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Luna Horrores: La Archimaga de la Noche Dorada

El mundo de Innistrad se sume poco a poco en la locura desde hace un tiempo; ya sean sectarios o cátaros, ninguna mente está a salvo. Incluso los ángeles han sucumbido a la demencia. La mismísima Avacyn enloqueció y la protectora se transformó en un monstruo que desató una devastación inimaginable incluso entre los más devotos de su Iglesia. Y entonces la destruyeron. Tras perder a su guardiana angelical, Innistrad ha quedado expuesta a las abrumadoras fuerzas de la oscuridad y el mal. Los pocos habitantes del plano que todavía no han perdido la cordura se preguntan si ha llegado el fin. Ahora que el mundo ha perdido el equilibrio e inicia su debacle definitiva, la gente reza para que algo o alguien lo bastante poderoso y bondadoso como para suceder a Avacyn les proteja de la oscuridad enloquecedora.


En la actualidad
Olía a sangre de ángel. No había nada comparable en todo el Multiverso: era un aroma penetrante, dulce y salobre, con un matiz picante y una nota de poder. La fragancia llenó las fosas nasales lupinas de Arlinn mientras subía a toda prisa por el acantilado que conducía a la localidad asediada de Lambholt. Gruñó y maldijo al percibir el olor. No había llegado a tiempo. Ella tendría que haber sido quien derramase la sangre del ángel, quien lo abatiese y atrajera su ira. Ella era la protectora de Ulvenwald.
"Más rápido".
Había visto desde lejos el ataque del ángel contra Lambholt; el ser divino había descendido en picado y había desaparecido entre los tejados y las torres. Lo siguiente habían sido gritos de terror y destellos de luz. Momentos después, el ángel había resurgido con las alas ensangrentadas y su espada en llamas, lista para descender de nuevo.

Aunque Arlinn no había visto lo ocurrido entre los tejados, se lo imaginaba con demasiada facilidad. Todos los ángeles dementes se comportaban de forma parecida. Estaban destrozados, inconsolables; chillaban y lloraban la muerte de Avacyn mientras surcaban los cielos. Parecía imposible que el arcángel hubiera desaparecido de verdad, pero era innegable que se había abierto un agujero en la estructura de Innistrad. Un agujero que se llenaba rápidamente con los llantos de los inocentes, el crepitar de las llamas y las risas malvadas de seres corruptos.
El sonido desesperado del cuerno de un cátaro espoleó a Arlinn. Reconocía el timbre: era de la Noche Dorada. Reunió la energía del bosque y tensó los robustos músculos de sus piernas, impulsándose colina arriba. "Más rápido". Pero temió que fuera demasiado tarde. Se había derramado sangre, mas no solo angelical. También olía a sangre humana. De los cátaros. Arlinn se los imaginó con las armas dispuestas y pronunciando invocaciones mágicas. Sin embargo, no recibirían la bendición por la que rezaban; Avacyn no estaba allí para responder a sus plegarias.

Muchos años atrás
―Arlinn Kord, vuestra presencia aquí esta noche representa que habéis acudido a la llamada de Avacyn, la divina protectora. No existe bendición mayor que la que estáis a punto de recibir. Acercaos, por favor.
Desde el altar de la Noche Dorada, el archimago Reeves hizo un gesto para pedir a Arlinn que se uniese Rembert y a él. Ninguno de los dos archimagos comprendía cuánto significaba aquel momento para Arlinn. Nunca lo entenderían del todo; no podía explicárselo. Para ella representaba mucho más que recibir la bendición del arcángel, por muy extraordinario que fuese aquello. Para ella representaba la libertad. Si explicara eso a los hombres devotos que tenía ante ella, todo se desvanecería.
Arlinn dejó de postrarse en señal de ruego y subió los peldaños para unirse a los dos archimagos. Reeves no le prestó atención, pero Rembert la miró con una sonrisa en sus labios finos. Arlinn correspondió el gesto lo mejor que pudo, aunque le temblaban los labios. Desvió la mirada hacia los detalles familiares que la rodeaban para tratar de calmar las sensaciones alternas de ansiedad y expectación que la invadían. La capilla del Distrito Elgaud era pequeña, pero no por ello sencilla. El altar brillaba con ornamentos dorados que mostraban el símbolo de Avacyn. Gruesas telas blancas decoraban el techo por todas partes, creando la sensación de estar en un refugio protegido y lleno de nubes de incienso; un lugar pacífico pero poderoso.
―En el nombre de Avacyn y por el poder que me ha investido su santa Iglesia, os confiero esta bendición. ―El archimago Reeves inició un cántico. Arlinn conocía bien los versos. Había escuchado aquella plegaria un sinfín de veces durante los últimos años, como la única cátara que había estado presente en las ceremonias de bendición de todos los archimagos. Había observado a sus predecesores en aquel mismo altar cuando estos se disponían a recibir la mayor de las bendiciones. Siempre se había preguntado si algún día lograría seguir sus pasos; siempre había dudado de sí misma, sentada en el banco más próximo al altar; desde aquel banco, siempre se había recordado que debía confiar en el poder de Avacyn. Y ahora, allí estaba.
―Arlinn Kord, os hago entrega de este manto, el símbolo del amor infinito y la protección constante de Avacyn ―dijo el archimago Reeves sosteniendo en alto la gruesa cadena dorada con el medallón brillante, el manto de la Noche Dorada.
En el momento adecuado, Arlinn inclinó la cabeza y Reeves deslizó la cadena alrededor de su cuello. El medallón pesaba más de lo que imaginaba. Podía sentir su peso en el pecho y su poder sagrado. Era el poder que necesitaba, el poder que había ido a buscar allí. La luz. El bien. La verdad.
Sabía que debía permanecer inmóvil durante la ceremonia, pero no pudo resistirse a tocarlo, a dejar que descansara en la palma de su mano y a recorrer su contorno con los dedos. Era hermoso y puro, y ahora era suyo.
―Sabes que estoy orgulloso de ti ―susurró Rembert posando una mano en su hombro mientras Reeves continuaba con el cántico.
Un cúmulo de emociones se agolparon en la garganta de Arlinn y le impidieron responder, pero sus ojos se encontraron con los de Rembert y esperó que él percibiera la gratitud en su mirada. Había sido el apoyo constante de Arlinn durante años, un mentor que la había motivado, que había tenido paciencia con ella y la había ayudado a desarrollar sus fortalezas. La conocía mejor que nadie... Y aun así, no conocía la verdad.
Arlinn apartó la mirada bruscamente. ¿Cuántas veces había querido decírsela? Pero no podía hacerlo. Si Rembert supiese la verdad, lo que era ella, su mano se vería obligada a volverse en su contra. El nudo de emociones en la garganta se deshizo y se deslizó hasta su pecho, donde se convirtió en una gélida sensación de culpa. Arlinn se encogió al notarla. Se había prometido a sí misma que no volvería a sentir culpabilidad después de aquella noche, pero ignorarla no era tan fácil como ella hubiera querido. En su mente destellaron imágenes de los cientos de amuletos que había elaborado para protegerse de la maldición de la licantropía. Del contacto de la luz de la luna en la piel. De los aullidos que oía a altas horas de la noche. Había mantenido aquello en secreto a todo el mundo. Tenía que hacerlo. Una licántropa no podría convertirse en archimaga de la Noche Dorada, y Arlinn tenía que conseguirlo. Aquello la salvaría de la maldición.
La bendición de Avacyn era más poderosa que el mal que moraba en ella. Gracias a ella contendría el salvajismo. Había trabajado durante años para conseguirla. Después de aquella noche, podría confiar en sí misma. Final y absolutamente.
Exhaló un suspiro que parecía que llevaba años conteniendo. Volvió a mirar a Rembert y sostuvo su mirada mientras Reeves completaba el cántico de la Noche Dorada.
―Oremos juntos. ―Reeves asintió en dirección a Arlinn y ella se unió a la última plegaria―. Gran Avacyn, protectora de todos, Bendita que nos da fuerzas, os...
―¡Una invasión! ―El grito cortó el aire cargado de incienso y las gruesas cortinas blancas ondularon, exponiendo el altar a la brisa fría que entraba por la puerta―. ¡Diablos en Havengul! ¡Hordas de ellos! ―Se trataba del cátaro Leighton, que corrió por el pasillo hasta el altar, espada en mano―. La Legión de la Noche Dorada os necesita ―dijo dirigiéndose a Reeves―. Han solicitado la ayuda de los archimagos.
―¡Cabalgaremos, pues! ―Reeves se quitó el manto ceremonial que cubría sus vestimentas y siguió a Leighton por el pasillo.
―Archimaga Kord, prepara tu espada ―indicó Rembert antes de ir en pos de Reeves.
Arlinn se sobresaltó. Se refería a ella. La había llamado por su título: archimaga―. Pero la plegaria... No hemos terminado. ―Sabía que era una tontería decirlo en un momento así, pero su mente daba vueltas y tenía las emociones a flor de piel. Llevaba mucho tiempo aguardando aquel momento y se sentía como si algo quedara inconcluso, como un hilo suelto en una capa de viaje que podría deshilacharse y deshacer el resto de la capa. Necesitaba saber que no dejaba cabos sueltos; necesitaba saber que era una archimaga, final y absolutamente.
Rembert abrió la boca como para reprenderla, pero su mirada se ablandó cuando vio los ojos de ella. Se detuvo junto a la puerta―. Antes de esta noche me preguntaste si consideraba que estabas lista para convertirte en archimaga de la Noche Dorada.
―Lo hice ―admitió Arlinn.
―Lo que dije entonces sigue siendo cierto. En mi mente, has sido una archimaga desde el momento en que llegaste. Jamás he visto a una discípula tan brillante y prometedora. Ahora tienes en tu nombre lo que siempre has tenido en tu corazón. Arlinn Kord, eres miembro de la Noche Dorada, compartes el sacramento que nos mantiene unidos, que nos une al ángel y entre nosotros, siempre. Hayamos completado o no la ceremonia, es oficial.
―Entiendo. ―Arlinn intentó sonreír. Era oficial. Con eso le bastaba. Sin embargo, deseaba tener una sensación más fuerte; había imaginado que, llegado el momento, una sensación de poder y libertad la habría embargado.
―Han convocado a la Noche Dorada. ―Rembert abrió la puerta―. Debemos partir.
―Sí, cabalgaremos. ―Arlinn cruzó el pasillo con premura.
―Sin embargo... ―Rembert carraspeó cuando salieron de la capilla―. Sería un descuido por mi parte ignorar el deber de la Iglesia y no asegurarme de completar la última plegaria.
―¿Eh? ―Arlinn se quedó mirando al archimago.
―Terminémosla por el camino. Gran Avacyn, protectora de todos... ―recitó Rembert.
Completaron juntos la última plegaria a Avacyn, pronunciando las palabras entre resuellos en la gélida noche mientras cruzaban a toda prisa el Distrito Elgaud en dirección a los establos. Cuando montó en su caballo, Arlinn era una archimaga; lo sentía en el alma.
La localidad de Havengul estaba en llamas. Como había advertido Leighton, se toparon con hordas de diablos colgando de todos los árboles, columpiándose en las vigas de los tejados y bailando en las calles. Un grupo de aproximadamente una decena brincaba entre los edificios más elevados y arrojaba bolas de fuego a cualquier cosa que aún no ardiera, o incluso únicamente para avivar las llamas. Un engendro subido a la cabeza de un anciano lo acuchillaba desde arriba con sus dedos puntiagudos, mientras otros dos le sujetaban las manos para que no se quitara al primero de un manotazo. Otro diablo atormentaba a un joven que parecía a punto de desmayarse, rasgándole diseños viles en la piel con sus uñas cubiertas de tierra y derramando la sangre justa para mantenerlo vivo, pero causándole tanto dolor como para que deseara no estarlo. Las carcajadas de los monstruos se oían por encima del crepitar de las llamas; sus pulmones no se veían afectados por el humo asfixiante que había vencido a muchos lugareños. Arlinn odió inmediatamente a los diablos.

La Legión de la Noche Dorada había llegado justo antes que la caballería; los archimagos y los cátaros se unieron a la defensa que habían iniciado los ángeles. La mayor prioridad era establecer un santuario. Un ángel, Freydalia, bendijo una pequeña iglesia con un hechizo de protección y, bajo las órdenes de Rembert, Arlinn y los demás empezaron a poner a salvo a los supervivientes. Primero rescatarían a los inocentes y luego se ocuparían de los malvados.
Arlinn se agachó junto a los restos en llamas de un carruaje volcado y tendió la mano bajo la madera ardiente para atraer a un niño reticente. Otro ángel, Olaylie, volaba por encima de ellos para mantener a raya a un grupo de diablos que amenazaban con saltarles encima desde un tejado.
―No podré contenerlos mucho más ―avisó Olaylie a Arlinn. El ángel empaló a un diablo con su lanza, pero otros cuatro atraparon el arma e iniciaron un feroz tira y afloja.
―Dame la mano ―rogó Arlinn estirando los dedos hacia el niño. Tenía que apresurarse.
―N-no, los diablos me quemarán si salgo ―protestó con miedo el niño. La madera del carruaje crujió.
―Sé que estás asustado, pero no te preocupes. ―Arlinn no quiso decirle que moriría calcinado si no salía de allí; no quería alarmarlo aún más―. El ángel de ahí arriba y yo te protegeremos. ―Estiró el brazo un poco más, pero el niño seguía aterrado.
―Pero solo sois dos. Y hay muchos diablos. ―Echó un vistazo por una abertura en la madera justo cuando una tabla en llamas se desprendió del cuerpo del vehículo y cayó junto a Arlinn.
―¿Sabes quién es Avacyn? ―El tiempo se agotaba y, como no conseguía que el niño confiara en ella, Arlinn decidió recurrir a su fe.
El pequeño asintió.
―Entonces sabrás que ella es más de lo que yo jamás seré, más de lo que incluso ese ángel sagrado será jamás. Avacyn te ayudará si nosotras no podemos.
El chico escuchó las palabras de Arlinn, pero ella no sabía qué reflexionaba tras sus ojos marrones. Solo podía esperar haberlo convencido―. Reza conmigo ―le insistió―. Pediremos ayuda a Avacyn juntos. ―Eligió la plegaria que le parecía más familiar, confiando en que él también la conociera―. Gran Avacyn, os rezo en este momento de necesidad. Os pido que...
―¿Cómo lo sabes? ―la interrumpió el niño―. ¿Cómo sabes que nos ayudará? Y quiero una respuesta seria, no una excusa para hacerme salir. Sé cómo sois los adultos y no voy a dejar que los diablos me atrapen por tu culpa.
Esta vez fue Arlinn quien escuchó las palabras del niño. Oía las alas de Olaylie batiendo con furia y sentía el calor de las llamas de los diablos, pero la mirada del niño ejercía más presión que las otras dos cosas juntas―. Te daré la respuesta más seria que conozco. Sé que Avacyn te ayudará si rezas porque me ha ayudado a mí. Una vez me ocurrió algo muy malo y tenía miedo de estar sola, pero descubrí que no lo estaba. Avacyn me salvó.
―¡Deprisa, archimaga Kord! ―apremió Olaylie desde arriba. El carruaje se inclinó sobre sus cabezas.
―Dame la mano, por favor. ―Arlinn estiró los dedos todo lo que pudo y estuvo a punto de sujetar al niño por el codo.
―¿Eres una archimaga? ―La expresión de duda del pequeño se tornó en asombro.
―Lo soy. ―Arlinn bajó la mirada hacia el medallón que colgaba en su cuello mientras arqueaba la espalda para soportar el peso de la madera caliente y resquebrajada.
―Eso lo cambia todo ―dijo el niño―. Está bien. ―Se movió con cuidado y lentamente. Arlinn contuvo el aliento mientras la pequeña mano se acercaba a la suya.
El carruaje gruñó sobre sus cabezas como una bestia. Arlinn rezó su propia plegaria. "Gran Avacyn, dadme fuerzas para salvar a este niño inocente". Sintió el manto de archimago resplandecer con vida en su pecho. La bendición de Avacyn se agitó en su interior. Rezó por el niño en voz alta―. Protectora de nuestro mundo, llevadnos sanos y salvos a vuestro santuario. ―La agitación se convirtió en una oleada abrumadora de poder sagrado. Cuando la mano del niño tocó la suya y Arlinn tiró de él para sacarlo de debajo del carruaje, un impulso divino los envió rodando por el suelo justo antes de que la estructura se derrumbase.
El ángel Olaylie descendió y protegió a Arlinn y al niño de las astillas en llamas y los ataques de los diablos. El pequeño gritó de miedo.
―Estamos a salvo. ―Arlinn hundió la nariz en el pelo enmarañado del niño e inspiró su olor a vida―. Estás a salvo. ―Lo acunó acariciándole la cara―. Ahora voy a llevarte a la iglesia. ―Separó la mano de la cabeza del niño y se le hizo un nudo en la garganta: tenía los dedos manchados de sangre. Su corazón pospuso el siguiente latido; se negó a mantenerla con vida hasta que estuviera segura de que el niño viviría. Examinó su cabeza en busca de la herida, luego los hombros y el cuello. Nada. Pero había más sangre. Y luego cada vez más. Una gota roja cayó en la mano de Arlinn. Levantó la vista.
Olaylie se tambaleaba en el cielo con un diablo aferrado a su espalda, que la acuchilló en la cabeza con sus dedos como agujas. Un segundo diablo se abalanzó sobre su pierna y un tercero saltó sobre su hombro. Los tres clavaron sus manos impías en la carne pura del ángel. Olaylie lanzó un grito.
Arlinn nunca había visto sangrar a un ángel. Era como si la hubieran acuchillado a ella misma en la cara, como si el grito de agonía que resonó en el pueblo fuera suyo.
Una gota de sangre cayó en la mejilla de Arlinn. Percibió su aroma: la sangre del ángel olía como los árboles de los bosques, como el aire de los cielos y las aguas de los mares. Era un aroma embriagador y cargado de poder sagrado. Su lugar no estaba fuera del cuerpo del ángel. Quiso ayudar y gritó el nombre de Olaylie desesperadamente, pero entonces se acordó del niño que protegía entre sus brazos. Bajó la mirada hacia él; la sangre del ángel le manchaba la cara.
―¡Salva primero al niño, archimaga Kord! ―tronó la voz de Olaylie desde lo alto; había sido una orden, pero luego la acompañó de una súplica más suave―. Arlinn, por favor, salva primero al niño.
Arlinn hizo todo lo posible para apartar la mirada de los diablos que desgarraban la piel del ángel. Si hubiera seguido contemplándolo un segundo más, no habría podido cumplir la orden de Olaylie. Volvió a tender la mano al niño―. Ven conmigo.
Esta vez no dudó. El pequeño dejó que Arlinn le guiara por el centro de Havengul y ambos corrieron hacia el santuario. Su débil voz entonó una plegaria por el camino―. Gran Avacyn, ayuda a ese ángel, por favor. No dejes que los diablos la hagan sangrar. Le están haciendo daño.

En la actualidad
―¡Acabaré con vosotros en el nombre de Avacyn, la protectora caída! ―El lamento del ángel loco llegó a oídos de Arlinn cuando coronó el acantilado. Avanzaba a toda velocidad, pero al ver el claro que se extendía ante ella, clavó las garras en la tierra del bosque y se deslizó hasta detenerse. El ángel demente estaba en el suelo, en el centro del anillo de árboles. Arlinn se agachó entre la maleza; permanecer oculta le daría ventaja. Echó un vistazo entre las ramas y respiró grandes bocanadas de aire impregnado con el olor a sangre. El ángel estaba atado con cuerdas y una flecha sobresalía de su vientre; tenía las alas ensangrentadas. Había cátaros rodeándola por todos los flancos, con las armas dispuestas. A pesar de todo, el ángel tenía el control de la situación. Poseía un poder inconmensurable, potenciado incluso más por su demencia.

―¡Impuros! ―chilló el ángel a los cátaros―. ¡Sois todos impuros! ―Su espada resplandecía con magia ígnea mientras se retorcía entre las cuerdas. Lanzó un grito, un sonido lleno de ira vengativa que erizó el pelo del cuello de Arlinn.
Sus instintos le dijeron que protegiese a los cátaros. Mostró los dientes y acechó con cautela desde los matorrales; no podía esperar eternamente a que se presentase una oportunidad para atacar.
―¡Sujetadla bien! ―Una voz familiar detuvo a Arlinn. Sus orejas giraron hacia el sonido―. ¡No aflojéis esas cuerdas! ―Las piernas de Arlinn se tensaron. "No puede ser". Pero no cabía duda de que el cátaro que apareció rodeando al ángel y gritando órdenes a los demás era un archimago―. ¡Arqueros, apuntad! ―Aunque el rostro de Rembert estaba rojo por el esfuerzo y cubierto de polvo, las tres cicatrices blancas que bajaban desde las mejillas hasta la mandíbula llamaban la atención bajo la luz de la luna.
Arlinn sintió un nudo en el estómago al verle, al recordar lo sucedido. Se replegó hasta la arboleda, con la cola baja. Posó una de sus patas traseras en una rama. Si ver a Rembert no la hubiera inquietado tanto, sus instintos salvajes habrían tomado el mando de su cuerpo y habrían cambiado el peso a la otra pierna; sin embargo, en aquel momento era más humana que salvaje y su mente daba vueltas, distraída y demasiado lenta. La rama se partió... y el ángel giró la cabeza hacia su posición como un resorte, clavando la mirada directamente en la espesura donde se ocultaba Arlinn. El ángel compuso una sonrisa inquietante y levantó una mano―. ¡Un monstruo! ―exclamó señalando a Arlinn―. ¡Ahí, entre los árboles! ¡Un monstruo!
Varios cátaros se volvieron para mirar, entre ellos Rembert. Divisó a la licántropa antes que los demás, ya que sabía lo que buscaba. Sus ojos se encontraron con los de Arlinn y entonces se llevó una mano a la cara; sus dedos recorrieron la cicatriz más larga. Arlinn sintió un escalofrío.
―¡Ahí! ¡Un licántropo! ―gritó un cátaro, lo que sacó a Arlinn del trance del pasado.
Los soldados sagrados retrocedieron instintivamente y se acercaron más al ángel. "¡No!", quiso gritar Arlinn, pero ellos solo habrían oído un gruñido que empeoraría la situación. Sin embargo, ya había empeorado igualmente. Aquel descuido había sido todo lo que necesitaba el ángel. En una demostración de fuerza demencial, extendió las alas con tanto ímpetu que se liberó de las cuerdas que la retenían.
―¡Detenedla! ¡Sujetad las cuerdas! ―gritaron los cátaros, pero ya era demasiado tarde.
―¡Impuros! ―chilló el ángel cuando levantó el vuelo. Una vez en el aire, arrancó la flecha alojada en su vientre y la arrojó contra una joven cátara―. ¡Acabaré con vosotros!
Arlinn se enfureció al ver desplomarse a la joven, sin vida. Su naturaleza salvaje se apoderó de ella y la impulsó hacia el ángel con las fauces abiertas... Pero sus dientes se encontraron con una gruesa rama. Rembert la blandía a modo de arma contra ella y ahora tomaba impulso para golpear de nuevo. Arlinn esquivó el golpe, pero sus patas resbalaron en el fango del claro, empapado con la sangre del ángel. Se levantó rápidamente, pero gañó cuando el tercer golpe de Rembert la alcanzó en la cola.
―¡Atrapadla! ―ordenó Rembert a los otros cátaros. Volvió a atacar a Arlinn mientras ella se ponía a cubierto tras un tocón―. ¡Atrapad al monstruo!
Las espadas sisearon y las flechas volaron, algunas hacia el ángel y otras hacia Arlinn.
"¡Parad!". Quería pedir a Rembert que se detuviera. Quería decirle que ya no era el monstruo que había conocido. La verdad era que nunca lo había sido.

Muchos años atrás
―¡Llévatelo! ¡Llévate al chico! ―gritó la archimaga Arlinn Kord cuando dejó al niño entre los brazos de Rembert. No esperó a verlos llegar al santuario antes de dar media vuelta y volver sobre sus pasos a toda prisa y con la espada desenvainada.
El humo de los incendios le oscurecía la vista, pero no tanto como para impedirle distinguir el horror que tenía ante sí. Había al menos una docena de diablos colgando de Olaylie, tirándole del pelo, arrancándole las plumas y arañándole la piel.
―¡Alto! ―chilló Arlinn―. ¡Soltadla!
Los engendros soltaron una carcajada y le lanzaron una lluvia de hechizos de fuego. Arlinn desvió el ataque con su espada y siguió avanzando, acercándose―. ¡Cuando os alcance dejaréis de reíros!
Como si su amenaza hubiera sido el final de un chiste horrible, los diablos prorrumpieron en carcajadas feroces y sus patas huesudas temblaron de la risa. El que se había posado en la cabeza de Olaylie señaló a Arlinn y dio un chillido que los demás parecieron entender como una orden. Todos a la vez, los diablos tiraron de las alas de Olaylie e hicieron que cayera en picado. Se regodearon cuando el ángel se estrelló y salió rodando por el suelo, incapaz de volver a levantar el vuelo.
Arlinn cargó contra ellos concentrando en su espada toda su fuerza, todo el poder divino que podía reunir. Rezó mientras lo hacía―. Avacyn, guiadme. Concededme vuestro poder sagrado; si alguna vez lo he necesitado, es ahora. ―Atravesó corriendo el fuego que los diablos arrojaban contra ella, sin temor a quemarse. Su espada alcanzó a uno directamente en el pecho. La extrajo y acuchilló a otro. Y luego a un tercero. Sin embargo, antes de que pudiera golpear de nuevo, una decena de engendros se le echaron encima desde los tejados.
Arlinn apenas tuvo tiempo de entonar una plegaria en silencio. "Avacyn, son demasiados. Ayudadme". La apresaron por la espalda con unos dedos puntiagudos que atravesaron su jubón. Se giró dando un tajo en busca del diablo agresor, pero este se había pegado a su espalda. Sintió el peso de otro que se unía a él, y luego un tercero. Sus colas abrasadoras se enroscaron alrededor de su cuello. Sus uñas se clavaron en sus hombros y su espalda y tiraron de ella hacia abajo. Sus carcajadas invadieron sus oídos mientras la arrastraban hacia el suelo. "Avacyn, por favor".
No hubo respuesta.
El dolor era inmenso, pero peor aún era ver al ángel delante de ella, luchando contra la horda asfixiante. Entre la sangre y los diablos, solo había rojo donde antes había estado el blanco puro de Olaylie.
―¡No! ―Arlinn luchó por levantarse, pero ella también estaba a punto de quedar sepultada bajo los engendros. Por sus mejillas corría un hilo cálido, pero Arlinn no sabía si era de lágrimas o sangre. Aquello no estaba bien. Las cosas no podían terminar de aquella manera. Era una archimaga de Avacyn. "¡Avacyn!". Arlinn luchó contra los zarpazos y los mordiscos y alcanzó con la mano el medallón que llevaba al cuello. Sus dedos aferraron el manto de los archimagos de la Noche Dorada. "Avacyn, os lo ruego, acudid en mi ayuda". Esperó y se entregó al poder de la protectora; necesitaba poder para salvar al ángel. Pero no obtuvo nada.
Justo fuera del alcance de Arlinn, Olaylie prorrumpió en un grito, una explosión de sonido liberada después de haber resistido el dolor durante mucho tiempo. El alarido del ángel contenía una agonía tan grande que partió la noche en dos.
Arlinn sintió el poder del dolor en el grito de Olaylie y, al igual que la noche, ella también se dividió en dos.
La licántropa emergió bajo los diablos. Sus fauces lanzaron una dentellada. Atraparon por la garganta al engendro más próximo. Separaron la cabeza del resto del cuerpo. La arrojaron volando por el patio.
Más.
Sus garras acuchillaron torsos huesudos. Cercenaron colas. Lanzaron cuerpos por los aires.
Más.
Los huesos crujieron.
La carne se desgarró.
Los espinazos se partieron.
Los cadáveres volaron por doquier.
Más.
Plumas.
Las fauces de la licántropa se llenaron de plumas.
El sabor de la sangre angelical. Embriagador. Ambrosía. Perfección.
Los ojos del ángel reflejaban su conmoción. Se levantó, se elevó, pero no lo bastante rápido. Las garras de la bestia la alcanzaron en una pierna y se clavaron en la pantorrilla. El placer de dañar aquella piel perfecta era inigualable. La licántropa atrajo a tierra a su presa y se lanzó a por su carne con los dientes.
―¡Suéltala!
La mujer lobo se giró hacia el origen de la voz. Era un humano, un hombre con una espada en alto. Le rajó el estómago por la mitad. Su sangre y sus vísceras se derramaron.
Más.
Se volvió hacia el ángel, pero otros humanos se acercaron. Asestó un zarpazo a una espada que descendía hacia ella y el arma salió volando; acto seguido acuchilló el brazo que la blandía, separándolo del cuerpo. La humana cayó. La licántropa pisó con fuerza el miembro cercenado y aplastó el hueso solo para oírlo crujir. Luego cortó en pedazos el resto del cuerpo.
Otro humano cargó contra ella; su espada y su escudo resplandecían con una luz cegadora. La bestia se situó tras él de un salto. Una embestida, varias cuchilladas y el humano cayó hecho trizas a los pies de la licántropa.
Más.
Uno tras otro, todos murieron a manos de ella.

De pronto, un rayo la alcanzó desde arriba y la hizo gruñir de dolor. Otro rayo; este impactó en su espalda. El ángel se había recuperado lo suficiente como para volver a volar. La licántropa gruñó. Su presa flotaba en lo alto y emitía un brillo dorado entre la tierra y la sangre que cubrían su piel. Apuntó con un rayo de luz sagrada.
La bestia se impulsó hacia arriba y lanzó un violento zarpazo al ángel brillante. Sus garras golpearon primero, seguidas de sus dientes. Arrancó de un mordisco la punta de un ala. Un bocado de plumas, hueso cartilaginoso y sangre.
El ángel perdió altitud. La licántropa volvió a saltar, esta vez a por la otra ala. La arrancó de cuajo. El ser divino cayó en picado.
Mientras la licántropa se acercaba lentamente al ángel abatido, esta se puso en pie, se alejó cojeando, trató de huir, trató de volar... y fracasó. La mujer lobo se abalanzó sobre ella y la derribó. Sus dientes se clavaron en la carne tierna. El grito del ángel se fundió armoniosamente con el sabor de su sangre.
La licántropa nunca tendría suficiente.
―¿Archimaga Kord? ―La pregunta captó su atención. Se giró, hambrienta. Un humano vestido con armadura y gabardina dirigía una espada temblorosa hacia ella―. ¿Arlinn?
La mujer lobo ladeó la cabeza. El nombre que acababa de pronunciar el humano le causó una mala sensación; la perforó como un cuchillo.
―Por lo más sagrado... Eres tú ―dijo el hombre señalando el pecho de la licántropa.
Gruñó, pero no pudo evitar mirar hacia abajo. Vio el colgante que llevaba al cuello, en una cadena. Algo dio un tirón en el fondo de su mente. Avacyn. Abrió y cerró las fauces y apartó la mirada. Clavó la vista en el suelo. En los cuerpos. Había cuerpos por todas partes. Cátaros muertos. Demasiados. Los reconoció a todos. Leighton. Reeves.
Su mente ardía.
No.
No.
―Arlinn, ¿qué has hecho?
La licántropa se volvió hacia Rembert, cada vez más furiosa. ¿Por qué se había acercado? ¿Por qué había hablado? Él tenía la culpa. Erizó los pelos del cuello y gruñó. El humano retrocedió, pero ella era más rápida. Se acercó de un salto, le dio un zarpazo y sus garras cavaron surcos en la mejilla del hombre. Su víctima gritó y blandió su espada hacia ella mientras retrocedía.
―¡Eres un monstruo! ―exclamó con la cara cubierta de sangre.
La licántropa aulló de angustia. La verdad que invadía su mente crecía poco a poco, se escapaba a su control, hasta que la realidad llenó incluso el último rincón y amenazó con atravesarle el cráneo.
―Que Avacyn te perdone ―dijo Rembert levantando su espada.
La mujer lobo no retrocedió. La espada le proporcionaría alivio. Que golpease. Ya no podía soportarlo más.
El acero destelló y la mente de la licántropa se partió en dos.

Años después
Durante mucho tiempo a partir de aquel día, Arlinn había creído que las palabras de Rembert eran ciertas. Había creído que era un monstruo. Un ser tan horripilante y terrible que ni siquiera Avacyn era capaz de salvar. Y después de aquello, durante mucho tiempo, se había sentido furiosa con el ángel. Se suponía que la bendición de Avacyn era más poderosa que la maldición, pero al final había dado lo mismo que se convirtiera en archimaga. Avacyn le había fallado; los amuletos le habían fallado. La licantropía había vencido.
Había tenido mucho tiempo para pensar en esas cosas desde aquel remoto día en que viajó entre los planos por primera vez, cuando su mente se partió en dos. La espada de Rembert no había llegado a golpearla. Arlinn había abandonado el mundo, había dejado atrás los horrores que había cometido: el cuerpo del archimago Reeves, el cadáver despedazado, ensangrentado y sin vida del ángel Olaylie, el brillo en los ojos de Rembert. Había llegado al bosque de otro mundo.
Le había resultado imposible medir el paso del tiempo en aquel lugar; no quería hacerlo. El tiempo no tendría que haber continuado pasando para ella; su vida tendría que haber terminado. En cierto modo, lo había hecho. El otro mundo era como un purgatorio. Mientras estuvo allí, jamás había recuperado su forma humana. Había continuado siendo un monstruo en el exterior, pero al mismo tiempo no podía huir de su mente humana ni de los recuerdos de sus atrocidades. Las dos partes de ella habían librado una guerra y su alma había quedado atrapada en el fuego cruzado.
Al final, Arlinn había agradecido que fuera así, puesto que aquel estado de doble vida la había obligado a ver la verdad.
Se había equivocado al pensar que convertirse en archimaga cambiaría quien era, lo que era. Desde el primer momento, cuando los aullidos de la manada de Mondronen la habían maldecido, había buscado soluciones externas en los amuletos, en las plegarias, en Avacyn. Se había dicho a sí misma con mucha seguridad que el ángel y el poder sagrado de la Iglesia podrían restaurarla. Lo que no había entendido era que no estaba rota, no como ella creía. Era lo que era y siempre lo sería. Era feroz y salvaje, una depredadora, pero también era buena y honrada, una protectora. No podía hacer desaparecer una parte de sí misma; no podía huir de la mitad de su esencia. Tenía que ser ambas cosas. Tenía que confiar en sí misma para sentirse íntegra. Su salvación nunca había estado en manos del ángel Avacyn: había estado en las suyas.
Tardó muchos años, pero Arlinn por fin regresó a Innistrad, confiando en volver a poner un pie en el mundo que había dejado atrás. Aquel fue el momento en el que realmente obtuvo el control de sus poderes y de sí misma. Sus transformaciones empezaron a ocurrir con facilidad, bajo su control. Siempre era dueña de su mente, pero esta se beneficiaba del poder salvaje de su forma física. Ya no era una cáscara vacía ni fingía u ocultaba su naturaleza: era todo lo que debía ser.
Arlinn caminó por la tierra húmeda. Su nariz, excepcionalmente sensible incluso en forma humana, reconoció olores familiares que evocaban recuerdos. Demasiados recuerdos como para contarlos, todos amenazando con hacerla llorar debido a la angustia que arrancaban de su interior. Era la primera vez en años que ponía un pie en el Distrito Elgaud. Creía que el primer paso sería el más difícil, pero los cien siguientes, los que la condujeron a la puerta del archimago Rembert, fueron los que le resultaron casi imposibles.
Creía que estaba preparada. Se había reunido con todos los demás; había visitado las tumbas de Reeves, de Leighton, de todos. Había rezado en las iglesias de Avacyn por toda Nephalia, pronunciando letanías de confesiones y desagravios. Había hablado con los ángeles, los había mirado a los ojos, había admitido sus actos y había sido juzgada a su sombra.

Rembert era el único que quedaba. Levantó el puño para llamar a la puerta de sus aposentos, pero no tuvo que hacerlo. Captó su olor un momento antes de que su robusta mano cayera sobre su hombro. Dio media vuelta para mirar cara a cara al envejecido archimago.
―¿Cómo te atreves? ―Rembert sostenía un amuleto luminoso; había preparado protecciones contra ella. El corazón de Arlinn se retorció de agonía. Aquel era el mismo hombre que antaño había creído completamente en ella, en la bondad de su alma. Ahora no se sorprendería si su antiguo mentor opinaba que no tenía alma―. ¿Cómo osas poner un pie en este lugar sagrado?
―Por favor, archimago Rembert, vengo a...
―¡Eres un monstruo! ¡Una bestia homicida! ―Le arrojó el amuleto al pecho y le escupió a los pies.
―Por favor... ―intentó decir Arlinn otra vez, retrocediendo―. Entiendo cómo debes de sentirte y sé lo que hice. No tengo manera de enmendar el pasado, pero ya no soy lo que era antes. Ahora puedo utilizar mi don para hacer el bien. Quiero ponerlo a vuestro servicio, al servicio de la Noche Dorada. Quiero ayudar. Puedo controlarlo.
―¡Ja! ―Rembert desenvainó su espada bendita―. El control es una mentira que te dices para vivir contigo misma cuando tienes este aspecto. ―La señaló con la espada, refiriéndose a su forma humana―. Pero incluso ahora, debajo de esa carne falsa, eres un monstruo. Siempre lo serás.
―Puede que sea una licántropa, pero no soy un monstruo. ―Arlinn se mantuvo firme a pesar de que Rembert había acercado su arma, que ahora brillaba―. Soy miembro de la Noche Dorada y siempre lo seré. Tú mismo lo dijiste.
Rembert se abalanzó sobre ella, le plantó una mano en el hombro y la estampó de espaldas a la puerta. Entonces le puso el filo del arma al cuello. Arlinn no opuso resistencia: no permitiría que Rembert despertara su lado salvaje―. Dijera lo que te dijera antes de saber lo que eres, cuando me ocultaste la verdad, no te servirá como argumento. No eres miembro de la Noche Dorada, Arlinn Kord. Nunca lo has sido.
Arlinn sostuvo la mirada de Rembert. No pudo replicar nada. El nudo de emociones que había ahogado sus palabras tantos años atrás había vuelto a hacer lo mismo. Sin embargo, esta vez el nudo tenía bordes afilados que se clavaban como los dedos de un diablo, perforando el interior de su garganta y las cuencas de sus ojos.
De pronto fue Rembert quien apartó la mirada. Dejó escapar un gran suspiro y se apartó de ella―. Lárgate. ―Señaló en dirección al corredor, pero evitó mirarla a los ojos y bajó la cabeza―. Márchate de aquí y no vuelvas nunca. Si algún día vuelvo a verte, pondré fin a tu vida.
Arlinn tomó aire para hablar, pero la voz de Rembert, rebosante de poder sagrado, ahogó sus palabras―. ¡Lárgate!

En la actualidad
Arlinn intentó retirarse. No quería enfrentarse a él, pero Rembert no le dejó otra opción. Estaba rodeada, de espaldas al acantilado, con cátaros por todas partes y Rembert ante ella, enarbolando su gruesa rama―. Te lo advertí. ―Sus palabras la golpearon con dureza. Lo siguiente sería su arma roma. Arlinn se protegió. Podía resistir más golpes de los que él creía; no permitiría que Rembert la ahuyentara cuando había un ángel enloquecido tan cerca.
Como si la hubiesen convocado, el ángel descendió en picado por la espalda de los cátaros.
Arlinn no pudo advertirles lo bastante rápido. Tampoco pudo advertir a Rembert. El ángel chilló al atrapar a Rembert por los brazos con sus dedos ensangrentados. El archimago se sobresaltó al ver que lo elevaban en el aire.
Los demás cátaros volvieron las armas contra el ángel y Arlinn se levantó sobre sus cuartos traseros. Sus instintos protectores tomaban el control.
―¡Quietos! ¡Formad filas! ―gritó Rembert a sus cátaros, dirigiéndolos aunque se encontrara suspendido en el aire―. ¡No deis la espalda al monstruo! ¡Matad a la licántropa!
Los cátaros parecían confusos. Algunos volvieron su atención hacia Arlinn, mientras que otros siguieron encarados con el ángel loco. El ángel soltó una carcajada muy similar a la de un diablo y sus manos empezaron a emitir un brillo sagrado y sanguinolento alrededor de los brazos de Rembert. Iba a matarlo allí, en el cielo; a terminar con su vida sin apenas esfuerzo.
Una de los cátaros lanzó una flecha hacia el ángel, pero pasó inútilmente por encima de su hombro. El ángel mostró los dientes a la mujer―. ¡Tú serás la siguiente, impura!
Arlinn había tenido suficiente. Aquello había durado demasiado. Reunió fuerzas en sus gruesos músculos y saltó por encima de las cabezas de los asombrados cátaros. Consiguió morder al ángel en una bota y clavó los dientes en el cuero, tirando de ella hacia abajo y haciendo que cayera de lado. El ángel se estampó contra el suelo con un fuerte ruido seco y Rembert salió rodando. Arlinn no perdió el tiempo. Se abalanzó sobre el ser sagrado y hundió los dientes en su carne. Ahora era toda músculos y fuerza, impulsada por el poder salvaje de la licantropía, la maldición que para ella se había convertido en una bendición.
El ángel demente murió en cuestión de segundos.
Arlinn se volvió hacia los cátaros jadeando, pero no la habían rodeado, sino que estaban agrupados al borde del acantilado, algunos tumbados y estirándose hacia abajo mientras otros los sujetaban. No había rastro de Rembert. Arlinn se inquietó y corrió hacia allí en cuanto empezó a deducir lo que había ocurrido.
No se equivocaba. Recopiló los detalles de la escena mientras su cuerpo actuaba. Rembert estaba herido y había caído en el tronco retorcido de un árbol muerto; no resistiría su peso mucho tiempo. Estaba demasiado lejos como para alcanzarlo desde el borde del acantilado, así que Arlinn descendió hasta un árbol cercano. Aferrándose a la madera húmeda con una garra, se descolgó y ofreció la otra a Rembert.
El archimago se sobresaltó al verla y se encogió de miedo.
Arlinn se estiró más, rogándole en silencio que sujetase su garra.
―Monstruo ―balbució Rembert finalmente―. Te mataré.
Una sensación de decepción subió por la garganta de Arlinn, pero se la tragó. Aquellas palabras eran fruto del dolor y el miedo. Había mucho dolor entre ellos dos. Pero también había un vínculo: el de la Noche Dorada. Para siempre. Arlinn cerró los ojos y agradeció recobrar su forma humana. No pensaba permitir que el archimago muriera aquella noche por culpa del miedo. Cuando volvió a abrir los ojos, vio su mano humana tendida en dirección a Rembert―. Dame la mano ―le pidió.

―Me engañaste ―dijo él mirándola a los ojos.
―Lo hice ―aceptó ella.
―Mataste a los demás.
―Lo hice.
―No puedo... No pienso...
―Ya no soy esclava de la maldición ―dijo Arlinn―. Ahora tengo libertad para ser una protectora, como debía ser. Por favor... Una vez me conociste; conóceme de nuevo.
Los ojos de Rembert brillaban detrás de las lágrimas mientras el tronco crujía bajo su peso.
―Dame la mano ―le rogó de nuevo.
―Que Avacyn me ayude... ―susurró Rembert armándose de valor y levantando el brazo.
―Avacyn ha desaparecido ―dijo Arlinn―. Ahora tenemos que darnos fuerzas unos a otros.

Sombras Innistrad: Bajo la Luna Plateada

Halana y Alena son rastreadoras, cazadoras y protectoras que habitan en las profundidades de Ulvenwald, el bosque tenebroso que colinda con la provincia de Kessig. La espesura antigua de Innistrad es su territorio y tiempo ha que velan para que sus horrores no amenacen a los inocentes del exterior. Sin embargo, la situación en los bosques ha empezado a cambiar recientemente...


―¿Vosotros también habéis tenido esa sensación? ¿Esa sensación reptante? ―exponía el granjero Warin enfrente de la larga mesa de los ancianos junto a su esposa, una dama rolliza que tenía los ojos desorbitados. Los dos estaban de espaldas al consejo con el fin de dirigirse a los vecinos de Gatstaf que se habían congregado en la estrecha sala común de la parroquia. Halana observaba la escena desde el banco más próximo a la puerta, sentada junto a Alena.
»Es como si un escarabajo os trepara por el cuello ―Warin se estremeció al describirlo―, recto desde la base y directo a metérseos entre el pelo.


Hal consideró extraño que mencionara aquella sensación justo entonces, ese día. Jamás había oído hablar de tal cosa ni sabido que fuera posible; no hasta aquella esa mañana. Se había despertado con ella, una especie de hormigueo en la nuca que subía por la columna. Había llegado a inquietarla, lo cual era extremadamente raro. La sensación que la había perseguido desde el alba en el campamento hasta que cruzaron los bosques y llegaron al pueblo acababa de ser descrita apenas horas después; lo inusual de aquella situación fue suficiente para despertar un nuevo arranque. Hal reprimió un escalofrío.
―Es tan real que llegas a preguntarte si de verdad habrá algo ahí. ―El granjero Warin se rascó la nuca con preocupación. Al verlo, Hal se dio cuenta de que ella también lo hacía y entrelazó las manos en el regazo―. ¡Un ser horrible podría ocultarse bajo vuestra piel sin que lo sepáis!
Muchos vecinos se estremecieron y se movieron en sus asientos, sintiendo la picazón descrita por Warin.
―Sí, sí ―intervino el anciano Kolman moviendo una mano a un lado y a otro, como si espantara una mosca―, todos hemos tenido esa sensación, Warin, pero ¿qué tiene que ver eso con que os hayáis presentado ante el consejo?
―¡Por eso hemos venido! ―El granjero Warin se volvió hacia los once ancianos presentes. Faltaba una de ellos, ya que la anciana Somlon se había ausentado para atender la segunda jornada de los ritos funerarios que portarían a la buena lady Mary al Sueño Bendito―. ¡Por esa sensación sé que estábamos en lo cierto!
―¿Respecto a qué, Warin? ―le instó el anciano Kolman.
―¡Escúpelo de una vez! ―apremió el anciano Glather.
―¡Hay un animal poseso entre nuestro rebaño! ―La esposa del granjero Warin no pudo contenerse más―. ¡La vaca enloqueció en plena noche! ¡Devoró a otra! Pero primero la arrastró por todo el prado. Yo misma vi las huellas. El pobre animal debió de sufrir mucho. Y entonces la enloquecida la devoró. No dejó de ella más que los huesos y los dientes.
Se escucharon gritos ahogados entre los lugareños.
―¿Y cómo sabes que la vaca se comió a la otra? ―preguntó Kolman fingiendo paciencia.
―¡Vi que tenía sangre en el hocico esta misma mañana!
Más gritos ahogados.
Hal miró a Alena. No necesitaron palabras para comunicarse entre ellas. Las dos sabían que la granja de los Warin se encontraba a las afueras de la localidad. Ambas sabían que colindaba con la espesura de Ulvenwald. Y ambas sabían qué bestias habían resurgido en el bosque en tiempos recientes. En las últimas dos semanas, Alena y Hal habían despachado cada una a tres licántropos. Además, justo la noche anterior habían acabado con una manada entre las dos; pequeña, pero no cabía duda de que era una manada. No obstante, aquellos encuentros habían tenido lugar lo bastante lejos de Gatstaf como para no alarmar a los lugareños: Hal había seguido un aullido lejano, a medio camino del pasaje de la Enramada, mientras que Alena se había encargado de otro procedente de Parlaloma. Sin embargo, las miradas que compartieron decían que había motivos para creer que las bestias se habían vuelto más osadas, que trataban de abrirse camino hacia la periferia de los bosques, hacia las poblaciones y la gente. Aquello era intolerable. Ulvenwald era el territorio de Alena y Hal, y no permitirían que sus horrores oscuros salieran de allí para hacer mal a los inocentes.
―¡Es culpa de nuestros amuletos! ―La protesta de la señora Warin hizo que Hal volviera a prestar atención a la sala―. ¡Ella hizo esta chapuza de amuletos! ―El dedo acusador de la granjera señalaba en dirección a la buena lady Evelin, quien ahogó un grito de sorpresa y se llevó una mano al amuleto que llevaba al cuello―. ¡Pero no funcionan!
―¡No puede haber sido culpa de ellos! ―saltó en defensa de Evelin el hombre que estaba a su lado―. ¡Lady Evelin elabora los amuletos más eficaces y potentes que jamás hemos tenido en este pueblo! ¡Qué digo, en toda la región!
―¡Haya orden! ―gritó el anciano Kolman golpeando con su gruesa mano en la mesa, pero le ignoraron.
―¿Y cómo explicáis que una vaca estuviese poseída? ―repuso la señora Warin―. ¿Que haya huellas de que arrastrara a la otra por toda nuestra granja? ¿Que queden solo los huesos de la devorada?
―¡Eso, eso! ―secundó alguien entre la multitud.
―Los amuletos no hicieron su función ―acusó otra voz.
―Exacto, y por eso nuestra vaca fue poseída, sin duda. ―El señor Warin parecía haberse envalentonado después de oír que tantos vecinos apoyaban su causa―. Hemos sido víctimas de la negligencia de lady Evelin. ―Apretó su propio amuleto y se dirigió tanto a los vecinos como a los ancianos―. No podemos pasar más noches sin protecciones adecuadas.


Hubo un alboroto de aprobación.
Para Hal tenía sentido que los lugareños echaran la culpa a unos amuletos deficientes. O que creyeran que una res estaba poseída por un espíritu malvado. Aquellos eran fenómenos que podían explicar, situaciones que podían remediar. Sucesos que no alteraban el equilibrio delicado que creían que regía su mundo. Ellos no vivían en la misma realidad que Hal y Alena. Quienes vivían en una población no veían lo que ocurría en la oscuridad, en los bosques. Vivían en un mundo protegido por la luz del ángel Avacyn. Creían estar a salvo de los seres como los licántropos. Sin embargo, incluso en el mundo de Avacyn, los licántropos nunca se extinguían por completo. Su presencia en Ulvenwald seguía siendo constante, aunque hubiera disminuido de manera significativa. Hal y Alena lo sabían muy bien. Oían sus aullidos sobrenaturales entre los árboles, como si fuese una constante en las profundidades de los bosques.
Al pensar en sus aullidos, Hal se sintió incómoda; la sensación reptante había regresado a su nuca. Un aullido la había despertado, era lo que había suscitado aquella sensación desagradable. Al principio creyó que lo había soñado, como había repetido en sueños el combate de aquella misma noche contra la manada. Hacía tiempo que Alena y ella no se enfrentaban a una. También hacía tiempo que no tenían que lidiar con tantos licántropos en tan poco tiempo. Hal se había acostado viendo destellos de sus fauces, sus músculos y sus garras en su mente, así que no le sorprendió haberse despertado creyendo oír un aullido.
Sin embargo, ahora que observaba los ojos desorbitados de la señora Warin, le preocupó que el aullido no hubiera sido una figuración suya, un recuerdo o un sueño, sino el sonido de una bestia auténtica y real. La mismísima bestia, de hecho, que se había adentrado en el pueblo y había devorado a uno de los animales de los Warin. No podía permitir que ocurriera de nuevo―. ¿Vamos? ―propuso a Alena en voz baja.
El rostro de Alena se iluminó ante la perspectiva de iniciar la caza.
Se levantaron juntas. Hal sentía un hormigueo de expectación en los dedos y los acercó al pomo de la puerta... Pero esta se abrió de golpe justo antes.
El posadero Shoran y su esposa, Elsa, entraron estrepitosamente en la parroquia.
―¡Tocad la campana! ―chilló Elsa.
―Ha fallecido ―dijo él.
―¡La han matado! ―corrigió Elsa―. ¡Ha sido él!
El poco orden que había restablecido el anciano Kolman en los últimos minutos desapareció al instante. Los vecinos se echaron a gritar y se levantaron horrorizados.
―Pobre chica ―lamentó Elsa―. Hay sangre por todas partes. No puedo ni imaginar lo que le hizo. Sabía que era un hombre depravado y malvado, lo supe desde que pusieron un pie en la posada, en el pueblo.
―Los Palter ―susurró Hal.
Alena asintió para confirmar la sospecha.
Era obvio quiénes debían de ser la víctima y el acusado: los Palter de Gavony. Eran los únicos huéspedes de la pensión, los únicos que se habían alojado allí en el último trimestre. Hal y Alena se habían topado con el cátaro y su esposa hacía apenas una semana, mientras se adentraban en Ulvenwald por el pasaje de la Enramada. Por supuesto, les habían ayudado, escoltándolos hasta que salieron del bosque en dirección a Gatstaf y repeliendo los ataques de tres lobos, un necrófago y un roble poseído.


Hal sonrió al recordar lo rápido que Alena había despachado al árbol. La habilidosa rastreadora había mejorado tanto su destreza con el garfio en el último año que a Hal no le sorprendería que ahora pudiese derribar sin ayuda a un skaab gigante.
Los Palter se habían mostrado muy agradecidos con las dos, o al menos el señor Palter lo había hecho: su esposa estuvo tan conmocionada durante todo el trayecto por el bosque oscuro que había ocultado su frágil cuerpo bajo la capa de viaje. El señor Palter afirmaba ser un cátaro del Concilio Lunarca y había insistido en entregar a Hal y Alena un amuleto protector que él mismo había utilizado muchas veces durante su labor de vigilar el mausoleo. Hal y Alena habían aceptado el obsequio con cortesía, aunque le daban poca importancia, ya que ellas no creían en aquellas cosas... Y menos cuando se tenían la una a la otra.
―¡Tocad la campana! ―ordenó de nuevo la señora Shoran―. ¡Hay un asesino suelto en el pueblo!
Hal jamás habría considerado que ninguno de los Palter pudiera ser un asesino. El cátaro era un hombre bondadoso y su esposa era muy amable, si bien ligeramente frágil. ¿Cabía la posibilidad de que esto también fuese obra del licántropo? Parecía bastante probable.
―Vamos ―susurró Alena ladeando la cabeza hacia la puerta, que ya no estaba bloqueada. Los posaderos se habían metido en medio de la multitud de vecinos, que parecían ávidos por averiguar más detalles sobre el horripilante suceso.
Hal y Alena se escabulleron sin llamar la atención. Estaban acostumbradas a moverse sigilosamente; cruzaron la puerta en dos zancadas rápidas y ágiles y salieron a la calle adoquinada.
―Parece que el ser... ―empezó a decir Hal.
―O los seres ―añadió Alena.
―Sí, o los seres ―corrigió Hal―. Esto podría ser obra de una manada. Otra más... ―dijo en voz baja―. Con esta serían dos manadas muy próximas entre sí y actuando en la misma noche. Hacía tiempo que no sucedía. ―Lanzó una mirada a Alena, pero ella no se la devolvió de tanto que se centraba en el lugar al que se dirigían―. En cualquier caso, un licántropo o una manada atacó anoche en Gatstaf al menos dos veces: una en la granja de los Warin...
―Y otra en la posada de los Shoran, donde mató a la señora Palter.
Hal se detuvo de pronto y se tapó la boca con la mano. Acababa de percatarse de algo.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Alena mirándola de soslayo.
―Te sorprenderás, pero... ―explicó Hal apresurándose para alcanzar a Alena―. Aunque los parroquianos se equivocan respecto a la vaca poseída, creo que no iban desencaminados al señalar quién asesinó a la señora Palter.
Alena ladeó la cabeza, dubitativa.
―Ocurrió en la posada ―le repitió Hal su propia afirmación.
―En la posada... ―dijo Alena. Hal notó en sus ojos que su mente ataba los cabos―. En la habitación de los Palter... Tras una puerta cerrada.
―Y no mencionaron ventanas rotas ni que alguien entrase por la fuerza ―añadió Hal.
Cambiaron de rumbo y corrieron hacia la posada de los Shoran.

La campana municipal seguía tañendo mucho después de que tuviera sentido dar la alarma.


Por cómo sonaba, Hal pensó que la propia Elsa Shoran debía de haberse apoderado de la cuerda, quizá tras quitársela de las manos al campanero. Si estaba en lo cierto, mejor para Alena y ella, porque probablemente distraería a los ancianos, que tratarían de recuperar el control de la situación, y eso les daría más tiempo a ellas para examinar la habitación de los Palter.
Dejaron atrás la mesa de recepción y avanzaron en silencio por el pasillo. Hal señaló la única puerta entreabierta, que sin duda había quedado así cuando el posadero y su señora se marcharon atemorizados tras presenciar la escena del asesinato. Hal fue primero y Alena la siguió; ambas procuraron no alterar el ángulo de la puerta.
El olor metálico de la sangre invadió la garganta de Hal nada más entrar. Hizo un gesto a Alena para que la siguiera; rodearon una silla volcada en el pequeño recibidor y se dirigieron al dormitorio en penumbra. Alena estaba tensa. Aunque las velas estaban apagadas y las cortinas seguían corridas, había suficiente luz para ver el charco de sangre oscura en el suelo. Hal sabía que Alena no había entrado en tensión por miedo; no era la clase de chica que se asustaba al ver sangre. La quietud era su forma de aguzar los sentidos. Hal había desarrollado mucho su habilidad como rastreadora observando a Alena. La imitó y se quedó inmóvil para percibir mejor las pistas que había en el entorno. Al ver la mancha oscura, pensó en la mujer menuda a quien pertenecía aquella sangre. Solo dejó que su mente la recordase por unos instantes, en los que se permitió sentir dolor y lástima por ella. La señora Palter era inocente y había perdido la vida a manos de aquel en quien más confiaba. Hal miró de reojo a Alena. Cuán aterradores debían de haber sido aquellos momentos finales. Cuán horrible el entender lo que sucedía. Pero no podía dejarse dominar por la tristeza. Eso no ayudaría en su cometido inmediato.
Con cuidado para no tocar ni una gota de sangre, Hal recorrió el perímetro de la pequeña habitación cuadrada en el sentido de las agujas del reloj, mientras Alena hacía lo mismo en sentido contrario. Tres pistas llamaron su atención de inmediato: un trozo desgarrado de un lazo, una vela volcada sobre una mancha de su propia cera ya endurecida y un botón de plata. El botón fue lo que más intrigó a Hal. Cuando volvió a encontrarse con Alena al otro lado de la habitación, se lo señaló: estaba en el suelo, junto al charco de sangre―. Dime si me equivoco ―susurró―, pero ¿el cátaro Palter no llevaba un chaleco verde con tres botones como ese cuando lo encontramos en el bosque?
―Me temo que tu memoria es tan buena como siempre ―respondió Alena con pesimismo.
―Entonces era verdad. Su transformación tuvo lugar aquí. Mató a su propia esposa y después huyó. Pasó por la granja de los Warin, donde devoró al animal, y luego se adentró en el bosque.
―Eso parece ―susurró Alena, aunque Hal notó por su voz que albergaba dudas.
―¿Qué sucede? ―le preguntó―. ¿Has visto algo extraño?
―Fíjate bien ―susurró mirando hacia abajo―. Hay sangre, gran parte de ella en el suelo, pero ¿y los huesos, los restos de carne, pelo y tela? ¿Dónde está lo que la bestia no habría devorado?
Hal contempló la escena desde otra perspectiva. La duda de Alena era de lo más relevante. Sin embargo, antes de que su mente hallara una respuesta, otra cosa llamó su atención. Detrás de Alena, la puerta del armario empotrado estaba lo bastante entreabierta como para que Hal viese lo que había dentro. Al darse cuenta de lo que era, se le aceleró el pulso. Alena lo notó enseguida. Frunció el ceño y miró detrás de ella. Las dos observaron en silencio durante varios segundos. En el interior del armario había una silla. Parecía una silla normal, de no ser por el hecho de que la habían colocado allí. Sin embargo, eso no habría sido suficiente como para hacer que Hal se preocupase y el corazón le palpitara con fuerza. Lo que la había inquietado eran las tiras de cuero y las correas que colgaban del respaldo, los brazos, el asiento y las patas; había más de una decena, de longitudes distintas, y todas se habían partido y desgarrado. También había tres candados rotos, uno en el asiento y dos en el suelo.
―Ya no hay duda alguna ―susurró Alena.
―Él mismo lo sabía ―añadió Hal.
―Claro que sí ―dijo Alena en tono normal―. Tenemos que detenerlo. Vamos a...
No consiguió terminar la frase. En un solo movimiento, Hal le rodeó el torso con un brazo, la atrajo hacia su pecho y la llevó hacia las sombras. Permanecieron quietas y en silencio. Estaban tan acostumbradas a ocultarse de aquella manera que ralentizaron y acompasaron sus respiraciones instintivamente, volviéndose difíciles de detectar incluso para la más astuta de las criaturas.
El silencio había alertado a Hal. Más que el silencio, había sido el cese del ruido que había sonado hasta entonces. La campana ya no repicaba. Eso significaba que los habitantes de Gatstaf se disponían a investigar el asesinato. El estruendo de una multitud de pasos y voces lejanas lo confirmó: los lugareños se dirigían a la escena del crimen, la habitación en la que se encontraban Hal y Alena.
El chirrido de la puerta de la posada les indicó que no podían salir por donde habían entrado, al menos sin levantar sospechas innecesarias. Por lo general, trataban de evitar cualquier conflicto con los vecinos. Ellos toleraban a Hal y Alena, aceptaban la presencia de las rastreadoras en Gatstaf cada vez que visitaban la localidad porque habían acompañado a algún forastero o indígena en su viaje a través de Ulvenwald. A pesar de ello, los lugareños sabían que Hal y Alena vivían en los bosques oscuros y por eso las consideraban "desconocidas". Las miraban de manera extraña, compartían sospechas en susurros y recitaban oraciones al verlas pasar. Hal sentía tanto miedo como aversión en los olores de aquellos a los que se acercaba demasiado. Sería mejor que no las encontraran en la escena de un asesinato.
Alena inclinó la cabeza hacia la ventana al fondo del dormitorio, que daba a un callejón. Perfecto. Hal sonrió ante la infalible capacidad de Alena para sacarlas de situaciones difíciles. Antes de salir, Hal cerró con cuidado la puerta del armario. No había motivo para que los aldeanos vieran aquel objeto que los inquietaría. No hacía falta provocar el alboroto que sin duda se produciría si descubrieran el más mínimo indicio de la presencia de un licántropo. La gente no necesitaba creer que pretendían darles caza, puesto que no era el caso. Hal y Alena se encargarían de la situación. Ellas protegerían a los inocentes. Ulvenwald y sus peligros eran asunto suyo. Y se ocuparían de este.
Abrieron la ventana nada más oír el chirrido de la puerta del recibidor y salieron a toda prisa. El roce de la madera al bajar la ventana pasó desapercibido entre las pisadas de botas y las voces barítonas de los ancianos y otros parroquianos. Hal y Alena se marcharon por el callejón sin alertar a nadie de su presencia.

No tenían mucho tiempo. El sol ya besaba el horizonte cuando llegaron a su campamento en las profundidades de Ulvenwald. Con premura pero sin descuidarse, se equiparon cada una con su armamento de plata. Siempre portaban una pequeña arma, porque sería una imprudencia estar completamente desprovistas, pero hasta hacía pocos días no parecía haber necesidad de más. Ahora tenían tanto la necesidad como la intención de llevar casi todo consigo: flechas con punta de plata, espadas, lanzas y dagas. El metal relucía con poder.


En cuanto se prepararon, volvieron a marcharse del campamento. Recorrieron juntas el laberinto de zarzas que Hal había plantado alrededor de su hogar como medida de seguridad y se adentraron en la espesura que oscurecía paulatinamente.
Alena fue la primera en encontrar el rastro del cátaro Palter. A menudo era la que distinguía antes los olores. Su nariz, aunque pequeña y de una curvatura perfecta que daba luz a todo su rostro cuando reía, era aguda y perceptiva. Su olfato estaba bien entrenado. Hal reconoció instantes después un olor que había notado en la habitación de la posada, y entonces vio las huellas de unas botas. Siguieron juntas el rastro del licántropo homicida.
Las huellas serpenteaban entre los árboles retorcidos; parecían indicar que el licántropo se había perdido o, lo que era más probable, que luchaba consigo mismo, con el animal que tenía dentro. Hal imaginó que esa misma lucha interna fue lo que le había llevado a abandonar su vida en Gavony. Debía de haber matado allí. Seguramente más de una vez. Cuando se dio cuenta de las atrocidades que había cometido, no soportó mirar a las personas a las que había destrozado la vida. Por eso había huido. No era un comportamiento extraño para un licántropo. Lo más extraño era que hubiese llevado consigo a su esposa. Pobrecita... Hal no podía conciliar aquel comportamiento con el aura de amabilidad y compasión que había visto en el señor Palter cuando conocieron a la pareja en el bosque. Quería dar al cátaro el beneficio de la duda. Tal vez tenía intención de llevar a su señora a un pueblo seguro y alejarla de las sospechas que surgirían en torno a ella cuando él desapareciese; tal vez quería llevarla a un lugar donde pudiera empezar una nueva vida y ser feliz. Y puede que él pretendiera recluirse en los bosques... o algo peor. Hal imaginó que ella haría lo mismo si alguna vez le transmitieran la maldición: no estaba dispuesta a poner en peligro a Alena, de ningún modo. Antes se marcharía. No tendría más alternativa que irse a un lugar muy muy remoto. Y lo haría a sabiendas de que su corazón jamás lo superaría. El dolor de la huida tal vez fuera suficiente para hacer que su corazón dejara de latir. Eso sería un consuelo. Si aquella había sido la intención del señor Palter, Hal sintió por él una profunda compasión. El sentimiento duró un instante, hasta que recordó la sangre de la señora Palter derramada en el suelo. Fuese cual fuese su intención, el señor Palter había fallado a la persona que amaba. No había sido lo bastante fuerte y ese defecto había acabado con la vida de ella.
Como en respuesta a los sentimientos cambiantes de Hal por el cátaro, sus huellas también cambiaron. Estaba claro dónde había ocurrido su transformación, ya que Hal y Alena dejaron de ver las huellas de unas botas y ahora seguían las pisadas de una bestia. Fueron detrás del licántropo hasta que llegaron inesperadamente a una encrucijada. Hal y Alena observaron el rastro que se dividía en dos, visible gracias a la luz de la luna plateada.


El cátaro Palter había avanzado en dos direcciones distintas. Debía de haber seguido primero por un camino y luego, quién sabe si cerca o lejos de aquella intersección, había vuelto sobre sus pasos y tomado otro rumbo.
―Hacia el este se encuentra Gatstaf; hacia el oeste, la espesura ―dijo Alena―. Parece que la bestia estaba indecisa.
―Eso creo ―confirmó Hal. No le sorprendía que Alena hubiera llegado a la misma conclusión―. Entonces, ¿por dónde fue primero? ¿Dónde está ahora?
―¿Dejó que el hambre lo llevara al pueblo y luego se retiró a otro lugar? ―Alena miró hacia el bosque.
―¿O trató de resistir el hambre, pero sucumbió a ella y regresó al pueblo? ―Hal miró en dirección a Gatstaf.
―Tenemos que... ―empezó Alena.
―Ir al pueblo ―concluyó Hal.
Y echaron a correr.
El lugar en el que las huellas surgieron de Ulvenwald era la granja de los Warin. No las sorprendió. Era sabido que los licántropos regresaban a las zonas de alimentación que les parecían fértiles. Sin embargo, el señor Palter no se había alimentado allí aquella noche, al menos de momento. La prueba de ello era que la última de las dos vacas de los Warin seguía de una pieza al otro lado del prado, de espaldas a las huellas de la noche anterior, que Hal distinguía a la luz de la luna. Eran tal como las había descrito la señora Warin: profundas y curvadas, como si hubieran arrastrado un cuerpo grande por la hierba y aplastado las briznas. Pobre animal.
Hal se acercó a las huellas y siguió el camino que debía de haber recorrido el licántropo. Era un comportamiento extraño para un ser tan bestial. ¿Por qué no limitarse a devorar la res? Tal vez trataba de resistir sus instintos incluso entonces. Hal siguió componiendo su imagen del cátaro Palter. Era un buen hombre, una persona amable, un miembro de la iglesia. Parecía que sus intenciones no eran malas, incluso aunque no estuviera en sus cabales.
―He perdido su olor. ―Las palabras de Alena la sacaron de su ensimismamiento. Se unió a ella para tratar de recuperar el rastro y se recordó a sí misma que las intenciones no valían de nada si los actos no las acompañaban. Alena y ella tendrían que matar al licántropo.
―¡Un asesinato! ¡Ha habido otro asesinato! ―gritó en plena noche lady Elsa Shoran―. ¡El campanero! ¡El pobre Orwell ha muerto!
Entonces oyeron el repique de la campana municipal. La propia lady Elsa debía de ser quien volvía a tañirla.
Alena y Hal no perdieron tiempo; antes de que la voz de lady Elsa dejara de resonar, se movieron en la oscuridad como dos sombras. Ocultándose en los rincones oscuros, se acercaron a la multitud que se había reunido en torno al campanario. Se aproximaron en silencio y vieron entre el panorama de hombros y cuellos el charco de sangre oscura que había al pie de la torre. El patrón era inconfundible. Aquello había sido obra del señor Palter. El licántropo había vuelto a matar.
Como en respuesta a la conclusión de Hal, un aullido procedente de Ulvenwald rasgó la noche. Sin mediar palabra, Hal y Alena salieron disparadas hacia el bosque, pero antes de abandonar la plaza, Hal miró hacia atrás por encima del hombro. Había algo en aquella escena que la inquietaba. Sin embargo, no era el momento de preguntarse qué podía ser. Volvió la vista hacia los árboles. La caza continuaba.
Al adentrarse en la foresta por la granja de los Warin, les resultó fácil encontrar de nuevo las grandes huellas lupinas. Siguieron el rastro hasta el lugar donde se dividía y esta vez se dirigieron al oeste, a las profundidades del bosque. Hal se dio cuenta de hacia dónde se encaminaban: las ruinas de la antigua Avabruck, la capital perdida. Un lugar repleto de geists y carroñeros. Tal vez tendrían que enfrentarse a más enemigos que aquel al que perseguían. Mientras corrían, Hal tocó la empuñadura de su daga favorita, dispuesta a defender sus bosques.


Alena levantó una mano y se detuvo de repente. Hal estuvo a punto de arrollarla, pero consiguió detenerse justo a tiempo y vio lo que había alarmado a Alena. Delante de ellas, tirado en el suelo, estaba el cadáver del campanero. Orwell se había vuelto de un blanco fantasmagórico y su piel se había marchitado por la falta de sangre en el cuerpo; un cuerpo que parecía casi intacto. Tenía las extremidades extendidas, como si las hubieran colocado así a propósito. La vegetación y la hierba de los alrededores estaba aplastada; parecía que habían arrastrado por ella algo pesado.
Algo no encajaba. No tendría que haber un cuerpo. La bestia debería haberlo devorado.
Con los sentidos totalmente alerta, Hal y Alena investigaron la escena. Alena se ocupó del perímetro y Hal se acercó al terreno pisado. Se dio cuenta de un detalle antes de medir las huellas: su forma y su curvatura eran idénticas a las del rastro que habían visto en el prado de los Warin. Aquello no tenía sentido. ¿Acaso se trataba de una especie de ritual? ¿El señor Palter intentaba resistir el impulso de alimentarse? ¿A qué clase de licántropo se enfrentaban?
Hal se volvió hacia Alena para plantearle la pregunta, pero tenía la vista clavada en un lugar de los alrededores, apenas iluminado por la luna. Hal siguió su mirada y entonces lo vio: había un segundo cuerpo. Se acercaron juntas y, en el mismo estado en que habían encontrado al campanero, hallaron el cuerpo de la fabricante de amuletos, lady Evelin, también con las extremidades extendidas y la hierba aplastada alrededor. Un poco más allá estaba el cadáver de la anciana Somlon, dispuesto de la misma manera.
―La anciana Somlon tendría que estar... ―comenzó Hal.
―Atendiendo unos ritos funerarios ―terminó Alena.
―No debió de tener la oportunidad de hacerlo. Fíjate. ―Hal señaló un detalle que hizo que le temblase la mano: el lazo de la blusa de la anciana. Era idéntico al que habían encontrado en la habitación de los Palter. Y allí, en la manga de la blusa, había un desgarro donde habría encajado el trozo que habían visto.
―Si la víctima de la posada fue la anciana Somlon... ―aventuró Alena.
―Si aquella sangre era suya... ―añadió Hal.
―¿Qué le ocurrió a la señora Palter?
Hal volvió a notar la sensación reptante, que esta vez subió por toda la espalda hasta llegar al cráneo. El escalofrío que la recorrió se vio acentuado por las vibraciones del aullido que sonó en ese mismo instante.
―¿Y qué ha sido del señor Palter? ―preguntó Hal.
―Ha llegado el momento de averiguarlo ―sentenció Alena. Salió corriendo en dirección al origen del aullido y Hal fue detrás de ella.
Mientras atravesaban la espesura, Hal se dio cuenta de que avanzaban en paralelo a otro rastro. Se separó un poco de Alena para acercarse a las huellas. Eran marcas de botas. ¿Podían ser del señor Palter? Hal cayó en la cuenta de algo.
―¿Qué ocurre? ―Alena había notado su inquietud incluso al correr entre los árboles.
―Dudo del momento de la transformación. ―Su mente trabajaba a toda prisa, al igual que sus pies; ató cabos para tratar de encontrar la solución a una pregunta que no sabía responder―. Si ocurrió aquí... en los bosques...
―Lo hizo ―dijo Alena jadeando mientras corría―. Hemos visto pruebas. Había huellas humanas y luego otras lupinas.
―No ―corrigió Hal―, hemos visto huellas de botas... Y más tarde, de patas. Por separado.
―Sí, ¿y? ―dijo Alena con impaciencia.
―Si son de la misma persona ―continuó Hal―, ¿por qué no hay restos de las botas?
Alena aflojó el paso apenas imperceptiblemente, pero Hal se dio cuenta de ello; había llamado su atención. Señaló el rastro que había a sus pies―. ¿Y por qué vuelve a haber huellas de botas aquí?
Alena bajó la vista y se fijó en ellas.
―¿Y si...? ―empezó a decir Hal cuando creyó que Alena había tenido tiempo de llegar a la misma conclusión.
―¿No es el señor Palter? ―terminó Alena.
―¿Y si el licántropo es...? ―Hal no llegó a mencionar a la señora Palter, porque en ese momento llegaron a lo alto de una colina desde la que se divisaba un pequeño claro. Y en dicho claro vieron lo que parecía un altar improvisado, hecho con piedra retorcida.


El altar estaba desnivelado y tenía un aspecto rudimentario, y sobre él yacía el buen cátaro Palter.
Detrás de él, con la capucha cubriéndole la cara como cuando la habían conocido en el bosque, estaba la señora Palter. Tenía los brazos en alto sobre el cuerpo de su esposo y entonaba un cántico. Un cántico demoníaco. Hal reconoció un nombre entre los sonidos guturales: "Ormendahl. ¡Ormendahl! ¡ORMENDAHL!", recitó claramente. Aquella mujer había hecho un pacto con un demonio.
―Bes, por favor... ―Hal sintió un gran alivio al oír la débil voz: el buen cátaro Palter seguía vivo.
―¡Silencio! ―le espetó su esposa. Acto seguido desenvainó un puñal.
Hal y Alena se lanzaron hacia el claro corriendo colina abajo. La señora Palter levantó la vista al oírlas aproximarse, pero apenas llegó a distinguir sus siluetas justo antes de que la derribasen.
Aunque se debatió con más violencia y sus brazos eran más fuertes de lo que Hal pensaba, consiguieron inmovilizarla. Alena extrajo su daga.
―¡No! ―gritó el cátaro Palter desde el altar―. ¡No le hagáis daño!
―Trataba de acabar con usted ―le respondió Hal.
―Soltadla, por favor... No sabe lo que hace. No lo entiende.
―Ha sido ella, ¿verdad? ―preguntó Alena situando su daga en el cuello de la señora Palter―. Los ha matado. A todos.
El cátaro no lo negó.
―La sangre que había en vuestra habitación era de la anciana Somlon, ¿cierto? Os marchasteis de Gavony porque conocías los crímenes de tu esposa... y aun así la trajiste a Gatstaf. Trataste de contenerla, la encerraste en la habitación, pero las ataduras no resistieron el mal que la posee. ―Alena denunció una verdad tras otra―. Y entonces escapó. Intentó matar en la granja de los Warin; grabó sus marcas demoníacas en el suelo, pero la detuviste. Después no pudiste controlarla. La seguiste por el pueblo, incapaz y reacio a impedir que reuniera a sus víctimas, así que las trajiste aquí para ocultarlas. Para ocultarla a ella. Trasladaste los cuerpos uno tras otro. Tres muertos, Palter. Ha matado a tres inocentes.
―¡Es culpa mía! ―lamentó el cátaro Palter―. ¡Yo tengo la culpa de todo! El mausoleo estaba bajo mi custodia. Fuera lo que fuese la cosa que emergió de él aquella noche, podría haberla detenido.
Hal lo dudó mucho. No era la primera vez que oía el nombre del demonio, Ormendahl. Por lo que decían las historias que conocía, un único guardia no habría podido detenerlo por muy noble y bienintencionado que fuese.


Por tercera vez en la noche, Hal sintió compasión por el señor Palter. Sin embargo, aquello no bastaba para dejarla libre a ella, puesto que la mujer estaba perdida sin remedio; el ser que se retorcía bajo Alena y ella no era la señora Palter. A él le resultaría imposible comprenderlo. Hal asintió a Alena y esta se dispuso a clavar la hoja. Pero justo entonces el señor Palter medio cayó, medio se arrojó desde el altar y se desplomó sobre Hal y Alena.
En ese instante, su presión cedió lo suficiente para que la mujer maldita se liberase. La señora Palter se levantó de un salto y Hal sintió el poder que se acumulaba en el escuálido cuerpo de la mujer. Entonces abrió la boca con la mandíbula casi desencajada y rugió a Hal y Alena. El sonido era similar al aullido de un licántropo. Una idea acudió a la mente de Hal mientras Alena y ella se lanzaban sobre la mujer: "¿Dónde está el licántropo?". Las piezas no encajaban. Las huellas del bosque eran claramente lupinas. La vaca había sido devorada excepto los huesos y los dientes. Aquello no había sido obra de la señora Palter, ¿verdad?
Las reflexiones de Hal provocaron que no percibiera un movimiento evasivo de la mujer que podría haber contrarrestado si se hubiese centrado en el combate. La señora Palter se movió con más agilidad de la esperada y, antes de que Hal pudiera compensar el descuido, se abalanzó sobre su esposo y lo apuñaló en el pecho.
Hal y Alena se le echaron encima antes de que pudiera extraer el arma y apuñalarlo de nuevo, pero el daño estaba hecho. El débil gorgoteo del buen cátaro lo confirmó.
Era casi imposible inmovilizar a la mujer en el suelo. Sus sacudidas fortalecidas por el pacto demoníaco eran tan violentas que tuvieron que colaborar entre las dos para sujetar incluso un brazo. Sin embargo, Alena y Hal tenían mucha experiencia; aquello era como forcejear contra una monstruosidad de tumbamohosa y Hal había vuelto a centrarse en el combate. Aunque la señora Palter luchó con todas sus fuerzas por levantarse, lo único que pudo hacer fue levantar la cabeza. Cuando lo hizo, la capucha se deslizó a un lado. Hal y Alena vieron el rostro de la mujer por primera vez desde que la habían conocido en los bosques. Estaba tan desfigurado por el poder demoníaco, tan horripilante era la carne mudada, que Hal gritó. La señora Palter sonrió y empezó a entonar un cántico que hizo que sus iris cambiasen de un azul pálido a un negro tenebroso y reluciente. La oscuridad se expandió rápidamente por el resto de sus ojos. Hal miró a Alena, que también se esforzaba para contener a la señora Palter. No pudieron hacer nada cuando la mujer utilizó contra ellas el enorme poder demoníaco que había acumulado.
Hal salió despedida hasta que se estampó de lado contra el tronco de un árbol. Un dolor intenso le recorrió un hombro y la cabeza mientras caía al suelo.
Luchó para levantarse, para obligar a sus extremidades a moverse como les ordenaba, para hacer que su vista dejara de mostrarle manchas triplicadas. El dolor que sentía en el lateral del cráneo era como una hoja clavada en el resto de su cuerpo que la empujaba hacia el suelo. Pero no podía dejar que ocurriera, porque ante ella veía a Alena, quien se derrumbaba bajo los puñetazos demoledores de la señora Palter. Aunque Alena volvía a levantarse una y otra vez, no era rival para el torrente de fuerza que parecía fluir sin cesar a través de la mujer maldita. Entonces, la señora Palter recogió su puñal.
―No... ―El grito de Hal apenas fue audible, a pesar de su desesperación. Luchó contra la debilidad de sus extremidades y se obligó a ponerse en pie. Mas no fue lo bastante rápida. El puñal de la señora Palter descendió sobre Alena.
El grito entrecortado de Hal jamás llegó a oírse, puesto que se ahogó bajo el rugido de un licántropo. El puñal de la señora Palter se desprendió de su mano y la mujer se estampó en el suelo tras recibir el potente zarpazo de una garra lupina. La sangre voló por todas partes, proyectada por las dentelladas y las cuchilladas de la bestia gigante.
Alena rodó para apartarse de la refriega y Hal llegó junto a ella en un instante. Se abalanzaron juntas sobre la violenta y ensangrentada señora Palter y clavaron sus dagas en ella.
Cuando la maldición demoníaca abandonó las extremidades sin vida de la mujer, su cuerpo se marchitó y se consumió a sus pies. Entonces, Hal y Alena se encontraron hombro con hombro, cara a cara con un licántropo inmenso y jadeante.
Antes de que pudieran reaccionar o comunicarse sus intenciones la una a la otra, oyeron un rugido entre los árboles a su izquierda. Y luego oyeron otro desde la derecha. Uno a sus espaldas, dos delante de ellas. Entonces vieron que había ojos amarillos y brillantes por todos lados, donde se reflejaba y deslustraba la luz de la luna plateada. Estaban rodeadas. ¿Cuántos había? Una decena, quizá dos.


Hal sintió que Alena estaba tensa, pero no era su actitud firme habitual: estaba paralizada, crispada. Hal levantó su daga ensangrentada y cruzó la mirada con el mayor de los licántropos, el que tenían ante ellas. Si iban a morir aquella noche, lo harían luchando.
Sin embargo, antes de que Hal se preparase para atacar, el licántropo cambió de forma. Ocurrió tan repentinamente que Hal apenas vio la transformación. De pronto, la bestia era una humana de aspecto firme e imponente. La luna plateada se reflejaba en su piel pálida y resplandecía en las puntas blancas de su melena. Hal nunca había visto a un licántropo regresar a su forma humana en pleno combate. Jamás. Era imposible. Pero acababa de ocurrir.
Ninguna de las tres movió un músculo por unos segundos. Entonces Hal bajó su daga muy despacio y la dejó en el suelo sin perder el contacto visual con la desconocida. Alena lanzó una mirada inquisitiva a Hal, pero hizo lo mismo tras ver su convicción.
A Hal le pareció ver que la mujer desnuda asentía levemente antes de volverse hacia el resto de la manada, que aguardaba resollando, lista para la batalla, hambrienta. La mujer giró la cabeza breve y tajantemente a un lado. En respuesta se oyó un único gemido y la manada se alejó y desapareció entre la espesura de Ulvenwald.
Hal y Alena se quedaron a solas con la mujer que acababa de salvarles la vida.
Hal carraspeó. Quería darle las gracias, pero no le salieron las palabras. En vez de eso, desabrochó su gabardina y se la ofreció a la mujer.
―Gracias ―dijo la mujer aceptando el abrigo y echándoselo sobre los hombros.
―Gracias a ti por salvarnos ―respondió Hal con un hilo de voz.
―No lo he hecho por vosotras. La perseguía a ella. ―Señaló los restos de la señora Palter―. Y a otros como ella. Hay demasiados en nuestros pueblos.
―Entonces, el rastro era tuyo ―intervino Alena―. Y tú devoraste a la vaca.
―De no haber querido acabar con su miserable vida ―continuó la mujer, sin tener en cuenta los comentarios de Alena―, no habría salvado las vuestras.
La afirmación sorprendió a Hal.
―Pero ya que seguís vivas, os lo advierto: dejad de matar a mi manada.
―¿A los licántropos? ―preguntó Alena.
―Si no lo hacéis, me veré obligada a intervenir. Y si eso llega a ocurrir, acabaré con vosotras. ―El mensaje de la mujer no era una amenaza, sino una declaración.
―Este es nuestro bosque ―se enfureció Hal―. Ulvenwald está bajo nuestra protección.
―No podemos tolerar que haya licántropos en nuestro territorio ―añadió Alena.
―No tenéis elección ―sentenció la mujer―. Además, sois unas necias si creéis que podéis proteger solas este bosque contra lo que se avecina, o que incluso conseguiréis sobrevivir por vuestra cuenta. Marchaos del bosque, pequeñas cazadoras. Dejadlo en nuestras manos.
―Jamás. ―Alena apretó los puños.
―¿Qué se avecina? ―preguntó Hal con tono serio.
―No lo sé.
Alena bufó, pero Hal guardó silencio. Aquella mujer tenía algo que le hizo prestar atención a sus palabras.
―No lo sé exactamente ―continuó―, pero tanto vosotras como yo hemos visto suficiente como para saber que aquí hay cosas peores que los licántropos ―dijo señalando el altar de la señora Palter―. Este mundo nos necesitará pronto. Dará la bienvenida al clamor de nuestros aullidos y al músculo de nuestra manada. Quizá seamos la única fuerza que podrá enfrentarse a aquello que lo amenace.
―Nosotras lucharemos contra cualquier cosa que amenace Ulvenwald ―afirmó Alena―. No nos amedrentaremos ante nada.
―Si os quedáis aquí, moriréis ―dijo la mujer con un suspiro. Se quitó de los hombros la gabardina de Hal y la dejó caer al suelo―. Esta noche habéis sobrevivido solo porque he intervenido, solo porque un licántropo os ha ayudado. Reflexionad sobre ello. O no. Haced lo que queráis, pero os repetiré mi consejo: marchaos de Ulvenwald y no regreséis. Y rezad, si acaso lo tenéis por costumbre.
―No vamos a... ―quiso replicar Alena, pero la mujer ya había vuelto a asumir su forma lupina. El cambio fue totalmente distinto de las transformaciones violentas que Hal había visto en otros licántropos. Aquella mujer no era como los demás. Con un último rugido, les dio la espalda y se adentró en la arboleda.
Hal y Alena se quedaron solas en el claro iluminado por la luna en las profundidades del bosque. Hal notó una vez más la sensación reptante, esta vez como si fuesen dedos que recorrían su columna. No pudo contener un escalofrío. La sensación no había vuelto debido a la licántropa, sino por otro motivo totalmente distinto que aún no conocía o entendía.
Alena la observaba con audacia en los ojos, dispuesta a correr, pero Hal no sabía en qué dirección deberían ir.

Arlinn Kord surcaba la espesura a toda velocidad. Necias humanas... ¿Cómo podían estar tan ciegas? Esperaba no verse obligada a matarlas algún día. Eran fuertes y salvajes, características que ella apreciaba. En otra vida tal vez habría trabado amistad con ellas. Pero esta vida no se lo permitía; en esta vida, Arlinn no podía tener amigos.