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Conspiracy: La Proclamación de Adriana, Capitana de la Guardia

Ciudadanos libres de Paliano:
Cuando anoche os fuisteis a descansar, erais personas leales. Recostasteis la cabeza como fieles súbditos del auténtico y legítimo rey de Paliano: Brago el Eterno. Tal vez no le adoraseis, pues ser amado no es el deber de un gobernante, pero le obedecíais y le respetabais como todo ciudadano debería hacer.
Inconscientemente, hoy habéis despertado como traidores bajo la bandera ensangrentada de una reina usurpadora: Marquesa, la Rosa Negra, notoria asesina y conspiradora, una criminal de primer orden cuyas amenazas veladas y espinas ocultas le han permitido eludir la ley de Paliano durante demasiado tiempo. Os ha convertido en traidores izando su bandera en el palacio y colocando la corona en su traicionera frente. Os ha obligado a elegir entre la lealtad a la corona y la lealtad a vuestra ciudad.
De algún modo, esta vil embustera ha asesinado al rey Brago, poniendo fin a su existencia inmortal y dispersando la esencia de su espíritu. De algún modo, ha conseguido figurar en la última voluntad y testamento de nuestro soberano. Un documento falsificado, sin duda alguna; un puro invento, pues ¿por qué habría de necesitar un testamento el Rey Eterno? Incluso de ser así, ¿por qué habría él de nombrar sucesora a la hija traicionera de una casa deshonrada? De algún modo, ella ha obtenido la lealtad de los sacerdotes custodi que antaño manifestaban en el mundo la palabra del rey. Junto a ellos se encuentran numerosos sirvientes del trono que no pueden o no se atreven a cuestionar el derecho de Marquesa a gobernar, mientras que en las sombras acecha su red de ladrones, espías, saboteadores, chivatos y asesinos.
La falsa reina ya enarbola sobre Paliano su propio sello, el emblema de la Rosa Negra. Ha osado ignorar en silencio el símbolo de nuestra ciudad, el símbolo que Brago lucía en la empuñadura de su espada; una imagen tan imperecedera y representativa de nuestra ciudad como su legítimo gobernante, y que los Custodi incluso consideran un icono religioso. Sí, continúan blandiéndolo, pero eso significa tan poco viniendo de ellos como lo ha hecho nunca. No obstante, los estandartes de las tropas de la ciudad ya han cambiado. No veréis ese símbolo en los salones del palacio de Marquesa ni en los escudos de sus guardias. Ella afirma gobernar legítimamente y velar por el porvenir de la ciudad, pero la bandera que ha ondeado sobre nuestras cabezas durante tantos años ha desaparecido por orden suya.
Y ¿por qué motivo? Por uno muy sencillo: porque Marquesa no tiene derecho a usar ese símbolo de nuestra historia, y lo sabe. Se ha puesto la corona y ha ocupado el trono, pero no empuña la espada de Brago, el arma que lleva el símbolo de nuestra ciudad. Lo sé porque ahora soy la portadora de dicha espada y de la responsabilidad de defender la ley y el orden en Paliano. La reina traidora me ha privado de mi cargo, pero no he renunciado a él. Cargaré con esta espada, este símbolo, este deber de proteger nuestra ciudad contra todos sus enemigos, incluso y especialmente contra una enemiga que se sienta en el trono. No tengo deseo alguno de gobernar, únicamente de derrocar a la usurpadora para que todos podamos determinar quién será nuestro auténtico gobernante tras el trágico fin del rey Brago.
Marquesa os instará a poneros de su parte, al servicio de una corona legítima que descansa sobre una cabeza embustera, y por ello os convertiría en traidores. Yo os ofrezco un camino distinto: uníos a mi causa, a la causa de Brago, y demostrad que sois leales a vuestra ciudad oponiéndoos a esa farsante.
Si su bandera no es la vuestra, no os postréis ante ella. Si su mandato es ilegítimo, también sus leyes lo son. Si no es la auténtica reina, los sirvientes de la corona no son mejores que sus espías y asesinos y deberán ser tratados como tales.
¿Qué respondéis, ciudadanos de Paliano? ¿Apoyaréis a la ciudad o a su autoproclamada reina? ¿Seréis rebeldes leales o traidores sumisos? Cada día que pase mientras Marquesa continúe en el trono, seréis lo uno o lo otro. ¡Tomad vuestra decisión!


—Adriana, capitana de la guardia

Conspiracy: La Proclamación de la Reina Marquesa

¡Pueblo de la Alta Ciudad!
Es mi deber solemne informarles de que Brago, rey de Paliano, ya no se encuentra entre nosotros. Su muerte sacudió los cimientos de la ciudad hace muchos años, mas su perseverancia espiritual aportó alegría y consuelo a todos nosotros. Sin embargo, ahora se encuentra verdadera y eternamente más allá del velo. Su reinado ha concluido y su espíritu al fin ha obtenido el descanso definitivo que tanto merecía.
En su benevolente sabiduría, nuestro difunto monarca ha nombrado a una sucesora con la voluntad y la fortaleza necesarias para traer la armonía a su amada ciudad. Como heredera designada y reconocida como legítima sucesora por la sagrada orden de los Custodi, juro defender las leyes de Paliano, mantener el orden en la ciudad y garantizar que la justicia se imparta con prontitud y ecuanimidad. Pese a la certeza de que nunca seré una gobernante a la altura del hombre cuyo compromiso con su ciudad trascendió la vida misma, albergo la esperanza de que, con la bendición de los Custodi, seré capaz de guiar nuestra noble urbe hacia una nueva era de prosperidad.
El traspaso de poderes siempre es un proceso arduo, y más aún cuando el fin de un reinado acontece de manera tan inesperada. Incluso los leales y firmes súbditos de la corona pueden verse mal preparados para servir a un nuevo monarca con la misma aptitud que al anterior. Por ello, el cargo de capitán de la guardia queda disuelto a partir de este momento. De ahora en adelante, los soldados de la ciudad responderán directamente ante mí. La antigua capitana ha sido licenciada con el agradecimiento de nuestra noble urbe y una generosa pensión que la proveerá de todo lo necesario durante el resto de su vida, independientemente de lo larga que esta sea.
En ausencia de un sucesor natural, Brago estableció con claridad su propósito respecto a la herencia del trono. Lamentablemente, no todos los antiguos vasallos del rey desean respetar su última voluntad. Por tanto, quienes pretendan utilizar esta transición como una excusa para incitar a la rebeldía han de saber que la traición recibirá, como siempre ha sido, el más severo de los castigos, mientras que la lealtad se verá recompensada generosamente. ¡Que la fortuna sonría a Paliano!


Queen Marchesa
—Proclamación de Su Majestad la reina Marquesa, la Rosa Negra, primera de su nombre, líder del consejo, garante del gobierno legítimo, única soberana de la Alta Ciudad, auténtica heredera del trono de Paliano y todos los derechos y privilegios que este conlleva

Conspiracy: Tiranos

Adriana es la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano, un cargo que la pone al servicio de Brago, el rey fantasma. Sin embargo, en tiempos recientes ha empezado a cuestionar el comportamiento del monarca, más cruel en la muerte de lo que fue en vida. Los rumores que circulan por la ciudad indican que otros comparten sus dudas.


Es difícil desprenderse de las viejas costumbres, y las más difíciles de dejar atrás son las costumbres de los muertos. Adriana, la capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano, conocía esta verdad mejor que muchos otros. Permanecía obedientemente en su puesto junto al gran rey Brago, con la mirada siempre atenta a las espaldas de él. Se había vuelto más paranoico en la otra vida, una curiosa reacción tras haberse vuelto inmortal, y solicitaba que su capitana le protegiera incluso cuando alguien acudía a pedirle consejo. Adriana se encontraba en el gran comedor, una imponente estancia de piedra donde había más eco que calor. No era acogedora, pero el rey prefería organizar allí sus reuniones, por algún motivo. Los grandes tapices que mostraban el símbolo de su ciudad, con sus espadas y sellos representados en las paredes, parecían reconfortarle. Brago se mostraba extrañamente satisfecho flotando entre los objetos que antaño acostumbraba a tocar y empuñar. Nunca parecía triste por no poder sostenerlos de nuevo; ya nunca parecía triste por nada. Sentía muchas otras cosas, pero la lástima no era una de ellas. Sin embargo, una capitana no debe cuestionar a su rey, por lo que Adriana se inclinó ligeramente a la izquierda para estirar y aliviar un calambre que le había dado en la pantorrilla derecha mientras esperaba a que el monarca terminara de fingir empatía.
El rey Brago se sentaba a la cabeza de la mesa, ante un plato limpio y cubiertos relucientes, susurrando en silencio y pacientemente con dos fantasmas custodi que flotaban en las sillas a la izquierda del soberano. Las voces de los muertos a menudo se apagaban con la edad; desde la posición de Adriana en el fondo de la sala, el tintineo de su propia armadura era el único sonido que se oía en todo el comedor. Los tres espíritus debatían asuntos eclesiásticos y, por alguna costumbre degradada, preferían hacerlo delante de platos y cubiertos impecables. Mientras gesticulaban al conversar, rozaban con las manos el despliegue de copas vacías y completamente secas.
Adriana había servido al rey durante muchos años. Sabía que, incluso en la muerte, conservaba una especie de memoria muscular que imitaba los gestos de los vivos. Los fantasmas no tenían nada de especial, pero nadie elegía convertirse en uno. Cuando Brago conservó el trono incluso tras morir, Adriana tuvo una reflexión perturbadora: si su señor jamás pereciera, estaría destinada a servirle durante el resto de su vida. Los capitanes del pasado habían formado estrechos vínculos con numerosas generaciones de la realeza, pero ella estaba condenada a servir a un único monarca. El trono de Paliano estaba monopolizado. La sucesión se había interrumpido tiempo atrás.
Recordar aquella reflexión no ayudó a aliviar el calambre en la pierna.
Ocasionalmente distinguía algunas de las palabras que intercambiaban los fantasmas. Al parecer, debatían sobre el éxito de la erradicación de aparatos mecánicos en las calles de Paliano. Estaban satisfechos con la clausura de la Academia, contentos de que sus rivales políticos hubieran desaparecido o muerto.
Adriana había ayudado a reprimir la insurrección por orden del rey. Había contribuido al desmantelamiento de la Academia, a la purga de la inventiva y la innovación en la ciudad.
Un susurro de culpabilidad pasó por la mente de Adriana. El rey al que servía se había vuelto cruel tras fallecer. Ella jamás lo admitiría en voz alta, pero en el fondo lo sabía.
Una vez concluido el debate, los Custodi se levantaron y Adriana se aproximó para acompañarlos afuera. Una sirvienta entró detrás de ella para limpiar las fuentes. "¿De verdad es necesario? ¿No es un desperdicio tremendo de jabón?", se preguntó Adriana. El rey Brago le asintió discretamente y la capitana condujo a los espíritus hacia el pasillo principal. Los dos se movían despacio y desprendían más frío del habitual. La comitiva transmitía una sensación de incomodidad.
Tras varios minutos recorriendo el pasillo, los dos fantasmas se detuvieron frente a la entrada del palacio―. Capitana Adriana... ―susurraron. Se detuvo de golpe. Los Custodi nunca le habían hablado directamente.
El más cercano a ella levantó las manos para bendecirla. Unos dedos fantasmales la tocaron en un hombro, en el otro y en la frente, provocándole escalofríos. Adriana aceptó la bendición, pero se preguntó por qué los Custodi se despedían con tantas formalidades.
Los espíritus desaparecieron y Adriana dio media vuelta, feliz por haber aliviado el calambre con un breve paseo. Un repentino y lejano estrépito llamó su atención y caminó a paso ligero hacia el origen del ruido. ¿El guardarropa? ¿La despensa? ¡La cocina!
La sirvienta de antes llevaba en brazos una pila de platos y cubertería y estaba tirándolo todo al conducto de la basura, un tesoro de porcelana tras otro; sus trayectos terminaban en estallidos lejanos en la montaña de residuos que había al final del vertedero.
―¡Quieta! ―le gritó Adriana.
Con el sobresalto, la chiquilla dejó caer un plato.
―¿Se puede saber qué haces? ―le espetó Adriana― Esto es propiedad de la corona.
―El jefe nos ha dicho que a la reina no le gustan estos platos ―balbució la joven, asustada.
"¿La reina?".
―En este castillo no hay ninguna reina.
―El jefe también ha dicho que no hablara de ella con vos.
Adriana posó una mano en la empuñadura de su espada, dio media vuelta y subió las escaleras rápidamente, de regreso al gran comedor. Por el camino oyó el eco de más platos arrojados al vertedero. Los escalofríos de la bendición que le habían dado los Custodi parecían cada vez más una disculpa anticipada.
Por el camino lanzó breves vistazos a los criados con los que se cruzaba. Uno apartó la vista con temor. Otro se escabulló hacia un pasaje que daba a las dependencias del servicio. Otra se ocupaba en sacudir una bandera nueva, una rosa con espinas cosida en terciopelo, y Adriana echó a correr, de vuelta junto a su rey.
El cuero de las botas martilleó el suelo de piedra y las placas de la armadura tintinearon durante la carrera. Cuando al fin abrió de un empujón la puerta del gran comedor, patinó hasta quedarse clavada en el sitio, estupefacta.
En aquel momento reaccionó inmediatamente, pero ella recordaría ese instante como una pequeña eternidad cargada de trascendencia.
Al otro lado del comedor, una mujer de tez morena con una chaqueta extraña había apresado por la espalda al rey Brago y ahora forcejeaba con él, clavándole una daga en el cuello. "¡¿Cómo?!". Adriana se sintió desconcertada por primera vez en su vida. La mujer de la chaqueta extraña parecía demasiado corpórea como para ser un espectro, pero sus brazos se difuminaban y emitían un brillo púrpura al tensarse para clavar más hondo el arma homicida. El monarca estaba boquiabierto, tratando de gritar sin resultado alguno. La mujer agarró la daga reluciente a modo de punzón y sus ojos se encontraron con los de Adriana.
La capitana de la guardia de la Alta Ciudad de Paliano recordó cómo respirar.
Y entonces recordó cuál era su trabajo.
Corrió hacia la asesina, dispuesta a echársele encima. No conocía las habilidades de su enemiga, pero sí las propiedades físicas de su rey. Desenvainó la espada y la blandió directamente hacia el rostro de Brago, en un intento de sorprender a aquella bellaca. Los segundos se eternizaron bajo el efecto de la adrenalina y el temor. En el momento de descargar el golpe, Adriana miró a los ojos a la asesina. Cuando la espada atravesó inofensivamente el rostro de Brago, vio cómo la carne de la mujer se volvía de un púrpura translúcido y sintió su mirada penetrante.

Regicide
Al percatarse de que el ataque no había servido de nada, Adriana bajó la espada rápidamente y se agachó cuando la asesina soltó a Brago y dejó que se desplomara. Instintivamente, la capitana trató de sujetarlo y se quedó de piedra cuando vio que podía hacerlo; el vínculo espiritual que Brago tenía con su propia armadura estaba desvaneciéndose junto con él, y Adriana se sorprendió sosteniendo la armadura con el espíritu moribundo de su rey aún dentro.
Su muerte fue distinta de todas las que había presenciado. Le resultó imposible apartar la vista.
La herida en el cuello de Brago se corroyó rápidamente y la piel fantasmal se deterioró y disipó en una necrosis púrpura, que se extendió desde la garganta hasta el resto del cuerpo. A medida que el virus se expandía por la piel, no dejaba más que aire a su paso. En cuestión de segundos, la silueta del rey se desvaneció por completo.
La corona suavemente brillante de Brago cobró forma física en ausencia de su portador y cayó al suelo.
Su espada permanecía envainada en el cinturón.
Donde antes había caído un rey, ahora solo quedaba un conjunto de vestimentas vacías y titilantes en los brazos de Adriana.
La asesina la miró desde arriba con un aire de satisfacción ligeramente apático.

Kaya, Ghost Assassin
Adriana desenvainó la espada de Brago. No sabía cuál sería el próximo objetivo de la asesina. Esta permaneció quieta, con la tranquilidad perezosa de quien acababa de despertar; parecía vestida para una noche de fiesta, más que para combatir. Le resultó odiosa. Adriana cargó contra ella blandiendo la espada reluciente de su rey.
―¡Canalla! ―rugió.
Lanzó una estocada hacia donde tendría que haber estado el hígado de la asesina. En una fracción de segundo, el estómago de la desconocida adoptó un tono púrpura blanquecino y la espada la atravesó. Lo que debería haber sido una herida mortal no fue más que una mera molestia para aquella mujer, que sonrió al percibir el asombro de Adriana.
La capitana recuperó la concentración y aprovechó el impulso para lanzar un tajo hacia arriba, pero la espada pasó a través del torso desprotegido de la asesina y salió por encima del hombro. Con la espada en alto, Adriana recibió un codazo potente y muy tangible en la mandíbula. No se lo esperaba y retrocedió trastabillando hasta recobrar el equilibrio. Esta vez permaneció quieta para evaluar a su oponente.
―Solo me han pagado para eliminar a un objetivo ―dijo la asesina con una sonrisa―. Estás de suerte, cielo.
―¡Pelea limpio, cobarde! ―estalló Adriana, rebosante de ira.
La asesina sonrió de nuevo, visiblemente entretenida, y le guiñó un ojo.
La capitana de la guardia respondió escupiendo al ojo en cuestión.
En un instante, el rostro de la asesina se tornó transparente y el escupitajo la atravesó y cayó al suelo.
―Je, nunca había tenido que evitar algo así ―dijo la mujer. Aún con la sonrisa en los labios, avanzó atravesando la armadura vacía de Brago, depositada en el suelo. Sus pies y canillas brillaron con el mismo tono púrpura para evitar el contacto con el metal.
»Te esfuerzas demasiado en defender una armadura vacía ―añadió arrastrando las palabras.
―¡Ese hombre era nuestro rey!
―No, ya era una armadura vacía mucho antes de que mi daga le encontrase. Y antes de eso era un tirano ―replicó la asesina―. Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá.
Adriana sintió un extraño acceso de culpabilidad. No sabía qué responder a aquello.
Con total tranquilidad, la asesina inclinó la cabeza ligeramente sin apartar los ojos de la capitana―. Un placer hacer negocios contigo.
La desconocida se ajustó la chaqueta y empezó a hundirse en el suelo, descendiendo entre ondulaciones púrpuras. Adriana tan solo pudo fijarse en el lugar que había elegido para su acto de desaparición. "Los establos están justo debajo. Es imposible que llegue a tiempo".
El gran comedor se sumió en el silencio. En ese momento de quietud, Adriana dejó escapar un suspiro. La armadura y la corona de Brago yacían en una pila en el sitio donde había fallecido. No quedaban restos de su espíritu, excepto el brillo tenue que bañaba sus pertenencias ahora tangibles. Adriana nunca había visto morir a un fantasma; tal vez fuese normal que sus restos se materializaran cuando los espíritus se desvanecían y morían por segunda vez.
Nada tenía sentido. Nada le parecía posible.
"Fui una necia al aceptar este cargo", pensó. "Mi trabajo era defender al rey y no he logrado proteger a un hombre al que no podían asesinar. ¿Cuál era mi propósito aquí, para empezar?".
Entonces se oyó movimiento en el castillo. Se desplegaron tapices que lucían una rosa con espinas. Los criados se acercaron a inspeccionar la armadura vacía, mostrando una curiosidad macabra. En medio del revuelo, Adriana permaneció en silencio en el fondo del gran comedor.
Sus dedos acariciaron la empuñadura de la espada de Brago. Supuso que estaría más segura en manos de ella.

Adriana, Captain of the Guard

Al día siguiente, los Custodi coronaron a la reina Marquesa, la primera de su nombre.
La ceremonia tuvo lugar en la sala del trono, impecablemente decorada. Los tapices con el símbolo de la Rosa Negra adornaban las paredes recién desempolvadas. Las nuevas armaduras de los soldados tenían placas espinosas y reflejaban tonos plateados a la luz de las velas elaboradas la semana anterior. La sala olía a prímulas frescas y apestaba a prendas nuevas.
El personal del castillo observaba a la nueva reina con familiaridad. Los Custodi siguieron obedientemente el protocolo de la ceremonia. Ningún miembro de la élite de Paliano parecía sorprendido. Todos estaban preparados. Todos lo sabían.
Adriana ardía en deseos de ajusticiar allí mismo a todos aquellos traidores. Hasta el último rincón de la estancia lucía el símbolo de la nueva reina. Era una aberración.
A primera hora de la mañana, Adriana había hablado con la guardia y había sentido alivio al descubrir que todos estaban igual de perplejos que ella. Ellos tampoco estaban al tanto del gran secreto y la capitana se alegró de saber que, por lo menos, sus tropas compartían su confusión y su rabia.
Todos estaban detrás de ella y vigilaban las puertas de la sala. La guardia tenía un deber para con la corona y la iglesia, pero ningún soldado estaba conforme con él. Adriana no se separó de la espada de Brago, que permaneció bien aferrada en su puño durante toda la ceremonia.
Marquesa, la Rosa Negra, se encontraba en medio de la estancia, como la elegante directora de una sinfonía espantosa. Su vestido era recatado y sus joyas, humildes, salvo por la corona titilante que descansaba en su cabeza. Adriana hizo todo lo posible para no resoplar ante aquella falsa modestia que buscaba complacer a los Custodi.
En cuanto los espíritus concluyeron la ceremonia y la corona fantasmal de Paliano quedó en posesión de Marquesa, Adriana se apresuró a seguirla hacia los aposentos reales. Caminó escaleras arriba en pos de la nueva reina, atravesando un mar de ojos esquivos y seguida de una bandada de sirvientas. Mientras subían, comenzó a darse cuenta de la fortuna que había requerido aquella maniobra. Sobornos para comprar a los Custodi. Dinero para untar al personal. Los honorarios de la asesina. Sin olvidar el coste de las montañas y montañas de telas con rosas bordadas que adornaban las paredes, los cuerpos de los sirvientes y los faldones de los caballos.

Throne of the High City
"Y yo no sabía nada. He protegido durante largo tiempo las espaldas de un fantasma negligente y no sabía nada".
Eso le dio que pensar.
"Si lo hubiera sabido, ¿habría tratado de impedirlo? Brago era cruel. Merecía morir por segunda vez".
Adriana observó la espalda de Marquesa mientras la comitiva continuaba subiendo. Lo que había sucedido en el pasado podía ocurrir de nuevo. Un rey había sido coronado, asesinado y sustituido. Una reina sería coronada, asesinada y sustituida. Sin embargo, ¿cuántos cientos de sus compatriotas morirían perpetuando aquel ciclo espantoso?
"Es un sistema sin fin".
"Lo único que hacemos es nutrir este horrible mecanismo".
La ira impregnó el corazón de Adriana cuando asimiló la reflexión y las palabras de la asesina acudieron a su mente: "Mientras los tiranos mueran, la posibilidad de ser libres vivirá". Paliano había tenido la posibilidad de ser libre tras la muerte de un tirano, pero, en vez de ello, otra tirana había ocupado su lugar. "Acabar con ellos no es suficiente. ¿Cómo podemos convertir esa posibilidad en una certeza?".
Marquesa se detuvo a las puertas de sus aposentos y aguardó a que una sirvienta las abriera y le cediera el paso. Adriana entró detrás y esperó pacientemente junto a la puerta mientras las criadas ayudaban a la nueva reina a cambiar el traje de la coronación por el que luciría en su primer acto público.
La desmontaron revelando capa de ropa tras capa de ropa. Vestido. Gorguera. Verdugado. Túnica. Enagua. Corpiño. Al llegar a las medias y la combinación, las criadas volvieron a montarla, esta vez con un atuendo más lujoso y refinado que el anterior. Adriana se fijó en las costuras que ocultaban incontables bolsillos interiores y forros para esconder saquitos con venenos exóticos. Corpiño. Enagua. Túnica. Verdugado. Gorguera. Vestido. Las sirvientas concluyeron la opulenta tarea asegurando una pechera.
No había intención de asombrar con aquella faena; la reina simplemente reafirmó su dominio cuando sus ojos se encontraron con los de la capitana. Incontables capas con incontables secretos. ¿Ves cuánto llevo a la vista? ¿Comprendes cuánto más puedo ocultar?
Cuando las criadas apretaron el último cierre, Marquesa las echó fuera con un gesto. Adriana permaneció erguida y firme ante la reina aterciopelada de la Alta Ciudad de Paliano.
―Intuyo que quieres decirme algo ―arrulló la maestra de los venenos―. El discurso de mi coronación comenzará en breve, así que no emplees más tiempo del necesario, por favor.
―El derecho de sucesión no funciona así.
―El derecho de sucesión no funciona así, alteza.
Adriana se tragó un gruñido―. Los Custodi aseguran que el rey Brago os nombró heredera en su testamento. No soy una erudita, así que tal vez podáis explicarme para qué necesita un fantasma un testamento.
La nueva reina sonrió y respondió sin alterarse―. Los inmortales no tienen necesidad de proteger sus bienes, por supuesto, pero los Custodi se mostraron muy dispuestos a aceptar unos documentos legales debidamente cumplimentados.
―Brago tiene descendientes. ―La armadura de la capitana tintineó cuando avanzó unos pasos―. Sus hijas son...
―Viejas y débiles de carácter. Y sus descendientes son igual de ineptos. Me ocupé de todos ellos hace un tiempo y, entonces, se dio la casualidad de que el siguiente nombre en la línea de sucesión era el mío.
"¿Ella?". La familia de Marquesa era pequeña, una rama distante en el árbol genealógico de la casa real. Adriana se sintió asqueada. Permaneció firme mientras la reina se acercaba tranquilamente a un tocador y se sentaba con delicadeza para aplicarse un pintalabios rojo oscuro.
―¿A cuántos sucesores has matado? ―La pregunta escapó de los labios de Adriana.
―Solo he matado a Brago ―respondió Marquesa sin inmutarse―. Bueno, Kaya ha matado a Brago. Ha cobrado una buena suma por ello. La familia del antiguo rey ha recibido una compensación muy generosa y los Custodi obtendrán un sustancioso diezmo en cada año de mi reinado. ―La reina se levantó y sonrió con sus labios pintados de veneno.
»Rezo para que todos los que dijeron que soy la hija caída de una casa deshonrada disfruten de su caída de la Alta Ciudad.
Adriana se había enfrentado a muchos enemigos durante sus años de servicio. También había lidiado con numerosas alimañas de diversas casas. Aquella serpiente no era distinta al resto―. Nuestra ciudad no se postrará ante ti tan fácilmente.
―Ya lo ha hecho ―respondió Marquesa con calma. Se apartó del tocador y abrió un baúl que había junto a la ventana. Adriana estaba lo bastante cerca como para ver el interior y distinguir una armadura pulida y reluciente. La reina recogió una coraza adornada con una rosa negra y se giró para mostrársela a la capitana. Estaba hecha a medida para ella.
―Jamás me pondré eso y lo sabes.
―Merecía la pena intentarlo.
―¿Y qué hay de la gente? ―Adriana movió la cabeza a un lado y a otro con incredulidad.
―El pueblo me adorará ―afirmó Marquesa mientras depositaba la armadura en el baúl y regresaba al tocador. Aunque solo tenía diez dedos, parecía que necesitaba treinta anillos. Adriana tenía el pulso acelerado por la rabia.
―¿Y si no lo hace?
Era obvio que Marquesa no había contemplado aquella posibilidad. Se volvió y miró a Adriana a los ojos cuando la capitana continuó.
―¿Y si sales a dar tu discurso de coronación y un millar de ciudadanos te acusa de ser una tirana?
―Entonces seré tiránica.
Adriana se negó a apartar la mirada antes que la reina―. No ordenarás que me maten. Si lo haces, mis soldados tomarán represalias sin pensárselo dos veces.
―Tienes razón, lamentablemente. ―Marquesa se encogió de hombros y continuó poniéndose anillos―. Lo que más me conviene es dejarte con vida. ―Entonces levantó la mirada hacia la capitana―. Y lo que más te conviene a ti es obedecer.
Adriana escupió a la cara de la reina.
Y en esta ocasión dio en el blanco.
Por una vez en su vida, la Rosa Negra no había previsto una posible reacción. Se quedó atónita, quitándose la saliva del ojo con una mano temblorosa mientras Adriana recogía la armadura nueva del baúl y se marchaba.

La capitana no perdió el tiempo y manifestó de inmediato sus intenciones.
Fue directamente a las dependencias de la guardia y ordenó a sus tropas que la buscaran tras la ceremonia de coronación. Entonces se dirigió con premura a los establos, ató la horrenda coraza a una cuerda y la amarró a su silla de montar.
Adriana ensilló a su caballo y salió de los establos arrastrando la armadura por el suelo.
La multitud que acudía a escuchar el discurso de la reina le abrió paso. "Mirad a vuestra capitana y ved lo que piensa de la nueva reina".
Cada vez más lejos, oyó el discurso de Marquesa, amplificado para que todos la oyeran―. La antigua capitana ha sido licenciada con el agradecimiento de nuestra noble urbe y una generosa pensión que la proveerá de todo lo necesario durante el resto de su vida, independientemente de lo larga que esta sea.
Adriana bufó con indignación y espoleó a su montura. Se dirigió al barrio de los Ladrones y pasó junto a cientos de sus conciudadanos, agobiada al pensar en dar su propio discurso. Finalmente se detuvo y pasó revista a los rostros confusos y alarmados de su gente. Desde lo alto del caballo, Adriana sintió un poder que siempre había dejado en manos de otros. Estaba harta de permanecer impasible mientras otros ejercían el control.
Varios minutos después, su discurso en el barrio de los Ladrones había cobrado una convicción irrefutable―. Marquesa os instará a poneros de su parte, al servicio de una corona legítima que descansa sobre una cabeza embustera, y por ello os convertiría en traidores.
Adriana alzó la espada de Brago y la entrechocó con el símbolo de su propio escudo, el símbolo de la ciudad―. Si su bandera no es la vuestra, no os postréis ante ella. Si su mandato es ilegítimo, también sus leyes lo son. Si no es la auténtica reina, los sirvientes de la corona no son mejores que sus espías y asesinos, y deberán ser tratados como tales.
La multitud murmuró con aprobación y Adriana se sintió exaltada. "También están hartos del sistema".

En las semanas siguientes, la paz forzada de Brago dio paso a la etapa de intranquilidad de Marquesa. Cuando caía la oscuridad, la guardia de Brago rompía su juramento a la corona y patrullaba las calles para proteger a los ciudadanos. Con la puesta de sol llegaba un cambio de estandartes y el símbolo de la ciudad se convertía en una señal para indicar en quién podías confiar una vez llegada la noche.
¿Estás con la ciudad?, preguntaban las pintadas a los transeúntes en lugares silenciosos. Los habitantes de la Alta Ciudad oían rumores y sentían la intranquilidad. Escuchaban los decretos de una reina ponzoñosa y los siseos de corrupción que sembraban sus partidarios. Los ciudadanos lo escuchaban todo y Adriana era quien se sentía más herida por dentro. Sin embargo, tras su discurso en el barrio de los Ladrones, había mantenido la boca cerrada. Su voz no debía ser la que dirigiera a la gente. "Soy la mano que defiende a la voz", se recordaba. "Soy la que escucha, atenta a los conflictos".
Y así, tres lunas después del regicidio, bajo el amparo de su capa y de la noche, se dirigió al hogar de la persona más capacitada para ayudar.
Adriana llevaba días sin dormir. Había estado escuchando; escuchando a la guardia, a los ciudadanos, a las necesidades del pueblo y a las razones por las que no se sentían respetados por una líder que debería amarlos. Todo aquello le había demostrado una cosa: Paliano no necesitaba una monarquía que se ocultaba detrás de castillos y asesinos. Necesitaba líderes que entendieran Fiora en su conjunto.
Cuando llegó a su destino, Adriana llamó suavemente a una puerta elegante y labrada en madera extranjera. Las bisagras rechinaron y en el interior apareció un rostro que todo Paliano reconocería al instante.

Summoner's Bond
La exploradora élfica Selvala asomó al otro lado de la puerta y echó un vistazo a su visitante inesperada.
―Hola, Adriana. ¿Traes alguna novedad?
―Traigo una propuesta.
Selvala se tomó un momento para evaluar a la antigua capitana. Finalmente asintió y la invitó a entrar.
El hogar de Selvala era pintoresco y modesto: la morada de una viajera que no pasaba largas temporadas en casa.
Adriana colgó su abrigo al lado de la puerta y se sentó frente a la elfa, delante de una mesilla situada junto a la chimenea. Selvala, como era costumbre entre los suyos, aguardó a que la antigua capitana de la guardia explicara el motivo de la visita.
"No hay otra alternativa", pensó Adriana con convicción. "Si no acepta, el futuro de nuestra ciudad caerá para siempre en manos de los tiranos".
Adriana aceptó la pequeña taza de té que la elfa colocó en la mesa. Miró a Selvala a los ojos y reunió el valor para argumentar la propuesta más importante que jamás haría en su vida―. La monarquía de Paliano es inestable. Es un mecanismo sin fin de violencia y asesinatos ―afirmó con voz firme y tranquila en la intimidad del hogar de la elfa.
Selvala asintió. Fue un gesto breve, pero cargado de significado y aserción.
―Como ciudadanos, si deseamos tener la posibilidad de vivir en libertad, debemos detener ese mecanismo. Eres una figura respetada entre el pueblo, una fuerza de unión para nuestra ciudad ―prosiguió Adriana―; la mejor candidata a senadora que conozco.
Selvala abrió los ojos un poco más, conteniendo su sorpresa solo a medias.
Adriana se inclinó en la silla. Su corazón ardía con la convicción de toda una ciudad. Dejó que una inusual sonrisa se dibujara en sus labios cuando planteó la pregunta más importante que jamás haría en su vida.
―¿Nos ayudarás a establecer la República de Paliano?

Conspiracy: Sepelio

Kaya estaba sentada de espaldas a un rincón, con las piernas en alto sobre una silla y los ojos atentos a la puerta. En un establecimiento como aquel, prefería no parecer pendiente de la puerta, así que tenía la mirada puesta en su taza de té y solo echaba vistazos entre sorbo y sorbo.
Era una buena infusión: negra, fría y con un generoso toque de miel, para nada la clase de té que servían en semejante antro. El Avispero era un local de mala muerte, perfecto para encontrarse con toda clase de indeseables. El hombre con quien iba a reunirse era un noble, una figura respetable; Kaya supuso que eso la convertía en la parte indeseable de aquel negocio, aunque nunca había forma de saberlo con certeza.


Otros bribones iban y venían al son de una mandolina tocada por manos inexpertas y nadie fisgaba más de la cuenta en asuntos ajenos. Taberna, cantina, tasca, gran salón... Por muchos mundos que visitara, aquellos lugares eran todos iguales.
Kaya había ofrecido unas monedas al tabernero para compensar la falta de consumiciones por su parte, más otro puñado para que la dejase tranquila. Su posible patrono llevaba solo unos minutos de retraso, pero ella aguardaba allí desde hacía una hora, familiarizándose con el establecimiento. Empezó a contemplar la posibilidad de comprar el silencio del aspirante a músico, pero justo entonces apareció su contacto. El hombre llevaba un broche con un lirio, tal como le habían indicado, aunque ella le reconoció sin necesidad de reparar en el detalle: bajo aquellas vestimentas raídas había un hombre de aire severo y castrense. Kaya suspiró por dentro.
Ella había dicho que se fijaran en su chaqueta, de un estilo peculiar para aquella ciudad. Hacía calor en el local y se la había desabotonado, revelando una blusa amplia, pero el hombre del broche se fijó en que le miraba y fue directo hacia ella. "Adiós a la discreción".

El soldado se plantó delante de la mesa de Kaya, quien no se movió excepto para hacer un gesto con la mano e invitarle a sentarse. En vez de eso, el hombre se inclinó sobre la mesa―. ¿Eres la cazadora? ―preguntó sin disimulo.
―Podría decirse ―respondió ella―. Y tú eres el recadero de mi cliente, ¿cierto?
―Su excelencia te espera ―dijo el hombre girando la cabeza hacia las escaleras―. Arriba.
"Cómo no". Su excelencia no podía dejar que lo vieran en un lugar así. Probablemente había entrado por la parte de atrás.
Se levantó con un movimiento ágil, risueña.
―Tú primero.
El soldado frunció el ceño y la condujo escaleras arriba. Kaya se abotonó la chaqueta mientras subían y recorrían un pequeño pasillo. Al final de este, el hombre llamó dos veces a una puerta idéntica a las demás, abrió e hizo pasar a su acompañante.
La habitación era estrecha y un pequeño escritorio ocupaba el lugar de la cama. Detrás de él se sentaba el hombre con quien había acordado reunirse: Emilio Revari, el tercer hijo de una casa noble de mediana influencia. Tras él había dos sirvientes bien vestidos y en posición de firmes, cuyo trabajo probablemente había sido llevar aquel ridículo mueble hasta allí arriba.
Revari tenía el pelo engominado y lucía prendas elegantes. Mostraba la actitud de un joven orgulloso y obstinado, pero las arrugas del rostro y la morbidez de la papada delataban que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Sonreía con la insulsa complacencia típica de la nobleza y solo sus ojos oscuros e inquietos delataban sus nervios.
―Siéntese, por favor ―dijo señalando una silla junto al escritorio. Su mano estaba repleta de anillos; uno de ellos estaba grabado con su sello personal y el resto parecían valiosos, adornados con piedras preciosas.
El hombre del broche cerró la puerta y se situó junto al escritorio como haría un guardaespaldas.
Kaya se sentó de espaldas a la entrada, aunque la idea no le entusiasmaba, y se recostó en el asiento.
―Señor Revari ―saludó con una inclinación cortés.
―Correcto. ¿Cómo he de dirigirme a vos, señorita...?
―Kaya, a secas.
En realidad, Kaya procedía de un linaje noble, pero su familia nunca se había andado con ceremonias. Desde que se había marchado de su plano natal, ni siquiera tenía motivos para mencionar su ascendencia. Ella sabía de dónde procedía; eso era lo importante.
―Hablemos del asunto que nos ocupa ―dijo Kaya antes de que él interviniera de nuevo―. ¿En qué puedo serviros de ayuda?
Algunos patronos rechazados malinterpretaban su oficio y trataban de contratarla para realizar labores de hurto, espionaje o asesinato ordinario. Kaya no tenía reparo en dar la espalda a aquellos individuos ni en pasar directamente a la parte de la conversación en la que decidía si aceptar el trabajo o no.
Revari se movió en su asiento, visiblemente incómodo.
―Hace cierto tiempo, tras la defunción de mi querida madre, heredé sus propiedades en esta localidad. Mi hermano, el duque, le había concedido un palacete para que viviera sus últimos años en paz y sosiego. Ahora, dicha construcción me pertenece. Guardé luto durante un tiempo considerable antes de enviar profesionales a restaurar la vivienda con el objetivo de instalarme en ella.
La hacienda principal de los Revari se encontraba en Paliano. Como hermano menor del duque, Emilio podría haber permanecido en ella sin problema alguno. Sin embargo, Kaya entendía que aquel palacete en las tierras interiores, una mansión lo bastante grande como para cobijar a decenas de soldados o a un par de familias muy numerosas, sería mucho más cómodo para un noble consentido y su séquito.
―Tengo entendido que las reformas se han demorado más de lo previsto ―apuntó ella.
Siempre estaba atenta a los rumores allá donde iba. Los cuchicheos locales hacían circular toda clase de teorías acerca de la causa del retraso en la renovación: el señor Revari no tenía dinero suficiente; no terminaba de decidirse con la decoración; su querida no terminaba de decidirse con la decoración; la casa estaba encantada; la casa estaba maldita; un adivino embaucador le había dicho que la casa estaba maldita, pero en realidad... Etcétera, etcétera. Dado que Revari pretendía contratar sus servicios, Kaya dedujo cuál de los rumores era el correcto.
―Considerablemente ―confirmó él―. Al principio eran minucias; herramientas que desaparecían, reparaciones que volvían a estropearse. Lo atribuí a la vagancia y las supersticiones de los jornaleros, pero la situación ha empeorado y ahora no albergo la menor duda de que la vivienda está encantada. Los trabajadores se niegan a ir incluso de día, por temor al fantasma, y la gente empieza a cuchichear.
Un espectro de más allá del velo de la muerte le guardaba rencor, pero lo que preocupaba a Revari era su reputación.
―¿Así que se trata de un... fantasma cualquiera... ―comentó Kaya.
Revari se retorció, incómodo.
―... que se instaló en el palacete después de la muerte de vuestra madre?
Su posible cliente se irguió.
―La identidad del espíritu no os concierne ―dijo con un bufido―. La cuestión es que hay un fantasma en mi casa y deseo que desaparezca. Me han dicho que esa es vuestra especialidad.
"Dichoso señorito consentido...". La madre de Kaya nunca habría consentido que tratara así a la gente, por muy ilustre que fuera su abolengo.
―Estáis en lo cierto ―confirmó ella―, pero no soy una vulgar exterminadora, señor Revari, y los fantasmas no son como una plaga de gusanos. Necesito conocer los detalles del caso para determinar qué podría hacer ese espectro del que me habláis.
Revari asintió, con el rostro colorado.
―Tengo motivos para sospechar que... mi madre se niega a abandonar el palacete.

―Ajá ―murmuró Kaya―. ¿Sospecháis el motivo?
―Llevaba décadas aferrándose a la casa ―escupió él―. Podría habérmela traspasado hace años y me habría encargado de que mi madre estuviera atendida. Pero no, la casa era de ella y se negaba a entregarla, de modo que aguardé pacientemente. Ahora ha fallecido, la he llorado y es mi turno. Quiero mi propiedad.
Kaya asintió despacio.

―Comprendo vuestros motivos, señor Revari. Acepto el encargo.
―Perfecto ―dijo él con tono despectivo.
Kaya lo dejó pasar. Su excelencia no debía de estar acostumbrada a que evaluaran el mérito de sus peticiones. De hecho, Kaya había sentido una aversión inmediata por aquel hombre. A pesar de ello, estaba más que encantada de agenciarse el oro de un noble engreído a cambio de librar al mundo de otra alma que no se había molestado en terminar sus asuntos cuando aún podía.
―¿Habéis traído los planos de la vivienda?
Uno de los sirvientes se adelantó y extrajo un envase cilíndrico de su abrigo, pero Revari levantó una mano y lo detuvo.
―En efecto, los originales y los de la renovación. Sin embargo, no puedo evitar dudar... para qué los queréis. Parecen más necesarios para un hurto que para una caza de fantasmas.
Kaya se rio.
―¿Me estáis llamando ladrona?
―No pretendo ofenderos, pero... En serio, ¿por qué otro motivo querríais tenerlos?
Kaya se inclinó hacia delante.
―Si no confiáis en mí, no me deis permiso para entrar en vuestra casa. Siempre puedo encontrar otros clientes y vos podéis intentar buscar a alguien con mis peculiares habilidades... O también podéis convivir para siempre con el fantasma de vuestra querida madre.
―No será necesario ―respondió Revari con rigidez―. No quería acusaros de nada.
―Perfecto ―aceptó Kaya mordazmente. Recogió el cilindro de madera que le tendió el sirviente y se lo guardó en la manga―. ¿El espíritu ha rondado habitualmente por alguna zona en concreto de la casa? ¿Tal vez por los aposentos de vuestra madre o por el lugar donde falleció?
―Se ha manifestado en toda la propiedad ―respondió Revari. Guardó silencio un momento, como para sopesar sus siguientes palabras―. Sin embargo, por lo que me han dicho... En el ala este, segunda planta. No son sus aposentos. Supongo que podría ser el lugar donde falleció.
―¿Habéis visto vos mismo al fantasma?
―No ―contestó él―. Desde que tengo informes fiables sobre la aparición, no he puesto un pie en la casa, por razones obvias.
―¿Obvias?
―Esa vieja bruja me considera un intruso, ¿verdad? ―argumentó Revari―. Si aún se aferra a su propiedad, estoy seguro de que vendría directamente a por mí.
―Es posible ―dijo Kaya―. ¿Algún otro detalle que compartir conmigo?
―Nada más, que recuerde ahora mismo ―respondió Revari―. ¿Lo haréis esta noche?
―Mañana por la noche ―corrigió Kaya dando dos golpecitos al cilindro con los planos―. Los preparativos requieren tiempo.
―De acuerdo ―aceptó Revari―. Informadme en cuanto terminéis el trabajo, sea la hora que sea. Dormiré mucho más tranquilo cuando sepa que mi madre al fin descansa en paz y para siempre.
―Como queráis ―accedió Kaya―. Solo nos queda resolver el asunto del pago. La mitad por adelantado, como indiqué en la carta.
―Ah, cierto ―respondió Revari, obviamente molesto.
Extrajo un saquito de debajo de la mesa y Kaya lo recogió sin siquiera comprobar el contenido. El noble no estaba en posición de intentar engañarla.
―Me he equivocado ―dijo él―. Por este precio, no sois una ladrona: sois una extorsionista.
―Exorcista, excelencia ―replicó Kaya con una gran sonrisa―, el término correcto es exorcista.
Se puso en pie, hizo una reverencia con ademán exagerado y se marchó con el pago y los planos del palacete.

Kaya despertó al atardecer siguiente, cuando la luz del sol poniente asomó por el resquicio que había dejado abierto en las cortinas. Había pasado la noche anterior en la pequeña habitación de una posada humilde, bebiendo té frío y estudiando los planos de la casa para luego dormir durante el día. No tenía mucho sentido ir a cazar fantasmas con el sol en lo alto: algunos no podían manifestarse o se negaban a hacerlo, mientras que otros no eran lo bastante corpóreos a plena luz como para enfrentarse a ellos.
Encendió una vela, se desperezó y se lavó la cara con el agua de la palangana. Desenrolló los planos del edificio y los revisó por última vez mientras tarareaba una de sus baladas favoritas y desenredaba el moño que había hecho para dormir.
Los esquemas no habían revelado ninguna sorpresa. El palacete era una vivienda troscana de manual, con algunos toques de la era Anvar incorporados a posteriori. Todo muy estándar para una residencia de aquella época en uno de los feudos más pequeños y menos a la moda de Paliano. Las renovaciones iban a suponer un auténtico problema; Kaya tenía tanto el plano original como el nuevo diseño, pero no había forma de saber hasta dónde habían progresado las labores de restauración antes de que los trabajadores huyeran.
Se puso la chaqueta, comprobó que sus dos dagas rondel estuvieran bien lubricadas y las envainó cuidadosamente en los antebrazos. La vela casi se había consumido para entonces. La apagó de un soplido, vertió la cera en una bandeja y moldeó dos pequeños pegotes, que guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Se echó un vistazo en el espejo y vio a una cazadora de fantasmas bien descansada y completamente preparada. Y tal vez un poco arrogante. Tal vez.

Todo listo, pues, para salir y bajar las escaleras hacia la sala común de la posada, un establecimiento bastante más acogedor que el Avispero. La tabernera, una mujer robusta y tuerta, le hizo un gesto para que se acercara.
―Tengo una carta para vos ―dijo ofreciéndole un sobre sin lacrar―, entregada en persona.
Kaya enarcó una ceja. La lista de personas capaces de ponerse en contacto con ella en aquel plano era más bien corta. Abrió el sobre y desplegó la lámina que contenía. No era una carta, exactamente; de hecho, no tenía texto alguno, solo un símbolo: la Rosa Negra.
El corazón se le desbocó. Había llegado el momento, el momento del gran encargo, el que preparaba desde hacía un año. Ya sabía de quién procedería su siguiente ingreso sustancioso... si es que conseguía realizar el trabajo.
Dio las gracias a la tabernera junto con una moneda de cobre y salió de la posada con alas en los pies.

Llegó al palacete mientras el crepúsculo daba paso a la oscuridad total. Uno de los pajes de Revari le abrió la cancela y las puertas de la casa y se marchó lo más rápido que permitieron los pies. Las puertas de caoba cedieron con un sonoro chirrido. Las abrió con decisión, sacó del bolsillo los tapones de cera y se los colocó en los oídos. Por si acaso.

Kaya giró la muñeca y tres fuegos fatuos brotaron de sus dedos. No eran auténticas centellas, solo luces, pero flotaron alrededor de ella como si tuvieran mente propia, proyectando una luz fría y sombras danzarinas por toda la entrada.
Cruzó el umbral y se adentró en el recibidor. Sus pasos amortiguados resonaban en aquella calma. En el techo elevado colgaba una lámpara de araña y optó por no pasar por debajo. Una de las escaleras curvas era de estilo moderno y parecía recién construida; la otra estaba desvencijada y aún no la habían sustituido. El lugar olía a polvo y abandono. Pasó por encima de una mezcolanza de herramientas de carpintería, platos rotos y cuadros hechos trizas. Al parecer, Madre Querida era uno de aquellos espíritus.
―¡Eh! ―gritó Kaya―. ¡Fantasma!
Su voz recorrió los pasillos vacíos y unas gruesas alfombras amortiguaron el sonido, que pronto desapareció.
"Está bien".
Con cuidado y haciendo que los fuegos flotaran detrás de ella, subió por la escalera, que crujió a cada paso. Se detuvo en el rellano del segundo piso. A su derecha estaba el ala oeste de la residencia, destinada a los dormitorios, los cuartos de los sirvientes y las salas destinadas a otras comodidades. A la izquierda se encontraba el ala este, que era un reflejo de la otra, pero estaba destrozada y se había convertido en un laberinto de dormitorios, cuartos de estar y salas de lectura.
Se dirigió hacia la izquierda a zancadas, contando los pasos. Protegiera lo que protegiera el espectro en aquella ala, la mejor manera de encontrar al espíritu era amenazar la zona directamente.
El rellano daba a un corredor con salas de estar a la izquierda y una gran puerta doble en el fondo. Según los planos, detrás de la pared derecha había un largo y angosto pasaje para el servicio. Allí no se habían hecho obras y el suelo alfombrado estaba limpio, salvo por el juego de té hecho añicos que algún sirviente había dejado caer antes de salir por pies. Kaya procuró no pisarlo.
―¡Sé que estás ahí!
Esta vez, un viento frío aulló por el pasillo, acompañado de un llanto agudo que parecía proceder de todas partes.
―¡Uuuh, qué miedo! ―se burló Kaya―. ¿Y si de paso agitas unas cuantas ventanas? ¿O por qué no tiras algunos platos al suelo?
La mayoría de los espíritus odiaban a los vivos y casi todos odiaban que se rieran de ellos.
Una silueta espectral apareció casi al fondo del corredor, como si el viento hubiera agitado una cortina. El fantasma tenía el aspecto de una anciana brillante y transparente, con las facciones desfiguradas por la muerte y la ira. Sus delgados brazos remataban en garras afiladas y su chal ondulante parecía una cola. El rostro de abuelita bondadosa estaba estropeado por una boca repleta de dientes agudos. El espectro no flotaba ante la puerta doble al final del pasillo, sino junto a una de las puertas laterales; Kaya tomó nota del detalle.

―Por fin nos conocemos ―dijo al espectro.
El fantasma le lanzó un grito, un chillido agudo que la golpeó como una fuerza corpórea. Las puertas traquetearon y un cristal se rompió en los alrededores. Kaya hizo un gesto de dolor... pero eso fue todo, gracias a la cera que se había colocado en los oídos.
Desenvainó sus dagas y las llevó más allá del plano físico, al reino de los muertos. Ambas brillaron con un tono púrpura blanquecino y se enfriaron en sus manos.
―Así no se saluda a la gente ―bromeó―. Se acabaron los juegos. Lárgate y no vuelvas jamás.
El fantasma chilló de nuevo y voló hacia ella a toda velocidad.
"En fin...". Las advertencias casi nunca funcionaban, pero Kaya creía que al menos debía ofrecer una oportunidad.
El pasillo no era lo bastante ancho como para esquivar las garras del espectro. Kaya recordó los planos mentalmente, contando los pasos que había hasta cada lugar. A la izquierda, la biblioteca. Mala idea: demasiados objetos que un espíritu con habilidades de poltergeist podía arrojar contra ella. A la derecha, entonces. Hacia el pasaje del servicio, también considerablemente angosto.

Esperó hasta que Madre Querida se abalanzara sobre ella y entonces saltó a la derecha.
Esta era... la parte menos divertida.
Empezó por una mano, donde ya sostenía una daga. La luz fantasmal y el frío mortífero se extendieron por el brazo, casi hasta el hombro, y la mano, el arma y el resto pasaron al reino de los muertos y atravesaron la pared. Para cuando el hombro cruzó el muro, la mano ya se encontraba en el pasaje del servicio. Volvió a hacerla tangible y dejó que la anclara al reino de los vivos.
La luz fantasmal consumió la cabeza y el torso, brillantes y fríos. Tiró de la pierna y el brazo izquierdos y regresó completamente al mundo de los vivos, donde se estrelló contra la pared del estrecho pasaje con el hombro ahora corpóreo. El movimiento entero duró, tal vez, lo mismo que un latido, aunque su corazón en realidad no latía cuando se volvía intangible. Por eso nunca se atrevía a hacerlo durante demasiado tiempo.
Se apartó ligeramente a un lado y volvió a atravesar la pared, de regreso al pasillo principal, justo cuando el fantasma cruzaba hacia donde ella había estado un momento antes. Al llegar al otro lado, Kaya vio la estela del chal.
Alteró una de las dagas y ensartó el chal en la pared.
El espectro se detuvo con un tirón, chilló y se volvió para mirarla con sus ojos blancos y sin vida.
―Buenas ―dijo Kaya.
El fantasma atacó, pero ella se anticipó con la otra daga y la clavó en la palma de la mano retorcida. Los ojos de la difunta se abrieron de par en par.
Aquella era la parte divertida: ver a un espíritu eterno e incorpóreo darse cuenta de que se había metido con alguien que podía plantarle cara.
Madre Querida se apartó retorciéndose, aullando y gruñendo, arrancando el chal para liberarlo del arma de Kaya. Tanto el chal como la mano desprendían estelas de humo brillante; sangre fantasmal, podría decirse. Y entonces, el espectro desapareció, ascendiendo en espiral hacia el techo del pasillo.
Kaya tenía muchas de las habilidades de un fantasma, pero no podía hacer eso. Dio media vuelta y corrió hacia la puerta de donde había surgido el espíritu.
Inesperadamente, Madre Querida empezó a surgir del suelo, justo debajo de ella. Kaya reaccionó de inmediato, saltó hacia la izquierda y atravesó la pared, hacia lo que aparecía como una habitación en los planos. La sala estaba marcada para hacer algunas reformas, pero no especialmente drásticas ni...
La habitación no tenía suelo. Era un foso abierto con algunas vigas que aún sobresalían. Kaya vio una escalera de caracol medio terminada justo antes de precipitarse al piso inferior. Aquello no aparecía en los planos.
"¡Dichosos secretos! ¿Por qué todos los nobles se empeñan en tener secretos?".
Sin tiempo para enfundar las dagas, Kaya soltó la de la mano derecha, giró en el aire y se agarró a una viga con la mano libre. El arma cayó con un repiqueteo en el suelo del primer piso.
Evaluó la situación cuando los fuegos fatuos llegaron junto a ella. Bajo sus pies había una caída de unos dos metros sobre suelo inestable y el brazo derecho le dolía por haber soportado de golpe todo su peso. Delante de ella estaba el hueco que separaba los pisos, de más o menos medio metro de altura. Envainó la daga de la mano zurda. Probablemente pudiera dejarse caer sin torcerse el tobillo, aunque solo probablemente, pero con eso no conseguiría más que regresar al primer piso.
Por encima de ella, el fantasma atravesó la pared y se quedó quieto en el aire, en un momento de confusión. Su chal colgaba tentadoramente cerca. Kaya se balanceó atrás y adelante, y luego otra vez. "Ten siempre un plan...".
"... y nunca dependas de él". Soltó la viga, se adentró en el gélido reino de los muertos y sujetó el chal con sus manos espectrales.
Pilló por sorpresa al fantasma, que descendió casi un metro gruñendo y agitándose. Entonces el espectro se elevó a toda velocidad hacia la tercera planta, gritando de rabia y atravesando lo que debía de ser un dormitorio. Kaya prefería no viajar de polizón mucho más tiempo, ya que el fantasma podría arrastrarla a toda clase de lugares desagradables; hacia el cielo, por ejemplo. Calculó el momento para saltar y soltó la cola del espíritu.
Atravesó la pared del dormitorio desmoronado, se acurrucó y rodó por el suelo de la habitación contigua. La gente ni se imaginaba las acrobacias que había que hacer para cazar fantasmas.
Se puso en pie de un salto y desenvainó la daga que conservaba. Había perdido la cuenta de los pasos, pero si la intuición no le fallaba, ahora estaba en el cuarto de donde había salido el fantasma.
Parecía una especie de salón para tomar el té, pero estaba completamente destrozado. Había muebles hechos trizas por doquier y el suelo crujía, cubierto de fragmentos de vidrio y porcelana. En un rincón había una pequeña pila de escombros...
Madre Querida apareció chillando a través de la pared justo cuando Kaya dedujo lo que había ocurrido.
El ala este. No eran los aposentos de la anciana. El espacio entre plantas. Y ahora, una curiosa pila de escombros en el rincón de una habitación normal y corriente a la que el fantasma parecía dar mucha importancia.
Kaya adoptó una posición defensiva, con la daga al frente y brillando con luz fantasmal. Esta vez, el espíritu se apartó, muy consciente de que podía salir mal parado.
―Espera ―dijo Kaya mientras se acercaba lentamente al rincón.
La mayoría de espíritus estaban demasiado consumidos por la ira o la tristeza como para razonar con ellos, pero quizá...
Madre Querida volvió a gritar y los fragmentos de vidrio y porcelana repiquetearon en el suelo.
Kaya se zambulló para cubrirse detrás de un aparador volcado justo antes de que todos los objetos cortantes de la habitación volaran hacia ella. Cuando se estamparon contra el mueble, sintió que algunos habían llegado a enganchársele en el pelo. Madre Querida estaría justo detrás...
Kaya saltó y corrió hacia el rincón, fijándose en un retrato rasgado, unas joyas y unas tablas del suelo con profundas marcas de arañazos.
―¡He dicho que esperes! ―gritó extendiendo una mano―. ¡Ahora te entiendo!
Esta vez, el fantasma se detuvo.
Sin quitar los ojos de encima al espectro, Kaya retiró los escombros, introdujo la daga entre las dos tablas astilladas e hizo palanca. Levantó una de ellas y luego la otra.
Y allí, en el hueco entre los pisos, encontró el cadáver atrofiado de una anciana. El fantasma gimió, esta vez transmitiendo más tristeza que ira. Kaya observó el cuerpo y luego al espectro. El parecido era asombroso.

Echó un vistazo a las cosas que había apartado: joyas, anillos y gemelos de hombre; jirones de una camisa hecha a medida para un hombre; un retrato de un noble, también hecho trizas. Y entre las joyas...
Un anillo grabado. Un anillo grabado que le resultaba familiar.
―Será hijo de...

Kaya aguardaba en la entrada del adosado del señor Revari; una vivienda modesta, pero que al menos no estaba embrujada. La espera empezaba a molestarla y contuvo las ganas de ponerse a dar golpecitos de impaciencia con el pie. Se pasó los dedos por el pelo y quitó los que ojalá fuesen los últimos trozos de porcelana, que guardó en los bolsillos. Mejor un estropicio en el pelo que en la cabeza, desde luego.
Era casi medianoche, pero le permitieron entrar. A pesar de las horas intempestivas, el propio Revari se personó en la entrada, vestido y ataviado con un abrigo.
―¿Está hecho? ―preguntó con avaricia en los ojos.
―Después de esta noche, vuestra madre descansará en paz, señor Revari.
―Llévame hasta allí ―le pidió abandonando las buenas formas―. Quiero ver la casa.
―¿Qué ha sido de la confianza? ―preguntó Kaya sin disimular su indignación.
―Has hecho un trabajo loable, pero entenderás que quiera ver los resultados antes de proceder al pago.
―De acuerdo ―aceptó Kaya―, pero traed mis honorarios. No pienso volver hasta aquí después.
―Como quieras ―dijo Revari con tono gélido.
El trayecto no era largo, pero Revari prefirió ir en carroza con un conductor y un guardaespaldas, mientras que Kaya y él iban dentro. Revari le hizo toda clase de preguntas acerca de su oficio, aparentemente por pura curiosidad y por la convicción habitual entre los nobles de que podían entrometerse en todo si querían.
―¿Dejan... restos cuando los matas?
―Cada fantasma es diferente ―explicó Kaya, no por primera vez―. En este caso, sí, hay restos físicos.
―Vaya ―lamentó Revari―. Tendré que ver eso. ¿Debería... enterrarlos?
―Eso queda entre vos y vuestra religión ―dijo Kaya―. No soy esa clase de exorcista.
Algunos consideraban que su profesión era una blasfemia, una perturbación del orden natural de la vida tras la muerte. Según otras creencias, sin embargo, los fantasmas eran quienes perturbaban el orden natural y Kaya podía ayudar a enmendar esos problemas. En algunas localidades la habían colmado de elogios y bendiciones, mientras que en otras había tenido que poner pies en polvorosa, y todo por hacer el mismo trabajo. Fuera cual fuese el propósito final de los muertos en cualquier mundo, Kaya tenía la convicción personal de que no lo cumplirían si se dedicaban a molestar a los vivos.

Revari asintió con satisfacción. Kaya sospechaba que sus "profundas" creencias religiosas dictaminaban que no pagase otro funeral si no había necesidad de hacerlo.
Al fin llegaron al palacete. El guardaespaldas, el conductor y los honorarios de Kaya permanecieron en el carruaje, mientras que Revari la acompañó a la entrada. Llevaba una linterna consigo, así que Kaya no tuvo que convocar sus fuegos fatuos.
La escena de la entrada seguía igual. Revari masculló algo al ver los escombros que había por todas partes.
―Hará falta un mes para limpiar todo esto antes de que las obras puedan continuar ―protestó―. Y eso suponiendo que los trabajadores estén dispuestos a volver.
Se giró hacia Kaya.
―¿Estarías dispuesta a... dar fe de tus resultados? ¿Podrías decirles que ya no hay peligro?
―Podríais convencerme ―respondió ella levantando una mano y frotando las yemas del pulgar y el índice, lo que provocó otro murmullo de Revari.
Subieron las escaleras mientras Revari movía la linterna de un lado a otro como un joven cazador, nervioso por pasar su primera noche en el bosque. Se detuvieron en el rellano.
―Intuyo que querréis ver el ala este ―dijo Kaya―. Vuestro consejo fue muy útil; allí es donde la encontré.
―Entiendo ―dijo Revari―. Sí, por supuesto. ¿Y estás... segura de que no hay peligro?
―Podéis sentiros como en casa, excelencia.
Revari asintió y caminó arrastrando los pies, meciendo la linterna a un lado y a otro. El más mínimo soplo de viento o crujido de las tablas hacía que se sobresaltara. Kaya caminó junto a él.
―Aquí estamos ―dijo señalando la puerta cerrada de la habitación donde había encontrado el cuerpo de la anciana.
―¿Aquí? ―dudó Revari.
―Aquí es donde ocurrió ―confirmó Kaya.
La respiración de Revari se aceleró.
―Tú primero ―dijo él.
Kaya sonrió para tranquilizarlo, abrió la puerta y entró. Revari asomó para echar un vistazo y luego cruzó el umbral lentamente. Sostenía la linterna en alto y los muebles destrozados por doquier proyectaron sombras extrañas.
Muy sigilosamente, Kaya cerró la puerta cuando Revari entró.
―Bueno... ―dijo él con la garganta seca y mirando alrededor con inquietud―. ¿Dónde están esos...?
Entonces vio las tablas que Kaya había arrancado del suelo y se volvió hacia ella como un resorte.
―¿Qué es esto? ―bramó―. ¿Qué has hecho?
―Sé lo que hiciste ―replicó Kaya. Su voz era serena, mesurada y tranquila.
Revari se puso colorado y las venas de la frente se le hincharon.
―Puedes intentar chantajearme, pero...
―Yo no quiero nada de ti, parricida ―aseguró Kaya. Entonces señaló con la cabeza por encima del hombro de Revari―. Ella es la que debería preocuparte.
Madre Querida se había manifestado, triste y eterna, detrás de su caprichoso hijo. Revari se volvió hacia ella y Kaya se tapó las orejas.

―¡No! ―gritó él―. ¡No, por favor! ¡Madre...!
El fantasma chilló y Revari cayó de rodillas, aferrándose la cabeza. La linterna repiqueteó en el suelo. Kaya la recogió y la apagó de un soplido para que la habitación solo quedara iluminada por la luz gélida de la fallecida.
Revari, aún de rodillas y con los ojos desorbitados, giró la cabeza hacia Kaya.
―¡Ayúdame! ―suplicó―. ¡T-te pagaré el doble!
―Era tu propia madre ―declaró Kaya―. Púdrete en el infierno, gusano.
El fantasma de la madre avanzó lentamente, con un don para el dramatismo que Kaya supo apreciar. Revari retrocedió a rastras, apoyándose en los codos, pero entonces se topó con la puerta cerrada.
―¡Eres una mentirosa!! ―la acusó―. ¡Te he pagado p-p-para que arreglaras esto! ¡Detenla! ¡Haz tu trabajo!
―Dimito, y con motivo ―contestó Kaya. No le había mentido, exactamente, aunque en realidad no había terminado el trabajo―. Les diré a tus subordinados que se queden la otra mitad del pago.
Revari gruñó y se abalanzó sobre ella, pero las piernas de Kaya se volvieron fantasmales y el noble las atravesó y cayó de bruces con un llanto lastimero.
―Por favor...
Finalmente, el fantasma aullante de su madre se le echó encima con aquellas garras y dientes afilados. Kaya cruzó la puerta emitiendo un resplandor de luz púrpura blanquecina y dejó a la madre y el hijo con sus tristes y lamentables asuntos. Finalmente se ajustó la chaqueta y se alejó por el pasillo.
A sus espaldas, Emilio Revari comenzó a chillar y continuó gritando mientras Kaya bajaba las escaleras y cruzaba la ruinosa entrada y la cancela de la mansión, rumbo hacia la noche.

Luna Horrores: El Final Prometido

Innistrad se enfrenta a la destrucción. Emrakul se ha alzado y el titán eldrazi ha traído consigo una plaga de horrores y mutaciones que amenazan con imponerse a las demás formas de vida. Los Guardianes se han reunido en Thraben y la reciente llegada de Liliana y su horda de zombies les ha ganado algo de tiempo para idear un plan.
Sin embargo, ¿existe alguna manera de derrotar a Emrakul?


Liliana
Era una delicia ver la inquietud y el sufrimiento de los supuestos Guardianes: la frustración a flor de piel de Gideon; la incomodidad de Chandra; la impaciencia de Nissa; la indecisión de Jace. Este último estaba en su enredo preferido: atrapado en medio de restricciones arbitrarias que él mismo se había inventado, preguntándose por qué las decisiones vitales siempre son tan difíciles. "Nunca vas a cambiar, ¿verdad?". Liliana no sabía si le parecía divertido o si le resultaba indignante. "A veces, ambas cosas".

Dark Salvation
Una pueblo-lunar se acercó flotando hacia el claro, con ojos alarmados y la respiración entrecortada. No prestaba atención al gran anillo de zombies que les protegían de los vasallos de Emrakul, sino al imponente titán; era imposible no hacerlo. Aterrizó junto a Jace y le dijo algo apresuradamente, aunque demasiado bajo como para que Liliana lo escuchara. La conversación se interrumpió de pronto y Liliana lo habría encontrado extraño si no conociera por experiencia propia las costumbres de los telépatas. "Debe de ser la pueblo-lunar que mencionó la última vez". Jace y Tamiyo continuaron dialogando en silencio y se acercaron mientras sus mentes se unían. Liliana frunció el ceño. "Lo que nos faltaba: otra inútil maga mental".
Quería hablar a solas con Jace para poner las cosas claras. Habían conseguido un refugio temporal gracias a los zombies, pero tenían que alejarse de Thraben, de Innistrad... de Emrakul.
Cuando pensó el nombre, los ojos de Liliana vagaron hacia arriba, hacia el coloso que flotaba en el exterior de Thraben. "¿Por qué se ha detenido ahí?". El aire estaba cargado, rancio, impregnado del olor de... algo que no estaba muerto. Liliana se sentía cómoda entre los muertos y su olor, pero allí había una peste a podrido que la inquietaba.
De pronto se produjo un cambio en el ambiente y la atmósfera, como en un día primaveral antes de una tormenta eléctrica. En ese instante, Emrakul se desplegó. Su nube floreció y sus largos y delgados tentáculos se prolongaron y se multiplicaron; de cientos, pasaron a ser miles, decenas de miles, más todavía. Una esfera invisible de poder se propagó desde Emrakul y alcanzó a los seis Planeswalkers.
Liliana sintió unas fuertes náuseas y el vértigo invadió su mente. Solo había sentido aquella horrible combinación de desesperación y repugnancia en contadas ocasiones: cuando su hermano Josu había abierto unos ojos azabache y sin vida que presagiaban perdición; cuando había contemplado por primera vez la mirada siniestra de Nicol Bolas y oído aquella risa maliciosa que prometía una redención envenenada; cuando el poder del Velo de Cadenas recorrió sus venas por primera vez, abriéndole la piel como un cascarón para que la sangre, su sangre, manase a través de ella.
Ninguno de aquellos momentos era comparable a la repulsión que sintió en presencia de Emrakul. Liliana Vess había pasado toda la vida buscando la manera de no morir, pero por primera vez se preguntó si habría perseguido el objetivo equivocado. A la sombra del florecimiento de Emrakul, la muerte solo parecía otra de las mentiras de la vida, una falsa esperanza que trataba de refutar con malos argumentos el auténtico horror que aguardaba a todo lo que existía.
Emrakul. Emraakull. Emraaa...
Sacudió la cabeza con fuerza para intentar despejar la mente. Había vivido demasiado y superado demasiadas penurias como para sucumbir ahora―. Tenemos que huir del plano. Esto es... una locura ―dijo el Hombre Cuervo directamente en su cabeza. Parecía... asustado; Liliana disfrutó ligeramente al notarlo. "Así que conoces el miedo". Entonces fueron los zombies quienes gimieron al unísono―. Instrumento de la destrucción... Raíz del mal... Huye. ―Liliana se sobresaltó. Estaba acostumbrada a que el Velo de Cadenas la llamara "instrumento" y "raíz", pero no a que la instase a huir. Fuera lo que fuera Emrakul, el Velo de Cadenas no quería interponerse en su camino.
La presión atmosférica se intensificó y le provocó un dolor de cabeza que le hizo derramar lágrimas. Los demás Planeswalkers se desplomaron, excepto Jace, que lanzó un hechizo desconocido en respuesta. Liliana inclinó la cabeza y su agonía se multiplicó. Emrakul desde fuera. El Velo de Cadenas desde dentro. El maldito Hombre Cuervo desde donde quisiera que estuviese. Se negaba a sucumbir. "Estos son mis zombies, mi Velo y mi cabeza. ¡Míos!".
Miró directamente a Emrakul y su miedo se desvaneció, sustituido por una furia ardiente. "Cómo te atreves...".
Emrakul provocó otra explosión de energía, una auténtica tormenta eléctrica que hizo que el estallido anterior pareciese una llovizna primaveral. Liliana se vio obligada a hincar las rodillas en el suelo y gritó de rabia. Sus zombies gimieron una única palabra.
―Em-ra-kuuuull.

Jace
La torre en sombra púrpura a través del cristal mojado. Ráfagas de fuego en el tejado en ruinas. Emrakul ríe pensamientos con frío metal redondo...
Una voz interrumpió los caóticos desvaríos; una voz familiar que acababa de oír por primera vez. "Esto no va bien, pero no sucumbiré. Puedo salir de esta". Jace respiró con calma, despacio. Sus pensamientos recuperaron la coherencia. Intentó recordar los sinsentidos que dominaban su mente apenas segundos atrás, pero ya se habían desvanecido como el rocío con la llegada del alba. Estaba en lo alto de una larga y majestuosa escalera de caracol con peldaños de mármol adornados con ribetes azules. La escalera estaba iluminada, aunque no había fuentes de luz en los alrededores, y descendía más allá de lo que alcanzaba la vista.
Levantó la cabeza y vio que estaba en una amplia torre de piedra. Sin embargo, a nivel del suelo, parecía que se encontraba en su santuario de Rávnica. Allí estaba la gran mesa de piedra con montones de libros, mapas y numerosos dispositivos que zumbaban con monotonía. También vio las estanterías repletas de libros por todas partes y las contempló con añoranza. No solo parecía su apartamento de Rávnica: lo era, salvo que en Rávnica no había una escalera palaciega descendiendo en espiral en medio de él.

Jace's Sanctum
Aparte, en Rávnica no había ninguna fuerza monstruosa destruyendo el santuario desde lo alto.
A decenas de metros de altura, Jace vio cómo los bloques de piedra de la torre se desprendían o algo los agarraba y los arrancaba violentamente. El tejado desapareció casi al instante y reveló un cielo oscuro, dominado por una funesta nube púrpura. Mientras observaba la destrucción, se dio cuenta de que en realidad no era una nube: era una cosa, una criatura. Una criatura que parecía una gigantesca nube púrpura de la que se extendían cientos de tentáculos serpenteantes. Las extremidades azotaban la torre acompañadas de relámpagos y truenos ensordecedores en el exterior. Y la criatura tenía un nombre...
Emrakul. Le resultó extraño incluso al pensarlo. Era una palabra que no debería conocer, que no podía conocer. O quizá esa fuera la palabra subyacente a la palabra... Jace se detuvo, preocupado por lo fácil que era perder el hilo de los pensamientos. "Céntrate". Emrakul. Una... cosa. Un Eldrazi. La Eldrazi. La mente de Jace luchó para definir la naturaleza de la entidad. Sentía un dolor de cabeza constante y palpitante que crecía con cada vistazo que echaba al titán. "Tengo que pensar en otra cosa. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?".
Más recuerdos regresaron. En realidad no estaba en una torre: se encontraba en Thraben, la capital asediada por los siervos de Emrakul. Los demás también estaban allí: Gideon, Tamiyo, Nissa, Chandra... y Liliana. Había acudido inesperadamente, liderando una hueste de zombies que los había salvado de los sectarios y las criaturas enloquecidas por Emrakul. "Liliana ha vuelto. No se ha...".
Un trueno retumbó en el exterior y el suelo tembló brevemente. Con la agitación, la cabeza de Jace empezó a palpitar. Un relámpago destelló e iluminó los tentáculos de Emrakul mientras arrancaban grandes trozos de la estructura. La torre era enorme e imponente, pero Emrakul podía deshacerla roca a roca.
De pronto, Jace vio una luz blanca y trémula en el fondo de la escalera. Una luz que le llamaba. Había vivido suficientes experiencias como para desconfiar de las luces blancas que lo guiaban hacia lugares desconocidos, pero en otras situaciones no sufría el ataque de un titán eldrazi omnipotente. La luz blanca le parecía una opción cada vez más intrigante.
Hubo una explosión en el exterior, un resplandor largo y de un púrpura oscuro, seguido de un trueno ensordecedor. La torre entera se estremeció cuando el relámpago la alcanzó. Jace cayó al suelo, dolorido y con la cabeza palpitando de agonía. "¡¿Qué me está pasando?!". Y entonces oyó otra voz, su propia voz, pero procedente de fuera y con un tono autoritario―. Corre. Ponte en marcha. Baja por la escalera.
Jace levantó la vista hacia el tejado en ruinas y vio las amenazadoras fauces púrpuras de Emrakul; sus tentáculos infinitos destrozaban sin descanso los muros de piedra. Se puso en pie y se dirigió torpemente a la escalera. Decidió que la voz, su voz, tenía razón. Tenía que marcharse. Y así inició el descenso hacia las profundidades de la torre.

Liliana
La sangre de Liliana hervía y su mente estaba hecha pedazos. Solo una fuerza la mantenía coherente: la ira. "Esos zombies son míos. ¡Míos! ¡Nunca me los arrebatarás!". Sin pensarlo conscientemente, extrajo una gran cantidad de poder del Velo de Cadenas y repelió la influencia de Emrakul. Pudo sentir el tacto corruptor del Eldrazi, tan poderoso que afectaba incluso a los muertos. Sin embargo, ni siquiera aquel siniestro tacto era rival para la habilidad nigromántica de Liliana potenciada con el Velo. Los zombies volvían a estar bajo su control.
El poder que fluía por sus venas era estimulante. Las otras veces que había utilizado el Velo solo había sentido agonía y ruptura, pero en esta ocasión, por algún motivo, su ira prevenía los peores efectos del Velo de Cadenas. "Puede que esa sea la forma de dominar su poder. Nunca lo había querido con tanta voluntad".

Rise from the Grave
Las voces seguían susurrando desde sus zombies y el Velo le hablaba directamente en la cabeza―. Instrumento de la destrucción. Raíz del mal. ―No eran las únicas voces que oía. El Hombre Cuervo añadió sus palabras agobiantes―. Tenemos que irnos de aquí. ¡Esto es una locura! ¿No querías burlar la muerte? La entidad a la que te enfrentas es más antigua que el tiempo y mucho más poderosa que tú, ¡incluso aunque tuvieras cien Velos de Cadenas! ¡Tenemos que irnos! ―El Hombre Cuervo intentaba parecer autoritario, pero nunca había sonado tan indefenso y vulnerable.
Liliana echó un vistazo a los demás Planeswalkers. Chandra, Tamiyo y Gideon yacían en el suelo, inconscientes. Extendió brevemente su poder hacia ellos, pero sus cuerpos no respondieron al tacto nigromántico: seguían vivos. Nissa estaba paralizada, gritando y prorrumpiendo en arrebatos de sinsentidos. Una energía verde y otra púrpura se acumulaban alrededor de ella, chocando, menguando y fluctuando. Jace era el único que seguía en pie y parecía consciente, aunque no le prestaba atención. Liliana reparó en un brillo azul alrededor de su cuerpo, una penumbra que se extendía a los otros cuatro Planeswalkers, pero no a ella. "¿Eso es lo que os mantiene vivos?".
La sombra no la cubría a ella, pero tampoco necesitaba la ayuda de Jace. Liliana había acumulado un poder considerable, un poder acompañado de la sabiduría y la crueldad nacidas de doscientos largos años de vida. Sin embargo, sabía que nada de aquello la habría protegido del asalto mental de Emrakul. El titán la habría aniquilado de no haber sido por el poder del Velo.
Un poder que ahora blandía con gusto. Soltó una carcajada al dejarse llevar por él. Era lo más cerca que nunca había estado de la cuasiomnipotencia que había poseído en su juventud. "Soy capaz de todo". Aun así, las voces del Velo le susurraban en la cabeza―. Instrumento. Instrumento de la destrucción. Debemos huir de la Aniquiladora de Mundos. La Creadora de Mundos. ¡Instrumento! ―La voz del Hombre Cuervo también parecía dominada por el pánico―. ¡Haz caso al Velo, imbécil! ¡Huye!― Y luego sus zombies―. Raíz del mal. Instrumento de la destrucción. ¡Instrumento!
Liliana se rio y estalló en una carcajada impregnada de ira y poder―. NO. SOY. UN. ¡INSTRUMENTO!
Acalló las voces del Velo y el Hombre Cuervo, silenciándolas abruptamente. Podía sentir la furia y la impotencia de los dos mientras despotricaban contra ella. "Lo único que importa es mi voluntad. Mi deseo. Nada puede interponerse en mi camino". Extrajo el poder del Velo, dominando más del que nunca se había atrevido a usar.
"No te pertenezco. Tú me perteneces".
Reunió las energías del Velo y las sometió a su propio y considerable poder y a su experiencia. Repleta de semejante fuerza, ya no sentía el asalto mental de Emrakul.
Centró toda su atención en la gigantesca criatura. Como si esta reconociese el aumento del poder de Liliana, Emrakul comenzó a moverse lentamente hacia ella. "Parece que todos te tienen miedo". Volvió a reírse mientras gozaba de su poder. "Creen que no puedo derrotarte. Comprobémoslo".

Jace
Durante el descenso, Jace echaba vistazos ocasionales hacia arriba, pero las sombras lo oscurecían todo a pocos pasos por detrás. "Supongo que estas escaleras solo llevan hacia abajo". Pensó que debería sentirse alarmado por dejar que un camino ignoto le condujese a las profundidades de una torre extraña, sobre todo mientras continuaba oyendo el asalto y los truenos en las alturas, pero estaba tranquilo. "Seguir bajando es más seguro que volver ahí arriba".
La pared que había junto a él empezó a brillar. Cuando se fijó en ella, la piedra se convirtió en cristal, o al menos en una especie de material transparente. La pared entera, desde los escalones hasta el techo, se transformó en una ventana. Al otro lado vio una escena, como una maqueta preparada por niños para la escuela, pero aquella maqueta se movía.
La figura principal de la escena era Gideon. Estaba en guardia, encarado a un extraño e inmenso ser celestial; literalmente celestial, puesto que su cuerpo estaba formado por un cielo nocturno y estrellado. La criatura tenía dos grandes cuernos negros que flanqueaban un rostro azulado y no humano. En una mano empuñaba un látigo imposiblemente grande con una calavera humana en el mango. Gideon parecía él mismo: mandíbula cuadrada, sural en mano y armadura brillante e intacta. Sin embargo, su expresión no se parecía en nada a las que Jace estaba acostumbrado a ver. Aquel Gideon estaba preocupado, casi asustado. Había enfado en su rostro... pero también miedo. "Qué curioso".

Erebos, God of the Dead
Alrededor de Gideon estaban el resto de los Guardianes. Chandra, con las manos y la cabeza en llamas. Nissa. Incluso un Jace. "¿De verdad soy tan bajito?". El ser celestial extendió los brazos hacia los lados y habló con una voz cavernosa y vibrante que parecía surgir del suelo―. ¿Y qué es lo que más deseas, Kytheon Iora? ¿Qué es lo que realmente quieres?
―¡Nada! ―gritó Gideon con rostro desafiante y dolorido―. ¡No hay nada que tú puedas ofrecerme, Erebos! Todo lo que procede de ti es ponzoña.
―No te he ofrecido nada, mortal. ―El ser, Erebos, levantó su látigo―. Confiesa qué es lo que más deseas. De lo contrario, mataré a tus amigos uno a uno.
―Lo que más deseo... ―Los hombros de Gideon se hundieron y el sural se enroscó en la vaina. Finalmente levantó la cabeza hacia Erebos con una expresión de furia y desesperación. Guardó silencio un instante y respiró hondo―. Lo que más deseo es proteger a los demás, salvarlos de...
―Mientes. ―El látigo de Erebos restalló y el Jace que había junto a Gideon se desintegró de un solo golpe. "Vaya, no me entusiasma verme morir". Gideon chilló y se abalanzó sobre Erebos, pero el ser no se inmutó. Con un simple gesto, Gideon salió despedido hacia atrás.
»No puedes derrotarme, mortal. Nunca has podido. Nunca podrás. Dime la verdad y perdonaré la vida al resto de tus compañeros.
Un trueno retumbó en el exterior, "Emrakul, es Emrakul", y Jace no pudo oír la respuesta de Gideon. Fuese cual fuese, Erebos no estaba satisfecho. Con un nuevo latigazo, Nissa se desintegró en el acto. Gideon se encogió de dolor al verla morir, pero esta vez no atacó. Chandra seguía allí con la mirada perdida y las manos quietas. "Es imposible que esto sea real, pero ¿estoy en la cabeza de Gideon?".
―¡Lo que quiero es derrotarte! ―exclamó Gideon, llevado por la furia―. ¡Quiero acabar contigo para que nunca vuelvas a...!
―Mentira. Sigues diciendo falsedades. ―La voz de Erebos, en cambio, era sosegada como un cementerio. Un nuevo latigazo y Chandra desapareció―. ¿Acaso debes perderlos a todos antes de reconocer la verdad, mortal? ¿Qué propósito tiene toda esa terquedad? Pareces decidido a sentir el mayor dolor posible. ―El látigo de Erebos danzó en manos de su portador―. ¿Qué es lo que quieres?
―¡Quiero...! ―clamó Gideon al cielo, pero la ventana se oscureció antes de que terminara la confesión.
Jace permaneció quieto, en silencio, anonadado por lo que acababa de presenciar. "¿Quién es Erebos? ¿Qué dolor carcome a Gideon?". Jace no tenía ni idea de que su amigo estuviera sufriendo algo así. "Y mi ignorancia sobre Gideon es comparable a mi ignorancia de lo que está pasando. ¿Qué ha sido eso? ¿Un sueño? ¿Estoy dentro de la cabeza de Gideon? Esa Emrakul de ahí arriba parece real, desde luego".
Las sombras se acercaban cada vez más a Jace. "Tengo que continuar. Las respuestas me aguardan abajo". Al cabo de unos cuantos pasos, otra pared se volvió transparente. Esta vez, la escena mostraba a Tamiyo.

Tamiyo, Field Researcher
La pueblo-lunar estaba encorvada junto una pequeña mesa de trabajo, leyendo detenidamente un pergamino desplegado sobre la mesa polvorienta. La única fuente de luz de la escena era una vela que desprendía demasiada claridad para su tamaño. Detrás de Tamiyo había estanterías llenas de libros y el suelo estaba sembrado de más volúmenes. Jace sintió una punzada de nostalgia. "Qué gusto estar rodeado de libros, con todo el tiempo del mundo para leer". Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de hacerlo... y pasaría mucho tiempo hasta que volviera a presentarse la ocasión.
De repente, Tamiyo empezó a sangrar por un ojo. El hilo de sangre corrió por la mejilla y una gota cayó sobre la mesa con un ligero plic. Mientras continuaba leyendo el pergamino, el otro ojo también comenzó a sangrar y las gotas repiquetearon en la mesa. Plic plic. Plic plic. Plic plic.
Jace observó horrorizado que unos tendones habían empezado a crecer sobre los ojos de Tamiyo, cubriéndolos completamente. "La marca de Emrakul". Jace había visto aquella textura demasiadas veces en los últimos días. La sangre seguía filtrándose entre los tendones. Plic plic. Plic plic. Plic plic.
Entonces florecieron en otros sitios. Unos hilos de carne brotaron de los dedos de Tamiyo, cubriendo ambas manos con aquella estructura entramada. Las protuberancias se pegaron a la mesa y ataron las manos a ella. Tamiyo ya no podía ver ni mover las manos. La sangre seguía manando de los ojos. Plic plic. Plic plic. Plic plic.
Cuando perdió la vista y el uso de las manos, Tamiyo intentó susurrar algo, pero ningún sonido salió de ella. Los tendones carnosos empezaron a taparle la boca, uniendo labio con labio con cada hebra de la red de Emrakul. Incluso cuando terminó de coser la boca, el tejido continuó creciendo, serpenteando y retorciéndose. Los tendones se extendieron lejos de la boca sellada; ahora, mientras la sangre continuaba brotando de los ojos, los tendones se enroscaban alrededor de las gotas y se retorcían cuando la sangre empapaba la piel aceitosa. Plic sss. Plic sss. Plic sss.
Tamiyo estaba inmóvil, con los ojos, la boca y las manos paralizadas. Jace había entrado en contacto directo con su mente y conocía la esencia de Tamiyo mejor que la mayoría. "La capacidad de ver, hablar y escribir son los fundamentos de su magia, lo que le permite comunicarse. Son lo que la define. ¡Están borrando su existencia!". Jace gritó y aporreó la ventana, pero Tamiyo no reaccionó. El cristal se convirtió en piedra opaca.
Jace se vino abajo. "¿Qué es este sitio? No pueden ser las mentes de los demás. ¿O sí?". Las sombras se cernían sobre él. Estaba cansado, muy cansado. Se levantó lentamente y continuó descendiendo.

Liliana
"Este poder... es una revelación". Lo único que había hecho falta era la voluntad de Liliana. Su deseo. Durante mucho tiempo se había considerado a sí misma completamente pragmática y motivada por su causa: no morir; matar a los demonios que la atormentaban. Sin embargo, ahora sabía que no había estado dispuesta a dar aquel paso final, a cruzar el último límite. "Me inhibía. Qué ridículo".
Ante ella se cernía Emrakul. Un titán eldrazi. Una criatura más antigua que el tiempo, si las voces le decían la verdad. "Para mí, eres una cosa. Una cosa con un gran poder, pero una cosa que vive. Y si vives, puedes morir. Y si mueres", sonrió de nuevo, "me perteneces".
Las energías del Velo se estremecieron y se agitaron bajo su control. Querían que las usasen para debilitar, para matar. "El poder está para usarlo". Lo acumuló, lo moldeó y descargó una ráfaga de energía nigromántica tras otra contra la mole que era Emrakul, repeliendo al titán con su fuerza.
Liliana escuchaba una canción en su cabeza, una canción que bloqueaba todo lo demás. Era la canción del poder, una melodía armoniosa. "He nacido para esto. Es mi destino". Cada ráfaga que alcanzaba a Emrakul dejaba enormes franjas de materia muerta; aquellos tentáculos grandes como torres se marchitaban y se atrofiaban. Parte de la materia se regeneraba, pero no antes de que la siguiente ráfaga de Liliana impactara de nuevo. Por primera vez desde que había florecido, Emrakul se encogía. Los ataques la repelían. Liliana estaba ganando.

Liliana, the Last Hope
La voz del Hombre Cuervo interrumpió su deleite como un chorro de agua de alcantarilla―. No sabes lo que haces, lo que te has atrevido a hacer. No puedes contener este poder por mucho más tiempo.
El desdén de Liliana impregnó cada una de las palabras que pensó en respuesta. "No intentes contenerme con tus expectativas agoreras, hombrecito. Hoy es el día en que destruiré a un titán eldrazi. ¿Por qué? Porque me atrevo".
Deseó que los Guardianes estuvieran conscientes para contemplar su victoria. "Esto es el auténtico poder, Planeswalkers de pacotilla". Descargó más ráfagas contra Emrakul y continuó atacando.

Jace
No se sorprendió al ver aparecer otra ventana poco después. Esta vez le tocaba a Chandra. Más bien, a quien supuso que era Chandra. Era una niña, pero los cabellos rojos y las facciones de la cara recordaban a la mujer que llegaría a ser en el futuro. Estaba rodeada de un grupo amenazador de guardias equipados con artilugios ornamentados y coloridos, procedentes de algún sitio que Jace no reconocía. "Su hogar". Los guardias la amenazaban con sus picas mientras Chandra sollozaba; sus lágrimas y su respiración entrecortada se disputaban el control de su rostro.

Chandra, Fire of Kaladesh
Uno de los guardias, alto y delgado, se adelantó un paso. Tenía una gran sonrisa en la cara, en un cruel contraste con sus horribles palabras―. Hemos matado a tu papá, renegada. Hemos matado a tu mamá. Y ahora vamos a matarte. ―Jace sospechaba que la escena no era real, sino una pesadilla en la mente de Chandra, pero aun así apretó los puños. "Nadie debería tener que soportar un dolor así". Los guardias avanzaron con las picas en alto mientras el líder se burlaba―. Y lo mejor, la mayor delicia de todas, es que no puedes hacer nada para impedirlo.
Chandra dejó de llorar y miró fijamente a sus perseguidores. Una minúscula llama resplandeció en un ojo―. Te equivocas ―respondió, pero su voz no sonaba para nada como la de una niña―. Hay algo que puedo hacer. ―Su cuerpo cambió, creció, evolucionó ante Jace hasta convertirse en la Chandra que conocía―. Algo que siempre puedo hacer. Puedo arder. ―El fuego prendió en su cabeza y sus manos.
Chandra sonrió y los guardias retrocedieron, inseguros. Ella avanzó un paso―. Puedo hacer que ardas. ―El líder fue pasto de las llamas y gritó de agonía―. Puedo hacer que todos ardáis. ―Los demás guardias también ardieron y su piel se agrietó y burbujeó mientras sus chillidos perforaban el cielo―. Puedo hacer que todo el mundo arda. ―El calor, la luz y el fuego se intensificaron hasta formar una blancura incandescente de energía que lo envolvió y lo consumió todo, incluida a Chandra. La piromante gritó, aunque Jace no supo distinguir si fue un grito de agonía o de gozo.

Chandra Ablaze
La ventana volvió a convertirse en piedra, pero Jace aún notaba el calor al otro lado de la pared. Era uno de los principios de las ilusiones. "Que solo existan en tu cabeza no significa que no puedan matarte".
Gideon, Tamiyo, Chandra... Pero Liliana aún no había aparecido. La sensación de urgencia le impulsó escaleras abajo y Jace se giró, expectante, hacia la siguiente ventana que apareció. Sin embargo, se llevó una decepción cuando vio quién estaba al otro lado de la pared. "Vaya, Nissa". Intentó no disgustarse, pero le resultaba difícil entender a la elfa.
Nissa estaba en lo que parecía el mundo exterior: el cielo oscuro y púrpura, los extraños destellos de luz, la sombra amenazante de Emrakul, Liliana y sus zombies... Nissa estaba en el centro de la escena, agonizando. Gritando. Retorciéndose. Temblando, agitándose, revolviéndose, pero aquello no era lo único que la afectaba. Había algo... contorneándose en sus manos.

Grotesque Mutation
Cuando Jace se fijó, vio que en los dedos de Nissa crecían otros dedos minúsculos, decenas de ellos en cada uno. Y entonces vio otros dedos delgados como uñas creciendo de los dedos diminutos. Sintió un escalofrío y, cuando al fin vio los ojos de Nissa, soltó un grito involuntario. De los ojos de la elfa sobresalían numerosos brotes oculares, de los cuales crecían muchos otros más pequeños. Una energía verde centelleaba en los ojos y las manos de Nissa, pero en medio del verde había violentos y oscuros matices púrpuras.
Emrakul es Emrakul es Emrakul por siempre.
Jace no supo de dónde procedía el pensamiento, pero, aunque fuera un desvarío, parecía veraz. Por siempre y siempre y siem...
―¡Negglish pthoniki ab'ahor! ―farfulló Nissa sin coherencia, o al menos sin hablar en algún idioma que Jace conociera. Mientras balbuceaba, su cabeza sufrió espasmos y, entre palabra y palabra, la lengua de la elfa colgaba por fuera de la boca. "¿Qué son esas cosas que...? Ah, no. No-no-no-no-no. Basta de detalles. Ya he visto demasiados".

Fevered Visions
―¡Shigg epsi-todo chut'ghb termina! ―Parecía que algunas palabras racionales habían asomado entre los balbuceos y las babas―. ¡Gilma-todo chts-muere! ―Los espasmos cesaron y su voz recuperó fuerza y aplomo. Toda la energía que emanaba de ella se había vuelto púrpura, un púrpura oscuro sin rastro de verde. Entonces levantó las manos al cielo y gritó.
»¡El crecimiento! ¡El crecimiento es la respuesta! ¡La única respuesta! La entropía no puede perder, pero ¿debo ganar? Por supuesto que debe hacerse un sacrificio. ¿Por qué se oponen a ello? La eternidad sin sacrificio no ofrece más que letargo agonizante. La sangre debe agitarse, compactarse. ¿Por qué temen la vida? ¿Por qué temen la verdad?
Por mucho que Nissa utilizara palabras comprensibles, Jace no la entendía. Aunque sabía que resultaría inútil, trató de contactar con ella mentalmente―. Nissa, ayúdame. Ayúdame a entenderlo. ¿Qué acabas de decir?
Nissa se giró y su mirada se cruzó directamente con la de Jace a través del cristal. "¡Puede verme!". Jace se quedó paralizado por la sorpresa. No podía moverse ni apartar la mirada. Los ojos de Nissa tenían un brillo púrpura oscuro. La elfa le habló directamente―. Puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa que me plazca. Recuérdalo. Lo único que os salva es... ―el brillo púrpura se apagó y la nube que la rodeaba se disipó―... que no quiero nada.
Nissa se quedó mirando a Jace durante unos segundos que parecieron eternos, con la cara descompuesta y los grotescos brotes oculares aún retorciéndose. La ventana tuvo la clemencia de convertirse en piedra.
Jace se quedó atónito delante de la pared. Estaba temblando y el sudor le empapaba la frente y la nuca. Las sombras continuaban presionando desde arriba. "¿Cuánto tiempo llevo en estas escaleras? ¿Qué les está ocurriendo a mis amigos?". La luz blanca seguía tirando de él hacia abajo, pero no quería moverse. No quería hacer nada. "Dormir. Quiero dormir. Quizá no despierte, pero ¿qué tendría de malo?". Los ojos se le cerraron y un agradable sosiego se adueñó de su mente. Se sentó en las escaleras. "Estoy agotado".
La llegada del sueño le hizo pensar en Liliana. No sabía dónde estaba ella ni a qué se enfrentaba. "No se encuentra aquí. No está en este lugar". Sin embargo, Liliana nunca le había necesitado, a decir verdad. "Triste. Durante un tiempo. Y luego lo superaré". Eso le había dicho en su mansión, comparando la hipotética muerte de Jace con la de un perro. "Un perro. ¿De verdad que mi muerte no le afectaría más que la de un perro? No puede ser verdad. Un perro...". La duda lo carcomió por dentro.
"¿Cómo se me ocurre intentar dormir justo ahora? ¿Qué me pasa?". No sabía decir si realmente estaba exhausto o si la causa era una influencia malévola. "¿Acaso importa? La solución es la misma". Se puso en pie. "Seguir bajando. Averiguar qué ocurre. No morir. Derrotar a Emrakul". Pensó en Liliana mientras continuaba su descenso.

Liliana
La primera señal de problemas fue una interrupción en el tempo. Liliana nunca había manejado tanta energía y se concentraba en arrojar ráfaga tras ráfaga contra Emrakul. Respirar, atacar, respirar, atacar.
Sin embargo, lo que flaqueó no fue su poder, sino su cuerpo. Por un segundo prolongó su respiración y ese segundo fue todo lo que necesitó Emrakul para que su cuerpo y sus tentáculos se regenerasen a un ritmo más rápido del que Liliana creía posible. Numerosos apéndices descendieron hacia ella y se marchitaron con el tacto de su magia nigromántica, pero muchos más les siguieron. Hacía un momento, las ráfagas de Liliana eran capaces de repeler a Emrakul, pero ahora solo servían para resistir frente al titán.
Eres mortal. Tienes límites. Esa cosa no los tiene. ―La voz del Hombre Cuervo apuñalaba su cerebro con susurros fríos―. Contempla esta hierba y esta tierra, insensata, porque la has convertido en tu cementerio.
Liliana gritó enfurecida y continuó desatando más ráfagas de poder. El avance del titán se detuvo ante aquel asalto. Sin embargo, la energía empezó a disminuir poco después. Liliana tuvo que detenerse a respirar y Emrakul reanudó su avance una vez más.
"No pienso morir hoy", gruñó al Hombre Cuervo, al Velo y a quienquiera que la escuchara. A sí misma. Emrakul y sus tentáculos continuaron con su asalto incesante. "No pienso morir hoy".
Si tienes suerte, Liliana, la muerte será el mejor desenlace posible para este día. Nos has condenado a los dos. ―El Hombre Cuervo había hablado sin desprecio, odio ni miedo. Sonaba... resignado. Por primera vez desde que había rescatado a los Guardianes, Liliana tuvo miedo.

Jace
Esperaba que otra pared se volviese transparente y le mostrara una escena de la mente de Liliana. Lo que no esperaba era toparse con una puerta al final de la escalera.
Era gruesa, de madera de roble con bordes de hierro, sin pomo ni cerradura. Simplemente madera y hierro, enmarcados en la misma piedra gruesa que el resto de la escalera. Posó una mano en la puerta y oyó una voz gritar "no-no-no-no-no". El terror se apoderó de su mente, pero la voz se apagó poco a poco y con ella disminuyó el pánico. Jace miró hacia lo alto de las escaleras. Las sombras no se acercaban, pero tampoco le permitían ver el camino por el que había descendido. Si quería seguir adelante, tendría que cruzar la puerta. Respiró hondo, la empujó y atravesó el umbral.
El lugar que encontró al otro lado no tenía ni forma ni color. El vértigo le abrumó y su mente luchó para definir el espacio. Jace sintió la larga llamada de la eternidad, una recurrencia infinita que se transformó en terror en no conocer jamás la paz del olvido en en... hasta que la realidad cobró forma repentinamente. La nada de los alrededores se materializó en un campo de blancura.
Había un ángel frente a él.
La criatura se acercó y Jace vio que el espacio se moldeaba lentamente alrededor de ella, de ambos. Ahora estaban en un lugar real, una habitación, una réplica del santuario donde había comenzado aquel estrambótico viaje. El santuario de Jace. El ángel era alto, más que cualquier otro ángel que hubiera visto jamás, incluida Avacyn. Sus alas eran gigantescas, gruesas y densas. Se plegaban en la espalda del ser, casi como una nube con forma de...
Jace sufrió un ataque de sudor frío y su corazón se desbocó. "Oh, no. Oh-no-no-no-no-no...".
El rostro del ángel estaba oculto bajo una capucha, pero empuñaba dos espadas a plena vista, una en cada mano. El dobladillo de su túnica se dividía en cintas, en decenas o incluso cientos de ellas, que parecían multiplicarse mientras Jace las contemplaba. Cintas que se agitaban y se retorcían. Como si hubieran notado la presencia de Jace, las cintas de la túnica tantearon el espacio en dirección a él, con vida propia. "Si grito, creo que jamás pararé. No grites, Jace. ¿Llorar serviría de algo? Porque no me importa llorar como un bebé".

Shrine of the Forsaken Gods
En una curiosa mezcla de gracia y miedo, Jace se rio. "A veces tengo cada cosa...". La risa acabó con la parálisis y avivó su mente. "Conozco a este ángel. La he visto antes". O al menos había visto sus antiguas estatuas en Zendikar―. ¿Emeria? ―graznó. El nombre sonaba extraño en boca de Jace.
El ángel le miraba, pero él no podía verle la cara bajo la capucha. Jace observó con preocupación las cintas y las espadas, pero ninguna de las dos cosas se movió para atacarle. Su confianza fue en aumento.
―¿Eres...? ¿Eres Emeria? ¿Eres... Emrakul?
―¿Puedo sentarme? ―preguntó una voz femenina, suave y casi irreal. Jace incluso habría dicho que trinaba como un pajarillo, si las circunstancias hubieran sido otras. "Pero no en estas". No vio los labios moverse para producir la voz, pero sonaba como una voz normal. "Relativamente normal". Se había distraído tanto analizando la voz que tardó un momento en percatarse de que le habían hecho una pregunta.
―¿Me has pedido permiso? ―Después de todas las sorpresas del día, que le pidieran algo amablemente no debería haberle parecido tan extraño. "Pero quizá sea la mayor sorpresa de todas".
―Este es tu hogar... Jace. Jace Beleren. ―Cuando dijo "Beleren", pronunció el apellido sílaba a sílaba.
"Estoy muerto de miedo, pero también de curiosidad. Qué extraña yuxtaposición".
―Aquí solo soy una visita ―comentó ella―. ¿Puedo sentarme? ―Esperó de pie a que Jace respondiera.
"¿Es posible que esto se vuelva aún más surrealista?". Lo cierto era que prefería no saberlo. "Recuerda lo que de verdad importa. No morir. Averiguar qué ocurre. Derrotar a Emrakul". Ese era su mantra. Decidió añadir otra frase. "Tomar un café con Emrakul". Se rio por dentro y la sonrisa llegó a su cara―. Claro, faltaría más. Adelante, donde tú quieras ―dijo Jace levantando las manos hacia la mesa de piedra, y Emeria... "No, no sé quién o qué es, así que debería dejar de suponerlo"... el ángel tomó asiento.
La desconocida envainó sus espadas a la espalda y, cuando volvió a poner las manos sobre la mesa, sostenía un pergamino grande y con presilla de hierro. "He visto antes un pergamino como ese, pero ¿dónde?"―. No te importa que trabaje mientras hablamos, ¿verdad? ―La voz cantarina del ángel le recordó a un mago azorio que aguardaba autorización para seguir el protocolo.
"Acepta este surrealismo. Deja de rechazarlo. Mira adónde te lleva"―. Por supuesto. No quiero distraerte de tus quehaceres. ―El ángel asintió y desenrolló el pergamino. Una sensación molesta reptó por la nuca de Jace. "¿De qué me suena ese pergamino?". Pero no pudo recordarlo. Una larga pluma apareció de la nada y la desconocida comenzó a escribir en el pergamino.
»Ejem ―carraspeó Jace―. Bueno... Ya que vamos a conversar... ¿Quién eres exactamente? ¿Dónde estamos? ¿Qué está ocurriendo? ―Jace no podía permitirse el lujo de elegir cómo obtener respuestas. Tampoco pudo resistir la costumbre de leer mentes, "la ignorancia es peor que la demencia", pero... no había nada. No pudo aferrarse a nada. "Los secretos no tienen gracia cuando siguen siendo secretos". Tendría que buscar respuestas como todo el mundo: dialogando. Dialogando con un titán eldrazi.
―Todo termina. Todo muere. La integridad siempre queda detrás de nosotros. El tiempo señala en un único sentido. ―Nissa había utilizado algunas de aquellas frases, pero Jace no les encontró más sentido en boca del ángel, que no levantó la cabeza mientras escribía y cuyas extrañas palabras sonaban amortiguadas bajo la capucha.
―¿Eres Emrakul? ―Jace no sabía si la pregunta era demasiado arriesgada, pero cada vez le importaba menos. "La cautela es para quienes tienen las de ganar"―. ¿Qué es lo que quieres?
―Todo está mal ―dijo ella dejando de escribir y revisando el pergamino―. Estoy incompleta, insatisfecha, imperfecta. Debería haber florecimiento, no resentimiento estéril. La tierra no es receptiva. No es mi momento. No todavía. ―El tono en que dijo "todavía" provocó un escalofrío en Jace. Entonces reanudó la escritura y tachó varias secciones de tinta seca.
―¡Me tienes harto! ―estalló él―. ¿Por qué estás aquí? Podrías matarme de mil maneras con tus espadas y tentáculos, pero no lo has hecho. Prefieres sentarte a proferir sinsentidos. ¿Por qué? No entiendo lo que dices ni lo que quieres. Hazme caso. Por favor. ―El enfado de Jace desapareció a medida que hablaba y dio paso a algo mucho más útil: concentración. Sintió que la niebla se despejaba, una niebla que solo al esfumarse reveló cuánto había oscurecido.
―¿Te gusta el ajedrez? ―preguntó la voz como si él hubiera dicho tantos desvaríos como ella. Jace sintió la tentación de volver a protestar, pero le pareció que no serviría de mucho. Además, le encantaba el ajedrez. Se le daba bastante bien.
―Sí, ¿por qué?
―¿Jugamos una partida? ―propuso ella dejando de escribir y enrollando el pergamino.
―No sé si tengo tiempo para...
―Si ganas, todo esto terminará. Te daré todas las respuestas que quieras. ―Guardó el pergamino a la espalda.
Jace sospechaba que era una trampa, pero el ajedrez se le daba muy bien―. ¿Y si ganas tú?
―Ya estoy ganando, Jace Beleren. Juguemos una partida.
―Me temo que hay un problema. ―Jace echó un vistazo alrededor. En su apartamento de verdad tenía un tablero muy elegante que le habían regalado los boros, pero no lo veía en aquel extraño simulacro―. Parece que no tenemos...
El ángel hizo un gesto con la mano y un tablero apareció en la mesa, donde antes había estado el pergamino. Tanto el tablero como las piezas eran de piedra, sólidos y detallados. Jace enarcó una ceja, pero, si su invitada se dio cuenta, no lo dio a entender. "Si se conforma con crear esto, supongo que no pasa nada"―. ¿Empezamos? ―ofreció ella señalando el tablero. Jace tenía las blancas e hizo el primer movimiento. "Qué generoso por su parte".
―Tienes que ir más rápido, Jace. El tiempo se agota. ―"¿Más rápido?". Sus movimientos eran casi instantáneos. Su oponente no parecía una jugadora especialmente hábil y Jace empezó a prever un posible jaque mate en seis o siete movimientos.
»Es difícil comunicarnos entre nosotros ―comentó la desconocida―. No puedo dialogar con vosotros. Ni siquiera sé si realmente existís. No obstante, tu cerebro es muy... adaptable. ―Entonces cometió un fallo. Jace tenía jaque mate en cinco movimientos. Confiando en que ganaría, redujo su ritmo de juego. Ella le estaba revelando información que podría utilizar.
―Entonces, ¿qué es todo esto? ―preguntó mirando alrededor―. ¿Qué eres? ¿Cómo hace mi cerebro adaptable que esto ocurra?
―Conoces las respuestas mejor que yo ―respondió ella recogiendo una pieza, dubitativa―. Al menos, una parte de ti las conoce. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?
"¿Cómo sabe que me duele la cabeza?". En verdad, ahora solo sentía una ligera palpitación; molesta, pero no debilitante―. Bueno... Estoy mejor. Entonces, ¿no eres Emeria? ¿Eres siquiera real?
―Me personificaron hace mucho tiempo, pero con las fuerzas no se puede razonar. La voluntad no existe en ondas que se propagan. Si creas atajos para tratar de lidiar con lo que no puedes percibir o ni siquiera comprender, ¿quién soy yo para negarlo? Nadie. Tú. Tal vez.
El dolor de cabeza fue en aumento. Jace y... lo que quiera que fuese aquel ser intercambiaron más movimientos. Faltaba uno para el jaque mate. Cuanto más lo pensaba Jace, más posible era que todo tuviese un extraño sentido. Aquella no era Emeria ni tampoco Emrakul. Era el intento de su mente para dar sentido a las presiones y las emanaciones que surgían de Emrakul. Necesitaba personificarlas para tener al menos una oportunidad de darles sentido. Sin embargo, creer en aquella personificación era invitar a la muerte. O a algo peor. El vértigo abrumó a Jace. Por siempre y sempre y semre y emre y...
"¡Basta!". Movió a su reina y la colocó en posición―. Jaque mate ―proclamó con una sonrisa. No tenía claro lo que significaba ganar aquella partida, pero disfrutó de la victoria, de ganar algo. Su adversaria se quedó quieta, mirando el tablero.
―Ciertamente. ―Se llevó las manos a la capucha y la retiró. Jace retrocedió instintivamente, convencido de que no quería descubrir su aspecto... Pero parecía normal. Tenía rostro de ángel. Como la estatua que había visto en Zendikar. Jace respiró muy hondo y exhaló lentamente.
Un peón junto a la reina de Jace empezó a retorcerse. Unas manos y una diminuta espada de piedra crecieron en el peón, que se giró y apuñaló a la reina. La pieza chilló de dolor y la sangre manó de su costado. Finalmente cayó sobre el tablero, desangrándose y temblando: moribunda. El resto del tablero se convirtió en un pandemonio cuando las piezas de Jace se transformaron y mutaron. Se apuñalaron unas a otras sin piedad hasta que las últimas se volvieron hacia su lado del tablero. Todas empuñaban armas, armas empapadas de sangre, y entonces marcharon lentamente contra el rey de Jace, que ahora era idéntico al propio Jace.
―¡¿P-pero qué...?! ―Jace contempló boquiabierto el caos del tablero―. ¡E-esto no vale! ¡Has hecho trampa! ¡No puedes hacer eso! ¡Son mis piezas!

Evacuation
La cara del ángel empezó a derretirse y su piel se fundió mientras sus alas, espadas, cintas y todo lo demás se disipaban en un humo púrpura. Sin embargo, la voz seguía siendo la misma.
―Todas las piezas son mías, Jace Beleren. Siempre lo han sido. Simplemente, no quiero seguir jugando.
De pronto se produjo una explosión tremenda en el exterior, acompañada de un chirrido ensordecedor. El techo de la sala se desprendió y reveló a la Emrakul que ya conocía: la gigantesca nube con forma de hongo y cientos de tentáculos relampagueantes, que comenzaron a destrozar las paredes de la estancia.
―Se acerca, Jace ―continuó la voz suave como la brisa―. Me acerco. Ponte en marcha. Busca tus respuestas. Pero rápido. El tiempo señala en un sentido... y lo hace con hambre.
Una puerta se materializó al fondo de la sala, rodeada de un brillo azul claro. Jace levantó la vista hacia Emrakul una vez más... y huyó.

Liliana
Liliana hacía todo lo posible por mantenerse con vida.
Había utilizado su propio poder para reducir los efectos del Velo de Cadenas. Consiguió que su piel no se abriera, que las venas no derramaran sangre. Al adueñarse por completo del Velo, creyó haber descubierto el secreto para utilizarlo de verdad.
Pero se equivocaba.
Aun así, por mucho que dolieran las represalias del Velo, eran mejores que desaparecer en el olvido ante el asalto de Emrakul. Aún disponía de un poder inmenso, pero todo aquel poder tenía un nuevo propósito: mantenerla con vida un momento más.
Sin embargo, sus momentos se agotaban. Mientras Emrakul descargaba latigazos y golpes contra su magia, Liliana envió a sus zombies al ataque. Los muertos mordieron a Emrakul, treparon por ella y lucharon como pulgas contra una tormenta, con un resultado similar. Cientos de zombies cayeron bajo el ataque de Emrakul y cientos más se desintegraron cuando Liliana extrajo instintivamente la magia que los reanimaba para sobrevivir un momento más.

Liliana's Elite
Si había algún alivio en su derrota inminente, era el bendito silencio en el interior de su cabeza. No oía las advertencias del Hombre Cuervo ni los susurros del Velo. Aunque la realidad de Liliana fuera sangre, dolor y una lucha desesperada por sobrevivir, su mente era suya y solo suya. Aquello al menos era un consuelo.
Un tentáculo grueso como su propio torso se abrió paso hasta ella y la agarró por la cintura. Liliana gritó con rabia y fulminó el apéndice, cuya carne se marchitó y se desprendió. La nigromante tosió sangre, se tambaleó... y vio que los tentáculos seguían aproximándose.
Iba a morir allí.
Miró a los demás Planeswalkers, aún protegidos en el refugio que proporcionaban sus zombies cada vez más escasos. Nissa ya no gritaba, pero ahora yacía inconsciente junto al resto. Solo Jace seguía en pie, con el brillo azul protegiendo al grupo contra... algo, aunque tampoco se movía ni hablaba.
―¡Jace! ―llamó Liliana, pero su grito no obtuvo respuesta ni causó reacción alguna.
»¡Jace, espabila de una maldita vez! ¡Espero que estés haciendo algo útil! ―Eso fue todo lo que le dio tiempo a decir antes de volver a centrarse en Emrakul. Cada momento importaba. De ahí nació su nuevo mantra. "Un momento más. Un momento más. Un...".

Jace
Se arrojó a través del portal para escapar del asalto de Emrakul.
Esta vez apareció en un cuarto pequeño y oscuro, una réplica de uno de sus santuarios más privados en Rávnica. Allí, de pie ante él, estaba él mismo.

Jace, Unraveler of Secrets
Después de todas las locuras que había vivido tras despertar en la torre, toparse consigo mismo era el desconcierto más benigno.
―Je, esto promete ―susurró para sí.
―Por fin has llegado ―dijo la copia sin sonreír ni moverse del sitio―. Ya iba siendo hora, aunque no tengo claro si realmente eres yo. ―Se quedó pensativo por un instante―. Te pondré un acertijo.
―¿Cómo? No, ni hablar de acertijos. Necesito respuestas. ¿Qué...?
―Primero, el acertijo ―insistió la réplica.
―¡Venga ya! No me puedo creer que una versión tiránica de mí mismo pretenda ponerme a prueba; o, peor aún, ¡un impostor maligno que quiere hacerme perder el tiempo! ―Jace concluyó su protesta con un gruñido de rabia.
La copia esbozó una sonrisa arrogante y arqueó una ceja. "¿De verdad soy tan molesto? Tengo que corregir eso".
―Te enfadas porque sabes que tengo razón ―argumentó la copia―. Necesito saber si eres yo. ―Jace se preguntó si habría consecuencias por pegarse a sí mismo un guantazo en toda la cara. "Probablemente".
―¿Y cómo sé que tú eres yo? ―No fue una contestación especialmente ingeniosa, pero fue la mejor que se le ocurrió. Su cerebro procesaba demasiadas cosas a la vez.
―Porque soy quien tiene las respuestas. Y ahora haz el favor de no perder más tiempo, porque no nos sobra. ―La réplica se puso a dar golpecitos en el suelo con el pie, un gesto que a Jace le resultaba demasiado familiar. "Creo que nunca volveré a atreverme a hablar con nadie. Pero qué insoportable soy...".
―Está bien, pregunta ―dijo hundiendo los hombros, molesto.
―Somos pequeños como piedras, pero si nos cerramos, oscurecemos todo el mundo. ¿Qué somos?
¡¿En serio?! ¿Ese es el acertijo? ¿El método infalible para asegurarte de que soy tú? Tienes que ser un impostor, porque me niego a creer que yo sea así de tonto.
―Responde a la pregunta; si no, pondré fin a esta conversación. ―Los ojos de la copia brillaron con un tono azul que Jace encontró amenazante, para su perverso deleite. "Me agrada saber que puedo parecer peligroso cuando quiero".
―Bah. Creía que se me habría ocurrido algo más difícil. Los ojos; la respuesta son los ojos. ―Jace pestañeó varias veces para razonar la solución―. Veo el mundo. Ahora no. Veo. No veo. ¿De verdad ha servido de algo el acertijo? ―La copia se relajó y disolvió el hechizo que tenía preparado.
Jace por fin entendió la situación. El objetivo del acertijo no era ver si conseguiría resolverlo: era ver lo ofendido e incrédulo que se mostraría al planteársele una adivinanza tan fácil. Al fin se tranquilizó. "Vale, ese soy yo". Sabía que la réplica pensaba lo mismo.
―Muy bien, ya ves que soy yo. Es decir, soy... Bueno, tú eres yo y yo soy tú. Probablemente. En fin, has prometido que responderías a mis dudas. ―Jace trató de leer la mente de la copia, pero no ocurrió nada.
―Eso no funciona en este sitio. Tendremos que hablar ―dijo la copia con una sonrisa de falsa modestia.
―De acuerdo. ―Jace trató de no apretar la mandíbula―. Hablemos, pues. Tú primero.
―Mm... ―La réplica meditó durante unos segundos―. No sé qué cosas comprendes y cuáles no. Es mejor que me hagas preguntas.
―Como quieras. ¿Dónde estamos? ―Jace no creía que fuese la pregunta más importante, pero llevaba un buen rato vagando por aquella extraña torre y quería saber qué era aquel lugar.
―¿En serio? ¿Todavía no lo has deducido? ―"Maldito engreído de las...". Jace se enfureció, aunque el engreído en cuestión fuera él mismo. En ese instante de enfado, por fin lo comprendió. Recordó lo que había ocurrido.
Emrakul había florecido. Liliana y sus zombies les habían proporcionado un refugio temporal contra los vasallos de Emrakul, pero ninguno de los Planeswalkers estaba preparado para el ataque de la propia Emrakul. La amenaza física era el peligro más obvio, pero el auténtico problema era el asalto mental. Nunca había sufrido una presión y un dolor tan intensos como aquellos. El truco defensivo de Tamiyo había fracasado al instante. Jace no había tenido tiempo para planear, para pensar.
Y entonces, en un acto reflejo, había lanzado un hechizo. Un hechizo que había preparado mucho tiempo atrás para prevenir que su mente se desintegrara.
"No estoy en la torre. Soy la torre". Todo cobraba sentido por fin. Las escenas de sus amigos, el encuentro con Emeria e incluso la conversación actual habían tenido lugar dentro de su propia cabeza, alimentadas por el poder del hechizo. "Bienvenidos a la residencia Beleren. Espero que disfruten de una estancia cómoda y agradable". Teniendo en cuenta lo que había visto en las mentes de sus amigos, sospechaba que nadie se había sentido a gusto. Sin embargo, la alternativa era desaparecer en el olvido... o peor aún por siempre y sempre y semre y emre y...
Sacudió la cabeza con fuerza para combatir la invasión y se fijó en que la copia hacía lo mismo. La presión de Emrakul era cada vez mayor. Jace miró hacia arriba y vio que el techo de la habitación temblaba. "Sigue atacando. Se acerca".
―¿Y tú? ¿Eres yo?
―Innistrad es un lugar extraño, peligroso. En cuanto llegué, supe que algo iba mal, así que tomé... precauciones por si llegaba a ocurrir algún desastre. Acertijos dentro de acertijos, sombras dentro de sombras. Emrakul es el mayor peligro al que jamás me he... Al que jamás nos hemos enfrentado. Por eso tracé un plan de emergencia para mantenerme separado de mí mismo. De ese modo podría averiguar qué ocurría en realidad y buscar la manera de detenerlo. De corregirlo. Tú ya me entiendes. ―Y ahora lo entendía.

Pieces of the Puzzle
Jace era muy hábil manipulándose a sí mismo. Se estremeció, dudando cuál de ellos sería el auténtico; el mejor Jace. "Qué tontería. Soy yo, por supuesto".
―Para el carro, listillo ―dijo la copia con una sonrisa―. No te des tantos aires, que solo eres la segunda persona más astuta del lugar.
―Cierra el pico y céntrate. ―La mente de Jace al fin empezaba a trabajar a un ritmo familiar y reconfortante―. ¿Cuál es el plan? Espero no haberte creado solo para plantearme un acertijo de poca monta. Aún no sabemos cómo vencer a Emrakul.
―Habla con Tamiyo. Estaba contándonos algo muy interesante justo cuando atacó Emrakul.
―¿Esa es tu valiosa contribución? ¿Decirme que hable con Tamiyo?
―No, mi valiosa contribución ha sido ayudarnos a caminar, hablar y pensar con normalidad incluso con el equivalente psíquico de un festival rakdos-golgari elevado al infinito martilleándonos el cerebro. Tiene su complicación, la verdad.
―Caray. Esto... Gracias, Jace. Buen trabajo.
―Los demás están muy mal, pero al menos nosotros podremos pensar con coherencia. La situación... no es alentadora. Y hay otro problema.
―¿Qué prob...? ―Antes de formular la pregunta, la respuesta acudió a su mente. Las dos partes de Jace empezaron a fusionarse, a convertirse en uno. Hubo una respuesta en voz alta, pero ambos la dijeron a la vez.
―Liliana va a morir. ―Jace anuló el hechizo. La torre dio paso a la realidad.

Jace
Regresó en medio del caos. Liliana yacía en el suelo, inconsciente y sangrando copiosamente por numerosas heridas. Emrakul se cernía sobre ellos completamente desplegada; una brillante luz lavanda resplandecía en el centro de su cuerpo, el ojo de su tormenta. Sus anchos y gruesos tentáculos devastaban lo que quedaba de Thraben.

Emrakul, the Promised End
Los zombies de Liliana apenas eran una fracción de los que había antes de haber lanzado su hechizo. Los humanos y las bestias infectados por la locura de Emrakul habían empezado a congregarse de nuevo y amenazaban con atravesar las filas de muertos vivientes. Repeler el asalto mental de Emrakul no serviría de mucho si sus siervos les hacían pedazos.
Los otros Planeswalkers habían recuperado la consciencia justo después que él, pero seguían confusos y desorientados. Jace les ayudó a centrarse y retiró las telarañas del ataque de Emrakul―. Chandra, Gideon, ayudad a los zombies de Liliana. Tenéis que detener a los siervos de Emrakul. ―Gideon se puso en marcha de inmediato, con la determinación y la presteza de un soldado. Una imagen del látigo de Erebos acudió a la mente de Jace, pero se libró de ella.
Chandra dudó por un instante―. Aún puedo... Aún puedo reducirla a cenizas. Dejadlo en mis manos. ―Sus dudas se desvanecieron, sustituidas por una confianza natural que a Jace le pareció fascinante y desconcertante a partes iguales. "No es confianza fingida: la encuentra sin esfuerzo. Qué curioso", pensó para sí mismo. Jace cuestionó el plan. Tratar de incinerar a Emrakul no parecía adecuado ni posible. Sin embargo, ¿cómo podía estar seguro de que la propia Emrakul no había implantado esa duda? Se había metido en su cabeza, ¿verdad? Había sentido el poder de Emrakul.
Jace proyectó sus pensamientos al grupo entero y el hechizo de protección mantuvo las mentes unidas―. No, Chandra. Emrakul es demasiado grande y poderosa. No podemos derrotarla así. Ni siquiera sé si podemos destruirla.
Jace tiene razón. Sería como arrojar una antorcha al océano. No serviría de nada ni aunque dispusiéramos de todas las líneas místicas. Es demasiado... inmensa. ―La voz de Nissa sonaba extraña, distante. Se ocupaba en tejer tallos, brotes y hojas para preparar cataplasmas y administrarlas sobre las heridas de Liliana, manteniéndola con vida―. Emrakul estuvo presente en mi despertar, cuando mi chispa se encendió. Quizá sea adecuado que esté presente en el final.
Vaya par de aguafiestas estáis hechos. ―El tono alegre de Chandra contradecía sus palabras―. Dejaos de lamentos y haced el favor de pensar cómo saldremos de esta. Yo tengo que ir a quemar unos cuantos bichos mientras tanto. ―Chandra corrió hacia el borde de la horda de zombies y sus llamas detuvieron a los sectarios enloquecidos.
Jace, recuerda las palabras de Avacyn ―dijo la voz de Tamiyo, una suave brisa en una costa soleada.
Un recuerdo tintineó en la mente de Jace. Eran las últimas palabras que un ángel demente había dirigido a su creador: "Lo que no puede ser destruido debe ser atado".
Jace, esa es la respuesta, lo que debemos hacer. No podemos destruir a Emrakul: tenemos que contenerla. ―La voz de Tamiyo era insistente y clara. Los Guardianes se habían enfrentado al mismo dilema en Zendikar, donde habían optado por destruir a los titanes. Sin embargo, eso no era posible en Innistrad. Emrakul estaba por encima de sus poderes. La única destrucción que había en juego era la de los Guardianes... y la del resto del plano.
¿Cómo lo haremos? Encerrarla quizá sea igual de imposible que destruirla. ¿Qué prisión podría contenerla?
La misma que retuvo a todos los horrores de Innistrad durante cientos de años.
¿El Helvault? ―dudó Jace―. ¿No lo habían destruido?
No, el Helvault no ―respondió Tamiyo―. Me refiero al origen del Helvault: la luna, una luna de plata. Tengo un hechizo de contención. Un hechizo muy poderoso. Puedo armonizarlo con la luna, pero tenemos que asociarlo a Emrakul...
Jace pensaba a toda prisa. Podían hacerlo. Confiaba en que podía dirigir el hechizo de Tamiyo contra Emrakul. Sin embargo, necesitarían poder para alimentar el hechizo. "Nissa...".
La elfa estaba callada, centrada en infundir su maná a las cataplasmas para Liliana, que al fin respiraba con normalidad, aunque seguía inconsciente. Jace sintió una inmensa gratitud hacia Nissa, pero ahora necesitaba pedirle un esfuerzo mayor, mucho mayor―. ¿Puedes potenciar el hechizo?
La voz de Nissa sonó fría, serena―. No. Aquí hay muy pocas líneas místicas que pueda tocar. Muy pocas que quiera tocar. ―Jace guardó silencio, sin saber qué decir o cómo ayudarla―. Pero estoy en deuda contigo, Jace Beleren. Lo intentaré.
¿En deuda por qué?
No era dueña de mi mente. Estaba atrapada en la oscuridad provocada por Emrakul. Se había apoderado de mí con demasiada facilidad. Era... desagradable, pero me has rescatado de ese horror. Tienes un don para hacer muy sencillas las cosas difíciles. Haré lo que pueda.
Bueno, esto... En realidad no lo he hecho yo. O sea, el hechizo era mío, pero lo lancé sin pensar y puede que haya... complicado las cosas, porque...
Basta con un simple "gracias", Jace. También tienes un don para hacer muy difíciles las cosas sencillas. Estoy preparada.
Jace no sabía qué responder a eso, así que no lo hizo―. Tamiyo, ¿estás lista?
La pueblo-lunar había desenrollado un pergamino. Otro recuerdo acudió a la mente de Jace. "El ángel tenía un pergamino, un pergamino con presilla de hierro". Al fin supo dónde había visto el pergamino de Emeria: pertenecía a Tamiyo. Sin embargo, el pergamino que había elegido su compañera no tenía ninguna presilla de hierro.
No era el momento de pararse a pensar en aquel misterio. Cada vez tenían menos espacio para maniobrar. Gideon y Chandra luchaban por repeler a las huestes de Emrakul, pero no podían estar en todas partes a la vez y los zombies empezaban a verse superados. Había llegado el momento de actuar.
Procedamos ―confirmó Tamiyo. Comenzó a leer el pergamino. Jace no pudo escuchar con atención las palabras, ya que debía centrarse en dirigir el hechizo de Tamiyo hacia Emrakul utilizando los conocimientos que había aprendido de Ugin y su uso de los edros en Zendikar. Un glifo destelló hacia la luna y grabó numerosas líneas brillantes en su reflejo plateado. Tenía que usar ese glifo para atar a Emrakul, o la presencia de Emrakul.

Imprisoned in the Moon
El hechizo exigía poder. Corrientes, torrentes de poder. Nissa forcejeó contra la tierra y sus ojos desprendieron un brillo verde mientras tejía los fragmentos de maná contaminados que quedaban en Innistrad y los convertía en energía. Jace podía sentir cómo la elfa drenaba las líneas místicas, buscando hasta la última gota de maná. No era suficiente. No sería suficiente. Nissa cayó al suelo y los brazos le flaquearon.
Estaban a punto de perder el hechizo.
Mientras Jace trataba de mantenerlo, perdió el contacto mental con Tamiyo. Donde antes estaba la mente de la pueblo-lunar, ahora había una nube, una niebla gris oscura que Jace era incapaz de atravesar. Tamiyo extrajo otro pergamino, un pergamino grande con presilla de hierro, y empezó a leer un segundo hechizo.
La energía fluyó hacia Jace. Sintió que estaba en un caudaloso río de maná, inmerso en una magia y una energía mayores que las que había sentido jamás. Fue una sensación maravillosa. Reunió la magia, la moldeó y alineó los puntos del glifo con los respectivos nodos que proyectó en el acto sobre Emrakul. Finalmente, Jace desencadenó todo el poder del hechizo.
Un destello resplandeció en la luna.
Un frío haz plateado alcanzó a Emrakul desde el cielo.
La luz de la luna bañó al titán, lo envolvió... Y la criatura se estiró y salió proyectada hacia la luz, hacia la luna.
Aquella distorsión era físicamente imposible. Ante los ojos de Jace, la silueta de Emrakul recorrió el haz de luz hacia el astro, estirándose cada vez más hasta que...
Se partió.
Emrakul se plegó y mermó. Se encogió como un fino trozo de pergamino al mojarse, compactándose hasta quedar reducida a la nada de una manera que parecía imposible para un ser de su tamaño. O que era imposible.
La luz se apagó. Emrakul había desaparecido. Habían ganado.
La superficie plateada de la luna brillaba con los patrones triangulares del glifo. Marcada. Estigmatizada. Lacrada.
Por un momento, el único sonido audible fue el de las hojas secas que se mecían en el viento. Al lado de Jace, Tamiyo cayó de rodillas y vomitó.

Liliana
Seguía con vida.
Se sentía exultante. Había experimentado el deleite muchas veces: cuando había recuperado la juventud; cuando había matado a los demonios Kothophed y Griselbrand; cuando había oído sus últimos estertores... En todos aquellos momentos se había sentido como si hubiera jugado sucio de la mejor manera posible: cuando juegas sucio y ganas sin que haya consecuencias.
Sin embargo, este momento era todavía más delicioso. Puede que fuese porque había estado segura de que iba a morir. Quizá fuese porque había plantado cara a Emrakul imprudentemente, llena de orgullo y sed de control, pero justo por eso seguían con vida. Tal vez fuese porque Emrakul había desaparecido. Su corrupción y su hedor se habían esfumado de Innistrad y todo era mejor sin ellos.
Sintió un escalofrío solo de pensar en Emrakul. Había estado muy cerca de morir. O de algo peor. Contempló la luna en silencio. "Ojalá te pudras ahí para siempre. Ahora sabes lo que ocurre cuando te enfrentas a Liliana Vess".
Los Planeswalkers decidieron volver a reunirse al atardecer de una jornada muy larga. Tras la batalla contra Emrakul, aún había incendios que extinguir, ojos que cerrar, llantos que consolar, heridas que sanar... O nada de eso, en muchos casos de trauma. A Liliana le daba todo igual. Cada vez que ponía a prueba los límites del Velo de Cadenas, luego se sentía vacía, como si una parte de ella se hubiera perdido. Le había ocurrido tantas veces que ya ni siquiera sabía si podría reconocer lo que faltaba.
Además, ya había hecho suficiente. Había realizado buenas obras para una larga temporada. "Todos habríais muerto de no ser por mí. Tenéis suerte de que no exija una compensación por salvar este mundo". Bueno, exigiría una compensación, pero no en ese momento ni a ningún habitante de Innistrad.
Qué cosas tan peculiares hacía la gente por lealtad y compromisos imaginarios. Por ejemplo, los Guardianes. No se debían nada los unos a los otros, literalmente. No obstante, allí estaban, luchando los unos por los otros y dispuestos a morir por sus compañeros. Liliana conocía esa clase de vínculos y estaba dispuesta a depender de ellos, siempre y cuando fuera con sus zombies. Era una dinámica de poder fiable. Sin embargo, Innistrad le había mostrado los límites de su actitud. Los zombies eran siervos ideales, pero no podían realizar determinadas tareas. Además, luchar sola era maravilloso... hasta que dejaba de serlo cuando no estabas preparada para lo improbable y no había nadie para salvarte de lo imprevisto.
Recientemente había pensado en aprovecharse de lo que Jace sentía por ella. O de lo que había sentido, probablemente. "No es más que un crío. Debería saber que no me conviene". Jace había demostrado ser muy poco fiable, obviando su triunfo reciente. "¿Qué hacías con tu hechizo mientras yo te mantenía con vida? ¿Intentabas matar a Emrakul pensando?". Aunque admitía que Jace había encontrado una solución, eso no mejoraba demasiado lo que pensaba de él. "Un crío. Debería desentenderme de ti".
Sin embargo, ahora tenía delante una oportunidad mucho más llamativa que Jace y sus limitaciones. Un grupo, un grupo de amigos. Aquella jornada le había revelado algo interesante sobre el poder de la amistad: los amigos, si se les manipula correctamente, son como zombies mejorados. Te ayudan y te salvan la vida porque quieren, no porque tengan que hacerlo.
Con amigos poderosos como aquellos, ¿qué otras posibilidades se abrían ante ella? ¿Qué más podría conquistar? ¿Qué más podría obtener? Sonrió al pensar en las expectativas. No obedecerían sus órdenes, pero ¿acaso importaba? Jace no era el único crío en comparación con ella; todos eran críos. Ninguno de ellos tenía la experiencia de Liliana; ninguno había probado siquiera el poder que ella había tenido ni el que tenía ahora; ninguno era tan despiadado ni centrado como ella.
No sabía dónde estaba el Hombre Cuervo. No había rastro de él ni dentro ni fuera de su cabeza. El Velo de Cadenas había callado. Hoy le había demostrado lo poco fiable que era; la lección había sido extremadamente dolorosa. "Pero cuando tenga a mis propios Guardianes para curarme después de usarlo...". Dejó la reflexión para más tarde, pero le gustó cómo sonaba. "Mis propios Guardianes".
Gideon estaba soltándole un discurso a Tamiyo. La pueblo-lunar tenía mala cara y Liliana no la culpaba. Gideon era agradable a la vista, pero había zombies más listos que él. Siguió balbuciendo cosas acerca de los Guardianes, de cómo apenas estaban empezando a hacer obras de caridad, y propuso a Tamiyo que se uniera a su grupito. Ella negó con la cabeza y se disculpó antes de marcharse, con los ojos desorbitados y llenos de miedo. Otra maga mental demasiado sensible; otra inútil, como cierto mago.
Jace se volvió hacia ella y la miró con sus ojos de cachorrito. "Decídete de una vez, niñato". Liliana se tragó su enfado. Necesitaba a Jace y su actitud de cachorrito.
―Gideon... ―La voz de Jace transmitía duda e inseguridad. Hablaron entre ellos en voz baja y Liliana procuró no mostrar la sonrisa que esbozaba por dentro. "Eso es, Caperucito, ignora las dudas y convéncete de que quieres ayudarme". Sin embargo, estaba claro que a Gideon no le alegraba la propuesta, aunque Liliana dudaba que Gideon se alegrase con nada. "Al menos deberías disfrutar de tu juventud y tu atractivo mientras los conserves. ¿Cómo pueden ser tan tontos estos críos?".
Finalmente, el musculitos se acercó y le soltó algunas tonterías sobre hacer el bien, pero Liliana estaba concentrada en preparar su juramento y no le prestó atención. Había pensado cuál sería la forma adecuada de hacerlo. Si parecía demasiado convencida y empalagosa, levantaría sospechas y eso complicaría los siguientes pasos. En cambio, si sonaba demasiado cínica y desconfiada, esas sospechas se confirmarían. Necesitaba un equilibrio delicado, un toque de cinismo que aderezara sus "buenas intenciones".
Cuando Gideon le pidió que realizara el juramento, estaba preparada.

Oath of Liliana
―Veo que juntos tenemos más poder que por separado. Si eso significa que puedo hacer lo que hay que hacer sin depender del Velo de Cadenas, mantendré la guardia. ¿Contentos?
Lo pronunció con una ligera sonrisa, apenas un atisbo. Además, el placer que sentía era auténtico. Al fin y al cabo, las mejores mentiras siempre contienen la verdad suficiente para disimular.
Ahora era miembro de los Guardianes. Los posibles futuros se abrieron en su mente, llena de promesas y ambición.

Jace
Estaba exhausto. Había pasado el día más largo de su vida y lo único que quería era dormir, disfrutar de un descanso sin sueños ni pensamientos.
Sin embargo, antes necesitaba hablar con alguien.
La encontró en las afueras de Thraben, sentada en las ruinas de una pequeña capilla. Quedaban pocos edificios en pie en la ciudad y aquel santuario no era una excepción.

Forsaken Sanctuary
Allí estaba, sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Jace se sintió mal por interrumpir un momento tan privado, pero tenía que preguntarle algo.
―Tamiyo, ¿estás...? ¿Puedo...? ―No sabía cómo hacerlo. Tamiyo abrió los ojos. Su rostro aún estaba dominado por las náuseas y el pavor que había mostrado desde que concluyeron el hechizo.
»¿Qué te ocurrió, Tamiyo? Estabas allí, unida a mi mente, pero de pronto... desapareciste. Te desvaneciste. ¿Qué sucedió?
Tamiyo guardó silencio... y rompió a llorar. Las lágrimas corrieron por sus mejillas una tras otra. Plic plic, sonaban al caer en los escombros de piedra.
―Nissa había caído ―dijo ella con voz débil y titubeante―. Estábamos a punto de perder el hechizo. No sabía qué hacer... Cómo ayudar.
―Entonces, ¿Nissa potenció el hechizo ella sola? ―Jace estaba asombrado―. Es impresionante. Creía que lo habías hecho tú, con el segundo pergamino.
―No, no lo entiendes. ―Tamiyo le miró con tristeza y desprecio en los ojos―. Lo hice yo... Con el segundo pergamino. De ahí extrajimos la energía.
―Pero ¡eso es maravilloso! ¡Nos has salvado! ¡Has salvado Innistrad! ¡Has salvado... todo! ¿Te sientes mal por haber usado el pergamino de hierro? ¿Uno de los que no querías utilizar?
―¡Calla, Jace, calla! No lo empeores... y escúchame. No lo hice conscientemente. Esa cosa... Ella... se adueñó de mí. ¿Lo entiendes? ¡No era yo! Yo estaba allí, en mi propio cuerpo, indefensa cuando se acercó y se apoderó de mí. Los ojos, las manos, la voz... Me lo arrebató todo. Dejaron de ser mías. ―Los gemidos se convirtieron en llanto.
Jace recordó una voz, la voz de ella cuando se apoderó de sus piezas de ajedrez e hizo que se apuñalaran unas a otras. Todas las piezas son mías, Jace Beleren. Siempre lo han sido. Simplemente, no quiero seguir jugando.
―Lo... Lo siento, Tamiyo. No sé cómo...
―Pero eso no es lo peor. El pergamino que utilicé... El segundo... No debería haberlo abierto. Hice una promesa hace mucho tiempo y algún día tendré que responder por ello. Pero el hechizo que ella leyó... no era el original. El pergamino que utilizó contenía... un hechizo distinto.
Emeria. Una larga pluma apareció de la nada y la desconocida comenzó a escribir en el pergamino. Jace se echó a temblar.
―Lo había cambiado. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo alterarlo? ―La voz de Tamiyo estaba al borde del pánico―. Ese monstruo se apoderó de mi cuerpo y leyó un pergamino que debería haber devastado este plano... ¡Pero en vez de eso nutrió un hechizo que la ha encerrado aquí! ¿Cómo ha podido suceder, Jace? ¿Por qué ha ocurrido? ¿Qué hemos hecho?
―No... No lo sé... ―Jace no tenía más palabras para ella. Ni para sí mismo.
―Te lo dije en una ocasión. ―Tamiyo respiró hondo―. A veces, nuestras historias tienen que tocar a su fin. Mas aquí estamos, buscando la manera de prolongar nuestras historias, cueste lo que cueste. Pero ¿y si todas las historias no son más que la historia de ella? ¿Y si todas están atadas a un horrible destino que aguarda para revelarse? ―Tamiyo levantó la vista hacia la luna.
»¿De verdad hemos ganado? ―Su voz ya no sonaba temerosa, sino lastimera. Jace no tenía nada que responder. Finalmente, Tamiyo se elevó y partió hacia el cielo oscuro. No hubo palabras de despedida.
Jace permaneció sentado durante largo tiempo. Volvió a contemplar la luminiscencia plateada de la luna, el glifo grabado en la superficie, el testimonio de lo que habían hecho los Guardianes. En las profundidades de aquella luna se encontraba la fuerza más poderosa y destructiva que jamás habían conocido. Las palabras del ángel se clavaron en su cabeza como puñales de un destino frustrado. Todo está mal. Estoy incompleta, insatisfecha, imperfecta. Debería haber florecimiento, no resentimiento estéril. La tierra no es receptiva. No es mi momento. No todavía.
Sintió un escalofrío en la nuca. No es mi momento. No todavía. Dejó caer la mirada y fue en busca de un lecho para entregarse temporalmente al olvido.