Conspiracy: Tiranos
| domingo, 16 de octubre de 2016 at 19:30:00
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Adriana es la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de
Paliano, un cargo que la pone al servicio de Brago, el rey fantasma. Sin
embargo, en tiempos recientes ha empezado a cuestionar el
comportamiento del monarca, más cruel en la muerte de lo que fue en
vida. Los rumores que circulan por la ciudad indican que otros comparten
sus dudas.
Es difícil desprenderse de las viejas costumbres, y las más difíciles de dejar atrás son las costumbres de los muertos. Adriana, la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano, conocía esta verdad mejor que muchos otros. Permanecía obedientemente en su puesto junto al gran rey Brago, con la mirada siempre atenta a las espaldas de él. Se había vuelto más paranoico en la otra vida, una curiosa reacción tras haberse vuelto inmortal, y solicitaba que su capitana le protegiera incluso cuando alguien acudía a pedirle consejo. Adriana se encontraba en el gran comedor, una imponente estancia de piedra donde había más eco que calor. No era acogedora, pero el rey prefería organizar allí sus reuniones, por algún motivo. Los grandes tapices que mostraban el símbolo de su ciudad, con sus espadas y sellos representados en las paredes, parecían reconfortarle. Brago se mostraba extrañamente satisfecho flotando entre los objetos que antaño acostumbraba a tocar y empuñar. Nunca parecía triste por no poder sostenerlos de nuevo; ya nunca parecía triste por nada. Sentía muchas otras cosas, pero la lástima no era una de ellas. Sin embargo, una capitana no debe cuestionar a su rey, por lo que Adriana se inclinó ligeramente a la izquierda para estirar y aliviar un calambre que le había dado en la pantorrilla derecha mientras esperaba a que el monarca terminara de fingir empatía.
El rey Brago se sentaba a la cabeza de la mesa, ante un plato limpio y cubiertos relucientes, susurrando en silencio y pacientemente con dos fantasmas custodi que flotaban en las sillas a la izquierda del soberano. Las voces de los muertos a menudo se apagaban con la edad; desde la posición de Adriana en el fondo de la sala, el tintineo de su propia armadura era el único sonido que se oía en todo el comedor. Los tres espíritus debatían asuntos eclesiásticos y, por alguna costumbre degradada, preferían hacerlo delante de platos y cubiertos impecables. Mientras gesticulaban al conversar, rozaban con las manos el despliegue de copas vacías y completamente secas.
Adriana había servido al rey durante muchos años. Sabía que, incluso en la muerte, conservaba una especie de memoria muscular que imitaba los gestos de los vivos. Los fantasmas no tenían nada de especial, pero nadie elegía convertirse en uno. Cuando Brago conservó el trono incluso tras morir, Adriana tuvo una reflexión perturbadora: si su señor jamás pereciera, estaría destinada a servirle durante el resto de su vida. Los capitanes del pasado habían formado estrechos vínculos con numerosas generaciones de la realeza, pero ella estaba condenada a servir a un único monarca. El trono de Paliano estaba monopolizado. La sucesión se había interrumpido tiempo atrás.
Recordar aquella reflexión no ayudó a aliviar el calambre en la pierna.
Ocasionalmente distinguía algunas de las palabras que intercambiaban los fantasmas. Al parecer, debatían sobre el éxito de la erradicación de aparatos mecánicos en las calles de Paliano. Estaban satisfechos con la clausura de la Academia, contentos de que sus rivales políticos hubieran desaparecido o muerto.
Adriana había ayudado a reprimir la insurrección por orden del rey. Había contribuido al desmantelamiento de la Academia, a la purga de la inventiva y la innovación en la ciudad.
Un susurro de culpabilidad pasó por la mente de Adriana. El rey al que servía se había vuelto cruel tras fallecer. Ella jamás lo admitiría en voz alta, pero en el fondo lo sabía.
Una vez concluido el debate, los Custodi se levantaron y Adriana se aproximó para acompañarlos afuera. Una sirvienta entró detrás de ella para limpiar las fuentes. "¿De verdad es necesario? ¿No es un desperdicio tremendo de jabón?", se preguntó Adriana. El rey Brago le asintió discretamente y la capitana condujo a los espíritus hacia el pasillo principal. Los dos se movían despacio y desprendían más frío del habitual. La comitiva transmitía una sensación de incomodidad.
Tras varios minutos recorriendo el pasillo, los dos fantasmas se detuvieron frente a la entrada del palacio―. Capitana Adriana... ―susurraron. Se detuvo de golpe. Los Custodi nunca le habían hablado directamente.
El más cercano a ella levantó las manos para bendecirla. Unos dedos fantasmales la tocaron en un hombro, en el otro y en la frente, provocándole escalofríos. Adriana aceptó la bendición, pero se preguntó por qué los Custodi se despedían con tantas formalidades.
Los espíritus desaparecieron y Adriana dio media vuelta, feliz por haber aliviado el calambre con un breve paseo. Un repentino y lejano estrépito llamó su atención y caminó a paso ligero hacia el origen del ruido. ¿El guardarropa? ¿La despensa? ¡La cocina!
La sirvienta de antes llevaba en brazos una pila de platos y cubertería y estaba tirándolo todo al conducto de la basura, un tesoro de porcelana tras otro; sus trayectos terminaban en estallidos lejanos en la montaña de residuos que había al final del vertedero.
―¡Quieta! ―le gritó Adriana.
Con el sobresalto, la chiquilla dejó caer un plato.
―¿Se puede saber qué haces? ―le espetó Adriana― Esto es propiedad de la corona.
―El jefe nos ha dicho que a la reina no le gustan estos platos ―balbució la joven, asustada.
"¿La reina?".
―En este castillo no hay ninguna reina.
―El jefe también ha dicho que no hablara de ella con vos.
Adriana posó una mano en la empuñadura de su espada, dio media vuelta y subió las escaleras rápidamente, de regreso al gran comedor. Por el camino oyó el eco de más platos arrojados al vertedero. Los escalofríos de la bendición que le habían dado los Custodi parecían cada vez más una disculpa anticipada.
Por el camino lanzó breves vistazos a los criados con los que se cruzaba. Uno apartó la vista con temor. Otro se escabulló hacia un pasaje que daba a las dependencias del servicio. Otra se ocupaba en sacudir una bandera nueva, una rosa con espinas cosida en terciopelo, y Adriana echó a correr, de vuelta junto a su rey.
El cuero de las botas martilleó el suelo de piedra y las placas de la armadura tintinearon durante la carrera. Cuando al fin abrió de un empujón la puerta del gran comedor, patinó hasta quedarse clavada en el sitio, estupefacta.
En aquel momento reaccionó inmediatamente, pero ella recordaría ese instante como una pequeña eternidad cargada de trascendencia.
Al otro lado del comedor, una mujer de tez morena con una chaqueta extraña había apresado por la espalda al rey Brago y ahora forcejeaba con él, clavándole una daga en el cuello. "¡¿Cómo?!". Adriana se sintió desconcertada por primera vez en su vida. La mujer de la chaqueta extraña parecía demasiado corpórea como para ser un espectro, pero sus brazos se difuminaban y emitían un brillo púrpura al tensarse para clavar más hondo el arma homicida. El monarca estaba boquiabierto, tratando de gritar sin resultado alguno. La mujer agarró la daga reluciente a modo de punzón y sus ojos se encontraron con los de Adriana.
La capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano recordó cómo respirar.
Y entonces recordó cuál era su trabajo.
Corrió hacia la asesina, dispuesta a echársele encima. No conocía las habilidades de su enemiga, pero sí las propiedades físicas de su rey. Desenvainó la espada y la blandió directamente hacia el rostro de Brago, en un intento de sorprender a aquella bellaca. Los segundos se eternizaron bajo el efecto de la adrenalina y el temor. En el momento de descargar el golpe, Adriana miró a los ojos a la asesina. Cuando la espada atravesó inofensivamente el rostro de Brago, vio cómo la carne de la mujer se volvía de un púrpura translúcido y sintió su mirada penetrante.
Su muerte fue distinta de todas las que había presenciado. Le resultó imposible apartar la vista.
La herida en el cuello de Brago se corroyó rápidamente y la piel fantasmal se deterioró y disipó en una necrosis púrpura, que se extendió desde la garganta hasta el resto del cuerpo. A medida que el virus se expandía por la piel, no dejaba más que aire a su paso. En cuestión de segundos, la silueta del rey se desvaneció por completo.
La corona suavemente brillante de Brago cobró forma física en ausencia de su portador y cayó al suelo.
Su espada permanecía envainada en el cinturón.
Donde antes había caído un rey, ahora solo quedaba un conjunto de vestimentas vacías y titilantes en los brazos de Adriana.
La asesina la miró desde arriba con un aire de satisfacción ligeramente apático.
―¡Canalla! ―rugió.
Lanzó una estocada hacia donde tendría que haber estado el hígado de la asesina. En una fracción de segundo, el estómago de la desconocida adoptó un tono púrpura blanquecino y la espada la atravesó. Lo que debería haber sido una herida mortal no fue más que una mera molestia para aquella mujer, que sonrió al percibir el asombro de Adriana.
La capitana recuperó la concentración y aprovechó el impulso para lanzar un tajo hacia arriba, pero la espada pasó a través del torso desprotegido de la asesina y salió por encima del hombro. Con la espada en alto, Adriana recibió un codazo potente y muy tangible en la mandíbula. No se lo esperaba y retrocedió trastabillando hasta recobrar el equilibrio. Esta vez permaneció quieta para evaluar a su oponente.
―Solo me han pagado para eliminar a un objetivo ―dijo la asesina con una sonrisa―. Estás de suerte, cielo.
―¡Pelea limpio, cobarde! ―estalló Adriana, rebosante de ira.
La asesina sonrió de nuevo, visiblemente entretenida, y le guiñó un ojo.
La capitana de la guardia respondió escupiendo al ojo en cuestión.
En un instante, el rostro de la asesina se tornó transparente y el escupitajo la atravesó y cayó al suelo.
―Je, nunca había tenido que evitar algo así ―dijo la mujer. Aún con la sonrisa en los labios, avanzó atravesando la armadura vacía de Brago, depositada en el suelo. Sus pies y canillas brillaron con el mismo tono púrpura para evitar el contacto con el metal.
»Te esfuerzas demasiado en defender una armadura vacía ―añadió arrastrando las palabras.
―¡Ese hombre era nuestro rey!
―No, ya era una armadura vacía mucho antes de que mi daga le encontrase. Y antes de eso era un tirano ―replicó la asesina―. Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá.
Adriana sintió un extraño acceso de culpabilidad. No sabía qué responder a aquello.
Con total tranquilidad, la asesina inclinó la cabeza ligeramente sin apartar los ojos de la capitana―. Un placer hacer negocios contigo.
La desconocida se ajustó la chaqueta y empezó a hundirse en el suelo, descendiendo entre ondulaciones púrpuras. Adriana tan solo pudo fijarse en el lugar que había elegido para su acto de desaparición. "Los establos están justo debajo. Es imposible que llegue a tiempo".
El gran comedor se sumió en el silencio. En ese momento de quietud, Adriana dejó escapar un suspiro. La armadura y la corona de Brago yacían en una pila en el sitio donde había fallecido. No quedaban restos de su espíritu, excepto el brillo tenue que bañaba sus pertenencias ahora tangibles. Adriana nunca había visto morir a un fantasma; tal vez fuese normal que sus restos se materializaran cuando los espíritus se desvanecían y morían por segunda vez.
Nada tenía sentido. Nada le parecía posible.
"Fui una necia al aceptar este cargo", pensó. "Mi trabajo era defender al rey y no he logrado proteger a un hombre al que no podían asesinar. ¿Cuál era mi propósito aquí, para empezar?".
Entonces se oyó movimiento en el castillo. Se desplegaron tapices que lucían una rosa con espinas. Los criados se acercaron a inspeccionar la armadura vacía, mostrando una curiosidad macabra. En medio del revuelo, Adriana permaneció en silencio en el fondo del gran comedor.
Sus dedos acariciaron la empuñadura de la espada de Brago. Supuso que estaría más segura en manos de ella.
Al día siguiente, los Custodi coronaron a la reina Marquesa, la primera de su nombre.
La ceremonia tuvo lugar en la sala del trono, impecablemente decorada. Los tapices con el símbolo de la Rosa Negra adornaban las paredes recién desempolvadas. Las nuevas armaduras de los soldados tenían placas espinosas y reflejaban tonos plateados a la luz de las velas elaboradas la semana anterior. La sala olía a prímulas frescas y apestaba a prendas nuevas.
El personal del castillo observaba a la nueva reina con familiaridad. Los Custodi siguieron obedientemente el protocolo de la ceremonia. Ningún miembro de la élite de Paliano parecía sorprendido. Todos estaban preparados. Todos lo sabían.
Adriana ardía en deseos de ajusticiar allí mismo a todos aquellos traidores. Hasta el último rincón de la estancia lucía el símbolo de la nueva reina. Era una aberración.
A primera hora de la mañana, Adriana había hablado con la guardia y había sentido alivio al descubrir que todos estaban igual de perplejos que ella. Ellos tampoco estaban al tanto del gran secreto y la capitana se alegró de saber que, por lo menos, sus tropas compartían su confusión y su rabia.
Todos estaban detrás de ella y vigilaban las puertas de la sala. La guardia tenía un deber para con la corona y la iglesia, pero ningún soldado estaba conforme con él. Adriana no se separó de la espada de Brago, que permaneció bien aferrada en su puño durante toda la ceremonia.
Marquesa, la Rosa Negra, se encontraba en medio de la estancia, como la elegante directora de una sinfonía espantosa. Su vestido era recatado y sus joyas, humildes, salvo por la corona titilante que descansaba en su cabeza. Adriana hizo todo lo posible para no resoplar ante aquella falsa modestia que buscaba complacer a los Custodi.
En cuanto los espíritus concluyeron la ceremonia y la corona fantasmal de Paliano quedó en posesión de Marquesa, Adriana se apresuró a seguirla hacia los aposentos reales. Caminó escaleras arriba en pos de la nueva reina, atravesando un mar de ojos esquivos y seguida de una bandada de sirvientas. Mientras subían, comenzó a darse cuenta de la fortuna que había requerido aquella maniobra. Sobornos para comprar a los Custodi. Dinero para untar al personal. Los honorarios de la asesina. Sin olvidar el coste de las montañas y montañas de telas con rosas bordadas que adornaban las paredes, los cuerpos de los sirvientes y los faldones de los caballos.
Eso le dio que pensar.
"Si lo hubiera sabido, ¿habría tratado de impedirlo? Brago era cruel. Merecía morir por segunda vez".
Adriana observó la espalda de Marquesa mientras la comitiva continuaba subiendo. Lo que había sucedido en el pasado podía ocurrir de nuevo. Un rey había sido coronado, asesinado y sustituido. Una reina sería coronada, asesinada y sustituida. Sin embargo, ¿cuántos cientos de sus compatriotas morirían perpetuando aquel ciclo espantoso?
"Es un sistema sin fin".
"Lo único que hacemos es nutrir este horrible mecanismo".
La ira impregnó el corazón de Adriana cuando asimiló la reflexión y las palabras de la asesina acudieron a su mente: "Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá". Paliano había tenido la posibilidad de ser libre tras la muerte de un tirano, pero, en vez de ello, otra tirana había ocupado su lugar. "Acabar con ellos no es suficiente. ¿Cómo podemos convertir esa posibilidad en una certeza?".
Marquesa se detuvo a las puertas de sus aposentos y aguardó a que una sirvienta las abriera y le cediera el paso. Adriana entró detrás y esperó pacientemente junto a la puerta mientras las criadas ayudaban a la nueva reina a cambiar el traje de la coronación por el que luciría en su primer acto público.
La desmontaron revelando capa de ropa tras capa de ropa. Vestido. Gorguera. Verdugado. Túnica. Enagua. Corpiño. Al llegar a las medias y la combinación, las criadas volvieron a montarla, esta vez con un atuendo más lujoso y refinado que el anterior. Adriana se fijó en las costuras que ocultaban incontables bolsillos interiores y forros para esconder saquitos con venenos exóticos. Corpiño. Enagua. Túnica. Verdugado. Gorguera. Vestido. Las sirvientas concluyeron la opulenta tarea asegurando una pechera.
No había intención de asombrar con aquella faena; la reina simplemente reafirmó su dominio cuando sus ojos se encontraron con los de la capitana. Incontables capas con incontables secretos. ¿Ves cuánto llevo a la vista? ¿Comprendes cuánto más puedo ocultar?
Cuando las criadas apretaron el último cierre, Marquesa las echó fuera con un gesto. Adriana permaneció erguida y firme ante la reina aterciopelada de la Alta Ciudad de Paliano.
―Intuyo que quieres decirme algo ―arrulló la maestra de los venenos―. El discurso de mi coronación comenzará en breve, así que no emplees más tiempo del necesario, por favor.
―El derecho de sucesión no funciona así.
―El derecho de sucesión no funciona así, alteza.
Adriana se tragó un gruñido―. Los Custodi aseguran que el rey Brago os nombró heredera en su testamento. No soy una erudita, así que tal vez podáis explicarme para qué necesita un fantasma un testamento.
La nueva reina sonrió y respondió sin alterarse―. Los inmortales no tienen necesidad de proteger sus bienes, por supuesto, pero los Custodi se mostraron muy dispuestos a aceptar unos documentos legales debidamente cumplimentados.
―Brago tiene descendientes. ―La armadura de la capitana tintineó cuando avanzó unos pasos―. Sus hijas son...
―Viejas y débiles de carácter. Y sus descendientes son igual de ineptos. Me ocupé de todos ellos hace un tiempo y, entonces, se dio la casualidad de que el siguiente nombre en la línea de sucesión era el mío.
"¿Ella?". La familia de Marquesa era pequeña, una rama distante en el árbol genealógico de la casa real. Adriana se sintió asqueada. Permaneció firme mientras la reina se acercaba tranquilamente a un tocador y se sentaba con delicadeza para aplicarse un pintalabios rojo oscuro.
―¿A cuántos sucesores has matado? ―La pregunta escapó de los labios de Adriana.
―Solo he matado a Brago ―respondió Marquesa sin inmutarse―. Bueno, Kaya ha matado a Brago. Ha cobrado una buena suma por ello. La familia del antiguo rey ha recibido una compensación muy generosa y los Custodi obtendrán un sustancioso diezmo en cada año de mi reinado. ―La reina se levantó y sonrió con sus labios pintados de veneno.
»Rezo para que todos los que dijeron que soy la hija caída de una casa deshonrada disfruten de su caída de la Alta Ciudad.
Adriana se había enfrentado a muchos enemigos durante sus años de servicio. También había lidiado con numerosas alimañas de diversas casas. Aquella serpiente no era distinta al resto―. Nuestra ciudad no se postrará ante ti tan fácilmente.
―Ya lo ha hecho ―respondió Marquesa con calma. Se apartó del tocador y abrió un baúl que había junto a la ventana. Adriana estaba lo bastante cerca como para ver el interior y distinguir una armadura pulida y reluciente. La reina recogió una coraza adornada con una rosa negra y se giró para mostrársela a la capitana. Estaba hecha a medida para ella.
―Jamás me pondré eso y lo sabes.
―Merecía la pena intentarlo.
―¿Y qué hay de la gente? ―Adriana movió la cabeza a un lado y a otro con incredulidad.
―El pueblo me adorará ―afirmó Marquesa mientras depositaba la armadura en el baúl y regresaba al tocador. Aunque solo tenía diez dedos, parecía que necesitaba treinta anillos. Adriana tenía el pulso acelerado por la rabia.
―¿Y si no lo hace?
Era obvio que Marquesa no había contemplado aquella posibilidad. Se volvió y miró a Adriana a los ojos cuando la capitana continuó.
―¿Y si sales a dar tu discurso de coronación y un millar de ciudadanos te acusa de ser una tirana?
―Entonces seré tiránica.
Adriana se negó a apartar la mirada antes que la reina―. No ordenarás que me maten. Si lo haces, mis soldados tomarán represalias sin pensárselo dos veces.
―Tienes razón, lamentablemente. ―Marquesa se encogió de hombros y continuó poniéndose anillos―. Lo que más me conviene es dejarte con vida. ―Entonces levantó la mirada hacia la capitana―. Y lo que más te conviene a ti es obedecer.
Adriana escupió a la cara de la reina.
Y en esta ocasión dio en el blanco.
Por una vez en su vida, la Rosa Negra no había previsto una posible reacción. Se quedó atónita, quitándose la saliva del ojo con una mano temblorosa mientras Adriana recogía la armadura nueva del baúl y se marchaba.
La capitana no perdió el tiempo y manifestó de inmediato sus intenciones.
Fue directamente a las dependencias de la guardia y ordenó a sus tropas que la buscaran tras la ceremonia de coronación. Entonces se dirigió con premura a los establos, ató la horrenda coraza a una cuerda y la amarró a su silla de montar.
Adriana ensilló a su caballo y salió de los establos arrastrando la armadura por el suelo.
La multitud que acudía a escuchar el discurso de la reina le abrió paso. "Mirad a vuestra capitana y ved lo que piensa de la nueva reina".
Cada vez más lejos, oyó el discurso de Marquesa, amplificado para que todos la oyeran―. La antigua capitana ha sido licenciada con el agradecimiento de nuestra noble urbe y una generosa pensión que la proveerá de todo lo necesario durante el resto de su vida, independientemente de lo larga que esta sea.
Adriana bufó con indignación y espoleó a su montura. Se dirigió al barrio de los Ladrones y pasó junto a cientos de sus conciudadanos, agobiada al pensar en dar su propio discurso. Finalmente se detuvo y pasó revista a los rostros confusos y alarmados de su gente. Desde lo alto del caballo, Adriana sintió un poder que siempre había dejado en manos de otros. Estaba harta de permanecer impasible mientras otros ejercían el control.
Varios minutos después, su discurso en el barrio de los Ladrones había cobrado una convicción irrefutable―. Marquesa os instará a poneros de su parte, al servicio de una corona legítima que descansa sobre una cabeza embustera, y por ello os convertiría en traidores.
Adriana alzó la espada de Brago y la entrechocó con el símbolo de su propio escudo, el símbolo de la ciudad―. Si su bandera no es la vuestra, no os postréis ante ella. Si su mandato es ilegítimo, también sus leyes lo son. Si no es la auténtica reina, los sirvientes de la corona no son mejores que sus espías y asesinos, y deberán ser tratados como tales.
La multitud murmuró con aprobación y Adriana se sintió exaltada. "También están hartos del sistema".
En las semanas siguientes, la paz forzada de Brago dio paso a la etapa de intranquilidad de Marquesa. Cuando caía la oscuridad, la guardia de Brago rompía su juramento a la corona y patrullaba las calles para proteger a los ciudadanos. Con la puesta de sol llegaba un cambio de estandartes y el símbolo de la ciudad se convertía en una señal para indicar en quién podías confiar una vez llegada la noche.
¿Estás con la ciudad?, preguntaban las pintadas a los transeúntes en lugares silenciosos. Los habitantes de la Alta Ciudad oían rumores y sentían la intranquilidad. Escuchaban los decretos de una reina ponzoñosa y los siseos de corrupción que sembraban sus partidarios. Los ciudadanos lo escuchaban todo y Adriana era quien se sentía más herida por dentro. Sin embargo, tras su discurso en el barrio de los Ladrones, había mantenido la boca cerrada. Su voz no debía ser la que dirigiera a la gente. "Soy la mano que defiende a la voz", se recordaba. "Soy la que escucha, atenta a los conflictos".
Y así, tres lunas después del regicidio, bajo el amparo de su capa y de la noche, se dirigió al hogar de la persona más capacitada para ayudar.
Adriana llevaba días sin dormir. Había estado escuchando; escuchando a la guardia, a los ciudadanos, a las necesidades del pueblo y a las razones por las que no se sentían respetados por una líder que debería amarlos. Todo aquello le había demostrado una cosa: Paliano no necesitaba una monarquía que se ocultaba detrás de castillos y asesinos. Necesitaba líderes que entendieran Fiora en su conjunto.
Cuando llegó a su destino, Adriana llamó suavemente a una puerta elegante y labrada en madera extranjera. Las bisagras rechinaron y en el interior apareció un rostro que todo Paliano reconocería al instante.
―Hola, Adriana. ¿Traes alguna novedad?
―Traigo una propuesta.
Selvala se tomó un momento para evaluar a la antigua capitana. Finalmente asintió y la invitó a entrar.
El hogar de Selvala era pintoresco y modesto: la morada de una viajera que no pasaba largas temporadas en casa.
Adriana colgó su abrigo al lado de la puerta y se sentó frente a la elfa, delante de una mesilla situada junto a la chimenea. Selvala, como era costumbre entre los suyos, aguardó a que la antigua capitana de la guardia explicara el motivo de la visita.
"No hay otra alternativa", pensó Adriana con convicción. "Si no acepta, el futuro de nuestra ciudad caerá para siempre en manos de los tiranos".
Adriana aceptó la pequeña taza de té que la elfa colocó en la mesa. Miró a Selvala a los ojos y reunió el valor para argumentar la propuesta más importante que jamás haría en su vida―. La monarquía de Paliano es inestable. Es un mecanismo sin fin de violencia y asesinatos ―afirmó con voz firme y tranquila en la intimidad del hogar de la elfa.
Selvala asintió. Fue un gesto breve, pero cargado de significado y aserción.
―Como ciudadanos, si deseamos tener la posibilidad de vivir en libertad, debemos detener ese mecanismo. Eres una figura respetada entre el pueblo, una fuerza de unión para nuestra ciudad ―prosiguió Adriana―; la mejor candidata a senadora que conozco.
Selvala abrió los ojos un poco más, conteniendo su sorpresa solo a medias.
Adriana se inclinó en la silla. Su corazón ardía con la convicción de toda una ciudad. Dejó que una inusual sonrisa se dibujara en sus labios cuando planteó la pregunta más importante que jamás haría en su vida.
―¿Nos ayudarás a establecer la República de Paliano?
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