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Luna Horrores: Piedra y Sangre

Seis mil años antes de los acontecimientos de Luna de horrores, tres Planeswalkers colaboraron para atrapar a los monstruosos Eldrazi en el mundo de Zendikar. Nahiri, una kor nativa del plano, permaneció allí para vigilar a los prisioneros, mientras que el vampiro Sorin Markov y Ugin, el dragón espíritu, accedieron a regresar si su ayuda fuera necesaria. Sin embargo, los Eldrazi estuvieron a punto de liberarse hace un milenio y ni Ugin ni Sorin acudieron a la llamada. Sorin era amigo de Nahiri, por lo que su ausencia preocupó y desconcertó a la kor. Tras contener el intento de huida de los Eldrazi, Nahiri partió en busca de su amigo. Los recuerdos de Sorin nos revelaron que su reencuentro no terminó bien, pero toda historia tiene dos versiones...


El reencuentro
Mil años atrás
Nahiri se zambulló en el caos de la Eternidad Invisible, el espacio entre los mundos. Había dormido demasiado tiempo en su crisálida de piedra. Había permitido que ciertos seres vagaran sin que ella fuese consciente de ello. Ya había enmendado la negligencia más atroz y había reforzado los sellos que mantenían presos a sus cautivos, con lo que también había enviado a sus siervos al olvido. Su mundo estaba a salvo, al menos de momento.
Ahora había llegado el momento de encontrar a un viejo amigo y enmendar otra cosa menos tangible.
Nahiri no tardó mucho en percibir la presencia que buscaba y centrar su atención en ella; distorsionó el mundo a su alrededor hasta que se aproximó. Su amistad con Sorin Markov se había vuelto antigua, se había convertido en una reliquia deslustrada, pero él había sido su primer aliado y Nahiri podría reconocerle en cualquier parte.
De pronto apareció en un risco que se elevaba sobre un mar oscuro y agitado. Nunca había estado allí, pero aquel paisaje no le sorprendió. Innistrad y Sorin se habían moldeado mutuamente y aquel mundo era muy apropiado para él: parecía siniestro y peligroso, inhospitalario casi adrede. Y la luna... Había algo extraño en aquella luna que se reflejaba en el agua. Algo que tiraba de sus sentidos.
Sorin jamás la había llevado allí, pero le había hablado de Innistrad con nostalgia. Nahiri sabía que él esperaba contar con su ayuda para defenderlo, como ella había esperado contar con la de él para defender Zendikar. Al final, ninguno de los dos había conseguido lo que esperaba.
Sorin no estaba en los alrededores.
En la cima del risco, donde ella había notado su presencia, lo que había era un enorme bloque de plata de más de doce metros de altura, toscamente tallado. Tenía varias caras, pero eran irregulares y desiguales, como si un litomante aficionado hubiera extraído del suelo aquella mole y aún no se hubiese molestado en terminar de labrarla.

Sin embargo, estaba terminada; sin duda, le dio la sensación de que era el resultado final de un esfuerzo tremendo, más que una obra inconclusa. No la habían perfeccionado porque eso era irrelevante para lo que fuese aquella estructura. O para lo que hiciese.
Y aquella... cosa... era lo que había percibido. No a Sorin. La Cosa le había hablado de él a través de la turbia extensión de la Eternidad Invisible.
Las únicas presencias en el risco eran el viento, el monolito de plata y un árbol atrofiado de hojas rojizas. Nahiri no prestó atención al árbol y comenzó a rodear el enorme trozo de plata.
Tenía varias caras. Eran siete, o tal vez ocho, dependiendo de lo generosa que fuera con su definición de "ángulo". Pero al fin y al cabo eran caras, moldeadas a propósito, casi como... No, no había edros en Innistrad; además, Sorin no tenía ni manera de crearlos ni motivo para hacerlo.
Sin embargo, al igual que los edros, la Cosa parecía tener un propósito bajo su sustancia física. La examinó usando la litomancia y sondeó el metal puro para tratar de obtener una imagen de su estructura interna.
Nada. Nada en absoluto. Era capaz de sentir las partículas de roca a casi un kilómetro de profundidad, de sentir el lento y constante latido de las placas tectónicas que danzaban pausada e inexorablemente. Pero no podía acceder a los secretos de aquel monolito de plata. No era capaz ni de vislumbrar su interior. Su poder se desvanecía en él, como si fuera un pozo infinito. Casi como... Pero no. No era lo mismo. Aquella estructura no era un edro. No en aquel mundo.
Se agachó y miró debajo de la Cosa, medio esperando verla flotar sobre el suelo. Sin embargo, la base estaba enterrada en el suelo por una raíz de plata relativamente estrecha, no mucho más ancha que la propia Nahiri.
Se levantó y continuó su lento recorrido alrededor de la Cosa, pasando los dedos por ella para suplir la inspección minuciosa que parecía incapaz de hacer. No sabía cuánto tiempo había pasado examinando el monolito de plata, pero la luna estaba más alta cuando una voz familiar sacó a Nahiri de su ensimismamiento.
―Espero que perdones mi intento rudimentario de moldear la piedra, joven.
Se giró hacia la voz. "¡Sorin!".
Cabellos blancos, gabardina negra, aquellos extraños ojos anaranjados... Qué siniestro era su aspecto, qué seria era su mirada; aun así, Nahiri fue incapaz de contener una sonrisa.
―¡Sorin, amigo mío! ―consiguió decir por fin―. ¡Estás vivo!
Él le devolvió la sonrisa, se acercó a ella y posó una mano en su hombro. Viniendo de él, aquello era un gesto de entusiasmo.

―¿Por qué no habría de estarlo?
Levantó una mano y estrechó la de Sorin. Nahiri había despertado y su cuerpo estaba impregnado de calor y vida. Los dedos de él seguían tan fríos y muertos como siempre.
―Porque no viniste ―respondió ella―. A Zendikar, cuando activé la señal del Ojo de Ugin. Ni siquiera respondiste. Tenía miedo de que...
Sorin retiró la mano y frunció el ceño.
―¿Los Eldrazi han escapado de su prisión?
―Sí, lo hicieron.
―¿Y dónde está Ugin? ―preguntó él.
―Él tampoco vino ―dijo Nahiri procurando que el rencor no asomara en su voz―. Pero yo me encargué de ellos. Sola. Utilicé todo el poder que pude reunir para sellar de nuevo la prisión de los titanes.
De pronto se dio cuenta de que ahora era mucho más anciana de lo que había sido Sorin cuando se conocieron. En sus recuerdos, él era muy superior: era su mentor y había vivido un milenio más que ella. Pero ahora, ¿qué diferencia marcaban mil años? Ahora estaban a la par. Como mínimo.
―Cuando terminé, vine a buscarte ―continuó ella―. Tenía que saber si seguías vivo. Y veo que sí.
"Veo que sí". La alegría de ver a Sorin se desvaneció. Se había preocupado mucho por él; temía que le hubiera ocurrido algo o que se hubiera sumido en un malestar durante milenios, al igual que ella. Había venido a Innistrad para encontrarlo, para salvarlo... Pero estaba claro que no necesitaba ayuda.
―¿Dónde estabas? ―le preguntó―. Sorin, ¿por qué no respondiste a la señal?
―No la recibí ―respondió él.
―¿Cómo es posible?
―Hmm ―musitó él. Un simple hmm por respuesta, desinteresado y carente de urgencia.
Sorin se puso a su lado y apoyó una mano en la superficie de la Cosa.
―Cuando iniciaste la custodia de los Eldrazi, comprendí que mi plano necesitaba urgentemente un medio de protección propio, sobre todo en mi ausencia. Este Helvault es la mitad de lo que creé para que sirviese como protección.

"Helvault". Nahiri sintió un escalofrío. "La Cámara Infernal". ¿A qué podía estar destinada aquella construcción?
―No descarto ―prosiguió él con apatía― que la señal del Ojo fuese incapaz de atravesar la magia que protege este mundo.
¿La hechicería del propio Sorin le había impedido contactar con él? Nahiri tuvo una repentina sensación de vértigo y pensó bien sus próximas palabras.
―Y cuando lo creaste, ¿sabías que eso podría suceder?
―No lo contemplé ―contestó él―. Ahora entiendo que era una posibilidad.
"¡Por la roca y el cielo!".
En los inicios de su asociación, antes de que Nahiri entendiese lo que era Sorin y en qué se había convertido ella misma, el vampiro le había preguntado si quería aprender a luchar como él. Le había respondido que sí... y entonces él había intentado matarla.
O esa era la impresión que había tenido Nahiri. Poco después se percató de que Sorin se había contenido: la había atacado físicamente, cuando podría haberla fulminado con un pensamiento. Nahiri había resistido brevemente, hasta que el pesado montante de Sorin la alcanzó en el antebrazo con un crujido terrible y el dolor la abrumó.
Enhorabuena ―había dicho él, de pie a su lado―. Has durado casi seis resuellos. Tuyos, por supuesto. Vamos, levántate.
¿Que me levante? ―había protestado ella―. ¡Me has roto el brazo!
Pues arréglalo ―había dicho él sin mirarla siquiera.
¿Que lo arregle? ¿Que lo arregle? ¿Cómo demonios voy a...?
Sorin por fin le había explicado entonces que ella también había dejado de ser mortal. Que su cuerpo era una comodidad, una proyección de su voluntad.
Tendrías que habérmelo dicho desde el principio ―se había quejado ella, conteniendo sus lágrimas de ira.
Cierto ―había respondido él con aquella voz apática pero benevolente―. No lo contemplé.
Y ahora volvía a utilizar aquella voz, a tratarla con altanería. Sin embargo, la niña a la que había guiado había muerto tiempo atrás, sepultada en una tumba de piedra. Ahora solo quedaba una Planeswalker. Y a una Planeswalker no se la podía tratar con condescendencia.
―¿Una posibilidad? Pusiste en riesgo mi plano, o peor aún. ―No pudo disimular el dolor en su voz―. Me abandonaste.
Sorin hizo un gesto desdeñoso con sus pálidas manos.
―Solo tomé las precauciones adecuadas para defender mi plano. Considero que no...
Nahiri había tenido suficiente. Más que suficiente.
―Tú y yo teníamos un acuerdo ―le espetó.
Sorin no pudo negarlo. Hacía cinco mil años, Nahiri había accedido, a regañadientes, a atrapar a los Eldrazi en Zendikar, su propio mundo. Por su parte, los dos Planeswalkers que la ayudaron le habían ofrecido una forma de contactar con ellos si los Eldrazi amenazaban con liberarse.

Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a sus monstruosos prisioneros. Se había encerrado en la roca y había visto pasar las décadas y los siglos como si fueran nubes bajo el sol. Los Eldrazi habían puesto a prueba la resistencia de la prisión y habían liberado a sus abominables engendros en un mundo que su presencia había alterado de maneras que Nahiri no comprendía plenamente. Nahiri había despertado de su letargo autoimpuesto y había dado la alarma.
Pero ninguno había acudido. Ni el dragón Ugin, en quien nunca había confiado completamente y cuyas intenciones y orígenes eran enigmas para ella. Ni Sorin, su mentor; su amigo.
Había tenido que enfrentarse a la crisis ella sola y su mundo había pagado un gran precio, mucho mayor del que habría pagado si sus aliados hubieran respetado el acuerdo. No había comprobado todo el daño que los Eldrazi habían causado al mundo y a sus gentes antes de que reprimiera el resurgimiento. Pero lo había conseguido e inmediatamente después se había marchado en busca de Sorin, ya que temía por su existencia.
Y ahora acababa de descubrir que él había hecho algo peor que ignorar su petición de ayuda. La había bloqueado, en su intento de proteger su mundo de las influencias exteriores.
Le había dado la espalda.
―No menosprecies lo que sucedió ―dijo ella―. Estuve dispuesta a poner en peligro mi mundo para encerrar a los Eldrazi en él. Prometí encadenarme a Zendikar para ser su custodia. Pasé milenios vigilando a esos monstruos. ¿Tienes idea de lo que es eso? Tú solo tenías que venir cuando te necesitase.
El suelo empezó a temblar y el lecho de roca que había bajo sus pies vibró cada vez más fuerte, en sintonía con su ira. De toda la roca y el metal de los alrededores, solamente la plata del Helvault parecía estar más allá de su influencia.
―No te atrevas a decirme lo que debo hacer, joven ―replicó él―. No estoy obligado a nada. ¡No te debo nada! Te encontré cuando tu chispa de Planeswalker se encendió. Podría haber acabado contigo allí mismo, pero te perdoné la vida.
Se encaró con Nahiri, con los ojos anaranjados llenos de malicia y el rostro a escasos centímetros del suyo.
―Fui tu mentor y te convertí en lo que eres ―continuó―. Si te parece necesario incordiar a alguien, ve en busca de Ugin. A mí se me ha agotado la paciencia.
Se le había agotado la paciencia. La paciencia. La amargura se convirtió en furia en un segundo incandescente.
Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a los Eldrazi... Pero no solo por su plano, sino por todos los demás. Por Innistrad. Y por una vez, una vez en cinco mil años que había llamado a Sorin para que cumpliera una sencilla promesa (una promesa que había hecho por interés propio, solo porque así mantendría a salvo su propio mundo), él no había acudido. No había aparecido.
La paciencia de Nahiri también se había agotado durante su interminable custodia de los Eldrazi. Estaba harta: harta de esperar, harta de rogar y, sobre todo, harta de que él la tratara como a una niña. Si Sorin necesitaba una demostración de que ya no era su discípula, tendría que proporcionársela.
Nahiri convocó una columna de roca de las profundidades que pisaban, de granito antiguo y fuerte. La tierra se agitó y Sorin luchó por mantener el equilibrio. La columna de roca surgió del suelo y elevó a Nahiri sobre el paisaje.
―No pienso ir a ninguna parte.
Extrajo más rocas del suelo, las afiló hasta convertirlas en dardos e hizo que dieran vueltas alrededor de ambos.
Sorin desenvainó su espada.
―Nunca te he amenazado ―le dijo levantando la cabeza hacia ella―. Ni una sola vez. Si vamos a hacernos enemigos, joven, la culpa recaerá completamente sobre ti.
―No vuelvas a llamarme así ―replicó ella―. Fuésemos lo que fuésemos en el pasado, puedes ver que ahora estamos a la par.
Aquellos ojos anaranjados mostraron un momento de duda... ¿Y quizá un atisbo de miedo? ¿Había pensado por un segundo que ella podría tener razón y que su orgullo necesitaba un buen correctivo?
―Lo único que veo es un berrinche ―respondió él―. Si hubieses venido a hablar con un igual, tendrías que haber acordado una tregua, siguiendo los protocolos de parlamento entre Planeswalkers.
―He venido a hablar con un amigo ―dijo Nahiri.
―Entonces no veo motivos para quejarte ―comentó Sorin―. Los amigos dicen verdades dolorosas, ¿no es así?
Mucho tiempo atrás, una joven ignorante había considerado un amigo a aquella criatura despreciable. Cuando el último vestigio de aquel sentimentalismo de juventud se evaporó, Nahiri atacó.
Se abalanzó contra Sorin montada en un puño de roca. No tenía armas. No las necesitaba. El mismísimo suelo la obedecía.
Sorin desencadenó una explosión de magia de muerte que la alcanzó de pleno en el pecho y la derribó. La columna de piedra retrocedió súbitamente para permanecer bajo sus pies.
El vampiro saltó con fuerza y se propulsó directamente hacia ella mostrándole los colmillos; su espada resplandecía a la luz de aquella extraña luna acechante. Nahiri saltó de la columna y cayó en el suelo flexionando las piernas. Sorin giró en el aire, preparado para patear la columna de piedra y caer sobre su oponente... pero la roca lo devoró.
Nahiri se puso en pie y apretó los puños para aplastar a Sorin en la roca.
Una grieta se formó en la piedra, y luego muchas otras, todas resplandeciendo a causa de la magia del vampiro. La columna estalló con un rocío de luz y piedra cuando Sorin se liberó por la fuerza. Aterrizó en el suelo con elegancia.
Sin embargo, parecía dolorido.
―No quiero tu enemistad ―dijo Nahiri―. Lo único que he querido siempre era tu ayuda, Sorin. Hiciste una promesa. Ven conmigo.
―Ahora no ―respondió Sorin con una calma exasperante―. Dentro de un tiempo, tal vez. Este es un momento crítico para...
―¡¿Un momento crítico?! ―exclamó Nahiri―. Los Eldrazi estuvieron a punto de escapar. Piensas en términos de eones, pero los Eldrazi podrían estar sueltos ahora mismo. Todo nuestro esfuerzo no habrá servido de nada y tu propio plano estará en peligro. ¿Acaso no te importa?
Entonces se dio cuenta de algo. Encerrar a los Eldrazi había sido la labor de su vida, un esfuerzo constante que la había retenido en su plano durante casi toda su existencia. Sin embargo, para él había sido como un pestañeo: cuatro décadas de esfuerzo moderado, hacía cinco mil años, a cambio de milenios de tranquilidad. Y ahora, con sus nuevas contramedidas, tal vez Innistrad ni siquiera corriera peligro. Nahiri, Zendikar y cien millones de edros colocados cuidadosamente quizá hubieran cumplido su propósito, en la mente de Sorin Markov.
Nahiri rugió y desató contra él una tormenta de dardos de piedra, todos del tamaño de un antebrazo y afilados como agujas.
Sorin redujo a polvo algunos proyectiles antes de que se acercaran, repelió muchos más con un barrido de su espada y gruñó cuando tres de ellos atravesaron su cuerpo.
Sus ojos se encendieron con un brillo blanco, demasiado intenso, y Nahiri sintió sobre los hombros un gran peso que la hizo caer de rodillas. Había demasiada claridad...
Levantó la vista.
La luna. Había convocado un rayo de luz lunar, pesado como un peñasco pero completamente insustancial. Y entonces, bañada en aquella luz, respirando su olor, Nahiri entendió qué había de extraño en la luna de Innistrad.

La luna estaba hecha de plata. Como el Helvault.
Sorin arrancó uno a uno los dardos de piedra y las heridas se cerraron sin derramar sangre. Caminó hacia ella, pero sus pasos eran indecisos y su espada pendía. ¿Tan débil se había vuelto?
Aun así, su magia era poderosa. La luz lunar no solo inmovilizaba el cuerpo de Nahiri, sino que también anulaba su magia. Mientras el hechizo perdurara, ella sería incapaz de alterar nada fuera del haz de luz.
―Vuelve a casa, Nahiri ―dijo él con cansancio―. Pon fin a esta farsa y dejaré que...
Nahiri enterró las manos en el suelo y extendió su voluntad hacia abajo, hacia la propia tierra.
Se hundió en una matriz de roca y, por un momento, dejó atrás su ira, la maldita arrogancia de Sorin y aquel extraño e inflexible monolito de plata cuyo propósito aún no lograba comprender. Solo estaban ella y la roca, separadas de todo excepto del lento y constante latido del mundo, como había sido durante cinco mil años.
Podía marcharse del plano y regresar a Zendikar, al aislamiento. De hecho, no necesitaba la ayuda de Sorin. Ya no. Sin embargo, dejar asuntos sin resolver en Innistrad resultaría indeciblemente peligroso y podría provocar represalias. Si lo hiciera, se ganaría un enemigo. No se marcharía mientras aún hubiese una posibilidad de impedirlo.
Los pasos inquietos de Sorin reverberaban en la superficie, en dirección al Helvault.
Moldeó la roca bajo ella para formar otra columna, disolvió la piedra que se interponía entre ella y la superficie y emergió del suelo una vez más. Sorin había disipado el rayo de luz lunar y ahora apoyaba la espalda en el Helvault, buscando un mínimo de protección.
Nahiri se elevó en su columna de granito y observó desde arriba al vampiro mientras extraía una nube de rocas del suelo y las situaba alrededor de sí.
No quería matar a Sorin. En verdad no quería hacerle daño. Lo que quería era arreglar las cosas entre ellos, recuperar lo que habían perdido. Pero para que aquello ocurriera, tendría que ganarse su respeto. Y para conseguirlo, tendría que derrotarle.
Sorin se apoyaba en su espada. Si accedían a tratarse como iguales, parecería que Nahiri le estaría haciendo un favor a él.
Pero algo no iba bien. Sorin estaba demasiado débil, más de lo que recordaba de su juventud. Nahiri se percató de que el Helvault irradiaba la esencia del vampiro y se preguntó cuánta había imbuido en él.
Entonces descendió hacia él en su columna de piedra. Cuando pasó junto a una de las rocas flotantes, levantó una mano hacia ella. La piedra se calentó al instante, se fundió y los metales de su interior respondieron a su voluntad.
Extrajo una espada completamente forjada y siguió avanzando hasta tuvo a Sorin a sus pies, con la mirada puesta en el filo incandescente.
―Sorin, cumplirás tu promesa. Regresarás conmigo a Zendikar. Me ayudarás a comprobar las medidas de contención y a garantizar que los Eldrazi están presos. Solo entonces podrás escabullirte.
Sorin escupió.
Entonces, todo se iluminó de nuevo, más que a la luz de la luna, y una silueta descendió gritando desde los cielos. Nahiri entrevió unas alas y una lanza luminosa antes de que la figura se precipitara sobre ella y la arrojase del pedestal. Cayeron juntas y se estrellaron contra el suelo, donde abrieron un profundo surco en la tierra. La panoplia de rocas de Nahiri se vino abajo cuando perdió la concentración.
Finalmente, quedó tendida boca arriba y vio quién la había atacado.

Era un ángel de lo más imponente, de cabellos blancos, piel blanca y negra y ojos inexpresivos. Nahiri acababa de sufrir el ataque de un ángel.
Había conocido a otros en Zendikar. Eran seres distantes y, en cierto modo, temibles, pero eran guardianes, criaturas de la justicia y el bien. Y jamás había visto a uno lo bastante estúpido como para atacar a una Planeswalker.
Antes de que Nahiri pudiese hablar, e incluso asimilar lo que estaba ocurriendo, el ángel levantó su lanza. Las puntas brillaron como dos soles gemelos y la cegaron.
Volvió a hundirse en la roca y sintió las puntas de la lanza clavándose en la tierra donde se había ocultado.
Esta vez no se tomó un momento para reposar. Surgió del suelo entre un estallido de tierra, espada en mano, y cuando el ángel se protegió de la ráfaga de piedras, Nahiri atacó. Lanzó un tajo con su espada, que aún fulguraba con el calor de haberla forjado.
El ángel desvió el golpe justo a tiempo y Nahiri atacó otra vez, y otra, y otra, obligando a su oponente a retroceder. Sintió un ligero malestar por enfrentarse a un ángel, pero vio que no tenía por qué: el ángel la había atacado sin provocación. Además, ¿por qué lo había hecho? ¿Para proteger a Sorin? Apenas daba crédito a lo que ocurría.
El ángel levantó el vuelo... pero no retrocedió. Se impulsó hacia delante para situarse sobre ella y atacar de nuevo. Nahiri se elevó sobre otra columna de piedra y obligó al ángel a huir o a aterrizar de nuevo.
Su contrincante regresó a tierra, pero trató de resistir. Nahiri continuó su asalto. Su rival era poderosa, sin duda, pero no era una Planeswalker. Nahiri descargó un espadazo desde arriba...
Y su arma se estrelló contra el acero de Sorin, que se interpuso entre el ángel y ella.
―¡Basta! ―dijo jadeando―. Basta.
No le prestó atención y se fijó bien en el ángel de ojos azabache. Había algo familiar en ella, algo inquietante, pero Nahiri estaba bastante segura de que nunca la había visto antes.
―¿Qué has hecho, Sorin? ¿Cómo has sometido a un ángel? ¿Quién es?
―La otra mitad ―replicó él.
Su mano se movió como un relámpago y atrapó el arma de Nahiri. Su piel chisporroteó y se quemó, pero él parecía no sentirlo. Los dedos de Nahiri se entumecieron y su mente dio vueltas. Aún no lo comprendía. Sorin le puso la punta de su arma en el cuello, le arrebató la espada y la apartó con un pie.
El ángel aterrizó suavemente detrás de Sorin, pero este levantó una mano y ella se detuvo. ¡Un ángel acababa de obedecerle!
―Por si sirve de algo ―dijo Sorin―, jamás quise llegar a esto, joven.
Entonces levantó su espada, desprendió un rayo de luz sin brillo y la empujó.
Nahiri salió volando hacia atrás y se estampó contra la superficie de plata del Helvault. Ya no era dura y fría, sino blanda. Acogedora. Atrayente.

Unas hebras de plata se estrecharon alrededor de su cuerpo y tiraron de ella. El aire se llenó de remolinos de piedras y el suelo de roca se estremeció con su furia, pero el Helvault no se inmutó.
―¡Maldito seas! ―gritó Nahiri―. ¡Confiaba en ti!
Esta vez fue Sorin quien la miró desde arriba, con las alas del ángel extendidas detrás de él, y habló una última vez antes de que la plata fundida inundara las orejas de Nahiri. Sorin parecía casi triste. Casi.
―Nunca he solicitado tu confianza, joven. Solo tu obediencia.
Y entonces el Helvault la reclamó y Nahiri desapareció en una oscuridad vasta y absoluta.

Reposo
Interludio
En la oscuridad se sumió.
No había otras sensaciones: ni sonido, ni luz. Ni siquiera un soplo de viento, pues dentro de aquel lugar no había nada, ni siquiera aire. Nada excepto ella misma y la interminable sensación de un descenso eternamente inconcluso. No podía ver ni su mano delante de su cara; ni siquiera estaba segura de que tuviera un cuerpo dentro de aquel lugar.
Expandió sus sentidos, empujó y tiró usando sus poderes litománticos para tratar de entrar en contacto con el exterior argénteo del Helvault. Sin embargo, lo que la rodeaba no era plata: era la nada. Intentó abandonar el plano, pero incluso la Eternidad Invisible, el caótico no-lugar entre los mundos, estaba más allá de su alcance.
No era como la crisálida de piedra que había usado en Zendikar, la matriz de roca donde había dormido de manera irregular durante cinco milenios. En su crisálida, como sumida en un sueño, podía sentir todo Zendikar, entrar en contacto con cualquier parte del mundo o aparecer dondequiera que desease.
Esto era mucho, mucho peor: solo había oscuridad, descenso y el inconfundible aroma de Sorin Markov.
Sorin pagaría por aquella traición. Cuando escapara de aquella prisión, se lo haría pagar. Había considerado que eran aliados. ¡Amigos! Pero ahora veía lo que era en realidad: un monstruo, así de sencillo.
Un monstruo, pero no un insensato. Sabía lo que había en juego en Zendikar. No podía confiar tanto en sus defensas, en su Helvault y su ángel esclavizado, como para permitir que los Eldrazi escaparan. Cuando recuperara su fuerza y estuviera preparado para enfrentarse a ella, la liberaría. La emboscaría, la derrotaría y le permitiría volver a casa. No podía abandonarla allí. Era impensable.
Pero tuvo tiempo para pensar.
Tras pensarlo detenidamente, tomó una decisión.
―Ya basta ―dijo en voz baja.
No hubo respuesta, ningún sonido en absoluto. Sus palabras no hicieron eco, sino que se disiparon en las tinieblas infinitas.
―¡Ya basta! ―dijo en voz más alta―. Sea cual sea la lección que tratas de enseñarme, la he aprendido. Pon fin a esto y me marcharé de Innistrad; jamás regresaré. Está claro que ya no tenemos nada que decirnos.
No obtuvo respuesta. Pero no estaba dispuesta a disculparse, ni mucho menos a suplicar. No le daría esa satisfacción.
Pensó a menudo en Zendikar, en sus cumbres escarpadas y sus cielos abiertos. En el cáncer que devoraba su corazón, en los vampiros que pululaban en la superficie y construían estatuas de dioses más monstruosos de lo que creían. No tendría que haberse ido.
El aislamiento empezó a roer los bordes de su cordura. Incluso un Planeswalker, incluso alguien que había pasado milenios de letargo en la roca, no debería pasar por semejante soledad. Incluso un Planeswalker podía sufrir un deterioro mental... Y para un Planeswalker, que era una mente, las consecuencias podían ser terribles. Una vez había conocido a alguien a quien le había ocurrido. Y una vez había sido más que suficiente. Ella no se volvería loca.
Al principio se aferró a sus sentimientos de venganza, de aplastar a Sorin por lo que le había hecho y por lo que podría ocurrir en Zendikar. Sin embargo, no pudo imaginar muchas formas de matarlo; además, incluso entonces, la idea de acabar con él le causó más tristeza y hastío que la fría satisfacción de resarcirse. Su odio nunca mermó, sino que se cristalizó y se conservó intacto.
Sus recuerdos de Zendikar se convirtieron en su faro en la oscuridad.
Conocía su propio mundo hasta la médula y sus recuerdos de él eran perfectos. Pensó en un lugar, en las zanjas de Akoum que había recorrido con su pueblo antes de abandonar la vida mortal y hundirse en la roca. En su mente, construyó una reproducción de aquellas zanjas, trazando cada capa de basalto, cada fragmento de vidrio volcánico rojizo del regolito, cada grano y hueco del lecho de roca.

Pero no era Zendikar. Era Zendikar tal como ella lo recordaba: después de los Eldrazi, pero antes del letargo con el que había permitido que el mundo se descontrolara.
Expandió su imagen desde Akoum mientras el tiempo transcurría incontablemente. Recordó la consistencia de los depósitos sedimentarios, la temperatura y la viscosidad del magma que latía bajo la superficie. Construyó hacia abajo, a kilómetros de la superficie, todo lo profundo que se había atrevido a ir, hasta que trazó los bordes de la placa tectónica que portaba Akoum a sus hombros.
Conservó todo en su mente, dejando partes sin cambiar durante lo que parecían períodos de años, para luego encontrarlas exactamente como las había dejado. Su mente era suya y Zendikar era suyo; se negaba a perder ninguna de ambas cosas.
Era imposible decir cuánto tiempo había estado cayendo antes de que interrumpieran su ensueño. Ya no estaba sola en la oscuridad. Al principio estaban lejos; solo eran un rumor distante, o el susurro de unas alas de piel. La insonoridad de su cautiverio no había sido inmutable, solo el resultado de su vacío.
Poco a poco, con el paso de incontables años, el Helvault se pobló. Ahora comprendía su propósito. Sorin no toleraba amenazas en su querido Innistrad y había construido aquella cosa (aquel foso, aquella nada) para encerrarlas.
Amenazas como demonios y horrores. Y como ella. Cuando se dio cuenta de ello, pasó enfurecida un año o diez.
"La otra mitad", había dicho él. Dudaba que el propio Sorin hubiera encerrado personalmente a todos aquellos demonios. Entendió cuál era el propósito del ángel en todo aquello, aunque desconocía como podía haberla engañado o sobornado.
Finalmente había recreado todo Akoum en su imagen mental de Zendikar, desde las imponentes cumbres de los Dientes hasta las serenas aguas de Lagocristal. En comparación, el mar que rodeaba su continente evocado era un borrador, un garabato; no entendía completamente el comportamiento del agua, por lo que las olas que rompían contra los acantilados rojos de Akoum solo iban y venían. No se centró en ellas para no romper la ilusión.
Solo tuvo que recrear un pequeño lecho marino para empezar con Ondu. Estaba deseosa de llegar a las islas de la Corona, con Valakut como joya refulgente, pero se negó a hacer las cosas sin orden. Tenía todo el tiempo del mundo.

Los demás empezaron a chocar con Nahiri, a rozarla en la oscuridad interminable. Nunca los vio (aquello no había cambiado), pero los oía chillar justo antes de rozarla. Una garra por aquí, un ala por allá, un contacto momentáneo con un trozo de carne inhumana y desconocida. Y entonces volvían a desaparecer en la oscuridad.
Marcó el tiempo con aquellas distracciones, con aquellos choques breves y sin sentido con las cosas que se sumían en la nada. No sintió odio por ellos, ni siquiera cuando sus números crecieron y sus choques contra su pseudocuerpo se volvieron más frecuentes y dolorosos. No sentía aprecio por los demonios (había acabado con más de uno para impedir que se extendieran por su mundo), pero no los odiaba. No en aquel lugar.
Se compadecía de ellos. Al igual que ella misma, habían caído prisioneros de Sorin Markov y su secuaz angelical. Y a diferencia de Nahiri, ellos jamás tendrían la oportunidad de vengarse. Eran criaturas patéticas que aullaban y farfullaban, enloquecidas, aterradas o ambas cosas; eran mentes inferiores que se rompían bajo la perspectiva de pasar una eternidad en la oscuridad.
Nahiri estaba acostumbrada al aislamiento y era dueña de su mente. En aquellas tinieblas, eso era lo único que tenía: su cordura, su ira, sus recuerdos de Zendikar... y un tiempo indecible.
Terminó Ondu y se tomó un tiempo adicional para labrar la cima sagrada de Valakut. Dedicó años de meditación al cráter del volcán. Su Zendikar era su ancla, la cosa que le recordaba quién era y de dónde procedía. Tenía que evocarlo con esmero.

A veces regresaba a aquel cráter, en su mente, pero no podía conformarse con permanecer en aquel Zendikar. Tenía que terminarlo.
Murasa le llevó menos tiempo: era un gran bloque de piedra que surgía del mar. Los bosques del continente eran excepcionales, pero no le interesaban y no intentó recrearlos. En cambio, Bala Ged captó su atención durante mucho tiempo, mientras trazaba los contornos de la bahía de Bojuka y la compleja red de cavernas bajo la espesura de Guum.
Después pasó a Guul Draz, monótona en la capa superior, pero tan fascinante como Bala Ged bajo la superficie. Estaba a medio terminar los conductos subterráneos de lava que formaban las ciénagas geotérmicas del continente cuando por fin, después de incontables años, algo cambió.
Luz... Un breve destello, cegador en la oscuridad, rompió su concentración y, por unos instantes de pánico, eclipsó completamente su Zendikar. Y entonces hubo algo con ella, una presencia más sólida que la de aquellos demonios difusos y lastimeros. "¿Sorin?", pensó por un momento... Pero no, no era él. No... exactamente. Muy por debajo de Nahiri, dos soles gemelos se encendieron e iluminaron la nada; entonces oyó el leve rumor de unas plumas.
¿Era... el ángel? ¿En su propia prisión? Aquello sí que era interesante.
Las luces se acercaron y Nahiri pudo ver... Pudo ver, por primera vez en siglos. La lanza del ángel resplandeció y la recién llegada gruñó de agotamiento mientras blandía su arma en grandes arcos. Extendió sus alas inútilmente, tratando de batir contra nada en absoluto.
Los demonios asediaron al ángel, chillando y agitándose. Habían dejado a Nahiri en paz durante todos aquellos años; solo la habían rozado accidentalmente. Pero reconocieron a su carcelera. Supieron que era su única oportunidad de vengarse.
El ángel ascendió hacia Nahiri lenta, lentamente, en aquel vacío atemporal, hasta que llegó a su lado. La nube de demonios se había disipado cuando la guardiana de Sorin había conseguido el control. El ángel se fijó en Nahiri y sus ojos se cruzaron por un momento... Y entonces, Nahiri por fin lo comprendió. Sorin no había esclavizado al ángel. No la había engañado ni coaccionado. Aquel ángel apestaba a Sorin, al igual que el Helvault.
La había creado. Al igual que el Helvault.
El ángel reconoció a la que había sido su oponente mucho tiempo atrás. Sus ojos oscuros brillaron con furia. Una furia que Sorin le había infundido. La había creado a su imagen; la había retorcido desde el principio. La había llenado de odio. La había hecho suya. Nahiri se estremeció.
Otro ser que había sufrido el agravio de Sorin Markov, sin posibilidad de vengarse o rectificar su vida. Sin posibilidad de ser libre. Una muñeca de porcelana, creada para sustituir a la discípula que había perdido.
Nahiri no supo decir cuánto tiempo cayeron juntas, mirándose mutuamente a los ojos. Comunicarse parecía imposible, después de tanto tiempo.
Y entonces se hizo la luz, luz auténtica, y el vacío que las envolvía se resquebrajó y se hizo pedazos y por fin...
estaba...
fuera...

Ruinas
Hace un año
Nahiri se estrelló de manos y rodillas en una superficie dura; su caída interminable por fin había concluido. Sus ojos rechazaron la noción de la luz y sus oídos sufrieron el asalto de un estruendo cacofónico. Centró la vista y la luz cegadora remitió formando siluetas. El tumulto se separó en distintas voces. El suelo reveló ser una pequeña y cuidada calle adoquinada. Levantó la cabeza. Había gente gritando y corriendo por todas partes, un incendio descontrolado, cadáveres... ¿Cadáveres? Sí, cadáveres tambaleándose. Por encima de todo ello, el maldito ángel de Sorin, que ascendió hacia el cielo envuelta en un haz de luz blanca.
Y por todas partes, una lluvia de fragmentos de plata.

Sus manos le resultaron extrañas. Tocar... le pareció extraño. Miró las palmas de sus manos. Estaban ensangrentadas. Ensangrentadas. Deseó que las heridas se cerraran, pero no ocurrió nada. Su cuerpo ya no era una extensión de su ego. Una vez más, como había sido antaño, era solo... un cuerpo. Carne y hueso. Podía sentir la sangre que corría por sus venas, los fuertes resuellos que introducían aire en unos pulmones que no lo habían necesitado durante milenios. Se sintió horriblemente mareada.
Tenía que irse antes de que él la encontrara. Si es que podía irse; si es que aún era una Planeswalker.
Empujó con indecisión los muros del mundo y trató de moverse en aquella dirección sobrenatural que solo percibían los Planeswalkers. Sintió el contacto con los muros del mundo: aún era una Planeswalker. Sin embargo, cuando los empujó, los muros ofrecieron mucha más resistencia de la que recordaba. Antes parecían pompas de jabón; ahora eran una barrera que requeriría voluntad y tiempo para atravesarla. ¿Tan débil estaba?
No era eso. No. Empujó como siempre había hecho. El problema no era su fuerza. En realidad, los muros eran más altos y gruesos. La Eternidad Invisible estaba menos conectada a aquel mundo que cuando ella había llegado. La forma del Multiverso había cambiado durante su caída. Podía sentirlo.
Aún era una Planeswalker. Significara lo que significase ahora.
Con gran esfuerzo, se arrojó a la Eternidad Invisible y esta la arrancó de allí y la zarandeó, como había hecho siempre. Por muy desorientada que estuviera, solo había un plano al que podría llegar; el único al que él esperaría que huyese, si decidía perseguirla. Pero no tenía otro remedio.
Sus pies tocaron la tierra rocosa de Zendikar y, por primera vez desde el inicio de su cautiverio, se encontraba en suelo firme. En Zendikar, el auténtico Zendikar. Su hogar. No se encontraba lejos del último lugar en el que había estado tiempo atrás. Estaba en el corazón de Akoum, cerca de lo que debería haber sido el Ojo de Ugin.
Sin embargo, el Ojo se había derrumbado; estaba en ruinas. Había pilas de escombros a sus pies, mientras que los edros y los fragmentos de roca volcánica vagaban por el aire. La cuidada estructura, la meticulosa red de edros y la mismísima cámara del Ojo se habían... desmoronado.
"No. No".
Los tres titanes eldrazi habían huido mientras la protectora de Zendikar languidecía en la prisión de Sorin Markov. Todo lo que había construido allí, todo aquello para lo que se había esforzado... había quedado en ruinas durante su largo cautiverio.
Nahiri apretó los puños, aún ensangrentados. ¿Dónde? ¿Dónde estaban? Los Eldrazi tal vez hubieran abandonado Zendikar. Cabía la posibilidad de que su mundo por fin se hubiera librado de ellos.
Extendió su conciencia a través de la roca de los alrededores hasta que sintió un temblor familiar, apenas una ligera vibración: los pasos ligeros y ágiles de otros kor. Subió a una cresta para llegar hasta ellos, pidiendo a la piedra que la ayudara a ascender para no lastimarse aún más las manos. Las heridas se negaban a cerrarse.

Una centinela lanzó un grito y Nahiri hizo lo mismo; su voz sonaba ronca, desconocida. Usó un grito de respuesta, una señal sin palabras que tan solo significaba "soy kor".
En cuestión de segundos, diez kor de aspecto agotado la rodearon.
―Estás herida ―dijo una de ellos, una mujer alta con una extraña herida arrugada en el hombro. Su entonación era distinta, un poco extraña, pero hablaban el mismo idioma. Entonces levantó las manos y estas brillaron con magia sanadora. Nahiri bajó la cabeza y la mujer le tocó las manos. Las heridas causadas en otro mundo por los adoquines y los fragmentos lunares empezaron a cerrarse.
»Me llamo Tenri ―dijo la sanadora mientras trabajaba.
Nahiri no respondió y trató de parecer absorta en el proceso curativo. No sabía cuánto recordaban de ella los kor. O, específicamente, de la siniestra Nahiri la Profeta, cuya estatua había visto antes de su cautiverio en el Helvault.
―¿Estás sola? ―dijo un explorador cargado de armas y cuerdas―. ¿No tienes herramientas?
―Es una larga historia ―respondió Nahiri―. Soy... una ermitaña, supongo. He estado recluida durante mucho tiempo y veo que las cosas han cambiado. ¿Qué le ha ocurrido al mundo?
Todo el grupo se quedó boquiabierto.
―Los Eldrazi lo devastan todo ―dijo el explorador―. ¿Dónde has estado? ¿Cómo es posible que no hayas oído hablar de ellos?
―Tranquilo, Erem ―dijo la mujer alta, Tenri―. No tiene herramientas porque es una artesana de la piedra. Probablemente estaba perfeccionando sus habilidades en solitario.
―Podría decirse ―contestó Nahiri. Tiró de la cinta roja que la distinguía como maestra de la fragua de piedra y se maravilló al ver que las tradiciones de su pueblo habían sobrevivido a tantos desastres sin su tutela.
―Hace un año, tres monstruos enormes surgieron de los Dientes de Akoum ―explicó Tenri―. Al parecer, llevaban mucho tiempo durmiendo bajo la superficie. Sus engendros se esparcieron por todas partes, pero esos tres, los titanes, eran mucho peores. Allá donde iban... no quedaba nada.
―Hay quienes creen que son la encarnación de Kamsa, Talib y Mangeni ―comentó Erem.
Muchos de los kor escupieron al suelo. Nahiri solo reconoció el nombre de Talib. Lo había visto esculpido bajo una estatua de sí misma, donde decían que era su profeta. Durante su larga ausencia y su aún mayor letargo en Zendikar, muchas historias medio recordadas sobre los Eldrazi se habían convertido en leyenda; historias que, en muchos casos, ella había sido la primera en contar. Los monstruos que acechaban en el interior de Zendikar se habían convertido en sus dioses.
Nahiri también escupió.
―No queda nada... ―recordó―. ¿Dónde? ¿Dónde han estado? ¿Qué hemos perdido?
―Bala Ged ―respondió Erem.
Nahiri esperó a que continuara, a que especificase qué partes de Bala Ged habían perdido. Pero Erem no dijo nada.
Bala Ged. Un continente entero...
―Tengo que verlo con mis propios ojos ―dijo Nahiri.
Erem bufó. Bala Ged estaba muy lejos de allí. Tenri asintió.
―Puedo equiparos antes de irme ―ofreció Nahiri―. Es lo mínimo que puedo hacer.
Erem negó con la cabeza.
―No estamos escasos de equipo. No cuando quedamos tan pocos para usarlo.
―Que los dioses sean contigo ―dijo Tenri―. Los dioses en los que puedas creer hoy en día.
Nahiri estrechó el hombro de la mujer.
―Gracias por vuestra ayuda. Siento no haber podido hacer más.
Se hundió en la roca y dejó atrás a los kor, tan desconocidos para ella como lo había sido Sorin.
Percibió la gravedad de los daños. Las profundidades del mundo estaban repletas de nuevos túneles cubiertos de una sustancia extraña que confundía sus sentidos. Mirara donde mirase, encontraba devastación. Había rastros de los Eldrazi por todas partes, paisajes erosionados de maneras que no lograba comprender. Y muy lejos, al otro lado del mundo, en Bala Ged...
Se concentró (ahora tenía que concentrarse) y se desplazó por el mundo, en busca del origen del mal. Se sintió mareada, enferma. Necesitaba esperar, descansar y recuperar fuerzas.
Pero se había hartado de esperar. Tenía que ver lo que había ocurrido. Emergió en Bala Ged, en lo que debería haber sido una frondosa jungla. Sin embargo, lo que se extendía ante ella era un yermo aparentemente infinito de polvo blanquecino, más desolado que cualquier desierto, como la superficie de una luna.

No había nada semejante en el Zendikar que conservaba en su cabeza, en el modelo mental que había construido minuciosamente durante sus años de cautiverio. En su Zendikar, Bala Ged era vigoroso y salvaje. En aquel Zendikar, había muerto. Allí no vivía nada. Incluso la roca era silenciosa.
El suelo tembló bajo sus pies, pero no pudo percibir el origen de la vibración. El polvo se agitó.
Nahiri se dio la vuelta. Y allí, en el horizonte, inmenso y horrible, vio a un ser con el que se había cruzado en dos ocasiones: la primera, en un mundo aniquilado por los Eldrazi; la segunda, cuando lo encerró junto a sus congéneres en Zendikar. El Devorador. El que Ugin llamaba Ulamog.

Nahiri cayó de rodillas y apoyó las manos en aquel polvo sin vida.
Si aquello estaba suelto en su mundo...
Si lo que había ocurrido allí podía repetirse en cualquier parte...
Si no tenía preparativos, ni un pequeño fragmento de su antiguo poder, ni una red de edros que había resistido durante siglos...
Su Zendikar iba a morir. No tenía forma de salvarlo. Era como intentar detener el sol en el cielo. Cerró los ojos y vio su Zendikar, el Zendikar de antaño. El mundo que Sorin Markov había destruido porque ella lo había permitido. Unas cálidas lágrimas de furia corrieron por su rostro y cayeron con un siseo en aquel horrible polvo.
―Innistrad sangrará tal y como lo hizo Zendikar.
Abrió los ojos y se miró las manos, unas manos que habían moldeado la roca y encerrado a tres titanes. Estaban cubiertas de polvo ceniciento.
―Sorin llorará tal y como lo hice yo.
Levantó la vista hacia el ser del horizonte y lo observó recorrer el paisaje como si fuera una catástrofe natural.
―Lo juro sobre las cenizas de mi mundo.
Nahiri se puso en pie.
Tenía mucho trabajo por delante.