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Luna Horrores: Campaña de Venganza


Un rencor alimentado durante un millar de años está a punto de alcanzar su momento crítico.
Para Sorin, es por la corrupción de su hogar ancestral. Es por haber tenido que poner fin a Avacyn. Es por la llegada de Emrakul.
Para Nahiri, es por la traición de un amigo. Es por el milenio que pasó atrapada en el Helvault. Es por la ruina acontecida en Zendikar durante su ausencia.
Cuando dos Planeswalkers antiguos libran un duelo, las repercusiones afectan a planos enteros.




La llamaban la Adalid. Aquellos fanáticos y sectarios no se equivocaban. La habían seguido hasta allí y habían crecido en número mientras ella realizaba su trabajo en Innistrad. La seguían fervientemente y eso le recordaba que lo único que merecía la pena en aquel maldito mundo era su propia venganza.
El coro de sinsentidos incesantes de los sectarios resonaba en las paredes mientras Nahiri observaba el rostro del vampiro. Era un ser feo, con los labios contraídos para revelar unos dientes horrorosos, afilados y despiadados. Dos ojos con sendos trozos de ámbar flotando en estanques oscuros miraban hacia ella, o más bien hacia la nada. Por lo que distinguía Nahiri, aquel chupasangre vestía un atuendo lujoso; sin embargo, al igual que sus decenas de congéneres, estaba atrapado en el muro. Todos estaban muertos. Gracias a ella.
Odiaba aquel lugar, la mansión Markov. Como muchas otras cosas del plano, apestaba a Sorin. Incluso hecha pedazos, retorcida y destrozada como la había dejado, no había sido suficiente para erradicar la presencia del vampiro. A pesar de todo, allí se encontraba ella. Los preparativos estaban listos y tenía que comprobarlos.
La venganza es un asunto delicado, pero Nahiri había tenido un millar de años para pensar en la suya.
Un. Millar. De. Años.
Había tenido tiempo suficiente para abordar su venganza desde todos los ángulos y niveles de complejidad, para simular su desarrollo, afinarlo y simularlo de nuevo hasta que todo encajara... y diera como resultado un plan.
Y ahora, mientras paseaba entre los huesos retorcidos de la mansión Markov, Nahiri se permitió sonreír ligeramente. Todo estaba en su sitio, donde lo había dejado; solo faltaba Sorin. No tardaría en llegar.
Esta vez había traído consigo algo especial, unos ayudantes que había decidido reunir cuando tuvo noticia de que Sorin estaba formando un ejército para hacerle frente. Sí, tenía a los sectarios, pero se disponía a vengarse y no era el momento de cometer descuidos.
Lo primero que vio aparecer de las fuerzas de Sorin fueron los estandartes: antiguas telas que colgaban de pértigas negras de madera, portadas por caballeros ataviados con armaduras de placas. Cientos de vampiros aparecieron detrás de ellos y se desplegaron por la colina frente a la mansión.
Nahiri vio el despliegue desde lo alto de la inmensa entrada. Cuando Sorin por fin apareció al frente de las fuerzas que había reunido, Nahiri tensó la mandíbula. Sorin dijo algo a los vampiros más cercanos, pero estaba demasiado lejos como para oírlo.


Daba igual qué instrucciones les diera. Todo iba a terminar pronto. Espada en mano, Nahiri salió a la tenue luz del día y se plantó en la escalinata hecha pedazos para recibir a Sorin.

Un chirrido metálico despuntó entre el fragor de la batalla cuando Nahiri extrajo su espada de la coraza de un vampiro muerto. Era uno de los numerosos cadáveres que yacían a su alrededor, formando algo parecido a un semicírculo. Con los pulmones bombeando, saltó por encima de los cuerpos amontonados y salió al encuentro de una nueva tanda de atacantes.
Eran muchos.
Pero solo necesitaba a uno.
Vio un hacha acercarse por el rabillo del ojo, desprendiendo un vapor escarlata tras su filo oscuro. Nahiri saltó a la derecha para esquivarla y lanzó una estocada al cuello de otro agresor. Empujó hacia abajo con la mano libre y el suelo se hundió de pronto bajo ella; cuando el hacha trazó un nuevo arco desde arriba, mordió el borde del socavón. El impacto hizo saltar fragmentos de roca y Nahiri los impulsó con su magia para incrustarlos en el rostro desprotegido del vampiro del hacha.
Otros la rodearon. Una de ellos, equipada con una armadura de placas con esmaltes blancos, se adelantó entre los demás. Mantenía la espada baja y Nahiri vio que el arma tenía dos filos retorcidos en forma de hélice, rematada en una funesta punta. La guerrera habló sin apartar los ojos de ella―. No tienes escapatoria.
―¿Os parece que pretendo escapar? ―replicó Nahiri ladeando la cabeza y arqueando una ceja.
―Cuando acabe contigo ―estalló la vampira―, beberé hasta la última... ―La amenaza quedó inconclusa cuando una ménsula de mármol se estampó contra su boca y le reventó aquellos grotescos dientes. Nahiri tenía un arsenal a su disposición entre los escombros flotantes. Se había hartado de oír tonterías. Cuando la vampira de blanco cayó al suelo, el pesado trozo de mármol hizo una carambola entre los demás chupasangres hasta que todos acabaron en el suelo con el cráneo o el torso machacado. Los cuerpos quedaron inmóviles y la ménsula ensangrentada giró en el aire, salpicando gotitas rojas por todas partes.
Nahiri se limpió una mancha de la mejilla. Si Sorin planeaba agotarla antes de enfrentarse a ella, era un iluso. Un millar de años en el Helvault había sido descanso suficiente para muchas vidas. Si tenía que acabar con todos los demás chupasangres para llegar hasta él, Nahiri había empezado bastante bien.
Sabía que Sorin estaba cerca. La tumultuosa batalla se libraba en lo que había sido el gran vestíbulo de la mansión. La estancia estaba abarrotada de vampiros y sectarios, todos entregados a la macabra tarea de aniquilarse unos a otros. Nahiri lanzó una mirada entre el caos, en busca de aquella melena blanca o...
De aquellos ojos anaranjados y crueles. Por un brevísimo instante, cruzó una mirada con ellos antes de que desaparecieran en medio de la alborotada contienda.
Nahiri notó que la garganta se le había secado de repente. El corazón martilleaba en el interior de su pecho y toda la ira acumulada durante un millar de años surgió de ella hasta que se vio obligada a gritar un nombre―. ¡Sorin!
Proyectó su voluntad hacia el suelo de piedra, sujetó las enormes losas y tiró de ellas con fuerza. Levantó las manos de golpe y a ambos lados de ella surgieron dos muros paralelos de casi cuatro metros de altura. La piedra rechinó contra la piedra y, cuando los muros se detuvieron, formaron una especie de pasillo aislado de la batalla. Nahiri estaba en un extremo y Sorin se encontraba en el otro.
Entre ellos se interponía una pequeña parte del tumulto: una veintena de vampiros y casi el doble de sectarios continuaban enzarzados en la lucha. Un vampiro se lanzó contra Nahiri, pero su venganza estaba demasiado cerca como para distraerse. Movió un dedo y una lanza de piedra surgió repentinamente del suelo. La punta atravesó al chupasangre por el abdomen y siguió subiendo hasta sobresalir por la hombrera de acero rojo, acompañada de un gemido agudo. El vampiro murió en el acto y Nahiri lo rodeó mientras el cuerpo se deslizaba lentamente por la púa de piedra.
―Sorin ―volvió a decir con su voz firme y fría como la piedra que dominaba. Entonces avanzó a zancadas, directa y constante. A su paso, nuevas púas de piedra surgieron ante ella y empalaron a vampiros y sectarios por igual.
Al fin se encontraron cara a cara, solos.
La última vez que Nahiri había visto a Sorin, el vampiro había sido su última imagen del mundo antes de que la soledad la consumiera en el Helvault. Al verlo de nuevo, a unos doce pasos de distancia, le pareció que seguía tal como lo recordaba, pero sin rastro de la debilidad que había mostrado en su encuentro anterior. Llevaba la misma armadura, aunque estaba salpicada de sangre, lo que añadía un matiz cruel a la gema roja que adornaba la coraza. La espada también presentaba indicios de haber participado en la matanza. Su rostro, tan acostumbrado a mostrar aquella sonrisa sarcástica que Nahiri conocía tan bien, estaba surcado de arrugas que jamás había visto. Le agradó ver a Sorin tan serio.
―Has traído a muchos amigos ―dijo Nahiri pasando entre dos púas cubiertas de sangre―, pero veo que hay una que no ha podido venir. ―Sabía que mencionar a Avacyn le dolería, pero no hubo una réplica sarcástica. Sorin tan solo levantó una mano pálida y varias ráfagas de energía negra surgieron de ella como estelas de humo. Había muerte en aquellos rastros de sombra, una muerte dirigida contra Nahiri. Parecía que Sorin prefería prescindir de los artificios y la poesía propios de un duelo: acabar con ella sería suficiente. Nahiri observó al vampiro sin inmutarse, mientras aquellos dedos siniestros se acercaban.
Sin embargo, nunca llegaron a tocarla. De pronto se dispersaron y salieron volando en varias direcciones, trazando contornos en el aire que de lo contrario habrían sido invisibles. Sorin desató un segundo torrente de magia de muerte, pero justo entonces, los primeros rayos errantes completaron el regreso a su origen y alcanzaron al vampiro con una rápida sucesión de siseos agudos. Sorin hincó una rodilla en el suelo y se mordió el labio, dolorido. Por entre las placas de su armadura se filtraba un vapor oscuro que surgía de varias heridas invisibles.
―Mucho debes de subestimarme si crees que eso funcionará conmigo ―dijo Nahiri cuando el segundo torrente de magia se volvió contra el vampiro, al igual que el anterior―. La magia fluye por las líneas místicas. Las líneas místicas pasan por la roca. Y, bueno, los dos sabemos lo que soy capaz de hacer con ella. Pero no te prives, Sorin; intenta volver a utilizar esa basura. ―Caminó alrededor de él―. He conseguido traer a Emrakul a tu hogar y, a pesar de todo, piensas que sigo siendo una cría.
Por un momento, ninguno dijo nada. Más de seis mil años de historia les habían llevado a aquel momento. Mientras miraba a Sorin a los ojos, Nahiri se preguntó si él también pensaba en lo mismo. Habían sido amigos, o eso había creído ella en el pasado. Pero ahora... Ahora conseguiría su venganza. Finalmente fue ella quien habló―. Un millar de años, Sorin. Me encerraste durante un millar de años.
―Y aun así, aquí estás. ―El vampiro tosió y unas volutas de humo negro se dispersaron en el aire―. Tendrías que haberte marchado.
―Lo hice. Regresé a Zendikar y lo encontré devastado por los Eldrazi. Tú dejaste que ocurriera. ―Levantó la espada y la dirigió hacia la garganta de Sorin―. Nos condenaste a mi mundo y a mí.
―Conocías los riesgos cuando aceptaste encerrar a los titanes en Zendikar. Sabías que existía la posibilidad de que escaparan.
―También sabía que habíamos hecho un trato. ―Nahiri sintió que le hervía la sangre―. Si amenazaban con escapar, se suponía que Ugin y tú acudiríais en mi ayuda, pero cuando lo hicieron, no estabais allí. Creía que aquel objetivo nos unía a los tres, pero solo yo me entregué a él. En todo aquel tiempo, fui la única que lo hizo.
―Así que ahora has decidido condenar este plano.
―Mi tiempo como carcelera ha terminado y Zendikar nunca volverá a ser una prisión. Emrakul tenía que ir a alguna parte. Tú solo simplificaste la decisión.
―Sorin, estoy tentada de dejar que resolváis esto entre vosotros ―dijo desde arriba una voz femenina, melódica y mordaz. Nahiri levantó la cabeza y vio a una vampira equipada con una elegante armadura negra de placas; flotaba en el aire, a la cabeza de una decena o más de vampiros con armaduras similares. La líder no llevaba casco; su cara pálida y su brillante melena roja contrastaban con el metal oscuro. Parecía desprender un aura de elegancia y Nahiri percibió en ella un poder similar al de Sorin. Aquella mujer era una chupasangre antigua.
―No lo pongo en duda, Olivia ―respondió Sorin, aún arrodillado.
―Imagino que esta es ella ―dijo Olivia señalando a Nahiri con una espada de acero negro. Sin esperar a que se lo confirmara, se dirigió a ella―. Ignoro qué ha hecho Sorin para provocar tu ira, pero seguro que se la ha ganado. Sin embargo, también se ha ganado mi ayuda y no puedo permitir que lleves a cabo tu venganza.
―¿Otro ángel guardián, Sorin? Sospecho que esta vez te has precipitado un poco ―dijo Nahiri. Extendió una mano y los bloques de piedra que había ante ella empezaron a volverse rojos por el calor.
―He de decir que me caes bien ―respondió Olivia con una sonrisa―. No obstante... ―A su señal, sus vampiros cayeron sobre Nahiri.
Las piedras cercanas a la litomante se habían vuelto incandescentes y, antes de que los chupasangres la alcanzaran, ordenó a la roca fundida que adoptara nuevas formas: cuatro espadas idénticas a la que empuñaba, cada una palpitando con la energía de su forja reciente. Extrajo una para blandir un arma en cada mano. Las demás se desplegaron encima de ella como el plumaje de un fénix.


―Mi venganza no está en tus manos. Me he ganado esto. Sorin es mío.
―Nunca olvides que te perdoné la vida ―siseó Sorin―. Usar el Helvault fue un acto de gentileza.
―¿Gentileza? ―repitió Nahiri con los dedos crispados. Deseaba hacerle pedazos―. Los horrores con los que me encerraste durante tanto tiempo se convirtieron en mi mundo.
Al pronunciar la última palabra, Nahiri clavó las puntas de sus espadas en el suelo de piedra. Entonces apretó los puños y las armas empezaron a vibrar. El temblor reverberó en el suelo y cobró intensidad a medida que se esparcía. Lo que empezó siendo una ligera vibración se convirtió en un retumbo que sacudió la estructura de los alrededores. De las manos de Nahiri brotó una rápida sucesión de lazos brillantes de energía que descendieron por las espadas y se propagaron por el suelo y las paredes hasta alcanzar hasta la última piedra de la mansión.
Varias piedras místicas surgieron alrededor de Nahiri y señalaron hacia fuera, formando una especie de estrella.
Entonces, la mansión se estremeció. Los muros que Nahiri había levantado para aislar a Sorin se derrumbaron y todo el vestíbulo empezó a rotar independientemente del resto de la arquitectura. Durante el giro, los cimientos crujieron como las articulaciones de un dios antiguo que despertaba por primera vez desde hacía una era. El estruendo era ensordecedor y rayaba en los límites de lo soportable.
Poco después, otro sonido reptó hacia los oídos de Nahiri. Con cada centímetro que rotaba el vestíbulo, el ruido se volvía más intenso. Era constante y chirriante, en cierto modo similar al coro de los sectarios, pero aquel sonido no estaba destinado a la gente ni lo producía ella.
La entrada del vestíbulo se movió con la enorme estancia y dejó de dirigir hacia el puente de acceso a la mansión. Cuando la rotación cesó, la entrada se detuvo ante una pared de piedra lisa. El sonido sobrenatural llegó a un punto álgido; sin el crujido de la piedra, no había nada para suavizarlo. Nahiri sintió el chirrido en la raíz de los dientes, pero había llegado el momento. Aferró la pared con su magia y deslizó una capa tras otra en direcciones alternas.
Incluso antes de apartar la última capa, esta explotó en una lluvia de escombros... y entonces salieron ellos: decenas de monstruos bulbosos y grotescos que apenas se parecían a las personas o animales que habían sido antaño. Ahora pertenecían a Emrakul. El contacto del titán eldrazi había retorcido y estirado su carne, convirtiendo sus formas mutadas en mallas de tendones enmarañados.


Nahiri había empezado a reunirlos desde la llegada de Emrakul, encerrándolos en su propia cámara como regalo para su viejo amigo.
Nahiri los vio salir en tromba de su prisión oscura, inundando el vestíbulo en dirección a ella. Sin embargo, no se movió del sitio. Las pesadillas no eran nada nuevo para ella. Se acercaron y, cuando tendrían que haberla arrollado, la horda se separó y pasó de largo. Nahiri era invisible para aquellos monstruos mientras permaneciera en su anillo de piedras místicas; criptolitos, las llamaban los sectarios, aunque no tenían nada de críptico. Los Eldrazi seguían las líneas místicas, la red de maná que poseen todos los mundos. Al igual que había hecho en Zendikar seis mil años atrás, Nahiri había moldeado aquellas rocas para dirigir las líneas místicas de Innistrad según le placiera. Para aquellos horrores, ella se encontraba en un hueco en la realidad. No existía.
Los vampiros no corrieron la misma suerte. Los Eldrazi se lanzaron hacia ellos y la vampira pelirroja y sus lacayos cayeron inmediatamente sobre los monstruos con toda la furia propia de su especie.


Nahiri retrocedió para alejarse del caos y parte de los escombros de los alrededores se desplazaron a cada paso para crear una escalera improvisada que subía hacia lo alto de la mansión. El ascenso la distanció de los tajos de las espadas y de los latigazos de las extremidades desgarradas. Sorin había tratado de derrotarla buscando aliados, pero Nahiri estaba preparada para eso. Sorin había intentado vencerla con su magia de muerte, pero Nahiri también estaba preparada para eso.
¿Estaría Sorin preparado para Nahiri?
Sintió sus ojos clavados en ella y, cuando le vio en medio de la batalla, confirmó que el vampiro la observaba. La sangre le corría por el mentón y un sectario colgaba sin fuerzas de su puño. No era la primera vez que Nahiri le veía alimentarse, pero nunca le había parecido tan monstruoso como en ese momento. Porque eso era él: un monstruo.
Los ojos de Sorin no se separaron de ella en ningún momento, ni siquiera cuando ascendió. Se movió como un relámpago sin soltar al sectario, que se agitó violentamente en sus manos. Trepó por las paredes retorcidas y luego saltó a los fragmentos de la mansión que flotaban en el aire. Era un felino en plena caza, veloz y de pasos firmes. Para cuando Nahiri llegó a los escombros dispersos del techo abovedado de la mansión, Sorin le pisaba los talones.
Sin embargo, ella era una kor de Zendikar. Saltar de una superficie inestable a otra le resultaba natural. Además, era la litomante y se encontraba en su elemento en aquel espacio lleno de incontables contrafuertes, chapiteles y alas enteras de la mansión. Se encaramó al alféizar de una ventana alta y estrecha, inclinada contra un trozo de pared que pendía en el aire desafiando la gravedad. Sus espadas orbitaban por encima de su cabeza como una corona que marcaba aquel lugar como su territorio. Había llegado el momento de comprobar si Sorin estaría a su altura.
―Hoy podremos terminar lo que empezamos, sin interrupciones ―dijo Nahiri desde arriba a Sorin, quien se irguió tras aterrizar ágilmente en un rellano que aún seguía unido a una parte de la escalera principal. Una larga alfombra roja colgaba de los últimos escalones y pendía en el vacío como si fuese la lengua de un animal muerto.
―¿Tantas ganas tienes de morir? ―replicó Sorin―. La última vez que nos enfrentamos, me encontraba terriblemente débil. Me temo que en esta ocasión no tendrás tanta suerte. ―Arrojó el cadáver del sectario hacia Nahiri como si fuera un trapo empapado y ella lo oyó crujir cuando el cuerpo se estampó en la pared, junto a ella―. Además, esta vez tengo intención de matarte.
―¿Crees que me das miedo?
―Si aún no lo he conseguido, pronto lo haré. ―Sus ojos eran pura y antigua crueldad.
―No me marcharé sin zanjar este asunto, Sorin.
―En eso estamos de acuerdo, joven.
"Joven". Sin mediar otra palabra, Nahiri arrojó sus espadas contra él, excepto una de las que empuñaba. Sorin retrocedió de un salto justo a tiempo para esquivar las cuchillas, que se clavaron en la plataforma. Antes de que aterrizara de nuevo, Nahiri aferró el rellano de piedra con su voluntad y lo volcó.
Por un momento, creyó que Sorin lograría sujetarse, pero sus dedos no encontraron apoyo y el vampiro cayó.
Sin embargo, la pesada alfombra roja se agitó y Nahiri vio que Sorin había conseguido agarrarse a ella y ahora se columpiaba, en vez de caer.
Nahiri tiró de las piedras del rellano y deshizo la estructura. Antes de que los escombros se derrumbaran, Sorin se soltó y se impulsó hacia un travesaño cercano. Desde allí saltó a una pared hecha añicos y a otro travesaño suspendido diagonalmente en el aire. Todo pareció ocurrir en una fracción de segundo y Nahiri apenas pudo seguir al vampiro con la vista.
Y entonces lo perdió. Sorin era demasiado rápido y, para cuando Nahiri se inclinó en el alféizar con intención de seguir sus movimientos, había desaparecido.
Nahiri miró de un lado a otro a toda prisa, en busca del más mínimo rastro de él. Un relámpago plateado voló hacia ella y su única opción fue sumergirse en la pared justo antes de que el acero de Sorin rebotara en la piedra con un tañido ensordecedor que reverberó durante varios segundos.
―Nahiri, Nahiri... ―Envuelta en la piedra, las palabras de Sorin le llegaron amortiguadas, pero igual de ponzoñosas―. Cuántos problemas has causado por una estancia en el Helvault, cuando en la roca pareces sentirte como en casa.
Entonces se oyó un sonoro crujido y Nahiri sintió un dolor agónico en el costado, como si le hubieran clavado un atizador al rojo vivo. Algo había atravesado la piedra. Se dio cuenta de ello y notó que el acero había mordido su carne. La espada la cortó al retirarse y, antes de que golpeara de nuevo, Nahiri se dejó caer a través de la pared. De pronto se encontró en caída libre. Se llevó una mano a la quemadura del costado y tocó un líquido pegajoso.
Una parte de una balaustrada salió a su encuentro. Intentó sujetarse a ella, pero la mano empapada de sangre resbaló y Nahiri continuó precipitándose. Le costó mantener los ojos abiertos y el mundo dio vueltas, hasta que todo se detuvo de golpe cuando se estrelló en una torre situada en horizontal sobre el techo abierto.
Cuando reunió las fuerzas suficientes, Nahiri apoyó los pies en el suelo y se levantó despacio. Tuvo que apoyarse en una mampostería que sobresalía de la superficie de la torre. Estaba sin aliento y tenía la boca seca, a pesar de que notaba el sabor de la sangre en ella.
Cuando oyó un ruido seco más adelante, levantó la vista y vio a Sorin irguiéndose después de aterrizar. Se acercó a ella y la miró desde arriba, con la espada en alto y amenazante, tal como había hecho un millar de años antes, cuando la había condenado al cautiverio en el Helvault. Sin embargo, esta vez no había un Helvault donde encerrarla.
―Tuviste la oportunidad de matarme, joven. Tendrías que haberla aprovechado cuando estuvo a tu alcance. ―No había desdén en las palabras de Sorin. Era un mentor dirigiéndose a su protegida, impartiéndole una última lección.
―Tal vez ―respondió Nahiri, más bien para sí misma. Su espada colgaba en la mano y la punta yacía en el suelo. El corte en el costado le producía un dolor inmenso. Se fijó en la mano temblorosa con la que se taponaba la herida.
Demasiada sangre.
Qué importaba un poco más. Respiró hondo antes de hablar―. Ocurra lo que ocurra aquí, tanto si salgo con vida como si no, ya he ganado, Sorin. Mira a tu alrededor. ―Levantó la mano temblorosa y señaló la mansión―. Observa atentamente lo que he hecho a todo lo que consideras tuyo. ―Señaló a su izquierda. En la lejanía, sobre la ciudad de Thraben, se encontraba Emrakul―. Ninguna mascota angelical acudirá al rescate esta vez.
―Lo que me arrebataste con Avacyn... ―La espada de Sorin dio un golpe rápido y envió la de Nahiri por los aires―. Me lo cobraré con tu sangre. ―Antes de que Nahiri pudiera mover un músculo, Sorin le clavó los colmillos en el cuello. Toda la sangre de su cuerpo circuló hacia el mismo punto; el líquido que Sorin reclamaba le ardía en las venas. El vampiro bebió con saña... y Nahiri encontró su oportunidad.
Se apoyó en la mampostería y esta obedeció abriéndose hacia ambos lados. Cada latido era un tormento, pero Nahiri resistió para susurrar un mensaje―. Yo también sé morder, Sorin, y mis dientes son más grandes que los tuyos.
La roca se cerró sobre ellos e hileras de colmillos de piedra se clavaron en Sorin desde las piernas hasta el torso. Su espada cayó al suelo y un grito de agonía estalló en los labios del vampiro. Nahiri lo apartó de un empujón y atravesó la piedra, dejando solo a Sorin en ella. La pared siguió envolviéndolo hasta apresarlo por completo. Cuando Nahiri terminó su trabajo, Sorin estaba suspendido en el aire, atrapado en una prisión de piedra. No podría viajar entre los planos para escapar de aquello. Los dientes de piedra que lo retenían le mordían por dentro, manteniéndole en un tormento perpetuo que debilitaría la concentración necesaria para liberarse.
Por último, Nahiri rotó la prisión de Sorin para orientarle hacia las llanuras ondulantes que había bajo la mansión Markov. Mientras Nahiri trepaba por la crisálida, Sorin trató de hablar, pero solo se oyó un borboteo ininteligible. Lo que quisiera decir no tenía importancia. Nahiri solo quería que él escuchara sus palabras. Se sujetó a la cima de la roca y se descolgó para susurrar aquellas palabras al oído de Sorin―. Voy a perdonarte la vida. Te devuelvo la gentileza.


A lo lejos, bajo un techo de nubes funestas, estaba Emrakul.
Un instante después, Nahiri se marchó de Innistrad, abandonando a Sorin a la suerte de aquel mundo.

El horizonte era Emrakul. Sorin no podía hacer nada más que observar mientras el final de Innistrad se desplazaba lentamente por Gavony, en dirección a Thraben. La gente que hubiese allí abajo era insignificante ahora, pero Innistrad era suyo y Thraben era el lugar donde había creado a Avacyn para proteger el plano. Ver la ciudad condenada a la ruina provocó una punzada de dolor que le afectó más que los dientes de piedra que le devoraban por dentro.
Sorin sintió una presencia antes de oír el sonido: metal contra piedra, un roce largo y lento que ascendía por la parte de atrás de su sarcófago.
―Creo que prefiero esta ―dijo una voz cargada de sorna. Entonces, Olivia descendió ante él y eclipsó el caos de la lejanía. Empuñaba la espada de Sorin.
―Olivia... Libérame... ―consiguió mascullar él.
―Aunque pudiese hacerlo, ¿qué motivo tendría para ello? Avacyn está muerta y Nahiri ha huido. Hemos cumplido nuestro trato. ―Soltó una risita cruel―. Yo diría que esto es una victoria. Trata de disfrutarla. Al fin y al cabo, la mansión Markov es tuya. En cuanto a mí ―dijo levantando la espada de Sorin para examinar el filo―, creo que "Olivia, Señora de Innistrad" suena estupendamente.
Los últimos restos de paciencia que le quedaban a Sorin dieron paso a un ataque de desesperación. Aquel mundo estaba acabado. Olivia era su única posibilidad de salir―. ¡Mira allí! ―exclamo luchando contra la inflexible roca. Olivia echó un vistazo por encima del hombro, pero no dijo nada―. ¡Eso nos aguarda! Has visto lo que hace, sabes de qué es capaz. ―Trató de hablar más rápido y la voz se le quebró―. ¡Necesitarás mi ayuda para enfrentarte a eso!
A Sorin no le gustó la expresión de Olivia mientras le hablaba. Era una araña, mientras que él era una mosca―. ¡Escúchame bien! ―insistió―. ¿De qué te servirá nada de esto si mañana desaparecerá?
―Avacyn está muerta. Y tú... ―Olivia le colocó la punta de su propia espada en la mejilla―. Tú estás donde estás. Me parece bastante satisfactorio. ―Y así, Sorin no pudo hacer más que observar a Olivia mientras desaparecía flotando. Emrakul y el final que ella prometía volvieron a dominar el paisaje.

Luna Horrores: La Ultima Esperanza de Innistrad

Debido a las maquinaciones de Nahiri, el titán eldrazi Emrakul ha llegado a Innistrad. Entretanto, Liliana ha permanecido en la torre de la mansión Vess para experimentar con los poderes (y las dolorosas repercusiones) del Velo de Cadenas. Desde su pelea con Jace, Liliana ha decidido que solo puede confiar en sí misma para enfrentarse a sus demonios.


Cinco delgados alambres metálicos colgaban de los extremos del Velo de Cadenas. Liliana Vess casi podía ver su propio reflejo en los recipientes de vidrio espectral a los que llegaban los alambres, en el orbe ruina de brujas que descansaba en el alféizar de la ventana y en los tubos conductores que salían por la ventana y ascendían hasta el tejado. Los grabados de su rostro apenas eran visibles detrás del Velo. Las líneas de su piel tenían el color de la luz amenazadora de la tormenta que se arremolinaba en el exterior. Los relámpagos centelleaban de manera apropiada.
Dos demonios aún tenían que morir, pero Liliana necesitaba asegurarse de que ella misma no moriría cuando por fin se enfrentase a ellos. El Velo de Cadenas era un arma potente, pero potencialmente mortífera para quien lo usase. Si el experimento funcionaba, podría utilizar el Velo sin correr peligro. Así no necesitaría la ayuda de cierto mago mental que se empeñaba en corretear por las provincias para investigar un ridículo misterio. Entonces podría borrar a sus acreedores de la faz del Multiverso de una vez por todas.
―¿Está todo preparado?

Sus asistentes no poseían ni una fracción de la inteligencia de Caperucito, pero tendrían que bastar. El mago de geists, Dierk, recitaba la lista de componentes en un microsusurro mientras ajustaba una serie de boquillas y apretaba las sujeciones del orbe. Su ayudante, Gared, permanecía junto a la ventana y su ojo hinchado se movía sin parar entre los dispositivos y la tormenta eléctrica del exterior de la torre. Tenía una mano en alto, posada sobre una palanca de tamaño considerable.
―Los acumuladores están en posición, mi señora ―dijo Dierk―. La tormenta se acerca a su apogeo, pero me veo obligado a advertiros que vamos a dirigir una gran cantidad de energía espectral directamente hacia el artefacto...
―No tienes que advertirme nada ―afirmó Liliana.
―Pero... el artefacto absorberá la energía de toda una tormenta.
―Cierto.
―Mientras vos lo lleváis puesto.
―Lo sé.
―En la cara.
―Oh, por favor... ―masculló Liliana, molesta―. Y cuando eso ocurra, el flujo de energía espectral del orbe actuará como una antena para geists, desviando del sujeto el contragolpe del artefacto y sublimando la represalia en forma de electricidad estática inofensiva, sorteando así todas las repercusiones y permitiendo el uso seguro del Objeto, ¿verdad?
―Esa es la teoría, sí... ―confirmó el mago mirando nerviosamente a Gared y dándose golpecitos en la barbilla con los dedos enguantados.
―Escucha, Dierk ―dijo Liliana―. Mi amiga te recomendó porque cree que eres un experto en la contención de espíritus. ¿Lo eres o no lo eres?
―Claro que sí, mi señora ―balbuceó Dierk, sorprendido por la pregunta.
―¿Entonces...?
―Entonces, procedamos. ―El mago se cubrió los ojos con sus lentes―. Debo añadir... que esto os dolerá.
―El dolor es pasajero ―afirmó Liliana recostándose en la silla. Los alambres unidos al Velo de Cadenas se mecieron―. Además, no aprenderemos nada si ensayamos esto con Gared.
El ayudante sonrió y su ojo hinchado se cerró por un momento como el de un reptil. Dierk le asintió y Gared bajó de golpe la palanca.

El orbe ruina de brujas empezó a vibrar y los diales giraron. Liliana sintió en el rostro el contacto de los eslabones del Velo.
―Ya está accionado ―dijo Dierk―, ahora solo tenemos que esperar a que caiga el próximo relám...
El relámpago cayó.
Liliana apretó los dientes involuntariamente cuando sintió la tensión. Los tubos que descendían de los acumuladores del tejado se llenaron de haces de energía y los espíritus de los muertos acudieron inmediatamente. Los geists chillaron a través de los tubos y llenaron el orbe y los recipientes de cristal reforzado con gritos electroespectrales. Los dispositivos soltaron una lluvia de chispas, pero el circuito resistió.
Una ráfaga de energía aullante recorrió el Velo. Liliana notó cómo se separaba ligeramente de las mejillas y cómo los eslabones desafiaban la fuerza de la gravedad.
Lanzó una mirada a los demás. Dierk había renunciado a ajustar las sujeciones y los interruptores; ahora tenía la espalda pegada a la pared y se protegía la cara con los brazos. Gared levantó una mano hacia un remolino de energía y la apartó de inmediato cuando recibió una descarga. En medio de ambos distinguió el brillo de sus propias marcas en los aparatos; el diagrama del pacto demoníaco formaba una especie de halo a su alrededor.
En momentos como aquel era cuando Liliana se sentía más hermosa: cuando estaba a punto de utilizar un poder que atemorizaba a los demás.
Apretó los brazos de la silla y convocó el poder del Velo.
Las repercusiones fueron inmediatas y totales. Los miles de almas que moraban en el Velo la llenaron de poder, pero el poder venía acompañado de dolor. Y el dolor era un veneno cegador, inseparable de la magia que le proporcionaba. El circuito de geists no desviaba en lo más mínimo el contragolpe del Velo.
Los recipientes reventaron y los acumuladores volaron por los aires.
―¡Voy a apagarlo! ―chilló Dierk levantando una mano hacia la palanca.
No ―ordenó Liliana tajantemente. Dierk volvió a bajar la mano.
La estancia tembló. Liliana se aferró a la silla y trató de contener el caos, de contener el grito que quería salir desesperadamente de su boca, de percibir algo que no fuera el dolor. "El dolor es pasajero".
Cuando ya no pudo contenerlo, prorrumpió en un grito. Los fusibles reventaron y la torre quedó a oscuras. Los aullidos espectrales menguaron hasta que Liliana solo pudo oír sus propios resuellos.
Gared prendió una cerilla y encendió una lámpara. El laboratorio era una zona catastrófica. Los dispositivos estaban destrozados. La lluvia golpeteaba en el alféizar.
Liliana desenganchó el Velo de Cadenas y se lo retiró de la cara. Los grabados cutáneos sangraban ligeramente.
―Os dije que habría riesgos, mi señora ―comentó Dierk.
Le lanzó una mirada asesina e imaginó su piel marchitándose, hasta que el esqueleto del mago articulaba las palabras "lo siento". Sin embargo, Liliana ladeó la cabeza en dirección a las escaleras―. Lárgate. Y devuelve el orbe a su propietaria. ―La réplica de un trueno enfatizó sus palabras.
Dierk se apresuró a meter en su zurrón el orbe humeante y otros artilugios y se marchó. El eco de sus pasos se alejó por la escalera de caracol. Gared barrió con el pie una pila de cristales rotos, pero no se fue.
Liliana guardó el Velo en un bolsillo de la falda. Los mayores eruditos de Innistrad no habían podido ayudarla. Los tomos y grimorios sobre remedios espectrales no habían servido de nada. Ni siquiera el mejor experto en geists de Olivia había sido capaz de domar el Velo.
Observó por la ventana la tormenta que rugía sobre los campos de Stensia y limpió sus palabras cutáneas con un pañuelo. En medio de la penumbra, Thraben brillaba como una vela en la lejanía.
Liliana aborrecía depender de los demás.
Se dijo a sí misma que en realidad no necesitaba a Caperucito. Solo necesitaba que otros la necesitaran a ella, para así tener algunos cuerpos que interponer entre sí misma y un par de vanidosos señores demoníacos.
Si hubiese alguna forma de que él estuviera en deuda con ella...
De pronto se oyó un grito procedente de abajo, seguido de un estruendo de cristales rotos y rugidos violentos.
Liliana tiró al suelo el pañuelo cubierto de manchas carmesí y empezó a bajar por las escaleras.
Oyó y olió a los intrusos antes de verlos: percibió sus gruñidos guturales y sus gimoteos hambrientos y babeantes; notó el hedor a pelaje húmedo y cubierto de sangre.

Licántropos. La sala del trono de Liliana estaba atestada de ellos.
Parecían... no enfermos, exactamente, sino deformes, como si su carne y sus huesos hubieran sido masilla en manos de una fuerza antinatural que los había mutado. Sus extremidades se doblaban en ángulos extraños, girando y arrugándose como capas de algas marinas.
Pero seguían siendo licántropos y sus zarpas no habían desaparecido. Prueba de ello era Dierk, que yacía en el suelo con el torso desgarrado. Los contenidos de su zurrón y su caja torácica se habían desparramado por el suelo. Tenía el semblante pálido, paralizado en una expresión de pánico, y entonces el torso espiró su último aliento y se deshinchó como un globo.
Los licántropos se volvieron hacia Liliana olisqueando el aire. Uno de ellos rugió y reveló varios ojos donde debería haber estado la lengua.
Un repertorio de hechizos mortíferos, uno para cada licántropo; aquello era lo que requería la situación. El poder exacto para despacharlos individualmente y despejar el camino hasta la salida de la mansión.
―¡Gared! ―llamó Liliana sin apenas girar la cabeza―. Recoge tu abrigo y ven.
El Velo de Cadenas permaneció en el bolsillo.

Horas más tarde, la tormenta había remitido, pero los campos de Stensia se habían convertido en una casa de fieras grotescas. Liliana se fijó en que todos los seres de los alrededores tenían alguna parte del cuerpo remodelada. Los cuerpos de los vampiros errantes presentaban siluetas incorrectas a las que siempre les faltaba o les sobraba algo. Había viajeros anatómicamente improbables que les espetaban profecías delirantes sobre la roca y el mar cuando se cruzaban con ellos.
Finalmente, Liliana, Gared y Dierk, este último a su propio paso, llegaron al monumental portón.
La fortaleza Lurenbraum se elevaba ante ellos. Se trataba de un risco austero con una ciudadela que sobresalía directamente de la pared de roca. En lo más alto, la arquitectura utilitaria se suavizaba y daba paso a hileras de ventanas ricamente emplomadas, cada una con su propia araña repleta de velas titilantes. En muchas de las ventanas había vampiros observando desde arriba, ataviados con armaduras ancestrales y relucientes.
Liliana hizo un gesto a Gared para que llamase a la puerta.
―¿De verdad sus tratáis con la señora de la casa? ―dudó Gared, boquiabierto al contemplar la altura del portón.
Dierk, por su parte, hizo un ruido borboteante. Le habían roto el cuello, por lo que ladeaba la cabeza en un ángulo extraño y tenía la garganta obstruida, pero al menos las piernas habían aguantado todo el camino y los brazos habían sido capaces de cargar con el orbe ruina de brujas. El abrigo de Gared envolvía el vientre de Dierk, evitando como buenamente podía que las últimas vísceras del muerto se desparramaran. Liliana hizo un ligero gesto y Dierk enderezó los hombros, pero la cabeza seguía colgando a un lado. La lengua reseca se resistía a quedarse dentro de la boca, lo que contribuía al borboteo. La nigromante se encogió de hombros.
―Procuro conocer a quienes ejercen el poder ―respondió a Gared―. Al igual que hace ella.
Gared llamó al portón con fuerza y retrocedió unos pasos.
La entrada se abrió y al otro lado apareció una mujer imponente con un vestido ornamentado, o quizá una mujer ornamentada con un vestido imponente. Levantó hacia ellos un cetro sacerdotal que refulgió como las brasas ante el rostro de Liliana.
―Nuestra señora no recibe a visitantes humanos ―amenazó la mujer mostrando los colmillos al hablar. Sus iris eran fosos negros que parecían echar humo.

―Vengo a devolverle algo que le pertenece ―respondió Liliana.
La mujer se contuvo y se fijó en Dierk y el orbe que portaba―. Déjalo aquí. Y luego desapareced de este lugar antes de que os maldiga.
Gared estuvo a punto de encararse con la sacerdotisa, pero Liliana le posó una mano en el hombro y lo detuvo. En una ciudadela repleta de vampiros, no convenía enzarzarse en una pelea cuando aún había una oportunidad de dialogar―. Me gustaría hablar con Olivia, por favor. Dile que Liliana Vess ha llamado a su puerta.
―Te he dicho que los mortales no son bienvenidos.
―¿Mortales? ¡Ja! ―se burló Liliana―. Bendito sea tu corazón sin sangre.
La sacerdotisa levantó el cetro y el calor del símbolo dentado que había en la punta distorsionó el aire.
―¡Liliana, querida mía! ―intervino de pronto Olivia Voldaren desde el interior. Despachó a la sacerdotisa con un siseo breve pero feroz y esta se hizo a un lado e inclinó la cabeza, pero mantuvo los ojos clavados en Liliana.
»¡Adelante, pasad! ―ofreció Olivia a sus invitados. Tenía un aspecto glorioso, ataviada con una armadura segmentada de color negro. Como de costumbre, sus pies no tocaban el suelo―. ¿Vienes a celebrar la buena noticia?
―Solo quería devolverte el orbe ―contestó Liliana―. Y al mago. También me gustaría preguntarte si conoces el paradero de un conocido mío. ―Sonrió amablemente a la sacerdotisa cuando pasó junto a ella―. ¿Qué celebráis?
―¡El fin de la larga espera, por supuesto! ―Olivia tomó a Liliana del brazo y la condujo al interior de la ciudadela―. ¿No sabes lo que ha ocurrido?
Entraron en una amplia galería donde todas las escalinatas y descansillos estaban poblados de vampiros elegantemente ataviados. Cientos de ojos observaron a Liliana y sus asistentes mientras Olivia los guiaba por el vestíbulo inferior de la fortaleza. Parecía que todos los vampiros que alguna vez habían ostentado el apellido Voldaren se hubiesen congregado en el baluarte y la fulminasen a la vez con la mirada.

Liliana hizo un gesto furtivo con una mano. El cadáver de Dierk se arrastró hasta un sillón antiguo y dorado, se dejó caer en él y se quedó inmóvil, con el orbe en el regazo. El abrigo que le cubría el abdomen hizo un ruido húmedo y taponó el vientre lo mejor que pudo.
―¡El arcángel! ―Olivia se acercó a Liliana con complicidad y le estrechó el brazo―. ¡Puf! Se ha convertido en una mancha en la Catedral de Thraben. ―Soltó una carcajada―. Ay, cuán grata noticia.
―¿Avacyn ha muerto? ―Liliana pensó brevemente en Jace, como si una polilla se hubiera posado en su pelo por un instante. La última vez que habían hablado, él se disponía a ir en busca de Avacyn.
―Los seres de la noche estamos de enhorabuena, ¡pues el mundo vuelve a ser nuestro! ―exclamó Olivia trazando un amplio arco con el brazo―. He de admitir que me enojé bastante hace un tiempo, cuando me informaron de que Avacyn había sido liberada de su pequeña trampa.
Liliana arqueó las cejas un milímetro.
―Pero Sorin ha entrado en razón y ha fulminado a su criatura. Al final, todo ha terminado bastante bien, ¿no crees? ―Olivia soltó una risita y siguió guiando a Liliana por una sucesión de pasillos. Gared se quedó atrás en el laberinto.
―Y ahora estás reuniendo un ejército ―dijo Liliana siguiendo el ritmo de Olivia.

―Verás, querida, resulta que quienquiera que abriese el Helvault...
Liliana mantuvo una expresión cortés.
―... liberó a alguien más que al arcángel ―continuó Olivia―. Y no me refiero solo a aquel... amigo demoníaco tuyo. También dejó suelta a otra. Dime, ¿tienes sed? ―Hizo un gesto a unos vampiros cercanos―. Una copa para nuestra invitada, por favor.
Un vampiro tendió bruscamente una copa de vino a Liliana, de auténtico vino, y se marchó con el entrechocar metálico de su armadura ancestral.
Por supuesto, había sido la propia Liliana quien había causado la ruptura del Helvault y había soltado a sus moradores en Innistrad. Tenía que asesinar al demonio Griselbrand y no había dado importancia a las otras consecuencias. Tampoco había visto motivos para contar lo ocurrido a sus conocidos vampíricos.
―Esa mujer parece un tanto ofendida, ahora que está libre ―prosiguió Olivia―. No la culpo por ello, la verdad. Como he dicho, yo también estaba enfadada, ¡pero ahora me encantaría saber quién ha liberado a todos para expresarle mi sincera gratitud!
Liliana no sabía quién más podría haber huido del Helvault, quién era tan importante para Olivia. La intuición le dijo que aquella persona tenía algo que ver con los cambios que había visto por todo Innistrad. Con los licántropos deformes de su mansión. Con los campos repletos de vampiros deformes y de agoreros enloquecidos.
Aquellas eran las cosas que fascinaban a Caperucito. En cambio, Liliana solo quería matar a ciertos demonios. Aun así, los objetivos de ambos quizá pudieran entrelazarse, después de todo.
Liliana y Olivia llegaron a un salón espacioso y con una gruesa alfombra. Un vampiro alto, de cabellos blancos y vestido con una gabardina larga observaba la noche a través del ventanal, de espaldas a las recién llegadas.
―Sabemos que fuiste tú ―siseó de pronto Olivia al oído de Liliana, clavándole los dedos en el brazo―. Sabemos que los liberaste a todos. ―Y entonces se dirigió al otro vampiro en voz alta y alegre―. ¿No es verdad, Sorin?
Sorin Markov se volvió hacia ellas. Lucía su odio como si fuera un traje de gala.

... ―murmuró.
―Mira quién ha venido de visita ―dijo Olivia usando de nuevo su cordialidad habitual―. Creo que ya conoces a mi querida Liliana Vess.
―Tú eres la causante de esto ―afirmó Sorin―. Soltaste a la litomante y provocaste esta catástrofe.
Liliana se liberó del agarre de Olivia de un tirón y se irguió. Fue directa hacia Sorin y le miró de arriba abajo. Al final soltó una risita y quitó una mota de polvo de la solapa del vampiro―. Tenía asuntos que resolver. No es culpa mía que tuvieras el armario lleno de trapos sucios.
―No tenías derecho a hacerlo. ―Las palabras de él sonaban como puñales en una piedra de afilar.
―Sorin ―intervino Olivia flotando alrededor de ellos―, tú y yo tenemos otro asunto que resolver. Aunque sería descortés por mi parte impedir que os pongáis al día, ¿verdad?
―Todo esto es culpa tuya ―dijo Sorin acercando el rostro al de Liliana―. La litomante está libre y ahora debemos enfrentarnos a ella.
―Tenéis todo un ejército de vampiros para hacerlo ―respondió Liliana con una sonrisa burlona―. ¿O quizá... es una fuerza defensiva? Tú la desairaste a ella, ¿me equivoco?
―Te lo advertí cuando llegaste aquí siendo una cría ―amenazó Sorin mostrando los colmillos―: Innistrad me pertenece. Si te entrometes en mis asuntos, mueres.
Liliana le miró a los ojos y bajó una mano para tocar los eslabones del Velo de Cadenas. Los grabados de su piel empezaron a brillar y su pelo flotó ligeramente―. Puede que Innistrad sea tu territorio, Sorin ―susurró dándole una palmadita en el brazo―, pero la muerte es el mío.
Sorin gruñó, retiró el brazo repentinamente y presionó la frente de Liliana con la suya. Le lanzó un breve vistazo al cuello.
―¡Calma, amigos míos! ―Olivia los separó con una risita―. Me encantaría ver cómo os hacéis pedazos mutuamente en mi salón, pero... Sorin, parece que ha llegado el momento. Vayamos afuera. Nahiri nos aguarda ―dijo levantando una mano en dirección al ventanal, a la noche.
Liliana se sorprendió al ver lo que había al otro lado del cristal. Los vestigios de la tormenta eléctrica se habían convertido en un enorme cúmulo de nubes que se arremolinaban sobre la costa de Nephalia. Había hilos de neblina extendiéndose en todas direcciones. Las alteraciones no habían afectado solamente a un puñado de licántropos y vampiros. Fuera lo que fuese la fuerza que había llegado a Innistrad, amenazaba con devastar todo el plano.
―Querida Liliana, me temo que has agotado mis reservas de expertos en geists y juguetes espectrales. ―Olivia desenvainó una espada―. Dime, ¿te gustaría unirte a nosotros? Al fin y al cabo, tú liberaste a Nahiri. Puede que incluso se sienta agradecida contigo.
Liliana siguió observando las nubes. Aquella magia era antigua y poderosa, vengativa y capaz de distorsionar mundos―. ¿Ella ha hecho esto?
―Es el acto ruin de una maga ruin ―masculló Sorin―. Una maga con un sentido errado de la justicia.
―De modo que sí fuiste tú quien provocó todo esto ―dijo Liliana―. Le hiciste daño.
―Y ahora nos disponemos a hacérselo de nuevo ―añadió Olivia con una sonrisa que revelaba sus colmillos.
Enmarcada en el ventanal de la fortaleza, la masa atmosférica se desplazaba lentamente desde la costa de Nephalia hacia la provincia de Gavony y la iluminada Thraben. Liliana pensó que el cielo parecía arrugado y roto, como los licántropos. Era como si todo el mundo natal de Sorin hubiera sido corrompido a propósito; lo habían distorsionado de horizonte a horizonte solo porque era importante para él. Quienquiera que fuese Nahiri, Liliana tenía que reconocer que no se andaba con medias tintas.
―¿No te preocupa lo más mínimo lo que le ocurra a Innistrad? ―preguntó Liliana―. Jace está... ―Carraspeó―. Miles de personas están en peligro ahí fuera.
―Este mundo está condenado ―respondió Sorin―. Nahiri se ha asegurado de ello. Tu Jace morirá en Thraben junto con los demás.
―Lo que Sorin quiere decir ―intervino Olivia alegremente― es que detener a Nahiri seguramente detendrá la molestia que ha provocado. ¡Vamos a embarcarnos en una misión heroica!
Liliana echó un vistazo al exterior y volvió a dirigirse a Olivia, esta vez con una ternura funesta―. Inocente de ti...
―Vamos, Olivia. ―Sorin desenvainó su espada perezosamente, como si fuese una ocurrencia de última hora. Les dio la espalda y abandonó el salón sin decir nada más.
Olivia salió flotando detrás de él y las filas de vampiros Voldaren la siguieron; sus armaduras levantaron un estruendo metálico por los pasillos.
Liliana fue en pos de ellos. Cuando volvió a encontrar a Gared, lo llamó―. Gared, recoge tu abrigo y ven.
El asistente vio con tristeza el estado de su abrigo y se dispuso a sacarlo de entre los restos de Dierk.

Salieron al exterior. El viento había empezado a aullar en el aire nocturno y grandes remolinos agitaban el cielo. Había un brillo rojizo y sobrenatural entre los extensos núcleos de las nubes.
Liliana se retiró de la cara los cabellos revueltos por el viento. Miró hacia las colinas lejanas de Gavony y vio cómo unas sombras se fusionaban sobre ellas. "Esto es lo que Jace intenta detener", pensó.
Sorin apenas prestó atención a los vampiros que se congregaron detrás de él. Levantó su espada y alzó la voz en medio del vendaval―. En marcha, Olivia. Es hora de que cumpláis vuestra parte del acuerdo.
Olivia sonrió jovialmente y se elevó en el aire. El ejército de vampiros marchó montaña abajo, espadas, picas y cetros ardientes en alto, rumbo hacia la neblina y dispuesto a luchar contra Nahiri.
No a luchar contra los horrores que Nahiri había desatado en el mundo. No a ayudar al delirante Jace.
"Este mundo está condenado a morir, pues", pensó Liliana. Sus protectores lo habían abandonado. Había llegado el momento de las despedidas―. Adiós, mansión Vess.
El cielo pronunció un sonido incomprensible que sacudió los huesos de Liliana. A lo lejos, Thraben brillaba como una estrella caída que yacía en el horizonte―. Adiós, Caperucito.
Y entonces se sorprendió bajando por la colina, pero en una dirección distinta a la de los vampiros. Se sorprendió recorriendo los caminos. Se sorprendió pasando junto a un linchadero, donde los criminales cumplían en sus tumbas la parte eterna de su sentencia. Se sorprendió usando su poder. Los cadáveres surgieron de la tierra y ella siguió caminando. Los muertos la siguieron.
Se sorprendió pasando por un segundo cementerio y luego por un tercero. Por un pequeño santuario junto a la carretera, por una tumbanefasta vallada y maldita, por un mausoleo de cátaros venerables. Usó su poder en cada lugar. Y en cada lugar, los muertos la obedecieron, abandonaron sus lugares de reposo y la siguieron tambaleándose.

Durante su marcha en dirección a Thraben, Liliana se llevó una mano a la cintura. Casi podía oír el coro de esencias espectrales que se burlaban de ella, que entonaban un cántico en dirección a ella desde el interior del Velo de Cadenas... y por encima del ruido de los zombies que la seguían obedientemente y se arrastraban detrás de ella.
Sorin y Olivia no iban a hacer nada respecto a la crisis que había provocado Nahiri. Y la única persona con la que podía contar (él y su mente rota, irritante e incomprensible) se había dejado llevar por su curiosidad hacia una muerte horrible, grotesca y casi con certeza inevitable.
En realidad no le necesitaba. Solo necesitaba que otros la necesitaran a ella.
―Bueno, Gared... ―dijo en voz alta, por encima del viento.
Levantó los brazos y sintió los grabados como si fueran vasos sanguíneos cálidos a flor de piel.
―Parece que soy...
Una nueva decena de zombies surgieron del suelo, obligados a seguir su estela de poder nigromántico.
―... la última esperanza...
Los cadáveres no tenían aspecto deforme; al menos, no más deforme de lo que debían estar después de pasar años descomponiéndose bajo tierra. Al parecer, los muertos no sufrían los efectos de la distorsión. Liliana sonrió satisfecha.
―... de este mundo.

Luna Horrores: El Levantamiento de Emrakul

La locura que se expande por Innistrad ha llegado a un punto crítico. Jace y Tamiyo han presenciado la confrontación entre Sorin y Avacyn y han sido testigos de cómo el vampiro destruía al ángel. Todo Innistrad se estremeció cuando Avacyn exhaló su último suspiro. Ahora que el plano ha perdido a su protectora, ha quedado expuesto tanto a las amenazas del mundo como a las del más allá... tal como quería Nahiri. Toda la tierra retumba y los temblores sacuden los escasos corazones que han resistido a la demencia.


Los acantilados de Selhoff

Nahiri había trabajado mucho.
Había cumplido con su juramento, el que había proclamado sobre el polvo de Bala Ged. Aún había polvo bajo sus uñas y en los pliegues más profundos de su ropa; lo había dejado allí como recordatorio. Desde que había abandonado Zendikar, se había volcado en su propósito durante todas las horas de cada día y hasta altas horas de cada noche, dejando que su furia la alimentase. Se había forzado, había estirado las manos hacia la Eternidad Invisible y las puntas de sus dedos habían ardido a causa del éter acumulado, trabajando con la piedra y con magias más poderosas de lo que se había atrevido a usar jamás. Todo le había resultado diez veces más difícil de lo que recordaba, pero no se había quejado ni una vez ni había desfallecido o parado para descansar. Ahora por fin tendría su recompensa. Vería los frutos de su trabajo. Al igual que Sorin.
El último escudo de Innistrad había caído. Nahiri había percibido cómo se desprendía la última protección del plano, como una pesada armadura que se separaba del soldado una vez concluida la batalla. El mundo había quedado desnudo y vulnerable. Solo que la batalla aún no había concluido: no había hecho más que empezar.
―Innistrad sangrará tal y como lo hizo Zendikar. ―Contuvo el aliento. La tierra se estremeció bajo sus pies. El plano empezó a palpitar, a convulsionarse por los temblores, como si una cadena de reacciones explosivas retumbase bajo la superficie y reverberara en la noche. Sorin también la percibiría. Aquel pensamiento le causó una gran satisfacción―. ¡Ven! ―clamó al cielo―. Ven a mí. ¡Ven a Innistrad!


Entonces la sintió: una presencia.
El aire se tornó caliente y silencioso y Nahiri respiró hondo. "Sí...". Conocía demasiado bien aquel olor. La emoción la embargó con una intensidad que no había sentido desde hacía siglos. Corrió hasta el borde del acantilado, con las piernas moviéndose fuera de control y la mente incapaz de seguir el martilleo de su corazón y el ritmo de sus pies.
Miró hacia el mar, hacia el templo que había construido para la diosa. Ya no estaba vacío. Las lágrimas brotaron en los ojos de Nahiri, pero se las enjugó rápidamente. No era su momento de llorar―. Sorin llorará tal y como lo hice yo.
La silueta bajo el mar se extendió, las olas se agitaron y la superficie amenazó con romperse. Al fin. Había llegado el momento.

Los páramos de Gavony

Había llegado el momento. El momento de rezar.
"Gran arcángel Avacyn, mi mamá me dijo que rezara si tenía miedo. Tengo miedo".


Aunque estaba rodeado de cátaros con espadas relucientes y armaduras de acero, Maeli estaba encogido de miedo. Se sentía solo.
Se había sentido solo desde que había huido de su aldea, cuando los ángeles malvados habían provocado una lluvia de fuego. Había corrido hacia el bosque, como le había dicho su madre, y nunca había regresado a la aldea. Había querido hacerlo un centenar de veces, pero ella le había dicho que no volviera, pasase lo que pasase, y su madre nunca había hablado tan en serio. Le había hecho caso, aunque ahora deseaba no haberlo hecho. Ahora quería estar en casa.
Abrazó el conejo de peluche que le había dado la anciana de cabellos grises, la que le había encontrado en el bosque y le había llevado a su casa, que olía a dulces y pan correoso. Le había dicho que la llamara doña Sadie y que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera. Pero él nunca había querido aquello.
"Gran arcángel Avacyn, quiero volver a casa. Por favor. ¿Puedo ir a casa?".
No hubo respuesta. En vez de eso, unos brazos gruesos y retorcidos se extendieron hacia él, pasando como un rayo entre las espadas de los cátaros. Eran los mismos brazos retorcidos que habían surgido del pecho de doña Sadie aquella misma noche, mientras cenaban. Había ocurrido poco después de que Maeli notara que su silla temblaba, y aún menos tiempo después de que una ráfaga de viento hubiera entrado por las ventanas, trayendo consigo un olor a néctar dulzón. Maeli tenía la cuchara en la boca y estaba tragando un bocado de guiso cuando el torso de doña Sadie se partió con un crujido. Había echado la mayoría del guiso por la nariz y se había quemado por dentro, detrás de los ojos. El dolor le había hecho llorar. Sus mejillas se habían empapado de lágrimas mientras doña Sadie y sus demasiados brazos le habían perseguido.
―¡Quédate atrás! ―Los cátaros lucharon entre la hierba alta y cortaron un brazo tras otro. Una de las extremidades cayó a los pies de Maeli. Cuando se fijó en él, las tripas se le revolvieron: aquel era uno de los brazos de verdad. Había un trozo de la blusa amarilla de doña Sadie; cerca de la mano, su gran verruga marrón y peluda pestañeó al mirarle.
Maeli enterró la cabeza en el conejo de peluche y una nueva lágrima corrió por la mejilla. "Por favor, Avacyn". El ángel había acudido una vez. Le había ayudado cuando estaba asustado y perdido. Su madre le había dicho que Avacyn había respondido porque él le había rezado tan fuerte que Avacyn no había podido ignorarle. Maeli no sabía cómo una plegaria podía ser más fuerte que las demás. No sabía cómo hacer que su plegaria actual fuese tan fuerte como para que Avacyn no pudiera ignorarla, pero tenía que intentarlo. Gritó lo más fuerte que pudo, con la boca pegada al pelaje húmedo y apelmazado del peluche―. ¡POR FAVOR, AVACYN! ¡AYÚDAME!
―¡Avacyn ha desaparecido! ―La voz atravesó el frío foso que Maeli sentía en el estómago; un terror gélido brotó de él y subió por la espalda, hasta la nuca. Como unos dedos ateridos, el pánico se introdujo en su cráneo, le agarró la cabeza y dirigió sus ojos hacia el cielo.
Un ángel.


Por un momento fugaz, Maeli sintió esperanza. Una esperanza falsa, supo al instante, ya que el ángel que flotaba en lo alto no era Avacyn.
Ella ha llegado ―dijo el ángel mirando directamente a los ojos de Maeli―. ¡Ella se alza! ¡Se alza! ―Entonces inclinó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada chirriante que recorrió el cielo. De pronto dejó de reír y se quedó completamente inmóvil, como si se hubiera congelado en el aire―. ¡So'ymrakul! ―Descendió en picado, con la espada silbando por delante. Maeli apretó los ojos con fuerza. "¡Por favor!".

La costa de Nephalia

"Por favor. Por favor, elígeme". Edith afirmó los pies en la roca lisa y húmeda. Al fin estaba lo más cerca posible. Lo más próxima que podía estar cuando llegara el levantamiento, la conversión. Aun así, ansiaba estar más cerca.
"Por favor, elígeme". Había demostrado que era devota. La más devota―. La más devota.
"Elígeme". Lanzó un rápido vistazo a un lado de la capucha y luego al otro. Sí, se encontraba en las rocas más cercanas, separada de los demás sectarios. Se elevaba por encima de ellos. Con orgullo. No había nadie más allí donde estaba. Nadie más se encontraba tan cerca. Ella era la más próxima―. La más próxima. ―Quería estar más cerca.
»¡Elígeme! ¡Elígeme! Elíge'mrakul. ―Alzó los brazos y los abrió hacia el cielo, abriéndose a sí misma al ser que se avecinaba.
Las olas rompieron a su alrededor. Podía sentirlo: había llegado el momento.


―¡Emrakul! ―El nombre, el poder y la plenitud surgieron de ella mientras el mar se agitaba―. ¡Emrakul! ―La integridad la abrazó, se entrelazó con ella, se convirtió en ella. El mar se elevó hacia el cielo―. Elígeme, Emrakul. Tómame, Emrakul.
―Elíge'mrakul, tómame'mrakul ―entonaron otras voces a sus espaldas, acompasadas con el brillo magenta que latía bajo la superficie del mar―. So'ymrakul.
El resplandor se volvió más fuerte, más intenso, más poderoso, y se convirtió en una luz constante. Edith se inclinó hacia delante y las puntas de sus pies quedaron suspendidas en el vacío. Era la prominente. La más próxima. Ahora estaba más cerca. Incluso más próxima.
A su alrededor, los grandes pilares de roca retorcida centellearon en la oscuridad. Unos rayos de poder violetas salieron disparados de las puntas y saltaron a las rocas vecinas, y luego a las siguientes. Su poder. Todo aquello era Su poder. Todo era Ella. Más próxima. Más próxima.


La mole de agua desprendió olas. Ya no había distinción entre el mar y la tierra. Edith se aproximó. Nunca antes había sido la primera. La mejor. Nunca antes. Pero nunca antes había importado. Ahora importaba; ahora lo era. La primera. La más próxima. La mejor―. ¡So'ymrakul!
Una ráfaga explosiva de mar salió disparada hacia el cielo. Se elevó como una gruesa columna de piedra y volvió a precipitarse; se desmoronaba a la vez que crecía, era el caos en movimiento. Y entonces se quedó inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Permaneció así, como un acantilado rocoso en el cielo. Hubo un retumbo procedente de abajo.
Emrakul se había levantado.


Edith no pudo contener el grito que hizo erupción en su pecho. El sonido de su voz se amplificó con las ondulaciones de Su poder y se fundió con la resonancia de Su abrazo, completándose así.
Emrakul vio a Edith ante ella. La miró desde lo alto con un enorme y brillante ojo magenta.
Y Edith vio a Emrakul. Contempló el resplandor, paralizada, cada vez más sumida en la intensidad de Su ser. Había mucho que contemplar, mucho en lo que convertirse. La había elegido―. So'ymrakul.
Se inclinó más.

Las profundidades de Ulvenwald

Se inclinó más y apoyó la espalda en la de Alena. Se cubrieron la una a la otra, rodeadas. Hal sintió el impulso de rendirse, de desplomarse en el suelo. Sin embargo, se concentró en el calor que desprendían los brazos esculpidos de Alena, en la sensación que causaban en su propia piel sudorosa, y actuó como si el mundo no estuviera al borde del caos―. ¿Por dónde prefieres empezar? ―preguntó fingiendo indiferencia y manteniendo la vista al frente.
Giraron espalda con espalda y midieron a qué debían enfrentarse. Estaban en una arboleda de Ulvenwald, pero Ulvenwald no era el mismo bosque que habían conocido. Todo se había vuelto retorcido y horripilante: ahora los árboles tenían brazos con dedos largos y delgados que trataban de atrapar a Hal por el pelo; las zarzas tenían bocas que farfullaban y chillaban; el musgo tenía patas y correteaba como una horda de ratas; incluso los aldeanos, que normalmente no pisaban el bosque, se habían rendido a la fuerza coactiva y se habían convertido en cosas mucho peores que los peores monstruos que Hal había visto jamás.
―Empecemos por los aldeanos ―respondió Alena.
―De acuerdo ―confirmó Hal.
Eran tres, tan mutados que apenas se reconocía su forma humana.
―Úne'mrakul. Sé'mrakul ―instaban.
Hal sintió la llamada de sus palabras. Los aldeanos se habían rendido a ella, como Hal había estado tentada de hacer. Habían sucumbido y ahora no tenían que seguir luchando.
―So'ymrakul. Sé'mrakul.
Hal oyó un pitido y se revolvió por dentro. Sería tan fácil... Solo tendría que... "¡No!". Los latidos estables de Alena se lo impidieron.
―Empezaré por el acelerado; tú ocúpate del grueso. ―La voz de Alena no temblaba en lo más mínimo.
―Buen plan ―respondió Hal obligándose a ignorar la opresión que sentía en la garganta y la cabeza. Lo intentaría. Lucharía. Apretó la empuñadura de la espada y blindó la mente contra aquel cántico confuso. "El grueso". Se centró en el aldeano grueso... y dio un grito ahogado.
»Alena. Alena, ese es...
―El anciano Kolman ―confirmó Alena echando un vistazo de soslayo―. Que el ángel se apiade de él.


Hal se mareó y la vista se le nubló. "No puede ser...".
―So'ymrakul. ―La abominación se tambaleó hacia delante. Hal solo pudo blandir su espada y bloquear el brazo grueso y bifurcado.
»Úne'mrakul. Sé'mrakul. ―Las palabras del anciano Kolman resonaron en la confusa mente de Hal. ¿Cómo podía ser aquel monstruo el hombre que había conocido?
La criatura atacó de nuevo con un brazo grueso como el tronco de un árbol. Hal se tambaleó hacia atrás y su mente dio vueltas.
―Úne'mrakul. Sé'mrakul. ―Las palabras la envolvieron una y otra vez. Le decían que no pensase, que no se preocupara, que se rindiese. Sé'mrakul. So'ymrakul.
―¿Hal? ―La voz de Alena―. ¡Hal! ―El brazo de Kolman―. ¡Cuidado, a la derecha!
Hal oyó las palabras, pero no las entendió. De pronto, un relámpago plateado partió en dos el brazo del anciano. La espada de Alena. Hal sabía que también debía blandir su espada, pero pesaba demasiado. No quería que la blandieran.
Sé'mrakul. Úne'mrakul. Se sentía como si flotara.
―¡Hal! ―Alena sonaba enfadada. Pero estaba lejos. Muy lejos.
Sé'mrakul.
―Quédate a mi lado, Hal.
So'ymrakul.
―Te necesito.
So'ymra...
―¡Por favor!
Fue el tacto de Alena, de los dedos sudorosos que aferraron a Hal por la muñeca, lo que la rescató del abrazo asfixiante. Cuando volvió en sí, estaba tendida, mirando a su amada.
―¿Hal? Por favor, Hal...
No quería que Alena se enfadara. No quería que Alena estuviera tan lejos. No quería que Alena se quedara sola.
Tenía que luchar. Era difícil. Más difícil que cualquier cosa que jamás hubiera hecho. Pero tenía que hacerlo. Expulsó de su mente la opresión y encontró fuerzas para levantar su arma―. Estoy bien, Alena ―le aseguró―. Estaré bien.
―Claro que lo estarás. ―Alena la ayudó a levantarse y Hal sintió cómo la tensión abandonaba el cuerpo de su amada.
―Sé'mrakul ―balbucearon los carrillos del anciano.
Hal miró al hom... "No". Aquella cosa no era un hombre; no era el anciano Kolman. Era un monstruo. El monstruo que había amenazado con separarla de la estoica mujer que estaba junto a ella. No lo permitiría.
―Ataquemos juntas ―sugirió Alena.
―Sí, será lo mejor. ―Permanecieron la una junto a la otra, hombro con hombro.
―A mi señal ―dijo Alena.
Hal no necesitaba la señal de Alena para seguirla: cuando sintió el movimiento de sus músculos, los suyos respondieron instintivamente. Se movieron como un hacha de dos cabezas y golpearon por ambos flancos, pero siempre unidas en el centro. Alena cercenó el brazo izquierdo del monstruo y Hal le cortó el derecho. Los apéndices cayeron al suelo y siguieron retorciéndose, pero la abominación parecía no haberse dado cuenta y se abalanzó sobre ellas―. So'ymrakul.
Hal lanzó otro golpe y decapitó a lo que tiempo atrás había sido un hombre santo. Sin embargo, la cabeza continuó balbuciendo―. ¡So'ymrakul, sé'mrakul, Emrakul!
―¡Calla! ―Hal no soportó seguir oyendo aquellas palabras. Alzó la espada y descargó un tajo tan fuerte que partió la cabeza en dos. Una masa de raíces entrecruzadas brotó de ella, como si siempre hubiera estado alojada allí.
El cántico cesó. Lo habían conseguido.
Hal estiró un brazo a un lado y encontró la mano de Alena. La inmediatez con la que se entrelazaron sus dedos le dijo que Alena siempre estaría a su lado. Prometió en silencio que haría lo mismo por ella.
―So'ymrakul. ―Otro aldeano se acercaba por la espalda―. Sé'mrakul.
Hal estuvo a punto de gritar. Y entonces lo vio: tras el cadáver del anciano había un camino, una salida de aquella arboleda de horrores―. ¡Vamos! ―Tiró de la mano de Alena―. ¡Por aquí!
Alena siguió a Hal a través de los apéndices y los amasijos retorcidos que trataban de alcanzarlas. Salieron a la espesura. Salieron adonde el aire no apestaba a carne podrida. Salieron adonde las zarzas seguían quietas y el musgo no correteaba antinaturalmente por el suelo.
Corrieron hasta que dejaron de oír el cántico, hasta que ya no sintieron opresión en sus cabezas. Y entonces siguieron corriendo, hasta que sus músculos no pudieron más y sus pulmones ardieron de fatiga. Se detuvieron al borde de un risco y se desplomaron la una contra la otra, frente con frente, con las manos aferrando los hombros de la otra y los alientos fundiéndose en el espacio cada vez menor que separaba sus labios.
―Hal...
―Alena...
Jamás renunciarían a aquello; jamás se separarían.

Los cielos de Innistrad

Jamás se separarían, jamás. Habían visto la luz y sentido el poder. La verdad las había abrazado. Las había hecho.
Bruna había desaparecido.
Gisela ya no existía.
Se habían convertido. Eran ella. Una. Una'mrakul.
El ángel de Emrakul desplegó sus cuatro alas, extendió sus dos brazos y gritó con una voz que surgió de dos bocas―. ¡Somos Emrakul!


Eran a Su imagen, la imagen de la verdad perpetua, y su voz era la Suya―. ¡Somos Emrakul!
Su llamada atrajo a otros―. ¡So'mrakul! ―Las voces se elevaron desde la superficie del mundo y se fundieron en un sonido, una verdad―. ¡Una'mrakul, sé'mrakul, so'mrakul!
Era gloria. Era todo. Era Ella.
El ángel de Emrakul guio a todos los de abajo para que siguieran Su forma radiante. Lo que antes era oscuro se bañaba ahora en Su luz, la luz verdadera que se propagaba más y más, como un amanecer que pronto llegaría a todos los rincones del mundo―. ¡Todos son Emrakul! ¡Somos Emrakul!

La carretera de Thraben

Somos Emrakul. Todos son Emrak...―. ¡Agh! ¡Fuera! ―Jace apartó de su mente el torbellino de palabras con un gesto severo―. Y no volváis.
Tamiyo le había enseñado a combatir la presencia enloquecedora de Emrakul, pero mantener el bastión mental era más difícil de lo que parecía al verla a ella. Eso sería un problema, un grave problema para su plan.
Cada vez que se concentraba demasiado tiempo en algo que no fuera el titán eldrazi, Su entramado volvía a extenderse por su cabeza, a corromper sus defensas y hurgar en los rincones más profundos de su mente.
Esta vez había sido la imagen del ángel corrompido lo que había distraído a Jace. Hasta entonces había mantenido la vista clavada en la espalda de Tamiyo y se había centrado en la caminata a través de las rocas; la seguía hacia lo que ella denominaba "el punto del nexo". Sin embargo, la presencia del ángel había sido imposible de ignorar. Su forma era tan sobrenatural que Jace no había podido vencer a la curiosidad. Un simple vistazo le había abrumado al instante; Jace había tenido que esforzarse para analizar lo que veía. Al principio había pensado que se trataba de un demonio, pero en realidad era mucho peor. Para cuando había distinguido las múltiples alas, el tejido entrecruzado que conectaba las dos cabezas y la voz fusionada y resonante, había perdido el control de sí mismo. No podía permitirlo. Necesitaba confiar en su mente para hacer lo que pretendía. ¿De verdad se atrevería a hacerlo? ¿Cómo justificaría traer a los demás allí y exponerlos a aquella locura?
La duda descendió hasta el fondo de su estómago y le causó una oleada de náuseas. Había decidido que era lo correcto, ¿o no? Sí, pensaba que era la única solución. Estaba seguro... Casi seguro. Relativamente seguro―. ¡Agh! ―Se llevó las manos a la cabeza.
―¡Shh! ―Tamiyo giró la cabeza y le lanzó una mirada fulminante.
―Perdón ―dijo Jace levantando las manos a la defensiva.
Tamiyo frunció el ceño, pero volvió a centrarse en el camino, en su luz mágica y sus pisadas sigilosas. Jace pensó que debería decírselo. Decirle que aguardara allí hasta que trajese ayuda. Se enfrentaban a algo demasiado grande para ellos dos. En realidad, siempre lo había sido, incluso cuando Jace creía que el único problema era Avacyn, el ángel demente. De no haber sido por la intervención de Sorin en la catedral... "Sorin". Jace maldijo al vampiro que había llevado a Innistrad al borde de la destrucción y luego se había marchado, dejando el desastre en sus manos.
Sin embargo, él solo no podría encargarse de un titán eldrazi. Pero nunca tendría que hacerlo sin ayuda. Gideon le había dicho que regresase a Zendikar si descubría algo sobre el paradero de Emrakul. Pues bien, Jace había hecho algo mejor: la había encontrado. Seguro que Gideon se alegraría de oírlo.
Tamiyo se detuvo en la orilla y levantó su linterna. Jace siguió el brillo de la luz intensificada mágicamente y elevó la vista hacia el cielo. En cuanto lo hizo, deseó no haberlo hecho.
Era la primera vez que la veía: allí estaba el titán, Emrakul.


Jace se quedó paralizado.
Juraría que Emrakul era incluso mayor que los otros dos titanes y, en cierto modo, inmensamente más poderosa. Llevaba muy poco tiempo en aquel mundo, pero gran parte de él ya parecía pertenecerle. Todo Innistrad se había desarraigado para seguirla. Los sectarios, transformados a Su imagen, se arrastraban por las rocas y abandonaban todo lo que habían sido en su vida anterior. Los animales y los monstruos terrestres, celestes y marinos formaban manadas a su paso. Los árboles, el musgo, las zarzas e incluso las algas se inclinaban para estar más próximos a su presencia distorsionadora.
Jace también sintió el impulso de seguirla. So'ymrakul.
"¡No!".
Deseó poder sujetarse por los hombros y zarandearse a sí mismo. Tenía que despejar la mente. Tenía que pensar. No podía dejar que Ella se saliera con la Suya. Repitió el proceso que le había enseñado Tamiyo y apretó los puños por el esfuerzo. Asegurarse de que no quedaran residuos de delirio era como quitarse telarañas en el interior de la cabeza. Telarañas entrecruzadas y gruesas, exudadas por un Eldrazi colosal y decidido a consumir la mente de todos los seres vivos del mundo. Jace se estremeció.
Eso era lo que debería hacer por Gideon, Chandra y Nissa: tendría que proteger sus mentes, junto con la suya. No podía traerlos a Innistrad y dejar que Ella los consumiera. No lo permitiría. La cuestión era otra: ¿podría conseguirlo? Se lo había preguntado un centenar de veces, pero aún no tenía la respuesta.
―¿Dices que la llaman Emrakul? ―La curiosidad de Tamiyo sacó a Jace de sus pensamientos. Se fijó en ella; su rostro era la encarnación de la serenidad, como si proteger la mente contra la locura fuese tan fácil como respirar.
―Sí, ese es uno de los nombres que le han puesto ―respondió Jace.
―Es fascinante que un ente así tenga nombre. ―Tamiyo echó mano del catalejo que llevaba al cinto y observó a Emrakul a través de él―. Me pregunto si Ella lo usa para sí misma.
Jace nunca se había detenido a pensarlo. Él jamás le habría dado importancia a esa cuestión, pero la pueblo-lunar veía las cosas de un modo muy distinto. Volvió la vista hacia el cuerpo descomunal de Emrakul y trató de verla como la veía Tamiyo. Se fijó en Su enorme ojo magenta. Era cálido y acogedor. Se preguntó qué encontraría si entrara en él. Se detuvo al borde del precipicio. "¿Cómo te llamas?", preguntó. "¿Cómo te llamas a ti misma?".
Un aluvión de palabras reverberaron en todos los rincones de su mente:
La infinidad eterna; este mundo es mío.
Lo absoluto; lo tendré todo.
El comienzo; yo seré todo.
El ser; todos so'mrakul.
El fin.
El fin.
El fin.
Jace se retiró y respiró hondo. Aquello no era el fin. No dejaría que fuese el fin. Ni el suyo ni el de Innistrad. Tenía que dejarse de dudas y de posponer las cosas; debía confiar en su mente. Volvió a observar a la serena Tamiyo. Si ella podía hacerlo, él también; lo haría por los demás. "Sin duda". Había llegado el momento de traer a los Guardianes a Innistrad. Se aclaró la garganta―. Tamiyo, tengo que irme.
―¿Cómo? ―Tamiyo se volvió hacia él con los ojos abiertos de par en par.
―Hay otros tres Planeswalkers. Son poderosos, los mejores, y pueden ayudar. Tengo que ir a buscarlos. En otro mundo, destruimos a dos seres como ese ―dijo ladeando la cabeza hacia Emrakul sin llegar a mirarla.
―¿Dos? ―Tamiyo parecía reacia a creerle.
―Fue un esfuerzo inmenso para todos, pero lo hicimos.
Tamiyo le miró entornando los ojos. Jace sintió el impulso de apartar la mirada; se sentía culpable bajo aquel escrutinio, aunque no tenía claro por qué. Y entonces ella sonrió―. Lo hicisteis. Sí, en verdad lo hicisteis. Vaya, esa historia tengo que oírla. ―Suspiró―. Pero en otra ocasión. Si la historia de este mundo espera tener un final que no desemboque en oscuridad, todos debemos hacer lo que nos corresponde.
―¿Me acompañarás?
―No, Jace, ese no es mi camino.
―¿Estarás aquí cuando regresemos?
―Todos estaremos donde debemos estar.
Jace abrió la boca para discutir, pero entonces sintió un tacto tranquilizador en su mente. Tamiyo. Ya no tenía que luchar para conservar la cordura; ni siquiera recordaba lo duro que había resistido hasta hacía un segundo. Era como si un horrible dolor de cabeza por fin hubiera desaparecido. Alivio. Se relajó en él.
―Protegeré tu mente para que puedas viajar entre los planos ―afirmó Tamiyo―. Vete.
En ese momento, Jace no quiso hacer otra cosa excepto eso. Quería marcharse, dejar aquel mundo y al titán. Regresar al plano que ya habían salvado: Zendikar. Portal Marino. Los tritones, los kor y los vampiros estarían allí, juntos. Nissa estaría allí, con sus brillantes ojos verdes. Y Gideon, con sus anchos hombros y su sonrisa fácil. Y...
―Anda, mira tú quién ha decidido volver de una vez. ¡Eh, Gideon! ¡Ven!
... Chandra.

―¡Ya era hora! ―Las fuertes pisadas de unas botas se materializaron en los oídos de Jace y la imagen persistente de la amenazadora Emrakul dio paso al rostro risueño de su amigo.

Luna Horrores: Piedra y Sangre

Seis mil años antes de los acontecimientos de Luna de horrores, tres Planeswalkers colaboraron para atrapar a los monstruosos Eldrazi en el mundo de Zendikar. Nahiri, una kor nativa del plano, permaneció allí para vigilar a los prisioneros, mientras que el vampiro Sorin Markov y Ugin, el dragón espíritu, accedieron a regresar si su ayuda fuera necesaria. Sin embargo, los Eldrazi estuvieron a punto de liberarse hace un milenio y ni Ugin ni Sorin acudieron a la llamada. Sorin era amigo de Nahiri, por lo que su ausencia preocupó y desconcertó a la kor. Tras contener el intento de huida de los Eldrazi, Nahiri partió en busca de su amigo. Los recuerdos de Sorin nos revelaron que su reencuentro no terminó bien, pero toda historia tiene dos versiones...


El reencuentro
Mil años atrás
Nahiri se zambulló en el caos de la Eternidad Invisible, el espacio entre los mundos. Había dormido demasiado tiempo en su crisálida de piedra. Había permitido que ciertos seres vagaran sin que ella fuese consciente de ello. Ya había enmendado la negligencia más atroz y había reforzado los sellos que mantenían presos a sus cautivos, con lo que también había enviado a sus siervos al olvido. Su mundo estaba a salvo, al menos de momento.
Ahora había llegado el momento de encontrar a un viejo amigo y enmendar otra cosa menos tangible.
Nahiri no tardó mucho en percibir la presencia que buscaba y centrar su atención en ella; distorsionó el mundo a su alrededor hasta que se aproximó. Su amistad con Sorin Markov se había vuelto antigua, se había convertido en una reliquia deslustrada, pero él había sido su primer aliado y Nahiri podría reconocerle en cualquier parte.
De pronto apareció en un risco que se elevaba sobre un mar oscuro y agitado. Nunca había estado allí, pero aquel paisaje no le sorprendió. Innistrad y Sorin se habían moldeado mutuamente y aquel mundo era muy apropiado para él: parecía siniestro y peligroso, inhospitalario casi adrede. Y la luna... Había algo extraño en aquella luna que se reflejaba en el agua. Algo que tiraba de sus sentidos.
Sorin jamás la había llevado allí, pero le había hablado de Innistrad con nostalgia. Nahiri sabía que él esperaba contar con su ayuda para defenderlo, como ella había esperado contar con la de él para defender Zendikar. Al final, ninguno de los dos había conseguido lo que esperaba.
Sorin no estaba en los alrededores.
En la cima del risco, donde ella había notado su presencia, lo que había era un enorme bloque de plata de más de doce metros de altura, toscamente tallado. Tenía varias caras, pero eran irregulares y desiguales, como si un litomante aficionado hubiera extraído del suelo aquella mole y aún no se hubiese molestado en terminar de labrarla.

Sin embargo, estaba terminada; sin duda, le dio la sensación de que era el resultado final de un esfuerzo tremendo, más que una obra inconclusa. No la habían perfeccionado porque eso era irrelevante para lo que fuese aquella estructura. O para lo que hiciese.
Y aquella... cosa... era lo que había percibido. No a Sorin. La Cosa le había hablado de él a través de la turbia extensión de la Eternidad Invisible.
Las únicas presencias en el risco eran el viento, el monolito de plata y un árbol atrofiado de hojas rojizas. Nahiri no prestó atención al árbol y comenzó a rodear el enorme trozo de plata.
Tenía varias caras. Eran siete, o tal vez ocho, dependiendo de lo generosa que fuera con su definición de "ángulo". Pero al fin y al cabo eran caras, moldeadas a propósito, casi como... No, no había edros en Innistrad; además, Sorin no tenía ni manera de crearlos ni motivo para hacerlo.
Sin embargo, al igual que los edros, la Cosa parecía tener un propósito bajo su sustancia física. La examinó usando la litomancia y sondeó el metal puro para tratar de obtener una imagen de su estructura interna.
Nada. Nada en absoluto. Era capaz de sentir las partículas de roca a casi un kilómetro de profundidad, de sentir el lento y constante latido de las placas tectónicas que danzaban pausada e inexorablemente. Pero no podía acceder a los secretos de aquel monolito de plata. No era capaz ni de vislumbrar su interior. Su poder se desvanecía en él, como si fuera un pozo infinito. Casi como... Pero no. No era lo mismo. Aquella estructura no era un edro. No en aquel mundo.
Se agachó y miró debajo de la Cosa, medio esperando verla flotar sobre el suelo. Sin embargo, la base estaba enterrada en el suelo por una raíz de plata relativamente estrecha, no mucho más ancha que la propia Nahiri.
Se levantó y continuó su lento recorrido alrededor de la Cosa, pasando los dedos por ella para suplir la inspección minuciosa que parecía incapaz de hacer. No sabía cuánto tiempo había pasado examinando el monolito de plata, pero la luna estaba más alta cuando una voz familiar sacó a Nahiri de su ensimismamiento.
―Espero que perdones mi intento rudimentario de moldear la piedra, joven.
Se giró hacia la voz. "¡Sorin!".
Cabellos blancos, gabardina negra, aquellos extraños ojos anaranjados... Qué siniestro era su aspecto, qué seria era su mirada; aun así, Nahiri fue incapaz de contener una sonrisa.
―¡Sorin, amigo mío! ―consiguió decir por fin―. ¡Estás vivo!
Él le devolvió la sonrisa, se acercó a ella y posó una mano en su hombro. Viniendo de él, aquello era un gesto de entusiasmo.

―¿Por qué no habría de estarlo?
Levantó una mano y estrechó la de Sorin. Nahiri había despertado y su cuerpo estaba impregnado de calor y vida. Los dedos de él seguían tan fríos y muertos como siempre.
―Porque no viniste ―respondió ella―. A Zendikar, cuando activé la señal del Ojo de Ugin. Ni siquiera respondiste. Tenía miedo de que...
Sorin retiró la mano y frunció el ceño.
―¿Los Eldrazi han escapado de su prisión?
―Sí, lo hicieron.
―¿Y dónde está Ugin? ―preguntó él.
―Él tampoco vino ―dijo Nahiri procurando que el rencor no asomara en su voz―. Pero yo me encargué de ellos. Sola. Utilicé todo el poder que pude reunir para sellar de nuevo la prisión de los titanes.
De pronto se dio cuenta de que ahora era mucho más anciana de lo que había sido Sorin cuando se conocieron. En sus recuerdos, él era muy superior: era su mentor y había vivido un milenio más que ella. Pero ahora, ¿qué diferencia marcaban mil años? Ahora estaban a la par. Como mínimo.
―Cuando terminé, vine a buscarte ―continuó ella―. Tenía que saber si seguías vivo. Y veo que sí.
"Veo que sí". La alegría de ver a Sorin se desvaneció. Se había preocupado mucho por él; temía que le hubiera ocurrido algo o que se hubiera sumido en un malestar durante milenios, al igual que ella. Había venido a Innistrad para encontrarlo, para salvarlo... Pero estaba claro que no necesitaba ayuda.
―¿Dónde estabas? ―le preguntó―. Sorin, ¿por qué no respondiste a la señal?
―No la recibí ―respondió él.
―¿Cómo es posible?
―Hmm ―musitó él. Un simple hmm por respuesta, desinteresado y carente de urgencia.
Sorin se puso a su lado y apoyó una mano en la superficie de la Cosa.
―Cuando iniciaste la custodia de los Eldrazi, comprendí que mi plano necesitaba urgentemente un medio de protección propio, sobre todo en mi ausencia. Este Helvault es la mitad de lo que creé para que sirviese como protección.

"Helvault". Nahiri sintió un escalofrío. "La Cámara Infernal". ¿A qué podía estar destinada aquella construcción?
―No descarto ―prosiguió él con apatía― que la señal del Ojo fuese incapaz de atravesar la magia que protege este mundo.
¿La hechicería del propio Sorin le había impedido contactar con él? Nahiri tuvo una repentina sensación de vértigo y pensó bien sus próximas palabras.
―Y cuando lo creaste, ¿sabías que eso podría suceder?
―No lo contemplé ―contestó él―. Ahora entiendo que era una posibilidad.
"¡Por la roca y el cielo!".
En los inicios de su asociación, antes de que Nahiri entendiese lo que era Sorin y en qué se había convertido ella misma, el vampiro le había preguntado si quería aprender a luchar como él. Le había respondido que sí... y entonces él había intentado matarla.
O esa era la impresión que había tenido Nahiri. Poco después se percató de que Sorin se había contenido: la había atacado físicamente, cuando podría haberla fulminado con un pensamiento. Nahiri había resistido brevemente, hasta que el pesado montante de Sorin la alcanzó en el antebrazo con un crujido terrible y el dolor la abrumó.
Enhorabuena ―había dicho él, de pie a su lado―. Has durado casi seis resuellos. Tuyos, por supuesto. Vamos, levántate.
¿Que me levante? ―había protestado ella―. ¡Me has roto el brazo!
Pues arréglalo ―había dicho él sin mirarla siquiera.
¿Que lo arregle? ¿Que lo arregle? ¿Cómo demonios voy a...?
Sorin por fin le había explicado entonces que ella también había dejado de ser mortal. Que su cuerpo era una comodidad, una proyección de su voluntad.
Tendrías que habérmelo dicho desde el principio ―se había quejado ella, conteniendo sus lágrimas de ira.
Cierto ―había respondido él con aquella voz apática pero benevolente―. No lo contemplé.
Y ahora volvía a utilizar aquella voz, a tratarla con altanería. Sin embargo, la niña a la que había guiado había muerto tiempo atrás, sepultada en una tumba de piedra. Ahora solo quedaba una Planeswalker. Y a una Planeswalker no se la podía tratar con condescendencia.
―¿Una posibilidad? Pusiste en riesgo mi plano, o peor aún. ―No pudo disimular el dolor en su voz―. Me abandonaste.
Sorin hizo un gesto desdeñoso con sus pálidas manos.
―Solo tomé las precauciones adecuadas para defender mi plano. Considero que no...
Nahiri había tenido suficiente. Más que suficiente.
―Tú y yo teníamos un acuerdo ―le espetó.
Sorin no pudo negarlo. Hacía cinco mil años, Nahiri había accedido, a regañadientes, a atrapar a los Eldrazi en Zendikar, su propio mundo. Por su parte, los dos Planeswalkers que la ayudaron le habían ofrecido una forma de contactar con ellos si los Eldrazi amenazaban con liberarse.

Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a sus monstruosos prisioneros. Se había encerrado en la roca y había visto pasar las décadas y los siglos como si fueran nubes bajo el sol. Los Eldrazi habían puesto a prueba la resistencia de la prisión y habían liberado a sus abominables engendros en un mundo que su presencia había alterado de maneras que Nahiri no comprendía plenamente. Nahiri había despertado de su letargo autoimpuesto y había dado la alarma.
Pero ninguno había acudido. Ni el dragón Ugin, en quien nunca había confiado completamente y cuyas intenciones y orígenes eran enigmas para ella. Ni Sorin, su mentor; su amigo.
Había tenido que enfrentarse a la crisis ella sola y su mundo había pagado un gran precio, mucho mayor del que habría pagado si sus aliados hubieran respetado el acuerdo. No había comprobado todo el daño que los Eldrazi habían causado al mundo y a sus gentes antes de que reprimiera el resurgimiento. Pero lo había conseguido e inmediatamente después se había marchado en busca de Sorin, ya que temía por su existencia.
Y ahora acababa de descubrir que él había hecho algo peor que ignorar su petición de ayuda. La había bloqueado, en su intento de proteger su mundo de las influencias exteriores.
Le había dado la espalda.
―No menosprecies lo que sucedió ―dijo ella―. Estuve dispuesta a poner en peligro mi mundo para encerrar a los Eldrazi en él. Prometí encadenarme a Zendikar para ser su custodia. Pasé milenios vigilando a esos monstruos. ¿Tienes idea de lo que es eso? Tú solo tenías que venir cuando te necesitase.
El suelo empezó a temblar y el lecho de roca que había bajo sus pies vibró cada vez más fuerte, en sintonía con su ira. De toda la roca y el metal de los alrededores, solamente la plata del Helvault parecía estar más allá de su influencia.
―No te atrevas a decirme lo que debo hacer, joven ―replicó él―. No estoy obligado a nada. ¡No te debo nada! Te encontré cuando tu chispa de Planeswalker se encendió. Podría haber acabado contigo allí mismo, pero te perdoné la vida.
Se encaró con Nahiri, con los ojos anaranjados llenos de malicia y el rostro a escasos centímetros del suyo.
―Fui tu mentor y te convertí en lo que eres ―continuó―. Si te parece necesario incordiar a alguien, ve en busca de Ugin. A mí se me ha agotado la paciencia.
Se le había agotado la paciencia. La paciencia. La amargura se convirtió en furia en un segundo incandescente.
Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a los Eldrazi... Pero no solo por su plano, sino por todos los demás. Por Innistrad. Y por una vez, una vez en cinco mil años que había llamado a Sorin para que cumpliera una sencilla promesa (una promesa que había hecho por interés propio, solo porque así mantendría a salvo su propio mundo), él no había acudido. No había aparecido.
La paciencia de Nahiri también se había agotado durante su interminable custodia de los Eldrazi. Estaba harta: harta de esperar, harta de rogar y, sobre todo, harta de que él la tratara como a una niña. Si Sorin necesitaba una demostración de que ya no era su discípula, tendría que proporcionársela.
Nahiri convocó una columna de roca de las profundidades que pisaban, de granito antiguo y fuerte. La tierra se agitó y Sorin luchó por mantener el equilibrio. La columna de roca surgió del suelo y elevó a Nahiri sobre el paisaje.
―No pienso ir a ninguna parte.
Extrajo más rocas del suelo, las afiló hasta convertirlas en dardos e hizo que dieran vueltas alrededor de ambos.
Sorin desenvainó su espada.
―Nunca te he amenazado ―le dijo levantando la cabeza hacia ella―. Ni una sola vez. Si vamos a hacernos enemigos, joven, la culpa recaerá completamente sobre ti.
―No vuelvas a llamarme así ―replicó ella―. Fuésemos lo que fuésemos en el pasado, puedes ver que ahora estamos a la par.
Aquellos ojos anaranjados mostraron un momento de duda... ¿Y quizá un atisbo de miedo? ¿Había pensado por un segundo que ella podría tener razón y que su orgullo necesitaba un buen correctivo?
―Lo único que veo es un berrinche ―respondió él―. Si hubieses venido a hablar con un igual, tendrías que haber acordado una tregua, siguiendo los protocolos de parlamento entre Planeswalkers.
―He venido a hablar con un amigo ―dijo Nahiri.
―Entonces no veo motivos para quejarte ―comentó Sorin―. Los amigos dicen verdades dolorosas, ¿no es así?
Mucho tiempo atrás, una joven ignorante había considerado un amigo a aquella criatura despreciable. Cuando el último vestigio de aquel sentimentalismo de juventud se evaporó, Nahiri atacó.
Se abalanzó contra Sorin montada en un puño de roca. No tenía armas. No las necesitaba. El mismísimo suelo la obedecía.
Sorin desencadenó una explosión de magia de muerte que la alcanzó de pleno en el pecho y la derribó. La columna de piedra retrocedió súbitamente para permanecer bajo sus pies.
El vampiro saltó con fuerza y se propulsó directamente hacia ella mostrándole los colmillos; su espada resplandecía a la luz de aquella extraña luna acechante. Nahiri saltó de la columna y cayó en el suelo flexionando las piernas. Sorin giró en el aire, preparado para patear la columna de piedra y caer sobre su oponente... pero la roca lo devoró.
Nahiri se puso en pie y apretó los puños para aplastar a Sorin en la roca.
Una grieta se formó en la piedra, y luego muchas otras, todas resplandeciendo a causa de la magia del vampiro. La columna estalló con un rocío de luz y piedra cuando Sorin se liberó por la fuerza. Aterrizó en el suelo con elegancia.
Sin embargo, parecía dolorido.
―No quiero tu enemistad ―dijo Nahiri―. Lo único que he querido siempre era tu ayuda, Sorin. Hiciste una promesa. Ven conmigo.
―Ahora no ―respondió Sorin con una calma exasperante―. Dentro de un tiempo, tal vez. Este es un momento crítico para...
―¡¿Un momento crítico?! ―exclamó Nahiri―. Los Eldrazi estuvieron a punto de escapar. Piensas en términos de eones, pero los Eldrazi podrían estar sueltos ahora mismo. Todo nuestro esfuerzo no habrá servido de nada y tu propio plano estará en peligro. ¿Acaso no te importa?
Entonces se dio cuenta de algo. Encerrar a los Eldrazi había sido la labor de su vida, un esfuerzo constante que la había retenido en su plano durante casi toda su existencia. Sin embargo, para él había sido como un pestañeo: cuatro décadas de esfuerzo moderado, hacía cinco mil años, a cambio de milenios de tranquilidad. Y ahora, con sus nuevas contramedidas, tal vez Innistrad ni siquiera corriera peligro. Nahiri, Zendikar y cien millones de edros colocados cuidadosamente quizá hubieran cumplido su propósito, en la mente de Sorin Markov.
Nahiri rugió y desató contra él una tormenta de dardos de piedra, todos del tamaño de un antebrazo y afilados como agujas.
Sorin redujo a polvo algunos proyectiles antes de que se acercaran, repelió muchos más con un barrido de su espada y gruñó cuando tres de ellos atravesaron su cuerpo.
Sus ojos se encendieron con un brillo blanco, demasiado intenso, y Nahiri sintió sobre los hombros un gran peso que la hizo caer de rodillas. Había demasiada claridad...
Levantó la vista.
La luna. Había convocado un rayo de luz lunar, pesado como un peñasco pero completamente insustancial. Y entonces, bañada en aquella luz, respirando su olor, Nahiri entendió qué había de extraño en la luna de Innistrad.

La luna estaba hecha de plata. Como el Helvault.
Sorin arrancó uno a uno los dardos de piedra y las heridas se cerraron sin derramar sangre. Caminó hacia ella, pero sus pasos eran indecisos y su espada pendía. ¿Tan débil se había vuelto?
Aun así, su magia era poderosa. La luz lunar no solo inmovilizaba el cuerpo de Nahiri, sino que también anulaba su magia. Mientras el hechizo perdurara, ella sería incapaz de alterar nada fuera del haz de luz.
―Vuelve a casa, Nahiri ―dijo él con cansancio―. Pon fin a esta farsa y dejaré que...
Nahiri enterró las manos en el suelo y extendió su voluntad hacia abajo, hacia la propia tierra.
Se hundió en una matriz de roca y, por un momento, dejó atrás su ira, la maldita arrogancia de Sorin y aquel extraño e inflexible monolito de plata cuyo propósito aún no lograba comprender. Solo estaban ella y la roca, separadas de todo excepto del lento y constante latido del mundo, como había sido durante cinco mil años.
Podía marcharse del plano y regresar a Zendikar, al aislamiento. De hecho, no necesitaba la ayuda de Sorin. Ya no. Sin embargo, dejar asuntos sin resolver en Innistrad resultaría indeciblemente peligroso y podría provocar represalias. Si lo hiciera, se ganaría un enemigo. No se marcharía mientras aún hubiese una posibilidad de impedirlo.
Los pasos inquietos de Sorin reverberaban en la superficie, en dirección al Helvault.
Moldeó la roca bajo ella para formar otra columna, disolvió la piedra que se interponía entre ella y la superficie y emergió del suelo una vez más. Sorin había disipado el rayo de luz lunar y ahora apoyaba la espalda en el Helvault, buscando un mínimo de protección.
Nahiri se elevó en su columna de granito y observó desde arriba al vampiro mientras extraía una nube de rocas del suelo y las situaba alrededor de sí.
No quería matar a Sorin. En verdad no quería hacerle daño. Lo que quería era arreglar las cosas entre ellos, recuperar lo que habían perdido. Pero para que aquello ocurriera, tendría que ganarse su respeto. Y para conseguirlo, tendría que derrotarle.
Sorin se apoyaba en su espada. Si accedían a tratarse como iguales, parecería que Nahiri le estaría haciendo un favor a él.
Pero algo no iba bien. Sorin estaba demasiado débil, más de lo que recordaba de su juventud. Nahiri se percató de que el Helvault irradiaba la esencia del vampiro y se preguntó cuánta había imbuido en él.
Entonces descendió hacia él en su columna de piedra. Cuando pasó junto a una de las rocas flotantes, levantó una mano hacia ella. La piedra se calentó al instante, se fundió y los metales de su interior respondieron a su voluntad.
Extrajo una espada completamente forjada y siguió avanzando hasta tuvo a Sorin a sus pies, con la mirada puesta en el filo incandescente.
―Sorin, cumplirás tu promesa. Regresarás conmigo a Zendikar. Me ayudarás a comprobar las medidas de contención y a garantizar que los Eldrazi están presos. Solo entonces podrás escabullirte.
Sorin escupió.
Entonces, todo se iluminó de nuevo, más que a la luz de la luna, y una silueta descendió gritando desde los cielos. Nahiri entrevió unas alas y una lanza luminosa antes de que la figura se precipitara sobre ella y la arrojase del pedestal. Cayeron juntas y se estrellaron contra el suelo, donde abrieron un profundo surco en la tierra. La panoplia de rocas de Nahiri se vino abajo cuando perdió la concentración.
Finalmente, quedó tendida boca arriba y vio quién la había atacado.

Era un ángel de lo más imponente, de cabellos blancos, piel blanca y negra y ojos inexpresivos. Nahiri acababa de sufrir el ataque de un ángel.
Había conocido a otros en Zendikar. Eran seres distantes y, en cierto modo, temibles, pero eran guardianes, criaturas de la justicia y el bien. Y jamás había visto a uno lo bastante estúpido como para atacar a una Planeswalker.
Antes de que Nahiri pudiese hablar, e incluso asimilar lo que estaba ocurriendo, el ángel levantó su lanza. Las puntas brillaron como dos soles gemelos y la cegaron.
Volvió a hundirse en la roca y sintió las puntas de la lanza clavándose en la tierra donde se había ocultado.
Esta vez no se tomó un momento para reposar. Surgió del suelo entre un estallido de tierra, espada en mano, y cuando el ángel se protegió de la ráfaga de piedras, Nahiri atacó. Lanzó un tajo con su espada, que aún fulguraba con el calor de haberla forjado.
El ángel desvió el golpe justo a tiempo y Nahiri atacó otra vez, y otra, y otra, obligando a su oponente a retroceder. Sintió un ligero malestar por enfrentarse a un ángel, pero vio que no tenía por qué: el ángel la había atacado sin provocación. Además, ¿por qué lo había hecho? ¿Para proteger a Sorin? Apenas daba crédito a lo que ocurría.
El ángel levantó el vuelo... pero no retrocedió. Se impulsó hacia delante para situarse sobre ella y atacar de nuevo. Nahiri se elevó sobre otra columna de piedra y obligó al ángel a huir o a aterrizar de nuevo.
Su contrincante regresó a tierra, pero trató de resistir. Nahiri continuó su asalto. Su rival era poderosa, sin duda, pero no era una Planeswalker. Nahiri descargó un espadazo desde arriba...
Y su arma se estrelló contra el acero de Sorin, que se interpuso entre el ángel y ella.
―¡Basta! ―dijo jadeando―. Basta.
No le prestó atención y se fijó bien en el ángel de ojos azabache. Había algo familiar en ella, algo inquietante, pero Nahiri estaba bastante segura de que nunca la había visto antes.
―¿Qué has hecho, Sorin? ¿Cómo has sometido a un ángel? ¿Quién es?
―La otra mitad ―replicó él.
Su mano se movió como un relámpago y atrapó el arma de Nahiri. Su piel chisporroteó y se quemó, pero él parecía no sentirlo. Los dedos de Nahiri se entumecieron y su mente dio vueltas. Aún no lo comprendía. Sorin le puso la punta de su arma en el cuello, le arrebató la espada y la apartó con un pie.
El ángel aterrizó suavemente detrás de Sorin, pero este levantó una mano y ella se detuvo. ¡Un ángel acababa de obedecerle!
―Por si sirve de algo ―dijo Sorin―, jamás quise llegar a esto, joven.
Entonces levantó su espada, desprendió un rayo de luz sin brillo y la empujó.
Nahiri salió volando hacia atrás y se estampó contra la superficie de plata del Helvault. Ya no era dura y fría, sino blanda. Acogedora. Atrayente.

Unas hebras de plata se estrecharon alrededor de su cuerpo y tiraron de ella. El aire se llenó de remolinos de piedras y el suelo de roca se estremeció con su furia, pero el Helvault no se inmutó.
―¡Maldito seas! ―gritó Nahiri―. ¡Confiaba en ti!
Esta vez fue Sorin quien la miró desde arriba, con las alas del ángel extendidas detrás de él, y habló una última vez antes de que la plata fundida inundara las orejas de Nahiri. Sorin parecía casi triste. Casi.
―Nunca he solicitado tu confianza, joven. Solo tu obediencia.
Y entonces el Helvault la reclamó y Nahiri desapareció en una oscuridad vasta y absoluta.

Reposo
Interludio
En la oscuridad se sumió.
No había otras sensaciones: ni sonido, ni luz. Ni siquiera un soplo de viento, pues dentro de aquel lugar no había nada, ni siquiera aire. Nada excepto ella misma y la interminable sensación de un descenso eternamente inconcluso. No podía ver ni su mano delante de su cara; ni siquiera estaba segura de que tuviera un cuerpo dentro de aquel lugar.
Expandió sus sentidos, empujó y tiró usando sus poderes litománticos para tratar de entrar en contacto con el exterior argénteo del Helvault. Sin embargo, lo que la rodeaba no era plata: era la nada. Intentó abandonar el plano, pero incluso la Eternidad Invisible, el caótico no-lugar entre los mundos, estaba más allá de su alcance.
No era como la crisálida de piedra que había usado en Zendikar, la matriz de roca donde había dormido de manera irregular durante cinco milenios. En su crisálida, como sumida en un sueño, podía sentir todo Zendikar, entrar en contacto con cualquier parte del mundo o aparecer dondequiera que desease.
Esto era mucho, mucho peor: solo había oscuridad, descenso y el inconfundible aroma de Sorin Markov.
Sorin pagaría por aquella traición. Cuando escapara de aquella prisión, se lo haría pagar. Había considerado que eran aliados. ¡Amigos! Pero ahora veía lo que era en realidad: un monstruo, así de sencillo.
Un monstruo, pero no un insensato. Sabía lo que había en juego en Zendikar. No podía confiar tanto en sus defensas, en su Helvault y su ángel esclavizado, como para permitir que los Eldrazi escaparan. Cuando recuperara su fuerza y estuviera preparado para enfrentarse a ella, la liberaría. La emboscaría, la derrotaría y le permitiría volver a casa. No podía abandonarla allí. Era impensable.
Pero tuvo tiempo para pensar.
Tras pensarlo detenidamente, tomó una decisión.
―Ya basta ―dijo en voz baja.
No hubo respuesta, ningún sonido en absoluto. Sus palabras no hicieron eco, sino que se disiparon en las tinieblas infinitas.
―¡Ya basta! ―dijo en voz más alta―. Sea cual sea la lección que tratas de enseñarme, la he aprendido. Pon fin a esto y me marcharé de Innistrad; jamás regresaré. Está claro que ya no tenemos nada que decirnos.
No obtuvo respuesta. Pero no estaba dispuesta a disculparse, ni mucho menos a suplicar. No le daría esa satisfacción.
Pensó a menudo en Zendikar, en sus cumbres escarpadas y sus cielos abiertos. En el cáncer que devoraba su corazón, en los vampiros que pululaban en la superficie y construían estatuas de dioses más monstruosos de lo que creían. No tendría que haberse ido.
El aislamiento empezó a roer los bordes de su cordura. Incluso un Planeswalker, incluso alguien que había pasado milenios de letargo en la roca, no debería pasar por semejante soledad. Incluso un Planeswalker podía sufrir un deterioro mental... Y para un Planeswalker, que era una mente, las consecuencias podían ser terribles. Una vez había conocido a alguien a quien le había ocurrido. Y una vez había sido más que suficiente. Ella no se volvería loca.
Al principio se aferró a sus sentimientos de venganza, de aplastar a Sorin por lo que le había hecho y por lo que podría ocurrir en Zendikar. Sin embargo, no pudo imaginar muchas formas de matarlo; además, incluso entonces, la idea de acabar con él le causó más tristeza y hastío que la fría satisfacción de resarcirse. Su odio nunca mermó, sino que se cristalizó y se conservó intacto.
Sus recuerdos de Zendikar se convirtieron en su faro en la oscuridad.
Conocía su propio mundo hasta la médula y sus recuerdos de él eran perfectos. Pensó en un lugar, en las zanjas de Akoum que había recorrido con su pueblo antes de abandonar la vida mortal y hundirse en la roca. En su mente, construyó una reproducción de aquellas zanjas, trazando cada capa de basalto, cada fragmento de vidrio volcánico rojizo del regolito, cada grano y hueco del lecho de roca.

Pero no era Zendikar. Era Zendikar tal como ella lo recordaba: después de los Eldrazi, pero antes del letargo con el que había permitido que el mundo se descontrolara.
Expandió su imagen desde Akoum mientras el tiempo transcurría incontablemente. Recordó la consistencia de los depósitos sedimentarios, la temperatura y la viscosidad del magma que latía bajo la superficie. Construyó hacia abajo, a kilómetros de la superficie, todo lo profundo que se había atrevido a ir, hasta que trazó los bordes de la placa tectónica que portaba Akoum a sus hombros.
Conservó todo en su mente, dejando partes sin cambiar durante lo que parecían períodos de años, para luego encontrarlas exactamente como las había dejado. Su mente era suya y Zendikar era suyo; se negaba a perder ninguna de ambas cosas.
Era imposible decir cuánto tiempo había estado cayendo antes de que interrumpieran su ensueño. Ya no estaba sola en la oscuridad. Al principio estaban lejos; solo eran un rumor distante, o el susurro de unas alas de piel. La insonoridad de su cautiverio no había sido inmutable, solo el resultado de su vacío.
Poco a poco, con el paso de incontables años, el Helvault se pobló. Ahora comprendía su propósito. Sorin no toleraba amenazas en su querido Innistrad y había construido aquella cosa (aquel foso, aquella nada) para encerrarlas.
Amenazas como demonios y horrores. Y como ella. Cuando se dio cuenta de ello, pasó enfurecida un año o diez.
"La otra mitad", había dicho él. Dudaba que el propio Sorin hubiera encerrado personalmente a todos aquellos demonios. Entendió cuál era el propósito del ángel en todo aquello, aunque desconocía como podía haberla engañado o sobornado.
Finalmente había recreado todo Akoum en su imagen mental de Zendikar, desde las imponentes cumbres de los Dientes hasta las serenas aguas de Lagocristal. En comparación, el mar que rodeaba su continente evocado era un borrador, un garabato; no entendía completamente el comportamiento del agua, por lo que las olas que rompían contra los acantilados rojos de Akoum solo iban y venían. No se centró en ellas para no romper la ilusión.
Solo tuvo que recrear un pequeño lecho marino para empezar con Ondu. Estaba deseosa de llegar a las islas de la Corona, con Valakut como joya refulgente, pero se negó a hacer las cosas sin orden. Tenía todo el tiempo del mundo.

Los demás empezaron a chocar con Nahiri, a rozarla en la oscuridad interminable. Nunca los vio (aquello no había cambiado), pero los oía chillar justo antes de rozarla. Una garra por aquí, un ala por allá, un contacto momentáneo con un trozo de carne inhumana y desconocida. Y entonces volvían a desaparecer en la oscuridad.
Marcó el tiempo con aquellas distracciones, con aquellos choques breves y sin sentido con las cosas que se sumían en la nada. No sintió odio por ellos, ni siquiera cuando sus números crecieron y sus choques contra su pseudocuerpo se volvieron más frecuentes y dolorosos. No sentía aprecio por los demonios (había acabado con más de uno para impedir que se extendieran por su mundo), pero no los odiaba. No en aquel lugar.
Se compadecía de ellos. Al igual que ella misma, habían caído prisioneros de Sorin Markov y su secuaz angelical. Y a diferencia de Nahiri, ellos jamás tendrían la oportunidad de vengarse. Eran criaturas patéticas que aullaban y farfullaban, enloquecidas, aterradas o ambas cosas; eran mentes inferiores que se rompían bajo la perspectiva de pasar una eternidad en la oscuridad.
Nahiri estaba acostumbrada al aislamiento y era dueña de su mente. En aquellas tinieblas, eso era lo único que tenía: su cordura, su ira, sus recuerdos de Zendikar... y un tiempo indecible.
Terminó Ondu y se tomó un tiempo adicional para labrar la cima sagrada de Valakut. Dedicó años de meditación al cráter del volcán. Su Zendikar era su ancla, la cosa que le recordaba quién era y de dónde procedía. Tenía que evocarlo con esmero.

A veces regresaba a aquel cráter, en su mente, pero no podía conformarse con permanecer en aquel Zendikar. Tenía que terminarlo.
Murasa le llevó menos tiempo: era un gran bloque de piedra que surgía del mar. Los bosques del continente eran excepcionales, pero no le interesaban y no intentó recrearlos. En cambio, Bala Ged captó su atención durante mucho tiempo, mientras trazaba los contornos de la bahía de Bojuka y la compleja red de cavernas bajo la espesura de Guum.
Después pasó a Guul Draz, monótona en la capa superior, pero tan fascinante como Bala Ged bajo la superficie. Estaba a medio terminar los conductos subterráneos de lava que formaban las ciénagas geotérmicas del continente cuando por fin, después de incontables años, algo cambió.
Luz... Un breve destello, cegador en la oscuridad, rompió su concentración y, por unos instantes de pánico, eclipsó completamente su Zendikar. Y entonces hubo algo con ella, una presencia más sólida que la de aquellos demonios difusos y lastimeros. "¿Sorin?", pensó por un momento... Pero no, no era él. No... exactamente. Muy por debajo de Nahiri, dos soles gemelos se encendieron e iluminaron la nada; entonces oyó el leve rumor de unas plumas.
¿Era... el ángel? ¿En su propia prisión? Aquello sí que era interesante.
Las luces se acercaron y Nahiri pudo ver... Pudo ver, por primera vez en siglos. La lanza del ángel resplandeció y la recién llegada gruñó de agotamiento mientras blandía su arma en grandes arcos. Extendió sus alas inútilmente, tratando de batir contra nada en absoluto.
Los demonios asediaron al ángel, chillando y agitándose. Habían dejado a Nahiri en paz durante todos aquellos años; solo la habían rozado accidentalmente. Pero reconocieron a su carcelera. Supieron que era su única oportunidad de vengarse.
El ángel ascendió hacia Nahiri lenta, lentamente, en aquel vacío atemporal, hasta que llegó a su lado. La nube de demonios se había disipado cuando la guardiana de Sorin había conseguido el control. El ángel se fijó en Nahiri y sus ojos se cruzaron por un momento... Y entonces, Nahiri por fin lo comprendió. Sorin no había esclavizado al ángel. No la había engañado ni coaccionado. Aquel ángel apestaba a Sorin, al igual que el Helvault.
La había creado. Al igual que el Helvault.
El ángel reconoció a la que había sido su oponente mucho tiempo atrás. Sus ojos oscuros brillaron con furia. Una furia que Sorin le había infundido. La había creado a su imagen; la había retorcido desde el principio. La había llenado de odio. La había hecho suya. Nahiri se estremeció.
Otro ser que había sufrido el agravio de Sorin Markov, sin posibilidad de vengarse o rectificar su vida. Sin posibilidad de ser libre. Una muñeca de porcelana, creada para sustituir a la discípula que había perdido.
Nahiri no supo decir cuánto tiempo cayeron juntas, mirándose mutuamente a los ojos. Comunicarse parecía imposible, después de tanto tiempo.
Y entonces se hizo la luz, luz auténtica, y el vacío que las envolvía se resquebrajó y se hizo pedazos y por fin...
estaba...
fuera...

Ruinas
Hace un año
Nahiri se estrelló de manos y rodillas en una superficie dura; su caída interminable por fin había concluido. Sus ojos rechazaron la noción de la luz y sus oídos sufrieron el asalto de un estruendo cacofónico. Centró la vista y la luz cegadora remitió formando siluetas. El tumulto se separó en distintas voces. El suelo reveló ser una pequeña y cuidada calle adoquinada. Levantó la cabeza. Había gente gritando y corriendo por todas partes, un incendio descontrolado, cadáveres... ¿Cadáveres? Sí, cadáveres tambaleándose. Por encima de todo ello, el maldito ángel de Sorin, que ascendió hacia el cielo envuelta en un haz de luz blanca.
Y por todas partes, una lluvia de fragmentos de plata.

Sus manos le resultaron extrañas. Tocar... le pareció extraño. Miró las palmas de sus manos. Estaban ensangrentadas. Ensangrentadas. Deseó que las heridas se cerraran, pero no ocurrió nada. Su cuerpo ya no era una extensión de su ego. Una vez más, como había sido antaño, era solo... un cuerpo. Carne y hueso. Podía sentir la sangre que corría por sus venas, los fuertes resuellos que introducían aire en unos pulmones que no lo habían necesitado durante milenios. Se sintió horriblemente mareada.
Tenía que irse antes de que él la encontrara. Si es que podía irse; si es que aún era una Planeswalker.
Empujó con indecisión los muros del mundo y trató de moverse en aquella dirección sobrenatural que solo percibían los Planeswalkers. Sintió el contacto con los muros del mundo: aún era una Planeswalker. Sin embargo, cuando los empujó, los muros ofrecieron mucha más resistencia de la que recordaba. Antes parecían pompas de jabón; ahora eran una barrera que requeriría voluntad y tiempo para atravesarla. ¿Tan débil estaba?
No era eso. No. Empujó como siempre había hecho. El problema no era su fuerza. En realidad, los muros eran más altos y gruesos. La Eternidad Invisible estaba menos conectada a aquel mundo que cuando ella había llegado. La forma del Multiverso había cambiado durante su caída. Podía sentirlo.
Aún era una Planeswalker. Significara lo que significase ahora.
Con gran esfuerzo, se arrojó a la Eternidad Invisible y esta la arrancó de allí y la zarandeó, como había hecho siempre. Por muy desorientada que estuviera, solo había un plano al que podría llegar; el único al que él esperaría que huyese, si decidía perseguirla. Pero no tenía otro remedio.
Sus pies tocaron la tierra rocosa de Zendikar y, por primera vez desde el inicio de su cautiverio, se encontraba en suelo firme. En Zendikar, el auténtico Zendikar. Su hogar. No se encontraba lejos del último lugar en el que había estado tiempo atrás. Estaba en el corazón de Akoum, cerca de lo que debería haber sido el Ojo de Ugin.
Sin embargo, el Ojo se había derrumbado; estaba en ruinas. Había pilas de escombros a sus pies, mientras que los edros y los fragmentos de roca volcánica vagaban por el aire. La cuidada estructura, la meticulosa red de edros y la mismísima cámara del Ojo se habían... desmoronado.
"No. No".
Los tres titanes eldrazi habían huido mientras la protectora de Zendikar languidecía en la prisión de Sorin Markov. Todo lo que había construido allí, todo aquello para lo que se había esforzado... había quedado en ruinas durante su largo cautiverio.
Nahiri apretó los puños, aún ensangrentados. ¿Dónde? ¿Dónde estaban? Los Eldrazi tal vez hubieran abandonado Zendikar. Cabía la posibilidad de que su mundo por fin se hubiera librado de ellos.
Extendió su conciencia a través de la roca de los alrededores hasta que sintió un temblor familiar, apenas una ligera vibración: los pasos ligeros y ágiles de otros kor. Subió a una cresta para llegar hasta ellos, pidiendo a la piedra que la ayudara a ascender para no lastimarse aún más las manos. Las heridas se negaban a cerrarse.

Una centinela lanzó un grito y Nahiri hizo lo mismo; su voz sonaba ronca, desconocida. Usó un grito de respuesta, una señal sin palabras que tan solo significaba "soy kor".
En cuestión de segundos, diez kor de aspecto agotado la rodearon.
―Estás herida ―dijo una de ellos, una mujer alta con una extraña herida arrugada en el hombro. Su entonación era distinta, un poco extraña, pero hablaban el mismo idioma. Entonces levantó las manos y estas brillaron con magia sanadora. Nahiri bajó la cabeza y la mujer le tocó las manos. Las heridas causadas en otro mundo por los adoquines y los fragmentos lunares empezaron a cerrarse.
»Me llamo Tenri ―dijo la sanadora mientras trabajaba.
Nahiri no respondió y trató de parecer absorta en el proceso curativo. No sabía cuánto recordaban de ella los kor. O, específicamente, de la siniestra Nahiri la Profeta, cuya estatua había visto antes de su cautiverio en el Helvault.
―¿Estás sola? ―dijo un explorador cargado de armas y cuerdas―. ¿No tienes herramientas?
―Es una larga historia ―respondió Nahiri―. Soy... una ermitaña, supongo. He estado recluida durante mucho tiempo y veo que las cosas han cambiado. ¿Qué le ha ocurrido al mundo?
Todo el grupo se quedó boquiabierto.
―Los Eldrazi lo devastan todo ―dijo el explorador―. ¿Dónde has estado? ¿Cómo es posible que no hayas oído hablar de ellos?
―Tranquilo, Erem ―dijo la mujer alta, Tenri―. No tiene herramientas porque es una artesana de la piedra. Probablemente estaba perfeccionando sus habilidades en solitario.
―Podría decirse ―contestó Nahiri. Tiró de la cinta roja que la distinguía como maestra de la fragua de piedra y se maravilló al ver que las tradiciones de su pueblo habían sobrevivido a tantos desastres sin su tutela.
―Hace un año, tres monstruos enormes surgieron de los Dientes de Akoum ―explicó Tenri―. Al parecer, llevaban mucho tiempo durmiendo bajo la superficie. Sus engendros se esparcieron por todas partes, pero esos tres, los titanes, eran mucho peores. Allá donde iban... no quedaba nada.
―Hay quienes creen que son la encarnación de Kamsa, Talib y Mangeni ―comentó Erem.
Muchos de los kor escupieron al suelo. Nahiri solo reconoció el nombre de Talib. Lo había visto esculpido bajo una estatua de sí misma, donde decían que era su profeta. Durante su larga ausencia y su aún mayor letargo en Zendikar, muchas historias medio recordadas sobre los Eldrazi se habían convertido en leyenda; historias que, en muchos casos, ella había sido la primera en contar. Los monstruos que acechaban en el interior de Zendikar se habían convertido en sus dioses.
Nahiri también escupió.
―No queda nada... ―recordó―. ¿Dónde? ¿Dónde han estado? ¿Qué hemos perdido?
―Bala Ged ―respondió Erem.
Nahiri esperó a que continuara, a que especificase qué partes de Bala Ged habían perdido. Pero Erem no dijo nada.
Bala Ged. Un continente entero...
―Tengo que verlo con mis propios ojos ―dijo Nahiri.
Erem bufó. Bala Ged estaba muy lejos de allí. Tenri asintió.
―Puedo equiparos antes de irme ―ofreció Nahiri―. Es lo mínimo que puedo hacer.
Erem negó con la cabeza.
―No estamos escasos de equipo. No cuando quedamos tan pocos para usarlo.
―Que los dioses sean contigo ―dijo Tenri―. Los dioses en los que puedas creer hoy en día.
Nahiri estrechó el hombro de la mujer.
―Gracias por vuestra ayuda. Siento no haber podido hacer más.
Se hundió en la roca y dejó atrás a los kor, tan desconocidos para ella como lo había sido Sorin.
Percibió la gravedad de los daños. Las profundidades del mundo estaban repletas de nuevos túneles cubiertos de una sustancia extraña que confundía sus sentidos. Mirara donde mirase, encontraba devastación. Había rastros de los Eldrazi por todas partes, paisajes erosionados de maneras que no lograba comprender. Y muy lejos, al otro lado del mundo, en Bala Ged...
Se concentró (ahora tenía que concentrarse) y se desplazó por el mundo, en busca del origen del mal. Se sintió mareada, enferma. Necesitaba esperar, descansar y recuperar fuerzas.
Pero se había hartado de esperar. Tenía que ver lo que había ocurrido. Emergió en Bala Ged, en lo que debería haber sido una frondosa jungla. Sin embargo, lo que se extendía ante ella era un yermo aparentemente infinito de polvo blanquecino, más desolado que cualquier desierto, como la superficie de una luna.

No había nada semejante en el Zendikar que conservaba en su cabeza, en el modelo mental que había construido minuciosamente durante sus años de cautiverio. En su Zendikar, Bala Ged era vigoroso y salvaje. En aquel Zendikar, había muerto. Allí no vivía nada. Incluso la roca era silenciosa.
El suelo tembló bajo sus pies, pero no pudo percibir el origen de la vibración. El polvo se agitó.
Nahiri se dio la vuelta. Y allí, en el horizonte, inmenso y horrible, vio a un ser con el que se había cruzado en dos ocasiones: la primera, en un mundo aniquilado por los Eldrazi; la segunda, cuando lo encerró junto a sus congéneres en Zendikar. El Devorador. El que Ugin llamaba Ulamog.

Nahiri cayó de rodillas y apoyó las manos en aquel polvo sin vida.
Si aquello estaba suelto en su mundo...
Si lo que había ocurrido allí podía repetirse en cualquier parte...
Si no tenía preparativos, ni un pequeño fragmento de su antiguo poder, ni una red de edros que había resistido durante siglos...
Su Zendikar iba a morir. No tenía forma de salvarlo. Era como intentar detener el sol en el cielo. Cerró los ojos y vio su Zendikar, el Zendikar de antaño. El mundo que Sorin Markov había destruido porque ella lo había permitido. Unas cálidas lágrimas de furia corrieron por su rostro y cayeron con un siseo en aquel horrible polvo.
―Innistrad sangrará tal y como lo hizo Zendikar.
Abrió los ojos y se miró las manos, unas manos que habían moldeado la roca y encerrado a tres titanes. Estaban cubiertas de polvo ceniciento.
―Sorin llorará tal y como lo hice yo.
Levantó la vista hacia el ser del horizonte y lo observó recorrer el paisaje como si fuera una catástrofe natural.
―Lo juro sobre las cenizas de mi mundo.
Nahiri se puso en pie.
Tenía mucho trabajo por delante.