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Amonkhet: Hora de la Devastación

Los Guardianes, encolerizados por la creciente destrucción de Amonkhet, se enfrentan a Nicol Bolas para castigarlo por todas sus atrocidades a lo largo del Multiverso. Sin embargo, el dragón tiene sus propios planes.


Nicol Bolas descendió planeando hacia los héroes, deseoso de matar a alguien aquel día.
Se deleitaría con muertes, gritos y sangre, o quizá con algo mejor.
No esperaba conseguir ambas cosas. Uno no puede tenerlo todo, ni siquiera Nicol Bolas. No era avaricioso. La avaricia implica querer algo que no mereces.
Todo lo que él deseaba era completamente merecido.
Varias décadas atrás había visitado el plano de Amonkhet, un mundo atrasado, supersticioso y maldito que no interesaba a nadie importante, a nadie que prestara atención. Había hecho sus preparativos, capas y capas de ellos. Un puñado de vidas miserables, que no habrían tardado mucho en terminar de todos modos, simplemente habían tocado a su fin un poco antes y con una pizca más de violencia.
En circunstancias normales, el esfuerzo casi no habría merecido la pena. Sin embargo... Varias décadas no eran más que un pestañeo cuando aún gozaba de su pleno poder, cuando podía hacer uso de la divinidad que le correspondía. Pero tal como era ahora, apenas la sombra de la sombra de un dios, aquellas décadas habían parecido una eternidad.
Rumiar acerca de todo lo que había perdido avivó la ascua de odio que ardía en su pecho. Sentir la llama creciente le pareció bueno. El odio le pareció correcto. "Hoy dará comienzo", pensó Nicol Bolas.
Descendió al centro de una plaza en ruinas. Los escombros y cuerpos rotos aderezaban las estatuas derruidas y los obeliscos resquebrajados. En los bordes de la plaza, cinco Planeswalkers se habían desplegado contra él; sus rostros diminutos revelaban una determinación seria. Conocía muy bien a todos. Los había vigilado, estudiado, analizado y clasificado. Chandra Nalaar, piromante. Liliana Vess, nigromante. Jace Beleren, telépata e ilusionista. Nissa Revane, elementalista. Gideon Jura, soldado invulnerable.
Se hacían llamar "los Guardianes". Como si creyeran conocer la manera de vigilar el Multiverso, por alguna extravagante razón. O como si pudieran hacerlo.
"Los héroes", pensó Nicol Bolas. "Benditos sean todos y cada uno de ellos".
El batir de sus inmensas alas levantó nubes de polvo amarillento. Percibió cómo se abrían los ojos de Chandra al darse cuenta, aparentemente por primera vez, de lo enorme que era Nicol Bolas. La ingenuidad de aquella muchacha le pareció divertida. Una vez más, se preguntó si aquellos héroes serían adecuados para lo que él requería.
No importaba. Había otros, si fuera necesario.
Unas minúsculas perturbaciones le hicieron cosquillas en la mente: el tanteo cauto pero insistente de Jace. "Eso, mi querido niño, busca un punto de apoyo", imploró Nicol Bolas en silencio. Aterrizó con un suave ruido sordo y batió las alas lentamente una última vez. Hacía muchísimo tiempo que no las necesitaba para volar, pero disfrutaba con la sensación de emplearlas y desplegar toda su majestuosidad.
Levantó la cabeza hacia el cielo y soltó un rugido gutural que estremeció los edificios y encogió los corazones. Su bramido emuló a incontables depredadores a lo largo de las eras, depredadores que ya no necesitaban ser silenciosos. Nicol Bolas sabía que no le favorecía comportarse en exceso como un dragón, pero no sería divertido dejar de lado aquella faceta.
Los cinco Planeswalkers permanecieron en sus puestos, vacilantes. Extendió su mente y percibió las ondas de la comunicación telepática del grupo, orquestada por Jace. Podría interceptarla si quisiera, pero le pareció que sería más interesante aguardar y ver qué clase de estrategia se les había ocurrido. En vista de su indecisión y su demora, sospechaba que se llevaría una decepción.
Oh, probablemente tuviesen un plan, un plan tan complejo como "matar al dragón", siendo generoso. O quizá "tú lo quemas, tú mandas a tus zombies, tú usas los elementos, tú lanzas ilusiones y tú lo bloqueas". Con una buena dosis de indulgencia, aquellas ocurrencias se podrían considerar planes. Y los planes de competencia similar les habían bastado en sus correrías recientes. Nicol Bolas sabía apreciar la eficiencia. ¿Por qué molestarse en ser inteligentes cuando el Multiverso parecía conspirar para mantener viva su estupidez?
Chandra y Nissa empezaron a flanquearlo por ambos lados. "Claro, tácticas, faltaría más". Se preguntó cuánto aplastaría la moral de los cinco si aplaudiera. Metafóricamente, por supuesto: sus garras no se prestaban para dar aplausos.
No por primera vez, dudó cómo era posible que aquellos Planeswalkers hubieran sobrevivido tanto tiempo. Aquellos niños, aquellos Guardianes, eran hijos de una edad civilizada y castrada. No tenían ni la más remota idea de los peligros que aguardaban al acecho, dispuestos a matarlos... o algo peor. De algún modo, su falta de auténtico poder los había protegido de todas las muertes que habrían podido sufrir. Más bien, su falta de conocimiento sobre lo que debería ser el auténtico poder. Excepto Liliana, ninguno de ellos lo había paladeado.
Nicol Bolas se pasó una lengua serpenteante por los labios. Lo hizo puramente para impresionar, pero eso no lo volvía menos necesario.
Las de aquellos Planeswalkers habían sido unas vidas afortunadas. No obstante, el problema de las vidas afortunadas era que la suerte se tornaba en contra de uno tarde o temprano, como Nicol Bolas tenía razones de sobra para creer. El destino se oscurece. La fortuna te abandona. En esos momentos de infortunio e injusticia, resulta provechoso contar con un plan minucioso y muy bien trazado. Con muchos de ellos, en realidad. Con más que muchos, idealmente, aunque podría bastar con muchos si no eras un brillante Planeswalker archimago y dragón anciano.
O con uno solo. Un único plan. Incluso un fragmento de ingenio táctico o estratégico habría servido para que Nicol Bolas augurase esperanza para el futuro de los cinco. Sin embargo, su plan estaba escrito en los rostros de todos, en los ojos entrecerrados, los músculos tensos y las ondas crecientes de su cháchara telepática.
Habían optado por "matar al dragón". Nicol Bolas comprendió su perspectiva hasta cierto punto. A menudo, los planes sencillos eran fáciles de subestimar, sobre todo a ojos de los genios. Demasiado a menudo, sus adversarios más inteligentes habían perdido batallas por un exceso de complejidad en sus maquinaciones, mientras que los planes sencillos podían resultar devastadores en manos de un maestro.
Pero ¿qué ocurría con los planes sencillos cuando eran el último recurso de mentes simples y desesperadas? Las consecuencias de eso estaban a punto de quedar patentes. Nicol Bolas se deleitaría con sangre o con algo mejor. En cualquier caso, estaba deseoso de comenzar.

Hour of Devastation

Jace

El dragón aterrizó suavemente en la plaza y Jace sintió miedo.
El día no había transcurrido en absoluto como habían planeado. Demasiado horror, demasiada muerte y demasiadas vidas que no habían podido salvar. Habían intentado ayudar en la medida de lo posible, pero semejaban mosquitos luchando contra una tempestad. Jace nunca había presenciado tanta muerte.
Se sentía vacío por dentro, con la mente embotada por el dolor y la tristeza que la habían martilleado. Por un momento, las escenas regresaron a su cabeza: niños gritando, gente huyendo en vano y masacrada por sus perseguidores, el zumbido incesante de las... Se contuvo. Bloqueó las imágenes una vez más. Tenía una misión que cumplir.
Sin embargo, ahora se había vuelto más que una misión. Jace había insistido a Gideon en que necesitaban un plan. Le había advertido de que no podían enfrentarse a Nicol Bolas sin estar preparados, pero Gideon había estallado y su dolor había impregnado sus palabras cuando exigió plantar cara al dragón de inmediato.
―Pagará por todo lo que ha hecho. Tiene que pagar. ―La última afirmación era la que tanto había preocupado a Jace. Pero no había discutido con Gideon. Ninguno lo había hecho, ni siquiera Liliana. Todos se sentían vacíos y buscaban un significado en medio de la matanza, de los llantos de los niños. Exigían justicia.
La justicia tenía que existir en alguna parte, pues aquel día aún no la habían encontrado en Amonkhet.
¿Estás seguro? ―preguntó Jace a Gideon una última vez, con la esperanza de seguir un plan mejor.
Atacaremos con todo lo que tenemos. El dragón caerá ―respondió Gideon mentalmente. Jace nunca había sentido tanta ira en él, pero ahora notaba la cólera que envolvía su determinación habitual. Se dejó arrastrar por la corriente y se obligó a creer que podían salir victoriosos.
Comenzaron. Gideon cargó contra Nicol Bolas envolviéndose en su escudo de fuerza dorada mientras Chandra escupía ráfagas de fuego. Del suelo brotaron vástagos, cortesía de Nissa, que se convirtieron en raíces y enredaderas que atraparon las patas del dragón. Liliana empezó a reanimar a los muertos; no había escasez de ellos tras la masacre de la ciudad.
Jace intentó asaltar la mente de Nicol Bolas.
La muralla que protegía los pensamientos del dragón era lisa, uniforme y oscura como la obsidiana. Parecía no tener acceso alguno, ni siquiera un punto al que aferrarse. Jace nunca se había topado con una mente tan inexpugnable, excepto... Vislumbró un ínfimo fragmento de un recuerdo, el de una mente impenetrable y cegadora como una muralla de cristal. Sin embargo, en cuanto el pensamiento acudió a su cabeza, este se borró a sí mismo y Jace no pudo recordar dónde había presenciado tal cosa... ni de qué podía tratarse.
"¿Pero qué...?". Jace se sobrepuso a la fuga repentina que había experimentado. No parecía haber provenido de Nicol Bolas, sino del interior de sí mismo. "¿En qué acabo de pensar?", se preguntó, pero no pudo recordarlo. La mente del dragón seguía elevándose ante él, cerrada y protegida de sus intentos inútiles por encontrar un punto de apoyo.
A sus amigos no les iba mejor.
Nicol Bolas asestó a Gideon un coletazo rápido como un relámpago y lo golpeó con la fuerza de un báloth a la carga. Gideon se estrelló contra una gruesa pared en el borde de la plaza. Su escudo lo mantuvo ileso, pero no pudo hacer nada más que estamparse contra la roca una y otra vez. La cola del dragón parecía un palo golpeando una pelota y los escombros de la pared volaban y se partían con cada impacto.
La pared se vendría abajo antes que Gideon, pero ninguno de los dos podría hacer otra cosa por el momento.
Nicol Bolas ignoraba el fuego de Chandra, aplastaba a los muertos de Liliana y partía las enredaderas de Nissa. No se movía para atacar, tan solo seguía estrellando a Gideon contra la pared. Entonces lanzó una mirada a Jace, consciente de lo que el telépata intentaba hacer sin éxito. Su voz retumbó en la mente de Jace con la sutileza de una avalancha y quebró sin esfuerzo gran parte de sus defensas.
No has vivido más que un pestañeo, pero ¿crees que podrás tocar mi mente solo porque posees un ápice de talento natural? Y pensar que algunos me llamaban arrogante a mí... ―El dragón soltó una risa ácida que marcó la mente de Jace.
Se esforzó en levantar unos escudos psíquicos más robustos, perplejo por la facilidad con la que Nicol Bolas había atravesado sus defensas exteriores. Sin embargo, movido por la arrogancia, el dragón tal vez hubiera cometido un error: había dejado un rastro, un hilo metafísico que unía su mente a la de Jace. Quizá pudiera ser el asidero que necesitaba.
Siguió el rastro, desesperado por abrirse camino y salvar a sus amigos.
¡Lo consiguió! Encontró una minúscula grieta en los impenetrables escudos de obsidiana. Se concentró para ensancharla. Solo necesitaba...
Si quieres entrar, niño, solo tienes que pedirlo. ―Las palabras de Nicol Bolas eran como peñascos derrumbándose montaña abajo.
El escudo de obsidiana desapareció y Jace se precipitó inesperadamente hacia la mente de Nicol Bolas, donde este aguardaba con una sonrisa malévola.
El dragón aferró la mente de Jace, quien trató de repelerlo. Se encogió de dolor, furioso consigo mismo por lo fácilmente que había mordido el anzuelo. "Tengo que hacerlo mejor". Aún podía huir de la trampa, solo necesitaba un poco de tiempo. Segundos, solo necesitaba unos segundos y...
Unos segundos de los que no dispones ―susurró Nicol Bolas en su mente―. El Multiverso solo perdona a los necios por poco tiempo. Una lección útil, en caso de que sobrevivas. ―El dragón envolvió la mente de Jace bruscamente y la estrujó.
Las sinapsis se quebraron. El dolor floreció. La demencia amenazó. Una inmensa ola de oscuridad se elevó a lo lejos. Jace supo que ser barrido por ella significaba la disolución. La muerte mental. Sin pensar conscientemente, se dispuso a huir viajando a ciegas entre los planos, sin conocer su destino ni darle importancia. Tenía que evitar aquella oscuridad.
Sintió el tirón de la Eternidad Invisible justo en el momento en que la ola de oscuridad rompió sobre él, y entonces no supo absolutamente nada.
Jace's Defeat

Liliana

Liliana miró con perplejidad el espacio vacío que Jace había ocupado apenas un momento antes. El combate contra Nicol Bolas estaba abocado al desastre, como temía que sucedería. Había albergado la esperanza de que a Jace se le ocurriese algún plan, hasta que oyó su grito de agonía. Era un grito que conocía bien: el de los moribundos, el grito primitivo de la vida que no quería extinguirse.
Sintió un escalofrío. "No puede haber muerto. Ha viajado entre los planos antes del fin. Lo he visto. Está vivo".
―Ese era vuestro especialista en magia mental, ¿correcto? ¿Tenéis alguno de refuerzo? No me importa esperar, aunque siempre podéis coordinaros a gritos; prometo ignoraros. ―Nicol Bolas arrastró las palabras y su voz retumbó en toda la plaza, solo interrumpida por las constantes colisiones de Gideon contra la pared.
Liliana estaba furiosa por dentro. Sabía que enfrentarse al dragón era una idea nefasta. Todas las infructuosas intervenciones y distracciones para intentar ayudar a los habitantes condenados del plano solo habían acentuado lo evidente. El grupo estaba agotado, desalentado y mal preparado para luchar contra un Planeswalker tan poderoso como Nicol Bolas. Liliana ya se habría marchado si no hubiera llevado al límite las tensiones con los demás debido a sus maquinaciones para acabar con Razaketh. Había sopesado muchas veces si le convenía permanecer con ellos o abandonarlos, pero creía que su inversión en el grupo justificaba quedarse.
Tal vez hubiera tomado la decisión equivocada.
Sin embargo, esa no era la única razón para sentirse furiosa. Tiempo atrás, en Innistrad, había comparado sus sentimientos por Jace con los que sentiría por un perro, por una mascota. El comentario había herido al muchacho, como ella pretendía.
Pero a Liliana le importaban sus mascotas. Normalmente, hacer daño a quienes le pertenecían era un error fatal. Ardía en deseos de demostrar al dragón las consecuencias de su afrenta.
Sí, utilízanos. Libera todo tu poder ―susurró el Velo de Cadenas, que colgaba en su cadera.
Nunca has sido tan necia como para creer que puedes ganar esta batalla, Liliana ―dijo por otro lado el Hombre Cuervo.
Y esa tal vez fuera la mayor razón de su furia. Quería que su mente volviera a pertenecerle solo a ella.
Si pretendía enfrentarse a Nicol Bolas, sabía que estaría obligada a recurrir al Velo de Cadenas y a los espíritus de los muertos onakke. El artefacto le otorgaba un gran poder, pero siempre a cambio de un precio. Cada vez que lo utilizaba, se arriesgaba a morir o a dejarse subyugar por los espíritus que moraban en él. No toleraría ninguno de aquellos destinos.
Hubo una interrupción en el combate cuando Chandra y Nissa lidiaron con su propio asombro por haber perdido a Jace. Ninguna de las tres había conseguido afectar al dragón por el momento. Nicol Bolas se volvió hacia Liliana y sonrió mostrando los dientes y una arrogancia que la nigromante encontró repulsiva, en parte porque sabía que ella también era dada a sonreír así a los enemigos derrotados.
―Liliana Vess, me complace encontrarnos de nuevo. Tienes un aspecto asombrosamente... sano. ―El dragón ni siquiera intentó disimular su desdén.
―Voy a matarte, Bolas ―le espetó ella bajando los dedos hacia el Velo―. Veré cómo te retuerces y reanimaré tu cadáv...
―Oh, por favor... ―la interrumpió él―. Estos niños perdieron la batalla incluso antes de nacer, y lo sabes. Eres la única de ellos que entiende lo que era el auténtico poder. Solo tú conoces lo que puede ser de nuevo.
El dragón no mentía, pero Liliana pensó de nuevo en el grito final de Jace, en el muchacho que había escapado a ciegas entre los planos. Las runas grabadas en el cuerpo y el rostro de Liliana emitieron un brillo púrpura oscuro y los susurros del Velo insistieron.
No puede oponerse a tu poder. ¡Utilízanos!
El dragón inclinó la cabeza y se acercó a Liliana para hablarle en un tono suave.
―Te comprendo. Te uniste a ellos confiando en tus dotes de manipulación, pero el problema de rodearse de ineptos es... precisamente esto ―dijo él girando la cabeza hacia el resto de la escena mientras Chandra y Nissa se situaban codo con codo para discutir un nuevo plan.
Todas y cada una de las palabras del dragón eran ciertas y la verdad le resultó insoportable. Tocó el Velo de Cadenas y comenzó a extraer el poder que necesitaría.
¡Sí, sí! ―exclamaron las voces en el interior de los eslabones dorados―. ¡Lo destruiremos!
―Dime ―continuó Nicol Bolas con calma―, ¿sabes cómo emplear el Velo de Cadenas de modo que no te agriete la piel ni drene tu vida? ¿Sabes obligar a los onakke a servirte como maestra e impedir que intenten destruir tu alma y tu cuerpo? Yo sí, Liliana. Yo sí.
¡Miente! ―bramaron los onakke en su cabeza―. ¡Es un embustero! ¡Lo aplastaremos!
Sabes que dice la verdad. Puede ayudarte ―replicó el Hombre Cuervo.
¡Callaos! ―rugió Liliana a las voces en su cabeza, que por suerte guardaron silencio. Estaba confusa, exhausta. ¿De verdad sabía Nicol Bolas cómo dominar el Velo de Cadenas? El artefacto la mataría algún día. Cada vez que lo usaba, este demostraba que no era su dueña resistiéndose a su voluntad y causando estragos en su cuerpo.
―Un arma peligrosa en manos inexpertas, a decir verdad ―prosiguió el dragón―. El hecho de que sigas viva es testimonio de tu poder y tu competencia. Pero yo puedo ayudarte a desatar su poder, Liliana. Su auténtico poder.
Liliana dejó que el Velo colgara de nuevo en su cadera. El gesto llamó la atención de Gideon. Permanecía estoico durante su calvario como juguete de Nicol Bolas, aunque este continuaba estampándolo sin descanso contra la pared a medio derruir. "Necesito algo más de ti que un silencio estoico, Gideon", pensó ella. Odiaba no saber qué camino tomar.
El dragón la observó con los ojos negros como pozos de malicia.
―Te garantizo lo siguiente: tanto si utilizas el Velo como si no, morirás hoy si te opones a mí. Soy mejor telépata que vuestro mago mental, más destructivo que vuestra piromante, más poderoso que vuestra elementalista y mejor estratega que vuestro supuesto experto en táctica. Vuestras vidas dependen simplemente de lo útiles que podáis resultarme.
Nissa y Chandra avanzaron juntas un paso. Los ojos de la elfa desprendieron un fulgor verde y la tierra se estremeció a sus pies, alzándola varias pulgadas.
―Mientes, dragón ―rugió con el rostro descompuesto en una insólita demostración de ira.
Nicol Bolas se giró hacia ella, molesto.
―¿Mentir? ¿Yo? Mira a tu alrededor y contempla mi obra, elfa. ¿Qué necesidad tengo de disimular lo obvio? ―El temblor bajo los pies de Nissa creció en intensidad.
El dragón se irguió y su silueta gigantesca volvió a cernerse sobre todos.
―Liliana, márchate. Vete si quieres vivir. El lugar más seguro del Multiverso es aquel donde tengas utilidad para mí.
Ese día no saldrían victoriosos. Nicol Bolas lo había dejado claro. Como él mismo había dicho, aquellos niños habían perdido la batalla incluso antes de nacer. Y era verdad. ¿Para qué iban a seguir luchando? ¿Para morir? Era ridículo incluso para ellos. Liliana volvió a mirar el espacio que había ocupado Jace y los gritos agónicos del muchacho se repitieron en su mente. Sintió una ligera humedad en los ojos, pero la contuvo. Se negaba a mostrar debilidad ante nadie.
No comprendió la razón que la llevó a dirigirse a los demás, pero lo hizo de todos modos y las palabras surgieron antes de que pudiera detenerlas.
―Venid conmigo. Hemos perdido. Lo entendéis, ¿verdad? Hoy no vamos a ganar. Podemos reagruparnos, encontrar a Jace y buscar alternativas. ―No le importó que el dragón la escuchase. Él sabía que no tenían ninguna posibilidad de hacerle frente ahora mismo y seguramente creyese que no la tendrían en el futuro.
Está en lo cierto ―susurró el Hombre Cuervo. El Velo de Cadenas guardó silencio.
Chandra no quiso mirarla a los ojos. Nissa negó con la cabeza. La rabia en la expresión de Gideon era evidente, pero no discutió con ella ni le rogó que cambiase de parecer. Liliana no estaba acostumbrada al remolino de emociones que sentía en ese momento. Habría sido mejor marcharse sin más, sin preocuparse por el destino del resto.
―Por favor... Si os quedáis, moriréis. No tiene sentido. ―Odiaba el tono suplicante de su voz, pero no se retractó.
Los demás no respondieron. Finalmente, Liliana levantó la cabeza en dirección al dragón.
―¿Adónde...? ¿Adónde quieres que vaya? ―Tragó saliva con esfuerzo. Aquellas palabras resultaron tan difíciles de articular como las anteriores.
―¡No! ―gritó Chandra―. ¡Ni hablar! ¡Confiábamos en ti! ¡Confié en ti! ¡No! ―La cabeza y las manos de la piromante volvieron a estallar en llamas. "Sabías quién soy, niña. Lo sabías". Pero aquellas palabras no pudo articularlas.
―Lejos ―respondió Nicol Bolas―. Da igual adónde. Te encontraré y entonces hablaremos. Hay muchos asuntos útiles que tratar. Y ahora, vete, Liliana Vess.
Sus decisiones siempre la conducían a lo mismo: otra traición, otra decepción, otra trampa. En eso consistía la comodidad que ofrecían los muertos. No podían sentirse traicionados. No podían llevarse decepciones. No podían mirarla con dolor e ira en los ojos.
Bajó la vista hacia Chandra y se preguntó si tendría que acabar con ella para sobrevivir. El aire que rodeaba a la piromante se estaba volviendo abrasador. "No quiero matarte, Chandra".
En ese caso, márchate ―susurró el Hombre Cuervo.
Fue una de las pocas veces en las que dio la razón a aquella maldita voz. Se rodeó de una nube brillante de energía oscura y se desvaneció en el vacío. Finalmente, sus lágrimas tuvieron libertad para derramarse en el espacio vacuo entre los mundos.
Liliana's Defeat

Chandra

Quería que terminase aquel día tan espantoso y horrendo. Nada había salido como estaba previsto.
El plan de Gideon le había parecido brillante, sin los detalles inútiles que siempre terminaban cambiando de todos modos. Era un plan sencillo y breve que se centraba en los puntos fuertes de todos. Perfecto.
Incluso si resultaba no serlo, le daba vía libre para quemar cosas. Necesitaba quemar algo para afrontar todo el horror y el derramamiento de sangre que había visto aquel día. No podía quemar el dolor. No podía quemar el terror. No podía quemar el sufrimiento.
En vez de eso, había decidido quemar a Nicol Bolas.
Sin embargo, tampoco podía hacer eso. Sí, entendía que era un dragón, pero creía tener bastantes posibilidades de causarle daño. Al fin y al cabo, no estaba hecho de fuego. Tenía que esforzarse más.
Nicol Bolas los miró desde arriba y sonrió.
―Y ahora quedáis tres. He preferido no comentarlo delante de vuestra querida nigromante, pero, entre nosotros, también poseo ciertos conocimientos de nigromancia. ¿Tenéis alguna vacante en los Guardianes? ¿Hay algún proceso de solicitud?
―¡Cierra el pico! ―gritó Chandra. Odiaba a la gente que hablaba y hablaba solo para demostrar lo ingeniosa que era. También odiaba a las nigromantes traidoras que fingían ser tus amigas. Y, sobre todo, odiaba perder; lo detestaba.
Su fuego se tornó de un blanco cegador, ríos centelleantes de llamas que azotaron al dragón. Los ojos de Nicol Bolas se entrecerraron y se vio obligado a retroceder por primera vez, lo que permitió a Gideon caer al suelo mientras el dragón se defendía.
"¡Le he hecho daño! ¡Lo he conseguido!". Fue la primera satisfacción que sintió en todo el día.
―¡Gideon, Nissa, podemos vencer! ―Gideon ya se había levantado y regresaba junto a ella. Nissa estaba inusualmente callada. Chandra no sabía qué tramaba la elfa, pero confiaba en que se le ocurriese alguna idea.
―Ya basta, niña ingenua. ―El dragón se elevó en el aire, fuera del alcance de sus llamaradas más intensas, pero eso no le impidió seguir arrojándolas. Se sentía bien al esforzarse.
»Chandra Nalaar, tenías muchas características útiles. Eres poderosa, emocionalmente inestable, fácil de manipular y predeciblemente impredecible. En verdad me parecías prometedora. ―La voz de Nicol Bolas retumbaba en el aire. "No soy fácil de manipular", pensó ella encolerizándose cada vez más. Sus llamas iluminaron el cielo nocturno.
»Pero ¿fuego? ¿Contra un dragón? Un dragón. Tengo determinados estándares. ―Nicol Bolas se elevó todavía más y extendió las alas.
Cuando terminó su ascenso, descendió en picado hacia Chandra aplastando las alas contra su inmenso cuerpo. "Vamos, ven aquí", pensó ella. Aquello era lo que esperaba, la oportunidad de librarse de sus restricciones y quemarlo todo. El fuego surgió de ella, libre y sin reservas.
Si iba a morir de ese modo, se llevaría por delante a aquel malnacido.
La tierra se elevó por todas partes.
Una gran aguja de roca, tierra y raíces emergió del suelo con intención de empalar al dragón. Este viró en el último momento, pero nuevas agujas brotaron como lanzas dispuestas a matar. También consiguió evitarlas, aunque a costa de interrumpir el picado para volar en círculos.
―¡Sí! ¡Vamos, Nissa! ―Lanzó una mirada al otro extremo de la plaza en ruinas y vio a su amiga completamente envuelta en un aura verde mientras blandía la tierra contra el dragón. Sabía que Nissa tendría una idea grandiosa. Chandra estaba ahora defendida, situada entre muchas columnas de roca gruesa y preparada para abrir fuego a discreción―. Podemos conseg...
Con un potente coletazo, el dragón partió las columnas rocosas como si fueran de cristal. El golpe de Nicol Bolas provocó una avalancha de rocas y tierra que volaron en dirección a Chandra. Instintivamente, desató una explosión de fuego para repeler el alud, pero parte de este cayó sobre ella y la estrelló contra la roca a sus espaldas.
El dolor recorría su cuerpo. Tenía varias costillas rotas. Aturdida, luchó para mantenerse en pie y vio a Nicol Bolas serpenteando entre las agujas quebradas. Su agilidad era pasmosa para alguien tan enorme. El dragón se abalanzó sobre ella y la atrapó en una de sus grandes garras.
Chandra intentó convocar más fuego, pero el dolor era insoportable. Nicol Bolas la estrujó entre sus dedos y el crujido de otra costilla la hizo gritar de agonía.
―Presta atención, Chandra ―dijo él con una sonrisa siniestra―. Te demostraré lo que puede hacer un dragón.
Un inmenso elemental de tierra emergió detrás de Nicol Bolas y descargó un puñetazo contra la mandíbula del dragón. Bolas gruñó y se giró para enfrentarse al elemental, dejando caer a Chandra en el suelo.
"Agh, demasiado dolor...". Necesitó hacer un esfuerzo para levantarse. Tenía que ayudar a Nissa. La cabeza le daba vueltas y tropezó una vez más. El suelo temblaba mientras el dragón se enfrentaba al elemental. Detrás de ellos, Chandra vio surgir otros titanes de tierra dispuestos a unirse a la batalla.
Chandra sonrió a pesar del dolor. Tal vez pudieran conseguirlo de verd...
―De acuerdo. He sido modesto en demasía. No soy solamente un dragón. ―Nicol Bolas pronunció una única palabra que abandonó los oídos de Chandra en cuanto la oyó. Unos zarcillos negros surgieron del suelo y se enroscaron alrededor del torso y la garganta de Nissa, estrangulándola mientras se revolvía con violencia.
"No, no, no, tengo que...". Chandra dio un paso hacia ella y aulló de dolor. Apenas podía moverse.
Nissa vio en qué estado se encontraba y le gritó.
―¡Vete! ¡Escapa! ―Los zarcillos atacaban sin cesar y, aunque Nissa consiguió partir algunos con su magia, otros surgieron para reemplazarlos.
"No...". Chandra tosió y vio sangre en el suelo, motas rojas que rociaron los escombros quebrados. Intentó erguirse y resistir el impulso de vomitar. "¿Dónde está Gideon?". Miró alrededor en busca de él y comprendió que iba a desmayarse en cuestión de segundos.
―¡Huye! ―insistió Nissa―. ¡No te preocupes por mí! ¡Te va a matar! ¡Márchate!
Chandra no veía a Gideon. Tampoco podía salvar a Nissa. No tenía manera de vencer al dragón. Ni siquiera conseguiría mantenerse consciente.
"Si me quedo, moriré". No quería morir. Huyó entre los planos envuelta en una llamarada. El único rastro de su presencia era la sangre que manchaba los escombros, hasta que esta también se evaporó bajo el calor abrasador.
Chandra's Defeat

Nissa

Nissa sintió alivio cuando Chandra abandonó el mundo. Le resultaría imposible salvar a Gideon y a sí misma si tenía que proteger a la malherida Chandra al mismo tiempo. Incluso ahora, no estaba segura de si podría salvar a Gideon y a sí misma.
La batalla no marchaba bien. Nissa apenas era capaz de resistir el hechizo de Nicol Bolas y sus elementales se habían quedado inmóviles, pues no podía dirigirlos mientras luchaba por sobrevivir.
Al principio de la contienda, cuando resultó obvio que cualquier invocación superficial no surtiría efecto contra el dragón, había tratado de establecer una comunión más profunda con la tierra. Había sido como sumergirse en un fango espeso. De algún modo, la presencia del dragón había intensificado la oposición de la tierra al tacto de Nissa.
Sin embargo, al final lo había conseguido y se había hecho con el control suficiente para mover la tierra a voluntad, hasta que Nicol Bolas frustró sus esfuerzos con una sola palabra. Nissa había llegado a creer que su destino sería diferente en aquel mundo. Había pensado que su paso por el templo de Kefnet ofrecería posibilidades hasta entonces inimaginables... Pero no. Kefnet y el resto de los dioses yacían en las calles y sus hilos habían sido cortados sin llegar a explorar las posibilidades.
En cuanto a la batalla, aquella confrontación con el mal que encarnaba Nicol Bolas... Los Guardianes habían resultado expuestos.
Nissa nunca había cuestionado el propósito de los Guardianes. Siempre se habían enfrentado a necesidades inmediatas, injusticias que enmendar, maldad que derrotar. Y lo habían conseguido. Lo habían hecho bien. Hasta entonces. Hasta que un dragón de inmenso poder e intelecto les había demostrado las consecuencias de actuar sin preparación ni el poder suficiente.
Tal vez hubiera un camino mejor.
Meditó sobre aquellas cosas mientras luchaba por recuperar el control de la tierra. Si quería tener alguna posibilidad de presentar batalla, sería mediante la tierra.
Los pensamientos de Nicol Bolas, fétidos y empalagosos, penetraron en su cerebro.
Esta tierra no es tuya, elfa. Me pertenece, y tú no tienes permiso para tocarla. ―Una tenebrosa energía necrótica recorrió las líneas místicas mientras intentaba controlarlas. La corrupción la invadió, marchitando carne y tejidos. Nissa gritó de dolor.
Entonces comprendió la verdad: nunca había tenido ninguna posibilidad. La tierra se había entregado a Nicol Bolas mucho tiempo atrás, lo había aceptado como maestro. Tenía que escapar, huir, pero los zarcillos de corrupción la retenían.
El dragón se acercó lentamente, mostrando una amplia sonrisa.
―Me he hartado de fingir. Considérate afortunada por ser testigo del origen del comienzo, Nissa Revane. Es un privilegio que pocos mortales pueden atribuirse.
Algo se estrelló contra el costado del dragón con fuerza y a baja altura, haciéndole perder el equilibrio. Era Gideon, pero Nissa no tuvo tiempo de pensar cómo ayudarle, puesto que los zarcillos asfixiantes acababan de dejarla sin aire. Aprovechó la intervención de Gideon para huir de aquel mundo, de aquella cáscara muerta.
Nissa's Defeat

Gideon

La ira lo consumía. En toda su vida, Gideon solo se había sentido así de impotente en una ocasión. Había decidido que jamás volvería a ver morir a sus amigos, como cuando Erebos había aniquilado a quienes más le importaban. Sin embargo, aquella contienda había sido una pesadilla desde el principio, ya que el dragón le había mantenido fuera del combate. Gideon solo había podido observar con impotencia mientras Nicol Bolas despachaba a Jace y luego persuadía a Liliana para abandonarlos sin luchar.
Había visto a Chandra y a Nissa escapar de una muerte casi certera y sentido alivio al saber que habían huido. No podía imaginar lo que significaría enfrentarse de nuevo a la pérdida de sus amigos, sobre todo siendo consciente de que él habría tenido la culpa.
Trepó por las patas del dragón, buscando desesperadamente una oportunidad de clavarle el sural en el cuello. Nicol Bolas lo atrapó en una de sus enormes garras y lo estampó contra el suelo para apresarlo. La invulnerabilidad de Gideon había servido de muy poco contra un oponente del tamaño, la fuerza y la masa de un dragón. Se resistió y se revolvió bajo la garra de Bolas, pero no pudo liberarse.
―No vencerás. Conseguiremos derrotarte. ―Escupió aquellas palabras desafiantes, pero sonaron vacías incluso para él. Tenía que seguir luchando.
―¿No venceré? ¿Que no venceré? ―La carcajada de Nicol Bolas hizo temblar la plaza entera―. Gideon Jura, eres pésimo analizando la realidad. Me he enfrentado a miles de generales, miles de tácticos, estrategas y maestros del combate. Puede que seas el peor de todos. Permíteme ayudarte. Ignorar la realidad evidente es un error fatal en nuestra línea de trabajo. Por supuesto, comprendo la importancia de las... aspiraciones, pero saber evaluar con exactitud los hechos que tienes ante ti es una habilidad imprescindible en este oficio.
Gideon era consciente de que el dragón pretendía avivar su ira y hacerle perder la calma, pero ya había logrado ese objetivo. Hacía un buen rato que había dejado de pensar de forma lógica. "Y por eso he perdido".
―Te has aliado con un ilusionista, pero quien realmente se hace ilusiones eres tú. Te consideras invulnerable, ¿verdad? Es un simple truco de conjurador, Gideon. Te demostraré lo vulnerable que eres.
Una de las garras de Nicol Bolas comenzó a brillar e hizo presión contra el escudo invulnerable de Gideon. La garra empujó y empujó hasta que el escudo se deshizo como mantequilla derretida. La aguda punta de la garra perforó sin distinción el escudo, la armadura y la carne. La conmoción y el dolor se reflejaron en el rostro de Gideon, pero no gritó.
―Puedo matarte en cuanto se me antoje, pero intuyo que no te importaría morir, por la forma en que juegas tan descuidadamente con tu vida. Y con las vidas de los demás. ―Gideon se retorció y sacudió la cabeza adelante y atrás, desesperado por huir.
»Hoy será mucho mejor dejarte vivir. Hacerte ver lo lastimoso e inútil que eres. Mejor aún, te demostraré lo poco que me importa. Te ofrezco la posibilidad de elegir: quédate y muere o márchate y vive. Ambas opciones me satisfarán. ―La sonrisa del dragón se abrió como una herida fresca.
Gideon se sorprendió al entender que una parte de él ansiaba quedarse. Quería dejar de sentir la culpa de haber perdido a Drasus, Olexo y el resto de sus Milicianos. A toda la gente que había visto morir en Zendikar. No quería cargar con más muertes en sus manos. Solo tenía que... rendirse.
Un torrente de imágenes angustiosas pasaron por su mente. Drasus mirándolo fijamente y escupiendo una palabra: "¡Cobarde!". Erebos cerniéndose sobre él mientras en su cabeza reverberaba la risa del dios de los muertos: "¡Adelante, cobarde! ¡Ven a mí!". Chandra gritándole a la cara: "¡Traidor!".
Podía quedarse y morir... o marcharse y vivir. Y aprender, y luchar. Nicol Bolas pensaba que su decisión no importaría. Al final, la indiferencia del dragón fue el factor decisivo. Le demostraría que se equivocaba.
Gideon arrojó su cuerpo a través de la Eternidad Invisible. El agujero que Nicol Bolas le había dejado en el hombro solo era la más visible de sus heridas.
Gideon's Defeat

El silencio reinaba en la plaza, apenas iluminada por los fuegos aún encendidos tras el arrebato de Chandra. Algunos minutos más tarde de lo deseado, Tezzeret apareció viajando entre los planos.
―Te has retrasado ―lo amonestó Nicol Bolas―. ¿Acaso tenías dudas?
El mago del metal le había servido el tiempo suficiente como para saber cuál era la respuesta adecuada.
―No, amo, en absoluto. Tan solo... me he retrasado. Los habéis derrotado tan pronto como preveíais. ―Su esbirro echó un vistazo alrededor en busca de varios cadáveres que no encontró―. Puedo averiguar adónde han...
―No, no importa. Esto ha sido mejor que la sangre.
Tezzeret lo miró sin comprender, pero sabía que no obtendría más explicaciones.
―Amo, debería poneros al corriente sobre...
―Más tarde. Márchate y dile a Ral Zarek que venga a verme. Está progresando demasiado despacio. ―Tezzeret odiaba que lo utilizaran como recadero y eso era parte del motivo por el que Nicol Bolas disfrutaba tanto haciéndolo. Un Tezzeret desequilibrado era un Tezzeret eficiente. Cada vez que se sentía satisfecho, no tardaba en volverse inútil―. Vete. De inmediato.
Tezzeret inclinó la cabeza y desapareció. En la calma de la noche, la primera noche de verdad que Amonkhet había visto en años, el dragón pasó revista a los cadáveres, la destrucción y el silencio. Había forjado bien su creación sesenta años atrás. Había obrado bien aquel día. El puente entre planos se hallaba en su poder. El ejército estaba preparado. Los Guardianes se habían dispersado por el Multiverso.
Rugió hacia el cielo nocturno, liberando una llamarada surgida de las profundidades de su pecho. Gran parte de los actos de Nicol Bolas eran una interpretación para un público, un factor crucial de sus tácticas en cualquier enfrentamiento. Sin embargo, aquel rugido estaba dedicado a sí mismo. No más sombras. No más acechar. No más ocultarse.
Nicol Bolas, dragón anciano, genio, archimago y Planeswalker, al fin daría sus primeros pasos visible y abiertamente.
"Que todos tiemblen ahora. Más adelante se inclinarán ante mí". Se elevó en el cielo nocturno para contemplar toda la devastación que había causado. Durante ese momento, se sintió satisfecho.

Amonkhet: La Hora de la Eternidad

El Dios Faraón ha regresado y las Horas transcurren según la profecía. Las Horas de la Revelación, la Gloria y la Promesa han desatado una catástrofe sobre Naktamun y la Hora de la Eternidad está a punto de sembrar un terror inimaginablemente personal entre los habitantes de la ciudad.


Ahora se había justificado la fe.
Nylah nunca había comprendido a los devotos ni compartido la necesidad constante de proclamar su fe. Los dioses caminaban entre el pueblo y su divinidad no requería fe para creer: solo ojos para ver, manos para tocar y orejas para escuchar. Las palabras pronunciadas por los dioses reverberaban en toda la ciudad y su presencia divina era más apreciable e irrefutable que ningún otro fenómeno.
Nylah nunca había comprendido la fe. La consideraba una debilidad, un simulacro de devoción para los débiles de carácter. ¿Qué sentido tenía la fe cuando los dioses eran tan notablemente reales?
Sin embargo, ahora creía.
El regreso del Dios Faraón apenas había tenido cabida en sus pensamientos a lo largo de su vida. Aún le quedaba mucho que aprender, mucho que entrenar. Quería ser la mejor, al igual que todos los demás. ¿De qué servía pensar en lo que aguardaba tras las pruebas, cuando las pruebas eran su máxima aspiración? Ningún amante, hijo o amigo había durado mucho en su vida. Nadie podía competir con su ambición. Sí, los dioses merecían su devoción, pero el entrenamiento era su oración diaria. Su meta final era que la consideraran digna. Por ello, rechazaba toda competencia para ese objetivo.
A pesar de todo, su corazón se había acelerado cuando las puertas del paraíso se abrieron. Cuando supo que algún día se había convertido en el presente, que la eternidad estaba aquí. Había estirado el cuello, ansiosa por ser testigo de la gracia divina... Mas esta no había sido revelada tras aquellas puertas: solo el horror.
God-Pharaoh's Faithful
Nunca había apreciado la belleza de su ciudad hasta que se la habían arrebatado. El majestuoso Luxa, antes azul como el cielo estival, se había teñido de rojo sangre y se había llenado de peces muertos e inmundicia. Las nubes de langostas habían consumido árboles y jardines y devorado a pequeños animales, dejando solo huesos a su paso.
Incluso los dioses estaban muriendo. El poderoso Rhonas. El astuto Kefnet. La hermosa Oketra. La ambiciosa Bontu. Todos habían caído y su divinidad se había marchitado, sustituida por la mortalidad.
¿Qué dios puede ser una deidad si también puede fallecer?
El pensamiento más retorcido de Nylah se formó inesperadamente. "Los dioses no han superado su prueba. Merecían morir".
Una pausa momentánea. Entonces, el abismo se extendió y la llamó. "Todos lo merecemos".
La idea no la horrorizó. En lugar de ello, encendió una ascua en su interior, un calor que la reconfortó en ese momento, en el final del presente y el comienzo de la eternidad que se les había prometido. Su ciudad estaba siendo destruida; sus dioses, aniquilados; su gente, separada. Y ella nunca había creído con tanto convencimiento como entonces.
"Debemos ser juzgados. Sin prueba no puede haber honor. Sin sacrificio no puede haber gloria. Sin muerte no puede haber vida". La letanía de los sacerdotes nunca había calado en ella, pero entonces se aferró a cada palabra como si fuesen balsas en una riada. Aquella era su prueba, el horror que debía superar para ser considerada digna.
La palabra vibraba en su corazón. Digna.
Los numerosos ángeles del cielo, que habían supervisado el caos y la violencia sin interferir, echaron la cabeza hacia atrás y extendieron los brazos y las alas. Sus ojos se encendieron con un brillo verde enfermizo mientras proclamaban al unísono:
―¡Los eternos! ¡Los eternos han llegado!
Angel of the God-Pharaoh
Nylah se encontraba junto a la entrada del mausoleo principal, el lugar de descanso de los muertos dignos. Mientras los ángeles repetían su clamor, las puertas del mausoleo se abrieron.
Del interior surgió una silueta temible, colosal como un dios, envuelta en oscuridad y con cabeza de escarabajo. Detrás ella, siguiendo a la implacable divinidad oscura, marchaba un ejército.
Hour of Eternity
Había miles de muertos, todos revestidos de un material metálico de tono azul brillante. Habían sido humanos y minotauros, naga y aven. Resultaban imponentes, incluso si no eran más que tendones y huesos envueltos en una coraza de lazotep más hermosa que cualquier joya. A pesar de su falta de carne y músculos, Nylah reconoció a un gran número de campeones y aspirantes recientes de las pruebas: el minotauro Bakenptah, que había atravesado una columna de piedra con su hacha para vencer a su oponente final; la gran hechicera Taweret, a quien muchos consideraban la maga más poderosa de la última década. Mirase adonde mirase, Nylah veía campeones reconocibles y muchos otros que aparentaban haberlo sido.
Los campeones fallecidos portaban armas afiladas y relucientes. Todos ellos se movían con una agilidad que insinuaba que no habían perdido ni un ápice de la destreza y la fuerza que los había conducido a sus antiguas victorias.
Aquellos eran los eternos, los muertos dignos. Aquel era el destino de quienes se convertían en campeones.
El corazón de Nylah latía con envidia. Ese era el destino que siempre había deseado. El que aún deseaba. El dios escarabajo pasó a su lado sin reparar en ella, a diferencia del ejército de dignos que le sucedía.
Sus ojos brillaban con una llama dorada y sus rostros estaban petrificados en sonrisas sombrías. Cuando alzaron sus armas, Nylah vio el reflejo del crepúsculo en los filos de las hojas. Se le echaron encima mientras gritaba con éxtasis, deseando volverse una con ellos para toda la eternidad.
―¡Ahora creo! ―chilló a sus deseados congéneres. El acero se clavó repetidamente en su carne como besos fríos, como bienvenidas al otro lado de la gloria, con una mordacidad que no se podía imaginar, sino solo sentir. Solo vivir.
"Ahora creo", pensó con cada mordisco. Sus hermanos la rodearon y apuñalaron, apuñalaron, apuñalaron... "Ahora creo".
Ahora se había recompensado la fe.

Asenue iba a perder.
No porque fuesen más hábiles que ella, aunque sus adversarios estuvieran entre los mejores guerreros a los que nunca se había enfrentado, campeones expertos que no habían perdido facultades tras la muerte. Ella misma era una maestra en su mejor momento de forma y adiestramiento.
No porque luchase en desventaja contra dos oponentes. Había elegido su estilo de combate con dos armas precisamente por su utilidad para enfrentarse a varios contrincantes. Incluso se sentía exultante mientras desviaba golpes, esquivaba y respondía, notando que sus muñecas eran una extensión de su mente y sintiendo cómo sus músculos se relajaban y tensaban para sobrevivir y realizar otra parada, lanzar un nuevo tajo y respirar una vez más. "Respira otra vez".
No, iba a perder aquella lucha porque era humana. Y ellos no lo eran.
Los hombros le dolían. Los pulmones le ardían. Las piernas le temblaban. Recordó una advertencia de su antigua instructora de combate.
¡Vuestros músculos más importantes no están en los brazos ni en los hombros ni en la espalda, hatajo de ineptos! ¡Están en las piernas! ¡Si se os cansan las piernas, daos por muertos!
Las piernas de Asenue estaban muy muy cansadas.
Iba a perder. Iba a morir.
Tarde o temprano. Pero no ahora. No ahora mismo. "Respira otra vez".
Apenas minutos antes, miles de criaturas de pesadilla con armaduras azules y rostros de calavera habían irrumpido en las calles de Naktamun masacrando a todo el que encontraran en su camino. Los ángeles los habían llamado "eternos". Asenue había visto morir a camaradas de simiente, amigos y conocidos, todos ellos víctimas de las armas de los invasores.
"Os quiero, ahora en el fin, tanto si os conozco como si no. Os quiero a todos".
Aquel amor la había empujado al combate. La gente había muerto en el asalto inicial, seguía muriendo mientras huía despavorida, moría rogando a sus dioses. Los eternos mataban sin cesar, sin un ápice de compasión que detuviera sus armas.
Asenue se había lanzado al combate y había atraído la atención de dos eternos, pero un sinfín de ellos continuaron marchando por las calles y prosiguieron con la matanza. Como mínimo, podría detener a aquellos dos.
Sin embargo, parecía que ni siquiera lograría eso. No sucumbiría bajo sus filos; al menos, no fácilmente. No acabarían con ella enseguida... pero eran demasiado hábiles como para derrotarlos. En los alrededores, otros guerreros se unían a la batalla en las calles, pero Asenue oía sus respiraciones entrecortadas, el entrechocar del acero y sus últimos estertores.
Nadie acudiría a socorrerla.
Pero su salvación no importaba. Por cada instante que luchaba, otra persona no moría y tenía un momento más. Un momento para sobrevivir, para buscar refugio.
"Tiene que haber algún lugar seguro, ¿verdad? Tiene que...". No era el momento de pensar en eso. "Respira otra vez".
Unos minutos antes, una eternidad antes, el pánico había amenazado con abrumarla. Era fuerte y hábil y estaba acostumbrada a luchar durante horas día tras día como parte del entrenamiento. Pero nunca había combatido sin descanso, sin un solo momento de respiro ni contra oponentes más rápidos, más fuertes y que no sudaban ni se fatigaban ni cometían errores.
El pánico había crecido en su interior hasta que descubrió su nuevo mantra. Entonces, su respiración se había calmado, el dolor de los hombros se había alejado de sus pensamientos, el fuego de los pulmones se había aplacado y sus piernas habían seguido moviéndose sin parar, sin parar, sin parar, impulsadas por pura fuerza de voluntad.
"Respira otra vez".
Asenue vio a una, dos, tres personas huyendo a toda prisa entre los escombros de un edificio, ilesas. No tuvo tiempo de desearles buena suerte ni de pensar que ojalá sobrevivieran para ver un nuevo amanecer. Le dolía respirar. Le dolía moverse. Tenía las piernas demasiado cansadas.
"Respira otra vez. Respira otra vez. Respira... otra...".
Act of Heroism

―¡Makare! ¡Makare! ―Desesperado, Genub gritó el nombre de su amada al cielo rojo oscuro. A lo lejos vio a los asesinos de armadura azul, cuyas grotescas siluetas eran una mofa de sus antiguos seres. Sabía que enfrentarse a ellos suponía morir, pero si no lograba encontrar a Makare, aceptaría la muerte gustosamente.
Se habían prometido el uno a la otra meses atrás, pronunciando las dos sinceras palabras que estaba prohibido decir. Los sacerdotes lo consideraban una ofensa contra el Dios Faraón, pero a los enamorados no les importaba. Para ellos no había nada comparable al amor que se profesaban: ni las pruebas, ni sus camaradas de simiente ni el mismísimo Dios Faraón.
Aquella noche lejana, en la pacífica arboleda donde se habían encontrado, los grandes ojos castaños de Makare se habían convertido en la única luz que deseaba seguir.
―Siempre estaré a tu lado, Genub ―había dicho ella. Genub no sabía cómo podrían conseguirlo, cómo podrían continuar juntos y evitar las pruebas, pero en aquel momento no le había importado.
―Siempre estaré contigo, Makare. ―Al afirmarlo, se había sentido más convencido de que lo harían realidad. Su amor era más verdadero que ninguna otra cosa en Naktamun.
Y ahora, Makare había desaparecido. Tras la muerte de Oketra, alguien había gritado que encontrarían refugio en un viejo templo en las afueras de la ciudad. Habían corrido junto a un gran número de fugitivos y el corazón de Genub se había desbocado de terror mientras estrechaba con fuerza la mano de su amada.
"Mientras sigamos juntos...". Se había aferrado desesperadamente a aquel pensamiento. Si estaba con ella, todo iría bien.
Entonces, la multitud había comenzado a chillar cuando los eternos aparecieron por todas partes, marchando con espadas, hachas y guadañas en alto. Una de ellos, una antigua naga, había saltado y aterrizado serpenteando ante Genub y Makare; su repentino hechizo de fuego azul había desintegrado a dos personas que corrían a la cabeza del grupo.
Spellweaver Eternal
Genub no recordaba qué había sucedido después de eso, solo que había corrido y corrido. El terror no había dejado lugar para ningún otro pensamiento. Cuando se detuvo a respirar, Makare no estaba allí.
Le había fallado. La había abandonado.
―¡Makare! ―gritó girándose bruscamente a un lado y a otro, desesperado por encontrarla.
"¡Ahí está!". Cruzó a toda prisa una plaza en ruinas, hacia sus inconfundibles cabellos castaños y su atuendo con ribetes broncíneos. Mientras corría a socorrerla, vio al grupo de eternos que comenzaba a rodearla, pero nada lo detendría esta vez, incluso si tenía que luchar contra todos ellos.
Cuando estiró un brazo para tomarla de la mano y emprender la huida juntos, Makare se volvió hacia él. La hermosa luz castaña de sus ojos se había convertido en un gélido resplandor azul. En su mirada no había rastro de amor. Solo entonces, Genub reparó en el hacha que Makare empuñaba, manchada con trozos de carne sangrienta, y luego en la hechicera naga que susurraba al oído de su amada.
Makare levantó el hacha y Genub pensó que aquello era imposible, que podría hacerla volver en sí y romper el hechizo que la había embrujado. Aún podían ser libres. Aún podían estar juntos.
―¡Makare, soy yo! ―Lo único verdadero en el mundo era el amor que se proferían―. ¡Makare! ―Tenía que hacerla volver, tenía que romper el encantamiento―. ¡Makare!
El hachazo cayó con fuerza, sin vacilar. Su arma no fue la única que perforó la carne de Genub, pero sí la primera. Cuando el acero descendió, la última imagen que vio fue una sonrisa en el rostro de su amada.
Threads of Disloyalty

Kawit debería haberse rendido tras la muerte de Oketra.
Su diosa había formado parte de su vida desde el principio. La amabilidad, la ternura y la presencia de la deidad la habían ayudado a mejorar constantemente como persona. Conocer a Oketra, venerarla y disfrutar de su luz habían sido unas constantes tan verdaderas como los soles del cielo... Hasta que la luz de Oketra se había apagado, extinguida por el aguijón venenoso de un escorpión abominable.
Kawit debería haber sentido desesperación y pánico. Sin embargo, lo único que sentía era rabia, una furia ardiente y consumidora que calcinaba todas las dudas y el miedo en su fulgor incandescente.
Se había arrodillado junto a Oketra mientras la savia vital de la diosa la abandonaba; sus ojos ya se habían tornado grises y apagados. No había más vida en la plaza. La mayoría de la gente había huido ante la llegada de los eternos, pero Kawit permanecía allí. Lo único que deseaba era ver a su diosa una última vez. Un grupo cada vez mayor de ungidos se reunía en torno a la deidad, aplicando aceite en su piel y vendándola para prepararla de cara al destino que quisiera que aguardase a las divinidades caídas.
En medio del proceso, ningún muerto prestó atención a Kawit cuando recogió una de las flechas de Oketra, lo bastante larga como para semejar una lanza en manos de la humana. Aunque ya no estaba imbuida con la luz divina de Oketra, Kawit aún sentía una energía vibrante en su interior, un eco de la presencia de la diosa.
Era una guerrera devota de Oketra, orgullosa y poderosa. Y aquel día vengaría a su deidad.
Oyó un chasquido retumbante a sus espaldas y se volvió a tiempo de ver a un eterno minotauro cargando contra ella a toda velocidad, hacha en mano. Kawit apenas consiguió levantar su nueva lanza para detener la embestida.
Without Weakness
El minotauro se estrelló contra la punta de la lanza y Kawit sintió un estallido de poder. Con un destello de luz blanca, el minotauro se desintegró y el poder de Oketra redujo a polvo la armadura de lazotep.
Kawit se quedó de pie, jadeando mientras su furia continuaba medrando. No la saciaría hasta acabar con el último de los eternos.
Y entonces lo vio.
Primero fueron los cuernos, la larga silueta curva que sus ojos conocían tan bien. Aquellos cuernos estaban por todas partes y sabía que solo podían pertenecer a una entidad.
Aquel era el mismísimo Dios Faraón.
Omniscience
Era inmenso, mayor que cualquier dios. Un extraño huevo dorado flotaba entre sus cuernos serpentinos. Y era un dragón. Su mente dudó por un segundo y se preguntó si no se trataría de un farsante, de una fuerza maligna que había suplantado al Dios Faraón. ¿Aquel impostor había causado la destrucción de la ciudad y convertido el Luxa en sangre? ¿Aquel impostor había provocado la muerte de su querida y bella diosa?
La lucidez de su ira le proporcionó la respuesta, y esta la golpeó con tal fuerza que Kawit comprendió la verdad inmediatamente.
"Ese dragón no es un impostor: es nuestro Dios Faraón. Es el ser al que hemos venerado toda nuestra vida". El estómago se le revolvió y la sangre le hirvió en la cabeza.
Kawit rugió su desafío a los cielos oscuros y alzó su lanza contra el Di... No, aquel nombre ya no tenía sentido: contra el dragón.
―¡Te mataré! ―proclamó antes de salir corriendo hacia él a toda velocidad.
Su grito atrajo la atención de un gran grupo de eternos que corrieron, serpentearon y volaron a interceptarla.
"Oketra, velad por mí. Otorgadme fuerza". Kawit no sabía a quién rogaba en realidad, pero eso no menguó la confianza que Oketra le proporcionaría.
Y la diosa respondió. Un escudo brillante y ondulante envolvió a Kawit, una manifestación tangible del poder y el amor de Oketra. Los eternos se estrellaron contra la barrera y salieron despedidos mientras Kawit continuaba cargando contra el dragón.
"Oketra, ayudadme a abatir a mi enemigo". Kawit arrojó la lanza y esta voló con una velocidad y una precisión que sabía que no podría conseguir por sí misma. El arma centelleó en el cielo como si hubiera salido disparada del arco de la diosa y continuó su trayectoria hacia el cuello del dragón desprevenido.
Oketra's Avenger
Los eternos que la rodeaban seguían arremetiendo en vano contra el escudo de fuerza. El amor de Oketra la protegía. Kawit vengaría a la diosa ese mismo día.
En el último instante posible, el dragón giró la cabeza hacia el proyectil y este se detuvo de repente en pleno vuelo. La lanza cayó en picado, neutralizada, y se partió en dos al golpear la roca.
El dragón observó por un segundo el arma rota y entonces habló con una voz retumbante cual tempestad.
―En otro mundo, niña, en un momento distinto... ―Entonces hizo una pausa y le dedicó un instante de atención―. Quizá me habrías resultado útil. ―No había odio ni cólera en su mirada, sino un divertimento frío. Finalmente, le dio la espalda y continuó su camino, olvidando que aquella humana había existido.
Aquel desinterés consiguió lo que una granizada de furia no había logrado. Kawit se desmoronó bajo el peso de la indiferencia del dragón, atónita al comprender cuántas cosas de su vida había destruido él sin emoción alguna. Morir desgarrada con furia y decisión habría sido más compasivo.
Cayó de rodillas casi inconscientemente y su escudo empezó a desvanecerse. Parpadeó una última vez y entonces desapareció.
Los eternos se aproximaron, pero Kawit no tenía fuerzas suficientes ni para gritar.
Merciless Eternal

Amenakhte oyó pasos, pisadas ligeras en lugar del tintineo del metal contra la piedra, y pensó que podría resultar seguro decir una palabra. En cuestión de minutos, no sería capaz de articular nada en absoluto.
―Ayuda... ―masculló con la boca llena de sangre, que gorgoteó junto con la palabra, apenas comprensible. Quizá sería más fácil morir, pero entonces recordó al niño que se ocultaba debajo de él, al valiente y astuto joven que incluso ahora permanecía en silencio, prudente para no llamar la atención de los asesinos.
Mientras la sangre manaba de su boca, Amenakhte se dio cuenta de lo sediento que estaba, de cuánto bien le haría un trago de agua. "Todo irá bien. Solo necesito un poco de agua".
―Ayuda ―repitió con más fuerza y claridad. Pronunciar la palabra requirió un mayor esfuerzo que cualquier otra cosa que había hecho aquel día, incluso si únicamente en la última hora había luchado por toda una vida.
Alguien le dio la vuelta y ahogó un grito. Amenakhte miró a su salvadora, pero tenía la vista nublada. Solo pudo distinguir que se trataba de una humana, no de un eterno del ejército que había segado las calles.
―Por favor... ―Tosió y escupió más sangre―. Por favor, salva al niño.
Había intentado escapar de la muerte. Todos lo habían intentado, pero las langostas, la destrucción de la Hekma, la caída de los dioses... Había sido demasiado. El mundo, todo lo que creían sobre él, les había sido arrebatado en cuestión de un día.
Así que huyeron. Y entonces descubrieron el auténtico terror de las Horas, el auténtico significado del regreso del Dios Faraón. Los eternos caminaban entre ellos, innumerables como las langostas, homicidas como el dios escorpión y despiadados como debía de ser el propio Dios Faraón. Sus hojas centelleaban, sus hechizos estallaban y sus víctimas morían.
Amenakhte era grande y poseía los hombros anchos y el torso fuerte de un guerrero, pero no era hábil luchando y nunca había sido valiente. Los eternos mataban indistintamente a fugitivos y a quienes presentaban batalla, y Amenakhte había sido presa del miedo hasta que vio al niño llorando en plena calle.
No era su hijo. Estaba seguro. Había visto a su hijo una vez, pocos años antes, aunque aquellos encuentros fortuitos solían ser irrelevantes y nadie hablaba de ellos. Sin embargo, se había fijado en los hombros anchos del niño y en su abundante cabello moreno, tan parecido al suyo. "Ese joven es mi hijo". Su corazón había rebosado orgullo aquel día, a pesar de que no podía compartirlo con nadie; ni siquiera con la madre del pequeño, a quien rara vez veía.
El niño que había visto llorando en las calles no tenía cabellos morenos ni hombros anchos y fuertes, pero algo había conmovido a Amenakhte como en el día en que había reconocido a su propio hijo. Los eternos habían comenzado a marchar por ambos extremos de la calle, con sus armas reflejando la luz de los soles y sus pies metálicos resonando duramente contra la piedra.
Amenakhte había corrido hacia el niño para llevárselo y ponerlo a salvo, pero los eternos estaban por todas partes y sus hojas habían descendido sobre él. Solo había tenido tiempo de interponerse entre el diluvio de acero y el niño para protegerlo de todas las puñaladas.
"Seré tu escudo, pequeño".
Había sufrido todas las perforaciones, todos los cortes, pero ¿acaso no era ancho de hombros? ¿No era de constitución fuerte? Con cada puñalada, había pensado en el niño que protegía y su única esperanza había sido mantenerlo con vida.
Tras unos segundos que habían parecido una eternidad, la violencia había cesado y el estruendo metálico se había alejado. Amenakhte no se había atrevido a moverse por temor a atraer de nuevo a los eternos, pero pronto había descubierto que no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. El niño había permanecido en silencio, sin dejarse vencer por el pánico. Ni siquiera ahora se movía. "Qué valiente y astuto. Te salvaré, joven".
Y ahora, la mujer estaba allí y Amenakhte dejaría al niño en sus manos. Entonces podría morir finalmente.
La mujer no dijo nada, pero se arrodilló a su lado y le estrechó una mano. Tenía los dedos cálidos y suaves. Eran casi tan agradables como un trago de agua. Amenakhte levantó la vista hacia su rostro y, aunque no podía verla bien, sabía que era hermosa.
―¿Salvarás... al niño? ―Era extraño, pero las palabras fluían con más facilidad que antes; brotaban como la sangre. La mujer asintió y, aunque lo veía todo borroso, Amenakhte distinguió que estaba llorando.
"No sientas lástima por mí", quiso decir. "Vamos, llévate al pequeño". Sin embargo, sus labios se negaban a moverse.
La mujer se inclinó sobre él y le susurró al oído.
―El niño está... Estará bien ―sollozó ella―. Yo lo... Lo salvaré.
Al igual que sus manos, su voz era cálida y líquida, cual gota dorada de miel lamida del panal. Amenakhte notó que su vista se atenuaba e intentó beber del rostro de ella, de su hermoso rostro, un último rayo de sol antes de caer en la noche vasta, oscura y eterna.

Amonkhet: Favor

Tres dioses han sucumbido desde que el Portal al más allá se abrió y reveló horrores inimaginables. Hazoret la Ferviente y Bontu la Venerada son las únicas que quedan para proteger a los mortales de Amonkhet. ¿Serán capaces de impedir la masacre hasta que el Dios Faraón regrese para defender a su pueblo?


La desesperación hizo caer de rodillas a la diosa.
Por tercera vez en el mismo día, un dolor insoportable la invadió y mermó sus fuerzas, corroyendo su corazón y su espíritu.
"Otro dios ha muerto".
Hazoret observó el horizonte, donde los enjambres de langostas aún mancillaban la luz de los soles. Por todas partes, los horrores del desierto arrasaban las calles de Naktamun y aterrorizaban a los ciudadanos.
Desde que tenía memoria, sus hermanos y ella habían defendido a su pueblo frente a las pesadillas del mundo. Juntos repelían la oscuridad, protegían a los mortales de las maldiciones de Amonkhet y daban caza a las sombras que acechaban más allá de Naktamun.
Sin embargo, el cuidador de la Hekma había caído.
La arquera dorada, la hermana cuyas flechas abatían a cualquiera que amenazase la ciudad, había caído.
El viajero indómito, el más fuerte de los hermanos y guardián del desierto, había caído.
"Bontu y yo somos las únicas que quedamos".
Una miríada de súplicas resonaban en su mente. La avalancha de miedos mortales recaía sobre sus hombros y crecía en peso y volumen cada vez que un dios fallecía.
Hazoret apretó los dientes y se obligó a levantarse. No podía rendirse; no ahora, cuando sus hijos la necesitaban más que nunca. No cuando parecía que todas las promesas del Dios Faraón se estaban rompiendo y sus hermanos caían uno tras otro a manos de una deidad oscura.
"Tengo que velar por mis hijos. Tengo que proteger a Bontu".
Hazoret cerró los ojos y abandonó.
Abandonó su autocontrol. Abandonó la moderación. Abandonó todo rastro de duda e incertidumbre y se arrojó hacia delante, precipitándose hacia el fervor, hacia la acción, hacia la furia, la llama y la danza irrefrenable de su frenesí de combate. Su lanza de dos puntas atravesó a incontables momias del desierto mientras cargaba por la ciudad como un relámpago dorado que surcaba las calles. El llanto de un niño la hizo saltar una avenida de lado a lado para protegerlo del derrumbe de un muro y llevarlo a los brazos de sus camaradas que huían. Un infernal gigantesco emergió del suelo destrozando varios edificios y se lanzó a por un grupo de ciudadanos. Con una palabra y un pensamiento, Hazoret liberó una ráfaga de fuego que voló hacia el monstruo y lo redujo a cenizas.
Chaos Maw
Luchó con toda la furia de una deidad desatada. Los mortales se reagrupaban allá por donde pasaba y luchaban con fervor renovado; la presencia de Hazoret avivaba su cólera y su poder. Mientras ensartaba en su lanza a un horror del desierto, un remolino de acero atrajo su atención. Una mortal que blandía dos khopeshes se abría paso a cuchilladas entre una manada de hienas reanimadas, moviéndose a una velocidad sobrenatural. Las bestias lanzaban dentelladas y gruñían a su alrededor, pero la humana acabó con ellas fácilmente esquivando sus mandíbulas, cercenando tendones y cortando sus extremidades para incapacitarlas.
Cuando la mujer clavó sus armas en la última hiena de la manada, Hazoret por fin vio su rostro: era Samut, la disidente; Samut, quien había blasfemado contra el Dios Faraón; Samut, quien le había preguntado "¿es eso el paraíso?" cuando el Portal se abrió para revelar los yermos y desatar el terror que ahora los consumía.
La mortal levantó la cabeza tras terminar su macabro trabajo y sus ojos se cruzaron con los de Hazoret. El campeón Djeru corrió para alcanzar a Samut y también levantó la mirada hacia la diosa.
―¡Gran Hazoret, ¿qué podemos hacer?! ―preguntó la humana en voz alta.
La deidad observó el caos que se extendía por su amada ciudad.
Defendeos unos a otros, hijos míos. Llevaos a quienes podáis y buscad refugio en las arenas del desierto. Debemos sobrevivir hasta que el Dios Faraón regrese para enmendar este mal.
―El Dios Faraón no va a...
No tenemos tiempo para palabras ni dudas ―aseveró Hazoret con toda su fuerza de voluntad. Samut y Djeru se inclinaron sumisamente ante su diosa, silenciados por el poder de esta.
Hazoret suspiró y se tranquilizó mínimamente. Se arrodilló y atravesó a la humana con su mirada.
Eres fuerte, Samut, y de voluntad firme. Emplea esa fuerza para proteger a tus congéneres. Amonkhet te necesita. También a ti, Djeru, mi último campeón.
El rugido escalofriante de una sierpe de arena atrajo la atención de Hazoret. La diosa preparó su arma y se levantó.
―Obedeceremos, gran Hazoret. Defenderemos a nuestros hermanos y hermanas ―respondió Djeru con voz clara y decidida. En cambio, Samut todavía miraba a la diosa con dudas en los ojos.
―¿Y quién os protegerá a vos? ―preguntó la mortal.
Una pequeña sonrisa revoloteó por el rostro de la deidad.
Marchaos y luchad. Yo sobreviviré.
No muy lejos de allí, un monumento se vino abajo cuando varias sierpes de arena chocaron contra él, persiguiendo a un grupo de visires cuyos hechizos eran inútiles contra sus duras escamas. Hazoret no dio tiempo a Samut y Djeru para protestar y emprendió la carrera contra las bestias profanadoras, con su arma y sus llamas preparadas y un grito de batalla en la garganta.

"No es suficiente".
Por cada vida mortal que salvaba, sabía que una decena de ellas se perdían. El corazón se le encogía de temor y tristeza. Cada muerte vacía provocaba una nueva punzada de culpa en ella. Muchas de las víctimas eran niños demasiado jóvenes como para haberse enfrentado a las pruebas. Se suponía que la Hora de la Gloria ofrecería a los mortales una última oportunidad de demostrar que eran dignos, pero los había convertido en presas, en víctimas del hambre incesante del desierto. Cada muerte se traducía en un nuevo individuo que sufría la cruel maldición de los errantes, condenados a regresar como muertos vivientes y perseguir a los mismos amigos por quienes habían perecido luchando.
Hazoret anhelaba el regreso de su Dios Faraón. ¿Qué había podido ocurrir para causar su demora? ¿Sería posible que los tres dioses invasores hubieran saboteado la gran labor que mostraría la senda hacia el más allá?
Hazoret negó con la cabeza. "Él jamás nos abandonaría".
Su mirada vagó hacia el corazón de la ciudad, donde el trono vacío del Dios Faraón se alzaba majestuosamente. Otro recuerdo de su promesa de regresar.
Ahora estaba cubierto de langostas, una mancha negra sobre el horizonte rojo sangre.
Un rugido gutural surgió de la garganta de Hazoret cuando prendió el aire de los alrededores y envió una llamarada para limpiar el trono. Un sinfín de langostas se desintegraron en el fogonazo, pero el humo apenas se había despejado antes de que un enjambre aún mayor reemplazara al que la diosa había calcinado.
Forbid
Por todas partes, Naktamun continuaba sucumbiendo.
La desesperación caló en el corazón de Hazoret. Los ruegos en su cabeza se habían vuelto ensordecedores, un estruendo solo igualado por el zumbido de las langostas.
Y así, la diosa rezó.
Rezó para que el Dios Faraón regresase. Para que cumpliera la profecía. Para que llegase y trajese orden al caos una vez más.
Y mientras rezaba, por encima del trono, el cielo onduló como distorsionado por un espejismo. Con un retumbo grave, el aire se quebró. Una mota de vacío negro se manifestó en el aire del desierto; un minúsculo agujero en el tejido de la realidad.
El vacío creció y el cielo rojo alrededor de él se consumió y desmenuzó como papel quemado, descomponiéndose en la nada. Desde el agujero se extendieron grietas y un crepitar de energía azul que refulgió y se fundió en negro, dejando marcas de quemaduras en el aire. Los fragmentos de realidad seguían desapareciendo en el agujero, precipitándose hacia el olvido mientras la grieta creciente consumía el espacio sobre el trono hasta formar un inmenso portal.
De él surgieron en primer lugar unos cuernos dorados, relucientes e impecables. A continuación emergió la silueta perfecta del dragón, enorme y ágil; sus grandes alas y afiladas garras irradiaban poder.
El Dios Faraón había regresado.
Behold my Grandeur
Hazoret alzó los brazos con júbilo mientras las alabanzas danzaban en sus labios. En verdad era tan majestuoso como lo recordaba: su inmensa silueta dorada encarnaba la perfección. En su mente, las voces que gritaban desesperadamente callaron de forma súbita y un éxtasis reverencial se propagó entre los mortales de la ciudad. Las voces de Amonkhet clamaban de alivio y regocijo.
El Dios Faraón aterrizó ante su trono y sus garras repiquetearon contra la piedra pulida. Bajó la mirada y contempló la marea de muerte y desolación que arrasaba Naktamun.
Y entonces sonrió.
Imminent Doom
El pavor se adueñó de Hazoret. Las últimas palabras de Rhonas acudieron a su mente mientras observaba cómo una oleada de mortales desesperados corrían hacia el dragón entre gritos de exultación. El Dios Faraón inclinó la cabeza hacia ellos, alzó una garra y Hazoret sintió cómo el aire crepitaba con energía.
Una chispa de luz violeta prendió entre los dedos del Dios Faraón y del cielo cayó un diluvio de llamas oscuras que consumieron todo aquello que tocaron.
Torment of Hailfire
Las alabanzas de los ciudadanos se convirtieron en alaridos cuando la destrucción descendió desde los cielos.
Hazoret corrió hacia los mortales más próximos y se inclinó sobre ellos para tratar de protegerlos de aquella magia devastadora. Con un giro de su lanza, conjuró un escudo de arena y llamas que se arremolinó en torno a ella y Hazoret apretó los dientes mientras el hechizo del Dios Faraón caía en los alrededores.
Los mortales a sus pies chillaban y gemían y la mente de la diosa trabajaba a toda prisa para asimilar aquel giro de los acontecimientos.
"El Dios Faraón ha regresado, pero solo trae la destrucción. Las Horas transcurren y las profecías son falsas, una manipulación oscura y perversa de sus auténticas intenciones".
Una jaqueca la abrumó cuando intentó recordar el pasado, cómo era el Dios Faraón antes de haberse marchado. El escudo flaqueó cuando Hazoret perdió la concentración al pensar en la advertencia final de Rhonas y las dudas de Samut. Tanto el dios como la mortal habían hablado en contra del Dios Faraón, pero cuando Hazoret intentaba sopesar sus palabras, la cabeza le estallaba de dolor. La imposibilidad de que el Dios Faraón no fuese justo y bondadoso contradecía lo que le mostraban los sentidos.
"Trae la destrucción de su pueblo, de sus hijos".
Hazoret levantó la vista hacia el Dios Faraón. Su hechizo al fin había cesado y sus ojos vagaron hacia el Portal al más allá, en la lejanía. Hazoret siguió la mirada y, para su sorpresa, el tercer dios, el que tenía cabeza de escarabajo, aún estaba ante el Portal. A pesar del caos que se había desatado en torno a él, permanecía espeluznantemente inmóvil, cual estatua añil en medio del pandemonio. El Dios Faraón extendió las alas y dobló las rodillas, dispuesto a levantar el vuelo.
¡Salve, Nicol Bolas, Dios Faraón de Amonkhet!
Aquellas palabras atrajeron la atención del dragón y desconcertaron por completo a Hazoret. Bontu se aproximó al trono con paso firme y se arrodilló ante el Dios Faraón. Hazoret se llevó las manos a la cabeza y la estrechó con fuerza para tratar de pensar con claridad. El nombre que Bontu había pronunciado, Nicol Bolas, había provocado otra oleada de dolor insoportable. La diosa estaba segura de algo: una magia desconocida retenía sus recuerdos.
Os he servido fielmente en vuestra ausencia, gran Dios Faraón ―dijo la voz áspera de Bontu en medio del estruendo―. He cosechado únicamente a los más ambiciosos y poderosos para ser dignos de serviros. He erradicado a los disidentes de todas las simientes y purgado Naktamun de aquellos que arruinarían vuestra labor. Y he mantenido los hilos que entrelazasteis en el tejido de mis hermanos. ―Bontu hizo una profunda reverencia―. Soy vuestra, Nicol Bolas. Vivo para serviros. Ordenad, y será cumplido.
Mientras escuchaba a Bontu, Hazoret aferró su lanza con más y más fuerza. Finalmente, no pudo contenerse.
¡Hermana, ¿qué significa eso?!
El dragón y la diosa se giraron hacia ella y, por primera vez en su vida, Hazoret se sintió diminuta.
El Dios Faraón se volvió hacia Bontu y pronunció sus primeras palabras.
―Mata a tu hermana.
Sin dudar ni por un instante, Bontu levantó una mano y dirigió una ráfaga de energía oscura contra Hazoret.
La diosa del fervor gritó cuando el hechizo la alcanzó de pleno. Sintió cómo su mente se deshacía y los confines del olvido carcomían su cordura, arrancando pensamientos y recuerdos. En el interior de su mente, conjuró fuegos sanadores para detener la expansión de las sombras con una llama cauterizadora.
Oblivion
Hazoret se libró de su lucha mental justo a tiempo de evitar una segunda ráfaga de energía partiéndola en dos con el extremo ígneo de su lanza. Sin embargo, un tercer ataque la alcanzó en un brazo y entorpeció sus movimientos y su mente.
El primer hechizo de Bontu no solo había asaltado la memoria de Hazoret: también había devorado el bloqueo de su mente.
De repente, la diosa lo recordó todo.
La magnitud del engaño de Nicol Bolas y la traición de Bontu cayeron a plomo sobre ella, embotando sus instintos y distrayéndola del combate actual. La culpa de haber dado muerte a sus hijos entorpeció sus movimientos y la rabia impotente de haber descubierto la cruel manipulación de su propio cometido ralentizó sus reacciones. "Bontu lo ha planeado todo", se percató. El primer ataque no había sido un simple asalto mental: su objetivo era distraer a Hazoret para entorpecerla, puesto que siempre había sido más veloz que su hermana, lo suficiente como para esquivar sus golpes y hechizos.
Bontu se había preparado para aquel combate.
El alcance de su traición hizo que la mente de Hazoret hirviera de furia y desesperación.
¡¿Por qué, Bontu?! ―gritó.
Su hermana soltó una risa áspera y chirriante. Para los mortales que la oyeron, sonó cruel y confiada, pero Hazoret oyó desesperación y un deje de tristeza.
¿Has olvidado quién soy, hermana? Yo encarno la ambición. Nicol Bolas destruyó a todos los que se opusieron a él. En lugar de ello, elegí unirme a su poder. Elegí sobrevivir.
¡Elegiste traicionar a tu mundo! ―Hazoret proyectó un chorro flamígero contra Bontu, pero esta absorbió el hechizo con su bastón.
Este mundo es Nicol Bolas. ―Bontu la señaló con su bastón y el fuego surgió de vuelta hacia Hazoret, alterado por la magia necrótica de la diosa―. Y tú no eres digna.
Hazoret retrocedió a toda prisa para evitar las llamas oscuras y se agachó tras las ruinas de un edificio. Oculta en el refugio, se armó de determinación.
En una fracción de segundo, abandonó la cobertura levantando una nube de arena y apareció detrás de Bontu a la velocidad del rayo, lanza en alto y dispuesta a atravesar a su hermana. El arma perforó la carne, pero entonces Bontu se desvaneció entre volutas de humo. Hazoret reculó tosiendo al respirar aquel gas venenoso y buscó a su hermana con la mirada. Las arenas estallaron bajo sus pies y Bontu emergió del suelo, apresándole un brazo entre sus fauces. Hazoret lanzó un grito y la presión de las mandíbulas la obligó a soltar su lanza.
Descargó una lluvia de puñetazos y patadas contra su hermana, pero Bontu resistió mientras una energía mágica recorría sus escamas y la protegía del asalto. En un arranque de inspiración, Hazoret prendió su propio brazo dentro de la boca de Bontu. Con un alarido, su hermana al fin liberó el brazo aplastado y las diosas tropezaron al separarse la una de la otra.
Hazoret recogió su lanza mientras un brazo colgaba en un costado, inutilizado. Bontu respiraba a bocanadas, con las fauces y el rostro chamuscados por la réplica inesperada. Al ver a su hermana alzar el bastón, Hazoret se preparó para otro asalto mágico. Para su sorpresa, el arma brilló, pero no lanzó ningún ataque contra ella.
De pronto, Hazoret oyó una nueva serie de gritos a sus espaldas y se volvió hacia ellos. El corazón se le heló al ver cómo una horda de horrores surgía de las ruinas y las sombras y se cernía sobre los mortales. La magia de Bontu había convocado a las bestias oscuras y las había incitado a matar a todo el que encontraran en su camino.
Hazoret volvió a lanzarse a la batalla como un relámpago, repeliendo a los monstruos y luchando desesperadamente por proteger a sus hijos. Sin embargo, cuando atravesó al primer horror, la criatura reventó e impregnó su lanza de una brea negra. Los demás horrores se abalanzaron sobre Hazoret y se fundieron en una ciénaga densa que la inmovilizó. Hazoret gritó de pura frustración y trató de conjurar calor y llamas, pero la brea solo se endureció y la apresó aún más.
Tu fanatismo y tu compasión te hacen predecible, hermana ―le susurró Bontu al oído. Su bastón golpeó la brea endurecida y Hazoret ahogó un grito cuando el calor y la fuerza abandonaron su cuerpo. Por el rabillo del ojo, vio a Bontu meter la mano en la brea y sintió cómo la apresaba y la arrastraba de vuelta al trono, de vuelta al dragón embaucador. Hazoret intentó resistirse, pero la magia de Bontu drenaba lenta y constantemente su fuerza vital.
Con un empujón, su hermana la arrojó a los pies de Nicol Bolas y se arrodilló de nuevo.
He hecho lo que me habéis pedido, mi Dios Faraón. Existo para servir.
El enorme dragón bajó la mirada hacia la deidad postrada y suplicante. Despacio, levantó una garra... y descargó un rayo de energía oscura contra Bontu. La diosa se desplomó retorciéndose de agonía.
―Tu utilidad ha terminado ―dijo con desprecio el dragón―. Sírveme en la muerte, pequeña diosa.
Nicol Bolas les dio la espalda y se dispuso a dejar atrás a las dos deidades moribundas de Amonkhet.
Bontu soltó un rugido primitivo mientras se arrastraba hacia él, todavía sufriendo convulsiones a causa del dolor. El dragón se volvió y la observó con una expresión de divertimento y superioridad. Los pasos lentos y vacilantes de Bontu cobraron fuerza y la diosa cargó contra Nicol Bolas.
Un monumento se derrumbó en el camino de Bontu y una multitud de muertos vivientes surgió entre los escombros; había tanto momias del desierto como ciudadanos de Naktamun alzados por la maldición de los errantes. La diosa tropezó con los escombros y los muertos vivientes se lanzaron sobre ella. Bontu los apartó a manotazos, pero debilitada como estaba, las criaturas que normalmente no habrían sido más que un estorbo consiguieron derribar a la deidad.
Cuando Nicol Bolas vio desaparecer a Bontu bajo la montaña de muertos vivientes, su fría y cruel risa retumbó en toda la ciudad devastada de Naktamun. Con un batir de alas, se elevó en el cielo y voló hacia el Portal y el dios escarabajo que aguardaba allí.
Hazoret presenció la marcha del dragón mientras oía cómo los muertos vivientes roían y se amontonaban sobre su presa. Sintió cómo su propia vida se apagaba poco a poco.
De pronto, percibió un estallido de poder a su lado y levantó la vista a tiempo de ver surgir una onda de descomposición bajo el amasijo de muertos vivientes. Bontu emergió con violencia de su sepultura, levantándose con un estertor y arrojando hacia el cielo los cuerpos inertes de los monstruos. Su hechizo había acabado con todos los seres vivos y muertos de los alrededores.
Bontu's Last Reckoning
Las miradas de Bontu y Hazoret se cruzaron y la diosa chacal sintió cómo la brea que la apresaba se ablandaba y se derretía.
Y por cuarta vez en el mismo día, un dolor insoportable invadió a Hazoret y le atravesó el vientre cuando Bontu falleció y el hechizo necrótico del dragón cortó las últimas líneas místicas que unían a la diosa al mundo.
Hazoret era la única que quedaba, el último pilar de Amonkhet.

Historia de los Planeswalkers (41): Liliana of the Dark Realms

Lugar de Nacimiento Desconocido
Tiempo de Vida ~4300 
Raza Humano

Liliana Vess es una planeswalker que usa magia negra. Su especialidad es la nigromancia: hechizos que reaniman a los muertos, corrompen a los vivos y se nutren de la muerte.


Primeros años

     Liliana se crió en un plano bajo la férula de su padre.  Incluso en esta etapa de su vida, ella era una seductora y no le importaba nada el tipo de reputación que este tipo de actividad generara. Esto enfureció a su padre, pero sus travesuras no han cambiado nada. Su vida privilegiada llegaría a un final abrupto, sin embargo, cuando su hermano Josu sufrido un daño terrible a manos de los enemigos de su padre.

     Como prueba, tal vez hasta para controlar a la chica temeraria, La señora Ana le dio la tarea de reunir raíces necesarias para curar a su hermano. Por desgracia, llegó demasiado tarde, pues los enemigos oscuros de su padre había arrasado los bosques donde el árbol crecia. Ella se enteró de este hecho cuando se encontró con un extraño hombre que afirmó ser un defensor de su padre. Él ofreció su ayuda, aunque advirtió de que su familia no quiere que ella interviniese. Ella volvió al castillo y pese a las advertencias de Lady Ana, usó su magia. Josu se curó de su aflicción, pero sólo a costa de sufrir locura y el envenenamiento. Dado que su condición había sido forjado por las manos de Liliana, la echaron de su casa.


El Cuervo Ojo

     A lo largo de la vida de Liliana, una conspiración siniestra la ha seguido. Desde el veneno que utilizó para curar a Josu o la adquisición del velo, todo era, aparentemente orquestado por una misteriosa figura, un ser conocido como el Hombre del Cuervo. Incluso al perseguir su propios intereses, ella nunca estuvo lejos de la influencia del velo, sin saberlo, ni siquiera, estaba en la misma habitación que la ubicación del velo, él envío a un ángel para proteger al mundo de los secretos del artefacto.
 
     Después de su batalla con el Kothoped, buscó todo el conocimiento que podía tener para poner fin a la sangría constante y soportar el dolor que sacudió su cuerpo y el alma. Ella volvió al plano de la Onakke y resucito el cuerpo del hombre más sabio que había. Sin embargo, su profanación le valió la ira de todos los ciudadanos de la ciudad y la localizaron en una granja, y la prendieron fuego con ella dentro. Gran parte de la frustración de Liliana y la sorpresa fue que el hombre que ella había resucitado no era en absoluto receptivo y a medida que el nigromante está a punto de darse por vencido y sucumbir a sus preguntas, el cuerpo se inclina hacia la mano y revelo su verdadera identidad, la del Hombre del Cuervo. Él usó un frasco de lo que parece ser la poción que la misma Liliana se había utilizado en Josu, y sus diferentes brillos dorados a través de sus tatuajes, convirtiéndolos del mismo color y curar sus heridas. Consciente de que ya le habia dicho lo que queria y habia conseguido lo que desea, ella lo apuñala. Vestida con el velo, una vez más, ella viaja a otro plano.


Agentes de Artificio

     En Agentes de artificio, Liliana es una residente más del plano de Ravnica y los tiempos en que Tezzeret trabaja para el Consorcio Infinito . Ella conoció a Jace Beleren quien localizó tras su deserción del Consorcio. Ella se hizo amiga de Rhoka Kallist y Jace finalmente se dejo seducir, tuvo un tórrido romance con él. Su lealtad parecía blindada, incluso mientras él estaba en medio de una crisis de identidad, creyendo que ella estaba con Kallist. Sin embargo, sus motivos finalmente saliiron a la luz y eran como menos altruistas. Ella finalmente traicionó a Jace, instigandolo a pelear con Tezzeret. Más tarde, se revela que sus acciones fueron apoyadas por Nicol Bolas, con quien había hecho un pacto para liberarla del pacto diabólico a cambio del control sobre la organización de Tezzeret. La operación quedo en nada al final. Varias veces considera dar marcha atrás y salir corriendo con Jace, pero cada vez que su miedo a sus demonios aparecen saca sus mejores afectos para Jace.

Prueba del Metal

     Liliana Vess hace varias apariciones en prueba del Metal. Después de haber sido obligada a prestar servicios de Nicol Bolas, que la utiliza como un peón para promover los objetivos del Dragón. En un momento dado se encuentra con Tezzeret y trata de advertirle de un plan que Nicol Bolas ha estado trazando, algo que resultará en la muerte de muchos caminantes. Al final, se las arregla para  queTezzeret se libre de su lazo con Nicol Bolas.

     Este aspecto es un problema, y dada la naturaleza del tiempo-espacio, la veracidad de la aparición de Liliana, y de hecho de que muchas versiones de realidad alternativa de Liliana no muestran ningún signo del Velo de la cadena, hace que sea cuestionable si esta Liliana es la misma o no de la aparecida en el cazador y el velo.

Historia de los Planeswalkers (30): Tezzeret, Agent of Bolas

Nombre Tezzeret
Nacimiento Tidehollow, Esper, Alara
Periodo de Vida ~4560
Raza Humano

Prueba del Metal

     Después de un largo período de tiempo, la mente y el cuerpo de Tezzeret fueron restablecidos, aunque con algunas modificaciones por parte de Nicol Bolas. Tezzeret despertó en Jund, en el Cáliz Worldheart. Nicol Bolas le engargó una misión: Encontrar la esfinge Crucius y los secretos de la forja de eterium. Tezzeret en un primer momento se burlaba de esta misión, como lo había aprendido absolutamente nada de los Buscadores de la Carmot excepto sus mentiras. Nicol Bolas tuvo un gran placer en contar Tezzeret que los solicitantes no había mentido en absoluto. 

     Transportado a Tidehollow para adquirir algún tipo de moneda. Para ello, buscó una fábrica de cerveza que había sido construida por el Consorcio durante su reinado. Encontró a su escondite de eterium, pero aprendió demasiado tarde que sus secretos no estaban a salvo ya. Cuando Tezzeret intentaga coger su tesoro, se disparó una trampa que se había colocadol. Un trío de Scorpions Magma lo persiguió por todo el Bajo Vectis hasta que por último Tezzeret tubo que pagar a una Sculler para su protección, comercio una pieza de sangrite. Con seguridad a bordo del barco, Tezzeret sabía quién había puesto la trampa, la única persona que podría haberlo hecho: Jace Beleren. Sabía, también, lo que Jace haría a continuación.

    Tezzeret volvió a choza de su padre y luchó con Jace y su ex segundo, Baltrice, en la cabaña donde se crió. El artífice había anticipado este enfrentamiento y utilizó su eterium recuperado para construir un dispositivo para incapacitar, y, finalmente, matar a Jace. Con el telépata bajo su control coaccionó a Baltrice de colaborar con él en su próximo plan, matar a Nicol Bolas. Por supuesto, esa era la meta, pero primero tenía que volver al Santuario Arcano a por su viejo rival, Renn Silas. 

     Fue primero al Laberinto de Cristal, que estaba sitiada por millones de zombis. Este ejército sólo podría haber sido orquestado por Renn. Tezzeret sabía que no tenía ninguna esperanza de derrotar a Renn debido a la capacidad de Silas en manejo del reloj, pero Renn había previsto incluso esto y herido gravemente durante la captura de Baltrice. Sin otra opción, se retiró al Cáliz Worldheart. En este caso, se utiliza un trozo de sangrite y los restos de multitud de eterium dejado en su cuerpo desde la niñez. Él formó un dispositivo que inyecta la sangrite en polvo directamente en su corazón para ganar poderes increíbles y utilizarlos para teletransportarse directamente al Laberinto y derrotar a Renn. 

     Utilizando el cuerpo de Renn como una máquina, Tezzeret aprovechó sus habilidades de manejo de reloj para resolver el laberinto. Al hacerlo, se encontró cara a cara con Kemuel, el Oculto, y se paró frente a la Puerta de Enigma. Usando la puerta, fue trasladado a un plano llamado Isla de metal, un plano en el que era prácticamente un dios. En este caso, las partes finales de sus planes se reunieron. Nicol Bolas no tardó en llegar, sin darse cuenta de la transformación de Tezzeret en este plano, y comenzó a exigir respuestas del artífice. Baltrice llegó a su lado, junto con Jace, seguido por último por Sharuum, despojada de su eterium.

     Una terrible pelea estalló entre los caminantes, y terminó con Nicol Bolas aparentemente victoriosos. Sin embargo, durante la lucha, sus poders disminuyeron considerablemente. Todo esto fue diseñado por Tezzeret, que fue el verdadero vencedor de la pelea. Revivió a Baltrice y Jace, dando a Baltrice un collar de sangrite que protegia de la manipulación mental, que Jace había visto obligado a utilizar para salvarla. Jace huyó con sonrisa maliciosa.

     Nicol Bolas, había predicho las acciones de Tezzeret y envió un mero simulacro a la isla para que Tezzeret pensara que había ganado. 

Mirrodin

     Nicol Bolas envió a Tezzeret al plano de Mirrodin para observar el crecimiento de Phyrexia, reportar su progreso, y evitar que se apoderen de liderazgo. Tezzeret se estableció dentro de la jerarquía pirexiana sin el compromiso de someterse. Su primer encuentro fue con Jin-Gitaxias. Se abrió camino más y más a Karn hasta que se sentó a su derecha junto a Gat y Glissa. Como Koth y sus aliados se enfrentaron a Pirexia, Tezzeret se movió contra los otros dos, conspirar para usurpar el trono de Karn. Esto lo puso en combate directo con Glissa.

     Debido a la naturaleza un tanto contradictorio de la búsqueda de Karn, y la falta total y absoluta de los pretores en el libro, no se sabe si Tezzeret podría haber usurpado el trono si él hubiera derrotado a Glissa.