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Conspiracy: Sepelio

Kaya estaba sentada de espaldas a un rincón, con las piernas en alto sobre una silla y los ojos atentos a la puerta. En un establecimiento como aquel, prefería no parecer pendiente de la puerta, así que tenía la mirada puesta en su taza de té y solo echaba vistazos entre sorbo y sorbo.
Era una buena infusión: negra, fría y con un generoso toque de miel, para nada la clase de té que servían en semejante antro. El Avispero era un local de mala muerte, perfecto para encontrarse con toda clase de indeseables. El hombre con quien iba a reunirse era un noble, una figura respetable; Kaya supuso que eso la convertía en la parte indeseable de aquel negocio, aunque nunca había forma de saberlo con certeza.


Otros bribones iban y venían al son de una mandolina tocada por manos inexpertas y nadie fisgaba más de la cuenta en asuntos ajenos. Taberna, cantina, tasca, gran salón... Por muchos mundos que visitara, aquellos lugares eran todos iguales.
Kaya había ofrecido unas monedas al tabernero para compensar la falta de consumiciones por su parte, más otro puñado para que la dejase tranquila. Su posible patrono llevaba solo unos minutos de retraso, pero ella aguardaba allí desde hacía una hora, familiarizándose con el establecimiento. Empezó a contemplar la posibilidad de comprar el silencio del aspirante a músico, pero justo entonces apareció su contacto. El hombre llevaba un broche con un lirio, tal como le habían indicado, aunque ella le reconoció sin necesidad de reparar en el detalle: bajo aquellas vestimentas raídas había un hombre de aire severo y castrense. Kaya suspiró por dentro.
Ella había dicho que se fijaran en su chaqueta, de un estilo peculiar para aquella ciudad. Hacía calor en el local y se la había desabotonado, revelando una blusa amplia, pero el hombre del broche se fijó en que le miraba y fue directo hacia ella. "Adiós a la discreción".

El soldado se plantó delante de la mesa de Kaya, quien no se movió excepto para hacer un gesto con la mano e invitarle a sentarse. En vez de eso, el hombre se inclinó sobre la mesa―. ¿Eres la cazadora? ―preguntó sin disimulo.
―Podría decirse ―respondió ella―. Y tú eres el recadero de mi cliente, ¿cierto?
―Su excelencia te espera ―dijo el hombre girando la cabeza hacia las escaleras―. Arriba.
"Cómo no". Su excelencia no podía dejar que lo vieran en un lugar así. Probablemente había entrado por la parte de atrás.
Se levantó con un movimiento ágil, risueña.
―Tú primero.
El soldado frunció el ceño y la condujo escaleras arriba. Kaya se abotonó la chaqueta mientras subían y recorrían un pequeño pasillo. Al final de este, el hombre llamó dos veces a una puerta idéntica a las demás, abrió e hizo pasar a su acompañante.
La habitación era estrecha y un pequeño escritorio ocupaba el lugar de la cama. Detrás de él se sentaba el hombre con quien había acordado reunirse: Emilio Revari, el tercer hijo de una casa noble de mediana influencia. Tras él había dos sirvientes bien vestidos y en posición de firmes, cuyo trabajo probablemente había sido llevar aquel ridículo mueble hasta allí arriba.
Revari tenía el pelo engominado y lucía prendas elegantes. Mostraba la actitud de un joven orgulloso y obstinado, pero las arrugas del rostro y la morbidez de la papada delataban que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Sonreía con la insulsa complacencia típica de la nobleza y solo sus ojos oscuros e inquietos delataban sus nervios.
―Siéntese, por favor ―dijo señalando una silla junto al escritorio. Su mano estaba repleta de anillos; uno de ellos estaba grabado con su sello personal y el resto parecían valiosos, adornados con piedras preciosas.
El hombre del broche cerró la puerta y se situó junto al escritorio como haría un guardaespaldas.
Kaya se sentó de espaldas a la entrada, aunque la idea no le entusiasmaba, y se recostó en el asiento.
―Señor Revari ―saludó con una inclinación cortés.
―Correcto. ¿Cómo he de dirigirme a vos, señorita...?
―Kaya, a secas.
En realidad, Kaya procedía de un linaje noble, pero su familia nunca se había andado con ceremonias. Desde que se había marchado de su plano natal, ni siquiera tenía motivos para mencionar su ascendencia. Ella sabía de dónde procedía; eso era lo importante.
―Hablemos del asunto que nos ocupa ―dijo Kaya antes de que él interviniera de nuevo―. ¿En qué puedo serviros de ayuda?
Algunos patronos rechazados malinterpretaban su oficio y trataban de contratarla para realizar labores de hurto, espionaje o asesinato ordinario. Kaya no tenía reparo en dar la espalda a aquellos individuos ni en pasar directamente a la parte de la conversación en la que decidía si aceptar el trabajo o no.
Revari se movió en su asiento, visiblemente incómodo.
―Hace cierto tiempo, tras la defunción de mi querida madre, heredé sus propiedades en esta localidad. Mi hermano, el duque, le había concedido un palacete para que viviera sus últimos años en paz y sosiego. Ahora, dicha construcción me pertenece. Guardé luto durante un tiempo considerable antes de enviar profesionales a restaurar la vivienda con el objetivo de instalarme en ella.
La hacienda principal de los Revari se encontraba en Paliano. Como hermano menor del duque, Emilio podría haber permanecido en ella sin problema alguno. Sin embargo, Kaya entendía que aquel palacete en las tierras interiores, una mansión lo bastante grande como para cobijar a decenas de soldados o a un par de familias muy numerosas, sería mucho más cómodo para un noble consentido y su séquito.
―Tengo entendido que las reformas se han demorado más de lo previsto ―apuntó ella.
Siempre estaba atenta a los rumores allá donde iba. Los cuchicheos locales hacían circular toda clase de teorías acerca de la causa del retraso en la renovación: el señor Revari no tenía dinero suficiente; no terminaba de decidirse con la decoración; su querida no terminaba de decidirse con la decoración; la casa estaba encantada; la casa estaba maldita; un adivino embaucador le había dicho que la casa estaba maldita, pero en realidad... Etcétera, etcétera. Dado que Revari pretendía contratar sus servicios, Kaya dedujo cuál de los rumores era el correcto.
―Considerablemente ―confirmó él―. Al principio eran minucias; herramientas que desaparecían, reparaciones que volvían a estropearse. Lo atribuí a la vagancia y las supersticiones de los jornaleros, pero la situación ha empeorado y ahora no albergo la menor duda de que la vivienda está encantada. Los trabajadores se niegan a ir incluso de día, por temor al fantasma, y la gente empieza a cuchichear.
Un espectro de más allá del velo de la muerte le guardaba rencor, pero lo que preocupaba a Revari era su reputación.
―¿Así que se trata de un... fantasma cualquiera... ―comentó Kaya.
Revari se retorció, incómodo.
―... que se instaló en el palacete después de la muerte de vuestra madre?
Su posible cliente se irguió.
―La identidad del espíritu no os concierne ―dijo con un bufido―. La cuestión es que hay un fantasma en mi casa y deseo que desaparezca. Me han dicho que esa es vuestra especialidad.
"Dichoso señorito consentido...". La madre de Kaya nunca habría consentido que tratara así a la gente, por muy ilustre que fuera su abolengo.
―Estáis en lo cierto ―confirmó ella―, pero no soy una vulgar exterminadora, señor Revari, y los fantasmas no son como una plaga de gusanos. Necesito conocer los detalles del caso para determinar qué podría hacer ese espectro del que me habláis.
Revari asintió, con el rostro colorado.
―Tengo motivos para sospechar que... mi madre se niega a abandonar el palacete.

―Ajá ―murmuró Kaya―. ¿Sospecháis el motivo?
―Llevaba décadas aferrándose a la casa ―escupió él―. Podría habérmela traspasado hace años y me habría encargado de que mi madre estuviera atendida. Pero no, la casa era de ella y se negaba a entregarla, de modo que aguardé pacientemente. Ahora ha fallecido, la he llorado y es mi turno. Quiero mi propiedad.
Kaya asintió despacio.

―Comprendo vuestros motivos, señor Revari. Acepto el encargo.
―Perfecto ―dijo él con tono despectivo.
Kaya lo dejó pasar. Su excelencia no debía de estar acostumbrada a que evaluaran el mérito de sus peticiones. De hecho, Kaya había sentido una aversión inmediata por aquel hombre. A pesar de ello, estaba más que encantada de agenciarse el oro de un noble engreído a cambio de librar al mundo de otra alma que no se había molestado en terminar sus asuntos cuando aún podía.
―¿Habéis traído los planos de la vivienda?
Uno de los sirvientes se adelantó y extrajo un envase cilíndrico de su abrigo, pero Revari levantó una mano y lo detuvo.
―En efecto, los originales y los de la renovación. Sin embargo, no puedo evitar dudar... para qué los queréis. Parecen más necesarios para un hurto que para una caza de fantasmas.
Kaya se rio.
―¿Me estáis llamando ladrona?
―No pretendo ofenderos, pero... En serio, ¿por qué otro motivo querríais tenerlos?
Kaya se inclinó hacia delante.
―Si no confiáis en mí, no me deis permiso para entrar en vuestra casa. Siempre puedo encontrar otros clientes y vos podéis intentar buscar a alguien con mis peculiares habilidades... O también podéis convivir para siempre con el fantasma de vuestra querida madre.
―No será necesario ―respondió Revari con rigidez―. No quería acusaros de nada.
―Perfecto ―aceptó Kaya mordazmente. Recogió el cilindro de madera que le tendió el sirviente y se lo guardó en la manga―. ¿El espíritu ha rondado habitualmente por alguna zona en concreto de la casa? ¿Tal vez por los aposentos de vuestra madre o por el lugar donde falleció?
―Se ha manifestado en toda la propiedad ―respondió Revari. Guardó silencio un momento, como para sopesar sus siguientes palabras―. Sin embargo, por lo que me han dicho... En el ala este, segunda planta. No son sus aposentos. Supongo que podría ser el lugar donde falleció.
―¿Habéis visto vos mismo al fantasma?
―No ―contestó él―. Desde que tengo informes fiables sobre la aparición, no he puesto un pie en la casa, por razones obvias.
―¿Obvias?
―Esa vieja bruja me considera un intruso, ¿verdad? ―argumentó Revari―. Si aún se aferra a su propiedad, estoy seguro de que vendría directamente a por mí.
―Es posible ―dijo Kaya―. ¿Algún otro detalle que compartir conmigo?
―Nada más, que recuerde ahora mismo ―respondió Revari―. ¿Lo haréis esta noche?
―Mañana por la noche ―corrigió Kaya dando dos golpecitos al cilindro con los planos―. Los preparativos requieren tiempo.
―De acuerdo ―aceptó Revari―. Informadme en cuanto terminéis el trabajo, sea la hora que sea. Dormiré mucho más tranquilo cuando sepa que mi madre al fin descansa en paz y para siempre.
―Como queráis ―accedió Kaya―. Solo nos queda resolver el asunto del pago. La mitad por adelantado, como indiqué en la carta.
―Ah, cierto ―respondió Revari, obviamente molesto.
Extrajo un saquito de debajo de la mesa y Kaya lo recogió sin siquiera comprobar el contenido. El noble no estaba en posición de intentar engañarla.
―Me he equivocado ―dijo él―. Por este precio, no sois una ladrona: sois una extorsionista.
―Exorcista, excelencia ―replicó Kaya con una gran sonrisa―, el término correcto es exorcista.
Se puso en pie, hizo una reverencia con ademán exagerado y se marchó con el pago y los planos del palacete.

Kaya despertó al atardecer siguiente, cuando la luz del sol poniente asomó por el resquicio que había dejado abierto en las cortinas. Había pasado la noche anterior en la pequeña habitación de una posada humilde, bebiendo té frío y estudiando los planos de la casa para luego dormir durante el día. No tenía mucho sentido ir a cazar fantasmas con el sol en lo alto: algunos no podían manifestarse o se negaban a hacerlo, mientras que otros no eran lo bastante corpóreos a plena luz como para enfrentarse a ellos.
Encendió una vela, se desperezó y se lavó la cara con el agua de la palangana. Desenrolló los planos del edificio y los revisó por última vez mientras tarareaba una de sus baladas favoritas y desenredaba el moño que había hecho para dormir.
Los esquemas no habían revelado ninguna sorpresa. El palacete era una vivienda troscana de manual, con algunos toques de la era Anvar incorporados a posteriori. Todo muy estándar para una residencia de aquella época en uno de los feudos más pequeños y menos a la moda de Paliano. Las renovaciones iban a suponer un auténtico problema; Kaya tenía tanto el plano original como el nuevo diseño, pero no había forma de saber hasta dónde habían progresado las labores de restauración antes de que los trabajadores huyeran.
Se puso la chaqueta, comprobó que sus dos dagas rondel estuvieran bien lubricadas y las envainó cuidadosamente en los antebrazos. La vela casi se había consumido para entonces. La apagó de un soplido, vertió la cera en una bandeja y moldeó dos pequeños pegotes, que guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Se echó un vistazo en el espejo y vio a una cazadora de fantasmas bien descansada y completamente preparada. Y tal vez un poco arrogante. Tal vez.

Todo listo, pues, para salir y bajar las escaleras hacia la sala común de la posada, un establecimiento bastante más acogedor que el Avispero. La tabernera, una mujer robusta y tuerta, le hizo un gesto para que se acercara.
―Tengo una carta para vos ―dijo ofreciéndole un sobre sin lacrar―, entregada en persona.
Kaya enarcó una ceja. La lista de personas capaces de ponerse en contacto con ella en aquel plano era más bien corta. Abrió el sobre y desplegó la lámina que contenía. No era una carta, exactamente; de hecho, no tenía texto alguno, solo un símbolo: la Rosa Negra.
El corazón se le desbocó. Había llegado el momento, el momento del gran encargo, el que preparaba desde hacía un año. Ya sabía de quién procedería su siguiente ingreso sustancioso... si es que conseguía realizar el trabajo.
Dio las gracias a la tabernera junto con una moneda de cobre y salió de la posada con alas en los pies.

Llegó al palacete mientras el crepúsculo daba paso a la oscuridad total. Uno de los pajes de Revari le abrió la cancela y las puertas de la casa y se marchó lo más rápido que permitieron los pies. Las puertas de caoba cedieron con un sonoro chirrido. Las abrió con decisión, sacó del bolsillo los tapones de cera y se los colocó en los oídos. Por si acaso.

Kaya giró la muñeca y tres fuegos fatuos brotaron de sus dedos. No eran auténticas centellas, solo luces, pero flotaron alrededor de ella como si tuvieran mente propia, proyectando una luz fría y sombras danzarinas por toda la entrada.
Cruzó el umbral y se adentró en el recibidor. Sus pasos amortiguados resonaban en aquella calma. En el techo elevado colgaba una lámpara de araña y optó por no pasar por debajo. Una de las escaleras curvas era de estilo moderno y parecía recién construida; la otra estaba desvencijada y aún no la habían sustituido. El lugar olía a polvo y abandono. Pasó por encima de una mezcolanza de herramientas de carpintería, platos rotos y cuadros hechos trizas. Al parecer, Madre Querida era uno de aquellos espíritus.
―¡Eh! ―gritó Kaya―. ¡Fantasma!
Su voz recorrió los pasillos vacíos y unas gruesas alfombras amortiguaron el sonido, que pronto desapareció.
"Está bien".
Con cuidado y haciendo que los fuegos flotaran detrás de ella, subió por la escalera, que crujió a cada paso. Se detuvo en el rellano del segundo piso. A su derecha estaba el ala oeste de la residencia, destinada a los dormitorios, los cuartos de los sirvientes y las salas destinadas a otras comodidades. A la izquierda se encontraba el ala este, que era un reflejo de la otra, pero estaba destrozada y se había convertido en un laberinto de dormitorios, cuartos de estar y salas de lectura.
Se dirigió hacia la izquierda a zancadas, contando los pasos. Protegiera lo que protegiera el espectro en aquella ala, la mejor manera de encontrar al espíritu era amenazar la zona directamente.
El rellano daba a un corredor con salas de estar a la izquierda y una gran puerta doble en el fondo. Según los planos, detrás de la pared derecha había un largo y angosto pasaje para el servicio. Allí no se habían hecho obras y el suelo alfombrado estaba limpio, salvo por el juego de té hecho añicos que algún sirviente había dejado caer antes de salir por pies. Kaya procuró no pisarlo.
―¡Sé que estás ahí!
Esta vez, un viento frío aulló por el pasillo, acompañado de un llanto agudo que parecía proceder de todas partes.
―¡Uuuh, qué miedo! ―se burló Kaya―. ¿Y si de paso agitas unas cuantas ventanas? ¿O por qué no tiras algunos platos al suelo?
La mayoría de los espíritus odiaban a los vivos y casi todos odiaban que se rieran de ellos.
Una silueta espectral apareció casi al fondo del corredor, como si el viento hubiera agitado una cortina. El fantasma tenía el aspecto de una anciana brillante y transparente, con las facciones desfiguradas por la muerte y la ira. Sus delgados brazos remataban en garras afiladas y su chal ondulante parecía una cola. El rostro de abuelita bondadosa estaba estropeado por una boca repleta de dientes agudos. El espectro no flotaba ante la puerta doble al final del pasillo, sino junto a una de las puertas laterales; Kaya tomó nota del detalle.

―Por fin nos conocemos ―dijo al espectro.
El fantasma le lanzó un grito, un chillido agudo que la golpeó como una fuerza corpórea. Las puertas traquetearon y un cristal se rompió en los alrededores. Kaya hizo un gesto de dolor... pero eso fue todo, gracias a la cera que se había colocado en los oídos.
Desenvainó sus dagas y las llevó más allá del plano físico, al reino de los muertos. Ambas brillaron con un tono púrpura blanquecino y se enfriaron en sus manos.
―Así no se saluda a la gente ―bromeó―. Se acabaron los juegos. Lárgate y no vuelvas jamás.
El fantasma chilló de nuevo y voló hacia ella a toda velocidad.
"En fin...". Las advertencias casi nunca funcionaban, pero Kaya creía que al menos debía ofrecer una oportunidad.
El pasillo no era lo bastante ancho como para esquivar las garras del espectro. Kaya recordó los planos mentalmente, contando los pasos que había hasta cada lugar. A la izquierda, la biblioteca. Mala idea: demasiados objetos que un espíritu con habilidades de poltergeist podía arrojar contra ella. A la derecha, entonces. Hacia el pasaje del servicio, también considerablemente angosto.

Esperó hasta que Madre Querida se abalanzara sobre ella y entonces saltó a la derecha.
Esta era... la parte menos divertida.
Empezó por una mano, donde ya sostenía una daga. La luz fantasmal y el frío mortífero se extendieron por el brazo, casi hasta el hombro, y la mano, el arma y el resto pasaron al reino de los muertos y atravesaron la pared. Para cuando el hombro cruzó el muro, la mano ya se encontraba en el pasaje del servicio. Volvió a hacerla tangible y dejó que la anclara al reino de los vivos.
La luz fantasmal consumió la cabeza y el torso, brillantes y fríos. Tiró de la pierna y el brazo izquierdos y regresó completamente al mundo de los vivos, donde se estrelló contra la pared del estrecho pasaje con el hombro ahora corpóreo. El movimiento entero duró, tal vez, lo mismo que un latido, aunque su corazón en realidad no latía cuando se volvía intangible. Por eso nunca se atrevía a hacerlo durante demasiado tiempo.
Se apartó ligeramente a un lado y volvió a atravesar la pared, de regreso al pasillo principal, justo cuando el fantasma cruzaba hacia donde ella había estado un momento antes. Al llegar al otro lado, Kaya vio la estela del chal.
Alteró una de las dagas y ensartó el chal en la pared.
El espectro se detuvo con un tirón, chilló y se volvió para mirarla con sus ojos blancos y sin vida.
―Buenas ―dijo Kaya.
El fantasma atacó, pero ella se anticipó con la otra daga y la clavó en la palma de la mano retorcida. Los ojos de la difunta se abrieron de par en par.
Aquella era la parte divertida: ver a un espíritu eterno e incorpóreo darse cuenta de que se había metido con alguien que podía plantarle cara.
Madre Querida se apartó retorciéndose, aullando y gruñendo, arrancando el chal para liberarlo del arma de Kaya. Tanto el chal como la mano desprendían estelas de humo brillante; sangre fantasmal, podría decirse. Y entonces, el espectro desapareció, ascendiendo en espiral hacia el techo del pasillo.
Kaya tenía muchas de las habilidades de un fantasma, pero no podía hacer eso. Dio media vuelta y corrió hacia la puerta de donde había surgido el espíritu.
Inesperadamente, Madre Querida empezó a surgir del suelo, justo debajo de ella. Kaya reaccionó de inmediato, saltó hacia la izquierda y atravesó la pared, hacia lo que aparecía como una habitación en los planos. La sala estaba marcada para hacer algunas reformas, pero no especialmente drásticas ni...
La habitación no tenía suelo. Era un foso abierto con algunas vigas que aún sobresalían. Kaya vio una escalera de caracol medio terminada justo antes de precipitarse al piso inferior. Aquello no aparecía en los planos.
"¡Dichosos secretos! ¿Por qué todos los nobles se empeñan en tener secretos?".
Sin tiempo para enfundar las dagas, Kaya soltó la de la mano derecha, giró en el aire y se agarró a una viga con la mano libre. El arma cayó con un repiqueteo en el suelo del primer piso.
Evaluó la situación cuando los fuegos fatuos llegaron junto a ella. Bajo sus pies había una caída de unos dos metros sobre suelo inestable y el brazo derecho le dolía por haber soportado de golpe todo su peso. Delante de ella estaba el hueco que separaba los pisos, de más o menos medio metro de altura. Envainó la daga de la mano zurda. Probablemente pudiera dejarse caer sin torcerse el tobillo, aunque solo probablemente, pero con eso no conseguiría más que regresar al primer piso.
Por encima de ella, el fantasma atravesó la pared y se quedó quieto en el aire, en un momento de confusión. Su chal colgaba tentadoramente cerca. Kaya se balanceó atrás y adelante, y luego otra vez. "Ten siempre un plan...".
"... y nunca dependas de él". Soltó la viga, se adentró en el gélido reino de los muertos y sujetó el chal con sus manos espectrales.
Pilló por sorpresa al fantasma, que descendió casi un metro gruñendo y agitándose. Entonces el espectro se elevó a toda velocidad hacia la tercera planta, gritando de rabia y atravesando lo que debía de ser un dormitorio. Kaya prefería no viajar de polizón mucho más tiempo, ya que el fantasma podría arrastrarla a toda clase de lugares desagradables; hacia el cielo, por ejemplo. Calculó el momento para saltar y soltó la cola del espíritu.
Atravesó la pared del dormitorio desmoronado, se acurrucó y rodó por el suelo de la habitación contigua. La gente ni se imaginaba las acrobacias que había que hacer para cazar fantasmas.
Se puso en pie de un salto y desenvainó la daga que conservaba. Había perdido la cuenta de los pasos, pero si la intuición no le fallaba, ahora estaba en el cuarto de donde había salido el fantasma.
Parecía una especie de salón para tomar el té, pero estaba completamente destrozado. Había muebles hechos trizas por doquier y el suelo crujía, cubierto de fragmentos de vidrio y porcelana. En un rincón había una pequeña pila de escombros...
Madre Querida apareció chillando a través de la pared justo cuando Kaya dedujo lo que había ocurrido.
El ala este. No eran los aposentos de la anciana. El espacio entre plantas. Y ahora, una curiosa pila de escombros en el rincón de una habitación normal y corriente a la que el fantasma parecía dar mucha importancia.
Kaya adoptó una posición defensiva, con la daga al frente y brillando con luz fantasmal. Esta vez, el espíritu se apartó, muy consciente de que podía salir mal parado.
―Espera ―dijo Kaya mientras se acercaba lentamente al rincón.
La mayoría de espíritus estaban demasiado consumidos por la ira o la tristeza como para razonar con ellos, pero quizá...
Madre Querida volvió a gritar y los fragmentos de vidrio y porcelana repiquetearon en el suelo.
Kaya se zambulló para cubrirse detrás de un aparador volcado justo antes de que todos los objetos cortantes de la habitación volaran hacia ella. Cuando se estamparon contra el mueble, sintió que algunos habían llegado a enganchársele en el pelo. Madre Querida estaría justo detrás...
Kaya saltó y corrió hacia el rincón, fijándose en un retrato rasgado, unas joyas y unas tablas del suelo con profundas marcas de arañazos.
―¡He dicho que esperes! ―gritó extendiendo una mano―. ¡Ahora te entiendo!
Esta vez, el fantasma se detuvo.
Sin quitar los ojos de encima al espectro, Kaya retiró los escombros, introdujo la daga entre las dos tablas astilladas e hizo palanca. Levantó una de ellas y luego la otra.
Y allí, en el hueco entre los pisos, encontró el cadáver atrofiado de una anciana. El fantasma gimió, esta vez transmitiendo más tristeza que ira. Kaya observó el cuerpo y luego al espectro. El parecido era asombroso.

Echó un vistazo a las cosas que había apartado: joyas, anillos y gemelos de hombre; jirones de una camisa hecha a medida para un hombre; un retrato de un noble, también hecho trizas. Y entre las joyas...
Un anillo grabado. Un anillo grabado que le resultaba familiar.
―Será hijo de...

Kaya aguardaba en la entrada del adosado del señor Revari; una vivienda modesta, pero que al menos no estaba embrujada. La espera empezaba a molestarla y contuvo las ganas de ponerse a dar golpecitos de impaciencia con el pie. Se pasó los dedos por el pelo y quitó los que ojalá fuesen los últimos trozos de porcelana, que guardó en los bolsillos. Mejor un estropicio en el pelo que en la cabeza, desde luego.
Era casi medianoche, pero le permitieron entrar. A pesar de las horas intempestivas, el propio Revari se personó en la entrada, vestido y ataviado con un abrigo.
―¿Está hecho? ―preguntó con avaricia en los ojos.
―Después de esta noche, vuestra madre descansará en paz, señor Revari.
―Llévame hasta allí ―le pidió abandonando las buenas formas―. Quiero ver la casa.
―¿Qué ha sido de la confianza? ―preguntó Kaya sin disimular su indignación.
―Has hecho un trabajo loable, pero entenderás que quiera ver los resultados antes de proceder al pago.
―De acuerdo ―aceptó Kaya―, pero traed mis honorarios. No pienso volver hasta aquí después.
―Como quieras ―dijo Revari con tono gélido.
El trayecto no era largo, pero Revari prefirió ir en carroza con un conductor y un guardaespaldas, mientras que Kaya y él iban dentro. Revari le hizo toda clase de preguntas acerca de su oficio, aparentemente por pura curiosidad y por la convicción habitual entre los nobles de que podían entrometerse en todo si querían.
―¿Dejan... restos cuando los matas?
―Cada fantasma es diferente ―explicó Kaya, no por primera vez―. En este caso, sí, hay restos físicos.
―Vaya ―lamentó Revari―. Tendré que ver eso. ¿Debería... enterrarlos?
―Eso queda entre vos y vuestra religión ―dijo Kaya―. No soy esa clase de exorcista.
Algunos consideraban que su profesión era una blasfemia, una perturbación del orden natural de la vida tras la muerte. Según otras creencias, sin embargo, los fantasmas eran quienes perturbaban el orden natural y Kaya podía ayudar a enmendar esos problemas. En algunas localidades la habían colmado de elogios y bendiciones, mientras que en otras había tenido que poner pies en polvorosa, y todo por hacer el mismo trabajo. Fuera cual fuese el propósito final de los muertos en cualquier mundo, Kaya tenía la convicción personal de que no lo cumplirían si se dedicaban a molestar a los vivos.

Revari asintió con satisfacción. Kaya sospechaba que sus "profundas" creencias religiosas dictaminaban que no pagase otro funeral si no había necesidad de hacerlo.
Al fin llegaron al palacete. El guardaespaldas, el conductor y los honorarios de Kaya permanecieron en el carruaje, mientras que Revari la acompañó a la entrada. Llevaba una linterna consigo, así que Kaya no tuvo que convocar sus fuegos fatuos.
La escena de la entrada seguía igual. Revari masculló algo al ver los escombros que había por todas partes.
―Hará falta un mes para limpiar todo esto antes de que las obras puedan continuar ―protestó―. Y eso suponiendo que los trabajadores estén dispuestos a volver.
Se giró hacia Kaya.
―¿Estarías dispuesta a... dar fe de tus resultados? ¿Podrías decirles que ya no hay peligro?
―Podríais convencerme ―respondió ella levantando una mano y frotando las yemas del pulgar y el índice, lo que provocó otro murmullo de Revari.
Subieron las escaleras mientras Revari movía la linterna de un lado a otro como un joven cazador, nervioso por pasar su primera noche en el bosque. Se detuvieron en el rellano.
―Intuyo que querréis ver el ala este ―dijo Kaya―. Vuestro consejo fue muy útil; allí es donde la encontré.
―Entiendo ―dijo Revari―. Sí, por supuesto. ¿Y estás... segura de que no hay peligro?
―Podéis sentiros como en casa, excelencia.
Revari asintió y caminó arrastrando los pies, meciendo la linterna a un lado y a otro. El más mínimo soplo de viento o crujido de las tablas hacía que se sobresaltara. Kaya caminó junto a él.
―Aquí estamos ―dijo señalando la puerta cerrada de la habitación donde había encontrado el cuerpo de la anciana.
―¿Aquí? ―dudó Revari.
―Aquí es donde ocurrió ―confirmó Kaya.
La respiración de Revari se aceleró.
―Tú primero ―dijo él.
Kaya sonrió para tranquilizarlo, abrió la puerta y entró. Revari asomó para echar un vistazo y luego cruzó el umbral lentamente. Sostenía la linterna en alto y los muebles destrozados por doquier proyectaron sombras extrañas.
Muy sigilosamente, Kaya cerró la puerta cuando Revari entró.
―Bueno... ―dijo él con la garganta seca y mirando alrededor con inquietud―. ¿Dónde están esos...?
Entonces vio las tablas que Kaya había arrancado del suelo y se volvió hacia ella como un resorte.
―¿Qué es esto? ―bramó―. ¿Qué has hecho?
―Sé lo que hiciste ―replicó Kaya. Su voz era serena, mesurada y tranquila.
Revari se puso colorado y las venas de la frente se le hincharon.
―Puedes intentar chantajearme, pero...
―Yo no quiero nada de ti, parricida ―aseguró Kaya. Entonces señaló con la cabeza por encima del hombro de Revari―. Ella es la que debería preocuparte.
Madre Querida se había manifestado, triste y eterna, detrás de su caprichoso hijo. Revari se volvió hacia ella y Kaya se tapó las orejas.

―¡No! ―gritó él―. ¡No, por favor! ¡Madre...!
El fantasma chilló y Revari cayó de rodillas, aferrándose la cabeza. La linterna repiqueteó en el suelo. Kaya la recogió y la apagó de un soplido para que la habitación solo quedara iluminada por la luz gélida de la fallecida.
Revari, aún de rodillas y con los ojos desorbitados, giró la cabeza hacia Kaya.
―¡Ayúdame! ―suplicó―. ¡T-te pagaré el doble!
―Era tu propia madre ―declaró Kaya―. Púdrete en el infierno, gusano.
El fantasma de la madre avanzó lentamente, con un don para el dramatismo que Kaya supo apreciar. Revari retrocedió a rastras, apoyándose en los codos, pero entonces se topó con la puerta cerrada.
―¡Eres una mentirosa!! ―la acusó―. ¡Te he pagado p-p-para que arreglaras esto! ¡Detenla! ¡Haz tu trabajo!
―Dimito, y con motivo ―contestó Kaya. No le había mentido, exactamente, aunque en realidad no había terminado el trabajo―. Les diré a tus subordinados que se queden la otra mitad del pago.
Revari gruñó y se abalanzó sobre ella, pero las piernas de Kaya se volvieron fantasmales y el noble las atravesó y cayó de bruces con un llanto lastimero.
―Por favor...
Finalmente, el fantasma aullante de su madre se le echó encima con aquellas garras y dientes afilados. Kaya cruzó la puerta emitiendo un resplandor de luz púrpura blanquecina y dejó a la madre y el hijo con sus tristes y lamentables asuntos. Finalmente se ajustó la chaqueta y se alejó por el pasillo.
A sus espaldas, Emilio Revari comenzó a chillar y continuó gritando mientras Kaya bajaba las escaleras y cruzaba la ruinosa entrada y la cancela de la mansión, rumbo hacia la noche.