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Juramento Guardianes: En Llamas

Chandra Nalaar estuvo en Zendikar en el momento en que la batalla se sumió en el caos. El demonio Ob Nixilis había recuperado su chispa de Planeswalker y despertado a Kozilek, provocando la destrucción de Portal Marino. Ahora hay dos titanes eldrazi sueltos en Zendikar y sus habitantes se han dispersado. Chandra está decidida a reunirse con sus compañeros, pero aún no ha podido encontrarlos en medio de toda la vorágine... Ni tampoco al demonio vengativo.


Chandra trepó por un saliente de rocas y observó en busca de dos rostros en particular, pero solo vio destrucción y una desbandada. Kozilek y Ulamog vagaban por la región, dejando a su paso dos estelas de tierra en ruinas. No se inmutaron cuando les lanzó una llamarada, pero le dio la sensación de que se volverían contra ella y la devorarían si los molestase lo suficiente.
Había surcos de corrupción entrecruzándose en el campo de batalla, que indicaban la trayectoria de los engendros. Los vástagos eldrazi ya no tenían muchos humanoides a los que perseguir. Muchos zendikari habían huido cuando Kozilek resurgió y rompió el dique de Portal Marino. Muchos habían sido consumidos. No había señales de los rostros que Chandra buscaba.
Tampoco había rastro del demonio que había provocado todo aquello.
―¡Gideon! ―gritó una, dos y tres veces, cada vez más alto y forzando la voz.
Un sonido chirriante y crepitante anunció la llegada de un enjambre eldrazi por una colina elevada. No tardarían en verla. Parecían demasiados como para plantarles cara ella sola.
Apretó los ojos con fuerza y pensó "¿Jace?" lo más claramente que pudo. Sintió al instante que acababa de hacer el ridículo.
No hubo respuesta, ni mental ni de ningún otro tipo.
Chandra entreabrió los ojos y miró a los seres que se acercaban. Tenían demasiadas rodillas y codos, con ojos sin párpados alojados en las articulaciones. Miró detrás de ellos, pero el camino desaparecía y daba paso a un valle resplandeciente de tierra devastada por los Eldrazi. Se irguió y se plantó ante la marabunta con los pies separados. Se puso las lentes para protegerse los ojos e inclinó la cabeza a un lado, haciendo crujir el cuello.
Cuando se colocó en posición, pisó algo metálico y echó un vistazo al suelo. Era un broquel de gran tamaño semienterrado en el barro. Volvió a prestar atención a la columna de Eldrazi y se agachó sin perderlos de vista para recoger el escudo. Estaba abollado, pero lo reconoció.


Tragó saliva con esfuerzo. Se tocó la frente con el escudo por un momento y sintió un picor en la garganta. Apretó el broquel metálico entre sus puños hasta que los bordes se tornaron rojizos.
Por algún motivo, las caras de sus padres aparecieron en su mente. Nunca había llegado a comprender por qué pensaba en ellos en momentos tan extraños; simplemente acudían a ella. Su aspecto nunca envejecía, siempre tenían la misma edad que cuando los vio por última vez, durante su infancia en Kaladesh. Nunca pensaba en sus últimos momentos; no veía a su padre cayendo de rodillas con un cuchillo clavado en el vientre, ni la bufanda de su madre cubierta de barro y chamuscada mientras la aldea donde vivían era devorada por las llamas. Solo los veía mirándola con ojos de padre y madre, bondadosos y orgullosos.
Los dientes le rechinaron. Había llegado a Zendikar demasiado tarde.
―Eh, maga de fuego ―dijo una voz de mujer a sus espaldas desde un desfiladero que había por debajo.
Se giró hacia ella.
―¿Es el escudo del comandante-general? ―Una mujer alta y con armadura de placas la observaba entre las zanjas de la corrupción de Kozilek. Pegados a la pared que tenía junto a ella había un pequeño grupo de zendikari; casi todos parecían exploradores y soldados de infantería, y muchos estaban heridos.


Chandra volvió a fijarse en el enjambre que se aproximaba lentamente hacia ella. Descendió al desfiladero y sostuvo el escudo a la altura del pecho―. Es de Gideon. ¿Sabes qué le ha ocurrido?
―Luchó contra el demonio ―respondió la mujer―. Fue una derrota aplastante...
Chandra se vino abajo.
―Pero está vivo ―añadió la mujer.
―General Tazri, no lo... ―intentó intervenir uno de los exploradores.
―Está vivo ―aseveró Tazri.
―General, tengo que encontrarlo cuanto antes ―dijo Chandra.
―Nosotros también lo necesitamos ―comentó Tazri. Rasgó un trozo de tela con los dientes y se agachó para vendar con firmeza la pierna de un kor―. El demonio se lo llevó, a él y a otros dos.
―¿Se lo llevó? ¿A dónde?
―Se dirigía hacia unas cavernas ―respondió otro explorador. Tenía ojos y colmillos de vampiro. Señaló en dirección a un acantilado rocoso en la lejanía―. La entrada está allí, en la grieta entre esos dos picos. Está a pocos kilómetros por aire.
―Gracias ―dijo Chandra. Se aseguró el broquel en el brazo y se dispuso a trepar por los minerales brillantes para salir del desfiladero.
―Un momento ―la llamó Tazri. Ladeó la cabeza hacia su grupo―. Tengo heridos que atender. No estamos en condiciones de ir a rescatarlo.
―Ya veo... ―Chandra se preguntó qué tenía que ver eso con ella―. Iré yo a buscarlo. Quedaos aquí.
―¿Y qué hay del enjambre? ―preguntó Tazri.
Chandra asomó por encima de la zanja. Los Eldrazi seguían avanzando directos hacia allí―. Los ahuyentaré.
Tazri la miró de arriba abajo frunciendo el ceño, pero luego llevó una mano a la maza pesada que llevaba consigo y asintió―. Te cubriremos las espaldas. Gracias.
―Descuida; vosotros escondeos y tened cuidado.
Chandra trepó y salió del desfiladero. Se levantó, se sacudió el polvo y estalló en llamas.
Su cabello refulgió y sus manos se volvieron incandescentes. Una furia cálida le tensó los músculos y le dieron ganas de liarse a puñetazos. Era una furia familiar, reconfortante, y confiaba en ella como en una buena amiga. Chandra giró sobre sí misma y el movimiento prendió fuego al aire que la rodeaba. Un crepitante ciclón de fuego arrasó el terreno que tenía ante ella y Chandra corrió detrás de él mientras este se abría paso a través del enjambre de monstruos. Los Eldrazi salieron volando por los aires y cayeron hechos pedazos, chamuscados.
La marabunta hizo un sonido burbujeante y se volvió hacia ella, ignorando al grupo de soldados de Tazri. El pulso de Chandra se aceleró y su pelo ardió con más intensidad.
―Eso, venid a por mí. Soy una fuente a rebosar de maná y luz, malditas alimañas.
Se desvió rumbo al acantilado. La estela de su cabello ondeaba a su paso como un estandarte.

Sorteó peñascos y saltó por encima de pequeñas grietas, vigilando la retaguardia sin detenerse. Vio que los engendros de Kozilek devastaban todo a su paso, además de ser repugnantes hasta el punto de perturbarla. Un rastro de ruina se extendía detrás del enjambre, dejando extraños patrones cuadrangulares donde antes estaba la tierra de Zendikar.


Se mantuvo en llamas y siguió corriendo, lanzando llamaradas hacia atrás. Ocasionalmente se giraba y arrojaba una tormenta de fuego para acabar con un Eldrazi o dos y atraer al resto, con intención de alejarlos del grupo de heridos de Tazri.
Varios kilómetros después dejó atrás al enjambre. Apenas divisaba sus placas negras flotantes e incluso se había alejado del grotesco paisaje geométrico. Chandra se centró en los dos picos que tenía delante.
Llegó a una cima y vio que el camino descendía hacia una gran cavidad en la tierra: era la entrada a una caverna rodeada de edros que apuntaban a las profundidades.
Se acercó y vio que la entrada estaba bloqueada. Estaba completamente cubierta de una corteza recién levantada con patrones de espirales cuadradas y brillantes. Aquella tenía que ser la caverna donde el demonio retenía a los demás, pero la barrera iridiscente le cerraba el paso.
Chandra sintió un nudo en la garganta. La superficie retorcida le mostró un reflejo distorsionado, pero no de ella misma, sino de sus padres. Sus ojos eran amables. Sus bocas se movían y asentían para tranquilizarla, pero sus rostros se desplazaban por los planos de la superficie y no comprendía lo que trataban de decirle. Extendió la mano hacia ellos, pero la imagen se rompió en un millón de ángulos. Sin que le hubiera dado permiso, su mente evocó el recuerdo de la bufanda quemada de su madre en una aldea de Kaladesh, y el de los ojos decepcionados de su padre cuando cayó de rodillas y con las manos en el vientre para tapar la herida de...
Chandra apretó los dientes y presionó las cuencas de los ojos con los puños. Cuando se calmó y abrió los ojos, lo único que vio reflejado en las espirales fue su propio semblante envuelto en llamas y con los ojos candentes. Se volvió hacia la barrera y miró sus manos. No eran las de una niña, como cuando sus padres murieron y su chispa de Planeswalker se encendió. Eran las armas de una piromante. Las apretó entrelazando los dedos para formar un único puño. Levantó los brazos y conjuró una bola de fuego incandescente alrededor de las manos. Sin decir nada, se giró hacia las espirales distorsionadas y aplastó su propio reflejo.
La corteza estalló en una nube de fragmentos y trozos de tierra. Chandra solo quería abrir un agujero lo bastante grande para entrar por él, pero había echado abajo toda la barrera y ahora la entrada estaba expuesta.
En el interior de la caverna había más patrones de ruina. En aquel lugar, las entrañas de la tierra habían sido barridas, consumidas y transformadas.
Chandra recordó al demonio llamando al titán Kozilek y riéndose de los ejércitos que lo observaban desde abajo, riéndose de todo el plano. Sabía que Kozilek no estaba allí. Aquella era la guarida de un demonio.


Chandra contuvo su furia mientras subía y bajaba por los pasadizos serpenteantes. Las ruinas surcadas de espirales reflejaban de forma extraña la luz de su fuego.
Entonces oyó una voz grave y pausada que procedía de la sala que tenía más adelante― ... agonía que ha durado miles de vidas en este horripilante mundo ―decía―. No pienso compartir tanto tiempo con vosotros, pero sufriréis lo mismo, os lo garantizo.
Cuando llegó a la sala vio a los tres flotando en el aire, suspendidos mágicamente como marionetas: Gideon, con el mentón tocando el pecho y líneas de agonía surcándole la frente; Jace, con la cabeza colgando hacia un lado y la capucha tapándole la cara; y una elfa, con la trenza y los brazos colgando sin fuerzas y los ojos entreabiertos, revelando unos ojos completamente verdes y perdidos, con una lágrima que descendía por la cara hasta la mejilla. Sus cuerpos colgaban en el aire, rodeados de hélices de magia debilitante. Varios zánganos del linaje de Kozilek chirriaban cerca de ellos, sin siquiera girar sus proyecciones afiladas hacia Chandra.


―Lo siento, pero ¿quién te ha dado permiso para entrar? ―El demonio, el origen de la voz grave y resonante, apareció por un pasadizo lateral. Su cuerpo parecía un tendón negro fundido con partes de una armadura, con un calor interno infernal que asomaba por las junturas. De algún modo, sus ojos brillaban con una mezcla de odio e interés.
―Yo misma ―respondió Chandra―. Suéltalos o acabaré contigo.
―Vaya, no sabía que tenían una compañera del tres al cuarto ―se mofó el demonio.
Chandra apretó los puños y se lanzó con toda su magia contra el demonio. Su adversario desvió el golpe ígneo con el antebrazo y desplegó unas alas escamosas como las de un dragón. Sonrió, o hizo algo por el estilo, mostrando sus dientes afilados.
Chandra se recuperó de la parada. Pivotó, giró sobre sí y arrojó una ráfaga de dardos de fuego al ojo del demonio.
El monstruo se protegió la cara con un ala y encajó el golpe, pero gruñó por el esfuerzo. Entonces adelantó un pie y descargó un revés contra ella.
Chandra se estampó en la pared y se golpeó la cabeza. Tosió y se dobló tratando de recuperar el aliento. Los zánganos eldrazi giraron sus tenazas, pero no avanzaron hacia ella.
Escupió sangre y se irguió. Obligó a su fuego a crecer y usó el dolor como combustible para su magia. Sus manos se convirtieron en látigos de fuego. Echó un brazo hacia atrás y acumuló su furia. El calor crepitante de su puño distorsionó el aire de la caverna.
Saltó hacia el demonio y lanzó dos llamaradas rápidas. Las desvió.
Continuó con un ataque físico, usando el broquel de Gideon como arma contundente. Rebotó contra la hombrera del demonio.
Saltó hacia un lado y giró. Lanzó otras dos ráfagas con los puños y una llamarada con ambas palmas. El demonio detuvo el fuego con las garras y lo aplastó.
Esta vez fue él quien atacó y, aunque Chandra logró esquivar el zarpazo, un dolor agudo le recorrió toda la cara.
Ahogó un grito; se sintió como si la hubieran rociado con ácido. Su fuego parpadeó y Chandra agitó las manos como para tratar de avivarlo.
"¡No! No te apagues. Redúcelo a cenizas. El dolor es combustible".
Acercó los puños al pecho y reunió todo el fuego que había en su interior. Le lanzó todo lo que tenía, pero no como una llamarada, sino como un torrente de fuego constante; condensó toda su furia contenida y la obligó a surgir como un cono de aire abrasador.
FFFSSS...
El demonio caminó hacia ella a través del hechizo. El fuego le chamuscó el torso, pero levantó un brazo para agarrar a Chandra por el cuello y levantarla en el aire.
... FUM.
El hechizo se extinguió. Chandra resistió y tiró de los dedos del demonio para intentar liberarse de su garra―. Cabrón... ―masculló.
―Nadie ha logrado acabar conmigo hasta ahora, candelita ―dijo el demonio sonriendo, con los colmillos brillantes―. Y tú tampoco lo harás.
Chandra tiró más fuerte de los dedos hasta soltarlos y le dio una dentellada en la mano. El demonio la soltó y ella cayó al suelo de manos y rodillas. Se obligó a levantar la cabeza―. Lo haré ―dijo con voz entrecortada. Ordenó a sus piernas que la levantaran, aunque una de ellas solo tembló en lugar de obedecer.
―Pero si estás consumiéndote muy rápido, candelita ―se burló el demonio ladeando la cabeza―. ¿Qué harás cuando empieces a parpadear? ―Convocó un hechizo y lo arrojó con una garra.
El cuerpo de Chandra se retorció cuando la magia del demonio la alcanzó. Sintió que se erosionaba como una montaña descompuesta por el paso de los años, pero concentrados en un instante de agonía. Se debilitó como si una enfermedad padecida durante toda una vida la afectase de repente. Cada una de sus extremidades pesaba una tonelada.
La cabeza de Chandra estaba desesperada por desplomarse y caer al suelo de roca. Pero no se lo permitió. Sus brazos temblaron y la soportaron como columnas quebradizas. La vista se le nubló y la caverna se convirtió en un panorama de siluetas y sombras difuminadas.
La cueva se volvió oscura. Notó que ella misma se atenuaba poco a poco. Se apagaba.
"NO. MANTENTE ENCENDIDA".
Se concentró en sus manos, en las palmas clavadas en la gravilla de la caverna. Si sus manos no se apagaban, seguiría habiendo vida en ella. Eran las armas de una piromante.
―¿Y se supone que venías a rescatarlos? ―dijo el demonio. Estaba muy cerca, parecía una mancha oscura junto a su cabeza. Lo oyó chistar―. Pues... no lo entiendo. ¿De qué podrías servirle a nadie?
Chandra exigió a sus ojos que se mantuvieran abiertos y a su cabeza que siguiese erguida. Sus músculos temblaron por el esfuerzo.
―Ahora tendré que castigarte a ti también. No quería tener que hacerlo, pero me has obligado. Túmbate.
Chandra giró la cabeza lentamente hacia él. Apenas podía ver a través de sus pestañas empapadas y su vista nublada.
La cara emborronada del demonio se alteró, se volvió amable. Se volvió familiar.
Hola, cielo ―dijo el rostro borroso con la voz de su padre. Tenía su tono compasivo, cálido y paciente.
Chandra no quería pasar por aquello. No quería verlo. No en aquel momento.
Ríndete, Chandra ―continuó. Chandra hizo un gesto de dolor―. Ya has hecho suficiente. Túmbate. Túmbate en el suelo.
Chandra miró al rostro tenue de su padre con los ojos entrecerrados. La gravedad empujó hacia abajo todo su cuerpo, debilitando su rebeldía. Le pesaban los párpados.
Chandra, hija mía ―dijo el rostro, esta vez con la voz cariñosa y férrea de su madre―. Ya has hecho suficiente. Les has fallado, Chandra. Ríndete. Túmbate en el suelo. ―Chandra se estremeció. Se le doblaron los codos―. Les has fallado, Chandra. Como nos fallaste a nosotros.
El cuerpo de Chandra quería exhalar, expulsar tosiendo toda la vida que le quedaba, rendirse. Quería insultar a la voz, mascullar una retahíla de maldiciones, pero no podía reunir fuerzas para hacerlo. El mundo se le venía encima.
La caverna, el rostro y todo lo demás se tornó oscuro. El rostro de su madre desapareció y en las tinieblas solo pudo ver destellos de los ojos infernales del demonio.
Su fuego se extinguió. Sus manos se apagaron. Sintió sus cabellos rozándole la cara, empapados de sudor.
Chandra... Los... z... ―dijo la voz. Esta vez tenía un eco extraño; no era un susurro... sino algo todavía más cercano―. Los z... ángs, Chhhandra.
―No te tomes la derrota como algo personal ―dijo el demonio, ahora con voz clara y su habitual tono despiadado―. Tiendo a sacar a la luz el lado más débil de la gente.
Chandra. Losss... zánganos el... drazi ―dijo la voz resonante. Le daba dolor de cabeza. No se parecía en nada a la voz de sus padres―. Acaba c-c-con... los zánganos.
Jace. ¡Jace estaba... consciente!
Usa t-t-tu... ―masculló Jace en su mente―. Ffff. Fffuogo.
Jace estaba... relativamente consciente.
No puedo ―pensó Chandra con esfuerzo.
Y un cuerno... ―Jace luchaba por componer las palabras tanto como ella en asimilarlas―. Y un c-cuerno que no. Hazlo.
―No... ―dijo Chandra. Su propia voz le pareció extraña. Débil. Probablemente babeaba.
―¿Qué has dicho? ―preguntó el demonio―. Por favor, no ruegues que aplace tu ejecución. Sería un insulto para ambos.
―No me... digas... ―graznó ella. Apretó los puños y sus puños se cubrieron de llamas, iluminando la caverna de nuevo―. No me digas... ―repitió mientras se ponía en pie, tambaleándose.
La silueta del demonio ondulaba ante ella. Notó su desdén por la forma en que negaba ligeramente con la cabeza, y también la malicia con la que conjuró un último orbe de energía oscura en una garra―. Túmbate, candelita ―amenazó.
―No me digas... Qué tengo... QUE HACER.
Chandra se tambaleó hacia él con los puños por delante. El demonio solo tuvo que inclinar la cabeza a un lado para esquivar sus proyectiles de fuego. Sin embargo, la ráfaga iba dirigida contra otros objetivos: los zánganos eldrazi que rodeaban a sus amigos. Los engendros convulsionaron al arder y su piel crepitó mientras los soles en miniatura los incineraban.


Gideon, Jace y la elfa se desplomaron sobre el suelo. Y acto seguido desaparecieron.
El demonio gruñó al ver que el hechizo de contención había fallado y sus presas se habían desvanecido. Se volvió hacia Chandra y se preparó para darle el golpe de gracia.
Chandra se encogió, incapaz de reunir fuerzas para esquivarlo ni para dejarse caer al suelo. Pero entonces se dio cuenta de que seguía viva y abrió los ojos. El demonio miraba de un lado a otro y pronunciaba palabras siniestras, cada vez más furioso.
Te he vuelto invisible para él ―dijo en su mente la voz de Jace―. Por ahora.
Chandra se alejó del demonio mientras seguía buscándola y se apoyó contra la pared de la caverna.
¿Y los demás? ¿Están vivos? ―preguntó mentalmente.
Por muy poco.
Pues tendremos que ocuparnos nosotros. Yo daré la señal. ¿Listo?
¡No! Ni hablar de eso. Estamos demasiado débiles.
¿Cuánto crees que tardará en darse cuenta de que seguimos aquí? ―Chandra apretó los puños―. Podemos conseguirlo.
Chandra, no. Nos han... atormentado. No sé cuánto tiempo ha pasado. Ha sido... demasiado.
A Chandra no le gustó la inseguridad que transmitía Jace, lo sincero que sonaba su dolor. El demonio caminaba y daba pisotones por toda la caverna. No los veía, pero estaba claro que sabía que no podían haber ido muy lejos.
Chandra se enderezó. El fuego prendió en las puntas de sus dedos y creció hasta convertirse en esferas de calor del tamaño de sus manos―. Otro motivo más para acabar con él.
Los otros tienen que recuperar fuerzas ―objetó Jace, dubitativo.
Jace, hemos venido a Zendikar con un propósito. Aún no lo hemos cumplido, ¿verdad?
Chandra... ―pensó Jace.
¿Verdad? ―El fuego de Chandra se volvió más intenso.
Chandra, no puedo más...
Los demás reaparecieron al instante: el hechizo de ocultación se había disipado. Jace y la elfa se habían arrastrado hasta el fondo de la caverna. Parecía que estaban conscientes, aunque débiles.
Gideon también había vuelto, pero el demonio lo agarró por el cuello y lo levantó.
―¡Gideon!
El demonio miró a Chandra y le mostró una amplia sonrisa maligna, acompañada de una risa seca y cavernosa. El sonido transmitía la malicia acumulada por haber pasado una eternidad atrapado en Zendikar... y la satisfacción por cobrarse su venganza.
―Tus amigos tendrían que darte las gracias, candelita ―dijo el demonio―. No por haberles dado esperanzas; de hecho, eso ha sido una crueldad por tu parte. Tendrían que estar agradecidos porque, sin ti, nadie habría sido testigo de sus muertes. ―El monstruo estranguló a Gideon y Chandra oyó cómo un crujido de huesos.
Se quedó paralizada. Sabía que cualquier movimiento no haría más que precipitar la muerte de Gideon.
Pero entonces fue él quien opuso resistencia. Sus manos aferraron la garra del demonio y trataron de liberarse de su presa, y unas chispas de luz protegieron su cuerpo a pesar del agotamiento. Luego se fijó en Jace y vio que sus ojos desprendían un humo azul celeste; trataba de conjurar un hechizo perforamentes incluso aunque le costaba mantenerse en pie. Y vio el cabello de la elfa ondulando mientras preparaba su magia a la desesperada; unas enredaderas de maná brotaron del suelo y fluyeron hacia ella.
"No les he fallado. Ninguno les ha fallado a los demás".
Chandra dio un pisotón y un rayo ígneo surgió de su pie en dirección al demonio, prendiendo fuego al suelo que pisaba el demonio. Gideon asestó un codazo al demonio en el antebrazo y le propinó una patada en el pecho. Por fin consiguió liberarse y se apartó rodando justo antes de que el fuego envolviera al demonio.
El monstruo salió de las llamas y vio que lo habían rodeado. Gideon tenía el sural preparado, Jace había completado su hechizo y los ojos de la elfa rebosaban maná.
―¡Todos juntos! ―gritó Gideon, y Chandra lo entendió a la perfección.
Los cuatro atacaron al demonio simultáneamente. Las cuchillas brillantes, las enredaderas fustigantes y las ilusiones perturbadoras alcanzaron al monstruo junto con la llamarada salvaje de Chandra.


El demonio se encogió de dolor y se cubrió con las alas para tratar de protegerse. Intentó responder con un hechizo, pero Jace se anticipó y disipó la magia justo antes de que Gideon golpease al demonio desde otra dirección. Pretendió abalanzarse sobre la elfa, pero Chandra se lo impidió levantando una columna de llamas.
El demonio batió las alas y estampó a Chandra contra la pared, con lo que consiguió una oportunidad para darle una patada a Jace en el abdomen. Gideon atrapó la pierna del demonio con el sural y tiró de ella; Nissa lo ayudó con sus enredaderas y entre ambos consiguieron derribar al enemigo.
Chandra y Gideon se miraron a los ojos mientras ella desataba rápidamente el broquel, y él asintió. Chandra se lo lanzó y Gideon lo colocó hábilmente en el antebrazo, para luego dejarse caer con todo su peso y descargar un potente codazo con el escudo sobre el cráneo del demonio, a la par que Chandra ablandó el metal de su yelmo. Se oyó un sonoro crujido.
El demonio rugió y se levantó de un salto, quitándose a Gideon de encima y con la cabeza tambaleándose ligeramente. Chandra acumuló fuego para derribarlo de nuevo... pero un dolor repentino recorrió sus venas.
―Se acabó ―dijo el demonio entre dientes. El corazón de Chandra bombeó oleadas de agonía, como si su torrente sanguíneo estuviese repleto de agujas.
Jace convocó tres copias de sí mismo y los cuatro magos asaltaron la mente del demonio mientras Gideon embestía contra él. Chandra sintió la mano de la elfa en el brazo y el contacto la alivió e hizo que su corazón recuperase su ritmo natural.
―Prepara un hechizo potente ―susurró la elfa―. Te daremos una señal. ―Y entonces se volvió hacia el demonio y lo asaltó con un remolino de magia viviente.
Entre los múltiples Jaces ilusorios, el poderío físico de Gideon y la incansable magia salvaje de la elfa, el demonio tuvo que concentrarse en defenderse más que en atacar. Se encogía de dolor, se apretaba la cabeza con las garras y utilizaba los codos y las alas para protegerse de los golpes mientras Jace hostigaba su mente.
Con el enemigo ocupado, Chandra conjuró un diminuto ciclón de fuego en el aire. Giró con él y lo hizo crecer, alimentando su fuego y acumulando más y más potencia. Se sumergió en él, se fundió con él y danzó en la espiral de vientos abrasadores como parte de él.
¿Preparada? ―preguntó Jace en su mente.
―¡Preparada! ―advirtió Chandra.
Los demás se apartaron a toda prisa y dejaron al enemigo completamente expuesto. Chandra desató el ciclón con un grito y el fuego arrasó la caverna a su paso, barriendo al demonio y enviándolo por los aires contra la pared.
El hechizo de Chandra se dispersó. El demonio estaba chamuscado y echaba humo; resollaba mientras apoyaba un hombro contra la pared de la caverna. Sus ojos infernales los miraron uno a uno―. Enhorabuena ―dijo―. Os felicito. Habéis elegido agotar vuestras fuerzas para derrotarme y lo habéis conseguido. No obstante, cada segundo que me dedicáis es un instante de sufrimiento para Zendikar. Por tanto, vosotros también habéis sufrido una derrota.
Chandra y los demás se miraron mutuamente.
―Y ahora os haré una promesa ―continuó el demonio con un gruñido grave―. Recorreré cada plano y registraré cada patético mundo hasta que encuentre la forma de aplicar un castigo adecuado a vuestras desgraciadas vidas.
El aire se plegó sobre sí mismo envolviendo al demonio y este desapareció.
Chandra se acercó a los demás. Jace tenía el pelo alborotado como un crío, echando a perder sus aires de misterio. Gideon parecía magullado, pero lucía su habitual sonrisa torcida y realzada por su vello facial.
―Sabía que vendrías ―afirmó.
―Pero si os dije que no lo haría ―respondió ella enarcando una ceja.
―Y aun así, lo sabía ―reiteró Gideon.
―Soy Nissa; es un placer ―se presentó la elfa.
―Chandra ―dijo tendiéndole la mano.
Nissa tomó la mano de Chandra entre las suyas. Tenía unos dedos suaves y sus ojos verdosos parecían profundos como pozos cubiertos de musgo―. Muchas gracias.
Los cuatro oyeron un sonido reverberante, estruendoso y chirriante. Se giraron hacia el pasadizo que conducía a la sala. El enjambre eldrazi, la misma horda que Chandra había alejado de Portal Marino, había entrado en tromba en la caverna, trepando por todas las superficies.
Chandra miró a los engendros y se volvió hacia los demás. Los cuatro asintieron. Y como un único acorde en armonía, cuatro hechizos crepitaron a la vez.

Juramento Guardianes: La Venganza de Ob Nixilis

El plan había funcionado. Juntos, Nissa, Jace, Gideon y el ejército zendikari habían conseguido erigir una gran prisión de edros capaz de atrapar a un titán eldrazi. Hacía apenas unos instantes, Nissa había colocado el último edro en su sitio para encerrar a Ulamog, el monstruo que había devastado su mundo.


Observando junto a Gideon desde una roca flotante, Nissa tenía ante sí el abrumador semblante óseo de Ulamog. La imposibilidad de lo que acababan de conseguir amenazó con hacerle perder el equilibrio, pero los gritos de alegría de los zendikari en tierra firme la mantuvieron en pie.


Durante demasiado tiempo, su mundo había estado a la merced de Ulamog, sumiéndose inexorablemente en la destrucción, como había ocurrido en Bala Ged y Sejiri. Pero ahora, final y casi inconcebiblemente, las tornas habían cambiado. Por fin había llegado el momento de que Zendikar destruyera al invasor. Y Zendikar no mostraría piedad.
―¡Muy bien, empezad a replegaros! ¡Mantened las filas! ―ordenó Gideon a los zendikari mientras descendía por una escalera de cuerda hacia Portal Marino―. ¡Asegurad el perímetro!
Nissa agradeció que Gideon asumiese al mando; la gente estaría a salvo si seguía sus órdenes y, mientras tanto, ella podría centrar su atención en el titán. Sintió un arrebato de expectación. Miró al otro extremo del campo de batalla, hacia Jace. Cuando sus miradas se cruzaron, el mago abrió su mente para ella―. Lo hemos atrapado, como querías ―pensó Nissa―. Ha llegado el momento de destruirlo.
De acuerdo. ¿Cuántos edros quedan enterrados en el acantilado? ―preguntó Jace. Nissa podía sentir la emoción en su voz, incluso comunicándose mentalmente―. Necesitamos uno más; no, mejor dos. Esto va a funcionar, Nissa. Tengo un plan.
Yo también. ―Nissa desenvainó su espada.
Antes de que llegara a ponerse en marcha, Jace desvió su atención hacia el anillo de edros. Había vuelto a superponer su diagrama ilusorio a escala real―. Si conseguimos dos edros más para redirigir el poder que estamos canalizando, creo que podemos destruir al titán sin tener ni que tocarlo. El riesgo es mínimo, relativamente. Solo tenemos que... ―Jace siguió hablando, pero Nissa ya no le prestaba atención. Ella no quería asestar un golpe calculado e impersonal. Lo que quería era hundir su espada en el cuello de Ulamog. Quería destriparlo. Quería acabar con él aquí y ahora. Le había prometido a Jace que no intentaría destruir al titán hasta que lo hubieran atrapado, y ahora lo estaba.
Se giró hacia la tierra del acantilado rocoso y buscó al alma del mundo. La llamó y Ashaya acudió. El elemental surgió con una determinación que Nissa nunca había visto hasta entonces. Con una esperanza que jamás había sentido. Zendikar emergió dispuesto, por fin, a alcanzar la libertad.


Pero entonces, algo se quebró. Como una rama aplastada bajo un pie, Ashaya se resquebrajó y se tambaleó, y partes de ella se desprendieron de su cuerpo. Confundida, Nissa profundizó en la tierra y tiró con más fuerza, pero Ashaya no respondió; sus ramas convulsionaron y temblaron, y todo Zendikar se estremeció con ella.
La roca flotante sobre la que permanecía Nissa osciló, primero despacio y luego más rápido, con violencia. Nissa tropezó y estiró los brazos para mantener el equilibrio. Las sacudidas y los temblores se volvieron tan intensos que parecía como si Zendikar fuera a partirse en pedazos. Entonces, tan repentinamente como habían comenzado, los temblores cesaron. El mundo se calmó y se hizo el silencio.
Sin embargo, Nissa sabía que era una calma engañosa. Podía sentir que algo iba mal, algo había...
Un crujido estruendoso desgarró el silencio. A la derecha de Nissa, el dique y todo lo que había sobre él surgieron como un tsunami. Nissa observó horrorizada cómo los zendikari y los Eldrazi por igual fueron catapultados hacia el cielo y luego se desplomaron contra el duro suelo de piedra, solo para volver a ser arrojados hacia arriba cuando la superficie volvió a encabritarse.
Atónita y fuera de sí, Nissa se volvió hacia Ashaya. Zendikar irradió una oleada de dolor y miedo mientras el elemental se desmoronaba y quedaba reducido a una pila de escombros.
―¡Ashaya! ―Nissa echó a correr hacia su amiga, pero cayó de rodillas cuando una nueva sacudida hizo que el mundo se estremeciera.
El anillo de edros que flotaba sobre el mar se tambaleó tan violentamente como la tierra. Las líneas místicas se tensaron para mantener su formación mientras una sucesión continua de temblores agitaban la bahía. La prisión estaba a punto de venirse abajo. Sin embargo, las sacudidas del mundo no ejercían presión sobre ella. Era al contrario: la prisión inestable era la que ejercía presión sobre el mundo. Por encima de ella, Nissa vio un edro aislado y percibió un poder siniestro surgiendo de él y destruyendo la integridad de las líneas místicas alineadas. Aquel era el problema. Ese edro no tendría que estar allí. ¿De dónde había salido? Angustiada, miró alrededor en busca de Jace.
¡Nissa, vete de ahí! ―La advertencia de Jace acudió a su mente en cuanto prestó atención al mago.
Con un chasquido retumbante, una de las líneas místicas de la prisión se partió. El círculo se había roto. Nissa se quedó de piedra.
¡Huye, Nissa! ¡Corre!
Pero Nissa no huyó. Se lanzó hacia la línea mística quebrada. Aquello no podía suceder. No en aquel momento. Había llegado el momento de Zendikar.
Cuando aterrizó en una roca flotante cercana a la brecha, uno de los edros medio sueltos se inclinó, tensando su último vínculo hasta que este también se partió. Por un instante, la gran roca se balanceó, suspendida por el último vestigio de la conexión mágica que lo había sostenido en su sitio, y luego se precipitó hacia el mar.
La gran salpicadura provocada por el impacto del edro empapó a Nissa, pero no se detuvo más que para limpiarse los ojos. Aquello no podía suceder. Tanteó en busca de la línea mística inconexa, la que había estado unida al edro caído, y proyectó su ser hacia el poderoso maná que la formaba hasta que entró en contacto con ella. En el instante en que lo hizo, una increíble fuente de poder la inundó. Se sentía más fuerte de lo que nunca había sido. Pero eso no importaba. Lo importante era canalizar ese poder. Lo dirigiría a través de ella hacia la otra línea mística inconexa y completaría el círculo roto utilizando su propio cuerpo. Tenía que arreglar la situación.
Buscó la otra línea mística, profundizando en su propia fuente de poder para expandirse hacia la magia de la línea y poniendo todo lo que tenía en un esfuerzo por cerrar el anillo. Un poco más y...
Nissa cayó al suelo de un golpe.
No vio el grueso tentáculo rosáceo hasta después de que la hubiera derribado. Ulamog.
La estructura de la prisión estaba en peligro y eso le había permitido atravesarla.


Los edros del anillo empezaron a oscilar y a desestabilizarse. Las líneas místicas se desplazaron repentinamente fuera de su alcance. Ya no podían contener a Ulamog.
¡No! ―Nissa saltó hacia arriba, impulsándose hacia la liana más próxima, esta vez espada en mano. Tenía la mirada fija en el titán. Aquello no podía suceder. Estuviera atrapado o no, iba a destruir a Ulamog. Había llegado el momento de Zendikar.
Columpiándose de la liana, Nissa dio un tajo a uno de los tentáculos del titán. No le hizo más que un arañazo, pero no le importó. Golpeó otra vez. Y otra. Y entonces el resto del anillo se vino abajo. Uno a uno, los edros se precipitaron hacia el mar. Olas y olas de agua salada salpicaron a Nissa mientras una cacofonía de gritos de terror sonaba de fondo. Liberado de sus ataduras, Ulamog volvía a avanzar hacia Portal Marino.
Nissa gritó de desesperación. Por muy imposible que le hubiera parecido su éxito inicial encerrando a Ulamog, este final le resultó aún más inconcebible.
¿Este final?
¿De verdad había llegado el fin?
Al pensarlo, una sensación de debilidad invadió a Nissa y la dejó sin fuerzas. Lo único que podía hacer era obligar a sus dedos a aferrarse a la liana.
¡Nissa, ¿qué haces?! ¡Aléjate de ahí! ―volvió a apremiarla Jace. Nunca le había oído hablar con tanta desesperación, pero Nissa no podía moverse―. ¡Huye! ―insistió Jace.
Su preocupación no le afectaba. Nissa se quedó mirando las ondas que rompían por debajo de ella. El agua estaría fría si cayese en ella.
La prisión se ha derrumbado, Nissa ―dijo Jace con más calma―. El demonio la ha destruido. Ya no podemos hacer nada, tienes que huir. Por favor...
El demonio... Nissa sacudió la cabeza. ¿El demonio? Entonces lo percibió, sintió la maldad de aquel monstruo. Estaba cerca. Levantó la vista. Allí estaba. Era el demonio al que se había enfrentado en Bala Ged, el que había arrancado de la tierra el Corazón de Khalni y tratado de destruir Zendikar. Había regresado.


De repente todo cobró sentido. El poder siniestro que había sentido era el suyo; él era la causa del desastre. Su edro fue lo que desestabilizó la prisión e hizo temblar la tierra. Él provocó todo aquello. Y ahora se disponía a lanzar un hechizo, un conjuro tan antiguo y poderoso que Nissa no reconoció nada más que un atisbo de él y su completa y devoradora oscuridad. Mientras pronunciaba el hechizo, toda la tierra de Zendikar gritó de dolor.
―¡Levántate! ―rugió el demonio.
Y algo se levantó.
Nissa se giró y vio dos siluetas negras, relucientes e imposiblemente grandes atravesando el suelo. Incluso antes de que el resto del monstruo emergiera de la superficie, Nissa supo que tenía ante sí a un segundo titán. Kozilek. El demonio había llamado a otro horror para que arruinara su mundo.

Levantó la vista hacia el demonio y vio que le sonreía desde lo alto. Sonreía.
Nissa se estremeció, asqueada, y en ese momento algo brotó en su interior. Era una parte de ella que existía desde hacía mucho tiempo, un pedazo de ella misma que había intentado moderar e incluso olvidar. Había poder en esa parte de ella, y ahora ese poder corría por sus venas. Era parecido a la sensación de poder que le habían transmitido las líneas místicas, pero esta vez podría quedárselo todo para sí. Se sintió bien. Sus fuerzas regresaron multiplicadas por diez y trepó la liana impulsándose con una mano detrás de la otra hasta que se encaramó a la roca flotante de la que colgaba.
Permaneció de pie mirando al demonio. Sabía que debería alejarse de él. Sabía que debería huir... o enfrentarse a los titanes, o ayudar a la gente, o hacer cualquier otra cosa excepto lo que pretendía hacer. Pero si hiciese cualquiera de esas cosas, ¿de qué serviría? ¿Sus actos marcarían alguna diferencia? ¿Acaso quedaba esperanza, una última posibilidad de salvar Zendikar?
Si le diera la espalda al demonio, tendría que responder a esas preguntas, así que no lo hizo. En vez de eso, centró su atención en él, en la desgracia visual que había arrebatado a su mundo la última posibilidad de sobrevivir. Por ese motivo, y por todo lo demás, acabaría con él.
Bajó de un salto al dique inestable y echó a correr hacia el demonio con la espada dispuesta, preparada para atacar. Había cometido el error de no asegurarse de haber puesto fin a su vida la última vez que se enfrentaron. No volvería a repetirse.
Cuando Kozilek resurgió, el dique convulsionó, las aguas se agitaron, la tierra tembló y los zendikari gritaron. Sin embargo, todo eso permaneció fuera de la atención de Nissa, más allá de la ira que la impulsaba. Solo podía ver al horrible demonio y su única certeza era que ese monstruo iba a morir.


Mientras se abría camino hacia el demonio alado entre las oleadas de engendros y las rocas que se desplomaban, Nissa percibió vagamente la influencia de Kozilek en los alrededores. Ya la había presenciado en otra ocasión en el pasado, cuando su progenie era más numerosa en el mundo. No se había preocupado mucho por el caos deformador hacía años, ni prestó atención a los efectos confusos y enredados que Kozilek provocaba sobre las líneas místicas en ese momento. Los patrones constantes que tendrían que cubrir el mundo se alteraron y se rompieron. Todo se había distorsionado. Cada paso que daba requería un esfuerzo para obligar a sus pies a que entrasen en contacto con el suelo, a que ignorasen la disección de la realidad, a que compensasen las alteraciones gravitatorias. A pesar de las dificultades, siguió adelante. Nada podría detenerla.
Y entonces la tierra estalló enfrente de ella. Kozilek estampó un brazo contra el dique y su enorme puño aplastó la roca y derribó el Faro. El impacto lanzó a Nissa por los aires junto con restos de la presa y un centenar de otros zendikari. El mundo se volvió del revés mientras Nissa permaneció en suspensión momentáneamente. El tiempo se detuvo y una corrupción negra e iridiscente se cristalizó en los trozos de roca blanca y los rostros de la gente de los alrededores. Nissa se sintió como si estuviese atrapada en un estanque congelado, ahogada por la presión del hielo que la envolvía.
De repente, el tiempo volvió a transcurrir y la gravedad duplicó o incluso triplicó su fuerza, empujando a Nissa hacia el dique desmoronado a tal velocidad que ni siquiera notó la fricción del aire. Intentó levantarse, pero parecía que se estaba hundiendo en arenas movedizas. El entorno había adoptado formas angulosas y patrones geométricos que representaban una realidad antinatural. Nissa pestañeó, pero no podía ver las cosas con más claridad. Todo le parecía idéntico: ya no conseguía distinguir el dique, el mar y el demonio.
Había caído en el campo de distorsión de Kozilek. Trastabilló, insegura de hacia dónde la conduciría su próximo paso, de dónde estaba ni de adónde se dirigía. Insegura de si tan siquiera seguía viva. ¿Habría llegado ya el final?
No. ¡No! Aquello no era el fin. No podía serlo. No hasta que acabase con él. El demonio era una mancha en su mundo perfecto. La necesidad de borrarlo de la faz de Zendikar la ayudó a seguir adelante. Se obligó a avanzar paso a paso, respiración a respiración, hasta que por fin salió del alcance de la distorsión.
Una vez libre, Nissa corrió por el extremo de roca blanca del dique y subió por el acantilado, directa hacia el demonio. Se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo, apuntándole al cuello con la espada.
―Me alegro de verte así. ―Todavía la miraba con aquella sonrisa repugnante―. Por fin estás dispuesta a ganar. A hacer lo que sea necesario.
―¡Calla! ―La bilis subió por la garganta de Nissa cuando hizo descender la hoja.
Sin embargo, el demonio la esquivó con un movimiento ágil y se liberó, levantando el vuelo a la par que enviaba una oleada de su magia drenadora de esencia contra Nissa. El hechizo la alcanzó antes de que pudiera ponerse en pie y absorbió la vida directamente de sus venas, bebiendo del odio que la alimentaba.
Nissa gritó, entró en contacto con la tierra y levantó una tromba de tierra contra el demonio. Sin embargo, no lo alcanzó; la tierra giró en el aire y volvió a caer sobre ella, siguiendo unas líneas místicas tejidas y retorcidas de forma imposible.
Nissa rodó para esquivarlas y se arrastró por el suelo bajo la lluvia de escombros, de restos de tierra negra y alterada, antinatural y atormentada. Presa del pánico, Nissa vio que cuatro engendros del linaje de Kozilek se interpusieron entre el demonio y ella. ¿Acaso los había convocado él?
―Lamentablemente, debo dar prioridad a mis planes ―dijo el demonio―. Zendikar caerá. ―Asintió ligeramente y los engendros cercaron a Nissa, levantando trozos de roca alrededor de ella―. Y luego morirá.


Un dolor agudo se apoderó de Nissa y la hizo gritar de agonía. Aunque no pretendía hacerlo, su grito alertó a Ashaya. Sintió que Zendikar se preocupaba por ella y que la tierra empezaba a levantarse a su alrededor. El mundo acudía en su ayuda, pero al hacerlo se volvía retorcido, roto y corrupto. Se arruinaba.
"No". Nissa no podía permitirlo. Rechazó al alma de Zendikar. La empujó para alejarla de la distorsión, de la ruina, de ella misma. "¡Márchate!".
Ashaya no quería irse. El mundo se negaba a abandonarla, pero Nissa la obligó a alejarse. Ninguna de las dos podía hacer nada más.
Cuando dejó de resistir, sintió que su última pizca de esperanza se convirtió en miedo bajo la influencia de los engendros de Kozilek. Sus instintos se agitaron. La tierra, las líneas místicas y la vida del mundo se volvieron tan retorcidas y distorsionadas que dejaron de existir.
Mientras el demonio reía, los últimos restos de realidad de Nissa se descompusieron.

Me eché a reír al ver el semblante confuso de la elfa y cómo su realidad se descomponía ante ella. No pude evitarlo. Me pareció divertido, sobre todo su mirada.
―Ay, pequeña elfa... ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que si me hubieras dejado terminar mi obra, me habría marchado de tu mundo cuando recuperase mi chispa. No te elegí como enemiga, pero ahora me siento obligado a ser el enemigo que te mereces. La distorsión de Kozilek te permitirá vivir las últimas horas de Zendikar como si se prolongasen durante un millar de años. Sufrirás como yo sufrí. Normalmente no reparo en este tipo de detalles dramáticos, pero te has ganado esta excepción.
Los engendros de Kozilek rodearon a la elfa y cortaron el espacio de forma que ninguna línea mística llegase hasta ella, cuales arañas tejiendo una red de realidad quebrada. La separaron de Zendikar. Estaba indefensa.
Mi mente se esforzó en dirigir a los engendros. Era posible, aunque sabía que caminaba por el borde del precipicio. Con el titán tan cerca, me arriesgaba a caer en la locura o algo peor. Aun así, mientras no les ordenase hacer nada a lo que el titán se opusiera, supuse que no le importaría que tomase prestados a unos pocos súbditos para librarme de un insecto que pretendía frustrar su obra. Levanté el vuelo para inspeccionar el resto del campo de batalla. Se había convertido en una desbandada. Glorioso.
Había llegado el momento de irme para no volver jamás.
Eso iba a hacer, pero después de asegurarme de que ningún superviviente huyera de Portal Marino, por supuesto.
En realidad, eso carecía de importancia. Lo más conveniente sería irme para no volver jamás.
Vaya, vaya. Alguien se había metido en mi cabeza. Ni hablar. Los telépatas son aborrecibles. Ya había tenido demasiadas experiencias con gente que intentó inculcar ideas ajenas en mi cabeza.
Capté una huella que me indicó el lugar aproximado donde se encontraba el intruso, oculto entre los soldados que huían. Me precipité hacia el suelo como un cometa y el impacto salpicó a los zendikari con la tierra cenagosa y empapada por el océano. Un muchacho vestido de azul se mantuvo en pie, ileso pero sorprendido, y se dividió por acto reflejo en decenas de imágenes ilusorias. Como truco, no estaba mal.


Susurré una palabra: el nombre más auténtico para el dolor que jamás había aprendido. La agonía reinó en una esfera crepitante que surgió de mí. Me afectó tanto como a él, pero el dolor no me resultaba tan desconocido como al muchacho. Todas las imágenes se doblaron de dolor, pero solo una de ellas lo sentía de verdad. Distinguir al auténtico telépata fue de lo más sencillo. Sonreí de satisfacción cuando arremetí contra él, pero me estremecí cuando nuestras miradas se cruzaron.
Aquellos ojos me atravesaron como una lanza. Una vez descartadas las sutilezas, mi adversario asaltó mis sentidos lo más fuerte que pudo, pero eso solo significó que mi puño le partió el pómulo en vez de arrancarle la cabeza, como pretendía. Salió rodando por los suelos y quedó reducido a una pila de harapos cubiertos de barro. Me acerqué a él para romperle el cuello y terminar la faena.
Algo apresó una de mis alas por la espalda y me alejó del telépata, desgarrando el ala en el proceso. Caí al suelo con fuerza y levanté la vista para ver a mi nuevo adversario. Aunque podría haber descargado un segundo golpe sin darme tiempo a reaccionar, esperó. Era alto, corpulento, con la mandíbula cuadrada y una mirada decidida. Un mozo con buen porte según la mayoría de estándares. Me reí por lo bajo mientras lo evaluaba. Estaba dispuesto a atacarme por la espalda para salvar a su amigo, pero no a ganar así un combate. Me cayó bien inmediatamente. Estaba ante un héroe.
―Ob Nixilis ―me presenté con una ligera inclinación de cabeza―. Es un placer. Y ahora te pediría que hagas el favor de hacerte a un lado e irte a casa. Tienes aspecto de general, de modo que sabrás reconocer que habéis perdido esta guerra. ¿Estas defensas eran obra tuya? Reconozco que estoy impresionado. Me encantaría concederte la revancha en otro momento. Escoge el mundo y las condiciones, mas por ahora...
Me interrumpió con una cuchillada de su... cosa... metálica... y cuádruple. ¿De verdad blandía un sural? Hacía siglos que no veía uno, y jamás en Zendikar. Los especialistas en esa arma tienden a ser extremadamente hábiles o graciosamente efímeros. Me aparté a un lado para esquivar el molesto ataque.


―Esta gente está bajo mi protección, demonio. Ríndete o acabaré contigo. ―Sonaba muy convencido de sus posibilidades.
―Cuán decepcionante. En mi época, disculpa la expresión, estas disputas se trataban de forma civilizada. Supongo que los Planeswalkers ya no son lo que eran. Para empezar, ahora mueren con mucha más facilidad. ―Extendí una palma hacia él y liberé un torrente continuo de enervación pura.
Sin embargo, el mozo aguantó el tipo con una irritante sonrisa de superioridad y un brillo dorado que cubrió su cuerpo. ¡Podía volverse invulnerable! Aquel lance prometía ser más interesante de lo que esperaba.
―Pero no con tanta ― se burló antes de arremeter contra mí lanzando amplios tajos. Cargó con dureza, pero sin acortar demasiado las distancias: tenía el alcance de su parte y no iba a darme la oportunidad de acercarme para apresarlo. Lo mantuve a raya con más explosiones de energía; las evitó casi todas, pero algunas lo alcanzaron, aunque siempre consiguió protegerse con aquel brillo dorado. Consideración táctica: sus defensas exigían concentración. Aun así, se desenvolvía con habilidad y fluidez e interponía su escudo a la perfección entre ataque y ataque, por lo que no me no me ofrecía ninguna oportunidad. En más de una ocasión bloqueé sus cuchilladas con los antebrazos, pero las heridas eran superficiales y sanaban rápidamente. Me mantuvo a la defensiva y no mordió el anzuelo con ninguna de mis fintas. Luchamos hasta volver a una posición neutral y el mozo consiguió interponerse entre el telépata y yo.
―Peleas bien, pero no puedes hacerme daño ni permitiré que dañes a nadie más. Lucho por Zendikar, demonio. ―Su voz sonaba muy decidida, pero percibí atisbos de duda asomando en su rostro. Eso es siempre lo primero.
Nixilis ―lo corregí―. ¿Y te refieres... a esta gente? ―Con indiferencia, lancé un rayo de energía hacia un grupo de rezagados y heridos. Seis muertos. Se inclinó como para reanudar la ofensiva, pero no renunció a su posición para defender al telépata―. ¿O te refieres a él? Vaya, amigo mío, el telépata te ha caído en gracia, ¿no es así? Por esto siempre hay que matar a los telépatas primero. ¿Cómo puedes estar seguro de que lo proteges por decisión propia? ¿Hasta qué punto confías en que no haya hurgado un poco en tu cabeza?
Sus ojos giraron hacia un lado (hacia el telépata) por un momento. Ese instante fue todo lo que hizo falta para abrir un resquicio en sus defensas. En ese diminuto instante me lancé sobre él, y durante esa minúscula fracción de segundo, su peso se cargó en el pie atrasado.
En una batalla existen momentos como este, en los que el tiempo se detiene; donde el deleite de combatir se impone a los sentidos y al transcurso del tiempo. Lanzó un golpe contra mí mientras se agachaba para asumir una postura de luchador, pero el ataque fue elevado y amplio. Cuando nuestros ojos se encontraron, distinguí el mismo deleite en su rostro: luchar le apasionaba tanto como a mí. Magnífico. De lo contrario me habría decepcionado.
Se agachó para anticiparse a mi acometida, pero estaba preparado para su respuesta; intentó barrer mi pierna, pero pasé por encima de él batiendo mi ala intacta y le lancé un zarpazo con una mano. Su escudo desvió el golpe, pero el impacto le hizo retroceder medio metro más de lo que esperaba y se acercó con una embestida explosiva. Tuve un instante para prepararme y agacharme. Mi peso y mi fuerza eran superiores, pero él se movía más rápido y su centro de gravedad era más bajo. No conocía exactamente su estilo de lucha, pero me había enfrentado a suficientes adversarios similares como para anticiparme a lo que intentaría hacer.
Le ofrecí un blanco y fue a por él. Apresó mi rodilla con las piernas y comenzó a presionarla: un derribo y una llave ejecutados a la perfección. Yo pesaba más que él, pero sería capaz de romperme la rodilla en cuestión de segundos.
Aproveché dichos segundos para hacerme con el control de su brazo derecho, apresándolo detrás de mi cuello mientras forcejeábamos. Rodamos por el barro, la sangre, la salmuera, el icor y cosas peores, tratando de dominarnos el uno al otro... Y él fue el más hábil de los dos. La rodilla crujió y una sacudida tremenda recorrió mi cuerpo. El problema para él, sin embargo, era que contaba con que eso pusiese fin al combate, cuando una fractura de rodilla en realidad no era más que la tercera peor sensación que había experimentado en la última hora.
Utilicé mi pierna intacta y mi peso superior para inmovilizarlo. Apretó los dientes, con el rostro salpicado del mismo barro que me cubría, que nos cubría a todos, que cubría este mundo miserable y condenado. Canalizó su poder para impedir que le rompiese el hombro. Pero era mío. Era mío y él lo sabía.


―¿Luchas por Zendikar? ¿Por este estercolero maltrecho? ¡Pues mira cómo te lo recompensa! ―Le hundí la cabeza con fuerza en el agua embarrada. Se debatió, se revolvió, escupió y tosió mientras trataba de liberarse. Pude sentir su desesperación y su miedo mientras las manos resbalaban en el fango.
Mientras me golpeaba inútilmente.
Mientras empezaba a ahogarse.
La invulnerabilidad no fue rival para ocho centímetros de agua turbia.
―¡Esto es Zendikar! ¡Sufrimiento, desechos e inmundicia! ¡Esto es Zendikar! Convulsionó una vez más y su cuerpo se quedó sin fuerzas.
Lo sostuve así un segundo más, hasta que lo solté y lo puse boca arriba con un chapoteo.
―Esto es Zendikar ―susurré―. Y tu batalla ha terminado.

Crónicas de Zendikar: A Cualquier Precio

Ob Nixilis tiene un mal día.
Las cosas le iban muy bien hasta hacía poco. Se había hecho con el poder del Corazón de Khalni, que había cambiado de ubicación, y gracias a él había forjado un vínculo con el maná salvaje de Zendikar. Por fin estaba preparado para utilizar la red de edros de Zendikar y recuperar su chispa de Planeswalker... Y entonces ocurrió un desastre, provocado por la llegada de la elfa Nissa Revane.
Nissa arrebató el Corazón de Khalni al demonio que ansiaba convertirse en Planeswalker, restableció su propio vínculo con Zendikar y derrumbó toneladas de roca y tierra sobre Ob Nixilis.
Aquello supuso un contratiempo, pero Ob Nixilis no había llegado tan lejos rindiéndose ante las adversidades.


El dolor...
El dolor era un destino moderadamente mejor que caer en la nada, como supuse que me acontecería. El dolor solo podía significar una cosa.
La elfa me había dejado con vida.
Me eché a reír. A decir verdad, no podía hacer nada más. Tenía el cuerpo fracturado por una docena de sitios tras el derrumbamiento de la caverna; estaba completamente atrapado. La risa hizo que unos ataques de agonía recorrieran mis nervios y utilicé el dolor para diagnosticar la gravedad de mis heridas. Eran considerables, pero me recuperaría.
Podía respirar, lo cual me pareció un buen comienzo. Eran respiraciones cortas y dolorosas, con rocas y arena ejerciendo presión sobre mí, pero podía inspirar suficiente aire como para mantenerme consciente. Deduje que no me encontraba muy lejos de la superficie. O tal vez estuviera cerca de una burbuja de aire que no tardaría en agotarse. Ninguna de esas posibilidades resultaba especialmente alentadora. Pero seguía vivo.
Una derrota, en caso de sobrevivir a ella, debe convertirse en un proceso de reflexión. La arrogancia inmerecida había supuesto la muerte de incontables aspirantes a señores de la guerra. ¿Cuántos habían sucumbido a lo largo de los milenios por mostrarse soberbios ante mí? Esta vez fui yo quien acababa de sufrir una derrota aplastante; enterrado vivo, decidí no desperdiciar la oportunidad que me habían dado.
Mi plan era plausible: sincronizar una red de edros con el Corazón de Khalni y utilizarlo para canalizar por mi cuerpo la energía planar que necesitaba para reavivar mi chispa. Cabía la posibilidad razonable de que muriese en el intento, sí, pero hacía mucho tiempo que eso ya no me preocupaba. Y sí, sabía que ser un Planeswalker no significaba lo mismo desde hacía algunas décadas. Aquello despertaba mi interés, en realidad. Un sinfín de planos habían perdido a sus guardianes y campeones cuasi divinos. ¡La Reparación debía de haber sembrado el caos en el Multiverso! Un caos que tiene que ser sofocado, un caos que alguien tiene que subyugar. Y yo soy la persona perfecta para lograrlo.
Mi plan era plausible, pero fracasó. No había tenido muy en cuenta la posibilidad de que Nahiri no fuese la única Planeswalker dispuesta a salvar este mundo tan horrible. Estaba preparado para enfrentarme a ella, pero admito que no había previsto que una demente elfa joraga capaz de extraer fuerzas del corazón de un plano moribundo fuese a aparecer apenas horas antes de completar el ritual, a truncar todo un siglo de planificación y a sepultarme vivo.


Recordar los acontecimientos me irritó.
A pesar de todo, mi mayor preocupación era otra: mis tropas estaban acorraladas en el mismo valle, por así decirlo. No sabía cuánto tiempo tardarían los Eldrazi en destruir Zendikar, e incluso sacando partido de lo que había aprendido hasta entonces, no disponía de otro medio siglo para volver a crear mi obra. Al ritmo al que se desarrollaban las cosas, el plano quedaría irreparablemente dañado en menos de un año. Por no mencionar que en Zendikar no quedaban más fuentes de poder como el Corazón de Khalni. Bueno, había una, pero ni siquiera yo estaba tan desesperado. Todavía no.
Repasé mis alternativas. Primera opción: tratar de repetir mi obra. Inconveniente: los Eldrazi seguramente destruirían el plano, y a mí con él, mucho antes de que pudiera llevar a cabo mi plan. Podría tener un golpe de suerte y toparme con otra fuente de poder, pero solo los necios urden planes que dependen de la suerte, y yo no estaba dispuesto a empezar a hacerlo.
Segunda opción: ir tras la elfa y recuperar el Corazón. Inconveniente: en mi estado actual, era muy improbable que derrotase a una Planeswalker, sobre todo si podía recurrir al poder del Corazón, y más aún si ya me había derrotado cuando estaba en plenas facultades. No hay honor ni dignidad en cargar inútilmente contra un enemigo superior, aunque les dijera lo contrario a algunos generales para alentarlos a que siguiesen la estrategia que más me convenía en ese momento.
Tercera opción: colaborar con un poder superior. Nunca es mi primera opción, pero a veces no queda otro remedio. Había estudiado a los Eldrazi casi tan minuciosamente como a los edros. Aunque no se podía negociar con ellos, sabía que estaban dispuestos a obrar a través de sus subordinados (el viejo Kalitas lo había aprendido por las malas) y disfrutaría ayudándolos a reducir a polvo este mundo y ponerle fin. Pero ¿qué ocurriría después? Los Eldrazi no conocen la gratitud ni la retribución; les resultaría imposible concebir que mi colaboración merecería una recompensa. Una victoria pírrica no es más que el tipo de derrota más fácil de encajar.


Tiempo... Lo que necesitaba era más tiempo.
Entonces encontré la solución... y me eché a reír de nuevo. Era tan desternillante que me olvidé del dolor. Reí y reí hasta que unas lágrimas ardientes brotaron de mis ojos. Incluso después de tantos siglos, la ironía sigue pareciéndome de lo más divertida. Había exactamente una forma de conseguir el tiempo necesario para volver a llevar a cabo mi plan.
Iba a tener que salvar Zendikar.


Pero lo primero era lo primero: estaba sepultado bajo tierra. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. No me había recuperado, ni mucho menos, pero cuando se avecina el fin del mundo, a veces tienes que ignorar algunas molestias. Profundicé en la tierra que me rodeaba y traté de extinguir la vida cercana para extraer su energía; era una magia sencilla y, en cierto modo, una de mis especialidades. Sin embargo... no encontré nada. Estaba en Bala Ged, una región donde Ulamog lo había consumido todo. No había ni siquiera un insecto, un gusano o una brizna de hierba de la que extraer fuerzas. Esta vez, la ironía no me resultó tan divertida. Me debatí durante horas hasta que las rocas que me retenían por fin comenzaron a ceder. Mientras luchaba por liberarme, imaginé un millar de formas placenteras de poner fin a la miserable existencia de la elfa. Tardé días en salir a la superficie. Se me habían ocurrido unas cuantas ideas muy prometedoras.
El siguiente paso fue recuperar lo que pude de mi red de edros. Un puñado de ellos me bastaría para construir una "brújula" de líneas místicas, con la que podría percibir cómo estaba distribuida la energía en lo que quedaba del plano. Si se estaba librando una batalla por defender Zendikar, la elfa estaría inmersa en ella, utilizando el poder del Corazón de Khalni, y eso me permitiría seguir su rastro.
El trabajo avanzó despacio y eso me dio mucho tiempo para pensar. Los engendros de Ulamog formaban una fuerza implacable e inconsciente, y las monstruosidades que los comandaban poseían un poder abrumador como muy pocos de los que había visto. Me pareció que la mejor alternativa era aprovechar el aspecto inconsciente de su naturaleza. Lo único que necesitaba para tener una oportunidad de atacar al Eldrazi principal eran unas tropas coordinadas con una fuerza suficiente y un instinto de autopreservación deficiente. Seguro que los zendikari ya habían reunido un ejército así, aunque no tenía intención de liderarlo. Los titanes habían estado atrapados durante muchísimo tiempo y sería posible volver a encerrarlos; no necesitaba destruirlos ni incapacitarlos para siempre. Antes al contrario: estaba más que encantado de permitir que los monstruos se dieran el festín que se merecían, pero no tenía intención de ser su postre.
Había dedicado bastante tiempo a estudiar qué me había hecho Nahiri exactamente. Ahora iba a hacer eso mismo con Ulamog: utilizar un edro para atrapar a una amenaza extraplanar y salvar Zendikar. Me pregunté si Nahiri se alegraría por ello o si se sentiría ofendida al verme haciendo su trabajo. Las dos posibilidades me parecieron de lo más divertidas.

Pasé más de un día escarbando entre el polvo hasta que encontré lo que buscaba: un edro del tamaño de mi cabeza, con grabados intrincados y rebosante de poder. Era la piedra angular de la red que había construido, el edro adecuado para atrapar a Ulamog y reducir su poder. Volví a contemplarlo con cierta admiración; mi odio por Nahiri no impedía que reconociese su talento. Había creado unos artefactos con un poder inmenso y capaces de sobrevivir durante milenios o incluso más. Si Nahiri no había regresado a Zendikar para retrasar su destrucción, lo más probable era que estuviese muerta. Lo cierto es que me entristecí un poco al pensar que jamás tendría la oportunidad de enfrentarme a ella de nuevo.
En fin... Ya había tenido suficientes sensiblerías para toda una década. O más bien para el resto de mi vida.
Transmití un pulso de magia a través de los dos edros principales de mi red y ambos flotaron sobre la arena, girando despacio hasta alinearse. Una vez terminado, activé la piedra angular y la desplacé lentamente alrededor de ellos, sintiendo la presión y los tirones de energía que emitían las piedras. La litomancia era un arte sutil y, aunque sabía que solo la dominaba de forma rudimentaria, me ofrecía una versatilidad que nunca había tenido. La función básica de un edro es redirigir la energía... Pero esa función tan sencilla puede utilizarse para fortalecer, invocar, encerrar o destruir.


Una imagen con peso, gravedad y distancia cobró forma en mi mente y mi cuerpo, y me esforcé por interpretarla. La ubicación de la elfa fue fácil de distinguir: gracias al poder del Corazón, destacaba como un astro. Sin embargo, había algo más, una canalización de maná que me pareció aborrecible y conocida. Estaban cerca; fuese lo que fuese, probablemente se tratara del lugar donde los zendikari pretendían librar la batalla final. Aquello era Tazeem. Portal Marino, si la memoria no me fallaba. Hermoso lugar para una masacre.
Desplegué mis alas.
Eran en verdad maravillosas, pero apenas había hecho uso de ellas. Hicieron el viaje ligeramente más soportable y me facilitaron mucho el desplazamiento entre continentes. Los cielos sabían a libertad, pero también fueron un recordatorio amargo de lo que había perdido. La libertad de los cielos era una mota de polvo comparada con la libertad que antaño me ofrecía el Multiverso. Por otra parte, es raro ver a un demonio viajando en barco, y resulta que hay muy buenos motivos para ello.
Sobrevolé las costas y evité el mar abierto, salvo cuando fue necesario para llegar a Tazeem. Apenas había vida en los cielos. Con ojo avizor, se podían divisar algunos engendros flotantes de Ulamog, pero no sentían interés por mí, ni yo por ellos. Los pájaros escaseaban. Los ángeles, por suerte, habían desaparecido casi por completo.
Cuando los Eldrazi resurgieron, los ángeles lucharon. Pobrecitos. Siendo justo, no eran malos estrategas, pero partían de la premisa equivocada de que podían ganar aquella batalla. Los ángeles lucharon y, en su mayoría, murieron. Muy de vez en cuando, también se veían engendros de Emrakul flotando en solitario y haciendo lo que hacían sus engendros. Aun así, los cielos estaban prácticamente a mi disposición. Un panorama despejado, un sol brillante y nubes que vagaban despacio con el viento. Y todo aquello me parecía un lastre, una prisión: aquel horizonte lejano era una pesadilla claustrofóbica. Pero aquel horizonte no tardaría en desaparecer. Y de una forma u otra, yo también lo haría.


Mientras recorría los kilómetros que me separaban de Portal Marino, vi claramente que me dirigía hacia el lugar adecuado. Por una parte había un yermo interminable: el mismísimo Ulamog no había dejado más que silencio y polvo a su paso. Por el otro lado había una maltrecha caravana de suministros que intentaba llegar a Tazeem. Eran refugiados y guerreros (aunque resultaba casi imposible distinguirlos) que se dirigían en masa hacia Portal Marino; la batalla final por Zendikar ya había comenzado.
La sinfonía de la batalla se oía a kilómetros de distancia. Qué deleite. Sin embargo, aquello no era nada comparado con lo que vi cuando coroné el desfiladero cercano.


Ejércitos entrechocando, miles de engendros y zendikari muriendo y, por encima de todo aquello, Ulamog. Atrapado.
En una inmensa red de edros.
Tardé unos segundos en asimilarlo. No pude evitar sonreír. La red era enorme. Los zendikari habían conseguido por la fuerza bruta lo que yo había tardado décadas en completar de forma cuidadosa y sutil. Habían utilizado una estructura de edros gigantescos para utilizar la energía de todo el plano; básicamente, lo que yo había hecho con el Corazón de Khalni era un modelo a escala de lo que ellos habían construido. El alineamiento era tosco, obra de un inexperto (incluso para un principiante como yo), pero era estable.
Solo los necios urden planes que dependen de la suerte, pero más necios son quienes no la aprovechan. Mi primera opción volvía a estar sobre la mesa.
Encontré un lugar con buenas vistas para estudiar la red y desplacé amablemente a los vigías kor que estaban apostados allí. La red tenía dificultades para contener a Ulamog, pero el titán comenzaba a debilitarse. Aquello me impresionó. Los zendikari tal vez fuesen capaces de acabar con él. Un aplauso por su esfuerzo y su ingenio. No obstante, había llegado el momento de frustrar ligeramente aquel plan.


Me elevé por encima del campo de batalla. Los kor que volaban en sus velacometas me divisaron, pero no se encararon conmigo; estaban concentrados en rechazar a los engendros voladores y transmitir información a las tropas terrestres. El edro que serviría como piedra angular flotaba detrás de mí y empezaba a reaccionar a la increíble energía de la red. Sus runas emitían una luz violeta, intensificada por el flujo de las líneas místicas. Le ordené situarse en su sitio y lo fijé en un punto armónico por encima del centro exacto del anillo. Entonces comenzó a girar y a formar un vórtice de energía que liberó una descarga eléctrica por todo mi cuerpo. Me tambaleé en el aire por unos instantes; tenía el pulso acelerado y apenas podía respirar.
Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. Muchísimo tiempo.
Pronuncié tres palabras.
En aquel momento, todo comenzó de nuevo.
La energía abrumó mis sentidos: mi vista se tornó blanca y mi cuerpo perdió la sensibilidad. El poder ardió en mí como un torrente de agonía y perfección, y en lo profundo de mi interior, primero como un destello y luego como una llama abrasadora... mi chispa regresó.
¡El Multiverso volvía a extenderse ante mí! Noté la presencia de los mundos, de innumerables planos conocidos y nuevos, dispersos en un lienzo infinito de realidades. Los sentí como puntos de luz, promesas de poder en la lejanía. El sueño que había alimentado durante milenios por fin se había cumplido. ¡Al fin podía abandonar este plano aborrecible! Empecé a desvanecerme; quería estar en cualquier parte menos aquí...
No. No había terminado mi propósito en Zendikar. Todavía no.
Me arranqué de la corriente de maná, con el poder fluyendo a través de mí. Con un simple chasquido de los dedos, uno de los edros de la estructura se desencajó de su sitio. La fuerza de las líneas místicas lo mantuvo en su lugar por unos instantes, pero entonces, muy muy despacio, cayó hacia el mar. Hubo gritos de terror e incredulidad; Ulamog se agitó violentamente y el resto de la red se desmoronó. Entonces, muy por debajo de mí, por fin la divisé. La pequeña elfa. Tenía que saber lo que ocurría, tenía que sentirlo en los huesos. Sí. Aquí arriba. Levantó la vista y su rostro se tornó en una mezcla de conmoción y desesperación total. Fue un buen comienzo. Pero aún no me di por satisfecho.
Una a una, sentí que recuperaba mis conexiones con los mundos que había conquistado en el pasado. No con todos, pero serían suficientes. Había transcurrido mucho tiempo. Descargué un inmenso rayo aniquilador sobre los ejércitos en tierra, cortando su retirada y forzándolos a regresar a la trayectoria de Ulamog. Los zendikari morían a cientos cada segundo que pasaba y saboreé todas las vidas que se apagaban, crujientes, jugosas y dulces.
Un atisbo de orden se formó entre las filas. Un puñado de Planeswalkers trataba desesperadamente de organizar una retirada, aunque no hubiera ningún sitio al que huir. Con la mente ebria de poder, sentí el impulso de abalanzarme sobre ellos y aniquilarlos. Habría podido hacerlo, pero me contuve. Todavía no. Todavía no.
Antes tenía que hacer otra cosa.
En las profundidades de la tierra, el ser ya comenzaba a despertar. Le susurré, haciendo caso omiso de la distancia. No me atreví a proyectar mi mente hacia él, ya que la realidad retrocedía y se distorsionaba con solo enviar mis pensamientos. Pero el poder estaba allí, y el poder habló con el poder. No tenía consciencia de ningún tipo que yo pudiera describir, pero tenía voluntad, y aquella voluntad no quería nada más que recibir un propósito.


Me eché a reír. Nunca había sentido una alegría como aquella, jamás. Nunca había conocido un triunfo ni una gloria como las de ese momento. Los seres poderosos... ¡Los seres poderosos desean que los convoquen! Con mi chispa reavivada, aquello era lo más fácil del mundo.
Una palabra más. Lo único que faltaba era una palabra más. Y el mundo tembló cuando la pronuncié. La perdición de Zendikar por fin había llegado.
Sentí su presencia en el sur y la aferré. La desperté completamente con la fuerza desatada de mi voluntad. Mi palabra sería la sentencia final de este miserable plano, y la grité desde lo más profundo de mi alma.
―¡Levántate!