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Conspiracy: Los Dosieres de Leovold

En estos tiempos de incertidumbre en Paliano, la información es tan valiosa como un tesoro. Nadie comprende esta realidad tan bien como el embajador Leovold de Trest, siempre dispuesto a compartir sus averiguaciones con la gente adecuada... por el precio adecuado.


El ascenso de Marquesa

Los preparativos de un festejo requieren tiempo. Sin ir más lejos, la última vez que celebramos un evento en la embajada dediqué una semana exclusivamente a tratar con interioristas y reposteros, con el fin de garantizar que las reproducciones de los emblemas fueran fieles y lucieran los azules correctos. La reina afirma que Brago dejó un testamento donde la nombraba sucesora, lo cual encuentro bastante ridículo de por sí (no pretendo denigrar a los espectralmente avanzados, pero dudo que la planificación sucesoria sea una de sus preocupaciones). No obstante, hablemos sobre la auténtica prueba de este engaño: en el mismo día en que Marquesa proclamó su ascenso, la sala del trono había sido inmediatamente decorada con tapices de la Rosa Negra, la guardia real había recibido escudos con el emblema de la Rosa Negra y había banderas de la Rosa Negra ondeando sobre la capital. Mientras el pueblo se preguntaba abiertamente cómo había persuadido a los Custodi para que legitimaran su coronación, a mí me intrigaba saber cómo había logrado encargar semejante parafernalia a todos los modistas y sastres de la ciudad sin que nadie se diera cuenta.


Art by Titus Lunter
Procedamos a hablar sobre la muerte de Brago (¿segunda muerte? ¿Muerte adicional? No contaba con que necesitaríamos un término para esto, mas veo que sí). Mi acceso a la corte de la nueva reina ha sido limitado, pero el relato más plausible que he podido componer a partir de rumores e insinuaciones dice lo siguiente: una asesina se infiltró en el palacio, al parecer atravesando las paredes, según algunas fuentes, y llegó a los aposentos del monarca. Aún se desconoce cómo es posible matar a un fantasma (¿matar permanentemente? ¿Supermatar? Creo que necesitaré a un lingüista para idear estos términos, o de lo contrario me volverán loco), pero los visitantes de la corte afirman que la corona de la nueva reina parece brillar con la misma energía espectral que desprendía el semblante de Brago.


Art by Kieran Yanner
Proporcionaré más información una vez que mi socio logre restablecer las vías de comunicación con la nueva monarca. Lamento el cliché, pero debemos proceder con cautela, ya que esta rosa no se caracteriza por sus pétalos, sino por sus espinas.
Leovold

Selvala de Alberon

Esta encantadora joven, cuyo gusto para los sombreros no tiene parangón, se ha visto arrastrada por segunda vez a un conflicto con la ciudad que tanto se esfuerza en amar. Selvala redactó la Carta junto a Brago (cuando este aún estaba varios enteros más vivo que ahora) y luchó por su ratificación; los agradecimientos que recibió a cambio fueron la traición y el encarcelamiento. Tras huir de prisión se retiró a las tierras interiores, solo para verse atraída de nuevo a los asuntos de Paliano cuando los nobles se aficionaron a utilizar bestias exóticas para sustituir a los sirvientes artificiales de Muzzio.
Conversé con Selvala en una cafetería a orillas del río y le tendí nuestra mano en señal de amistad; ¿sabías que aún tiene primos en Trest con quienes se escribe habitualmente? (Se ha obtenido un resumen de dichas cartas mediante la Ley de Seguridad Estatal y están disponibles para su revisión). Dialogamos largo y tendido acerca de su dilema actual: la nueva reina no permite la presencia de Selvala en la corte, pero ella tampoco siente gran interés por aliarse con la capitana Adriana debido a la indiferencia de esta en asuntos que Selvala valora profundamente.


Art by Tyler Jacobson
Le insinué que los humanos y sus fantasmas quizá hubieran dirigido Paliano durante demasiado tiempo, y que tal vez fuera el momento de que alguien que realmente apreciase un gobierno armonioso asumiera el papel de dirigente. Reaccionó con una mirada que conozco bien: una mirada de ambición, pero no en aras de su propio beneficio, sino de enmendar un mal mayor... y con un ligero toque de ira para avivar las llamas. Antes de despedirnos, dejé claro que sus primos trestianos estarían extremadamente interesados en apoyar cualquiera de sus futuros esfuerzos, fuera cual fuese su naturaleza.
Leovold

Capitana Adriana Vallore (retirada)

He pasado largo tiempo observando a los jóvenes de Paliano; su comportamiento me resulta tan entrañable como desconcertante. Tanto entre las universidades de las élites como en los mercados y talleres de las clases bajas, los rituales de cortejo de la juventud están a la vista de todos. ¡Cuán encantadores dramas acontecen! Puede que las tragedias más comunes, y las que más tienden a representarse en los escenarios, sean las historias de amor no correspondido.
Ay, pobre Adriana. Su amor por la ciudad es firme e inflexible; no obstante, cuando llegó el fin de Brago, la ciudad demostró que no siente el mismo amor por ella. Adriana ha sobrevivido a duras penas al ascenso de la reina y, al ser una persona testaruda, creo que seguirá recibiendo visitas inesperadas de los emisarios de la soberana, hasta que uno de ellos consiga persuadirla para unirse a su rey.
Sin embargo, antes de que llegue ese final, parece que Adriana pondrá todo su empeño en causar la mayor agitación posible en nombre de la rectitud. Traté de contactar con ella por medio de un mensajero, pero este regresó con la nariz rota y la camisa hecha jirones. La nariz sanará, pero me temo que ya no se puede hacer nada por la camisa.


Art by Chris Rallis
Falta por ver a qué género pertenece exactamente esta obra. ¿Logrará nuestra noble heroína conquistar al objeto de sus afectos y traer una nueva era de paz, igualdad y prosperidad? ¿O será su desesperanzada utopía igualitaria tan efímera como el rey al que servía? Si fuese un elfo aficionado al juego (y te aseguro que no lo soy), apostaría por la segunda opción. En cualquier caso, gozamos de un asiento en primera fila para presenciar este drama e informaremos de las novedades durante el intermedio.
Leovold

Su Majestad la reina Marquesa, la Rosa Negra, primera de su nombre; líder del consejo, garante del gobierno legítimo, única soberana de la Alta Ciudad, auténtica heredera del trono de Paliano y todos los derechos y privilegios que este conlleva
Alias: la Rosa Negra, Marquesa d'Amati
Según mi experiencia, existen dos clases de bestias de caza. Las primeras existen por la emoción de la caza y se regocijan sirviendo a sus amos. Encontrarás a estas criaturas siguiendo los carruajes, correteando detrás de los caballos y ladrando alegremente. Estas bestias no son una amenaza para el carruaje ni para los caballos. Simplemente, disfrutan corriendo.
Luego están las otras. No hay forma de distinguirlas durante la caza, ya que ambas clases se sienten orgullosas y realizadas al perseguir a sus presas. La diferencia está en su propósito. Las bestias del segundo tipo rastrean y matan porque es su función; cualquier manifestación de alegría es una coincidencia o una fachada. Estas bestias cazan porque fueron creadas para esa finalidad. Puede que hoy maten lo que les indique su amo, pero, en ausencia de un maestro, matarían igualmente.
Marquesa es una criatura del segundo tipo.
No culpo a mi predecesor de no haber detectado los indicios. El personaje que había cultivado, aquella gentil "madre de asesinos" que había representado durante años, señalaba hacia una ambición específica: ejercer control e influencia desde las sombras. En retrospectiva, esa imagen pública no era más que una distracción. El objetivo de Marquesa siempre ha sido el trono. Siempre.
En las calles, algunos la llaman usurpadora. He escuchado mofas sobre su "apropiación del poder" en el vacío dejado por Brago, pero su intención no solo es hacerse con el poder.
Su intención es gobernar.


Art by Daniel Ljunggren
Pocas horas después de su ascenso al trono se realizaron proclamas y ejecutaron políticas claramente elaboradas desde hacía semanas e incluso meses, todas con el objetivo de consolidar su poder, conseguir la aceptación intranquila de los ciudadanos y legitimar su mandato. Si el pueblo obedece sus edictos, ¿cómo se podría negar que sea la reina?
Las semanas y meses venideros serán cruciales. Todo este golpe podría fracasar si se aplica la presión adecuada, pero, al mismo tiempo, la presión de otros colectivos podría consolidar el poder de Marquesa. He ofrecido una tentativa de negociación oficial en representación de Trest. Te informaré con la mayor prontitud cuando reciba la respuesta de Su Majestad.
Leovold

Grenzo, alcaide de las mazmorras reales

Me encantan los trasgos. Sé lo que pensarás, ¡pero es verdad! Un trasgo, debido a su naturaleza, nos ayuda a entendernos a nosotros mismos. Un trasgo es todo lo que no somos: agresivo, salvaje, basto y ruidoso. Cuando un trasgo acepta su naturaleza y se convierte en la culminación de lo que puede llegar a ser, no puedo evitar sentir simpatía por él. Lo mismo podría ocurrirme con Grenzo, si no fuese por la ligera preocupación de que su chusma y él me asesinarán por la noche junto a todas las personas que aprecio.


Art by Svetlin Velinov
Grenzo se conformaba con formar parte del engranaje de Paliano y se había situado en una posición que le permitía controlar una parte considerable de los bajos fondos. Al servir como alcaide de las prisiones de Brago y contar con la lealtad incondicional de una red de fiadores, cazarrecompensas y bandas criminales, Grenzo era una fuerza poderosa en la ciudad y nunca necesitaba ensuciarse las manos (esto solo es un decir: intuyo que sus manos estaban sucias en todo momento).
En ausencia del apoyo de Brago (se desconoce por completo qué suceso provocó que el antiguo rey tolerara y apoyara las operaciones del alcaide), ha adoptado una táctica distinta que me sorprende tanto más como menos que sus antiguos métodos: ha iniciado una rebelión abierta. Grenzo incita a las turbas a la violencia, aunque no contra la propia reina, sino contra la idea de la ciudad en sí. Ya se ha aprovechado en dos ocasiones de las multitudes congregadas por la capitana Adriana, infiltrándose en ellas y convirtiendo esas manifestaciones en revueltas violentas. Sus metas me resultan completamente opacas; desde luego, no pretende hacerse con una posición de poder, a menos que tratar de causar la perdición de todas las posiciones sea un medio para lograr ese fin.


Art by Steve Prescott
¿Esta anarquía es una auténtica filosofía política? Me gustaría dar a Grenzo el beneficio de la duda en este asunto, ya que le he tomado cariño con el paso de los años. ¿Quizá lamente la pérdida de su rey y utilice la ira como forma de expresarlo? Lo dudo, pero no puedo descartar la posibilidad. ¿Puede que este causando este caos a petición de la reina? Parece atípico de la clase de juegos favoritos de Marquesa. O, simplemente, Grenzo tal vez haya vuelto a dejarse llevar por sus instintos más básicos: destrozar y quemar cosas por la pura gloria de oír el sonido de cristal estallando y ver las luces danzantes de las llamas. Sea como fuere, he ordenado a mi personal diplomático que se mantenga alejado de las grandes multitudes, puesto que las calles son más inestables que nunca.
Leovold

Nota: la semana pasada, uno de mis agregados diplomáticos interceptó una entrega anónima de un agente de la reina. ¡Imagina lo sorprendido y halagado que me sentí al descubrir que el contenido era un dosier acerca de mi humilde persona! He tomado cada palabra de dicho documento como un elogio sincero.

Embajador Leovold de Trest

A Vuestra Majestad la reina Marquesa, la Rosa Negra, primera de su nombre; líder del consejo, garante del gobierno legítimo, única soberana de la Alta Ciudad, auténtica heredera del trono de Paliano y todos los derechos y privilegios que este conlleva
Siguiendo Vuestras instrucciones, he recabado la siguiente información acerca del recién nombrado embajador de la ciudad-estado de Trest. Ha dado a conocer su presencia en la ciudad organizando toda clase de fiestas, banquetes y otros eventos con la explícita intención de fomentar el "intercambio cultural".


Art by Howard Lyon
Los trestianos parecen tener problemas con nuestras costumbres culturales y optan por exhibir su riqueza y supuesto refinamiento, pero los asistentes a esos eventos los han calificado de chabacanos y torpes. Puesto que los elfos de Trest favorecen lo primitivo y subdesarrollado, esto no es ninguna sorpresa. El propio Leovold parece satisfecho con su papel de anfitrión obsequioso y bufón de la corte, con sus gestos excesivos y sus osadas proclamaciones de amistad. Semeja que Leovold trata de congraciarse tanto con la nobleza como con el pueblo llano. Ha logrado cierto éxito, ya que la delegación trestiana suele ser bienvenida en la alta sociedad y entre las clases inferiores.
Por otro lado, la embajada posee un pequeño contingente de guardias armados; dado el limitado personal de la embajada, esto no resulta sorprendente. Aunque los guardias parecen bien entrenados, es evidente que no adoptan una actitud agresiva, sino que parecen contentarse con disfrutar de las vistas y los sonidos de la más grandiosa ciudad de Fiora.


Art by Anthony Palumbo
No obstante, se rumorea que los miembros de la delegación trestiana están relacionados con pequeños incidentes diplomáticos y se sospecha que participan en labores de espionaje y similares. Hay dos explicaciones potenciales para estos informes. O bien Leovold y sus agregados se han involucrado en labores de espionaje altamente sofisticadas contra el estado, o bien los miembros de su delegación tienen tendencia a husmear en asuntos ajenos y realizar pequeños hurtos.
Considero que la segunda posibilidad es mucho más probable, pero admito que no puedo descartar completamente la primera. Continuaré observando los movimientos del embajador, pero, dada nuestra situación actual, recomiendo no emplear demasiados recursos en ello. Tenemos asuntos mucho más urgentes entre manos.
Lucia Covi, Espina de la reina

Se levanta el telón

¡Qué gran época para vivir en Paliano! Las piezas están en su lugar, las luces están encendidas y el juego está a punto de empezar. Todas las miradas están puestas en la reina y en sus preparativos para enfrentarse a Adriana, la capitana renegada. Gran parte de la guardia de la ciudad ha sido reemplazada por tropas leales a Marquesa, pero se trata de espías y asesinos encumbrados, no de un grupo entrenado para mantener el orden; la mayoría de ellos se sentirían más cómodos empuñando un estilete en un callejón oscuro que cabalgando bajo una armadura de malla.
¿Y los antiguos guardias? Algunos han sido encarcelados, pero ¡las prisiones son un colador! Grenzo no siente interés por ayudar a la reina a mantener el orden y prácticamente ha renunciado a su cargo. Adriana ha organizado varios rescates ciertamente audaces para recuperar a sus antiguas tropas; entre estas fugas cabe destacar una en la que participaron una hidra domesticada, un carro con empanadas de carne y un trío de soldados irrisoriamente disfrazados de lavanderas. Pero no nos desviemos del tema.
Adriana afirma luchar por la ciudad, como si esta fuese una especie de ideal encarnado. Un concepto exquisitamente poético, aunque sus tácticas sean de lo más físicas: manifestaciones demasiado multitudinarias como para aplacarlas pacíficamente, asaltos coordinados contra algunas de las antiguas bases de la reina... Y discursos; digamos que a la buena mujer no le desagrada oír el sonido de su propia voz.
Aunque todas las miradas estén puestas en el escenario principal, las tierras interiores también bullen de actividad. Algunas figuras, como la ilustre y célebre Selvala, pretenden aprovechar esta agitación para tratar de acabar con la desidia y los excesos de la nobleza, tan descaradamente cortejada por la nueva reina. Otros se preguntan qué ha sido de los restos de la disuelta Academia. La mayoría de los antiguos maestros permanecen en la ciudad y se han retirado a sus talleres privados (algunos de los cuales se podrían definir más bien como pequeñas fortalezas), cuyas luces continúan encendidas todas las noches, proyectando sombras en los muros hasta que el amanecer las disipa.
En definitiva, nos encontramos en lo alto de una montaña de leña mientras los niños corretean por las calles, antorchas en mano. Hemos realizado preparativos para actuar ante cualquier eventualidad, o también podemos mirar para otro lado y granjearnos el favor de los vencedores. Aguardaré nuevas instrucciones con mano capacitada y firme.
Atentamente,
Embajador Leovold de Trest

Conspiracy: Instrucciones Sangrientas

La ciudad de Paliano se está sumiendo rápidamente en un caos político. Entretanto, los trasgos Grenzo y Daretti han planeado causar otro tipo de caos.


Hacía una noche sofocante, pero el espectáculo pirotécnico continuaba iluminando las calles de Paliano. Un guardia solitario permanecía en su puesto. A lo lejos, el Festival de Nuestra Excelentísima Soberana se celebraba por todo lo alto. Un exceso de luces y colores danzaban en la plaza, manifestando ruidosamente el amor que el pueblo sentía por su nueva gobernante. La bebida también corría en abundancia. Por la mañana se habían oído murmullos acerca de la legitimidad de Marquesa a heredar el trono, pero ahora le cantaban alabanzas.
El vigilante, por el contrario, no cantaba ni bebía. Se planteaba abandonar su puesto, pero ya no: había decidido permanecer firme, vigilando el hogar de un vejestorio de la antigua Academia. Un real decreto había disuelto la institución, considerada desde hacía mucho tiempo como la cuna del conocimiento y el estudio. Privado de su estatus profesional, el erudito se había convertido en un ciudadano más. Un ciudadano muy viejo, desconfiado hasta el punto de rozar la paranoia. Noche tras noche, el vigilante permanecía allí. También noche tras noche, el anciano le recordaba que debía estar alerta, cosa que siempre irritaba al guardia. Sabía que aquel hombre había sido decisivo para traer la construcción mecánica a Paliano, cuando aún no era ilegal, pero ¿quién podría tener algo en contra de una reliquia olvidada de una institución desaparecida?

Art by Jason A. Engle
En un callejón frente a su puesto, el guardia divisó una sonrisa que enseñaba los dientes. Un trasgo le observaba; era pequeño, probablemente un niño. Le hizo un gesto para echarlo―. Vete a casa, chiquillo.
El trasgo se escabulló entre las sombras.
De pronto, algo salió volando del callejón, en dirección al guardia. Era pequeño y redondo y trazó un arco en el aire. Un tomate podrido y apestoso se estrelló contra la armadura cuidadosamente pulida y la pulpa chorreó como hilos de sangre.
―¡Lárgate, gamberro! ―rugió el vigilante.
Desde las sombras de un callejón adyacente, otro proyectil salió despedido hacia él. Esta vez fue una manzana, que impactó en el casco y le hizo ver las estrellas por un momento. El guardia se giró hacia el lugar de donde había salido y un auténtico aluvión de lechugas y zanahorias se le vino encima. Era como si alguien hubiera catapultado media frutería hacia él. Esta vez distinguió en el callejón una docena de ojos maliciosos sobre rostros verdes que reían y se mofaban de él. El sonido parecía proceder de todas partes.
―¡Ya basta, malditos trasgos! Estáis jugando con fuego.
Entonces oyó algo distinto a sus espaldas. Se volvió de nuevo y esta vez vio una botella de cristal que volaba hacia él. El recipiente cayó a sus pies y esparció un líquido que estalló en llamas al instante. El guardia retrocedió trastabillando y el fuego siguió ardiendo en la calle. Entonces miró alrededor y vio a la turba. Los trasgos le lanzaban sonrisas perversas; algunos llevaban antorchas, otros portaban armas y uno empujaba un carro lleno de verduras podridas. El vigilante alzó su arma y cargó contra ellos. La turba dio media vuelta y se dispersó sin dejar de reír, tropezando unos con otros y abandonando el carro para huir de la furia del vigilante.

Art by Jason A. Engle
Mientras aguardaba en las sombras cercanas, Daretti se movió en su silla, incómodo, y esperó a que el guardia y los trasgos se alejaran―. Bufones. Principiantes. ―murmuró. La calle estaba despejada, pero dudaba que la distracción fuese a funcionar.
―Son fervorosos, como un fuego descontrolado ―dijo Grenzo junto a él, con una sonrisa en la boca―. Solo tienes que desatarlos en el lugar correcto. ―Caminó cojeando hacia la puerta desprotegida, apoyándose en su bastón; a pesar de su joroba, era un trasgo enorme. Tres de sus diminutos lacayos se apresuraron a seguirle.
Daretti apretó con fuerza los brazos de su silla. Aquella no era la noche de venganza que había planeado tan minuciosamente.
Grenzo se plantó delante de la puerta y sacudió el pomo. La puerta repiqueteó con un generoso estruendo de pasadores y pestillos, pero se negó a ceder. El trasgo sonrió de entusiasmo.
―¿Podrías guardar al menos un ápice de silencio? ―siseó Daretti.
―¡Bah! Llevo echando abajo puertas desde antes de que tuvieras pelo en las mejillas. ―Un golpe seco del bastón de Grenzo y la puerta de la residencia se vino abajo con estrépito―. Si Marquesa quiere colgar sus venenos y ponerse un nuevo adorno en la cabeza, es cosa suya, pero si pretende arrebatarme mis llaves y echarme de mis mazmorras, entonces saldremos a la superficie y levantaremos nuestras propias puertas. ―Los trasgos respondieron con un coro de vítores estridentes.
Daretti frunció el ceño y echó un vistazo alrededor.
―Te preocupas demasiado ―lo calmó Grenzo―. Disfruta de no saber. Además ―dijo señalando los fuegos artificiales en el cielo―, ¿quién podría oírnos con todo ese alboroto? ―Hizo un gesto a sus esbirros para que corriesen adentro―. ¡Adelante, id a por vuestro botín, mis hermosos cachorros! ―Entró detrás de ellos, sintiéndose cómodo en la oscuridad y buscando con la vista los tesoros de la residencia.
Una multitud de trasgos entró en tromba en el recibidor y llenó de huellas de queroseno el prístino mármol azul trestiano. Un chiquillo agarró el pellejo de un peculiar animal albino, colocado con estilo en una silla, y lo convirtió en una hermosa capa. Desde los techos abovedados, los retratos enmarcados de varios antepasados aristócratas observaban con desprecio a la turba.
Daretti entró con más cuidado, maniobrando con la silla para rodear la puerta que yacía en el suelo―. Tal vez, viejo, tal vez, pero ten en cuenta otro detalle: ¿quién sería capaz de dormir en medio de tanto estruendo?

Art by Jason A. Engle
En el piso de arriba, Zadrous Fimarell daba vueltas en la cama. Incluso con las ventanas cerradas a cal y canto, seguía oyendo el despliegue de fastuosidad y opulencia que había en el exterior. A través de las cortinas, los destellos chillones de tonos rojos, azules, verdes y púrpuras de los fuegos artificiales iluminaban su dormitorio. Los anteojos que había dejado en la mesita de noche vibraban con el redoble de los tamborileros ebrios del desfile. Antaño no le había parecido un sonido tan inusual.
Antaño. Antaño, aquellos tamborileros habían anunciado su llegada. Antaño, él había dirigido a sus propias multitudes. En los tiempos de la Academia. Zadrous había sido su predilecto. Y los demás habían sido su mundo. Un mundo por el que se había movido con facilidad. Sus parientes le habían abierto las puertas y él había jugado con el sistema como un auténtico artista. Nunca había sido un genio, y lo sabía. Sin embargo, solo con el invento del engranaje universal (¿quién habría podido discutir si era creación suya?), un sinfín de apretones de manos, algunos tratados y un par de conferencias, había conseguido lo necesario para vivir a cuerpo de rey. Que los Muzzios del mundo siguieran dejándose la piel en sus laboratorios.
Pero entonces su mundo se derrumbó...

Art by Svetlin Velinov

Tres guardias de la ciudad yacían inconscientes en el suelo, atrapados bajo una estantería volcada. La trifulca con los trasgos había dejado jarrones rotos y cuadros aplastados por doquier. Mientras los secuaces de Grenzo ataban a los guardias, su jefe extrajo su propio saco para meter el botín y se centró en la pared de estanterías.
―Me habías dicho que este fulano era un pez gordo, pero aquí no hay más que chatarra. Nuestras alcantarillas son más lujosas que este cuchitril. ―Barrió las baldas con el bastón y los libros se precipitaron al suelo. Dio algunos golpes a la pared que tapaban, pero nada.
―Te había dicho que le consideraban una eminencia en el ámbito de la mecánica. ―Daretti recogió un tomo del suelo. El título le crispó los nervios. Principios de la autonomía mecánica: disertación exhaustiva sobre la construcción de vida artificial. Hojeó las páginas, pero conocía perfectamente lo que iba a encontrar―. Aun así, tu observación es bastante acertada: el profesor era un farsante en todos los sentidos.
Grenzo se acercó a un escritorio de palisandro de factura exquisita, con incrustaciones de piedras opalinas. Todos los cajones estaban bien cerrados. El trasgo se irguió con un ligero esfuerzo, levantó su bastón y descargó un golpe en el centro del mueble, haciendo que saltaran astillas y desperdigando las cerraduras por el suelo. Dentro del escritorio no encontraron más que pilas y pilas de papeles. Daretti recogió uno y lo leyó. Era una carta firmada por una supuesta celebridad del mundo académico. Estaba llena de elogios efusivos sobre la "genialidad" de Fimarell. Grenzo recogió un puñado de páginas y las metió en su saco.
―¿Qué tienes pensado hacer con eso, viejo? ―preguntó Daretti―. Esto no es más que basura.
―Te equivocas ―corrigió Grenzo levantando el saco y echándoselo a la espalda―. Esto es combustible.
Daretti torció el gesto. Mientras hojeaba el tomo que había recogido, encontró entre las páginas un folio doblado y lo abrió para comprobar qué era―. ¡Ja! Mira esto, viejo. Es el anteproyecto para un centinela mecánico; uno de los primeros modelos, pensado para la seguridad municipal. ―Desplegó el documento en el escritorio―. Fíjate en las extremidades. Vaya desastre. Los requisitos energéticos habrían costado una pequeña fortuna, por no hablar del resto. Menuda basura. ¿Te imaginas el equipo de técnicos que habría hecho falta para...?
―¡Bla, bla, bla! ¡Todo esto es basura! Hasta la última palabra. Entregaste tu vida a la Academia y dedicaste tu existencia a esa panda de fanfarrones rebuznantes. Les rogaste que te dieran las sobras. Pusiste tu empeño en educar a aquel aprendiz, Muzzio, y ¿qué hizo él por ti? ¿Qué te hicieron todos ellos? Escucha, la Academia ha muerto y Muzzio está en el exilio. ¿Sabes por qué? Porque basta con abrir algunas cerraduras y dejar sueltos algunos inventos por las calles para que todo el mundo pierda el juicio. ―Grenzo se inclinó hacia él―. Todos tus queridos mecanismos están rotos, desguazados y prohibidos. Todo aquello a lo que te consagraste ha muerto. Y nosotros... Nosotros somos las hienas que roen los huesos, así que deja de actuar como un científico y empieza a comportarte como una hiena.
Daretti apartó la mirada del proyecto. El sello de la Academia en la parte inferior tenía un brillo dorado. Daretti entregó el papel a Grenzo. "Combustible". Podía sentir cómo ardía dentro de él. Daretti asintió―. Quémalo. Quémalo todo. Quema las cenizas. Quema a los culpables. Quema a los honrados.
Grenzo sonrió.
Daretti reparó en algo que había entre los papeles del escritorio y abrió los ojos de par en par. Extrajo un pergamino desgastado y amarillento. Las manos le temblaban―. Esto es el colmo, viejo. ¡El colmo! ―Tragó saliva antes de continuar―. Ha llegado el momento de que las hienas dejemos este cadáver y busquemos uno más fresco. ―Su silla se puso en marcha con un ruido metálico y lo llevó hacia las escaleras. Daretti se movió lleno de resolución. La sonrisa de Grenzo se ensanchó mientras seguía a su compañero hacia la escalera de mármol.
Al llegar arriba, Daretti se detuvo de súbito. Posó los papeles en el regazo y empezó a rebuscar en sus bolsillos―. Me lo he olvidado. ―Se volvió hacia Grenzo y le dirigió una mirada suplicante―. Debo de haberlo traspapelado. Tenemos que volver. No puedo continuar sin mi discurso.
―¿Cómo? ¿No sabes lo que querías decirle?
―No, y estoy tan sorprendido como tú.
―Vamos, listillo, sé que puedes recordarlo.
―Que no, Grenzo. Me he quedado en blanco. Tanto ensayarlo no ha servido para nada. Cerraremos la puerta, sacaremos a los guardias y devolveremos los papeles. Luego buscaré el discurso y volveremos mañana por la noche.
―Cachorro, puedes volver a cerrar una puerta, pero colocarla otra vez en las bisagras no es tan fácil. Venga, repite conmigo, aunque no sé si estar de acuerdo: "Ser honrado es un esfuerzo...".
―¡Ah, sí, sí! Eso es. "Ser honrado es un esfuerzo constante e ingrato".
―"Uno no puede escudarse...".
―"Uno no puede escudarse en la honradez...".
―¡Trasgos! ―Fimarell había salido en bata al pasillo, seguramente alertado por las voces. Grenzo y Daretti intercambiaron una mirada―. ¡Ladrones! ―chilló el humano antes de volver a su habitación y cerrar de un portazo.
Los dos trasgos fueron tras él. Daretti sacudió el tirador de la puerta. Cerrada. Lanzó una mirada a Grenzo. Otro golpe seco de su bastón y otra puerta que se vino abajo.
―¡Que alguien me ayude! ―gritaba el anciano científico desde la ventana. Se volvió temblando hacia ellos―. ¡Sucios trasgos callejeros...! ¡Esto es un barrio respetable y yo soy un hombre de bien!
Daretti se quedó observándolo con la mirada vacía. Grenzo le dio un golpecito con el bastón en la silla y su compañero sacudió la cabeza y se dirigió a Fimarell―. Ser honrado es un esfuerzo constante e ingrato. Uno no puede escudarse en la honradez. La falsedad y el engaño son los mayores pecados para un científico. Y es la carga de los honrados destapar las mentiras y llevar a los falsarios ante la justicia.
La silla de Daretti extendió sus patas mecánicas, separándose de las ruedas y elevando a Daretti casi hasta la altura del techo. Bajo las luces titilantes de la calle, parecía una araña gigante a punto de abalanzarse sobre su presa.

Art by Victor Adame Minguez
El anciano erudito se encogió de miedo en el suelo.
―Tal vez no recuerdes mi nombre ni mi cara, pero sospecho que reconoces mi atuendo y mi sombrero. Una vez ostenté mi cargo con orgullo, como agente de las más ilustres órdenes: el conocimiento, la ingeniería y la verdad. ―Su tono se volvió más grave―. Pero tú no conoces esas virtudes. ―La silla movió al trasgo hacia delante, acercando sus rostros lo suficiente para que Daretti distinguiera los hilos de sudor que corrían por las arrugas del anciano―. La Academia conoce tu nombre muy bien. Figura en muchísimos sitios. ―Levantó los papeles del regazo―. Como estos.
Fimarell palideció.
―¿Sabes lo que son? ¿Reconoces la caligrafía? Criticaste esta obra. Criticaste todas mis palabras y luego te apropiaste de ellas. Desarrollaste tu carrera apoyándote en mis palabras. ¡¿Cómo osas llamarnos ladrones, farsante?!
Daretti respiraba con fuerza y entonces entrecerró los ojos. Hizo una bola con la primera página del manuscrito y la metió por la fuerza en la boca de Fimarell.
―¡Deja de perder el tiempo, cachorro! ―protestó Grenzo a sus espaldas―. Esto es Paliano: aquí resolvemos las cosas asesinando. Mátalo de una vez y zanjemos el asunto.
Daretti y Fimarell intercambiaron una mirada incómoda. El trasgo se volvió hacia atrás―. ¿Me dejas disfrutar del momento, por favor?
―¡Agh, vale! ―dijo Grenzo levantando las manos con exasperación―. Pero voy a empezar a quemar cosas mientras terminas de hablar.
Los ojos de Fimarell iban y venían de un trasgo al otro. Daretti intentó recuperar su tono amenazador―. Esa... ―Carraspeó―. Esa carrera... Vaya, ¿por dónde iba?
Fimarell escupió la hoja que tenía en la boca―. El manuscrito que te robé... ―dijo con un hilo de voz.
―Cierto ―confirmó Daretti―. Bueno... Fuiste tú el que... ―Hizo una pausa―. En fin, terminemos con esto. ―Atrapó a Fimarell por las piernas, lo levantó y lo arrojó por la ventana. El humano se precipitó desde un segundo piso y se estampó en la calle con un sonoro golpe seco.
Daretti se inclinó y asomó por la ventana para ver el cuerpo inmóvil. Los adoquines se habían teñido de rojo. Estaba hecho. Había pasado mucho tiempo desde que era un joven desesperado por compartir sus palabras con la Academia. Había meditado largo y tendido sobre aquel momento, pero todo había terminado en un suspiro.
―No está mal. ¿Ha sido tan liberador como esperabas? ―Grenzo volvía a estar junto a él. Sostenía una gran vasija bajo un brazo y una antorcha encendida en la otra mano.
―Creo que podría haberlo sido. La próxima vez... déjame terminar.
Grenzo levantó la vasija. Estaba repleta de basura. Daretti recogió las páginas de su manuscrito y las metió dentro. Acto seguido, Grenzo dejó caer la antorcha y el contenido del recipiente prendió con un chisporroteo.
―Queda un último paso. ―Grenzo volcó la vasija sobre la ventana y la basura en llamas llovió sobre las calles de Paliano. En algún lugar de la ciudad, los fuegos artificiales habían comenzado de nuevo.

Art by Steve Prescott
Para cuando volvieron a las escaleras, los lacayos de Grenzo se habían llevado todos los objetos de valor y ahora se dedicaban a destrozar el mobiliario. Algunos apiñaban los restos en los rincones junto con pilas de documentos y libros, mientras que otro de ellos se dedicaba a derramar aceite sobre toda la basura.
Daretti y Grenzo descendieron a la planta baja―. Buen trabajo, pupilo mío. Aún podremos hacer de ti un buen trasgo.
―¿"Pupilo"? ―se extrañó Daretti―. No, no, no. Dejemos las cosas claras. Tú eres mi brazo ejecutor.
―¡Bah! ¡Ya te gustaría! Como mucho, eres mi compinche.
―¡¿"Compinche"?!
―Jef... ―los interrumpió uno de los lacayos, que sostenía una antorcha―. Eh... Jefes, ¿habéis terminado?
―Hablaremos de esto luego, Grenzo ―dijo Daretti―. Sí, quemadlo, por favor. Quemadlo todo.
Las llamas prendieron pronto y el fuego crepitó mientras devoraba las paredes. Daretti negó con la cabeza―. Volvamos a casa ―dijo con un suspiro―. De vuelta al subsuelo.
―¿Quién es el próximo de tu lista?
―Un hombre llamado Alendis. Me dijo que la Academia no estaba preparada para aceptar a un trasgo, que sería malo para su reputación. Al parecer, ese viejo zalamero se ha unido a los Custodi.
―Bueno, si eso significa que se ha confabulado con Marquesa, entonces también está en mi lista. ―Grenzo salió de la casa y Daretti fue detrás de él.
―De acuerdo, viejo cascarrabias. ¿Qué te parece "mano derecha"?
El aire crepitaba. El fuego ardía detrás de ellos. Los demás trasgos ya se dispersaban por todas direcciones―. La reina solía desenvolverse entre las sombras ―dijo Grenzo levantando la vista hacia el cielo humeante―. Conocía el juego. Sabía cómo retorcer un puñal. Ahora tiene un asiento más cómodo y cierra todas sus puertas cuando cae la noche. Al menos sabe cómo organizar una fiesta.
―Supongo que todo el mundo deja las sombras tarde o temprano.
―Creo que deberíamos irrumpir en una fiesta. Deberíamos irrumpir en las fiestas de todos. ―En lo alto, los fuegos artificiales iluminaron el cielo con tonos rojos, azules y verdes. Daretti se abanicó con una mano. La noche seguía siendo sofocante.

Conspiracy: La Proclamación de Adriana, Capitana de la Guardia

Ciudadanos libres de Paliano:
Cuando anoche os fuisteis a descansar, erais personas leales. Recostasteis la cabeza como fieles súbditos del auténtico y legítimo rey de Paliano: Brago el Eterno. Tal vez no le adoraseis, pues ser amado no es el deber de un gobernante, pero le obedecíais y le respetabais como todo ciudadano debería hacer.
Inconscientemente, hoy habéis despertado como traidores bajo la bandera ensangrentada de una reina usurpadora: Marquesa, la Rosa Negra, notoria asesina y conspiradora, una criminal de primer orden cuyas amenazas veladas y espinas ocultas le han permitido eludir la ley de Paliano durante demasiado tiempo. Os ha convertido en traidores izando su bandera en el palacio y colocando la corona en su traicionera frente. Os ha obligado a elegir entre la lealtad a la corona y la lealtad a vuestra ciudad.
De algún modo, esta vil embustera ha asesinado al rey Brago, poniendo fin a su existencia inmortal y dispersando la esencia de su espíritu. De algún modo, ha conseguido figurar en la última voluntad y testamento de nuestro soberano. Un documento falsificado, sin duda alguna; un puro invento, pues ¿por qué habría de necesitar un testamento el Rey Eterno? Incluso de ser así, ¿por qué habría él de nombrar sucesora a la hija traicionera de una casa deshonrada? De algún modo, ella ha obtenido la lealtad de los sacerdotes custodi que antaño manifestaban en el mundo la palabra del rey. Junto a ellos se encuentran numerosos sirvientes del trono que no pueden o no se atreven a cuestionar el derecho de Marquesa a gobernar, mientras que en las sombras acecha su red de ladrones, espías, saboteadores, chivatos y asesinos.
La falsa reina ya enarbola sobre Paliano su propio sello, el emblema de la Rosa Negra. Ha osado ignorar en silencio el símbolo de nuestra ciudad, el símbolo que Brago lucía en la empuñadura de su espada; una imagen tan imperecedera y representativa de nuestra ciudad como su legítimo gobernante, y que los Custodi incluso consideran un icono religioso. Sí, continúan blandiéndolo, pero eso significa tan poco viniendo de ellos como lo ha hecho nunca. No obstante, los estandartes de las tropas de la ciudad ya han cambiado. No veréis ese símbolo en los salones del palacio de Marquesa ni en los escudos de sus guardias. Ella afirma gobernar legítimamente y velar por el porvenir de la ciudad, pero la bandera que ha ondeado sobre nuestras cabezas durante tantos años ha desaparecido por orden suya.
Y ¿por qué motivo? Por uno muy sencillo: porque Marquesa no tiene derecho a usar ese símbolo de nuestra historia, y lo sabe. Se ha puesto la corona y ha ocupado el trono, pero no empuña la espada de Brago, el arma que lleva el símbolo de nuestra ciudad. Lo sé porque ahora soy la portadora de dicha espada y de la responsabilidad de defender la ley y el orden en Paliano. La reina traidora me ha privado de mi cargo, pero no he renunciado a él. Cargaré con esta espada, este símbolo, este deber de proteger nuestra ciudad contra todos sus enemigos, incluso y especialmente contra una enemiga que se sienta en el trono. No tengo deseo alguno de gobernar, únicamente de derrocar a la usurpadora para que todos podamos determinar quién será nuestro auténtico gobernante tras el trágico fin del rey Brago.
Marquesa os instará a poneros de su parte, al servicio de una corona legítima que descansa sobre una cabeza embustera, y por ello os convertiría en traidores. Yo os ofrezco un camino distinto: uníos a mi causa, a la causa de Brago, y demostrad que sois leales a vuestra ciudad oponiéndoos a esa farsante.
Si su bandera no es la vuestra, no os postréis ante ella. Si su mandato es ilegítimo, también sus leyes lo son. Si no es la auténtica reina, los sirvientes de la corona no son mejores que sus espías y asesinos y deberán ser tratados como tales.
¿Qué respondéis, ciudadanos de Paliano? ¿Apoyaréis a la ciudad o a su autoproclamada reina? ¿Seréis rebeldes leales o traidores sumisos? Cada día que pase mientras Marquesa continúe en el trono, seréis lo uno o lo otro. ¡Tomad vuestra decisión!


—Adriana, capitana de la guardia

Conspiracy: La Proclamación de la Reina Marquesa

¡Pueblo de la Alta Ciudad!
Es mi deber solemne informarles de que Brago, rey de Paliano, ya no se encuentra entre nosotros. Su muerte sacudió los cimientos de la ciudad hace muchos años, mas su perseverancia espiritual aportó alegría y consuelo a todos nosotros. Sin embargo, ahora se encuentra verdadera y eternamente más allá del velo. Su reinado ha concluido y su espíritu al fin ha obtenido el descanso definitivo que tanto merecía.
En su benevolente sabiduría, nuestro difunto monarca ha nombrado a una sucesora con la voluntad y la fortaleza necesarias para traer la armonía a su amada ciudad. Como heredera designada y reconocida como legítima sucesora por la sagrada orden de los Custodi, juro defender las leyes de Paliano, mantener el orden en la ciudad y garantizar que la justicia se imparta con prontitud y ecuanimidad. Pese a la certeza de que nunca seré una gobernante a la altura del hombre cuyo compromiso con su ciudad trascendió la vida misma, albergo la esperanza de que, con la bendición de los Custodi, seré capaz de guiar nuestra noble urbe hacia una nueva era de prosperidad.
El traspaso de poderes siempre es un proceso arduo, y más aún cuando el fin de un reinado acontece de manera tan inesperada. Incluso los leales y firmes súbditos de la corona pueden verse mal preparados para servir a un nuevo monarca con la misma aptitud que al anterior. Por ello, el cargo de capitán de la guardia queda disuelto a partir de este momento. De ahora en adelante, los soldados de la ciudad responderán directamente ante mí. La antigua capitana ha sido licenciada con el agradecimiento de nuestra noble urbe y una generosa pensión que la proveerá de todo lo necesario durante el resto de su vida, independientemente de lo larga que esta sea.
En ausencia de un sucesor natural, Brago estableció con claridad su propósito respecto a la herencia del trono. Lamentablemente, no todos los antiguos vasallos del rey desean respetar su última voluntad. Por tanto, quienes pretendan utilizar esta transición como una excusa para incitar a la rebeldía han de saber que la traición recibirá, como siempre ha sido, el más severo de los castigos, mientras que la lealtad se verá recompensada generosamente. ¡Que la fortuna sonría a Paliano!


Queen Marchesa
—Proclamación de Su Majestad la reina Marquesa, la Rosa Negra, primera de su nombre, líder del consejo, garante del gobierno legítimo, única soberana de la Alta Ciudad, auténtica heredera del trono de Paliano y todos los derechos y privilegios que este conlleva

Conspiracy: Tiranos

Adriana es la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano, un cargo que la pone al servicio de Brago, el rey fantasma. Sin embargo, en tiempos recientes ha empezado a cuestionar el comportamiento del monarca, más cruel en la muerte de lo que fue en vida. Los rumores que circulan por la ciudad indican que otros comparten sus dudas.


Es difícil desprenderse de las viejas costumbres, y las más difíciles de dejar atrás son las costumbres de los muertos. Adriana, la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano, conocía esta verdad mejor que muchos otros. Permanecía obedientemente en su puesto junto al gran rey Brago, con la mirada siempre atenta a las espaldas de él. Se había vuelto más paranoico en la otra vida, una curiosa reacción tras haberse vuelto inmortal, y solicitaba que su capitana le protegiera incluso cuando alguien acudía a pedirle consejo. Adriana se encontraba en el gran comedor, una imponente estancia de piedra donde había más eco que calor. No era acogedora, pero el rey prefería organizar allí sus reuniones, por algún motivo. Los grandes tapices que mostraban el símbolo de su ciudad, con sus espadas y sellos representados en las paredes, parecían reconfortarle. Brago se mostraba extrañamente satisfecho flotando entre los objetos que antaño acostumbraba a tocar y empuñar. Nunca parecía triste por no poder sostenerlos de nuevo; ya nunca parecía triste por nada. Sentía muchas otras cosas, pero la lástima no era una de ellas. Sin embargo, una capitana no debe cuestionar a su rey, por lo que Adriana se inclinó ligeramente a la izquierda para estirar y aliviar un calambre que le había dado en la pantorrilla derecha mientras esperaba a que el monarca terminara de fingir empatía.
El rey Brago se sentaba a la cabeza de la mesa, ante un plato limpio y cubiertos relucientes, susurrando en silencio y pacientemente con dos fantasmas custodi que flotaban en las sillas a la izquierda del soberano. Las voces de los muertos a menudo se apagaban con la edad; desde la posición de Adriana en el fondo de la sala, el tintineo de su propia armadura era el único sonido que se oía en todo el comedor. Los tres espíritus debatían asuntos eclesiásticos y, por alguna costumbre degradada, preferían hacerlo delante de platos y cubiertos impecables. Mientras gesticulaban al conversar, rozaban con las manos el despliegue de copas vacías y completamente secas.
Adriana había servido al rey durante muchos años. Sabía que, incluso en la muerte, conservaba una especie de memoria muscular que imitaba los gestos de los vivos. Los fantasmas no tenían nada de especial, pero nadie elegía convertirse en uno. Cuando Brago conservó el trono incluso tras morir, Adriana tuvo una reflexión perturbadora: si su señor jamás pereciera, estaría destinada a servirle durante el resto de su vida. Los capitanes del pasado habían formado estrechos vínculos con numerosas generaciones de la realeza, pero ella estaba condenada a servir a un único monarca. El trono de Paliano estaba monopolizado. La sucesión se había interrumpido tiempo atrás.
Recordar aquella reflexión no ayudó a aliviar el calambre en la pierna.
Ocasionalmente distinguía algunas de las palabras que intercambiaban los fantasmas. Al parecer, debatían sobre el éxito de la erradicación de aparatos mecánicos en las calles de Paliano. Estaban satisfechos con la clausura de la Academia, contentos de que sus rivales políticos hubieran desaparecido o muerto.
Adriana había ayudado a reprimir la insurrección por orden del rey. Había contribuido al desmantelamiento de la Academia, a la purga de la inventiva y la innovación en la ciudad.
Un susurro de culpabilidad pasó por la mente de Adriana. El rey al que servía se había vuelto cruel tras fallecer. Ella jamás lo admitiría en voz alta, pero en el fondo lo sabía.
Una vez concluido el debate, los Custodi se levantaron y Adriana se aproximó para acompañarlos afuera. Una sirvienta entró detrás de ella para limpiar las fuentes. "¿De verdad es necesario? ¿No es un desperdicio tremendo de jabón?", se preguntó Adriana. El rey Brago le asintió discretamente y la capitana condujo a los espíritus hacia el pasillo principal. Los dos se movían despacio y desprendían más frío del habitual. La comitiva transmitía una sensación de incomodidad.
Tras varios minutos recorriendo el pasillo, los dos fantasmas se detuvieron frente a la entrada del palacio―. Capitana Adriana... ―susurraron. Se detuvo de golpe. Los Custodi nunca le habían hablado directamente.
El más cercano a ella levantó las manos para bendecirla. Unos dedos fantasmales la tocaron en un hombro, en el otro y en la frente, provocándole escalofríos. Adriana aceptó la bendición, pero se preguntó por qué los Custodi se despedían con tantas formalidades.
Los espíritus desaparecieron y Adriana dio media vuelta, feliz por haber aliviado el calambre con un breve paseo. Un repentino y lejano estrépito llamó su atención y caminó a paso ligero hacia el origen del ruido. ¿El guardarropa? ¿La despensa? ¡La cocina!
La sirvienta de antes llevaba en brazos una pila de platos y cubertería y estaba tirándolo todo al conducto de la basura, un tesoro de porcelana tras otro; sus trayectos terminaban en estallidos lejanos en la montaña de residuos que había al final del vertedero.
―¡Quieta! ―le gritó Adriana.
Con el sobresalto, la chiquilla dejó caer un plato.
―¿Se puede saber qué haces? ―le espetó Adriana― Esto es propiedad de la corona.
―El jefe nos ha dicho que a la reina no le gustan estos platos ―balbució la joven, asustada.
"¿La reina?".
―En este castillo no hay ninguna reina.
―El jefe también ha dicho que no hablara de ella con vos.
Adriana posó una mano en la empuñadura de su espada, dio media vuelta y subió las escaleras rápidamente, de regreso al gran comedor. Por el camino oyó el eco de más platos arrojados al vertedero. Los escalofríos de la bendición que le habían dado los Custodi parecían cada vez más una disculpa anticipada.
Por el camino lanzó breves vistazos a los criados con los que se cruzaba. Uno apartó la vista con temor. Otro se escabulló hacia un pasaje que daba a las dependencias del servicio. Otra se ocupaba en sacudir una bandera nueva, una rosa con espinas cosida en terciopelo, y Adriana echó a correr, de vuelta junto a su rey.
El cuero de las botas martilleó el suelo de piedra y las placas de la armadura tintinearon durante la carrera. Cuando al fin abrió de un empujón la puerta del gran comedor, patinó hasta quedarse clavada en el sitio, estupefacta.
En aquel momento reaccionó inmediatamente, pero ella recordaría ese instante como una pequeña eternidad cargada de trascendencia.
Al otro lado del comedor, una mujer de tez morena con una chaqueta extraña había apresado por la espalda al rey Brago y ahora forcejeaba con él, clavándole una daga en el cuello. "¡¿Cómo?!". Adriana se sintió desconcertada por primera vez en su vida. La mujer de la chaqueta extraña parecía demasiado corpórea como para ser un espectro, pero sus brazos se difuminaban y emitían un brillo púrpura al tensarse para clavar más hondo el arma homicida. El monarca estaba boquiabierto, tratando de gritar sin resultado alguno. La mujer agarró la daga reluciente a modo de punzón y sus ojos se encontraron con los de Adriana.
La capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano recordó cómo respirar.
Y entonces recordó cuál era su trabajo.
Corrió hacia la asesina, dispuesta a echársele encima. No conocía las habilidades de su enemiga, pero sí las propiedades físicas de su rey. Desenvainó la espada y la blandió directamente hacia el rostro de Brago, en un intento de sorprender a aquella bellaca. Los segundos se eternizaron bajo el efecto de la adrenalina y el temor. En el momento de descargar el golpe, Adriana miró a los ojos a la asesina. Cuando la espada atravesó inofensivamente el rostro de Brago, vio cómo la carne de la mujer se volvía de un púrpura translúcido y sintió su mirada penetrante.

Regicide
Al percatarse de que el ataque no había servido de nada, Adriana bajó la espada rápidamente y se agachó cuando la asesina soltó a Brago y dejó que se desplomara. Instintivamente, la capitana trató de sujetarlo y se quedó de piedra cuando vio que podía hacerlo; el vínculo espiritual que Brago tenía con su propia armadura estaba desvaneciéndose junto con él, y Adriana se sorprendió sosteniendo la armadura con el espíritu moribundo de su rey aún dentro.
Su muerte fue distinta de todas las que había presenciado. Le resultó imposible apartar la vista.
La herida en el cuello de Brago se corroyó rápidamente y la piel fantasmal se deterioró y disipó en una necrosis púrpura, que se extendió desde la garganta hasta el resto del cuerpo. A medida que el virus se expandía por la piel, no dejaba más que aire a su paso. En cuestión de segundos, la silueta del rey se desvaneció por completo.
La corona suavemente brillante de Brago cobró forma física en ausencia de su portador y cayó al suelo.
Su espada permanecía envainada en el cinturón.
Donde antes había caído un rey, ahora solo quedaba un conjunto de vestimentas vacías y titilantes en los brazos de Adriana.
La asesina la miró desde arriba con un aire de satisfacción ligeramente apático.

Kaya, Ghost Assassin
Adriana desenvainó la espada de Brago. No sabía cuál sería el próximo objetivo de la asesina. Esta permaneció quieta, con la tranquilidad perezosa de quien acababa de despertar; parecía vestida para una noche de fiesta, más que para combatir. Le resultó odiosa. Adriana cargó contra ella blandiendo la espada reluciente de su rey.
―¡Canalla! ―rugió.
Lanzó una estocada hacia donde tendría que haber estado el hígado de la asesina. En una fracción de segundo, el estómago de la desconocida adoptó un tono púrpura blanquecino y la espada la atravesó. Lo que debería haber sido una herida mortal no fue más que una mera molestia para aquella mujer, que sonrió al percibir el asombro de Adriana.
La capitana recuperó la concentración y aprovechó el impulso para lanzar un tajo hacia arriba, pero la espada pasó a través del torso desprotegido de la asesina y salió por encima del hombro. Con la espada en alto, Adriana recibió un codazo potente y muy tangible en la mandíbula. No se lo esperaba y retrocedió trastabillando hasta recobrar el equilibrio. Esta vez permaneció quieta para evaluar a su oponente.
―Solo me han pagado para eliminar a un objetivo ―dijo la asesina con una sonrisa―. Estás de suerte, cielo.
―¡Pelea limpio, cobarde! ―estalló Adriana, rebosante de ira.
La asesina sonrió de nuevo, visiblemente entretenida, y le guiñó un ojo.
La capitana de la guardia respondió escupiendo al ojo en cuestión.
En un instante, el rostro de la asesina se tornó transparente y el escupitajo la atravesó y cayó al suelo.
―Je, nunca había tenido que evitar algo así ―dijo la mujer. Aún con la sonrisa en los labios, avanzó atravesando la armadura vacía de Brago, depositada en el suelo. Sus pies y canillas brillaron con el mismo tono púrpura para evitar el contacto con el metal.
»Te esfuerzas demasiado en defender una armadura vacía ―añadió arrastrando las palabras.
―¡Ese hombre era nuestro rey!
―No, ya era una armadura vacía mucho antes de que mi daga le encontrase. Y antes de eso era un tirano ―replicó la asesina―. Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá.
Adriana sintió un extraño acceso de culpabilidad. No sabía qué responder a aquello.
Con total tranquilidad, la asesina inclinó la cabeza ligeramente sin apartar los ojos de la capitana―. Un placer hacer negocios contigo.
La desconocida se ajustó la chaqueta y empezó a hundirse en el suelo, descendiendo entre ondulaciones púrpuras. Adriana tan solo pudo fijarse en el lugar que había elegido para su acto de desaparición. "Los establos están justo debajo. Es imposible que llegue a tiempo".
El gran comedor se sumió en el silencio. En ese momento de quietud, Adriana dejó escapar un suspiro. La armadura y la corona de Brago yacían en una pila en el sitio donde había fallecido. No quedaban restos de su espíritu, excepto el brillo tenue que bañaba sus pertenencias ahora tangibles. Adriana nunca había visto morir a un fantasma; tal vez fuese normal que sus restos se materializaran cuando los espíritus se desvanecían y morían por segunda vez.
Nada tenía sentido. Nada le parecía posible.
"Fui una necia al aceptar este cargo", pensó. "Mi trabajo era defender al rey y no he logrado proteger a un hombre al que no podían asesinar. ¿Cuál era mi propósito aquí, para empezar?".
Entonces se oyó movimiento en el castillo. Se desplegaron tapices que lucían una rosa con espinas. Los criados se acercaron a inspeccionar la armadura vacía, mostrando una curiosidad macabra. En medio del revuelo, Adriana permaneció en silencio en el fondo del gran comedor.
Sus dedos acariciaron la empuñadura de la espada de Brago. Supuso que estaría más segura en manos de ella.

Adriana, Captain of the Guard

Al día siguiente, los Custodi coronaron a la reina Marquesa, la primera de su nombre.
La ceremonia tuvo lugar en la sala del trono, impecablemente decorada. Los tapices con el símbolo de la Rosa Negra adornaban las paredes recién desempolvadas. Las nuevas armaduras de los soldados tenían placas espinosas y reflejaban tonos plateados a la luz de las velas elaboradas la semana anterior. La sala olía a prímulas frescas y apestaba a prendas nuevas.
El personal del castillo observaba a la nueva reina con familiaridad. Los Custodi siguieron obedientemente el protocolo de la ceremonia. Ningún miembro de la élite de Paliano parecía sorprendido. Todos estaban preparados. Todos lo sabían.
Adriana ardía en deseos de ajusticiar allí mismo a todos aquellos traidores. Hasta el último rincón de la estancia lucía el símbolo de la nueva reina. Era una aberración.
A primera hora de la mañana, Adriana había hablado con la guardia y había sentido alivio al descubrir que todos estaban igual de perplejos que ella. Ellos tampoco estaban al tanto del gran secreto y la capitana se alegró de saber que, por lo menos, sus tropas compartían su confusión y su rabia.
Todos estaban detrás de ella y vigilaban las puertas de la sala. La guardia tenía un deber para con la corona y la iglesia, pero ningún soldado estaba conforme con él. Adriana no se separó de la espada de Brago, que permaneció bien aferrada en su puño durante toda la ceremonia.
Marquesa, la Rosa Negra, se encontraba en medio de la estancia, como la elegante directora de una sinfonía espantosa. Su vestido era recatado y sus joyas, humildes, salvo por la corona titilante que descansaba en su cabeza. Adriana hizo todo lo posible para no resoplar ante aquella falsa modestia que buscaba complacer a los Custodi.
En cuanto los espíritus concluyeron la ceremonia y la corona fantasmal de Paliano quedó en posesión de Marquesa, Adriana se apresuró a seguirla hacia los aposentos reales. Caminó escaleras arriba en pos de la nueva reina, atravesando un mar de ojos esquivos y seguida de una bandada de sirvientas. Mientras subían, comenzó a darse cuenta de la fortuna que había requerido aquella maniobra. Sobornos para comprar a los Custodi. Dinero para untar al personal. Los honorarios de la asesina. Sin olvidar el coste de las montañas y montañas de telas con rosas bordadas que adornaban las paredes, los cuerpos de los sirvientes y los faldones de los caballos.

Throne of the High City
"Y yo no sabía nada. He protegido durante largo tiempo las espaldas de un fantasma negligente y no sabía nada".
Eso le dio que pensar.
"Si lo hubiera sabido, ¿habría tratado de impedirlo? Brago era cruel. Merecía morir por segunda vez".
Adriana observó la espalda de Marquesa mientras la comitiva continuaba subiendo. Lo que había sucedido en el pasado podía ocurrir de nuevo. Un rey había sido coronado, asesinado y sustituido. Una reina sería coronada, asesinada y sustituida. Sin embargo, ¿cuántos cientos de sus compatriotas morirían perpetuando aquel ciclo espantoso?
"Es un sistema sin fin".
"Lo único que hacemos es nutrir este horrible mecanismo".
La ira impregnó el corazón de Adriana cuando asimiló la reflexión y las palabras de la asesina acudieron a su mente: "Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá". Paliano había tenido la posibilidad de ser libre tras la muerte de un tirano, pero, en vez de ello, otra tirana había ocupado su lugar. "Acabar con ellos no es suficiente. ¿Cómo podemos convertir esa posibilidad en una certeza?".
Marquesa se detuvo a las puertas de sus aposentos y aguardó a que una sirvienta las abriera y le cediera el paso. Adriana entró detrás y esperó pacientemente junto a la puerta mientras las criadas ayudaban a la nueva reina a cambiar el traje de la coronación por el que luciría en su primer acto público.
La desmontaron revelando capa de ropa tras capa de ropa. Vestido. Gorguera. Verdugado. Túnica. Enagua. Corpiño. Al llegar a las medias y la combinación, las criadas volvieron a montarla, esta vez con un atuendo más lujoso y refinado que el anterior. Adriana se fijó en las costuras que ocultaban incontables bolsillos interiores y forros para esconder saquitos con venenos exóticos. Corpiño. Enagua. Túnica. Verdugado. Gorguera. Vestido. Las sirvientas concluyeron la opulenta tarea asegurando una pechera.
No había intención de asombrar con aquella faena; la reina simplemente reafirmó su dominio cuando sus ojos se encontraron con los de la capitana. Incontables capas con incontables secretos. ¿Ves cuánto llevo a la vista? ¿Comprendes cuánto más puedo ocultar?
Cuando las criadas apretaron el último cierre, Marquesa las echó fuera con un gesto. Adriana permaneció erguida y firme ante la reina aterciopelada de la Alta Ciudad de Paliano.
―Intuyo que quieres decirme algo ―arrulló la maestra de los venenos―. El discurso de mi coronación comenzará en breve, así que no emplees más tiempo del necesario, por favor.
―El derecho de sucesión no funciona así.
―El derecho de sucesión no funciona así, alteza.
Adriana se tragó un gruñido―. Los Custodi aseguran que el rey Brago os nombró heredera en su testamento. No soy una erudita, así que tal vez podáis explicarme para qué necesita un fantasma un testamento.
La nueva reina sonrió y respondió sin alterarse―. Los inmortales no tienen necesidad de proteger sus bienes, por supuesto, pero los Custodi se mostraron muy dispuestos a aceptar unos documentos legales debidamente cumplimentados.
―Brago tiene descendientes. ―La armadura de la capitana tintineó cuando avanzó unos pasos―. Sus hijas son...
―Viejas y débiles de carácter. Y sus descendientes son igual de ineptos. Me ocupé de todos ellos hace un tiempo y, entonces, se dio la casualidad de que el siguiente nombre en la línea de sucesión era el mío.
"¿Ella?". La familia de Marquesa era pequeña, una rama distante en el árbol genealógico de la casa real. Adriana se sintió asqueada. Permaneció firme mientras la reina se acercaba tranquilamente a un tocador y se sentaba con delicadeza para aplicarse un pintalabios rojo oscuro.
―¿A cuántos sucesores has matado? ―La pregunta escapó de los labios de Adriana.
―Solo he matado a Brago ―respondió Marquesa sin inmutarse―. Bueno, Kaya ha matado a Brago. Ha cobrado una buena suma por ello. La familia del antiguo rey ha recibido una compensación muy generosa y los Custodi obtendrán un sustancioso diezmo en cada año de mi reinado. ―La reina se levantó y sonrió con sus labios pintados de veneno.
»Rezo para que todos los que dijeron que soy la hija caída de una casa deshonrada disfruten de su caída de la Alta Ciudad.
Adriana se había enfrentado a muchos enemigos durante sus años de servicio. También había lidiado con numerosas alimañas de diversas casas. Aquella serpiente no era distinta al resto―. Nuestra ciudad no se postrará ante ti tan fácilmente.
―Ya lo ha hecho ―respondió Marquesa con calma. Se apartó del tocador y abrió un baúl que había junto a la ventana. Adriana estaba lo bastante cerca como para ver el interior y distinguir una armadura pulida y reluciente. La reina recogió una coraza adornada con una rosa negra y se giró para mostrársela a la capitana. Estaba hecha a medida para ella.
―Jamás me pondré eso y lo sabes.
―Merecía la pena intentarlo.
―¿Y qué hay de la gente? ―Adriana movió la cabeza a un lado y a otro con incredulidad.
―El pueblo me adorará ―afirmó Marquesa mientras depositaba la armadura en el baúl y regresaba al tocador. Aunque solo tenía diez dedos, parecía que necesitaba treinta anillos. Adriana tenía el pulso acelerado por la rabia.
―¿Y si no lo hace?
Era obvio que Marquesa no había contemplado aquella posibilidad. Se volvió y miró a Adriana a los ojos cuando la capitana continuó.
―¿Y si sales a dar tu discurso de coronación y un millar de ciudadanos te acusa de ser una tirana?
―Entonces seré tiránica.
Adriana se negó a apartar la mirada antes que la reina―. No ordenarás que me maten. Si lo haces, mis soldados tomarán represalias sin pensárselo dos veces.
―Tienes razón, lamentablemente. ―Marquesa se encogió de hombros y continuó poniéndose anillos―. Lo que más me conviene es dejarte con vida. ―Entonces levantó la mirada hacia la capitana―. Y lo que más te conviene a ti es obedecer.
Adriana escupió a la cara de la reina.
Y en esta ocasión dio en el blanco.
Por una vez en su vida, la Rosa Negra no había previsto una posible reacción. Se quedó atónita, quitándose la saliva del ojo con una mano temblorosa mientras Adriana recogía la armadura nueva del baúl y se marchaba.

La capitana no perdió el tiempo y manifestó de inmediato sus intenciones.
Fue directamente a las dependencias de la guardia y ordenó a sus tropas que la buscaran tras la ceremonia de coronación. Entonces se dirigió con premura a los establos, ató la horrenda coraza a una cuerda y la amarró a su silla de montar.
Adriana ensilló a su caballo y salió de los establos arrastrando la armadura por el suelo.
La multitud que acudía a escuchar el discurso de la reina le abrió paso. "Mirad a vuestra capitana y ved lo que piensa de la nueva reina".
Cada vez más lejos, oyó el discurso de Marquesa, amplificado para que todos la oyeran―. La antigua capitana ha sido licenciada con el agradecimiento de nuestra noble urbe y una generosa pensión que la proveerá de todo lo necesario durante el resto de su vida, independientemente de lo larga que esta sea.
Adriana bufó con indignación y espoleó a su montura. Se dirigió al barrio de los Ladrones y pasó junto a cientos de sus conciudadanos, agobiada al pensar en dar su propio discurso. Finalmente se detuvo y pasó revista a los rostros confusos y alarmados de su gente. Desde lo alto del caballo, Adriana sintió un poder que siempre había dejado en manos de otros. Estaba harta de permanecer impasible mientras otros ejercían el control.
Varios minutos después, su discurso en el barrio de los Ladrones había cobrado una convicción irrefutable―. Marquesa os instará a poneros de su parte, al servicio de una corona legítima que descansa sobre una cabeza embustera, y por ello os convertiría en traidores.
Adriana alzó la espada de Brago y la entrechocó con el símbolo de su propio escudo, el símbolo de la ciudad―. Si su bandera no es la vuestra, no os postréis ante ella. Si su mandato es ilegítimo, también sus leyes lo son. Si no es la auténtica reina, los sirvientes de la corona no son mejores que sus espías y asesinos, y deberán ser tratados como tales.
La multitud murmuró con aprobación y Adriana se sintió exaltada. "También están hartos del sistema".

En las semanas siguientes, la paz forzada de Brago dio paso a la etapa de intranquilidad de Marquesa. Cuando caía la oscuridad, la guardia de Brago rompía su juramento a la corona y patrullaba las calles para proteger a los ciudadanos. Con la puesta de sol llegaba un cambio de estandartes y el símbolo de la ciudad se convertía en una señal para indicar en quién podías confiar una vez llegada la noche.
¿Estás con la ciudad?, preguntaban las pintadas a los transeúntes en lugares silenciosos. Los habitantes de la Alta Ciudad oían rumores y sentían la intranquilidad. Escuchaban los decretos de una reina ponzoñosa y los siseos de corrupción que sembraban sus partidarios. Los ciudadanos lo escuchaban todo y Adriana era quien se sentía más herida por dentro. Sin embargo, tras su discurso en el barrio de los Ladrones, había mantenido la boca cerrada. Su voz no debía ser la que dirigiera a la gente. "Soy la mano que defiende a la voz", se recordaba. "Soy la que escucha, atenta a los conflictos".
Y así, tres lunas después del regicidio, bajo el amparo de su capa y de la noche, se dirigió al hogar de la persona más capacitada para ayudar.
Adriana llevaba días sin dormir. Había estado escuchando; escuchando a la guardia, a los ciudadanos, a las necesidades del pueblo y a las razones por las que no se sentían respetados por una líder que debería amarlos. Todo aquello le había demostrado una cosa: Paliano no necesitaba una monarquía que se ocultaba detrás de castillos y asesinos. Necesitaba líderes que entendieran Fiora en su conjunto.
Cuando llegó a su destino, Adriana llamó suavemente a una puerta elegante y labrada en madera extranjera. Las bisagras rechinaron y en el interior apareció un rostro que todo Paliano reconocería al instante.

Summoner's Bond
La exploradora élfica Selvala asomó al otro lado de la puerta y echó un vistazo a su visitante inesperada.
―Hola, Adriana. ¿Traes alguna novedad?
―Traigo una propuesta.
Selvala se tomó un momento para evaluar a la antigua capitana. Finalmente asintió y la invitó a entrar.
El hogar de Selvala era pintoresco y modesto: la morada de una viajera que no pasaba largas temporadas en casa.
Adriana colgó su abrigo al lado de la puerta y se sentó frente a la elfa, delante de una mesilla situada junto a la chimenea. Selvala, como era costumbre entre los suyos, aguardó a que la antigua capitana de la guardia explicara el motivo de la visita.
"No hay otra alternativa", pensó Adriana con convicción. "Si no acepta, el futuro de nuestra ciudad caerá para siempre en manos de los tiranos".
Adriana aceptó la pequeña taza de té que la elfa colocó en la mesa. Miró a Selvala a los ojos y reunió el valor para argumentar la propuesta más importante que jamás haría en su vida―. La monarquía de Paliano es inestable. Es un mecanismo sin fin de violencia y asesinatos ―afirmó con voz firme y tranquila en la intimidad del hogar de la elfa.
Selvala asintió. Fue un gesto breve, pero cargado de significado y aserción.
―Como ciudadanos, si deseamos tener la posibilidad de vivir en libertad, debemos detener ese mecanismo. Eres una figura respetada entre el pueblo, una fuerza de unión para nuestra ciudad ―prosiguió Adriana―; la mejor candidata a senadora que conozco.
Selvala abrió los ojos un poco más, conteniendo su sorpresa solo a medias.
Adriana se inclinó en la silla. Su corazón ardía con la convicción de toda una ciudad. Dejó que una inusual sonrisa se dibujara en sus labios cuando planteó la pregunta más importante que jamás haría en su vida.
―¿Nos ayudarás a establecer la República de Paliano?

Conspiracy: Sepelio

Kaya estaba sentada de espaldas a un rincón, con las piernas en alto sobre una silla y los ojos atentos a la puerta. En un establecimiento como aquel, prefería no parecer pendiente de la puerta, así que tenía la mirada puesta en su taza de té y solo echaba vistazos entre sorbo y sorbo.
Era una buena infusión: negra, fría y con un generoso toque de miel, para nada la clase de té que servían en semejante antro. El Avispero era un local de mala muerte, perfecto para encontrarse con toda clase de indeseables. El hombre con quien iba a reunirse era un noble, una figura respetable; Kaya supuso que eso la convertía en la parte indeseable de aquel negocio, aunque nunca había forma de saberlo con certeza.


Otros bribones iban y venían al son de una mandolina tocada por manos inexpertas y nadie fisgaba más de la cuenta en asuntos ajenos. Taberna, cantina, tasca, gran salón... Por muchos mundos que visitara, aquellos lugares eran todos iguales.
Kaya había ofrecido unas monedas al tabernero para compensar la falta de consumiciones por su parte, más otro puñado para que la dejase tranquila. Su posible patrono llevaba solo unos minutos de retraso, pero ella aguardaba allí desde hacía una hora, familiarizándose con el establecimiento. Empezó a contemplar la posibilidad de comprar el silencio del aspirante a músico, pero justo entonces apareció su contacto. El hombre llevaba un broche con un lirio, tal como le habían indicado, aunque ella le reconoció sin necesidad de reparar en el detalle: bajo aquellas vestimentas raídas había un hombre de aire severo y castrense. Kaya suspiró por dentro.
Ella había dicho que se fijaran en su chaqueta, de un estilo peculiar para aquella ciudad. Hacía calor en el local y se la había desabotonado, revelando una blusa amplia, pero el hombre del broche se fijó en que le miraba y fue directo hacia ella. "Adiós a la discreción".

El soldado se plantó delante de la mesa de Kaya, quien no se movió excepto para hacer un gesto con la mano e invitarle a sentarse. En vez de eso, el hombre se inclinó sobre la mesa―. ¿Eres la cazadora? ―preguntó sin disimulo.
―Podría decirse ―respondió ella―. Y tú eres el recadero de mi cliente, ¿cierto?
―Su excelencia te espera ―dijo el hombre girando la cabeza hacia las escaleras―. Arriba.
"Cómo no". Su excelencia no podía dejar que lo vieran en un lugar así. Probablemente había entrado por la parte de atrás.
Se levantó con un movimiento ágil, risueña.
―Tú primero.
El soldado frunció el ceño y la condujo escaleras arriba. Kaya se abotonó la chaqueta mientras subían y recorrían un pequeño pasillo. Al final de este, el hombre llamó dos veces a una puerta idéntica a las demás, abrió e hizo pasar a su acompañante.
La habitación era estrecha y un pequeño escritorio ocupaba el lugar de la cama. Detrás de él se sentaba el hombre con quien había acordado reunirse: Emilio Revari, el tercer hijo de una casa noble de mediana influencia. Tras él había dos sirvientes bien vestidos y en posición de firmes, cuyo trabajo probablemente había sido llevar aquel ridículo mueble hasta allí arriba.
Revari tenía el pelo engominado y lucía prendas elegantes. Mostraba la actitud de un joven orgulloso y obstinado, pero las arrugas del rostro y la morbidez de la papada delataban que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Sonreía con la insulsa complacencia típica de la nobleza y solo sus ojos oscuros e inquietos delataban sus nervios.
―Siéntese, por favor ―dijo señalando una silla junto al escritorio. Su mano estaba repleta de anillos; uno de ellos estaba grabado con su sello personal y el resto parecían valiosos, adornados con piedras preciosas.
El hombre del broche cerró la puerta y se situó junto al escritorio como haría un guardaespaldas.
Kaya se sentó de espaldas a la entrada, aunque la idea no le entusiasmaba, y se recostó en el asiento.
―Señor Revari ―saludó con una inclinación cortés.
―Correcto. ¿Cómo he de dirigirme a vos, señorita...?
―Kaya, a secas.
En realidad, Kaya procedía de un linaje noble, pero su familia nunca se había andado con ceremonias. Desde que se había marchado de su plano natal, ni siquiera tenía motivos para mencionar su ascendencia. Ella sabía de dónde procedía; eso era lo importante.
―Hablemos del asunto que nos ocupa ―dijo Kaya antes de que él interviniera de nuevo―. ¿En qué puedo serviros de ayuda?
Algunos patronos rechazados malinterpretaban su oficio y trataban de contratarla para realizar labores de hurto, espionaje o asesinato ordinario. Kaya no tenía reparo en dar la espalda a aquellos individuos ni en pasar directamente a la parte de la conversación en la que decidía si aceptar el trabajo o no.
Revari se movió en su asiento, visiblemente incómodo.
―Hace cierto tiempo, tras la defunción de mi querida madre, heredé sus propiedades en esta localidad. Mi hermano, el duque, le había concedido un palacete para que viviera sus últimos años en paz y sosiego. Ahora, dicha construcción me pertenece. Guardé luto durante un tiempo considerable antes de enviar profesionales a restaurar la vivienda con el objetivo de instalarme en ella.
La hacienda principal de los Revari se encontraba en Paliano. Como hermano menor del duque, Emilio podría haber permanecido en ella sin problema alguno. Sin embargo, Kaya entendía que aquel palacete en las tierras interiores, una mansión lo bastante grande como para cobijar a decenas de soldados o a un par de familias muy numerosas, sería mucho más cómodo para un noble consentido y su séquito.
―Tengo entendido que las reformas se han demorado más de lo previsto ―apuntó ella.
Siempre estaba atenta a los rumores allá donde iba. Los cuchicheos locales hacían circular toda clase de teorías acerca de la causa del retraso en la renovación: el señor Revari no tenía dinero suficiente; no terminaba de decidirse con la decoración; su querida no terminaba de decidirse con la decoración; la casa estaba encantada; la casa estaba maldita; un adivino embaucador le había dicho que la casa estaba maldita, pero en realidad... Etcétera, etcétera. Dado que Revari pretendía contratar sus servicios, Kaya dedujo cuál de los rumores era el correcto.
―Considerablemente ―confirmó él―. Al principio eran minucias; herramientas que desaparecían, reparaciones que volvían a estropearse. Lo atribuí a la vagancia y las supersticiones de los jornaleros, pero la situación ha empeorado y ahora no albergo la menor duda de que la vivienda está encantada. Los trabajadores se niegan a ir incluso de día, por temor al fantasma, y la gente empieza a cuchichear.
Un espectro de más allá del velo de la muerte le guardaba rencor, pero lo que preocupaba a Revari era su reputación.
―¿Así que se trata de un... fantasma cualquiera... ―comentó Kaya.
Revari se retorció, incómodo.
―... que se instaló en el palacete después de la muerte de vuestra madre?
Su posible cliente se irguió.
―La identidad del espíritu no os concierne ―dijo con un bufido―. La cuestión es que hay un fantasma en mi casa y deseo que desaparezca. Me han dicho que esa es vuestra especialidad.
"Dichoso señorito consentido...". La madre de Kaya nunca habría consentido que tratara así a la gente, por muy ilustre que fuera su abolengo.
―Estáis en lo cierto ―confirmó ella―, pero no soy una vulgar exterminadora, señor Revari, y los fantasmas no son como una plaga de gusanos. Necesito conocer los detalles del caso para determinar qué podría hacer ese espectro del que me habláis.
Revari asintió, con el rostro colorado.
―Tengo motivos para sospechar que... mi madre se niega a abandonar el palacete.

―Ajá ―murmuró Kaya―. ¿Sospecháis el motivo?
―Llevaba décadas aferrándose a la casa ―escupió él―. Podría habérmela traspasado hace años y me habría encargado de que mi madre estuviera atendida. Pero no, la casa era de ella y se negaba a entregarla, de modo que aguardé pacientemente. Ahora ha fallecido, la he llorado y es mi turno. Quiero mi propiedad.
Kaya asintió despacio.

―Comprendo vuestros motivos, señor Revari. Acepto el encargo.
―Perfecto ―dijo él con tono despectivo.
Kaya lo dejó pasar. Su excelencia no debía de estar acostumbrada a que evaluaran el mérito de sus peticiones. De hecho, Kaya había sentido una aversión inmediata por aquel hombre. A pesar de ello, estaba más que encantada de agenciarse el oro de un noble engreído a cambio de librar al mundo de otra alma que no se había molestado en terminar sus asuntos cuando aún podía.
―¿Habéis traído los planos de la vivienda?
Uno de los sirvientes se adelantó y extrajo un envase cilíndrico de su abrigo, pero Revari levantó una mano y lo detuvo.
―En efecto, los originales y los de la renovación. Sin embargo, no puedo evitar dudar... para qué los queréis. Parecen más necesarios para un hurto que para una caza de fantasmas.
Kaya se rio.
―¿Me estáis llamando ladrona?
―No pretendo ofenderos, pero... En serio, ¿por qué otro motivo querríais tenerlos?
Kaya se inclinó hacia delante.
―Si no confiáis en mí, no me deis permiso para entrar en vuestra casa. Siempre puedo encontrar otros clientes y vos podéis intentar buscar a alguien con mis peculiares habilidades... O también podéis convivir para siempre con el fantasma de vuestra querida madre.
―No será necesario ―respondió Revari con rigidez―. No quería acusaros de nada.
―Perfecto ―aceptó Kaya mordazmente. Recogió el cilindro de madera que le tendió el sirviente y se lo guardó en la manga―. ¿El espíritu ha rondado habitualmente por alguna zona en concreto de la casa? ¿Tal vez por los aposentos de vuestra madre o por el lugar donde falleció?
―Se ha manifestado en toda la propiedad ―respondió Revari. Guardó silencio un momento, como para sopesar sus siguientes palabras―. Sin embargo, por lo que me han dicho... En el ala este, segunda planta. No son sus aposentos. Supongo que podría ser el lugar donde falleció.
―¿Habéis visto vos mismo al fantasma?
―No ―contestó él―. Desde que tengo informes fiables sobre la aparición, no he puesto un pie en la casa, por razones obvias.
―¿Obvias?
―Esa vieja bruja me considera un intruso, ¿verdad? ―argumentó Revari―. Si aún se aferra a su propiedad, estoy seguro de que vendría directamente a por mí.
―Es posible ―dijo Kaya―. ¿Algún otro detalle que compartir conmigo?
―Nada más, que recuerde ahora mismo ―respondió Revari―. ¿Lo haréis esta noche?
―Mañana por la noche ―corrigió Kaya dando dos golpecitos al cilindro con los planos―. Los preparativos requieren tiempo.
―De acuerdo ―aceptó Revari―. Informadme en cuanto terminéis el trabajo, sea la hora que sea. Dormiré mucho más tranquilo cuando sepa que mi madre al fin descansa en paz y para siempre.
―Como queráis ―accedió Kaya―. Solo nos queda resolver el asunto del pago. La mitad por adelantado, como indiqué en la carta.
―Ah, cierto ―respondió Revari, obviamente molesto.
Extrajo un saquito de debajo de la mesa y Kaya lo recogió sin siquiera comprobar el contenido. El noble no estaba en posición de intentar engañarla.
―Me he equivocado ―dijo él―. Por este precio, no sois una ladrona: sois una extorsionista.
―Exorcista, excelencia ―replicó Kaya con una gran sonrisa―, el término correcto es exorcista.
Se puso en pie, hizo una reverencia con ademán exagerado y se marchó con el pago y los planos del palacete.

Kaya despertó al atardecer siguiente, cuando la luz del sol poniente asomó por el resquicio que había dejado abierto en las cortinas. Había pasado la noche anterior en la pequeña habitación de una posada humilde, bebiendo té frío y estudiando los planos de la casa para luego dormir durante el día. No tenía mucho sentido ir a cazar fantasmas con el sol en lo alto: algunos no podían manifestarse o se negaban a hacerlo, mientras que otros no eran lo bastante corpóreos a plena luz como para enfrentarse a ellos.
Encendió una vela, se desperezó y se lavó la cara con el agua de la palangana. Desenrolló los planos del edificio y los revisó por última vez mientras tarareaba una de sus baladas favoritas y desenredaba el moño que había hecho para dormir.
Los esquemas no habían revelado ninguna sorpresa. El palacete era una vivienda troscana de manual, con algunos toques de la era Anvar incorporados a posteriori. Todo muy estándar para una residencia de aquella época en uno de los feudos más pequeños y menos a la moda de Paliano. Las renovaciones iban a suponer un auténtico problema; Kaya tenía tanto el plano original como el nuevo diseño, pero no había forma de saber hasta dónde habían progresado las labores de restauración antes de que los trabajadores huyeran.
Se puso la chaqueta, comprobó que sus dos dagas rondel estuvieran bien lubricadas y las envainó cuidadosamente en los antebrazos. La vela casi se había consumido para entonces. La apagó de un soplido, vertió la cera en una bandeja y moldeó dos pequeños pegotes, que guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Se echó un vistazo en el espejo y vio a una cazadora de fantasmas bien descansada y completamente preparada. Y tal vez un poco arrogante. Tal vez.

Todo listo, pues, para salir y bajar las escaleras hacia la sala común de la posada, un establecimiento bastante más acogedor que el Avispero. La tabernera, una mujer robusta y tuerta, le hizo un gesto para que se acercara.
―Tengo una carta para vos ―dijo ofreciéndole un sobre sin lacrar―, entregada en persona.
Kaya enarcó una ceja. La lista de personas capaces de ponerse en contacto con ella en aquel plano era más bien corta. Abrió el sobre y desplegó la lámina que contenía. No era una carta, exactamente; de hecho, no tenía texto alguno, solo un símbolo: la Rosa Negra.
El corazón se le desbocó. Había llegado el momento, el momento del gran encargo, el que preparaba desde hacía un año. Ya sabía de quién procedería su siguiente ingreso sustancioso... si es que conseguía realizar el trabajo.
Dio las gracias a la tabernera junto con una moneda de cobre y salió de la posada con alas en los pies.

Llegó al palacete mientras el crepúsculo daba paso a la oscuridad total. Uno de los pajes de Revari le abrió la cancela y las puertas de la casa y se marchó lo más rápido que permitieron los pies. Las puertas de caoba cedieron con un sonoro chirrido. Las abrió con decisión, sacó del bolsillo los tapones de cera y se los colocó en los oídos. Por si acaso.

Kaya giró la muñeca y tres fuegos fatuos brotaron de sus dedos. No eran auténticas centellas, solo luces, pero flotaron alrededor de ella como si tuvieran mente propia, proyectando una luz fría y sombras danzarinas por toda la entrada.
Cruzó el umbral y se adentró en el recibidor. Sus pasos amortiguados resonaban en aquella calma. En el techo elevado colgaba una lámpara de araña y optó por no pasar por debajo. Una de las escaleras curvas era de estilo moderno y parecía recién construida; la otra estaba desvencijada y aún no la habían sustituido. El lugar olía a polvo y abandono. Pasó por encima de una mezcolanza de herramientas de carpintería, platos rotos y cuadros hechos trizas. Al parecer, Madre Querida era uno de aquellos espíritus.
―¡Eh! ―gritó Kaya―. ¡Fantasma!
Su voz recorrió los pasillos vacíos y unas gruesas alfombras amortiguaron el sonido, que pronto desapareció.
"Está bien".
Con cuidado y haciendo que los fuegos flotaran detrás de ella, subió por la escalera, que crujió a cada paso. Se detuvo en el rellano del segundo piso. A su derecha estaba el ala oeste de la residencia, destinada a los dormitorios, los cuartos de los sirvientes y las salas destinadas a otras comodidades. A la izquierda se encontraba el ala este, que era un reflejo de la otra, pero estaba destrozada y se había convertido en un laberinto de dormitorios, cuartos de estar y salas de lectura.
Se dirigió hacia la izquierda a zancadas, contando los pasos. Protegiera lo que protegiera el espectro en aquella ala, la mejor manera de encontrar al espíritu era amenazar la zona directamente.
El rellano daba a un corredor con salas de estar a la izquierda y una gran puerta doble en el fondo. Según los planos, detrás de la pared derecha había un largo y angosto pasaje para el servicio. Allí no se habían hecho obras y el suelo alfombrado estaba limpio, salvo por el juego de té hecho añicos que algún sirviente había dejado caer antes de salir por pies. Kaya procuró no pisarlo.
―¡Sé que estás ahí!
Esta vez, un viento frío aulló por el pasillo, acompañado de un llanto agudo que parecía proceder de todas partes.
―¡Uuuh, qué miedo! ―se burló Kaya―. ¿Y si de paso agitas unas cuantas ventanas? ¿O por qué no tiras algunos platos al suelo?
La mayoría de los espíritus odiaban a los vivos y casi todos odiaban que se rieran de ellos.
Una silueta espectral apareció casi al fondo del corredor, como si el viento hubiera agitado una cortina. El fantasma tenía el aspecto de una anciana brillante y transparente, con las facciones desfiguradas por la muerte y la ira. Sus delgados brazos remataban en garras afiladas y su chal ondulante parecía una cola. El rostro de abuelita bondadosa estaba estropeado por una boca repleta de dientes agudos. El espectro no flotaba ante la puerta doble al final del pasillo, sino junto a una de las puertas laterales; Kaya tomó nota del detalle.

―Por fin nos conocemos ―dijo al espectro.
El fantasma le lanzó un grito, un chillido agudo que la golpeó como una fuerza corpórea. Las puertas traquetearon y un cristal se rompió en los alrededores. Kaya hizo un gesto de dolor... pero eso fue todo, gracias a la cera que se había colocado en los oídos.
Desenvainó sus dagas y las llevó más allá del plano físico, al reino de los muertos. Ambas brillaron con un tono púrpura blanquecino y se enfriaron en sus manos.
―Así no se saluda a la gente ―bromeó―. Se acabaron los juegos. Lárgate y no vuelvas jamás.
El fantasma chilló de nuevo y voló hacia ella a toda velocidad.
"En fin...". Las advertencias casi nunca funcionaban, pero Kaya creía que al menos debía ofrecer una oportunidad.
El pasillo no era lo bastante ancho como para esquivar las garras del espectro. Kaya recordó los planos mentalmente, contando los pasos que había hasta cada lugar. A la izquierda, la biblioteca. Mala idea: demasiados objetos que un espíritu con habilidades de poltergeist podía arrojar contra ella. A la derecha, entonces. Hacia el pasaje del servicio, también considerablemente angosto.

Esperó hasta que Madre Querida se abalanzara sobre ella y entonces saltó a la derecha.
Esta era... la parte menos divertida.
Empezó por una mano, donde ya sostenía una daga. La luz fantasmal y el frío mortífero se extendieron por el brazo, casi hasta el hombro, y la mano, el arma y el resto pasaron al reino de los muertos y atravesaron la pared. Para cuando el hombro cruzó el muro, la mano ya se encontraba en el pasaje del servicio. Volvió a hacerla tangible y dejó que la anclara al reino de los vivos.
La luz fantasmal consumió la cabeza y el torso, brillantes y fríos. Tiró de la pierna y el brazo izquierdos y regresó completamente al mundo de los vivos, donde se estrelló contra la pared del estrecho pasaje con el hombro ahora corpóreo. El movimiento entero duró, tal vez, lo mismo que un latido, aunque su corazón en realidad no latía cuando se volvía intangible. Por eso nunca se atrevía a hacerlo durante demasiado tiempo.
Se apartó ligeramente a un lado y volvió a atravesar la pared, de regreso al pasillo principal, justo cuando el fantasma cruzaba hacia donde ella había estado un momento antes. Al llegar al otro lado, Kaya vio la estela del chal.
Alteró una de las dagas y ensartó el chal en la pared.
El espectro se detuvo con un tirón, chilló y se volvió para mirarla con sus ojos blancos y sin vida.
―Buenas ―dijo Kaya.
El fantasma atacó, pero ella se anticipó con la otra daga y la clavó en la palma de la mano retorcida. Los ojos de la difunta se abrieron de par en par.
Aquella era la parte divertida: ver a un espíritu eterno e incorpóreo darse cuenta de que se había metido con alguien que podía plantarle cara.
Madre Querida se apartó retorciéndose, aullando y gruñendo, arrancando el chal para liberarlo del arma de Kaya. Tanto el chal como la mano desprendían estelas de humo brillante; sangre fantasmal, podría decirse. Y entonces, el espectro desapareció, ascendiendo en espiral hacia el techo del pasillo.
Kaya tenía muchas de las habilidades de un fantasma, pero no podía hacer eso. Dio media vuelta y corrió hacia la puerta de donde había surgido el espíritu.
Inesperadamente, Madre Querida empezó a surgir del suelo, justo debajo de ella. Kaya reaccionó de inmediato, saltó hacia la izquierda y atravesó la pared, hacia lo que aparecía como una habitación en los planos. La sala estaba marcada para hacer algunas reformas, pero no especialmente drásticas ni...
La habitación no tenía suelo. Era un foso abierto con algunas vigas que aún sobresalían. Kaya vio una escalera de caracol medio terminada justo antes de precipitarse al piso inferior. Aquello no aparecía en los planos.
"¡Dichosos secretos! ¿Por qué todos los nobles se empeñan en tener secretos?".
Sin tiempo para enfundar las dagas, Kaya soltó la de la mano derecha, giró en el aire y se agarró a una viga con la mano libre. El arma cayó con un repiqueteo en el suelo del primer piso.
Evaluó la situación cuando los fuegos fatuos llegaron junto a ella. Bajo sus pies había una caída de unos dos metros sobre suelo inestable y el brazo derecho le dolía por haber soportado de golpe todo su peso. Delante de ella estaba el hueco que separaba los pisos, de más o menos medio metro de altura. Envainó la daga de la mano zurda. Probablemente pudiera dejarse caer sin torcerse el tobillo, aunque solo probablemente, pero con eso no conseguiría más que regresar al primer piso.
Por encima de ella, el fantasma atravesó la pared y se quedó quieto en el aire, en un momento de confusión. Su chal colgaba tentadoramente cerca. Kaya se balanceó atrás y adelante, y luego otra vez. "Ten siempre un plan...".
"... y nunca dependas de él". Soltó la viga, se adentró en el gélido reino de los muertos y sujetó el chal con sus manos espectrales.
Pilló por sorpresa al fantasma, que descendió casi un metro gruñendo y agitándose. Entonces el espectro se elevó a toda velocidad hacia la tercera planta, gritando de rabia y atravesando lo que debía de ser un dormitorio. Kaya prefería no viajar de polizón mucho más tiempo, ya que el fantasma podría arrastrarla a toda clase de lugares desagradables; hacia el cielo, por ejemplo. Calculó el momento para saltar y soltó la cola del espíritu.
Atravesó la pared del dormitorio desmoronado, se acurrucó y rodó por el suelo de la habitación contigua. La gente ni se imaginaba las acrobacias que había que hacer para cazar fantasmas.
Se puso en pie de un salto y desenvainó la daga que conservaba. Había perdido la cuenta de los pasos, pero si la intuición no le fallaba, ahora estaba en el cuarto de donde había salido el fantasma.
Parecía una especie de salón para tomar el té, pero estaba completamente destrozado. Había muebles hechos trizas por doquier y el suelo crujía, cubierto de fragmentos de vidrio y porcelana. En un rincón había una pequeña pila de escombros...
Madre Querida apareció chillando a través de la pared justo cuando Kaya dedujo lo que había ocurrido.
El ala este. No eran los aposentos de la anciana. El espacio entre plantas. Y ahora, una curiosa pila de escombros en el rincón de una habitación normal y corriente a la que el fantasma parecía dar mucha importancia.
Kaya adoptó una posición defensiva, con la daga al frente y brillando con luz fantasmal. Esta vez, el espíritu se apartó, muy consciente de que podía salir mal parado.
―Espera ―dijo Kaya mientras se acercaba lentamente al rincón.
La mayoría de espíritus estaban demasiado consumidos por la ira o la tristeza como para razonar con ellos, pero quizá...
Madre Querida volvió a gritar y los fragmentos de vidrio y porcelana repiquetearon en el suelo.
Kaya se zambulló para cubrirse detrás de un aparador volcado justo antes de que todos los objetos cortantes de la habitación volaran hacia ella. Cuando se estamparon contra el mueble, sintió que algunos habían llegado a enganchársele en el pelo. Madre Querida estaría justo detrás...
Kaya saltó y corrió hacia el rincón, fijándose en un retrato rasgado, unas joyas y unas tablas del suelo con profundas marcas de arañazos.
―¡He dicho que esperes! ―gritó extendiendo una mano―. ¡Ahora te entiendo!
Esta vez, el fantasma se detuvo.
Sin quitar los ojos de encima al espectro, Kaya retiró los escombros, introdujo la daga entre las dos tablas astilladas e hizo palanca. Levantó una de ellas y luego la otra.
Y allí, en el hueco entre los pisos, encontró el cadáver atrofiado de una anciana. El fantasma gimió, esta vez transmitiendo más tristeza que ira. Kaya observó el cuerpo y luego al espectro. El parecido era asombroso.

Echó un vistazo a las cosas que había apartado: joyas, anillos y gemelos de hombre; jirones de una camisa hecha a medida para un hombre; un retrato de un noble, también hecho trizas. Y entre las joyas...
Un anillo grabado. Un anillo grabado que le resultaba familiar.
―Será hijo de...

Kaya aguardaba en la entrada del adosado del señor Revari; una vivienda modesta, pero que al menos no estaba embrujada. La espera empezaba a molestarla y contuvo las ganas de ponerse a dar golpecitos de impaciencia con el pie. Se pasó los dedos por el pelo y quitó los que ojalá fuesen los últimos trozos de porcelana, que guardó en los bolsillos. Mejor un estropicio en el pelo que en la cabeza, desde luego.
Era casi medianoche, pero le permitieron entrar. A pesar de las horas intempestivas, el propio Revari se personó en la entrada, vestido y ataviado con un abrigo.
―¿Está hecho? ―preguntó con avaricia en los ojos.
―Después de esta noche, vuestra madre descansará en paz, señor Revari.
―Llévame hasta allí ―le pidió abandonando las buenas formas―. Quiero ver la casa.
―¿Qué ha sido de la confianza? ―preguntó Kaya sin disimular su indignación.
―Has hecho un trabajo loable, pero entenderás que quiera ver los resultados antes de proceder al pago.
―De acuerdo ―aceptó Kaya―, pero traed mis honorarios. No pienso volver hasta aquí después.
―Como quieras ―dijo Revari con tono gélido.
El trayecto no era largo, pero Revari prefirió ir en carroza con un conductor y un guardaespaldas, mientras que Kaya y él iban dentro. Revari le hizo toda clase de preguntas acerca de su oficio, aparentemente por pura curiosidad y por la convicción habitual entre los nobles de que podían entrometerse en todo si querían.
―¿Dejan... restos cuando los matas?
―Cada fantasma es diferente ―explicó Kaya, no por primera vez―. En este caso, sí, hay restos físicos.
―Vaya ―lamentó Revari―. Tendré que ver eso. ¿Debería... enterrarlos?
―Eso queda entre vos y vuestra religión ―dijo Kaya―. No soy esa clase de exorcista.
Algunos consideraban que su profesión era una blasfemia, una perturbación del orden natural de la vida tras la muerte. Según otras creencias, sin embargo, los fantasmas eran quienes perturbaban el orden natural y Kaya podía ayudar a enmendar esos problemas. En algunas localidades la habían colmado de elogios y bendiciones, mientras que en otras había tenido que poner pies en polvorosa, y todo por hacer el mismo trabajo. Fuera cual fuese el propósito final de los muertos en cualquier mundo, Kaya tenía la convicción personal de que no lo cumplirían si se dedicaban a molestar a los vivos.

Revari asintió con satisfacción. Kaya sospechaba que sus "profundas" creencias religiosas dictaminaban que no pagase otro funeral si no había necesidad de hacerlo.
Al fin llegaron al palacete. El guardaespaldas, el conductor y los honorarios de Kaya permanecieron en el carruaje, mientras que Revari la acompañó a la entrada. Llevaba una linterna consigo, así que Kaya no tuvo que convocar sus fuegos fatuos.
La escena de la entrada seguía igual. Revari masculló algo al ver los escombros que había por todas partes.
―Hará falta un mes para limpiar todo esto antes de que las obras puedan continuar ―protestó―. Y eso suponiendo que los trabajadores estén dispuestos a volver.
Se giró hacia Kaya.
―¿Estarías dispuesta a... dar fe de tus resultados? ¿Podrías decirles que ya no hay peligro?
―Podríais convencerme ―respondió ella levantando una mano y frotando las yemas del pulgar y el índice, lo que provocó otro murmullo de Revari.
Subieron las escaleras mientras Revari movía la linterna de un lado a otro como un joven cazador, nervioso por pasar su primera noche en el bosque. Se detuvieron en el rellano.
―Intuyo que querréis ver el ala este ―dijo Kaya―. Vuestro consejo fue muy útil; allí es donde la encontré.
―Entiendo ―dijo Revari―. Sí, por supuesto. ¿Y estás... segura de que no hay peligro?
―Podéis sentiros como en casa, excelencia.
Revari asintió y caminó arrastrando los pies, meciendo la linterna a un lado y a otro. El más mínimo soplo de viento o crujido de las tablas hacía que se sobresaltara. Kaya caminó junto a él.
―Aquí estamos ―dijo señalando la puerta cerrada de la habitación donde había encontrado el cuerpo de la anciana.
―¿Aquí? ―dudó Revari.
―Aquí es donde ocurrió ―confirmó Kaya.
La respiración de Revari se aceleró.
―Tú primero ―dijo él.
Kaya sonrió para tranquilizarlo, abrió la puerta y entró. Revari asomó para echar un vistazo y luego cruzó el umbral lentamente. Sostenía la linterna en alto y los muebles destrozados por doquier proyectaron sombras extrañas.
Muy sigilosamente, Kaya cerró la puerta cuando Revari entró.
―Bueno... ―dijo él con la garganta seca y mirando alrededor con inquietud―. ¿Dónde están esos...?
Entonces vio las tablas que Kaya había arrancado del suelo y se volvió hacia ella como un resorte.
―¿Qué es esto? ―bramó―. ¿Qué has hecho?
―Sé lo que hiciste ―replicó Kaya. Su voz era serena, mesurada y tranquila.
Revari se puso colorado y las venas de la frente se le hincharon.
―Puedes intentar chantajearme, pero...
―Yo no quiero nada de ti, parricida ―aseguró Kaya. Entonces señaló con la cabeza por encima del hombro de Revari―. Ella es la que debería preocuparte.
Madre Querida se había manifestado, triste y eterna, detrás de su caprichoso hijo. Revari se volvió hacia ella y Kaya se tapó las orejas.

―¡No! ―gritó él―. ¡No, por favor! ¡Madre...!
El fantasma chilló y Revari cayó de rodillas, aferrándose la cabeza. La linterna repiqueteó en el suelo. Kaya la recogió y la apagó de un soplido para que la habitación solo quedara iluminada por la luz gélida de la fallecida.
Revari, aún de rodillas y con los ojos desorbitados, giró la cabeza hacia Kaya.
―¡Ayúdame! ―suplicó―. ¡T-te pagaré el doble!
―Era tu propia madre ―declaró Kaya―. Púdrete en el infierno, gusano.
El fantasma de la madre avanzó lentamente, con un don para el dramatismo que Kaya supo apreciar. Revari retrocedió a rastras, apoyándose en los codos, pero entonces se topó con la puerta cerrada.
―¡Eres una mentirosa!! ―la acusó―. ¡Te he pagado p-p-para que arreglaras esto! ¡Detenla! ¡Haz tu trabajo!
―Dimito, y con motivo ―contestó Kaya. No le había mentido, exactamente, aunque en realidad no había terminado el trabajo―. Les diré a tus subordinados que se queden la otra mitad del pago.
Revari gruñó y se abalanzó sobre ella, pero las piernas de Kaya se volvieron fantasmales y el noble las atravesó y cayó de bruces con un llanto lastimero.
―Por favor...
Finalmente, el fantasma aullante de su madre se le echó encima con aquellas garras y dientes afilados. Kaya cruzó la puerta emitiendo un resplandor de luz púrpura blanquecina y dejó a la madre y el hijo con sus tristes y lamentables asuntos. Finalmente se ajustó la chaqueta y se alejó por el pasillo.
A sus espaldas, Emilio Revari comenzó a chillar y continuó gritando mientras Kaya bajaba las escaleras y cruzaba la ruinosa entrada y la cancela de la mansión, rumbo hacia la noche.