Sombras Innistrad: La Inquisición Lunarca
Thalia, la guardiana de Thraben, fue una de las figuras clave en
la defensa de Thraben ante la invasión de zombies de los hermanos
nigromantes Gisa y Geralf. Durante la hora más oscura de la ciudad,
Thalia se enfrentó a Liliana Vess al pie del Helvault, en el corazón de
la Catedral de Thraben. Cuando la Planeswalker amenazó con arrebatar la
vida a todos sus soldados, Thalia cedió a la terrible exigencia de la
invasora: destruir el Helvault y liberar a todos los demonios que
contenía... y al arcángel Avacyn.
Mikaeus, el Lunarca de la Iglesia de Avacyn, murió durante el
asedio de Thraben, mientras que su sucesor fue asesinado días después de
que Avacyn sucumbiera a la locura. Ahora se ha establecido un nuevo
Concilio
Lunarca, formado por obispos de la Iglesia y algunos oficiales
cátaros en calidad de asesores. Otro de los grandes líderes durante la
defensa de Thraben, el cátaro Odric, ha demostrado una iniciativa
tremenda organizando al Concilio
Lunarca para lidiar con la locura de
Avacyn. Odric se ha ganado un puesto como representante de los cátaros,
aunque carece de voto en los asuntos de gobierno.
Sin embargo, a medida que la locura de los ángeles se propaga por
el Concilio Lunarca, los dos líderes cátaros se ven inmersos en un
conflicto entre su lealtad hacia la Iglesia de Avacyn y su devoción por
todo lo que representa la Iglesia.
La cabalgada desde el Distrito Elgaud de Nephalia hasta la Catedral de Thraben había llevado días, siempre bajo el aire gélido de la luna del cazador. Thalia tenía los dedos entumecidos, pero sus mejillas notaban el calor de las antorchas y la sangre aún le hervía. Dejó su montura a cargo del mozo de cuadra, lanzó una mirada recelosa al ángel que volaba en círculos como un cuervo carroñero y entró hecha una furia en el vestíbulo.
Por costumbre, trazó el collar de Avacyn en su pecho al cruzar las puertas del santuario: desde el hombro hasta el corazón, desde el hombro hasta el corazón. Sin embargo, sintió ardor en los ojos al pensar que aquel símbolo sagrado había presidido las atrocidades ocurridas en Elgaud.
Todavía era la guardiana de Thraben, aunque ahora apenas pasase tiempo en la Ciudad Alta, de modo que ningún cátaro le bloqueó el paso ni preguntó qué asuntos la traían a la capital. Subió raudamente la escalinata, cruzó un pasillo y entró con ímpetu en la sala que el Concilio había asignado como despacho al mariscal lunarca. No estaba allí, por supuesto.
Thalia se quitó la capa de montar encogiéndose de hombros, la arrojó sobre una silla y se asomó al pasillo―. Tú ―llamó a un cátaro que montaba guardia―, ve a buscarlo.
Juntó las manos enguantadas y las frotó con fuerza para tratar de encender una chispa de calor en sus dedos ateridos mientras caminaba de un lado a otro por el pequeño despacho.
Cuando había dado la espalda a la puerta, el umbral estaba vacío; tres vueltas a la sala después, al volverse hacia la entrada, allí estaba él. Se detuvo en seco.
―¡Thalia! ―la saludó Odric afectuosamente, levantando los brazos para abrazarla.
Parecía más viejo. Su pelo era cano desde hacía años, desde luego, salvo por un mechón negro azabache que nacía en la frente. En cambio, su rostro siempre había parecido joven, pero ahora presentaba arrugas de preocupación.
―Me alegro de verte, viejo amigo ―dijo ella acercándose con una sonrisa. Sin embargo, en vez de abrazarlo, le propinó un puñetazo en el peto con incrustaciones de plata. La sonrisa de Thalia se desvaneció―. ¿Sabes lo que está ocurriendo?
―Sé que pasamos por tiempos difíciles ―respondió él con un suspiro y dejando caer los brazos.
―Niños ―continuó ella―. Ahora quemamos niños. "Plagados por el pecado", y una...
―¿En Elgaud? ―la interrumpió él.
―Sí. Esto tiene que acabarse, Odric. Ulmach está completamente fuera de control.
―Es el Primer Inquisidor, Thalia. Representa el control en la iglesia de Nephalia.
―No ―replicó ella golpeándolo de nuevo en el peto―, el Concilio Lunarca comanda la iglesia, ¿no es así? Tu Concilio.
―No es mi Concilio ―dijo él pasando de lado junto a Thalia y entrando por fin en su despacho―, pero la Inquisición opera bajo su égida, sí.
―Esto tiene que acabarse ―insistió ella.
―Pero ¿tú has oído lo que acabas de decir? ¿Crees que los ángeles están furiosos porque toleramos el pecado entre los nuestros? Odric, los ángeles deberían protegernos, no reducir a cenizas nuestras aldeas. ¡Y nosotros deberíamos proteger a nuestros niños, no quemarlos en la hoguera! ¿De verdad crees que esto es lo que Avacyn quiere de nosotros?
―Avacyn es quien dirige esta purga, y lo sabes. Si los pecados humanos la enfurecen, debemos erradicarlos o sufrir su castigo. Avacyn nos ha dado ejemplo. Si ella ha endurecido su corazón contra las súplicas de los malvados, tenemos que hacer lo mismo.
―¿Los malvados? ¿Qué pecado crees que escondían aquellos niños?
―¿Cuestionas el juicio de la Inquisición?
―¡Por supuesto que lo hago! ¿Cómo pueden mirar a los ojos de un niño, en su interior, y encontrar el mal en él? ¿Un mal que merezca una muerte tan horrible?
―Si los inquisidores están ejecutando niños...
―Lo han hecho. He sido testigo de ello.
―Si lo han hecho, tendrían buenos motivos. La Bendita Avacyn otorga poder a sus fieles para arrancar el mal de raíz, castigarlo y proteger de él a los inocentes.
―¡Sus fieles están abusando de ese poder!
―¿Y qué quieres que haga al respecto?
―Habla con el Concilio. ―Estrechó una de las manos de Odric. Aunque ambos llevaban guantes, sintió el calor de él en sus falanges heladas―. Haz que entren en razón.
―Sabes que no tengo voto en sus asuntos.
―Pero tienes voz. Representas a los cátaros: no pueden ignorarte.
―Estoy sometido a su voluntad ―dijo él dándole la espalda―. A la voluntad de Avacyn.
―Sabes que no tienen por qué ser la misma cosa.
Odric bajó la cabeza, pero no respondió.
De repente, el cansancio venció a Thalia, que se dejó caer en la silla donde había arrojado su capa.
―¿Crees que hice lo correcto, Odric? ―le preguntó.
―Liberaste a Avacyn ―respondió él volviéndose con una sonrisa. Habían tenido aquella conversación otras veces, pero Odric sabía que ella necesitaba su apoyo de cuando en cuando―. Y salvaste a tus soldados de aquella nigromante.
―Cierto, pero también liberé un sinfín de demonios. Algunos de ellos han conseguido evadir a los ángeles.
―Se han ocultado.
―Pero volverán. Todos. No pueden ser destruidos... Por eso existía el Helvault. Y yo permití que ella lo destruyese.
―¿Y si eso también fue un error? ―aventuró Thalia. Odric arrugó el entrecejo lentamente, pero ella insistió―. ¿Y si el cautiverio en el Helvault la corrompió? ¿Qué ocurriría si ahora no es distinta de un demonio?
―No deberías decir esas cosas delante de mí ―advirtió él con seriedad. Tenía razón, por supuesto... Thalia nunca se había atrevido a expresar sus dudas delante de nadie―. Soy miembro del Concilio Lunarca...
―Eres un hombre bondadoso.
―Y sirvo a Avacyn y su Iglesia. Al igual que tú, guardiana de Thraben; por si lo habías olvidado.
―Yo sirvo a los principios que representa Avacyn ―declaró Thalia levantándose de un salto―. Los que representaba. Sirvo a la luz tenue de la luna que nos protege de los terrores de la noche. Sirvo a los vínculos entre nosotros, que ahuyentan el miedo que nos quebranta. Sirvo a la santidad a la que todos aspiramos. Si Avacyn ha dado la espalda a esos ideales, no es mejor que un demonio, y yo me negaré a seguir sirviéndola ni a ella ni a su Iglesia.
―No permitiré que compares a la Bendita Avacyn con los demonios a los que ha combatido desde hace incontables siglos ―dijo Odric frente a frente, con el semblante rojo de ira―. Eres mi amiga y por eso te voy a urgir a que abandones Thraben, y que nadie más oiga salir esas blasfemias de tus labios. ¿Grete?
Un rostro pelirrojo apareció de perfil en la entrada. Thalia se quedó atónita; no había pensado que la campeona de Odric pudiera estar al otro lado de la puerta. ¿Habría escuchado toda la conversación?
―¿Señor? ―preguntó Grete.
―Acompaña a Thalia a la muralla de la ciudad, por favor ―ordenó él dándole la espalda a Thalia.
―Sí, señor.
―Odric... ―dijo Thalia apoyando una mano en la espalda del cátaro.
―Adiós, Thalia.
La guardiana de Thraben tragó saliva. Ninguna otra palabra acudió a su mente.
Grete sostenía las riendas del caballo mientras Thalia montaba, evitando mirarla desde que habían salido del despacho de Odric. Sin embargo, cuando entregó las riendas, Grete por fin levantó la vista.
―¿Qué vais a hacer? ―preguntó en voz baja.
―Luchar ―contestó Thalia―. He jurado defender a las gentes de esta tierra de los monstruos que pretenden acabar con ellas. Eso seguiré haciendo. Si los cátaros y los inquisidores se han convertido en monstruos, defenderé al pueblo contra ellos. Y si los mismísimos ángeles se han convertido en monstruos...
―¿Estáis dispuesta a luchar contra ellos? ―preguntó Grete, completamente perpleja.
―Si he de hacerlo, sí.
―¿Cómo podéis estar tan segura de que tenéis razón?
―Si me equivoco ―dijo en cambio―, prefiero ser una hereje que traicionar a mi conciencia.
Grete soltó las riendas y desvió la mirada mientras se alejaba un paso del caballo.
―Podrías venir conmigo ―ofreció Thalia.
―No ―pareció decir tanto para Thalia como para sí misma―, pero espero... Os deseo lo mejor, Thalia.
―Gracias.
Varias semanas después, Odric aún oía la voz de Thalia cuando un cátaro demasiado entusiasta informaba al Concilio Lunarca sobre los resultados más recientes de la Inquisición en Elgaud. Cada vez que el joven arrastraba las palabras "plagados por el pecado", escuchaba la voz de Thalia al filo de caer en la vulgaridad, y cada vez que se hacía mención del Primer Inquisidor, recordaba una advertencia: "Ulmach está completamente fuera de control". Le resultó demasiado duro escuchar los detalles de los interrogatorios, las torturas y las ejecuciones, de modo que decidió estudiar los rostros de los obispos.
Algunos de ellos estaban visiblemente incómodos, igual que él. Sin embargo, otros se inclinaban hacia delante, con ojos desorbitados y sonrisas ansiosas que asomaban en la comisura de sus labios, hambrientos por escuchar más detalles escabrosos. "¿Tendría razón Thalia?", se preguntó. "¿Nos hemos convertido en monstruos?".
―Thalia, ¿qué haces aquí? ―rompió Odric el silencio de asombro.
―Las reuniones del Concilio Lunarca no han de ser interrumpidas ―intervino el obispo Jerren levantándose y cruzando los brazos.
―Soy la guardiana de Thraben y reclamo mi derecho a hablar ante el Concilio ―replicó Thalia.
―Ya no ostentas ese título, Thalia ―dijo Odric amablemente. Vio a Jerren sonreír―. El Concilio te ha despojado de él.
Thalia lo miró a la cara; no parecía sorprendida. La furia de sus ojos se transformó en desprecio, como si él fuera una serpiente que se retorcía a sus pies. Había traicionado la confianza de su amiga e informado al Concilio sobre su herejía. Se le revolvió el estómago.
―Cierto, pero también somos benévolos ―dijo Jerren con sonrisa afectada―. ¿Qué asunto os trae ante el Concilio?
―He venido a acusarte, obispo ―contestó Thalia volviendo su mirada fulminante hacia Jerren.
Odric se calmó en su asiento, pero tenía un nudo en la garganta.
―Tengo pruebas de que estás confabulado con el demonio Ormendahl, conocido como el príncipe profano ―continuó Thalia―, y de que eres el actual líder de los Skirsdag.
Jerren se echó a reír. A reír. Otros obispos comenzaron a gritar protestas, pero el líder nominal del Concilio tan solo se rio al oír que lo acusaban de ser la cabeza de un culto demoníaco.
―¡Muéstranos esas pruebas! ―clamó alguien, y el griterío se calmó.
Esta vez fue Thalia quien sonrió. Le habían dado permiso para exponer sus argumentos, que era todo lo que podía pedir. Barrió con la vista a todos los presentes para dirigirse a ellos, pero sin cruzar la mirada con Odric―. Hace tres días dirigí a un pequeño grupo de cátaros al bosque de la parroquia de Wittal, cerca de las ruinas de Estwald. Buscábamos la guarida de una bruja infame que había lanzado maldiciones sobre numerosas aldeas de la parroquia. Finalmente, encontramos huellas de cascos de caballo en la tierra.
Odric miró a Jerren. El acusado había vuelto a sentarse y tenía los dedos entrelazados delante de la boca, sin llegar a ocultar la ligera sonrisa que torcía su boca.
―El rastro nos condujo a la cueva donde moraba la bruja. Un caballo pastaba en la hierba ennegrecida; su silla de montar tenía los colores distintivos del Concilio. Corrimos al interior y hallamos a la bruja extirpando el corazón del cadáver de un mensajero, como si se dispusiera a devorarlo crudo.
Algunos obispos pusieron cara de repulsión y apartaron la vista de Thalia, pero Odric vio que los demás la observaban con las mismas expresiones de entusiasmo que habían puesto al escuchar el relato del inquisidor.
―Intentamos capturar a la bruja, mas luchó como una furia, utilizando poderes demoníacos. No tuvimos más alternativa que matarla.
―Negando así la posibilidad de que diera testimonio. Qué conveniente ―comentó alguien.
―El mensajero asesinado procedía de la catedral y portaba esta carta ―continuó Thalia, ignorando la interrupción. Sacó una hoja de pergamino de un bolsillo en su capa. Unas manchas y salpicaduras oscuras, seguramente de sangre, emborronaban el papel―. Léanlo ustedes mismos y juzguen la veracidad de mi acusación. ¡La carta tiene el sello y la firma del mismísimo obispo Jerren y en ella se dan instrucciones a la mencionada bruja en nombre del príncipe profano!
Odric sintió un hormigueo en los pies y las manos y el pulso se le aceleró. Thalia había urdido un relato incriminatorio. ¿Podría ser cierto?
Thalia se acercó a un extremo de la mesa conciliar y ofreció el pergamino a Quilion, uno de los obispos menores. Quilion lanzó una mirada temerosa a Jerren y rechazó la carta. Thalia resopló y se la ofreció al siguiente. Tres obispos la rechazaron y se hizo un silencio pétreo en la sala, hasta que la obispo Carlin la aceptó con mano temblorosa. Su rostro palideció al leer la hoja.
―¿Qué puedes alegar al respecto, Jerren? ―preguntó Carlin tras unos instantes.
―Está claro que se trata de una falsificación ―intervino Quilion, a pesar de que no había examinado el documento.
―Toda esa historia es imposible ―secundó otro obispo.
Odric no daba crédito a lo que veía. Sabía que Thalia jamás falsificaría pruebas, por mucho que se opusiera al Concilio. Cuando contempló la posibilidad de que ella estuviera en lo cierto, tuvo que admitir que Jerren no era el más santo de los hombres. Pero ¿el líder de los Skirsdag? ¿Presidiendo el Concilio Lunarca?
―Por supuesto que es imposible ―dijo Jerren.
―A mi parecer, en esta sala solo hay una hereje ―añadió Quilion. Lanzó una mirada a Jerren, como si buscase la aprobación de su superior.
Odric observó perplejo cómo se reanudaba el griterío, pero esta vez para exigir la ejecución de Thalia. La cara de la acusada era desalentadora y cada vez se volvía más pálida, a medida que Jerren ganaba apoyo. Seguramente había previsto enfrentarse a cierta oposición, pero puede que no a tanta. La influencia de Jerren en el Concilio debía de ser mayor de lo que ella esperaba. Thalia llevó una mano a la empuñadura de su espada.
Sin embargo, varios cátaros la apresaron antes de que pudiera desenvainar y miraron a Jerren, aguardando instrucciones. La condenó con un mero gesto de la mano y los cátaros empezaron a llevársela a rastras.
―¡Odric! ―gritó Thalia en medio del clamor de los obispos―. ¡Yo sirvo a la luz!
"A la luz tenue de la luna que nos protege de los terrores de la noche", había dicho. "Sirvo a los vínculos entre nosotros, que ahuyentan el miedo que nos quebranta".
Y así estaba el Concilio Lunarca: dominado por el miedo y volviéndose en contra de una de sus seguidores más devotos.
Las puertas se cerraron de golpe a espaldas de Thalia y, con una sonrisa afectada, Jerren pidió al joven cátaro que reanudara su testimonio de los últimos horrores perpetrados en Elgaud en nombre del Concilio Lunarca.
Odric bajó con premura al sótano de la catedral, donde esperaba encontrar a Thalia antes de que la ejecutaran. Aún no podían haberla ahorcado en el patíbulo, no sin antes organizar las ceremonias adecuadas para la ejecución de una hereje tan prominente.
―Debo hablar con la prisionera ―dijo a la vigilante de las celdas. La joven saludó y se apartó para cederle el paso.
»Guarda silencio ―susurró Odric a la ventanilla de la puerta―. Nos vamos de aquí, juntos.
―¿Qué...?
―He dicho que guardes silencio. ―Se volvió hacia la carcelera―. Guardia, abra esta celda.
La soldado se quedó perpleja, pero echó mano torpemente de las llaves que llevaba al cinto. Odric asintió con aprobación. "Al menos algunos de nosotros aún conocen su deber", pensó.
La puerta de la celda se abrió con un chirrido y ayudó a Thalia a levantarse del suelo cubierto de inmundicia. Se fijó en un cardenal reciente que apenas comenzaba a formarse en un pómulo. ¿Había tratado de huir? ¿O acaso sus captores también habían caído en la crueldad que parecía haberse convertido en la norma incluso en la catedral de Avacyn?
Subieron juntos las escaleras. Grete los aguardaba arriba, con la espada ropera de Thalia.
―¿Los caballos? ―le preguntó Odric mientras Thalia se abrochaba el arma al cinturón.
―Deberían estar listos para cuando lleguemos a los establos ―confirmó Grete.
―¿Adónde nos dirigimos? ―preguntó Thalia.
―Adonde tú nos guíes ―respondió Odric―. Has dicho que había otros cátaros contigo en la parroquia de Wittal. ¿Siguen allí?
―Sí.
―Entonces, iremos en su busca.
―De acuerdo. Tengo muchas cosas que explicarte.
La salida de los establos estaba cerca; dentro de poco se librarían de la influencia del Concilio Lunarca, de Jerren y de la corrupción que supuraba allí. Pero entonces, cinco cátaros les bloquearon el paso.
―No deis un paso más, mariscal ―dijo el líder del pelotón. Odric se acordaba de él: Dougan, un muchacho al que había formado años atrás―. Órdenes del obispo Jerren ―añadió con tono casi de disculpa.
―Haceos a un lado y dejadnos pasar ―ordenó Odric sin detenerse. Grete y Thalia se acercaron un poco más a él.
―No puedo hacerlo, señor. ―El pesar en su voz había desaparecido, reemplazado por el acero―. El obispo preveía esta traición y ha ordenado que os llevemos a los tres ante el Concilio.
Otros cátaros se acercaron por la espalda: tres más, según el sonido de sus pasos. Ocho contra tres, si no quedara más remedio que batirse.
Odric se encaró con Dougan. Thalia y Grete se enfrentaron a los cátaros que lo flanqueaban.
―Dougan, déjanos pasar ―repitió Odric.
―No.
Odric avanzó un paso, pero el sonido del acero a sus espaldas lo cambió todo.
Ocho contra tres podría haber sido un problema si los tres en cuestión no estuvieran entre los mejores soldados de la Iglesia de Avacyn. La acometida inicial de Odric acabó con la espada de Dougan repiqueteando en el suelo. Mientras su antiguo discípulo se apartaba de un salto para recuperar su arma, Odric giró sobre sí y desvió una estocada por la espalda: era Marta, otra joven a la que había enseñado. El contraataque del maestro le hizo sangre en el hombro izquierdo (siempre lo desprotegía en los entrenamientos) y la cátara retrocedió trastabillando.
Dougan cargó contra él con la espada en alto. Odric se sintió decepcionado: aquellas no eran las formas que le había enseñado. Se agachó para esquivar el torpe tajo y lanzó una estocada al vientre de Dougan, conteniendo el brazo para no ensartar al muchacho. Casi se había olvidado de que no era un entrenamiento con espadas de madera.
Dougan también parecía haberlo olvidado, puesto que abrió los ojos de par en par y su arma se deslizó entre sus dedos mientras se llevaba una mano a la mancha roja que florecía bajo sus costillas.
El siguiente adversario fue Haral, un veterano que había combatido junto a él frente a las hordas de zombies. Poseía muchos más años de experiencia que Dougan y, si hubiera tenido una voluntad más fuerte, habría sido el líder del pelotón. Siempre le había faltado aquella voluntad, aquella motivación. Las lágrimas corrían por su rostro mientras bloqueaba el paso a Odric.
El mariscal lo golpeó en el yelmo y el cátaro se tambaleó, pero se mantuvo en pie y aferró su acero con más firmeza.
―Tendrás que matarme, apóstata ―gruñó.
Odric avanzó y desató una tempestad de acero que obligó a Haral a retroceder. El veterano no fue capaz de lanzar un contraataque efectivo: carecía de voluntad para hacerlo. Cuando se presentó la oportunidad inevitable, Odric la aprovechó sin pensar y rajó a su oponente en el cuello.
Las puertas de la catedral estaban a la vista. Odric volvió la vista atrás, hacia los ocho leales cátaros que sangraban o morían en el suelo lustroso. Ocho cátaros sagrados de la Iglesia de la Bendita Avacyn―. Que los ángeles de la Legión Alabastro os guíen... ―Las palabras se le atragantaron. ¿Qué diablos les importaban ahora los espíritus humanos a los ángeles?
―... al Descanso Bendito ―concluyó Thalia, a su lado. Alzó una mano y trazó el collar de Avacyn: desde el hombro hasta el corazón, desde el hombro hasta el corazón. Levantó la vista hacia Odric, con los ojos llenos de lágrimas, y entonces se dio la vuelta y corrió hacia las puertas.
Una parte de Odric yacía muerta en el suelo, junto a los caídos, pero la abandonó allí y corrió con Thalia y Grete, hacia los establos. Tal como había prometido su campeona, tres caballos ensillados los aguardaban. Montaron sin detenerse y espolearon a los animales para emprender el galope. Y con ello dejaron atrás la catedral, Thraben y sus antiguas vidas.
―Jerren tenía a dos tercios de ellos en la palma de la mano ―explicó Thalia al pequeño grupo de cátaros que había reunido en una diminuta capilla de Brezalcercano―. Está claro que he subestimado la influencia que Ormendahl ejerce en el Concilio.
Los cátaros se mostraron consternados.
―¿Y tú no sabías nada al respecto? ―preguntó a Odric.
Pero Odric no dijo nada. Apenas había pronunciado palabra desde que salieron de los muros de Thraben. Thalia no sabía si tan siquiera había pestañeado; tan solo permanecía sentado, con la mirada perdida.
―Entiendo lo que estás pasando, viejo amigo ―le susurró al oído. Suspiró y posó una mano en su hombro―. Creo que todos lo entendemos.
―Se recuperará ―afirmó Grete―. Necesita tiempo, tiempo para descansar.
―Lo sé ―le contestó―. Tendrá todo el que necesite.
―Y yo, ¿qué puedo hacer? ―preguntó Grete.
―¿Recuerdas que te ofrecí venir conmigo? ―le dijo con una sonrisa.
―Debería haberlo hecho.
―No, me alegro de que no lo hicieras. Ahora mismo estaría ahorcada en el patio de la catedral si tú no hubieras estado allí para ayudarme a huir. Pero ahora estás aquí.
―Sí, pero ¿qué es este sitio? ¿Qué hacemos aquí?
―Bienvenida a la Orden de San Traft ―dijo Thalia levantando las manos y mirando alrededor, como si la capilla fuese un palacio majestuoso.
―¿San Traft? ―dudó Grete―. Reclamas un noble linaje invocando su nombre. Exterminador de Demonios, Amado de los Ángeles, Mártir del Ojo de la Aguja... No podrías haber elegido a un patrón más noble.
―Yo no lo he elegido ―corrigió Thalia con una sonrisa―. Él me ha elegido a mí.
Una neblina luminosa se arremolinó detrás de Thalia. Sus cabellos se convirtieron en oro líquido y su rostro pareció brillar con luz propia. Un instante después había dos rostros superpuestos. Se separaron ligeramente y un hombre cobró forma al lado de ella, radiante pero incorpóreo. Era un geist sagrado. El mismísimo San Traft.
―¿Estás dispuesta a luchar? ―dijo Thalia posando una mano en el hombro de Grete.
La cátara se postró, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de Thalia―. Donde tú me guíes.