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Crónicas de Zendikar: La misión de Nissa

Recientemente, Nissa tenía un vínculo más fuerte que nunca con el poder de Zendikar y el alma del mundo. Era capaz de canalizar esa fuerza a través del elemental arbóreo al que llamaba Ashaya, el mundo despierto; su amiga. La propia tierra respondía a su presencia, aumentaba su poder y actuaba como una extensión de su ser que la ayudaba a luchar contra los Eldrazi. Sin embargo, todo aquello le fue arrebatado de repente. El alma de Zendikar ya no estaba en contacto con ella y no reaccionaba a su llamada. Ahora, Nissa está casi indefensa y sola y cree que los Eldrazi (puede que incluso el titán) han tenido algo que ver. Además, siente la responsabilidad de cuidar las semillas que porta consigo, procedentes de la flora extinguida por los Eldrazi, y de cumplir lo que prometió al mundo: que no se detendría hasta que pudiese volver a plantarlas en la propia tierra de Zendikar. A pesar de ello, mientras que otros se preparan para luchar por salvar el plano, Nissa percibe el vacío que la rodea y le preocupa que pueda ser demasiado tarde, que ya no quede un mundo que salvar.


Ocurría más durante el crepúsculo que en ningún otro momento. Una silueta grande y oscura se movía. Una rama se estiraba o se doblaba. Nissa lo veía por el rabillo del ojo y sentía la certeza, aunque fuese solo por un instante, de que era Ashaya, la manifestación elemental del alma de Zendikar, que había regresado como sabía que sucedería.


Pero luego giraba la cabeza. ¿Por qué tenía que hacerlo siempre? Y entonces veía que solo se trataba de un árbol, del viento o de las sombras que proyectaba el sol poniente. Su respiración volvía a la normalidad, su corazón volvía a latir al ritmo habitual y ella se daba cuenta de que seguía sola, sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo firme del bosque donde estaba cuando la separaron de Zendikar.
Velaba aquel lugar, al que regresaba a diario para meditar, profundizar en la tierra y buscar cualquier rastro de Zendikar. Estaba convencida de que el titán eldrazi se lo había arrebatado, lo había ahuyentado o lo había herido; ya había visto en una ocasión el daño atroz que podía causar un titán al mundo. Aun así, en caso de que regresase, creía que volvería al lugar en el que había estado por última vez. Y Nissa pensaba que regresaría; quería creer que volvería para buscarla. Cuando eso sucediese, ella estaría allí. Siempre estaría allí para ayudar a Zendikar.
Sin embargo, cuando Nissa profundizaba en la tierra, lo único que encontraba era un vacío, los restos rotos de un cascarón. Zendikar nunca respondía. En vez de encontrar su abrazo, un frío gélido la invadía y se extendía por sus huesos cuando caía la noche.
La oscuridad y el frío señalaban el momento de regresar a su refugio entre las ramas de un gran sauce cercano. No podría ayudar a Zendikar ni a nadie más si se durmiese allí y un Eldrazi la consumiera en plena noche.
A menudo se planteaba regresar a Roca Celeste para descansar. Había algo atrayente en la seguridad que ofrecían las patrullas aéreas de Gideon, por no mencionar la protección que brindaba el formidable Planeswalker. No obstante, eso no compensaba el inconveniente. Si los demás volvían a verla, tendría que intentar explicarse otra vez... y no soportaba la idea de hablar de su dolor solo para volver a encontrarse con rostros escépticos y preguntas.
Ya intentó explicárselo a los dos: a Gideon y, luego, a su amigo Jace, que también era un Planeswalker. Les dijo que algo horrible le había ocurrido al alma de Zendikar. Que le habían arrancado su conexión con ella. Que había perdido a su amiga y su acceso a la gran fuente de poder que fluía por la tierra.
Sin embargo, ni Gideon ni Jace parecían entenderlo, como todos los demás. Al menos, Jace había sentido curiosidad por su "percepción del mundo", como él la llamaba. Pero la cuestión era que no se trataba de su percepción: Zendikar tenía un alma, al igual que otros planos. Nissa las había sentido e incluso se había comunicado con el alma de Lorwyn. Era difícil explicar aquella clase de cosas con palabras, por no decir imposible. La idea de que los mundos tuviesen alma parecía tan extraña que los demás solían ignorarla y consideraban que la verdad era solo la "percepción" de una única elfa.
Nissa no culpaba a Gideon ni a Jace ni a ninguno de los demás. Ellos no veían las cosas como ella. Cuando se fijaban en Zendikar, veían árboles, rocas, zarzas, bestias, ríos y montañas, pero percibían todo aquello como elementos separados e inconexos. No sentían el vínculo subyacente. No podían ver las poderosas líneas místicas que unían a todos los seres vivos del mundo, como una red de arterias que les daba fuerza y propósito con cada latido. No podían oír la voz del mundo que susurraba, gritaba, reía e incluso gemía de dolor en ocasiones. No podían entender que Zendikar tenía vida propia... o la había tenido.


Ya no estaba allí.
Ahora, cuando Nissa observaba el mundo, lo único que encontraba eran astillas, hojas caídas y ramas enmarañadas y espinosas. Ya no podía ver el todo, no lograba percibir la unidad del mundo. No conseguía oír la voz de su amigo.
La falta de respuesta de Zendikar era como un grito de realidad. Hacía que sus recuerdos pareciesen sueños, la percepción fantasiosa de una elfa.
Si aquellos sueños habían sido reales en el pasado, ya no lo eran.
―¿De verdad has desaparecido? ―Nissa no quería creer que fuera así. Algo le decía que no podía ser cierto. Aun así... Bajó una mano muy lentamente hacia el suelo, con los dedos estirados. Contuvo el aliento y tocó la tierra.
Pero no era más que eso: tierra.
Si el alma de Zendikar había desaparecido y el titán eldrazi la había destruido, toda aquella tierra, las zarzas, las ramas y las bestias no tardarían en desaparecer. Un mundo sin alma no seguiría siendo un mundo por mucho tiempo.
Nissa se llevó la otra mano al pecho y estrechó el paño de seda con las semillas que le había dado el vampiro; parecía que habían pasado siglos desde entonces. Si de verdad había llegado el fin de Zendikar, aquellas semillas eran exactamente lo que había dicho el vampiro: la última esperanza de que el mundo perdurase. En otro plano.
Nissa tragó saliva, pero el nudo que tenía en la garganta siguió subiendo. Cerró los ojos y una lágrima corrió mejilla abajo.
Estrechó las semillas con más fuerza. Estaba segura de que conseguiría demostrar que el vampiro se equivocaba... No, estaba segura de que conseguiría demostrarlo junto a Zendikar. Había prometido a las semillas que las plantaría en la tierra de su propio mundo cuando estuviese a salvo, una vez que la amenaza de los Eldrazi hubiese desaparecido, cuando pudiesen crecer y convertirse en árboles grandes y fuertes que pudiesen unir sus vidas al alma de Zendikar.
Sin embargo, el alma de Zendikar había desaparecido. Ya no estaba allí. ¿Cuántas veces más tendría que buscar en el vacío para convencerse de ello?
"Ha desaparecido". Se obligó a pensar aquellas palabras. "¡Zendikar ha desaparecido!".
Una parte de ella continuaba negándose a creerlo.
Sabía que todo lo que había visto, sentido y oído le decía que era cierto, pero por algún motivo no podía creerlo.
Abrió los ojos y vio el mundo crepuscular, cubierto de largas sombras. Aquella noche, ninguna era la de Zendikar, pero alguna noche, una de ellas podría serlo. Si el alma del mundo regresase, lo haría en aquel lugar.
Por ese motivo, Nissa se quedaría allí.
―¡Corre! ―La voz chillona de una trasga alarmó a Nissa.
Instintivamente, se levantó de un salto y desenvainó la espada.
―¡Corre! ―gritó de nuevo. Iba disparada hacia ella y se movía a una velocidad sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que parecía tener una pierna rota... o incluso parcialmente amputada, pero Nissa no logró distinguirlo―. ¡Huye, vamos!


Nissa la esquivó y ella pasó a toda prisa.
Entonces, a lo lejos, vio la estampida. Había al menos tres decenas de Eldrazi. Eran pequeños, no más altos que el tocón de un árbol. Se movían tan rápido que cada uno de los monstruos parecía un duro insecto cubierto de hueso que se veía arrastrado por la nube de polvo que envolvía sus patas.
Se desplazaban con agilidad por el bosque e iban directos hacia ella, hacia el claro... el claro de Zendikar.
No permitiría que tocasen aquel lugar. No dejaría que corrompiesen ni una sola brizna de hierba.
Apretó con más fuerza la empuñadura de la espada, la única arma que portaba. Tendría que ser suficiente; haría que fuese suficiente. Avanzó para interponerse entre el preciado rincón del bosque y los monstruos.
Estaban tan cerca que ya podía olerlos.
Eran criaturas asquerosamente carnosas y escurridizas. Jamás habían formado parte de la unidad de Zendikar.
El líder de la marabunta se dirigió directo hacia Nissa.
Todo el dolor y la desolación del mundo eran culpa de ellos.
Ya estaban a su alcance.
Nissa blandió la espada.
El acero alcanzó la placa ósea del primer Eldrazi y presionó con fuerza, perforó los tendones que había bajo el hueso y partió en dos al diminuto monstruo.
Sin detenerse, giró sobre sí y aprovechó el impulso del golpe para lanzarse a por la cabeza del siguiente Eldrazi.


Nissa odiaba a aquellas criaturas.
Las odiaba tanto que podría estrujarles el cuello una a una hasta que les estallase la cabeza.
Lanzó tajos y estocadas a la horda mientras los Eldrazi la rodeaban. Parecían haberse olvidado de su anterior presa. Muy bien. Ya no tenían motivos para atravesar el claro en pos de ella.
Nissa giró sobre sí extendiendo la espada y cortó las patas retorcidas y temblorosas de cuatro cuerpos.
Una de ellas logró pegarse a la pierna de Nissa. El apéndice eldrazi correteó hacia arriba tirando de las prendas y clavando sus afilados extremos en la carne de la elfa.
―¡Suéltame! ―Nissa agarró a aquella cosa por su lomo óseo y se la arrancó del muslo. Luego la arrojó contra un árbol cercano con tanta fuerza que, cuando impactó, su placa ósea se hizo pedazos y las vísceras salpicaron la corteza.
No tenía tiempo para quedarse viendo cómo el monstruo resbalaba por el tronco; aún quedaban decenas de ellos.


Si Ashaya estuviese allí, los pisotearía bajo sus enormes pies y acabaría con todo el enjambre de un solo golpe.
Si Nissa pudiera recurrir al poder de Zendikar, levantaría grandes paredes de tierra para encerrarlos y los aplastaría a todos en cuestión de segundos.
Sin embargo, ahora estaba sola y solo contaba con su espada. Sujetó con fuerza la empuñadura y atacó sin detenerse.
Parecía que nunca dejarían de venir.
Una sensación de cautela vagaba por su mente, la misma cautela que surgía en su conciencia cada vez que se enfrentaba a un Eldrazi. Si tuviera que hacerlo, si no lograse destruir a los Eldrazi ni huir... tendría que marcharse. Tendría que viajar entre planos y abandonar Zendikar antes de que la corrupción la alcanzase. No podía permitir que las semillas se convirtiesen en polvo blanquecino en sus bolsillos. No podía tolerarlo, si realmente eran la última esperanza de Zendikar.
Se tensó por dentro y sintió un hormigueo en la piel. Su cuerpo estaba listo para viajar entre los planos. Solo tendría que dejar de aferrarse a aquel mundo, a aquel lugar, y podría irse.
Sin embargo, hacerlo significaría que todo había acabado.
Nissa no estaba dispuesta a que aquello fuese el fin. Todavía no.
Asestó una estocada a dos de los Eldrazi más cercanos y ensartó a ambos por el torso; al mismo tiempo, pateó a un tercero que intentaba apresarle las piernas, pero el enjambre no hacía más que volverse más denso.
El cosquilleo se intensificó. El instinto de Nissa le dijo que no lograría ganar fácilmente aquella batalla.
Saltó por encima de un cuarto engendro, dio un puñetazo a un quinto en la parte inferior y luego aprovechó el impulso para saltar por encima de otros tres que se habían acercado demasiado.
La vibración había alcanzado una frecuencia considerable y tiraba de ella por dentro.
No, todavía no.
Aún podía ganar aquel combate. Abatió a dos más.
Y luego a otros cuatro.
Pero ocho más se acercaron.
Sentía el peso de las semillas en el bolsillo.
"¿De verdad has desaparecido?".
No hubo respuesta. Por supuesto que no.
Miró por encima del hombro hacia el claro.
Entonces, con un silbido y un tintineo metálico, una cadena terminada en un gancho pasó volando junto a ella y se clavó en un Eldrazi que, ahora que lo había visto, parecía dispuesto a abalanzarse sobre ella.
La cadena se tensó y el gancho volvió a pasar al lado de Nissa, quien lo siguió con la mirada hasta encontrar a un kor de torso ancho que llevaba un arma en cada mano. Unos tatuajes édricos brillaban en sus brazos y su frente, iluminando sus rasgos faciales angulosos y el largo barbillón que colgaba de su mentón―. Yo me ocupo de estos; tú céntrate en los de la derecha.
Nissa asintió y desvió su atención hacia los que le habían encomendado combatir. Solo eran cinco. Aquello resultaba manejable incluso para una única elfa. El fin aún no había llegado. Ignoró el hormigueo de impaciencia en el borde de su ser. No tendría que abandonar el mundo, al menos aquella noche.

Cuando Nissa y el kor vieron que ya no quedaba ningún Eldrazi, el hombre se volvió hacia ella mientras limpiaba la sangre de sus ganchos―. No habrás visto a una trasga corriendo por aquí, ¿verdad?
―Se ha ido por ahí ―respondió señalando los árboles al otro lado del claro, el hermoso e incorrupto claro.
―Y supongo que el enjambre le seguía los talones.
―Podría decirse. ―Nissa envainó su espada.
―Se lo había advertido... ¿Cuántas veces hay que decirle a un trasgo que vaya despacio para que te haga caso? ―El kor cruzó la tierra donde Zendikar había caído y se dirigió hacia los árboles que había señalado Nissa, pero parecía que no veía el rastro que debía seguir, porque estaba desviándose de él.
―Me parece que los trasgos no entienden qué significa "despacio" ―dijo Nissa―. Y se ha ido más bien por ahí. ―También cruzó el claro, atenta a cada paso que daba por la tierra intacta. Señaló la maleza alborotada que la trasga había atravesado arrastrando su pierna herida―. ¿Lo ves?
―Ah, tienes razón ―se percató el kor―. En ambas cosas. Debes de ser una de los guardabosques de Gideon.
Una guardabosque. Hacía muchísimo tiempo que Nissa no se veía a sí misma como tal. Era una animista, una maga de la naturaleza, una parte de Zendikar, pero no una guardabosque. Ahora, parecía que era lo único que podía afirmar ser―. Sí, algo así.
―Gideon tiene suerte de que haya alguien como tú patrullando ―la elogió el kor mientras seguía el rastro de su conocida―. Igual que Pili. Creo que ella no habría podido enfrentarse al enjambre con tanta... destreza como tú. ―Sonrió y sus tatuajes brillantes resaltaron sus rasgos angulosos―. Soy Munda, uno de los líderes de escuadrón de Gideon. Normalmente no me ocupo de perseguir trasgos perdidos, pero hoy he tenido mala suerte.


―Ajá... ―dijo Nissa. El kor, Munda, estaba volviendo a perder el rastro. Ahora era más difícil de seguir, ya que habían llegado a un terreno duro y rocoso que revelaba menos pistas que la tierra blanda o las hojas―. Por la izquierda.
Munda corrigió la dirección.
Nissa no sabía cuándo había accedido a ayudarle a seguir a Pili, pero allí estaba, actuando como una guardabosque.
―Pili ha llegado hoy con otros reclutas ―explicó Munda señalando hacia delante con la cabeza―. Empezó a delirar en cuanto los sanadores la ayudaron a recuperar la consciencia. Decía algo sobre un amigo, Leek. Supongo que es otro trasgo. Por lo que he conseguido entender, los dos se separaron en Portal Marino. A ella la encontraron los nómadas de Dojir, que venían de las llanuras de calcita. El otro trasgo, Leek, probablemente haya muerto, pero Pili está empeñada en que sigue vivo. Le he dicho que no queda nada en Portal Marino.
Nissa comprendía lo que era sentir algo que nadie más podía entender.
―¿Has visto cuánta gente ha llegado con el grupo? ―continuó Munda―. No sabía que hubiese tantos parias en las llanuras de calcita. Aunque Gideon... es decir, el comandante general Jura dice que no son parias. Todos estamos juntos en esto. En cuanto han puesto un pie en Roca Celeste, han dejado de ser los nómadas de Dojir y se han incorporado a nuestro ejército. Así de sencillo. Ese hombre es extraordinario. ―Munda se rascó el barbillón―. Quizá te sorprenda, pero yo le conocía antes de todo esto.
Su expresión decía que esperaba alguna reacción por parte de Nissa―. Ajá... ―dijo. Centraba su atención en seguir el rastro de Pili. Avanzaban en dirección a Portal Marino, tal como había predicho Munda. Nissa esperaba que la trasga estuviese bien, pero no lo veía posible. Ya no había nada en Portal Marino, como había visto ella misma.
―Gideon y yo luchamos juntos ―prosiguió Munda―. Bastantes veces, he de decir. Nuestros caminos se cruzaban a menudo, porque los dos tratábamos de acabar con los monstruos más grandes.
―Ajá ―volvió a responder Nissa.
―Eso fue hasta la caída de Portal Marino, por supuesto. Ahora creemos que es una insensatez ir a por los de mayor tamaño. Lo importante es seguir vivos, porque haremos falta en la batalla que está por venir, como sabrás.
Nissa asintió amablemente.
―Gideon tiene razón ―afirmó Munda―. Necesitamos a todo hombre, mujer y niño de este mundo si queremos tener una oportunidad. Ese es uno de los motivos por los que estoy buscando a Pili. Es una luchadora, se nota por su espíritu. La gente como ella es muy necesaria. Tenemos que combatir codo con codo. Es ahora o nunca. Entre todos, reconquistaremos Portal Marino y luego recuperaremos Zendikar.
Nissa tuvo que morderse la lengua. Estuvo a punto de encararse con el kor y de espetarle que Zendikar no era algo que se pudiese "recuperar". Zendikar no pertenecía a nadie: ni a sus habitantes, ni a los Eldrazi ni al gran comandante general Jura.
Zendikar, el auténtico Zendikar, era mucho mayor que nada de lo que pudiesen imaginar y mucho más profundo de lo que jamás entenderían.
Estuvo a punto de recriminarle que la gente no sabía lo que decía cuando gritaba "¡por Zendikar!". Le faltó muy poco para hacerlo, pero entonces oyó los sollozos de alguien.
Vio a la pequeña Pili, herida y sentada junto a la entrada recién expuesta de una cueva subterránea.
―Te había dicho que caminases despacio ―retumbó la voz de Munda―. Los Eldrazi te habrían devorado de no haber sido por... ―Pero calló cuando vio sus lágrimas.
Nissa se arrodilló junto a ella y posó una mano en su hombro tembloroso.
―Leek... ―dijo la trasga entre llantos.
Nissa miró el agujero del suelo.
―¿Hay alguien? ―dijo una voz desde las profundidades. Era débil y baja―. Ayuda. Por favor...
―Leek... ―repitió Pili. Negó con la cabeza.
―Quédate con ella ―dijo Nissa a Munda―. Vuelvo enseguida.
Munda asintió, aunque no se acercó más. Parecía incómodo tratando con aquella persona pequeña y sollozante.
Nissa descendió por un estrecho túnel que terminaba de repente, casi completamente bloqueado por un derrumbamiento; solo había una ínfima abertura en la parte superior. Buscó un pedernal en el cinturón y lo golpeó contra la pared. Subió hasta la abertura y acercó la llama. Nissa vio lo que al principio le pareció un centenar de lucecitas, pero cuando su vista se acostumbró, se percató de que eran los ojos de un numeroso grupo de trasgos.
―Ayuda ―dijo con voz débil uno de ellos.
―¡Munda! ―llamó Nissa girando la cabeza hacia atrás―. ¡Vamos a necesitar cuerdas! ¡Y ganchos! ―Volvió a mirar a los trasgos―. ¿Alguno de vosotros es Leek?
El grupo entero bajó la cabeza. Uno de ellos señaló hacia el rincón más alejado. Había tres cuerpos junto a la pared. Nissa lo entendió. Sintió una gran lástima por Pili; había estado muy cerca.
Con cuidado y paciencia, despejaron los escombros y los trasgos consiguieron salir. Nissa podría haberlo hecho en un abrir y cerrar de ojos si dispusiese de sus poderes.
Munda se mostró satisfecho al ver el pequeño ejército de trasgos que habían rescatado. Mientras ayudaba y organizaba a los más sanos para llevar a los heridos a Roca Celeste, les habló del comandante general Jura y del plan para reconquistar Portal Marino. La mayoría de los trasgos le prestaba atención, pero Pili estaba sentada al margen del grupo, sola.
Nissa se acercó despacio y se arrodilló a su lado.
Las dos permanecieron en silencio durante un largo rato, en la oscuridad. Entonces, Pili suspiró―. Decían que había muerto. ―Negó con la cabeza―. Pero yo sabía que estaba en el refugio. Lo sabía. ―Estampó un puño en la tierra―. Tendría que haber llegado antes.
―No ha sido culpa tuya ―dijo Nissa.
―Tendría que haber corrido más rápido. ―Miraba su pierna herida, ahora vendada y entablillada toscamente. Volvió a golpear el suelo, y otra vez, y entonces brotaron las lágrimas.
Nissa nunca había abrazado a un trasgo. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie, pero creía que era lo correcto en aquel momento. Entendía el dolor de Pili. Sabía lo que era el dolor interior. Un dolor que estaba oculto, que nadie podía ver ni encontrar ni aliviar. Era la clase de dolor que moraba en pozos profundos y surgía en oleadas abrumadoras. Un oleaje que procedía de un mar sin fin. Un oleaje que nunca cesaba de golpear. A veces lo hacía con violencia y otras era silencioso, pero jamás dejaba de romper en la orilla.
Nissa estrechó a Pili por los hombros y esperó a que el oleaje se calmase.
―Decían que había muerto ―repitió Pili enjugándose las lágrimas―, pero sabía que no. ―Se golpeó el pecho con el puño―. Lo sabía aquí. ―Volvió a hacerlo―. ¡Aquí! ―Se levantó―. ¡Lo sabía! ―Se giró hacia Nissa y sus ojos se entornaron a medida que la tristeza se convertía en rencor―. Los monstruos pagarán por esto. ¡Lo pagarán! ―Y entonces salió corriendo para unirse a los otros y escuchar el mensaje de Munda.
Nissa sentía el latir de su corazón, un eco de los golpes de Pili en el suyo.
Tenía razón. Nissa se llevó las manos al pecho. Lo sabía. Lo sabía al igual que Pili. Por eso no pudo marcharse cuando su vida estuvo en peligro. Por eso no pudo escapar viajando entre los planos, incluso cuando los Eldrazi la rodearon. Por eso velaba el bosque. Por eso se negaba a escuchar a su mente cuando le decía que había desaparecido.
Zendikar estaba allí. Era como una palabra en la punta de la lengua.
Pero ¿dónde estaba?
El alma del mundo no tenía un lugar en el que refugiarse cuando tenía miedo o necesitaba recuperarse. O cuando sentía dolor.
No había ningún recoveco oculto ni un túnel ni una cueva...
Nissa se levantó de golpe y el borde de su ser empezó a titilar, preparado para viajar entre los planos antes de que su mente comenzase siquiera a asimilar lo que su corazón ya sabía.
Había un lugar. Un lugar seguro y lleno de poder. Un lugar al que Zendikar podía retirarse.
El Corazón de Khalni.


La expresión del maná de Zendikar. El lugar en el que convergían todas las líneas místicas. Si había ocurrido algo, si el titán había amenazado al alma del mundo, se habría refugiado allí. Se ocultaría en aquel lugar.
El Corazón de Khalni.
Zendikar seguía allí, como Nissa había sabido todo el tiempo. Simplemente, no estaba aquí. Claro que no. ¿Por qué habría de regresar al bosque donde había ocurrido algo tan terrible? Había buscado a Zendikar en el lugar equivocado.
Se rio en voz alta y notó alivio en su corazón; había olvidado lo que se sentía cuando su corazón era libre y tenía motivos para alegrarse. El hormigueo volvió a tirar de ella, a moverla por dentro. Pero no hacia otro plano. Esta vez iría a...
―Elfa loca.
El murmullo de un trasgo que la estaba mirando la devolvió a la realidad, al bosque en el que sus pies tocaban la tierra... aunque no la devolvió del todo. Se había olvidado de los trasgos, de Pili y Munda, de Gideon y Jace e incluso de los Eldrazi. Se había olvidado de todo menos de Zendikar.
―Tengo que irme ―dijo a nadie y a todos al mismo tiempo. No pensó en otra cosa salvo en correr hacia el bosque y buscar un lugar donde no la viesen.
Entre los árboles del Bosque Extenso, Nissa pensó en Bala Ged.
Qué destino tan adecuado: era el lugar en el que había conocido al alma del mundo. Los recuerdos acudieron en tromba. Era como si estuviese allí de nuevo. Como si volviera a ser aquella joven elfa, aquella guardabosque joraga. Esa noche era como la noche en la que se marchó de su hogar hacía tanto tiempo. Se había ido al amparo de la oscuridad. Había atravesado el bosque en solitario.
La diferencia era que aquella noche huyó porque tenía miedo de Zendikar y creía que la tierra quería hacerle daño. Esta vez corría directa hacia ella. Estaba deseando volver a ver al mundo; Zendikar era su amigo más íntimo.
Mientras se estremecía, Nissa dejó de aferrarse al Bosque Extenso; dejó de resistirse al tirón, y el hormigueo de la piel se abrió camino hacia su interior. Cuando llegó al centro, Nissa viajó entre los planos... y regresó a su hogar, a Bala Ged, para encontrar a Zendikar.

Crónicas de Zendikar: Recuerdos de Sangre

Cuando Kalitas y los Ghet amenazaron con convertir a todos los vampiros de Malakir en esclavos de los Eldrazi, Drana contraatacó, recuperó el control de Malakir y expulsó de la ciudad a Kalitas y sus traidores. Sin embargo, la victoria de Drana fue breve y tanto ella como su gente tuvieron que abandonar la ciudad ante las crecientes hordas eldrazi.
Sus números han incrementado gracias a miles de mortales que no tienen más opción que unirse a ellos o perecer bajo el avance de los Eldrazi. Drana y sus súbditos son el último bastión de civilización que queda en Guul Draz, pero se ven obligados a vagar por el devastado continente, en busca de esperanza o ayuda en un mundo que cada vez tiene menos de ambas.

En el cielo del color de los árboles muertos, una bandada de pájaros se desplomó en pleno vuelo. Ninguna fuerza les había afectado ni ninguna flecha o hechizo los había fulminado. Tan solo murieron y sus cuerpos dejaron de volar. Drana pensó que, sencillamente, se habían rendido. Quizá fuese una decisión razonable.
Alrededor de ella, las enormes plataformas crujían y se combaban bajo el peso de miles de refugiados, tanto vampiros como mortales. Cientos de nulos tiraban de cada plataforma, arrastrándose y farfullando mientras seguían adelante, sin detenerse jamás. Ya no se dirigían a ningún lugar concreto. Tan solo se alejaban. Se alejaban de los Eldrazi y de la muerte implacable. Pero cada día había menos lugares hacia los que alejarse. En Guul Draz, las tierras alejadas estaban desapareciendo conforme la presencia eldrazi aumentaba.
Drana ascendió por el aire e inspeccionó la situación actual. Sabía que eso no le ofrecería esperanza, pero lo hizo igualmente. Observó las seis plataformas gigantescas, los pequeños grupos dispersos de exploradores y batidores vampiros y los escasos mortales que seguían en condiciones de luchar. Quince mil vidas, a lo sumo, y tal vez solo una quinta parte de ellas tuviese más valía en combate que por la deliciosa sangre que corría por sus venas. Cuando liberaron Malakir de los vampiros traidores que habían sucumbido a la llamada de los Eldrazi, cuando aún creían que podían ganar aquella guerra, sus filas eran el triple de numerosas y la inmensa mayoría de sus integrantes eran hábiles guerreros vampiro.
Drana ascendió más para ver la gran hueste eldrazi que los seguía. Quería pensar que había miles de ellos, pero no le agradaba engañarse a sí misma. Eran muchos más que miles; sus filas eran tan numerosas que no era capaz de encontrar un calificativo para ellas. Y allí, en medio de la hueste, se encontraba el enorme progenitor eldrazi, que destacaba por encima de las colinas cercanas y se erigía como claro soberano de sus dominios. El progenitor no era tan colosal e imponente como el propio Ulamog, pero era inmenso y lo bastante poderoso como para aniquilar el continente de Guul Draz. Sus múltiples extremidades describían una órbita constante en lo alto del cielo. Muchos guerreros vampiro habían sucumbido ante aquellos brazos desgarradores durante los asaltos aéreos iniciales, hasta que resultó evidente que esos ataques resultaban inútiles.


La hueste eldrazi era inmensa, inexorable y mortífera... pero al menos era lenta. En ocasiones, las plataformas les habían sacado kilómetros de ventaja y habían perdido de vista a los perseguidores. Sin embargo, había huestes menores que se aproximaban desde los flancos y, al desviarse para evitarlas, las fuerzas de Drana habían permitido que la hueste principal volviera a acercarse. En aquel momento se encontraba a solo unos kilómetros y los vampiros estaban quedándose sin espacio para maniobrar. Pronto llegarían a la costa y su única esperanza sería volver sobre sus pasos y... "sobrevivir otro día", se recordó Drana. Aquel era el nuevo objetivo. El único objetivo. "Sobrevivir otro día".
Un propósito que se volvía más difícil cada día que pasaba.
Los Eldrazi estaban en todas partes y la tierra que Drana conocía desde hacía miles de años se desintegraba al paso de aquellos seres. Ni la roca ni la madera ni la vida resistían la calcificación que resultaba de la invasión eldrazi. Drana imaginó la tierra como un cadáver y pensó en cómo estaban drenando su esencia y su sangre para alimentar el hambre insaciable de un depredador despiadado. "Nos hicieron como una sombra de nuestros creadores", pensó, y no por primera vez. "No imitamos su imagen, sino su comportamiento". La verdad, dolorosa y fundamental, era que los Eldrazi eran mejores vampiros que los vampiros.
Se giró para observar la costa, su destino actual. Allí, al otro lado del estrecho, se veía Tazeem. Algunos vampiros creían que allí encontrarían refugio, pero la mayoría, incluida Drana, pensaba que no había motivos por los que aquel lugar fuese a ser diferente de este. Si los vampiros, la raza más poderosa de Zendikar, no podían derrotar a los Eldrazi, ¿qué posibilidad tenían los seres inferiores? Aun así, algunos vampiros abandonaban al grupo todos los días con la absurda esperanza de encontrar refugio en alguna parte.
Entonces, Drana vislumbró una mancha en el horizonte; luego fueron cinco, diez, muchas más. Procedían de Tazeem y muchos otros exploradores vampiro levantaron el vuelo para observarlas. Un supervisor se elevó para unirse a Drana. Las manchas cobraron nitidez. Había aproximadamente un centenar de ellas―. Son velacometas. Kor.
―¿Acogida o muerte? ―Kan había sido uno de sus supervisores personales desde hacía milenios. Sabía cómo pensaba Drana y ella apreciaba su eficiencia lacónica. A pesar de ello, parecía agotado. Ella también lo estaba. Había existido durante miles de años y, aunque no podía recordar más que una fracción de aquella vida, pensó que jamás se había sentido tan agotada. "Una nueva experiencia". Drana mostró una sonrisa tensa. "Debería agradecerla".
―Acogida. Vienen a unirse a nosotros en el fin del mundo. Los admitiremos.


El líder de la delegación kor era alto y delgado, pero tenía músculos firmes. Era un guerrero, al igual que los demás. Drana podía oler su sangre, la exquisita sangre de una persona sana. Llevaba algunos días sin alimentarse; además, su sustento había sido la sangre de los moribundos y los débiles. Aquellos kor desprendían un olor hermoso. Les mostró una amplia sonrisa y reconoció el mérito del líder kor por no retroceder ni llevar una mano a su espada. La sangre de los valientes era la más sabrosa.
Añadió la lástima de no poder probarla a su lista de arrepentimientos acumulados desde el levantamiento de los Eldrazi. Una lista que ya era bastante larga. El líder kor se llamaba Enkindi y su grupo venía de Portal Marino. Un humano llamado Gideon los había enviado a Guul Draz para que buscasen supervivientes y les ofreciesen incorporarse a su ejército. Drana había oído rumores sobre el tal Gideon entre los últimos refugiados que se habían unido a su campamento. Al parecer, se trataba de un poderoso mago guerrero, pero cuando Drana preguntaba si había derrotado a los Eldrazi de Tazeem, siempre obtenía la misma respuesta: "No, pero sobrevive". No veía nada especial en él. Era lo mismo que estaban haciendo ellos: sobrevivir hasta que les llegase la hora. "Que no llegue hoy". Aunque podría suceder al día siguiente.
En cualquier caso, si Gideon podía permitirse enviar un centenar de hombres a buscar aliados en otros continentes, le iba mejor que a su ejército. En el fondo, no importaba. Pero que aquellos kor pudiesen volar tal vez sí lo hiciese.
Las plataformas gigantes se habían detenido. Los supervisores vampiro caminaban entre los nulos encadenados a los pértigos y vertían grandes cubos con carne en descomposición. Los nulos eran los más fáciles de alimentar; el resto del campamento, no tanto. Los mortales bajaron temblorosos de las plataformas y recibieron comida en un estado ligeramente mejor que el de la carne para los nulos. A aquellas alturas, ya no había peleas ni revueltas por la comida. Los mortales estaban demasiado exhaustos como para luchar, aunque no tanto como para quedarse en las plataformas. Todos trataban de evitarlas, si les era posible. Habían aprendido qué sucedería.


Mientras los vampiros recorrían las plataformas y obtenían el escaso sustento que podían de los muertos y los moribundos, Drana condujo a los kor entre los miles de refugiados. Aún había algunos mortales que tenían fuerzas y compasión: magos, sanadores y guerreros capaces de socorrer a los diversos grupos de refugiados. Sin embargo, todos sabían que eran los vampiros quienes los mantenían con vida. Los cazadores y los exploradores buscaban comida constantemente en un amplio radio y traían todo lo que pudiese servir como alimento. No obstante, cada vez quedaba menos sustento en Guul Draz. Ahora, los exploradores regresaban con las manos casi vacías, aunque lo más habitual era que no llegasen a regresar.
―Estáis muriendo. ―La voz de Enkindi era áspera y entrecortada.
Sin embargo, carecía de reproche: solo estaba enunciando los hechos. A pesar de ello, la voz de Drana adoptó un tono de crispación―. Viviremos otro día. ―Al observar los rostros mugrientos que los rodeaban, aquellos semblantes que carecían de esperanza y energía, supo que acababa de forzar el significado de "vivir".
―Sí, otro día, pero ¿con qué fin? ¿Cómo acabará esto? Gideon cree que podemos oponer resistencia. Si luchamos todos juntos, conseguiremos...
―¿Morir juntos?
―Ganar. Podemos ganar. Muchos de vosotros seguís siendo fuertes y sabemos de qué sois capaces en combate. Os ofrezco uniros a nosotros.
―¿Y qué haremos con ellos? ―Drana miró a los diversos grupos de mortales que se acurrucaban unos con otros y se limitaban a mirar al suelo hasta que les ordenasen volver a las plataformas. Nadie erguía la cabeza. Ningún mortal quería llamar la atención de un vampiro. Drana lo entendía. Alimentarse solo de los moribundos era el mejor de los límites que podía imponer a su gente, pero los mortales lo veían como algo horrible y no sentían aprecio por ello.
―No... No lo sé ―titubeó Enkindi―. Pero morirán de todos modos si no derrotamos a los Eldrazi. ―Drana condujo a los kor hacia un numeroso grupo de personas pequeñas que estaban al margen de las plataformas. Había un centenar de ellas, probablemente más. Allí, y solo allí, había indicios de un comportamiento que no buscaba únicamente sobrevivir. Muchas de las personas pequeñas estaban quietas y acurrucadas, pero otras corrían, jugaban y chillaban.
Aquel era el único lugar en el que Drana había apostado bastantes guardias, los mejores y de mayor confianza, para que rodeasen al grupo y estuviesen atentos a cualquier peligro. Los Eldrazi no eran la única amenaza. Aunque los vampiros no habían atacado a los mortales sanos que les acompañaban, al menos después de que los primeros transgresores lo pagasen caro, había decidido apostar guardias de todos modos.
―Niños... Son... ―Enkindi había titubeado antes, pero esta vez se le quebró la voz. "Perfecto".
―No, no son niños. Son guerreros, como tú. ―La voz de Drana sonó suave y melosa, como cuando estaba a punto de clavar sus colmillos en una presa. Si no podía disfrutar de la sangre, al menos se deleitaría con la caza―. Melindra, ven ―dijo sin levantar la voz, pero se hizo oír.
Una de las niñas más pequeñas dejó de corretear y se acercó a Drana y Enkindi. Tenía el pelo muy corto y desigual, como si ella misma u otro de los niños se lo hubiese cortado con un cuchillo. Su cara presentaba los mismos pómulos angulosos y la piel pálida de Enkindi; era una kor, pero ahí terminaba el parecido. Tenía el rostro sucio y vestía prendas desgastadas y andrajosas. Drana pidió un pequeño trozo de carne y se lo dio a Melindra, que lo engulló y sonrió. Su sonrisa era bonita.
―¿Sois niños, Melindra? ―Drana siguió usando su tono melodioso.
―No, somos soldados. Somos una brigada, como dijiste. Somos la Brigada de los Huérfanos. Dijiste que nos pusiésemos un nombre. ―Mientras hablaba, Melindra sacó una daga de una funda primitiva, hecha con cuerda deshilada y cuero. En cambio, el arma estaba bien afilada y aceitada―. Dijiste que podíamos elegirlo. Somos la Brigada de los Huérfanos.
―Eso dije, Melindra, y eso habéis hecho. La Brigada de los Huérfanos... ―Le acarició la cabeza y Melindra levantó la vista y sonrió otra vez.
―¡Son niños! Niños kor... ―Enkindi miró a la niña y luego a Drana; tenía los ojos llenos de lágrimas y furia.
―Y humanos, tritones y elfos. Todos los mortales son mortales. Convertirse en padre o madre no parece proporcionar protección contra la muerte.
―¿De verdad los envías a luchar? ¿Cómo puedes ser tan vil? Son...


―Chiquillos, sí. ―Continuó acariciando los cabellos desiguales de Melindra―. Ser niño no te protege mejor contra la muerte. Esto es una guerra. Por mi propia experiencia, las guerras suelen ser muy mortíferas para los niños. Puede que ese sea el propósito de la guerra: matar niños.
Enkindi apretó los puños, que temblaron ligeramente. Su mirada se endureció y las lágrimas dejaron de brotar. Drana tenía que proceder con mucha cautela. Aún no le convenía provocarlo tanto.
―El problema de esta guerra, Enkindi, es que todos somos niños ante los Eldrazi.
Los hombros del kor se hundieron y dejó de apretar los puños. Miró a Drana a los ojos, aunque con la mirada claramente perdida. ¿Cómo se puede salvar lo insalvable?
―No los dejaré a merced de los Eldrazi ―continuó Drana―. A ninguno de ellos. Me has pedido que crucemos el estrecho y me ponga de parte de ese tal Gideon, que mate Eldrazi allí en vez de aquí. Que salve a los niños de allí, pero no a estos. Yo tengo otra propuesta. Os acompañaré y lucharé junto a Gideon en Portal Marino si tus guerreros y tú lucháis junto a mí primero. Ayudadme a matar a los Eldrazi que nos siguen para devorarnos. Ayudadme a ganar mi lucha y yo os ayudaré a ganar la vuestra.
Tendió una mano a Enkindi, como hacen los mortales, y consiguió resistir el impulso de atraerlo y morderle el cuello cuando se la estrechó. El detalle final fue que Melindra envainó su daga e imitó el gesto; Drana sintió un poco más de aprecio por la niña.
La líder de los vampiros ordenó a sus tenientes que comenzasen los preparativos y acordó encontrarse con Enkindi en el cielo. Tenían una batalla que planear.

El sol consiguió asomar a primera hora de la tarde, con una luz tenue y pálida. Los Eldrazi parecían absorber la energía de todo, incluso de la propia luz. Los planes de batalla se trazaron enseguida. Una de las pocas ventajas de enfrentarse a un enemigo inmensurable, irracional e inexorable era que las estrategias resultaban sencillas. A cada día y cada hora que pasaba, el ejército de Drana se debilitaba. Lo mejor era atacar ya. Había surgido un murmullo entre las masas. Después de tantos días huyendo y muriendo, había llegado el momento de poner fin a la situación. Fuese cual fuese el desenlace, la realidad del día siguiente no sería el miedo que experimentaban en aquel momento.
Drana no era dada a la introspección, aunque le resultaba difícil evitar pensar que aquel podía ser su último día en el mundo. Había vivido durante muchos milenios, pero ya en los primeros siglos de su existencia se había percatado de que tenía una decisión que tomar. Podía esforzarse por recordar su pasado y convertir todos y cada uno de sus días en un ejercicio memorístico para mantener vivos cientos de años de recuerdos. La alternativa era... dejarse llevar. Aquella había sido su elección.
Para los longevos, los recuerdos eran como una delicada montaña de guijarros. Un guijarro se apilaba encima de otro y de otro. Podía encontrar aproximadamente los guijarros más grandes, pero después de tantos años, los cimientos de la montaña, los recuerdos más antiguos, habían quedado sepultados. Quería evocar sus primeros días; sabía que resultaría esencial para que los vampiros sobreviviesen a la guerra. Aquel día, encontraría esos recuerdos o moriría. Le agradó pensar que pronto hallaría una sensación de claridad, llegara en la forma en la que llegase.
Sus oportunidades de encontrar la claridad se aproximaban desde tres direcciones. La hueste principal, formada en torno al enorme progenitor, se acercaba por el este. Dos huestes menores convergían desde el norte y el sur. Había dispuesto al grueso de su ejército para enfrentarse a la hueste principal. La mayoría de aquel contingente estaba formada por vampiros y mortales de los que podía fiarse. Los mortales demasiado reticentes a seguir sus órdenes se quedaron a cargo de defender a los débiles. No se molestó en decirles qué hacer en caso de que sus tropas fracasasen: lo descubrirían en el breve tiempo de vida que les quedaría.
Los mejores supervisores de Drana organizaron a los pocos cientos de guerreros voladores que les quedaban. Aquellas tropas serían la clave, junto con Enkindi y su centenar de kor. Drana no apartaba la vista del progenitor eldrazi. Era tanto la principal amenaza como la principal oportunidad de ganar aquella batalla. Podían matar a todos los Eldrazi que quisieran, pero si no lograban acabar con el progenitor, no conseguirían nada. Y sin tropas en el cielo, jamás lograrían matarlo.
Los Eldrazi estaban cerca. Eran miles, decenas de miles, incluso más. Tenían todo tipo de formas y tamaños y corrían, reptaban, serpenteaban o sorbían en dirección al ejército que los aguardaba en el confín de Guul Draz. Algunos incluso volaban; sus cuerpos deformes y grotescos eran una afrenta para los dominios de Drana. En ocasiones surgían ondas entre sus filas y los cuerpos eldrazi estallaban o eran devorados por la tierra. Aquello era obra de Zendikar, que trataba de acabar con los invasores utilizando la Turbulencia para librar su guerra.


Sin embargo, las armas de los Eldrazi eran más temibles. Allí donde tocasen vida, la vida moría. Allí donde tocasen materia, la materia se desintegraba. Allí donde tocasen el mundo, el mundo cedía. Eran el fin de todas las cosas. E iban a echárseles encima.
Mortales y vampiros salieron con ferocidad al encuentro de la embestida inicial. Usaron hechizos, armas y colmillos contra aquellos nodos inconscientes de hambre encarnada en formas gelatinosas y con tentáculos. Todo el miedo y la desesperación de las últimas semanas se habían convertido en furia y fuerza. Si esos iban a ser los últimos instantes de sus vidas, los convertirían en momentos épicos; momentos merecedores de millares de años de relatos y canciones para recordarlos.
Los Eldrazi no veían ninguna diferencia. Los Eldrazi solo seguían avanzando.
Un zángano lanzó un tentáculo espinoso contra Drana, pero ella lo cercenó de un mordisco, lo atrapó con la mano y lo usó para decapitar de un golpe a otro Eldrazi que tenía detrás. El Eldrazi sin cabeza no entendió que había muerto y se arrojó sobre un mortal boquiabierto, al que apresó y destripó con facilidad. Otros dos mortales huyeron despavoridos para no morir en las garras del monstruo. Drana partió en dos a un Eldrazi con su espada y atravesó a otro de un puñetazo. Mientras luchaba, rugía y mostraba una expresión salvaje, de maníaca. Pero ningún Eldrazi huyó de miedo. Gran parte del ímpetu de batalla se conseguía atemorizando e intimidando al enemigo; cuando la mente sucumbía, el cuerpo caía con ella. Sin embargo, aquellos métodos eran inútiles contra los Eldrazi. La única táctica viable era matar.
Los engendros atravesaron la vanguardia y se abrieron paso hacia el núcleo del ejército. Detrás de ellos venían más monstruos, oleada tras oleada, siempre avanzando. Eran demasiados. Matar no sería suficiente. Drana tenía que buscar otro camino hacia la victoria.


Ascendió hacia el cielo, donde Enkindi y sus tropas caían en picado sobre los Eldrazi voladores y los hacían trizas con sus afilados ganchos y espadas. Drana admiraba la eficiencia y la efectividad de los guerreros velacometa. Estaba claro que tenían mucha práctica matando Eldrazi. Drana esperaba que fuesen lo bastante competentes.
―¡Kan! ―llamó a su supervisor, al que había ordenado quedarse junto a las fuerzas de Enkindi―. Moviliza a la Brigada de los Huérfanos. ¡Mándalos contra el progenitor! ―Kan descendió sin mediar palabra. Enkindi también estaba lo bastante cerca como para oírla. Viró su velacometa y trazó un amplio arco para encararse con Drana. Tenía el rostro retorcido de ira e incredulidad. Sin apartar la mirada de ella, atravesó con su espada a un Eldrazi que se abalanzó sobre él y el monstruo se precipitó hacia el suelo derramando gotas de sangre gelatinosa.
―¡Eres un monstruo! ¡Esos niños van a morir! ―Estaba deseando hacerla pedazos, pero ninguna mano justiciera descendió del cielo para cumplir su voluntad. Drana la habría aceptado gustosamente, si también fuese capaz de matar a los Eldrazi.
―Todos vamos a morir. Es mejor hacerlo intentando vencer. Hay que matar a ese progenitor; si no, no tendremos ninguna posibilidad. Los niños serán el cebo necesario para atraerlo a donde necesitamos que esté ―dijo con calma, tranquila. Aquello era verdad. Las mentiras más fáciles de decir eran las que decían la verdad.
A quince metros por debajo de ellos, el grupo de niños avanzó hacia el frente, rodeado por los guardias vampiro. Nunca habían entrado en combate intencionadamente, pero conocían la batalla, como todos los supervivientes. Los Eldrazi no distinguían entre combatientes intencionados o no.
Enkindi oscilaba en el aire, girando a un lado y a otro. La mayoría de los kor se habían reunido cerca de su líder y compartían su desprecio, su temor y su odio. Enkindi miró al progenitor eldrazi, de treinta metros de altura y con extremidades que surgían de extremidades que surgían de extremidades... Era una fortaleza inexpugnable con forma de Eldrazi. Drana imaginó lo que estaba sopesando Enkindi. Seguro que sabía cuáles eran sus posibilidades contra aquel ser. Todos las conocían.
El odio y la desesperación se reflejaban en el rostro del kor cuando tomó su decisión. Drana admiró el odio que sentía por ella. Enkindi merecía un final mejor, pero su voz sonó por encima del viento―. Te deseo una muerte larga y dolorosa, una muerte que no te brinde paz ni redención. ―Viró hacia su grupo―. ¡Todos conmigo! ¡Debemos abatir al progenitor! ―Se desplegaron en abanico y sus cometas ganaron altura para enfrentarse al gran Eldrazi.
Drana fue tras ellos sin acercarse demasiado y se preparó. No había sentido esperanza hasta que divisó las velacometas aquella misma mañana. Le ofrecían una posibilidad, una esperanza que había perdido semanas atrás, después de la primera gran batalla contra los Eldrazi en las afueras de Malakir. Sus vampiros no sentían miedo y eran fuertes, incansables y feroces en combate... Pero ni siquiera miles de vampiros harían lo que un centenar de kor estaban dispuestos a hacer: sacrificarse por el bien de otros.
Enkindi lideró la carga contra la cabeza del progenitor eldrazi. Drana entendía el plan: ir directos a por la cabeza y el cuello del monstruo, o al menos a por los apéndices que parecían más vulnerables a las armas y los cortes. Aunque Enkindi y los suyos eran rápidos, el Eldrazi lo era aún más. Un gran tentáculo salió disparado de su cabeza y apresó a Enkindi; entonces, un tentáculo menor que surgía del principal le envolvió la cabeza y la estrujó. El cadáver decapitado de Enkindi se precipitó hacia el suelo, todavía unido a la velacometa destrozada. Los kor estaban siendo masacrados por los numerosos apéndices del Eldrazi, que los abatían y los fulminaban en pleno vuelo.


Drana agarró a uno de ellos en plena caída, antes de que se estrellase. Seguía vivo, aunque estaba inconsciente y moribundo. Le clavó los colmillos en el cuello y el kor abrió los ojos de repente, pero luego los cerró. Era uno de los sabores más exquisitos que había disfrutado jamás, apto para su última comida. Lo drenó completamente y dejó caer su marchito cascarón de piel. Necesitaba toda la energía posible para lo que pensaba hacer. Utilizó hasta la última de sus reservas y lanzó un hechizo mientras volaba cada vez más rápido hacia el progenitor. Solo unos pocos kor seguían volando; el resto había muerto o era presa del horrendo ser. Incluso al luchar contra todos aquellos kor, el gigantesco Eldrazi podía moverse a una velocidad frenética. Sin embargo, Drana fue más rápida.
Voló directa hacia el abdomen del monstruo y atravesó piel, gelatina y músculo hasta llegar al mismísimo corazón de la criatura. Entonces, el mundo de Drana estalló.

El hechizo que había lanzado le permitía ver más: podía distinguir energía y patrones que normalmente eran invisibles, incluso para alguien como ella. La energía era extraña, sobrenatural, mancillada con un desagradable tono magenta, pero estaba en todas partes. Soy la cazadora. Soy la depredadora. Todo es una presa. Todo es mío. Estaba muy sedienta. Dio una feroz dentellada al corazón magenta de aquel monstruoso Eldrazi y bebió. Bebió hasta saciarse. Y la claridad floreció.
En el comienzo, en el comienzo de todo, existía el hambre. Era lo único que existía: aquella hambre, aquel anhelo, aquella necesidad. Nuestro propósito era consumir. Necesitábamos piernas y ojos para hallar a nuestras presas. Brazos y dientes para atrapar a nuestras presas. Mentes y fuerza para vencer a nuestras presas. Consumíamos y usábamos la energía conseguida para consumir más.
El objetivo estaba claro. No se expresaba con palabras. Las palabras llegaron después; era una mediocre traducción de la verdad convertida en raciocinio y luego en palabras, esas imperfectas mensajeras de la necesidad. El objetivo estaba claro en su interior. Consumirás. Purificarás todo. Los restos de lo quebrado deben ser consumidos y purificados.
No sabía qué significaba quebrado ni qué era lo que los Eldrazi consideraban entero, de modo que pudiesen comparar y saber qué estaba quebrado. Tal vez, para aquellas monstruosidades, todo lo que era real, todo lo que era el mundo, estaba quebrado.
Bebió más y más. La energía del gran Eldrazi fluyó hacia su interior e impregnó todos los poros hambrientos de su carne en tensión. El progenitor tenía un gran agujero en su pecho, por donde ella había penetrado, pero seguía vivo, seguía matando y seguía avanzando contra su gente. Necesitaba más.
Mi consciencia, el sentido del ego independiente del hambre, tardó años en formarse. Quizá cientos de años, pero ¿cómo podría saberlo? La comprensión de mi consciencia iba y venía, como rachas de entendimiento que me separaban de mi hambre, de mi maestro. Ya no era una extensión de aquello, de la fuerza hambrienta llamada Ulamog. Yo era yo. Drana.
Sin embargo, antes de la separación, había existido un... desasosiego. Un desasosiego que formaba parte de ella porque no existía un ella, solo la totalidad de Ulamog en sus diversas formas. Un desasosiego en el que solo después, en aquellos albores entre ser Eldrazi y ser Drana, hasta que lo olvidó completamente, había comprendido un atisbo de una faceta de un sueño.
Se suponía que ellos no debían estar aquí. Se suponía que debían estar lejos. De algún modo, existía un lugar alejado de Zendikar. Había muchos lejos de Zendikar y los Eldrazi lo sabían; por lo que ellos sabían, les correspondía estar allí y no aquí.
Pero estaban aquí y su propósito era consumir, por lo que eso hacían.
Durante una fracción de segundo, Drana recordó aquel albor, el confuso momento en el que despertó su ego, y también lo fuerte que había sido su propósito en aquel instante, hacía miles de años. Aquel propósito la abrumó como una ola gigantesca que rompiese sobre ella y la devorase por completo.
Consumirás. Purificarás todo.
Ya no estaba recordando. Estaba convirtiéndose. La sobrenatural energía magenta que había bebido del progenitor eldrazi corría por sus venas y ya no obedecía su voluntad. Drana no la estaba devorando. Estaba siendo devorada.



Consumirás. Purificarás todo.
De su espalda y sus hombros surgieron varios tentáculos, materia viva creada espontáneamente a imagen de sus maestros, sus creadores. Nos hicieron como una sombra de nuestros creadores.
Consumirás. Purificarás todo.
La extraña criatura que se encontraba junto al corazón del progenitor eldrazi, una silueta deforme a punto de transformarse irremediablemente, gritó. Era un grito carente de paz y redención. Un grito que anunciaba el fin de un mundo.
En alguna parte, la sombra de un pensamiento más breve que un instante que una vez se hizo llamar Drana se aferró a un guijarro de memoria. Y el guijarro dijo: no serviré a nadie.
El guijarro poseía un brillo negro y orgulloso, un brillo con gravedad que atrajo a otros guijarros.
Consumirás. Purificarás todo.
Un estallido de energía golpeó los guijarros, derrumbándolos y dispersándolos.
No serviré a nadie. Los guijarros volvieron a unirse y adoptaron una forma. Aquella forma emergió de la guerra entre las luces magenta y negra. La voz resonaba a través de ella.
No serviré a nadie.
Consum...
¡No serviré a nadie! ¡Seré libre! Drana se reformó a sí misma en el interior de la matriz eldrazi.
Lo absorbió todo, todas las partículas de la energía eldrazi que la rodeaba. La desintegró, la consumió y se empapó de ella. La carne vacía del entorno explotó sin dejar nada, solo a Drana flotando en el aire y observando la masacre que estaba teniendo lugar bajo ella. Su ejército estaba siendo derrotado y la victoria de los Eldrazi era casi total, incluso con la pérdida del progenitor.
Esto es lo que se siente al ser un dios. La energía impregnaba hasta la última fibra de su ser. Podía masacrar ejércitos, incluso destruir el sol. Con este poder, soy capaz de lograr cualquier cosa. Su vista era diez veces más aguda de lo normal. Podía distinguir todos los rostros y los detalles en tierra firme. Vio a la Brigada de los Huérfanos, a los niños que estaban siendo atacados por los Eldrazi; algunos luchaban, otros huían y otros morían.
Debería abandonarlos a todos. No le serían de ayuda. Podía ir directa a por Ulamog, enfrentarse a él y destruirlo. O podía encontrar aquellos lugares lejos de Zendikar. ¿Por qué conformarse con dominar un mundo, cuando había incontables mundos que conquistar? La energía de su interior se agitó y se retorció. Sus venas se abrieron: albergaban demasiado poder para cualquier forma física.
Su gente estaba siendo aniquilada. ¿Debería salvarla? ¿Qué importaban aquellos mortales e incluso sus vampiros, cuando había mundos y dioses aguardando?
No pertenezco a nadie.
Vio a Melindra cargando contra un engendro eldrazi y apuñalándolo en la cabeza mientras aullaba. El engendro chirrió y tembló, pero aun así tensó un tentáculo en respuesta y Drana vio que pretendía arrancar de un latigazo la cabeza de su agresora.
No pertenezco a nadie. Melindra no se percató de la represalia del Eldrazi ni vio venir el tentáculo que pretendía acabar con su vida.
No pertenezco a nadie... Pero ellos me pertenecen.
Drana gritó y liberó la energía que acumulaba en su cuerpo, convirtiéndose en un brillante sol magenta en pleno día. Los rayos de luz púrpura bañaron a su gente, tanto vampiros como mortales; sus heridas sanaron y se volvieron más fuertes, rápidos e invulnerables.


El tentáculo del Eldrazi golpeó a Melindra y se hizo añicos. La niña se echó a reír y arrancó la cabeza del engendro. Luego se abalanzó sobre el siguiente. La batalla había cambiado en cuestión de segundos y lo que quedaba del ejército de Drana comenzó a masacrar a las fuerzas eldrazi.
La energía seguía manando de Drana. Ya había perdido más de la mitad del poder eldrazi e incluso así le daba la impresión de que no tenía igual en aquel mundo. Pero su gente necesitaba más fuerza y ella se la proporcionó. Las heridas se cerraron, las náuseas desaparecieron y las fuerzas regresaron.
La energía se estaba agotando y los rayos se convirtieron en ondas; cada impulso era más lento y débil que el anterior. Con cada impulso, Drana descendía hacia el suelo. No quería hacerlo, pero el agotamiento se impuso a su habilidad para volar. Ya no había más Eldrazi a la vista. Todos ellos habían caído ante su ejército fortalecido. Los patrones blanquecinos del suelo estaban cada vez más cerca. Son hermosos. Pero también horribles. Entonces se estrelló y halló la oscuridad.


―Podemos reconquistar Guul Draz. ―Kan jamás había mostrado entusiasmo desde hacía milenios, pero lo hizo en ese momento. El entusiasmo era la sensación predominante entre los dos mil supervivientes que quedaban. Estaban sanos y recuperados gracias a una combinación de la magia de Drana y la primera victoria que habían logrado desde hacía semanas. Drana no quería arruinar su euforia, pero sabía que habían triunfado debido a circunstancias que no se repetirían. Jamás volvería a arriesgarse a luchar contra un Eldrazi de aquella forma. Esa vez había logrado conservar su identidad, su propio ego. La próxima, el resultado podrían ser muy distinto.
―¿Ha sobrevivido algún kor? ―Kan respondió negando con la cabeza. Enkindi y el resto de su grupo habían cumplido su propósito hasta el final. Drana no tenía necesidad de honrar su sacrificio ni lamentaba haberlos manipulado. Así era como se trataba con las presas. Pero aun así...
»Haced los preparativos para viajar a Tazeem. Nos dirigiremos a Portal Marino. ―Kan enarcó una ceja por un instante, pero enseguida se giró y comenzó a ladrar órdenes. Muchos otros supervisores hicieron lo mismo. No hubo opiniones en contra. Cualquier deseo de reconquistar Guul Draz desapareció bajo la obediencia incondicional a Drana. Ella los había salvado en su mayor momento de necesidad.
Drana caminó entre su gente y todos los vampiros y mortales se inclinaron a su paso. Aun así, levantaron la cabeza y buscaron su mirada; sus rostros reflejaban su gratitud y su lealtad. Drana los miró y siguió caminando hasta encontrar a quien buscaba.
Melindra estaba con los demás niños que habían sobrevivido y preparaba su daga con una piedra de afilar. Aunque seguía vistiendo harapos, ya no se parecía en nada a la niña desamparada de antes. Estaba fuerte y sana; era una auténtica guerrera.
Melindra levantó la vista y Drana vio que su rostro seguía sin reflejar malicia. Viese lo que viese en su líder, la niña sonrió y luego volvió a concentrarse en la daga y la piedra de afilar.
Drana había tomado una decisión antes de perder el conocimiento tras la batalla. Había destruido al progenitor eldrazi y absorbido su energía para recuperar sus recuerdos más antiguos. Y también había encontrado lo que buscaba. Los Eldrazi no eran de aquí. Puede que ni siquiera quisiesen estar en Zendikar, si es que querían algo. Sin embargo, lo más importante era que había un allí al que los Eldrazi podían regresar.
Imaginó lo que encontraría al llegar a Portal Marino. Quería conocer a aquel mago guerrero llamado Gideon, un hombre extraño que llevaba una armadura extraña y de quien nadie había oído hablar hasta entonces. Quizá él también procediese de allí.
Tenían un lugar al que dirigirse. Podemos enviarlos allí. O nosotros mismos podemos ir allí.
Drana acarició la cabeza de la niña y sonrió.