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Ixalan: Cuestión de Confianza

Huatli destacaba exactamente en dos cosas.
Era una guerrera y era una poetisa.
Cuando hacía demostraciones de una u otra habilidad, brillaba más que cualquier otro caballero en el Imperio del Sol.
Nunca había tenido que ser nada más, y estaba segura de que, al final, el emperador le concedería el título de poetisa guerrera después de todos aquellos años de lento ascenso y de preparación.
—Déjame verlo otra vez —le susurró su primo.
Huatli abrió la alforja. Un destello de acero saludó a los dos caballeros.
Inti miró dentro con una leve sonrisa.
—Es feísima.
El temperamento tibio de su primo era desesperante. Con los años, Huatli aprendió a interpretar su entusiasmo, por lo que infirió de sus dos palabras que estaba henchido de orgullo.
—Quienquiera que la forjara era muy torpe. Y quienquiera que la llevase, aún más.
Huatli sonrió. La victoria final había sido sencilla. Ninguno de los bandos sufrió bajas; solo se impuso la mejor habilidad marcial y una oferta de paz muy convincente. La Legión del Crepúsculo se retiró a sus barcos sin armas y sin honor.
Huatli observó la plaza mientras ella y su primo pasaban por debajo del arco de entrada a Pachatupa. Había gente que se estaba preparando para la ceremonia de bienvenida que tendría lugar ese mismo día. Otros vecinos cruzaban la plaza para ir a algún sitio determinado, pero, en general, la plaza estaba vacía. Solo a las monturas de los dos caballeros —dos garrapiés de ojos brillantes— parecían importarles su presencia. El dinosaurio de Huatli tiró de las riendas; tenía ganas de llegar a los establos para comer.
Huatli e Inti habían regresado de la última gran campaña del Imperio del Sol en la Costa Solar. La mayor parte del ejército había regresado ya, pero su escuadrón se retrasó después de una última batalla contra la Legión del Crepúsculo. Y, como todas las victorias bien conseguidas, esta trajo consigo muchos botines.
Inti extendió la mano y Huatli le pasó la espada robada. Él la hizo girar para sopesarla y se la devolvió.
—Tendrías que haber visto a su sacerdote —dijo.
—Hierofante —corrigió Huatli.
—¿Hierofante? Uf. En cualquier caso, tenía unas uñas tan largas como las de la abuela.
Huatli asintió y punteó su gesto con un “mmm” enfático.
—Todo encaja. Teniendo en cuenta la evidencia, es muy probable que la abuela sea un vampiro.
Se volvió hacia Inti y enumeró las evidencias con la mano que no sostenía las riendas de su dinosaurio.
—Nunca tiene apetito, mira al infinito, sigue viva contra todo pronóstico...
Inti soltó una risita y Huatli le sonrió a su vez.
Habían crecido juntos. Habían pasado de luchar el uno contra el otro con palos, de niños, a luchar contra los enemigos del Imperio del Sol como adultos.
Inti palmeó el hombro de Huatli. Algunas personas se acercaban a ellos con rostros felices y expectantes.
—Te dejo con tus admiradores —dijo él.
Huatli levantó la mano para decirle adiós.
—¡Huatli, bienvenida a casa! —saludó uno de los desconocidos.
Huatli sonrió e inclinó la cabeza.
Una chica, que no tendría más de trece años, se adelantó y corrió hacia ella con los ojos muy abiertos y casi jadeando.
—Poetisa guerrera, ¿darás un discurso en la ceremonia de bienvenida?
Huatli odiaba que la gente hiciera eso: asumir que había conseguido algo que aún no le pertenecía.
—Diré unas palabras, pero aún no soy la poetisa guerrera. ¿Cómo te llamas, amiguita?
—Wayta. Te vi hablar en el último festival de equinoccio... Estuviste genial.
—¿Escribes poesía, Wayta?
La chica bajó la vista, avergonzada.
—Sí, pero no es lo bastante buena como para compartirla.
Huatli se agachó para que el resto del pequeño (y ruidoso) grupo no escuchara sus palabras.
—¿Quieres que te cuente un secreto?
Wayta la miró maravillada.
A cambio, Huatli le ofreció una sonrisa sincera.
—Solo hay dos tipos de poemas en el mundo: los buenos y los sinceros . La buena poesía es inteligente, pero cualquiera puede serlo si se esfuerza. Sin embargo, la poesía sincera es mágica; tiene la habilidad de hacer que otras personas sientan lo mismo que tú. Sin duda es una magia muy poderosa.
Huatli prosiguió:
—Si crees que lo que haces no es lo bastante bueno para compartirlo, no trates de que sea bueno. Pero al menos intenta que sea sincero.
Le guiñó el ojo.
Y Wayta sonrió de oreja a oreja.


Una hora después comenzó la ceremonia de bienvenida, y Huatli esperó pacientemente el momento de su intervención.
Aunque su misión había sido breve, representaba el final de muchos esfuerzos para liberar la Costa Solar de los invasores. Para celebrar tan feliz acontecimiento, el emperador iba a dirigirse a todos los ciudadanos de Pachatupa y Huatli debía dar un discurso.
El título de poeta guerrero solo se concedía a un único individuo por cada generación. Era el custodio de las leyendas y quien transcribía los acontecimientos más importantes de la historia. Para ganarse un título así, había que demostrar la excelencia en el servicio al reino. La responsabilidad quizá habría abrumado a una persona tan joven como Huatli, pero ella no sentía esta presión.
Todos los habitantes del Imperio del Sol respetaban a su emperador, pero todos adoraban a su poeta guerrero. Probablemente este sería el último discurso que daría antes de que el emperador le concediera oficialmente el título, y todo lo que quería era demostrar que era digna de semejante admiración.
No había cualificaciones fijas para ganarse el título de poeta guerrero, pero la confianza creciente que el emperador tenía en ella parecía indicar que el anuncio estaba próximo. Lo sentía en el aire como el olor metálico de antes de una tormenta.
Huatli sacudió los hombros y tomó una bocanada de aire rancio. Bajo ella, el dinosaurio se sacudió un poco; tenía ganas de abandonar la oscuridad del establo. Le puso una mano en el costado para tranquilizarlo.
Espera, le dijo sin palabras, enviando el recuerdo del olor de la comida a través de la conexión que había entre la bestia y su jinete.
El dinosaurio dejó de agitarse en cuanto comprendió que habría un premio más adelante. Huatli le dio unas palmaditas en el cuello. La bestia erizó las plumas y volvió a quedarse tranquila con la simpleza que le otorgaba su sangre fría, lista para reaccionar ante la próxima orden de Huatli.
Estaban a punto de llamarla para que saliese. Ya no le preocupaba tener que hablar delante de muchas personas. Solo le preocupaba hacerlo bien.
El aire de los establos era pesado y cálido.
En la distancia escuchaba el eco de la voz del emperador mientras este se dirigía a los ciudadanos de Pachatupa. Todos los que vivían en la ciudad asistirían a la celebración.
Quizás lo anuncie después de mi discurso, pensó. Quizás hoy será el día en que diga que hice lo suficiente para ganarme el título que la ciudad ya asocia conmigo.
Una figura echó un vistazo dentro del establo y se topó con los ojos de Huatli. Llevaba los ropajes de un sacerdote; era uno de los organizadores de esta ceremonia. Asintió.
Puedes hacerlo, se recordó Huatli a sí misma. Emocionado del mismo modo, el dinosaurio graznó.
Espoleó a su montura y el garrapié salió del establo.
El sol caía inclemente sobre su cabeza, y los gritos de la multitud eran más fuertes que el rugido de cualquier dinosaurio.
Miles de ciudadanos del Imperio del Sol se apartaron para hacerle camino y aplaudieron a su paso. La ciudad brillaba con sus ribetes de ámbar a la luz del sol de mediodía. Los ciudadanos se habían reunido en la plaza con el rostro vuelto hacia el Templo del Sol Ardiente para escuchar las palabras del emperador, pero se giraron para aplaudir a Huatli mientras esta galopaba hacia la escalinata del púlpito.
Su dinosaurio corrió en línea recta a través de la multitud dividida, por debajo de arquivoltas lo suficientemente altas para que los dinosaurios de cuello largo pudieran pasar y sobre baldosas lo suficientemente fuertes para soportar al más pesado de los colapuadas. Muy arriba, Huatli distinguió al emperador al borde de la escalinata del templo. Había extendido la mano en señal de bienvenida e, incluso desde lejos, supo que estaba sonriendo.
La multitud comenzó a corear su nombre.
Huatli sonrió y supo que era el momento adecuado para lucir su botín.
Levantó la espada robada sobre su cabeza y la multitud gritó el doble de alto.
Era un arma delgada y ligera, hecha para duelos elegantes mucho más que para verdaderas peleas. En el mango, alguien había añadido una rosa negra de metal con escaso gusto. Y pensar que aquellos artesanos inferiores se llamaban a sí mismos conquistadores.
El dinosaurio se detuvo enfrente de la escalinata y Huatli desmontó, todavía con la espada en alto.
Miró hacia el emperador y ascendió, escalón a escalón.
El templo se había construido sobre la base de uno más antiguo, que también se había edificado sobre varias ruinas aún más antiguas. El propio Imperio del Sol seguía esos principios. Era la última manifestación de una nación cuyos gobernantes siempre estaban disputándose el poder, erigiendo edificios siempre más altos que los anteriores sobre lo ya construido. Aunque los Heraldos del Río controlaron el continente hacía tiempo, el Imperio del Sol había sellado las fronteras del país bajo el liderazgo de su nuevo emperador.
Apatzec Intli III no solo era responsable del nuevo control del territorio, sino también del expansionismo beligerante que se había apoderado del imperio después de la muerte de su madre, hacía ya unos años. Aunque la anterior emperatriz había sido más cauta y conservadora, el nuevo emperador estaba ansioso de demostrar que era el adalid de una gloriosa nueva era para el Imperio del Sol.
Huatli no había conocido a la emperatriz, pero admiraba la determinación de Apatzec. Él se dio cuenta de su presencia cuando ella comenzó a ascender en la guardia y, después de años de entregado servicio, se había convertido en su estratega favorita.
Cuando terminó de subir las escaleras, Huatli se giró y presentó la espada de la Legión del Crepúsculo a la multitud de abajo. Todos aplaudieron enardecidos al contemplar el botín de guerra. El emperador Apatzec se acercó, flanqueado por dos guardias. Huatli le entregó la espada.
Él le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa y se dirigió al pueblo de Pachatupa.
—¡Ciudadanos! Esta es la líder del escuadrón que hizo huir a los invasores de la Costa Solar. Ella y sus soldados rechazaron hace tiempo la incursión de la Legión del Crepúsculo en nuestras costas y, esta mañana, regresaron sanos y salvos a su hogar. Mis palabras no pueden hacerle justicia a su victoria. ¡Escuchen y alaben la destreza valerosa de Huatli!
La multitud rugió.
Huatli sonrió, levantó una mano y la bajó poco a poco con una calma ensayada. Los ciudadanos enmudecieron; lanzó rápidamente un hechizo para que su voz alcanzara el volumen necesario.
Lo practicaste. Puedes hacerlo.
Ilustración por Anthony Palumbo

—¡Kinjalli, escucha mi llamada!
Es hora ya de despertar a los que duermen,
de acabar con la sombra del este
que busca oscurecer nuestro hogar.
¡Tilonalli, escucha mi llamada!
Que los corazones de tus hijos ardan
y seamos el alba que despunta
para inmolar el Crepúsculo en su seno.
La Trinidad Solar está con nosotros,
y gracias a nuestros piadosos rezos
tus valientes guerreros arrasaron con fulgor
a los herejes que ensombrecían tus costas.
Montados en garrapiés, colaplanas, crestacuernos,
cargamos en furioso y glorioso galope
contra el enemigo de ojos de tiburón
que busca arrebatarte lo que es tuyo.
Y allí, en la arena, nos medimos con ellos,
contra sus armas y colmillos punzantes y malévolos.
Pero los sombríos no pudieron con nosotros
y pronto su vileza abandonó nuestras costas.
Hoy regresamos y alzamos la voz para alabarte:
es la luz tu imperio,
y nada aterra más al Crepúsculo
que la salida eterna del sol.
La multitud se deshizo en aplausos de nuevo.
El emperador Apatzec miró a Huatli con una sonrisa de aprobación.
Agradecida, ella inclinó la cabeza.
El emperador dio un paso al frente y habló a un volumen potenciado por el efecto sutil de la magia.
—La victoria de hoy también marca el comienzo del siguiente paso de nuestra expansión.
El público guardó silencio: aquello era importante.
¿Me va a conceder el título ahora o no?
—Repeler a la Coalición Azófar y a la Legión del Crepúsculo de nuestras costas orientales significa que estamos listos para reclamar el sur —anunció Apatzec. Hablaba con la dicción ensayada de un monarca y la confianza de un conquistador—. Nuestros guerreros nunca han estado más preparados y, con la fuerza del Sol Abrasador, ¡aniquilaremos a la Legión del Crepúsculo de nuestro territorio!
El público vitoreó y Apatzec asintió en dirección a Huatli. El corazón se le encogió un poco. Si hubiera habido un momento apropiado para anunciar su nuevo título, era ese sin duda. Se despidió con la mano, giró sobre sus talones y siguió al emperador al interior del templo.
El emperador hizo una señal a los sacerdotes para que los dejaran solos y se despojó de su manto ornamental.
Huatli tomó asiento sobre un cojín en el centro de la estancia. Él se sentó frente a ella y sonrió.
—Gracias por compartir tu don, Huatli. El imperio necesita de tu voz.
—Me alegra ser de utilidad, emperador Apatzec.
Él le dio vueltas a la espada de la Legión del Crepúsculo que aún llevaba en la mano y la sostuvo en el aire. Arrugó la nariz en una mueca de desagrado.
—Qué mal gusto, ¿verdad? —comentó—. Uno se pregunta cómo lograron conquistar un continente completo con estas armas.
—También usaban los dientes, señor. —Huatli esbozó una amplia sonrisa—. Para su desgracia, los de nuestros dinosaurios son mucho más afilados.
—Sin duda.
El emperador sonrió. Huatli siguió sentada en silencio, esperando pacientemente a que se decidiera a hablar.
Apatzec le dijo lo último que esperaba oír.
—No voy a enviarte a combatir al sur.
Huatli intentó no mostrar lo mucho que le dolieron esas palabras.
—Majestad, me prometisteis una misión más antes de otorgarme el título de poetisa guerrera —comentó, tratando de poner una expresión neutral.
El emperador Apatzec negó con la cabeza solemnemente.
—Sabía que no te gustaría nada.
—No es que no me guste —respondió ella, las manos agarradas con fuerza.
—El Imperio del Sol te necesita aquí, en Pachatupa. Puede que lleguen más invasores a las costas orientales.
—¿Sabéis algo que yo desconozco?
El emperador frunció el ceño.
—Solo son rumores, pero temo que dentro de poco haya un ataque en dos frentes: de la Coalición Azófar y de la Legión del Crepúsculo. Tu misión es mantener una presencia en la costa con tu escuadrón y rechazar a los invasores mientras nuestro ejército está luchando en las tierras meridionales durante el siguiente mes. Partirás la semana que viene.
—Entendido, majestad.
El emperador se detuvo y suspiró.
—No me gusta pensar en las instrucciones que habría dado mi madre.
—“Protejan las ciudades y continúen la búsqueda de aquella que perdimos”, o algo así, ¿correcto?
Apatzec asintió. Una sonrisa se abría paso en la comisura de su boca.
—Encontraríamos antes una pantera voladora que una ciudad perdida. Es mejor que nos centremos en lo tangible, Huatli, aquello que vemos y oímos. Perseguir fantasmas no nos lleva a nada. Prepara tu escuadrón y no olvides escribir otro poema mientras estás fuera.
Le dio un vuelco el corazón. El emperador seguía teniéndola en consideración.
Apatzec se inclinó y Huatli hizo lo mismo.

Un mes después, a Huatli le llegaron rumores.
Los exploradores decían que había aparecido un barco de la Coalición Azófar muy cerca de la costa. Huatli ensilló su montura y se internó en la jungla junto a Inti en cuanto tuvo oportunidad.
Las flores se arremolinaban sobre sus cabezas, y manadas enteras de dinosaurios de cuellos largos se apartaban al paso de los dos guerreros montados en sus garrapiés.
Ilustración por Zack Stella

—Se dice que acamparon cerca de las rocas —gritó Inti por encima del estruendo de los pasos de los dinosaurios.
Las ramas golpeaban la armadura de Huatli a medida que se abría camino por la jungla. Se irguió en la silla e inició un hechizo para invocar algo de ayuda.
Sintió que la magia chisporroteaba dentro de ella, como si fuera una antorcha que desprendía luz desde su pecho. Unos segundos después, oyó las zancadas de varios dinosaurios que trotaban sobre dos patas a su alrededor. En breves momentos, un grupo heterogéneo de dinosaurios comenzó a seguir a Huatli y a Inti. Había pequeños devorahuevos, colaplanas y crestacuernos; todos se movían con un propósito, sin apartarse de las monturas de los caballeros del Imperio del Sol. Huatli los instó a seguir adelante, los tranquilizó con magia y les aseguró que no sufrirían daño.
—¡Huatli! ¡Allí!
Inti señalaba un claro al frente, donde el delta del río se unía con el mar.
Las velas de un rojo chillón contrastaban bajo el cielo azul; en la playa había amontonadas varias cajas de suministros.
Se detuvieron, ellos y la manada, justo antes de abandonar la protección de las hojas, allá donde los árboles de la jungla dejaban paso a la arena. Huatli e Inti contemplaron el barco con anticipación.
—No hay tripulación —susurró Inti.
Huatli asintió.
—Deben de estar explorando el terreno. Destruiré su equipamiento. Tú conduce a los piratas hasta la playa y hacia el barco cuando veas que sale fuego de los suministros.
—Suena bien —dijo Inti. Miró a Huatli unos segundos—. Ten cuidado, prima.
—Tú también.
Inti regresó a la jungla y Huatli espoleó a su montura hacia la playa, mientras les pedía al resto de dinosaurios que se quedaran atrás, en la espesura.
El garrapié caminó silenciosamente por la arena y, en breves momentos, Huatli se encontró junto al montón de suministros. Quitó el tapón a la cantimplora que llevaba colgada del cinto y derramó su contenido sobre las cajas de suministros, que desprendieron un fuerte olor. Luego tomó una pequeña piedra negra de su armadura y la golpeó contra el acero de su arma. Las chispas saltaron hacia la madera seca de las cajas, que se prendió casi al instante.
Enfundó la espada y volvió al galope a la seguridad de la jungla. Se detuvo donde antes, en la frontera entre la playa y la espesura; comenzaban a llegar algunos miembros de la tripulación, aterrados ante la vista del humo que se alzaba de sus equipos y alimentos. Pero no había suficientes corriendo.
Persíganlos hacia la playa, ordenó Huatli, con los ojos encendidos por la magia.
Se oyeron crujidos y gritos; aparecieron una docena de trasgos, ogros y humanos de la Coalición Azófar, perseguidos por los dinosaurios invocados. Los piratas iban saliendo a la luz, tambaleantes y deslumbrados por el sol, y gritaban de sorpresa al descubrir la hoguera en la playa. Corrían desesperados y golpeaban las llamas con lo que podían para intentar sofocarlas.
Huatli sonrió y distinguió a Inti a lo lejos. Lanzó un silbido y él se acercó. Estaban ocultos de la vista de los piratas por las gruesas plantas y árboles costeros. Inti arrimó su montura a la suya.
—Aquí estamos bien —dijo Huatli señalando con la cabeza a los piratas aterrados, que ya intentaban regresar al barco—. Adelántate y busca agua. Tengo sed.
Inti se dio la vuelta y desapareció en la jungla.
Huatli espoleó a su garrapié para que fuese al trote y comenzó a desplazarse por el borde de la playa.
De repente, algo se agitó debajo de ellos y su montura perdió pie. Huatli cayó al suelo con un fuerte golpe.
Cuando se puso en pie, vio a su dinosaurio bramar de dolor, con las patas atadas por unas cadenas incandescentes. Las escamas de su piel estaban chamuscadas por el calor.
El dueño de las cadenas apareció de detrás de un árbol y Huatli contuvo la respiración.
Era un monstruo de impresionante altura.
Ilustración por Svetlin Velinov

Tenía el cuerpo de un herrero, pero su cabeza era la de un animal que Huatli solo había visto cerca de los fuertes de la Legión del Crepúsculo. ¿Era... un toro? Llevaba pesadas cadenas de hierro alrededor del pecho y parecía resplandecer, como si llevara un horno en su interior. Un hilillo constante de vapor se elevaba desde su hocico.
Huatli se lanzó a por las cadenas en un intento desesperado de ayudar a su montura, pero su enemigo las retiró antes de que pudiera tocarlas y soltó un bufido desafiante. El metal se elevó como por arte de magia y volvió a arrojarse de nuevo; esta vez se enredó en el cuello del dinosaurio. Sin hacer caso de sus aullidos, apretó las cadenas y, con un horrible chasquido, la bestia murió al instante.
Huatli se incorporó y desenvainó su arma. No se molestó en ocultar el dolor de su rostro; hacía mucho tiempo que conocía a aquel garrapié. Cualquier monstruo que actuara con tamaña crueldad debía sufrir las consecuencias.
—¿Cómo te llamas? —gritó.
El monstruo extendió las manos. Las cadenas ardientes se retiraron del dinosaurio y se replegaron en sus muñecas, listas para volver a atacar. Un fuego antinatural ardió en su boca y del hocico le brotó una humareda de vapor.
—Soy Angrath, el temido pirata —dijo—, y busco el Sol Inmortal.
Huatli soltó una carcajada.
—Tú y todos los demás, idiota.
Su voz tenía un acento que Huatli no podía ubicar.
—Si no me dices dónde está el Sol Inmortal, guerrera, morirás.
Una cadena se disparó desde su brazo derecho. Huatli la esquivó, sintiendo su calor cuando pasó junto a su mejilla.
Logró mantener el equilibrio y corrió hacia Angrath, con el arma lista y los músculos en tensión. Intentó acercarse lo suficiente y acertarle con la hoja semicircular en los tendones, pero el pirata ardía con un calor tan sofocante que era demasiado para un combate cuerpo a cuerpo. Se retiró, pateando a su paso un montón de polvo y hojas secas mientras volvía a esquivar la cadena.
Se había apartado justo a tiempo para evitar otro golpe. Una segunda cadena saltó y la sujetó por el pie; Huatli fue arrojada al suelo con una ferocidad que le robó el aliento.
La cadena estaba tan incandescente que resplandecía, y podía sentirla a través de sus gruesas grebas de acero. Se retorció, tratando con todas sus fuerzas de romper la cadena con su arma; Angrath dio unos pasos hacia delante. En sus ojos ardía un fuego rabioso.
Huatli forcejeó, se agitó y, por suerte, la cadena se aflojó.
Ningún pirata luchaba con esa rabia tan despiadada, ningún Heraldo del Río mataba con tanta facilidad y ningún enemigo de la Legión del Crepúsculo era tan impredecible. Huatli se sintió desprotegida y fuera de su elemento; este adversario no se parecía a ningún otro.
—¡¿Huatli?!
Volvió la cabeza. Inti debía de haber dado la vuelta al escuchar los ruidos y ahora los miraba horrorizado desde la espesura de la jungla. Angrath volvió la cabeza para identificar al recién llegado; Huatli se puso en pie de un salto y se dio impulso para el ataque.
Con el arma bien agarrada, cargó contra el pirata e hizo un barrido circular con la pierna para desequilibrarlo.
Funcionó; Angrath cayó al suelo con un gran estruendo y, mientras intentaba levantarse, logró abrirle una herida en el pecho con el filo de su arma.
El hombre con cabeza de toro rugió de dolor y lanzó otra carga de cadenas directamente hacia Huatli.
Esta cambió el peso varias veces de un pie al otro y esquivó el ataque con facilidad sinuosa. Sin descansar ni un momento, aprovechó su propio movimiento para alzar la pierna y descargar un fuerte rodillazo contra su barbilla.
Angrath se dobló y Huatli le gritó a su primo, que observaba la escena con la boca abierta desde un lateral:
—¡Inti! ¡Necesito una montura!
Sintió que, detrás de ella, Inti comenzaba a invocar a un nuevo dinosaurio para que ella escapase sobre él.
Vio una cadena roja como el fuego que se alzaba hacia ella desde algún punto en el suelo y se agachó y rodó para evitarla. Una de las grebas se le cayó.
Inti gritó:
—¡Detrás de ti!
Pero, cuando quiso mirar, recibió un golpe proveniente de esa dirección y dio con su rostro en el suelo cubierto de hojas.
Angrath volvía a estar en pie, con el ceño tan fruncido como le permitía su rostro.
Huatli escuchó un grito y vio cómo la cadena alzaba a Inti de su montura. Una segunda cadena se enredó de repente contra la piel desnuda de su pierna y gritó al notar que la abrasaba.
De pronto se dio cuenta de que su primo y ella iban a morir.
Intentó ponerse en pie y enfrentarse a su enemigo cuando, muy dentro en su pecho, algo chisporroteó.
De repente, sin ningún dolor, Huatli empezó a sentir que se deshacía.
Su visión se convirtió en una mezcla increíble de luces y colores; el sonido pasaba a través de sus oídos y rebotaba dentro de su cabeza; sintió que su cuerpo se descomponía, que se separaba de sí misma. Era una sensación cálida y brillante que debía de haberle dado miedo, pero parecía lo más natural del mundo. De repente, notó que su cabeza atravesaba la barrera de luces y colores y entonces la vio.
Era una ciudad que brillaba con la calidez del oro.
Ilustración por Adam Paquette

Torres y agujas bruñidas y resplandecientes que se elevaban hacia el cielo. Un metal centelleante que no se parecía a nada que hubiera visto antes y, sobre todo, una magia que vibraba y que se dispersaba por las nubes como un río.
Era hermoso.
Y, de repente, ya no estaba.
Su percepción regresó de golpe a donde estaba, como si una fuerza desconocida hubiese tirado de ella para devolverla a la jungla. La puerta a través de la cual había vislumbrado algo se había cerrado de un portazo, prohibiéndole la entrada. Todo fluía de nuevo través de las luces y los colores, el sonido y el ruido, hasta que su cuerpo se recompuso sobre la tierra de la jungla.
La sangre le martilleaba en las sienes y su visión se centró en el extraño símbolo de un triángulo dentro de un círculo que parecía flotar con un brillo sobrenatural sobre su cabeza.
Intentó recuperar el aliento.
Se calmó ligeramente y dejó de jadear.
Entonces se dio cuenta de que Angrath seguía enfrente de ella.
La miraba maravillado mientras las cadenas retrocedían poco a poco a sus brazos, con los ojos muy abiertos y una expresión de sorpresa bovina.
Inti estaba aturdido, pero seguía vivo, y miraba alternativamente a Huatli y al símbolo brillante que se desvanecía sobre su cabeza.
El pirata levantó la mano y señaló a Huatli.
—¡Tú también eres una de nosotros!
Huatli apoyó la mano en el suelo para recobrar el equilibrio. El sello sobre su cabeza desapareció y sacudió la cabeza.
Las palabras brotaron atropelladamente de sus labios, sin ser del todo consciente de ellas.
—No sé qué ha pasado.
Angrath sonreía; todo lo que podía sonreír un hombre con cabeza de toro.
—Nunca había conocido a otro en este maldito plano. ¡Podemos ayudarnos a huir!
Inti se había montado de nuevo en su dinosaurio y avanzó rápidamente describiendo un círculo para ponerse detrás de su prima.
—Huatli, ¡levántate! —dijo, alargando una mano. Ella la ignoró; no dejaba de mirar perpleja a Angrath. Él también tenía la mano extendida hacia ella con la palma hacia arriba, como si le hiciese una invitación.
Le rajó con celeridad con su arma, subió detrás de Inti en su montura y ambos huyeron mientras el grito de dolor de Angrath resonaba por toda la jungla.
La mente de Huatli era un remolino infinito de maldiciones y confusión. No había tiempo para un debate imaginario tranquilo: era la hora de las preguntas atropelladas.
Mi cuerpo DESAPARECIÓ y había luces y colores y acaso estaba desmayada o estaba alucinando pero Angrath lo vio también, ese MALDITO PIRATA, cómo se atreve a pensar que le ayudaría después de matar a mi dinosaurio e intentar matarme a mí, POR EL SOL QUE NOS ALUMBRA, no podía respirar porque ME HABÍAN DESAPARECIDO LOS PULMONES...
Inti verbalizó todas las preguntas que ella tenía en la cabeza.
—¡Tu cuerpo! Lo que hiciste era magia... ¿Cómo lo lograste? ¡¿Estuviste entrenando en secreto?! ¿Y qué era ese símbolo? ¡¿Y por qué el pirata se pensó que ibas a ayudarle?!
La respuesta de Huatli fue breve, esquiva y en voz baja.
—Vi una ciudad dorada.
—¡¿Qué?!
—Inti... creo que vi Orazca.

Todo lo que Huatli daba por cierto en el mundo que la rodeaba se estaba desmoronando.
No solo la atacó el monstruo más extraño que había visto nunca, sino que su cuerpo se disolvió y, por un momento, su consciencia fue capaz de vislumbrar un lugar sagrado para después regresar con violencia a su propio mundo.
Era como intentar permanecer de pie sobre un tronco en el río. Como si volviera a ser una niña dando vueltas y cayendo al suelo mareada. El suelo se había ido, y la creencia de Huatli en lo que era cierto o no había dado un vuelco.
Caía la noche cuando regresó a la ciudad. Se dirigió directamente a la residencia del emperador.
Necesitaba el consejo de la única persona que sabía que no le contaría a nadie lo que vio.
Los guardias la reconocieron al instante y la dejaron pasar al edificio más alto de Pachatupa con una inclinación profunda y respetuosa. Su formalidad puso aún más nerviosa a Huatli.
Un ayudante condujo al emperador Apatzec a la sala de reuniones. Había una talla en la pared más alta que representaba el sol; la luz de la luna hacía relucir el ámbar incrustado en la roca. El emperador mantenía la misma compostura de siempre, aunque no se había puesto su manto habitual de plumas de dinosaurio; en su lugar, llevaba una túnica menos formal.
—Huatli, ¿qué te trae ante mí a estas horas?
El corazón de Huatli seguía latiendo a ritmo acelerado. El pecho le dolía por los moratones de la pelea.
—He visto algo que no pude comprender.
—¿En un sueño? —dijo el emperador. Su rostro severo indicaba que no tenía buena opinión acerca de los sueños.
—No. No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos.
El emperador se acarició la barbilla pensativo.
—Cuéntamelo.
Permanecieron sentados como dos amigos mientras Huatli le relataba el incidente todo lo bien que pudo.
El emperador escuchó pacientemente.
De vez en cuando, daba un sorbo a la taza de xocolātl que había invocado cuando tuvo la impresión de que esta historia sería importante, y asintió, comprensivo, con cada acontecimiento en la historia de Huatli.
—¿Qué sentiste? —le preguntó.
—Sentí que no me podía marchar. Como si hubiera abierto una puerta, pero solo pudiese mirar a través de una rendija antes de ser empujada hacia atrás.
—¿Algo te impedía marcharte? ¿Y solo Inti y yo sabemos lo que pasó?
—Sí y sí, emperador.
—Llámame Apatzec. No llevo puesto el manto oficial.
Huatli le dirigió una mirada cansada.
El emperador sacudió la cabeza y sonrió.
—Eres muy valiente, Huatli.
—Con el debido respeto, emperador, no me siento tal.
El emperador Apatzec dejó la taza a un lado y le dirigió una mirada pensativa.
—El sol se nos revela en tres aspectos: la creatividad, la destrucción y el sustento. Es evidente que tus dones provienen de los dos primeros, pero eso quiere decir que deberías explorar el último.
—¿Qué queréis decir, majestad?
El emperador parecía emocionado.
—Mi madre era terca y chapada a la antigua. Prefería perseguir fábulas en la jungla que asegurar su poder a través de métodos expeditivos. Aunque no podemos permitirnos enviar a nuestro ejército al completo a buscar el poder oculto en la ciudad de Orazca, me parece sabio enviar a nuestra mejor guerrera, sobre todo si el destino también la llama.
—¿Emperador...?
—Lo que viste es la prueba de que eres digna de llevar ese título. Huatli del Imperio del Sol: la ciudad dorada que viste solo puede ser la ciudad perdida de Orazca. Debes ir y encontrar la forma de que nuestro imperio siga creciendo con el poder que yace en su interior.
Preocupada, Huatli había cerrado los puños.
—Pero, excelencia, la poetisa guerrera no participa en expediciones. ¡No tenía ninguna intención de iniciar una expedición!
—Pero lo hiciste. Por lo tanto, la poetisa guerrera debe hacerlo.
Huatli jadeó. ¿Quería decir lo que ella había entendido?
El emperador se puso en pie y caminó hasta el otro lado de la sala de reuniones. Descolgó un casco de un gancho en la pared y regresó a donde estaba Huatli.
Era el casco del poeta guerrero.
El corazón de Huatli se volvió loco.
Apatzec sonrió con orgullo.
—Huatli, el título de poetisa guerrera es tuyo si eres capaz de encontrar la ciudad dorada de Orazca.
Huatli dejó escapar un suspiro tembloroso.
Todo lo que siempre quiso dependía de encontrar un lugar que era más un mito que una realidad.
El emperador le dio la vuelta al casco. La luz de los candiles de la cámara se reflejaba en el ámbar del material y desprendía un tibio resplandor dorado.
—Esta es una nueva era para el imperio. Ningún otro poeta guerrero de la historia ha visto la ciudad dorada. —Su sonrisa se ensanchó—. Eso hace que mi mandato sea especial.
Huatli le correspondió en su sonrisa y se levantó. Se puso en posición de firmes y miró al emperador a los ojos.
—Encontraré Orazca, emperador, y me haré con el Sol Inmortal para expandir la gloria del Imperio del Sol.
El emperador Apatzec pareció complacido.
—Mañana es un nuevo amanecer para el imperio, poetisa guerrera.

La residencia de los caballeros estaba separada del resto de la ciudad por un pequeño muro. Allí era donde Huatli y sus compañeros entrenaban, comían, dormían y planeaban la defensa de la ciudad. Otros regimientos estaban dedicados a la conquista y expansión del imperio; pero, en la ciudad, la preocupación principal era proteger lo que ya controlaba el Imperio del Sol. Había crecido allí como hija de unos padres afectuosos que fueron caballeros antes que ella. Era el único hogar que conocía, y había memorizado cada esquina y cada callejuela. Ahora se escurrió por uno de esos pasajes.
—¿Huatli?
Inti sacó la cabeza por la esquina con el ceño fruncido.
—¿Le contaste al emperador lo que viste?
Huatli asintió.
Su primo, que no sabía lo que hacer, también asintió.
—Supongo que es bueno. ¿Estás bien ahora?
Huatli sacudió la cabeza y se encogió de hombros, una desesperada conglomeración de gestos que reflejaran su estado emocional actual.
—Sí. No —confesó.
Inti la tomó por el hombro y la condujo de vuelta a la sala común de los guerreros. Estaba vacía y tranquila, ya que el resto del regimiento se había ido a dormir hacía horas. Le sirvió una bebida que desprendía un fuerte olor amargo y que tenía un aspecto desagradablemente lechoso. Si era buena para el espíritu, como insistía Inti, Huatli estaba segura de que no valía para mucho más.
Inti esperó a que diera un sorbo y recuperase el control de su respiración antes de empezar a preparar una cataplasma para la quemadura de su pierna.
—¿Estás segura de lo que viste hoy? Cuando hiciste aquello de... —Inti agitó la mano sobre su cabeza, refiriendo la aparición del sello todo lo bien que podía.
Huatli asintió.
—Vi una ciudad dorada.
Tragó saliva y le dirigió una mirada.
Él la miró, impávido, mientras aplicaba la cataplasma a su tobillo.
—¿Una ciudad dorada?
Huatli sintió que se ruborizaba.
—Sí.
Inti le sujetó la cataplasma con un vendaje y se sentó pensativo. Al final habló:
—¿Crees que era la ciudad dorada?
Huatli sacudió la cabeza como para disculparse.
—Nadie sabe el aspecto que tiene Orazca, así que sí, asumo que lo era.
—Tiene sentido.
Inti chasqueó la lengua y enrolló el resto del vendaje en su propia mano.
—¿El emperador te pidió que la encuentres?
—Me dijo que me ganaré el título de poetisa guerrera si descubro dónde está la ciudad.
Inti se sorprendió. Dejó escapar un suspiro y asintió.
—Es una buena recompensa.
—Lo sé.
Inti volvió a sentarse en el taburete. Huatli extendió el pie y se sentó frente a él. Su primo comenzó a deshacer el vendaje del tobillo y a revelar la piel de debajo, ya curada. Inti había aprovechado bien su entrenamiento en magia curativa.
Huatli inspiró hondo.
—Esta responsabilidad, Inti... es algo que nunca había tenido. No quiero ir sola.
—No tienes por qué —respondió él—. Teyeuh y yo podemos ir contigo. Te protegeremos.
—¿No sé cómo llegar allí? —Esta afirmación, teñida de nuevo por la preocupación, le salió en forma de pregunta.
Inti se encogió de hombros con una mirada comprensiva.
—Los Heraldos del Río sí. ¿Por qué, si no, pondrían tanto empeño en proteger su territorio?
Huatli volvió los ojos al suelo.
—Llevo entrenándome toda la vida para esto, pero ir a buscar una ciudad entre la leyenda y la realidad no era parte del plan.
—¿Y quieres ir? ¿O solo quieres el título que obtendrías si tuvieras éxito? —preguntó él.
La respuesta se congeló en la garganta de Huatli. Su propia reacción instintiva la sorprendió, pero decidió poner en palabras lo que pensaba.
—Quiero encontrar la ciudad.
El corazón le palpitaba con fuerza. La idea de ser una exploradora era un concepto aterrador, completamente distinto a todo lo que creía ser y, sin embargo, no podía ocultar la gran emoción que sentía al pensar en hacer otra cosa que aquello a lo que estaba acostumbrada.
—Nunca pensé que podría ser algo distinto a lo que soy, Inti. Pero quiero ser algo más que un par de cosas.
—Ya lo eres, prima. —Inti se puso en pie—. Buscaré a Teyeuh y le explicaré la situación. Estaremos listos para partir al amanecer. Primero tenemos que encontrar a un Heraldo del Río que nos guíe.
Comenzó a caminar hacia la armería, se detuvo y miró por encima de su hombro.
—Poetisa, guerrera... ¿vidente?
Huatli pensó durante un momento.
—¿Poetisa, guerrera, viajera? —sugirió.
Inti consideró la propuesta y contraatacó con otra.
—Poetisa, guerrera, líder de expedición con un cuerpo capaz de disolverse en el aire.
—Ese título no cabe en un casco, Inti.
—Aún no —dijo él con una sonrisa.
Se marchó y Huatli se quedó sola.
Estaba aterrorizada, emocionada... Iba a enfrentarse al desafío más grande que se había encontrado nunca.
Así que sonrió.
Al cabo de un rato, caminó despacio hasta donde solía dormir.
Se tendió en la hamaca y miró hacia arriba, tratando de recordar las luces, los colores y los sonidos de antes. Había sentido que cada fragmento de sí misma se encendía y se disgregaba y, aunque vio que su cuerpo se disolvía, no estuvo asustada en ningún momento; en vez de eso, recordó su sensación de júbilo mientras sucedía. Se llevó una mano al pecho y cerró los ojos, recordando la claridad del brillo del sol sobre el oro de los tejados de la ciudad; la pureza de sus ríos celestes de nubes y azul, que parecían curvarse sobre su cabeza. No se parecía a nada que hubiera visto antes.
No era una vidente, pero había visto algo. No era una viajera, pero su misión era viajar. Huatli era dos cosas, y ninguna de ellas parecía conectada con el destino que la esperaba.
Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Sus sueños estuvieron repletos de oro que brillaba con los colores de un lugar más allá de todos los que había visto hasta ahora. El sueño se encogió, se estiró y se transformó en algo más: una profecía, y se vio a sí misma tal y como sería algún día.
Era una poetisa, era una guerrera.

Y ahora era una exploradora.

Ixalan: Jace, solo

Abrió los ojos.
Estaba tumbado boca arriba en el suelo y, a través de una delicada fronda verde, veía un cielo azul que se oscurecía poco a poco. Una brisa cálida y perezosa hacía crujir las cañas de bambú. A través de sus magulladuras (y del inmenso dolor de cabeza), sintió que bajo su espalda se extendía un blando manto de hojas caídas. Ahí, debajo del bambú, se estaba tranquilo. El aire era salado y a lo lejos se oía el romper de las olas.
A su izquierda, una rama se partió. Se sobresaltó y volvió la cabeza, buscando la fuente del sonido. Y entonces se quedó de piedra.
Era un ser similar a un lagarto, cubierto por llamativas plumas azules y amarillas. Estaba de pie sobre las patas traseras y sostenía un huevo entre sus enormes garras. La criatura volvió un instante sus ojos anaranjados hacia el hombre que yacía en el suelo, emitió un sonido parecido a un gorjeo y siguió su camino, dejando caer unas cuantas hojas al pasar. Un momento después había desaparecido, tan rápido como llegó.

Se tomó un momento para procesar el encuentro. Nunca había visto nada parecido a aquel ser-lagarto, pero todo lo demás que tenía que ver con su situación actual le daba una extraña sensación de déjà vu.
Levantó la cabeza y se echó un vistazo. Llevaba una capa azul, pantalones largos y una ajustada coraza de cuero.
Su vestimenta tampoco le resultó familiar.
Se sentó y gruñó con esfuerzo hasta ponerse de pie. Poco a poco, tambaleándose, comenzó a marcharse de aquel lugar, siguiendo el camino del ser-lagarto.
La espesura de bambú dio paso a un bosquecillo de palmeras; del mismo modo, el suelo fértil de la jungla se volvió más arenoso a medida que la distancia entre los árboles aumentaba. El sonido de las olas se hizo más fuerte y el hombre trastabilló más rápido en esta dirección.
De repente, se abrió ante sus ojos una playa gigantesca. La arena bajo sus botas era tan blanda y suave como la harina. El aire era pesado y húmedo; se sentía casi mojado. Había algunas estructuras de roca que formaban un arco natural entre la playa y el mar, y la jungla a sus espaldas se enredaba en un muro impenetrable al borde de la arena.
Alzó la vista. El sol comenzaba a caer a lo lejos; los graznidos de las aves de mar llenaban el cielo.
Miró en ambas direcciones de la playa.
—¿Hola?
Una ola rompió cerca de él y le lamió las botas.
—¿Holaaa? —Su voz tembló con temor.
A medida que descartaba metódicamente todas las explicaciones lógicas en su lista mental, se acercaba más y más al pánico.
No sabía cómo había llegado allí. No sabía cómo se llamaba. No sabía dónde estaba esa jungla, por qué estaba en una playa o qué era aquel ser-lagarto. ¿Por qué estaba cubierto de moratones y por qué le dolía la cabeza? ¿Qué diablos tenía que hacer para marcharse de allí?
Una imagen de un lugar que no conocía se abrió paso en su cabeza: colores, luces y la idea de algo lejano. Sintió un escalofrío que le bajaba por el cuello y, en un brote de energía sorprendentemente revitalizante, sintió que su cuerpo entero intentaba desmaterializarse. Las partículas vibraban y desaparecían, su forma física vacilaba entre un lugar y otro. Era una sensación agradable, conocida... reconfortante. Había hecho esto antes. Su cuerpo se disolvía y se rompía en pedazos; debería haber sido una sensación horrible, pero en vez de eso, parecía algo suyo, algo propio.
Se dejó llevar por la sensación, con la esperanza de que, cuantas más partes desaparecieran de su cuerpo, más partes recuperaría él de su mente. Sin embargo, sintió que algo lo empujaba hacia atrás, como si una fuerza enorme tirase de él para que regresara por aquella puerta metafísica que había comenzado a atravesar. Se alejó más y más y cayó y cayó hasta que se recompuso en la misma playa de la que había intentado escapar. La fuerza del movimiento lo arrojó al suelo.

Art by Chase Stone

Sobre él, en el aire, apareció un triángulo resplandeciente rodeado por un círculo. Intentó dar una bocanada de aire con sus pulmones recién recuperados.
El frescor agradable se retiraba. Su cuerpo volvía a estar entero. Tenía las manos sudorosas y las rodillas hundidas en la arena.
Respiró como pudo entre jadeos de pánico. El corazón le golpeaba contra el pecho dolorido.
Apretó los puños, confuso, tomó aire con fuerza y escupió el juramento más gráfico que podía imaginar en ese momento. Una sola palabra, larga y satisfactoria, en la que dejó escapar toda su inquietud y su frustración.
Cuando por fin se detuvo, solo se escuchaba el ritmo incansable de las olas que golpeaban la costa.
La noche caía.
Fue consciente de su estado físico. Sus magulladuras y sus músculos doloridos necesitaban descanso; la comida y el agua podrían esperar hasta mañana.
Permaneció un rato sentado en la arena, intentando recordar cómo había llegado hasta allí, pero lo único que le venía a la cabeza era el cimbreo de las cañas de bambú al abrir los ojos.
Después del fracaso, intentó recordar su nombre.
Había muchos nombres que conocía. Lazlo, Sam... pero no creía que ninguno le perteneciera.
Al final decidió que quizás podría averiguar los secretos de otra manera.
No había nadie alrededor, así que se quitó la coraza de cuero, la capa y los guantes. Se despojó de la camisa y los pantalones, los dobló con cuidado y los dejó sobre la arena. Suspiró al sentir el alivio de la brisa fresca contra su piel. Contempló sus posesiones y se detuvo al mirarse la mano derecha por primera vez.
Había una cicatriz que descendía por el antebrazo derecho en una línea perfecta. Era tan recta como la incisión de un cirujano; alguien se la había causado de forma intencionada.
Se examinó a sí mismo, buscando más pistas. Estaba lleno de cardenales, pero también sentía cicatrices más profundas, igualmente rectas, que le recorrían la espalda. ¿Eran tan viejas como la cicatriz que tenía en el brazo? ¿Quién le había hecho aquello?
Volvió a ponerse el guante sobre la cicatriz y se hizo una nota mental para meditar sobre esta evidencia más tarde. Observó la ropa que yacía sobre la arena e intentó imaginarse qué tipo de persona la llevaría.
Quienquiera que fuese, venía de un clima mucho más frío, eso era seguro. Los tejidos eran pesados, como si estuviesen fabricados para la lluvia (¡recordaba la lluvia!) y el frío abrupto. La capa era un tanto excesiva; no se trataba de una prenda lujosa, pero su diseño desmentía cualquier sutileza. La camiseta interior estaba llena de sudor, así que debía de haber caminado a través del calor durante cierto tiempo. Lo más curioso eran las botas. Había unos pocos granos de arena atrapados contra la suela, pero eran de un tipo diferente que aquellos que le rodeaban en esa playa. Esa tierra era más sólida, más irregular, y tenía un color dorado en comparación con la arena blanca bajo sus pies.
Frunció el ceño. No llevaba consigo utensilios, ningún cuchillo, ni comida, ni cuerdas, ni objetos personales. Quienquiera que fuese la persona que era, no se preocupaba por llevar armas encima.
¿Era tan tonto como para viajar sin nada que lo protegiera? No lo creía, pero la evidencia era preocupante. ¿Quizás alguien le había robado sus armas? No sonaba factible; no parecía haber nadie cerca.
El símbolo de la capa captó su atención.
Le resultaba... familiar.
¿Por qué?
La luna estaba alta en el cielo. En algún momento iba a necesitar dormir. Decidió reflexionar sobre el significado del símbolo en otro momento.
Caminó a zancadas hasta un tronco pulido y se tumbó en la playa. Una parte de él estaba preocupada por el lagarto que había visto antes. ¿Quizás comía personas y no solo huevos? Pero este pensamiento era erróneo. Si comiese humanos, lo más probable era que le hubiera atacado antes. No obstante, a lo mejor había otros seres similares con gustos culinarios diferentes.
Se sintió terriblemente vulnerable.
Se tapó con la capa y cerró los ojos con fuerza, deseando con desesperación dormir toda la noche de un tirón sin ser olisqueado por lo que quiera que viviese en aquella isla.
Cabeceó, sintiendo un hormigueo en la nuca, y se hizo un ovillo. Luego se agitó y dio vueltas sobre la arena de la playa, totalmente dormido... y, aunque no lo sabía, completamente invisible.

El sol le despertó a la mañana siguiente. Aunque seguía sin tener ni idea de quién era, decidió centrarse en sus necesidades físicas.
Tenía que empezar a familiarizarse con su nuevo hogar.

Art by Titus Lunter


Art by Titus Lunter


Art by Titus Lunter

Después de calcular el tamaño de la isla (la circunferencia era igual a un día de camino), eligió un lugar guardado por varias rocas, protegido del viento, para instalarse. Construyó un refugio allí donde los árboles dejaban paso a la playa. El trabajo de buscar y transportar los palos y atar troncos con hojas que parecían cintas, le hizo darse cuenta de que no estaba acostumbrado al ejercicio antes de perder la memoria. Sus músculos estaban débiles por falta de uso, y volvió a preguntarse cómo su antiguo ser había pretendido sobrevivir aquí sin armas ni herramientas. No obstante, fue acostumbrándose a medida que trabajaba, y a pesar de las ampollas y las quemaduras del sol, logró construir una plataforma cubierta sobre la que podría dormir.
La comida necesitó más tentativas de ensayo y error, pero le emocionó descubrir cuáles eran sus gustos. Logró tallar un cuchillo sencillo a partir de un pedernal y comenzó a probar cosas. Le gustaban las ostras; también aquella fruta naranja que no sabía cómo se llamaba; le gustaba la fruta verde y alargada y las bayas rojas, pero no las raíces violetas. Esas habían hecho que le picase la lengua, lo que atribuyó a una alergia recién descubierta. ¡Era fascinante!
Lo que necesitaba de verdad era aprender a hacer fuego.
El sol se hundía rápidamente y unas pocas nubes se avecinaban en el horizonte.
En la palma de su mano derecha comenzaba a formarse otra ampolla. Gruñó debido al esfuerzo y frotó un palito entre sus cansadas manos tan rápido como pudo, ignorando el dolor y el pus que se derramaba, así como la pequeña gota de lluvia que acababa de caerle en el cuello. Contó el ritmo de las olas a su espalda (seis por minuto) y comenzó a reproducir este ritmo en su cabeza, para que el movimiento del palito siguiera el mismo tempo que las olas. Las manos le ardían del esfuerzo y tenía el ceño fruncido por la concentración.
Un hilillo de humo se alzó desde el punto donde el palito se frotaba contra la madera seca y soltó una carcajada, intentando por todos los medios avivar la pequeña llama.
El palito se partió en dos.
Y la pequeña columna de humo se desvaneció.
Sorprendido, abrió mucho los ojos y dejó escapar un quejido de decepción, que pronto se convirtió en un rugido de frustración.
—¡Isla inútil!
Se sentó de nuevo sobre la arena, cabizbajo, y miró el palito roto que yacía sobre la madera. A cada lado había una triste pila de ramitas y hojas secas.
Gruñó y se echó hacia atrás hasta tumbarse por completo sobre la arena.
Un albatros volaba en círculos perezosos muy por encima de su cabeza.
Gruñó una segunda vez.
—¿Por qué sé lo que es un albatros? —preguntó a nadie en particular.
El albatros no le contestó.
Se sentó y miró con ojos entrecerrados la pila de ramitas. Quizá podía obligar al fuego a prenderse.
Se sacudió la arena de los pantalones y sintió la ligera molestia de una quemadura mientras se inclinaba hacia adelante, con la vista fija en el montón de enfrente.
Se concentró y sintió que otra gota de lluvia caía sobre su espalda desnuda; el frío del cielo encapotado se le metió en el cuerpo.
Necesitaba un fuego. Necesitaba un fuego más que nada en este mundo...
El vello de su nuca se erizó y sintió que un estremecimiento le bajaba por la espalda.
Una pequeña columna de humo se alzó desde el tronco.
Se puso en pie de un salto y dio unos pasos atrás. ¡¿Humo?! ¡Humo!
Una parte de él estaba alarmada —¿aquello era real, de verdad?—, pero el resto estaba en éxtasis. Se rio, sorprendido, y soltó un grito de triunfo.
El humo subía hacia arriba. Se arrodilló y comenzó a avivar la llama con pequeñas ramitas y hojas, sin dejar de reírse. Podría haberse echado a llorar de felicidad.
Se incorporó y empezó a echar más y más ramas al fuego, más hojas y trozos de madera seca. No le importaba agotar todo el combustible; necesitaba un fuego.
La llama se había convertido en una pequeña hoguera. Su rostro se estiró en una sonrisa. No pudo evitar reírse de nuevo y entrelazar los dedos sobre su cabeza. Dio unos pasos atrás para admirar su trabajo.
La hoguera era lo más hermoso que había visto jamás. Suponía que habría visto cosas más hermosas, pero como no podía recordarlas, le eran irrelevantes; sobre todo, en comparación con la belleza que tenía delante de sus ojos. Aquello era mucho más bonito que ningún cuadro y más preciado que ninguna gema.
El rugido de su estómago le interrumpió.
¡Exacto! Comida. Necesitaba comida.
Había encontrado un pez varado en la playa antes. Era una cosa fea y reseca, con escamas planas en forma de diamante y los ojos vacíos en su rostro muerto.
Lo clavó en un palo afilado y lo sostuvo sobre las llamas. Se sentó, listo para darle la vuelta cuando estuviera hecho un lado.
Pero el pescado simplemente le devolvió la mirada.
Sus escamas no se cocían, no chisporroteaba, no se tostaba con el fuego. El pescado estaba rodeado de llamas, pero no mostraba ninguna señal de estar siendo cocinado.
No entendía nada.
Alargó una mano hacia el fuego y se dio cuenta de que no quemaba.
Su confusión se convirtió en temor y metió la mano en las llamas.
El fuego estaba tan frío como el pez.
Retiró la mano a toda prisa y se apartó del fuego, atemorizado.
—¿Qué? ¡No! ¡No, no, no, no!
La llama centelleó un instante con un brillante color azul (¡¿azul?!) y, sin previo aviso, se apagó.
Pero... ¡si había visto el humo! ¡Si había visto cómo se prendía el fuego y devoraba las ramas! Y, sin embargo, no había sentido en ningún momento su calor antes de que la imagen del fuego se desvaneciera.
El temor se convirtió en pánico absoluto.
Se apoyó en una palmera y miró el pescado atravesado con horror, considerando las evidencias y llegando a una conclusión razonable.
Estaba atrapado, sin recuerdos, sin comida, sin hogar ni habilidades... y ahora, por si fuera poco, estaba perdiendo el contacto con la realidad.
Concluyó solemnemente que se había vuelto loco.

Había pasado un tiempo desde el incidente con el pescado, y había llegado a aceptar que las cosas eran mucho más sencillas desde que supo que había perdido la razón.
Si era cierto que su mente estaba desconectada de la realidad, como parecía, no tenía que preocuparse de cómo había llegado allí o de quién había sido antes. La salud de su cuerpo era irrelevante si todo con lo que podía trabar contacto solo existía en su mente.
¡Qué liberador fue llegar a esa conclusión!
Así, se puso a hacer todo lo que pensaba que haría un náufrago atrapado en una isla.
Pasó mucho tiempo construyendo herramientas nuevas. Una cesta hecha de ramas similares al mimbre, un cepo sencillo, un cuchillo afilado para abrir las ostras. Se puso como objetivo crear una herramienta nueva cada día y se enorgullecía de cada una de ellas. Era casi divertido tener tantísimo tiempo para crear soluciones para sus problemas.
A medida que exploraba y aprendía, se acostumbró a las visiones que tenía de vez en cuando.
Algunas tenían más forma que otras. Solían ser seres humanoides, con rostros y voces.
Una mujer con la piel blanca como la nieve y el pelo igualmente blanco y arreglado, que flotaba detrás de él y anotaba todas sus acciones en un diario. Un guerrero de rostro severo, capa azul y armadura de plata. Un leonino al que le faltaba un ojo.
En sus momentos de soledad, a veces veía a una mujer vestida de violeta al borde de su campo de visión. La ansiedad le brotaba en el pecho siempre que ella aparecía.
Sabía que eran alucinaciones, sabía que no eran reales.
No tienen poder sobre mí, ¿verdad?
Ignoró las visiones mientras estas iban y venían, pero a veces no era posible pasarlas por alto.
—Esta vez sí que la has hecho buena, ¿eh?
Esta visión se le aparecía siempre que tenía dificultad con alguna tarea.
Sus hombros eran anchos y su piel olivada brillaba, sudorosa, bajo el lustre de su armadura. La alucinación miraba por encima de su hombro mientras intentaba tallar un gancho de pesca.
—Escucha, esta tarea no es apropiada para ti. Mejor déjame a mí.
La voz de la visión era bronca, pero amistosa. Resultaba condescendiente.
Se molestó.
—Ya puedo yo.
La alucinación suspiró.
—Los dos sabemos que no estás hecho para esto. Deja que lo haga yo; tú puedes irte a filosofar al otro extremo de la playa.
—Te he dicho que puedo hacerlo.
Dejó que su voz mostrara su irritación.
—No, no puedes. Yo tomo las decisiones y las ejecuto, tú te quedas a un lado. Así es como funciona.
El hombre respondió arrojándole el gancho a la figura misteriosa. Pasó a través de su ojo y aterrizó detrás de ella en la arena.

Las alucinaciones se hicieron más frecuentes a medida que aumentaba su aburrimiento.
—Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4.
Boqueó sorprendido. Había una mujer de pelo oscuro con una vara que le miraba a pocos pies desde la playa. Llevaba un vestido blanco con el emblema del sol en la parte delantera. A su espalda colgaba una capa oscura que casi rozaba la arena, y su expresión dejaba claro que estaba embarcada en una misión.
Impaciente, dio unos golpecitos con el dedo sobre la vara.
—He dicho: “Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4. Los representantes oficiales del gremio pueden cambiar su residencia o su lugar de trabajo de un gremio a otro si disponen de un permiso oficial”. ¿Estás de acuerdo en que esta es una regla vigente o no?
La figura siguió al hombre mientras se desplazaba de cepo en cepo, miró por encima de su hombro mientras volvía a colocarlos y le observó mientras llevaba los lagartos que había cazado de vuelta al campamento para cocinarlos.
Enterró los lagartos en carbón encendido junto a hojas de palmera y raíces para que se cocinaran durante el resto de la tarde. A su debido tiempo, la alucinación desapareció y suspiró aliviado.
Se quedó sentado, escuchando los graznidos de los pájaros, y decidió matar el aburrimiento encendiendo una hoguera en la playa.
Pasó la mañana llevando ramas y troncos para colocarlos sobre las llamas. Esperaba que el humo fuese suficiente para llamar la atención de algún barco. No había sucedido aún, pero quizás hoy sería el día.
Su optimismo se desvanecía por momentos.
Dejó su sombrero de mimbre sobre la arena. El calor del fuego y del sol del atardecer era abrumador. Se apartó de la hoguera y metió los pies en el mar.
El agua de la orilla estaba tibia, pero seguía siendo un alivio frente al calor. Le molestó un poco en las quemaduras. Bajo las olas se veían pececillos que iban de acá para allá.
Sintió la fuerza de la marea contra los tobillos.
Sintió la sal en los labios.
Olió el humo de la hoguera en la playa, mezclado con el aroma que desprendían las algas mojadas.
Todo parecía... real.
Tan real que contrastaba con su supuesta locura.
Consideró su percepción de la realidad.
Había otra explicación para todo esto, para la extraña volatilización y rematerialización que su cuerpo parecía conocer de antemano y para el fuego que no era tal.
¿Y si mis alucinaciones son el resultado de alguna magia?
Sabía que la magia existía. Sabía que había gente que podía manipular el fuego, invocar el relámpago o hacer que crecieran árboles en terrenos desérticos, pero no conocía sus nombres ni sus rostros.
Había olvidado todo lo demás sobre sí mismo, pero... ¿era capaz de haberse olvidado de una parte tan crucial de él?
Se pasó una mano mojada por los cabellos. Avanzó hasta meterse más en el agua y dejó que las olas le rozaran las mejillas cubiertas por la barba.
El pensamiento parecía... correcto. “Sé hacer magia” fue algo que cruzó su mente de una forma tan inocente como “soy un hombre” o “no me gustan los cocodrilos”.
Cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en aquello, ese escalofrío en la nuca que sentía cuando el poder se acumulaba dentro de él. Buscó dentro de sí y se obligó a crear.
Cuando abrió los ojos, se vio a sí mismo de pie sobre el mar que tenía enfrente.
Aunque el rostro de la visión tenía una expresión vacía, era idéntico al suyo; estaba ahí, con toda tranquilidad —de forma imposible— sobre la superficie del agua.
Abrió la boca, sorprendido.
La ilusión parecía de carne y hueso y el detalle era sorprendentemente preciso. Era divertido que no recordase su nombre, pero sí conociera los detalles de su cuerpo: los músculos ejercitados, la barba reciente, sus hombros desnudos, la piel quemada con ampollas. Incluso se vio las cicatrices —sus cicatrices—, los pequeños recordatorios de una vida vivida intensamente.
Extendió el brazo y trató de tocar la pierna del espejismo, pero sus dedos la atravesaron como si fuera aire.
Increíble.
Se irguió y su cintura quedó al nivel del agua, con las manos a cada lado.
Sonrió de oreja a oreja.
Se concentró, sintió el escalofrío familiar en la nuca y el espejismo se desvaneció.
Su sonrisa se convirtió en un grito de alegría.
Volvió corriendo a tierra firme, pateando la arena a su paso.
—¡Son fragmentos de mis propios recuerdos! No estoy alucinando. ¡Estaba creando ilusiones! ¡Soy un mago!
Levantó la mano y deseó que se manifestase un caballo percherón. El animal se materializó a través de una suave neblina azul y correteó a medio galope a su alrededor. Se acercó para tocarlo y vio que atravesaba fácilmente su lomo veteado de motas grises. La ilusión siguió su camino, saltando la hoguera que había hecho antes y marchando al trote por la playa. Era una mancha delicada de noche nublada contra el blanco deslumbrante de la arena.
Se rio ante la locura de todo. Se rio de su propia habilidad, de su idiotez, pero, sobre todo, en ese momento se reía de que los otros habitantes de la playa se pensaran que su creación era real. Las gaviotas levantaron el vuelo en cuanto el caballo se acercó, los insectos se acercaron e intentaron posarse en su lomo y, aunque sus cascos no dejaban ninguna huella sobre la arena, esta creación parecía más real que el fuego, el arpón o la red. Su imaginación era demasiada para contenerla y los únicos límites de su mente eran los que él imponía. No necesitaba un nombre ni un pasado; en ese momento supo exactamente quién era.
Hizo que el caballo desapareciera y creó un elefante; mandó al elefante desaparecer y creó un monstruo marino; hizo desvanecerse al monstruo e hizo que el día fuera noche. El cielo de la playa se llenó de montones de estrellas.
Rio a carcajadas hasta llorar.
Después de que las lágrimas le corrieran con felicidad por las mejillas, rodeado por una galaxia infinita de estrellas imaginarias, sintió un peso en el corazón.
Estaba en el centro de una noche sin fin, un vacío perfecto punteado por pequeños destellos de luz.
Estaba increíblemente solo.
Hizo que se desvaneciera la ilusión de las estrellas y de la noche y se quedó mirando la playa desierta.

Al día siguiente, se dio cuenta de que no sabía cómo sonaba la voz de un humano que no fuera él mismo.

No abandonó la plataforma donde dormía el día después.

Regresó a la espesura de bambú.
Llevaba puestos los ropajes con los que había llegado y se tumbó en el pequeño claro donde se había despertado por primera vez.
Miró el cielo azul sobre él.
Intentó concentrarse para abandonar aquel lugar, pero no ocurrió nada.
Cerró los ojos e intentó recordar el aspecto que tenía un amigo, un hogar, pero no encontró nada en sus recuerdos.
—Por favor —suplicó en voz alta—, déjame marchar.
El viento agitó las cañas de bambú sobre su cabeza. Gimoteó y se puso las manos sobre el rostro.
A lo mejor no estaba loco. A lo mejor estaba muerto. Quizás esta cárcel era lo que había después de la muerte. Quizás nunca había existido antes y estaba condenado a deambular por lo que quiera que fuera esto para siempre.
Aunque no pudiera marcharse, al menos deseaba tener a alguien con quien hablar.
—Tienes un aspecto horrible —susurró una voz desde arriba.
Apartó las manos. Sobre él se cernía la ilusión de una mujer con el pelo negrísimo, los ojos oscuros y una expresión desdeñosa. Llevaba largos guantes satinados de color violeta y se cruzó de brazos.
—Los músculos te sientan bien, pero la barba no. Curvó los labios en una mueca burlona.
Él sacudió la cabeza, con lágrimas incipientes en los ojos.
—No sé quién eres.
—Claro que no, muchacho.
Ella le echó un vistazo de arriba abajo.
—No sabías quién era entonces y tampoco lo sabes ahora. Es difícil que haya confianza cuando ninguno de nosotros dos confía de verdad en el otro.
Decidió dejar de pensar en si esa ilusión era real o no. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien.
—¿Quién era yo antes de llegar aquí?
—No eras quien creías que eras, eso desde luego. Nadie te conocía de verdad... salvo yo. Nunca fuiste un líder, un detective ni un erudito; eras un niño asustado jugando a fingir lo que no eras.
Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
—Puedes engañar al resto del mundo con tu magia y tus ilusiones, pero nunca lo lograrás conmigo.
Quiso sollozar. Quería volver a quedarse dormido o dejar de comer hasta que todo hubiera pasado.
—No sé quién eres —admitió por fin con la voz rota.
La mujer se arrodilló y lo miró a los ojos con una sonrisa fría de cocodrilo.
—Soy lo mejor que te ha pasado nunca.
Levantó la mano para apartarla, y la imagen de la mujer parpadeó y desapareció en una bruma azul. Se había ido.
Su corazón latía a toda prisa y fruncía el ceño con desesperación, que comenzó a convertirse en rabia.
Se levantó, cerró los puños y golpeó una gruesa caña de bambú. El golpe le abrió una herida sangrante en los nudillos, pero no le importó. Dio vueltas intentando tranquilizarse.
¡No quiero más ilusiones involuntarias! —dijo. Algo en la parte de atrás de su mente vibró mágicamente, como si estuviera de acuerdo. No volvería a ocurrir.
Él era el único que tenía control de su mente. Él era quien aprovechaba sus talentos.
Dejó que su mente vagara y se preguntó si la ilusión que había visto era la manifestación de una parte de sí mismo o el fragmento de un recuerdo de alguien cercano.
Podía haber sido una amante o una amiga.
Se preguntó si tenía amigos siquiera.
Considerando que parecía conocer bien a una mujer como aquella, ¿merecía tenerlos?
Entonces se le ocurrió algo.
—No importa quién era... porque ahora descubriré lo que soy.
Decirlo en alto lo hacía más real.
—Es irrelevante quién fuera antes, porque me convertiré en lo que yo quiera.
Lo creía con todo el corazón.
Se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Iba a demostrarse a sí mismo que merecía vivir.

Se puso a trabajar.
No paró durante cinco días.

Se sentía exhausto, pero satisfecho.
Se sentó a comer los frutos que había recogido frente al fuego. Muy cerca, una pequeña pero robusta balsa esperaba pacientemente bajo el cielo despejado y cuajado de estrellas.
Se apoyó en los suministros que había reunido y repasó su lista mental una vez más: agua fresca para dos semanas (y un recipiente de destilación solar que podría seguir usando después), su red, su arpón y lo que quedaba de su capa, que usaría de protección contra el sol. Dos cestas de fruta. Su sombrero, su cuchillo, materiales adicionales para navegar, bambú y cuerda para las reparaciones. Supo que mañana navegaría hacia lo que quizás fuese una muerte segura, pero se moría por saber lo que había al otro lado del mar. Tenía que haber alguien allí.
Estaba emocionado, aterrorizado... Iba a abandonar el único lugar que conocía para descubrir lo que había al otro lado del mar. El pensamiento lo llenó de una extraña euforia. Le quedaban tantas cosas por descubrir.
Sonrió. Se sentó delante del fuego y abrió una ostra con una roca afilada. Levantó la mitad del molusco como si brindara con alguien.
—Un brindis por ti, Isla Inútil.

El primer día en el mar vino y se fue sin problemas. La Isla Inútil desapareció en el horizonte y el azul infinito lo rodeó por completo.
Tenía confianza. Si había logrado sobrevivir durante tanto tiempo en una isla desierta, podría sobrevivir en el mar.
Esa noche durmió bien.
La noche siguiente, también.
Pero al tercer día, el mar se puso de color gris y comenzó a agitarse.
Y el cuarto día por la tarde, las olas sobrepasaban la punta del mástil.
Las gruesas gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre su piel. El cielo se agitó sobre él con la misma ferocidad que el océano bajo la madera.
Murallas de agua agitaron su pequeña balsa de un lado a otro. El agua gélida que salpicaba se le metía en los ojos y lo desequilibraba. Se agarró a ambos lados de la balsa y cerró los ojos con fuerza, deseando tener el don de poder dominar los mares en lugar de dominar la mente.
Un relámpago se abrió paso sobre su cabeza, seguido inmediatamente por el bramido del trueno.
Estaba aterrorizado. Se ató un trozo de cuerda a la cintura y sujetó el otro a la balsa.
El barquito se elevó en la cresta de una ola y, en el horizonte, distinguió una isla rocosa y escarpada.
¿Quizá estaba habitada?
Tiró de su vela hacia un lado para intentar captar el viento. Justo entonces, su navío se deslizó hacia abajo por la ola y cayó en un remanso entre las aguas mientras otra ola se cernía sobre él.
Miró hacia arriba, vio la ola que se abalanzaba sobre su barca y dejó escapar un jadeo antes de que lo envolviera por completo.

Se despertó hecho un ovillo desmadejado sobre los troncos de su balsa rota. Era de noche y el mar estaba en calma.
La otra isla aún se veía a lo lejos. Era una muralla de rocas y montañas con cimas manchadas de blanco.
¿Nieve? Sintió un brote de optimismo y miró más detenidamente. Resopló. Pájaros.
Revisó el estado en el que se encontraba. Su balsa estaba hecha pedazos, pero, por suerte, la cesta con sus pertenencias seguía atada al tronco del que colgaba.
Los excrementos blancos desperdigados por la isla rocosa resplandecían a la luz de la luna. Era casi hermoso; casi.
Agotado y derrotado, remó como pudo hasta su nuevo hogar.

Salió del agua y se dejó caer sobre una roca plana por encima del nivel del mar. A pesar del coro sin fin de gaviotas y aves-lagarto voladoras, logró dormir un día entero.

Cuando se despertó, luchó un rato entre el sueño y la vigilia. No tenía la energía suficiente para levantarse y explorar, pero estaba muy claro que había cambiado una isla donde al menos podía vivir por otra absolutamente terrible.
Todo sonaba a gaviota. Apestaba a gaviota.
En su corazón, sabía que debía haberse quedado en la Isla Inútil y haber vivido una vida sencilla con sus ostras, su red de pescar y su imaginación indomable.
No obstante, había una pequeña parte de él que sabía, de algún modo, que podía... irse.
Decidió intentar replicar la experiencia de su primer día.
Quizás ahora le funcionaría.
Se tumbó cerca de las rocas y cerró los ojos. Tenía que averiguar qué había dentro de él que le daba tanta seguridad de que podía hacer algo imposible.
Inspiró hondo, dejó que la percepción del sonido de las olas a su alrededor y la caricia del sol se atenuaran y se imaginó un pozo.
Sus paredes eran de suave pizarra gris, pero, cuando pasó la mano por el borde, sintió que no contenía agua, sino muchísimos objetos y lugares, olores, sabores, personas, amigos, amantes; una vida entera de recuerdos. Recuerdos perdidos.
Trepó por el borde hasta meterse en el pozo y penetró en las profundidades de su mente. Su descenso era lento y controlado, una caída elegante a través de su propia consciencia. Sabía que la profundidad del pozo seguía siendo la misma, pero solo la primera parte contenía evidencias y recuerdos. Era una jungla húmeda y frondosa, con arena blanca y pájaros conocidos. Más abajo, las paredes estaban forradas de bambú, escamas de pez que centelleaban con los escasos rayos de luz, y había un hermoso caballo percherón imaginario del color de la lluvia. Estos recuerdos estaban acompañados de orgullo por todo lo aprendido y alcanzado.
Sonrió. No era mucho, pero era él.
Siguió cayendo.
La sensación de familiaridad desapareció y se dio cuenta de que estaba entrando en un tipo distinto de conocimiento. Se hizo una nota mental: algún día debía estudiar las diferencias entre las distintas clases de memoria. Aquí las paredes tenían texturas; en una zona eran de terciopelo, en otras de cuero, y en otras estaban hechas de afiladas espinas.
Mientras rozaba una y otra superficie con las manos, sintió la enorme variedad de conocimientos que había acumulados de su vida anterior; unos conocimientos que no recordaba haber adquirido, pero cuya mera presencia le hacía sentir dichoso. Allí estaban el lenguaje, la aritmética, la técnica de atarse las botas y la de hacerse un café (oh, las atrocidades que puede cometer un hombre por una taza de café). Se rio entre dientes. Había tanta información adherida a las paredes y, maravillosamente, aún cabía mucha más.
Siguió cayendo y cayendo, y la pizarra del pozo dio paso a gruesos jirones de niebla.
Lo que había estado aquí ya no estaba.
Pero quedaba una parte.
Estaba ahí, suspendida como una joya plateada, una fuente de luz en la negrura del pozo de su mente.
Encontró la parte que le permitiría escapar.
La parte que le hacía ser él.
No sabía lo que era, pero la había sentido una vez, y supo que era su última oportunidad.
Alzó la barbilla y ascendió; rebasó las texturas de su conocimiento, el recuerdo de su querida Isla Inútil, salió del pozo y regresó a su cuerpo que se despertaba.
Abrió los ojos e intentó ignorar a los pájaros, que graznaban y aleteaban sobre las rocas que le rodeaban.
Inspiró hondo y se aferró a esa parte brillante de sí mismo que había descubierto en las profundidades de su mente.
Sintió que su cuerpo se tambaleaba e intentó deshacerse del pánico a medida que sus miembros se volvían más borrosos. Había partes de él que intentaban marcharse y parpadeaban con un suave resplandor azul. Una vez más, sintió que tiraban violentamente de él hacia atrás, que le hacían caer sin piedad hasta que su cuerpo se estrelló contra las rocas de la nueva isla. El conocido sello del triángulo dentro de un círculo apareció sobre su cabeza, y dejó escapar un jadeo cuando su forma volvió a condensarse.
Había fallado.
Miró en derredor. No había nada salvo las olas, las rocas cubiertas de excrementos, los pájaros y un sol abrasador.
La conclusión a la que llegó era sencilla. No sobreviviría durante mucho tiempo.
—Puedo imaginar una salida —murmuró a través de sus labios cuarteados y su boca seca—. Puedo pensar una forma de escapar de aquí.
Y, con esto, volvió a tumbarse sobre las rocas, cerró los ojos y descendió una vez a lo más profundo de su mente en búsqueda de una respuesta.

Le despertaron unos gritos lejanos.
—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!
—¿Enviamos a Malcolm?
—No, preparen el bote de remos. Quiero echarle un vistazo primero.
—¡Bajando el bote de salvamento!
Un inmenso barco de vela se mecía cerca de la costa rocosa y llena de pájaros. Sus arboladura estaba cuajada de lo que parecía kilómetros y kilómetros de cuerdas intrincadas. El color de esas velas era de un tono que no había visto desde que se despertó por primera vez en la Isla Inútil. El barco llevaba una estatua de piedra atada en el mascarón sin muchas contemplaciones; a un lado de la proa llevaba grabado el nombre en una caligrafía elegante: El Beligerante.
Cerró los ojos.
El cansancio se apoderó de él y, minutos después, escuchó el sonido de unos remos en el agua.
Una voz ronca y femenina gritó, por encima del ruido de las olas:
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no?
Estaba demasiado cansado para mirar a quien había pronunciado esas palabras. Quienquiera que fuese se había acercado. Probablemente había atracado ya.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que tu muerte sea indolora.
¿Beleren? ¿Así me llamo? La pregunta cruzó su mente en una neblina somnolienta.
Oyó el sonido de unos pies que chapoteaban, los chillidos de las gaviotas. Un gruñido, el sonido nada ceremonioso de un ancla. La mujer debía de haber saltado del bote para investigar por sí misma.
Escuchó su respiración justo encima de él.
¿Tengo un aspecto tan terrible?, se preguntó. Admitió: Me siento terrible, así que debo de tener un aspecto totalmente acorde.
Sus ojos se removieron y abrió los párpados a través del sueño y la sal acumulada.
Se encontró con una mujer de apariencia majestuosa, que asumió que era la capitana del barco.
Era... memorable.

Art by Chris Rahn

La mujer era alta y ágil, con una piel brillante de color verde esmeralda y cabellos enroscados que se agitaban de forma curiosa en el viento. Sabía, de algún modo, que era una gorgona, pero no sintió miedo cuando ella le miró a los ojos.
Sus ojos dorados se abrieron mucho por la sorpresa y ella lo contempló perpleja.
Este supo, con una mezcla a partes iguales de emoción y miedo, que esta mujer sabía exactamente quién era.

—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?