuales vagaron por la mente de Hapatra. Prefirió no darles nombre.
Sin previo aviso, se le hizo un nudo en la garganta.
Hapatra sintió un dolor repentino y agudo en el pecho y se encorvó de agonía, llevándose una mano al corazón y maldiciendo entre dientes.
Miró alrededor desesperadamente para buscar la causa del malestar y vio que los demás visires también se aferraban el pecho. Hapatra calmó su mente y trató de recuperarse. Era una maestra de los venenos y había pasado gran parte de su vida obligando a su cuerpo a funcionar en medio de fuertes dolores. Tomó aire y lo expulsó; centró la mente para calmar el pánico y el suplicio del cuerpo.
Las molestias físicas pasaron al poco tiempo, pero la sensación de temor persistía.
Se oyeron gritos en varias partes de la ciudad. Hapatra echó un vistazo a los tejados y los templos en busca del lugar de origen. El sonido parecía proceder del Portal, pero se volvía cada vez más fuerte, como si se propagara rápidamente por toda Naktamun. A lo lejos, Kefnet levantó el vuelo, seguido de una extraña silueta oscura que se movía por los tejados de los edificios.
Oyó un ruido inusual que llegaba desde el cielo: una especie de zumbido que se extendía por la Hekma, causado por chasquidos y un golpeteo incesante. Hapatra levantó la vista y vio una nube de langostas.
Se suponía que los monstruos debían haberse esfumado durante la Hora de la Revelación. Por eso había aparecido el demonio que había sobrevolado la ciudad: lo habían expulsado del paraíso, al igual que a todas las bestias del exterior de la Hekma. Entonces, ¿por qué continuaban existiendo?
Su serpiente se desenroscó del dedo y se escabulló por una grieta en la pared del templo.
Hapatra se fijó de nuevo en Kefnet y comprendió que la silueta oscura que iba detrás de él solo podía ser uno de los nuevos dioses.
Art by Lius Lasahido
Era inmenso. La criatura comenzó a trepar al obelisco más cercano. Sus garras se clavaban en la roca e impulsaban hacia arriba su enorme cuerpo. A medio camino, el ser pareció recordar que tenía alas y se elevó rápidamente hasta la cima. El zumbido de sus alas era un ruido constante y violento, como si el propio aire protestara por el batir incesante de las gigantescas alas de insecto.
Hapatra se volvió hacia Khufu.
―Tenemos que ayudar a Kefnet ―dijo ella.
El visir, todavía afectado por el dolor misterioso, negó con la cabeza.
―Esto forma parte de la Hora de la Gloria. Están poniendo a prueba a los dioses, al igual que a nosotros.
―¿Este dolor es eso? ¿Una prueba?
Khufu asintió, pero Hapatra frunció el ceño y se dirigió al otro extremo de la veranda. Para ella, el curso de los acontecimientos solo podía ser un mal augurio.
En ese momento oyó unas pisadas suaves que subían por la escalinata. Iput, la visir más joven y veloz del Templo de la Fuerza, corría escaleras arriba lo más rápido que podía. Tenía el rostro anegado en lágrimas. Hapatra se arrodilló y la estrechó entre sus brazos.
―¿Qué has visto, Iput? ¿Qué quieren los dioses nuevos?
―¡Rhonas ha muerto! ―balbució ella.
Hapatra se quedó de piedra por un instante y luego negó con la cabeza.
―Imposible. Es un dios. Los dioses no pueden morir.
Iput se estremeció de miedo.
―El dios escorpión lo ha matado. Intenta matarlos a todos.
Rhonas era el más poderoso de los dioses. Las bestias del exterior huían ante su fuerza y los seres oscuros temblaban allá donde se proyectara su sombra. Rhonas no podía morir.
Sin embargo, la angustia en el corazón de Hapatra afirmaba lo contrario.
Khufu gritó detrás de ella.
―¡Es una prueba! ¡Iput miente! ¡Rhonas, el más poderoso del panteón, se unirá al Dios Faraón en...!
―¡Cierra la boca por una vez! ―le espetó Hapatra.
No era momento de respetar el protocolo. Habían roto la promesa que se les había hecho y habían perforado su confianza con un veneno desconocido. Hapatra se lamentaría más tarde. En ese momento, su único objetivo era mantener a salvo a los demás dioses para que nadie volviera a sentir el dolor de la muerte de una deidad.
Levantó la cabeza y vio cómo los enjambres de insectos se propagaban por el interior de la barrera. Volvió la mirada hacia el dios langosta en lo alto del obelisco, justo a tiempo de presenciar cómo extendía los brazos y desataba algún tipo de magia impía en el cielo.
El zumbido de las langostas ahogó cualquier otro sonido.
Una nube gris comenzó a expandirse en el interior de la Hekma. Al principio era dispersa, pero a medida que el dios langosta continuaba con su hechizo, la masa crecía mientras el zumbido de alas se volvía más y más fuerte.
Hapatra entrecerró los ojos para distinguir qué hacían los insectos. Parecieron amontonarse unos sobre otros hasta cubrir la magia brillante de la Hekma. Cuando los primeros se retiraron, unos rayos de luz intensos se filtraron por donde antes estaba la barrera. Hapatra se quedó boquiabierta, horrorizada. Las langostas estaban devorando la mismísima Hekma.
―Se supone que la Hora de la Promesa marca el momento en que el mundo se transformará en un paraíso glorioso ―dijo a los demás visires―. "Y la Hekma ya no será necesaria para detener el avance de las arenas y los muertos, pues las aguas del Luxa fluirán libremente por los yermos", ¿verdad?
Los otros visires asintieron. Hapatra levantó un índice hacia el dios langosta en la lejanía, echó los hombros hacia atrás y se irguió por completo.
―¡El Luxa fluirá libremente por los yermos porque la Hekma no existirá!
Los visires observaban aterrados. Desde aquel lugar elevado podían ver cómo las langostas consumían más y más secciones de la barrera que los protegía del exterior. Ni siquiera Khufu podía creerlo.
―¿Por... por qué nos hace esto el dios langosta?
La Hekma estaba cubierta de una infinidad de insectos, un enjambre tan denso que atenuaba la luz de los soles. Una noche oscura y espeluznante cayó sobre Naktamun. Hapatra pestañeó mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. La masa de insectos se movía de un lado a otro, filtrando rayos de luz hacia el Templo de la Fuerza.
No parecía un buen momento para permanecer fuera.
―¡No os quedéis embobados! ¡Todo el mundo adentro! ―rugió Hapatra. Los demás visires, dominados por el dolor, se levantaron con dificultad entre sollozos lastimeros.
Hapatra caminó entre ellos para ponerlos en marcha.
―¡Rhonas no permitiría que os quedaseis llorando ahí tirados! ¡Armaos para la batalla!
Los demás visires se sorbieron la nariz y entraron al templo en busca de sus armas.
Un haz de luz se proyectó entre la masa oscura de insectos.
Los rayos de los soles penetraron paulatinamente en el interior de la barrera. Primero eran pocos, luego muchos más... y de pronto, un cuarto de la Hekma había desaparecido.
Hapatra maldijo entre dientes.
La ciudad se sumió en el caos.
Art by Jonas De Ro
Observó desde el templo mientras Kefnet ascendía por el cielo y lanzaba un hechizo para reparar la Hekma, pero su intento fue en vano. Los enjambres se abalanzaron sobre el dios y Kefnet luchó para continuar pronunciando el encantamiento bajo el asalto de cientos de miles de insectos. Hapatra maldijo la vista limitada que tenía del resto de la ciudad.
A medida que la barrera se venía abajo, las hordas de momias salvajes entraban en tromba en Naktamun desde los yermos exteriores.
Hapatra dio media vuelta y corrió lo más rápido posible al interior del templo.
Los iniciados estaban asustados, abrazados unos a otros para intentar confortarse. Algunos visires estaban armándose, mientras que otros conducían a las bestias hacia el exterior para soltarlas contra las momias que invadían la ciudad. El interior del Templo de la Fuerza era un vasto campo de entrenamiento conocido como el Bestiario, una reserva natural cuidadosamente mantenida para que los iniciados pulieran su tenacidad y sus habilidades de supervivencia. Hapatra se abrió camino desde la zona exterior hasta el peligroso corazón del Bestiario. Había dedicado toda su vida a cuidar el templo y conocía todos sus caminos y atajos. Los aposentos de los visires no estaban muy lejos.
Hizo un gran esfuerzo para no dejar que el dolor de su corazón aflorara en su rostro. Su mayor deseo siempre había sido tener un lugar junto a Rhonas en el más allá. ¿Adónde irían los dioses tras la muerte?
Su dormitorio estaba rodeado de flora venenosa, pero la cruzó con facilidad y corrió hasta la panoplia de armas.
Lanza. Cimitarra. Frascos y frascos de venenos.
Hapatra recordó una lección que ella misma había impartido apenas meses atrás.

Se situó en el centro del círculo de iniciados, todos ellos en plena forma, talentosos y dispuestos a superar la Prueba de fuerza. Como maestra de los venenos, a Hapatra le encantaba enseñar su arte.
Levantó la barbilla con orgullo y planteó una pregunta sencilla al grupo de aprendices.
―¿Cómo se mueven las momias por el desierto?
Esperó a que lo meditasen un poco antes de responder con una sonrisa encantadora.
―¡Con infamia y arenosía!
Los iniciados refunfuñaron y suspiraron y Hapatra sonrió, orgullosa de su ocurrencia.

El recuerdo le dibujó una sonrisa en los labios y Hapatra seleccionó un frasco de veneno. Sabía perfectamente cómo se movían las momias: una vez que la maldición de los errantes las reclamaba, los músculos trabajaban mediante impulsos que recorrían la médula espinal y los nervios.
Embadurnó el filo de la cimitarra con veneno.
―Muertos los nervios, muerta la momia.
Remató la gracia con un silbido estridente.
Algo enorme se detuvo estruendosamente junto a la entrada de la estancia y Hapatra sonrió con picardía. Mientras se ponía un chal grueso que la protegería de las langostas, se dirigió a la criatura del exterior.
―¡Ya voy, querida Tuia!
Oyó un siseo al otro lado de las enredaderas de la entrada. Hapatra se ató la cimitarra a la espalda y apartó las plantas para salir y arrullar al descomunal basilisco hembra.
Tuia era el doble de alta que Hapatra y tan larga que nunca se había molestado en medirla. Las dos compartían un vínculo mágico y la bestia acarició con el hocico las manos de su dueña. Hapatra le estampó un beso en la mejilla.
―El mundo conocido ha tocado a su fin, vieja amiga ―le susurró, y Tuia apoyó el hocico en el hombro de Hapatra.
La maestra de los venenos se tragó su malestar.
―No es momento de lamentarse, cariño. Tenemos que salvar la ciudad.

Hapatra se sujetó con fuerza al lomo de Tuia mientras el basilisco se abría paso hacia la linde del Bestiario. Ya no había iniciados en los alrededores y la espesura parecía extrañamente vacía.
Hapatra levantó una mano y lanzó un hechizo de llamada. "A mí", proyectó. "Seguidme al exterior y vengad a vuestro maestro asesinado".
Los animales del Bestiario levantaron la cabeza, atentos al reclamo. Comenzaron a aparecer, primero uno y luego muchos, hasta que una manada de antílopes, hipopótamos, rinocerontes y elefantes siguieron al basilisco.
Las lianas y hojas de la jungla rozaron a Hapatra en la cara mientras salían del Bestiario a toda velocidad. Tiró del costado de Tuia para hacerla subir por la escalinata central y cerró los ojos con fuerza justo antes de cruzar la entrada y salir al horror de la luz diurna.
La claridad la golpeó en el rostro al mismo tiempo que la tormenta de gritos y zumbidos. Finalizada su tarea, las langostas se lanzaban a por los primeros cuerpos que encontrasen. Los muertos malditos del desierto habían llegado a la ciudad y algunos horrores de los yermos atacaban a cualquier ser vivo que se cruzara en su camino.
Naktamun, la brillante ciudad de alabastro, estaba ahora mancillada por la plaga y los monstruos.
Hapatra sintió en la piel los impactos de las langostas, incluso a través del grueso chal. Detuvo a Tuia y la fauna del Templo de la Fuerza hizo lo mismo detrás de ellas.
Los soles estaban moteados con nubes de insectos. Kefnet flotaba en las alturas y trataba de reconstruir la Hekma desesperadamente. A lo lejos, vio que el dios langosta seguía encima del obelisco, enviando enjambres y enjambres de insectos contra el indefenso Kefnet.
Hapatra lanzó otro hechizo de llamada. "¡Atacad a los dioses farsantes! ¡Matad a los intrusos!".
Las bestias rugieron con furia y sed de sangre; la propia Tuia mostró los colmillos. Hapatra desenvainó la cimitarra y le ordenó lanzarse a la carga.
Salieron en estampida a través de las calles de Naktamun, arrollando a todas las momias y langostas que pudieron. Hapatra se inclinó hacia los costados de su montura y acuchilló a gran cantidad de muertos con su cimitarra envenenada. Con cada tajo del arma, una nueva momia caía al suelo entre convulsiones y temblores.
"Ojalá estuviera Rhonas aquí para verme", pensó con una sonrisa agridulce.
Los colmillos de Tuia despedazaron a decenas de momias salvajes y Hapatra desmontó de un salto.
―¡Vete y mantén alejados de la ciudad a los muertos malditos! ―gritó a su compañera. Tuia le dio un pequeño lametón cariñoso y se marchó hacia la periferia de Naktamun.
Hapatra levantó la vista, encontró a Kefnet resistiendo en las alturas y corrió hacia él.
El chal impedía que las langostas la mordieran y le arañasen la piel, pero Hapatra se dio cuenta de que no serviría de nada contra las momias que la rodeaban. Aun así, cargó hacia la multitud de muertos. Comenzó a entonar una súplica a Rhonas, pero se dio cuenta del error y maldijo para sí. A pesar de ello, avanzó entre la multitud de enemigos y su hoja danzó con una elegancia mortífera y experta mientras se abría paso a cuchilladas entre los muertos vivientes.
Hapatra sabía que el veneno paralizaría a las momias sin esfuerzo. Corrió hacia otro grupo y se dispuso a hacer la mayor cantidad posible de cortes. Aquella ponzoña era capaz de paralizar tanto a vivos como a muertos. Hapatra no podía deshacer la maldición de los errantes, pero vaya si podía evitar que siguieran errando.
Lanzó tajo tras tajo y dejó un rastro de cadáveres convulsionantes a su paso.
Se abstrajo durante el combate. Mientras blandía la cimitarra a un lado y a otro y las langostas le dificultaban ver y oír, Hapatra se sintió vieja. Había vivido treinta y cuatro años; dos vidas enteras de experiencias. Y Rhonas había estado a su lado desde el principio. Su dios siempre había sido tan amable y leal... ¿Cómo era posible que la hubiese traicionado de esa manera?
No, la culpa no era de los dioses.
Era del que continuaba ausente. Del Dios Faraón que no se encontraba allí.
Él tenía la culpa de todo.
Hapatra gritó de furia y decapitó a la momia más cercana.
Un reflejo metálico captó su atención.
Giró la cabeza y vio a dos niños luchando espalda con espalda contra un grupo de momias pútridas.
Empuñaban lanzas robadas y se gritaban consejos tácticos mutuamente, pero sus movimientos eran torpes, empujados por el terror que los atenazaba.
Hapatra sintió un peso en el corazón. Cargó contra las momias y las despachó rápidamente mientras los dos pequeños seguían gritando y asestando lanzadas.
Cuando acabó con todos los muertos, Hapatra se volvió hacia los jóvenes.
―¿Dónde están vuestros cuidadores?
―¡N-no paran! ―chilló el mayor de los dos.
Hapatra frunció el ceño, confusa. Abrió de una patada la puerta de la casa más cercana y entró.
Descubrió a varios ungidos preparando el almuerzo en la cocina. Había montones de comida apilados por todas partes y los cuencos estaban cubiertos de langostas que devoraban el contenido. Había una peste a insectos y alimentos echados a perder. Una momia ungida se había quedado sin cuencos para echar la comida y simplemente la dejaba caer al suelo, cucharada a cucharada. Un enjambre de langostas consumía los desperdicios, pero las momias no reparaban en ello. Parecía que los ungidos eran incapaces de abandonar sus tareas incluso en medio del caos que se había adueñado de la ciudad.
Hapatra retrocedió y salió rápidamente. Se arrodilló junto a los niños y extrajo un frasco de veneno.
―Dejadme vuestras lanzas ―ordenó.
Los chiquillos entregaron las armas y ella quitó el tapón del recipiente para embadurnar las puntas con veneno.
―Buscad a un grupo de adultos y quedaos con ellos. Herid con esto a todas las momias salvajes que podáis.
Oyó un grito. Se levantó, empuñó la cimitarra y corrió hacia el origen del sonido. Un enjambre de langostas se había abalanzado sobre un joven mientras una mujer trataba de quitarlas a manotazos. Los golpes de ella no se oían en medio del aleteo incesante de los insectos.
Hapatra se dio cuenta de que estaba junto a una fuente en su patio preferido.
La fuente solía traer el agua directamente del río. Ahora estaba manchada de sangre.
Hapatra sintió un tirón en el corazón y Tuia apareció por una esquina de la plaza. Su enorme cuerpo escamado rozaba las paredes y chocaba impunemente contra ellas; el basilisco tenía el hocico salpicado de sangre, vísceras e insectos muertos.
Subió al lomo de su familiar y la apremió a avanzar. Kefnet había aterrizado en lo alto de una torre cercana y estaba encorvado, fatigado.
Hapatra azuzó a Tuia y se abrieron camino fácilmente por las calles de Naktamun.
Ahora había más ciudadanos oponiendo resistencia y algunos habían conseguido que los ungidos hicieran lo mismo. De vez en cuando, Hapatra se cruzaba con algunas fieras del Bestiario, ocupadas en aplastar y hacer pedazos a las momias invasoras. Algunos animales se fijaron en el basilisco y su jinete y se apresuraron a seguirlas.
―¡Visir Hapatra!
Detuvo a Tuia y buscó a la persona que la había llamado.
La hereje Samut estaba un poco más adelante.
―Si vas a decirme "os lo había advertido", ahórratelo ―le espetó Hapatra alzando la voz.
Samut no dijo nada. Simplemente miró al callejón de su izquierda, por donde llegó corriendo el campeón Djeru.
―Estamos buscando a Oketra. Queremos protegerla ―explicó Samut.
―Hemos visto la muerte de Rhonas ―añadió Djeru con pesar―. No podemos permitir que los demás dioses sufran el mismo destino.
Hapatra soltó un suspiro.
―Montad.
Los dos antiguos iniciados subieron ágilmente al lomo de Tuia y Hapatra le pidió que reanudara la marcha.
―Siempre había creído que la Hekma caería durante la Hora de la Promesa para revelar el paraíso ―musitó Hapatra mientras avanzaban.
―Otra mentira del Dios Faraón ―contestó Samut con severidad. Djeru negó con la cabeza y guardó silencio detrás de ella.
―Mi propósito en la vida era servir a Rhonas ―admitió Hapatra mientras acariciaba las escamas frías de su basilisco―. Me niego a creer que nos engañaba intencionadamente.
―No, no lo hacía ―dijo Samut―. Los dioses fueron manipulados por una fuerza más poderosa.
Hapatra caviló sobre aquella posibilidad. Miró hacia atrás y sus ojos se cruzaron con los de Samut.
―¿Esa fuerza puede morir?
―Prefiero no intentar averiguarlo ―respondió ella.
―Para alguien que afirma saber tantas cosas, tu visión es muy limitada ―le reprochó Hapatra.
―Lo más importante es mantener a salvo a nuestra gente y nuestros dioses ―intervino Djeru desde atrás―. Que los intrusos luchen entre ellos.
Como si los hubieran llamado, dos de ellos se cruzaron en su camino. El primero era Gideon, el guerrero de anchas espaldas que Oketra había reclamado como uno de los suyos. La otra era una mujer pálida con un vestido violeta.
―No os detengáis por ellos ―escupió Djeru.
Hapatra volvió la vista atrás para echar un último vistazo a los forasteros. Naktamun era el único lugar habitable del mundo, pero aquellos intrusos no conocían su cultura en absoluto. Apenas dos días antes, los visires habían tenido noticia de que los dioses darían la bienvenida a aquellos invitados. Hapatra los miró con desprecio. Que ellos se encargasen del Dios Faraón. Si todos ellos realmente procedían de otro mundo, se merecían los unos a los otros.
Una racha de aire empujó otra nube de langostas hacia el basilisco. Hapatra hizo un gesto a los dos acompañantes para que se pegaran a su espalda y los cubrió con el chal. Una vez protegidos, volvió la vista hacia la calle principal.
Allí estaban Kefnet y Oketra, el primero flotando en el aire y la otra de pie casi inmóvil, como una estatua, salvo por los leves movimientos de sus orejas. Como sirviente de Rhonas, Hapatra nunca había sentido mucho aprecio por Oketra, pero un gran alivio la embargó al encontrarse ante su presencia, agradecida por la primera calidez que sentía desde la muerte de su dios.
Las dos deidades observaban algo que estaba detrás de Hapatra. Esta detuvo a su basilisco y se giró para ver de qué se trataba, pero desde aquella altura solo veía columnas rotas, fachadas agrietadas e incontables nubes de langostas.
Se volvió hacia los dioses con un ruego en el corazón.
―¡Kefnet, Oketra, la Hekma está perdida! ¡Os pondremos a salvo! ―Hapatra se dio cuenta vagamente de lo ridículo que habría sonado aquello apenas un día antes.
Los dos dioses la ignoraron y continuaron mirando hacia la lejanía. Oketra tenía el arco en la mano, con una flecha de luz blanca preparada.
―¡Oketra, por favor! ―insistió Hapatra, que sufrió un quiebro en la voz al pensar en todo lo que ya habían perdido y todo lo que aún podían perder―. ¡Oketra! ¡Queremos protegeros! ―El hueco que había dejado la muerte de Rhonas en su corazón ya era demasiado grande. No podría soportar que continuara creciendo.
Oketra bajó la vista hacia ella. Sus ojos pálidos emitían un brillo tenue y Hapatra halló consuelo en aquella tranquilidad familiar. La diosa de la solidaridad le mostró una sonrisa diminuta y triste. Hapatra notó que los gritos de terror en los alrededores se atenuaban mientras la diosa miraba su alma fijamente.
No estáis aquí para protegernos, hija de Rhonas ―contestó Oketra con una ligera negación de la cabeza―. Nosotros estamos para protegeros a vosotros.
Hapatra sintió que el corazón se le encogía.
―¡Oketra, no!
Pero con aquellas palabras, la diosa levantó la mirada de nuevo y alzó el arco. Kefnet se elevó en los cielos y Hapatra al fin pudo ver qué había captado la atención de los dioses.
El monstruo era una pesadilla encarnada.
Era más inmenso que cualquier criatura que Hapatra hubiera visto en el desierto a través de la Hekma. Era más alto que cualquier otro dios, Rhonas incluido, lo cual le parecía imposible. Tenía cuerpo de hombre y cabeza de escorpión, pero esta parecía descansar sobre el cuerpo... y era mucho mayor de lo que debería ser cualquier alimaña. Su cola danzaba en círculos detrás de la cabeza, con el aguijón resplandeciente de icor. Incluso las omnipresentes nubes de langostas evitaban acercarse al monstruo o interponerse en su camino. Hapatra oyó un chirrido intenso, pero no sabía distinguir si procedía de sus mandíbulas o su cola.
Kefnet miró a Oketra y Hapatra se sorprendió al notar el miedo reflejado tan claramente en el rostro del dios.
¡Contén tu terror, hermano! ―exclamó Oketra con una determinación que reverberó en el pecho de Hapatra―. ¡Emplea tus dones para el arte de la guerra y enfrentémonos a la bestia!
Kefnet irguió la cabeza. Con una flexión de los hombros, ganó altura y se situó en el flanco del escorpión.
Oketra tensó el arco.
Atrás, asesino de dioses, azote de la vida eterna, y hoy vivirás para contarlo.
La voz de la diosa retumbó en las calles con un timbre de plata pura, pero la manera en que había recalcado "hoy" dejaba claro que tarde o temprano se vengaría del asesino de su hermano. La flecha blanca de su arco refulgió hasta volverse incandescente. El escorpión movió la cabeza para observar a ambos dioses, pero si respondió con palabras, Hapatra no pudo entender ninguna en medio de sus chirridos constantes.
Cuando la criatura se aproximó, Hapatra sintió su presencia y ahogó un grito. El terror invadió su corazón cuando reconoció lo que era el dios escorpión. Su divinidad, aunque maligna y opuesta a la de los otros dioses, era inconfundible.
Las tres deidades permanecieron quietas y se estudiaron mutuamente, como retratadas en uno de los frescos que Hapatra conocía tan bien.
Y entonces se desató el caos.
Kefnet voló por encima del dios escorpión, aproximándose y alejándose mientras lanzaba hechizo tras hechizo. Camufló sus descensos en picado mediante ilusiones de grandes aves y dragones con rasgos de cocodrilo, que desviaban la atención de su oponente lo necesario para atacar en el momento menos esperado y evitar la picadura del aguijón. Oketra disparó flechas sin descanso, pero de algún modo, el dios escorpión conseguía girarse e interceptarlas todas con su grueso caparazón. La energía blanca de Oketra se disipaba contra sus defensas incluso mientras el dios respondía a los asaltos de Kefnet lanzando coletazos al aire.
Kefnet abandonó la táctica de los engaños ilusorios, pues parecía que el dios escorpión nunca daba un paso en falso ni se excedía al atacar. Muchas historias afirmaban que las flechas de Oketra eran capaces de abatir sierpes de arena y demonios gigantescos, y Hapatra se sobrecogió al pensar en el poder que debía de poseer el dios escorpión para encajar aquellos impactos, aunque contara con un grueso caparazón. Urgió a Tuia para mantenerse en las sombras y se sorprendió rezando en voz alta a Oketra y Kefnet, gritando alabanzas con intención de apoyarlos en combate.
Kefnet se elevó para evitar los ataques del dios escorpión, pero este se volvió inmediatamente contra Oketra y corrió hacia ella a una velocidad aterradora. Oketra se vio obligada a retroceder apresuradamente y sus pisadas hicieron temblar el suelo mientras Kefnet descendía de nuevo para distraer y hostigar al asesino.
Por mortíferamente eficientes que fueran los movimientos del dios escorpión, Kefnet y Oketra luchaban con una habilidad casi poética. Se movían en armonía el uno con la otra y sus arremetidas y contraataques dejaban expuesto el costado de su adversario o un punto débil en sus defensas. Aunque el dios escorpión no parecía perder ímpetu, Hapatra sabía que estaba presenciando a dos maestros del combate que habían perfeccionado su técnica cooperativa durante miles de años de batallas.
El dios escorpión lanzó una sucesión de golpes que no alcanzaron a sus objetivos y entonces cambió repentinamente de dirección. Su aguijón debió de haber rozado a Kefnet con aquel gesto inesperado, puesto que una de sus alas se negó a batir a la misma velocidad que la otra y el dios con cabeza de ibis comenzó a renquear en el aire. Kefnet perdió altura y el dios escorpión se lanzó inmediatamente a por él, descargando aguijonazos que estuvieron a punto de alcanzar a Kefnet en la cabeza y el torso. El dios del conocimiento dio bandazos desesperadamente a un lado y a otro, abrumado por la presión.
Oketra permaneció inmóvil en la calle principal, con el arco tenso y apuntando. No podía arriesgarse a alcanzar a Kefnet mientras este luchaba por sobrevivir, ahora interpuesto entre el dios escorpión y ella. En su vaivén errático, las alas de Kefnet le fallaron y el dios escorpión se abalanzó sobre él.
Sin embargo, la arremetida se detuvo abruptamente cuando una flecha de luz blanca estalló contra la cabeza del escorpión. El chirrido constante se interrumpió cuando el dios escorpión se desplomó, decapitado. El impacto de su cuerpo colosal redujo escombros a polvo y levantó del suelo brevemente a Tuia y sus jinetes. Hapatra observó mientras el cuerpo del monstruo se convertía en polvo; la fuerza que lo impulsaba había sido erradicada.
Kefnet estiró el ala y se irguió en el aire, aparentemente ileso. Sonrió con complicidad a su hermana, que se mostró aliviada.
Los tres humanos aclamaron a sus dioses a lomos del basilisco. Alabaron el valor de Oketra y el ingenio de Kefnet.
"Mis dioses son magníficos", pensó Hapatra, maravillada. Samut y Djeru se abrazaron con fuerza y dieron palmadas a Hapatra en la espalda, pero ella se negó a compartir lágrimas de alegría. Más tarde habría tiempo para llantos.
Sin embargo, mientras pensaba cómo lloraría la muerte de Rhonas, el polvo y las partículas que habían formado al dios escorpión empezaron a agitarse.
Los fragmentos se elevaron del suelo y, en cuestión de segundos, reconstituyeron a la misma bestia que habían abatido momentos antes.
El monstruo se alzó íntegro e intacto, como si la batalla que acababa de sacudir las calles nunca hubiera ocurrido. Kefnet se giró hacia su enemigo caído y se topó frente a frente con el dios escorpión. Su vil chirrido fue lo último que oyó antes de que el aguijón le perforase la frente. La herida no fue profunda ni grande, pero el hermoso y brillante Kefnet, el dios del conocimiento, murió antes siquiera de caer a tierra.
Hapatra, Samut y Djeru gritaron de dolor: sus corazones sufrieron de nuevo la pérdida de un dios. Oketra siseó con furia y disparó varias flechas en un acto inútil.
¡Mortales, huid a los mausoleos y poneos a salvo! ―gritó la diosa.
Hapatra enmudeció por un momento. ¿Qué mausoleos? Ignoró la orden y se volvió hacia Samut y Djeru.
―¡Bajad!
Los dos desmontaron de inmediato y Hapatra clavó los tacones en los costados de Tuia para lanzarse a la carga.
El basilisco escupió su veneno, se escabulló entre las piernas del dios escorpión y lanzó dentelladas contra ellas. Hapatra apretó con los muslos e hizo que Tuia girase bruscamente para atacar de nuevo.
La sangre de Kefnet se había derramado sobre las calles y Tuia resbaló cuando intentó arrojarse contra el dios escorpión. Hapatra se sujetó con fuerza a las escamas de su familiar y la instó a seguir adelante. El corazón le dolía por la muerte de Kefnet, pero se guardó la angustia lo más adentro que pudo. Aquel intruso tenía que morir y lo haría a manos de ella.
Oketra se interpuso de un salto entre el basilisco y el dios escorpión.
Hapatra se retorció de dolor. Cuando logró levantar la vista, chilló horrorizada: por encima de su cabeza, el aguijón del dios escorpión se había clavado en el vientre de Oketra.
Hapatra aulló y oyó una voz desconocida que gritaba al mismo tiempo. Gideon contemplaba la escena desde la calle; su rostro era una imagen de pura desolación.
Hapatra y Tuia se quedaron paralizadas de miedo mientras el dios escorpión caminaba por encima de sus cabezas. El monstruo miró hacia el cielo en busca de algo y continuó su camino por las calles de Naktamun, ignorando a los mortales atemorizados a su paso.
La calle principal estaba vacía y dos de los dioses de Hapatra yacían muertos ante ella.
Por primera vez en todo el día, lloró abiertamente.
Lloró por la muerte de su dios. Por la muerte de su panteón. Por los niños obligados a luchar, los ciudadanos devorados por langostas y su querida Tuia, que se estremecía de miedo bajo ella. La desesperación le hizo perder la compostura y la condujo al abrazo de un campeón y una hereje. Djeru y Samut estrecharon a la visir mientras lloraba y ellos también lamentaron las nefastas pérdidas que acababan de sufrir.
Otros ciudadanos, todos ellos supervivientes, salieron de los callejones y escondrijos para ver los cuerpos de los dioses.
Hapatra tomó aire con dificultad en medio de su angustia y vio a Gideon de pie junto a Oketra.
Art by Greg Opalinski
La visir trató de calmarse y asintió a Samut y Djeru, que le soltaron los hombros y le permitieron encaminarse hacia Gideon.
Hapatra lo miró con desprecio. Tenía las mejillas manchadas de kohl corrido y sus labios temblaban con una combinación mortífera de tristeza y furia.
―El causante de este infierno es un intruso como vosotros, ¿cierto?
Gideon tragó saliva con esfuerzo y asintió.
Hapatra le lanzó una mirada fulminante y habló con un tono que rezumaba veneno.
―Matarlo es responsabilidad vuestra. Cumplid vuestra tarea y marchaos de mi ciudad.
La maestra de los venenos le dio la espalda y regresó junto a Samut y Djeru, manchándose las sandalias de icor divino. Miró a ambos con resolución en los ojos.
―Tenemos que encontrar a Bontu y Hazoret y mantenerlas a salvo cueste lo que cueste. Son las únicas que nos quedan.