Sombras Innistrad: Yo Soy Avacyn
| miércoles, 31 de agosto de 2016 at 18:37:00
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Jace y Tamiyo han seguido las pistas hasta la Catedral de
Thraben, el tabernáculo del ángel perturbado Avacyn. Avacyn los ha
atacado y los tres se ven inmersos en combate. Jace no ha sido capaz de
contener el poder divino de Avacyn, mientras que Tamiyo se niega a
romper sus promesas personales con el fin de salvar a Jace. Avacyn
continúa su asalto contra ambos y pronto los destruirá.
Sé que no son de este mundo, pero sé que sangran. Puedo sentir los pulsos bajo sus gargantas, bajo la punta de mi lanza. Otra ligera presión y desenmascararé a estas criaturas demoníacas; las enviaré al olvido que merecen y purificaré el mundo de su presencia.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Una de las criaturas, la de la capa azul, me suplica. Cuando habla, veo gusanos que salen de su boca―. Avacyn, no eres tú misma ―escupe sosteniéndose la cabeza con una garra―. No tienes por qué hacer esto. ―Las palabras se escabullen hacia las sombras como lombrices.
Más aún que mi lanza, mi mayor arma es la vista. Mis ojos distinguen más de lo que pueden ver los humanos, incluso más de lo que contemplan mis congéneres, los ángeles. Veo a los heraldos angelicales en los vitrales, cómo se inclinan ante mí con deferencia. Veo la luz de la luna que me sigue en mis viajes, incluso en el interior de la catedral, y las palomas blancas que levantan el vuelo allá donde mis pies tocan la tierra. Y, sobre todo, veo la viscosidad que se retuerce detrás de los rostros. Veo las repugnantes mentiras que se esconden tras una forma humana.
Solo yo existo para exponerlas a la luz de la justicia.
―Estáis enferma o mal informada ―dice el demonio de orejas largas y recogidas detrás de la cabeza. Sus ojos son cuencas vacías y lo único que veo detrás de ellas es un amasijo de cabellos negros―. Vuestro cometido es proteger a la gente, no hacer... esto.
Extiendo una mano hacia ella y mi luz repele al demonio, que se estampa contra la pared y tose con fuerza. Los sonidos que se vierten de ella se convierten en pelos oscuros y enmarañados.
―Soy el baluarte contra los demonios del exterior ―afirmo dirigiendo mi lanza contra ella. Las puntas la señalan como dedos acusadores―. Mi cometido es destruir la maldad, sean cuales sean su origen o su forma. Os he sentido arrastraros por mis provincias y deslizaros hasta mi iglesia. Pero ahora os veo. Y ahora responderéis ante mí.
Convoco la luz y esta me obedece. Un centelleo frío se manifiesta en mi mano y las sombras de mis dedos se proyectan sobre los demonios temblorosos―. Vuestra corrupción en Innistrad toca a su fin.
Entonces percibo una conmoción en el tejado. Levanto la cabeza y veo una claraboya estallar en pedazos. Un hombre desciende con estrépito en medio de la lluvia de vidrio tintado que cae sobre la catedral. El cristal rebota en mi piel mientras los demonios se protegen la cabeza.
―No te entrometas, vampiro ―advierto―. Después me encargaré de ti.
Sin embargo, el vampiro se interpone en mi camino y prepara sus armas: una espada larga en una mano y un hechizo en la otra.
―Te ha ocurrido algo extraño, Avacyn ―dice él. Su boca es como la de una sanguijuela y las palabras surgen de un círculo de colmillos ensangrentados―. He venido a ayudarte.
―No trates de detener mi lanza, chupasangre, o ella te detendrá a ti.
No puedo recordar su título, pero le veo. Su cara está surcada de sanguijuelas que se retuercen bajo la piel. Apesta a sangre.
―Avacyn, tienes que acompañarme al sótano ―dice él―. Entenderás lo que debo hacer, si aguardas un momento...
―Mi misión jamás aguarda ―replico. Arrojo mi magia sagrada contra él y lo alcanzo de pleno en el pecho.
El vampiro no se inmuta.
―Avacyn, al sótano ―insiste―. Tenemos una cuestión que resolver.
―Sorin... ―llama al vampiro la criatura de los ojos vacíos―. Podéis ayudarla, ¿verdad?
―¡Silencio! ―contesta él, y los dos demonios se estremecen con la fuerza de su voz. Luego se vuelve hacia mí―. Escúchame. Si tienes que deshacer algún agravio con estos dos, puedes matarlos antes de acompañarme.
Los demonios intercambian una mirada.
―Pero no dejaré que te marches de aquí hasta que concluyamos nuestro asunto.
Oigo un rumor de plumas en los travesaños del techo. Los ojos de media decena de mis ángeles benditos nos observan, brillantes y hermosos como las estrellas de medianoche.
Entonces me asalta una duda. Un ángel nace de la bondad... pero ¿nace la bondad de los actos de un ángel? Ignoro por qué pienso en esto ahora.
―Te lo advierto, vampiro. Estos invasores son la amenaza más vil en la faz de Innistrad, pero te arriesgas a convertirte en el mayor mal que hay ante mí. Desaparece, o mi hueste y yo acabaremos contigo.
Oigo las alas de los ángeles que observan desde el techo y siento sus ojos luminosos sobre mí. Me armo de valor bajo su luz y, cuando levanto mi lanza hacia el vampiro, esta se curva en una hoja de justicia.
―Avacyn... ―dice el vampiro con su boca sangrienta mientras avanza y apoya el torso contra la punta de la lanza―. No puedes hacerme daño. ―Levanta una mano hacia mí―. Y hay un motivo para ello.
Sus siguientes palabras hacen mella en mí. Solo son sonidos, vibraciones en el aire, pero las siento como si fueran un cuchillo de tallar. Como si fueran la marca de un inquisidor.
―Soy tu creador.
Las palabras parecen antiguas, como si las hubiesen esculpido en mi interior y los surcos se hubieran cubierto de polvo. Sin embargo, el polvo se disipa y ahora veo claramente al hombre.
Es Sorin, de la línea de sangre Markov. Lo veo. Su boca no es redonda como la de una sanguijuela; no entiendo por qué me lo ha parecido antes. Sus ojos blancos, envueltos en negro, y sus pómulos altos se asemejan a los míos.
Es mi creador. La verdad me resulta evidente ahora. Al mirarlo, me veo a mí misma.
Él es el motivo por el que existo. Estaba allí en el momento de mi creación: era el hombre que me observaba en el instante en que llegué a este mundo. Fue él quien me confirió mi misión. Mi creación tuvo lugar aquí, en el corazón de esta misma catedral. Ahora sé que me creó a mí, a la divinidad de Innistrad, con un propósito.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Erradicar las amenazas para Innistrad. Responder a las oraciones de los inocentes y abatir a aquellos que los atormenten. Proteger a quienes, de lo contrario, acabarían devorados por las sombras de este mundo.
―Eres mi creador ―reconozco.
―Lo soy.
―Entonces tienes que ser bondadoso.
Mi creador sonríe con ternura, mostrando apenas el borde de un colmillo.
―Eres el origen ―continúo―. De mí. Y por tanto. De la bondad.
―Exacto, Avacyn. Y para que seas lo mejor que puedes ser, debes acompañarme. Ven. ―Me tiende una mano, pero algo me hace dudar en estrecharla.
Miro a las dos personas a las que he combatido esta noche, apoyadas de espaldas contra una pared de la nave. Todavía los percibo como demonios, pero también como una mujer y un hombre. Son magos. Mortales.
Su sangre salpica mi catedral. Mi arma emana un olor fuerte y metálico. Esto solo puede haber sucedido si son malvados. Si los he atacado, ¿qué podrían ser sino monstruos? Un ángel nace de la bondad... ¿Nace la bondad de los actos de un ángel?
Mi creador me observa. Sus ojos son fríos mientras escudriña mi rostro. Puedo percibir el pulso bajo la piel pálida de su cuello. Sus venas laten con la sangre caliente de otra persona.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Pero
Un torbellino de imágenes da vueltas a mi alrededor.
yo
Aldeas incendiadas.
no
Inocentes masacrados.
he
Una madre llora por su hijo.
protegido.
He provocado esos incendios. He masacrado a esos inocentes. Fui creada como guardiana, como protectora... Pero esa protectora ha traído destrucción. Además, no era solo una protectora, sino un símbolo. Una Iglesia surgió a mi alrededor, pero esa Iglesia ha prendido una llama de fanatismo avivada por mi poder.
¿Qué significa ser bondadoso? ¿Nace la bondad de los actos de un ángel?
Miro a mi creador e inclino la cabeza hacia él.
Fui creada, pero fui creada con imperfecciones. Con una vista defectuosa. No soy en absoluto una protectora, sino un peligro, un arma para aquellos que me blanden con intención de dañar este mundo.
―Tú... ―digo.
Enderezo los hombros hacia mi creador y flexiono las alas. La luz de la luna baña mi cuerpo. Mi piel resplandece y veo palomas volando a mi alrededor en la catedral. Ahora tengo claro lo que debo hacer.
―Avacyn... ―murmura él con el tono de un depredador.
―Vástago de Markov ―acuso levantando mi lanza, cuyas hojas se curvan y se doblan hasta tocar su torso―. Tú has permitido que esto ocurriese.
―Ten cuidado con lo que dices, hija ―me amenaza.
―No soy tu hija. Soy tu creación. Y tú eres responsable de todo lo que soy capaz de hacer. Me creaste con un propósito, pero tu propósito era impuro. Sorin Markov, te condeno como mayor mal de este mundo.
―Te has pasado de la raya ―dice él entre dientes.
―Sorin, aguardad ―advierte una de los demonios―. No lo hagáis. Las consecuencias para el plano...
―¿Por qué lo has tolerado? ―le pregunto―. ¿Por qué me creaste de esta manera? ―Presiono la lanza contra su pecho, arañando la armadura.
―Avacyn, bajemos al sótano ―insiste él con tono desdeñoso, y la espada que empuña refleja la luz que entra por la claraboya―. Hablaremos sobre tu creación.
―Me creaste para asegurarte de que todo mal encontrara su fin. Prepárate para encontrar el tuyo.
Embisto con la lanza usando toda mi fuerza divina. De algún modo, la hoja evita su torso y Markov me esquiva. Me ataca con su magia consumidora, pero me doy la vuelta y logro desviarla a tiempo.
Le asesto un zarpazo canalizando la luz en mi mano. El golpe lo alcanza, pero solo consigue hacer saltar chispas en su armadura.
Su respuesta es un golpe de plano con la espada. Aun así, es lo bastante fuerte como para hacer crujir mis costillas.
Levanto la lanza con ambas manos, dirigiendo su mortífero extremo hacia los cielos. Canalizo mi furia hacia el arma, que comienza a vibrar con poder divino.
―Te creé para que me guardases lealtad ―asegura él―. No puedes hacerme daño.
―Eso parece ―respondo―. Pero ellas pueden.
El vampiro levanta la cabeza y ve a los ángeles que he convocado. La bandada desciende en picado desde el techo. Apenas tiene tiempo de protegerse la cara antes de que caigan sobre él y lo desgarren con sus elegantes manos cuales aves depredadoras.
Sin embargo, Markov se resiste... y sus ataques son temibles. Un ángel muere empalado de una estocada, seguida de un tajo que cercena el ala de otro. Su mano libre aplasta a una de mis congéneres contra el suelo, agrietando el mármol, y luego arroja a otra contra una columna que queda reducida a polvo. Entonces atrapa a la quinta y la estrangula mientras ella le ataca con sus furiosas garras, golpeándolo en el rostro y los hombros. Trato de darle fuerzas, pero veo cómo el vampiro drena su esencia: un líquido oscuro brota de los ojos y la boca de mi aliada y fluye hacia la de Markov. El ángel sufre convulsiones hasta morir con la espalda arqueada, como el rictus de un cuervo.
El vampiro se vuelve hacia mí. Su vestimenta de cuero está desgarrada y su coraza ha quedado expuesta. Mis ángeles lo han debilitado, pero aún hará falta mucho para derrotarlo. Entonces baja su espada y apoya la punta en el mármol―. Esto no cambia nada, Avacyn.
Llamo de nuevo y los tres últimos ángeles de ojos centelleantes, los últimos guardianes de la catedral, lo rodean. Atacan en sintonía con espada y garra, descargando ataques constantes y feroces. Se le echan encima chillando y lanzando cuchilladas desde todos los ángulos. Markov debe de sentirse como yo me sentí dentro del Helvault, con las alas de los demonios rasguñándome en el vacío sin luz.
Mis ángeles caen una a una. Markov embiste a la primera, atravesando fila tras fila de bancos de piedra. Cuando la próxima desciende sobre él, el vampiro lanza su espada por encima de la cabeza, clavando la hoja en su pecho y empalándola. Mi sirvienta se desmorona. Markov agarra a la última atacante por un hombro y la mira a los ojos antes de arrojarla a través del vitral que abarca desde el suelo hasta el techo. La pared estalla en mil pedazos y el ángel se precipita por el acantilado.
Markov se vuelve hacia mí una vez más y su expresión feroz revela uno de sus colmillos. Coloco la hoja de mi lanza en su cuello y siento cómo se resiste a hacerle daño. Presiono, pero el arma es simplemente incapaz de herirle.
Me concentro en su rostro. Me recuerdo a mí misma que no es un vampiro de la nobleza, sino un horror. Es un monstruo, un demonio de la sangre, una sanguijuela.
Y de pronto lo veo de otra forma. Sus ojos se convierten en bocas rodeadas de colmillos. Su rostro es una máscara poco convincente. Es mi creador, y es la personificación del mal.
―Avacyn... ―dice su boca de sanguijuela, pero mi lanza se clava en el cuello hasta tocar el hueso.
Markov ruge y se aparta de un salto mientras se lleva una mano a la herida. Un cieno putrefacto se derrama entre sus dedos y se convierte en moho al tocar las baldosas.
Salta sobre mí y su espada me apunta al corazón, pero la hoja suelta chispas al deslizarse por mi lanza cuando desvío la estocada. Giro sobre mí misma para atacar, pero tengo que agacharme para esquivar su zarpa y el golpe desgarra varios tendones de mi ala. Cuando arremeto para atravesarlo con mi luz, esta choca con un estallido de magia de sangre que disipa mi hechizo. Chillo y cargo contra él, derrumbando una columna con su cuerpo y arrastrándole sobre fragmentos de cristal y madera astillada hasta que lo empujo contra la pared de la catedral.
La cabeza del monstruo se inclina y oigo crujidos de huesos. La herida de su cuello ha empezado a cicatrizar.
―Avacyn. ―Las bocas de sus ojos babean palabras―. Tengo que hacer esto.
―Y yo, esto ―replico al clavar mi lanza por un hueco en la coraza del monstruo, tan hondo que la punta atraviesa su cuerpo hasta tocar el granito de la pared.
El vampiro ruge y salgo despedida hacia atrás. Me deslizo hasta detenerme. Markov agarra el asta de la lanza y empuja para liberarse, y por un instante logro ver al animal viscoso que debe de servirle como corazón. Unas lampreas nauseabundas brotan de la herida. Markov deja caer la lanza y su propia espada y ambas repiquetean en el suelo. Se tapona la herida con una zarpa.
―No estás en tus cabales ―me dice―. Ahora solo me ves como a un monstruo; por eso puedes hacerme daño.
―Eres una mácula en el mundo ―respondo―. Hasta ahora no lo veía con claridad.
Su ataque es repentino y llega casi más rápido que el sonido.
Forcejeamos y clavamos nuestras manos en los hombros del otro. Nos estampamos mutuamente contra las filas de bancos. Ascendemos hacia el techo, partiendo los travesaños, y nuestra lucha queda envuelta en una nube de polvo de yeso y plumas. Markov abre las fauces, pero le araño el rostro y las heridas no sanan al instante. Mis dedos encuentran la carne y la desgarran; un humo acre se filtra por los cortes mientras grandes trozos de la Catedral de Thraben se desmoronan.
Markov hace un gesto de dolor y de pronto clava las zarpas en mis brazos, apresándome mientras bato las alas para mantenernos en el aire. Sus músculos son de acero y el vampiro me dobla los brazos hacia atrás, dislocando un hombro. Me doy cuenta de que hasta ahora se contenía. Esta es su verdadera fuerza.
Me muerde el cuello y el dolor es como el grito de un millar de inocentes, un millar de súplicas de ayuda, un millar de oraciones a las que jamás responderé. Siento la palpitación de la sangre en mi garganta, atraída por la succión.
Cuando caemos, no se debe a la gravedad ni a la debilidad de mis alas: caemos porque él nos impulsa hacia abajo. Su fuerza hace que nos estrellemos contra el suelo de la catedral.
Y el suelo se viene abajo.
Cuando nos detenemos tras un nuevo golpe, estamos tendidos en el sótano de la Catedral de Thraben. Veo en lo alto el agujero que hemos abierto en el mármol. La espada de Markov se desliza por el borde y cae junto a nosotros, clavándose de punta en el suelo de piedra.
Tanteo el frío suelo en busca de mi lanza, pero no la encuentro. Debe de estar arriba, en la capilla. En cambio, lo que toco es una silueta oscura, una quemadura en el suelo: los restos de un hechizo poderoso. Es una silueta con alas. Alas de ángel.
―Deberías reconocer este lugar ―dice Markov levantándose a mi lado y limpiando su boca llena de colmillos―. Aquí es donde se te creó.
Me yergo. La herida de mi cuello sangra, pero dejo que lo haga. En este lugar, por algún motivo, siento como si eso me curase―. Aquí me convertiste en lo que soy.
―Deja que te ayude, hija mía ―dice el monstruo―. Puedo... purificar tu mente. Volveré a convertirte en un instrumento de virtud. Te crearé de nuevo.
―Si no soy la hija que quieres... ―Jamás se lo permitiré.
Markov hace un gesto de dolor.
―... tendremos que luchar otra vez, y otra, para siempre. Puesto que jamás me rendiré. No soy el instrumento de un monstruo. No me dejaré manipular por alguien como tú.
Siento que mi fuerza empieza a regresar en este lugar sagrado. Soy incansable. En unos instantes estaré lista para atacar de nuevo.
―No ―sentencia Markov―. Esto se termina. Ahora.
―Sé lo que pretendes ―contesto―. Adelante. Crea otra prisión de plata. Enciérrame. Es la única forma de impedir que haga todo lo que esté en mi poder para destruirte.
―La prisión ya no existe ―responde―. No puedo crear otro Helvault, al igual que no puedo crear a otro ser como tú.
―Eres mi creador. Conoces la naturaleza de este mundo. ―Recupero mis fuerzas―. Lo que no puede ser destruido debe ser atado.
Markov extrae su espada del suelo de piedra. Sus palabras son un murmullo―. Pero Avacyn... Tú puedes ser destruida.
Solo puedo decirte con estas palabras, en mi oración final para este mundo, que lo único que siempre he pretendido era defender a los inocentes.
Soy Avacyn. Debo proteger.
―¿Qué has hecho? ―exigió saber Jace.
Los rayos de luz que caían desde las claraboyas de la catedral iluminaban las volutas de humo que desprendía la quemadura del suelo. Avacyn ya no existía. De algún modo, ahora la catedral parecía demasiado grande. Había demasiado espacio bajo el techo. Demasiado vacío.
La mirada de Jace vagaba sin parar entre el espacio que había sido Avacyn y el rostro de Sorin. El vampiro temblaba ligeramente y sus puños aferraban la empuñadura de su espada, como si tratara de contener un terremoto en su pecho.
―Tenía que hacerlo ―susurró.
Jace hizo gestos de incredulidad, incapaz de decidir en cuál de las once cosas equivocadas de aquella frase insistir primero. Al final, se volvió hacia Tamiyo―. ¿Tenía que hacerlo?
Ella solo frunció el ceño. Se remangó las vestimentas y se acuclilló en el suelo para tocar los restos de ceniza con sus dedos enguantados. Se levantó y frotó la ceniza entre las yemas de los dedos. Posó la mano en un pequeño telescopio que llevaba al cinto, como una guerrera que tocase un arma que le ofrecía seguridad, y sus ojos se encontraron con los de Jace―. Esto tendrá... consecuencias.
―La gente de este mundo ha perdido a una protectora ―dijo Jace.
Un largo y bajo retumbo gutural se propagó por el cielo, profundo y resonante. El sonido reverberó en el pecho de Jace y levantó una polvareda en el techo.
―El plano ha perdido a su protectora ―añadió Tamiyo con rostro grave.
El mundo retumbó de nuevo, esta vez bajo los pies de Jace. El suelo se estremeció y el temblor se intensificó por momentos. Las baldosas se agitaron en su argamasa antigua. Los fragmentos de vidrio tintado vibraron y cayeron, descomponiendo los mosaicos que representaban el rostro de Avacyn, y su estallido al estrellarse en el suelo resonó en los salones vacíos.
El temblor remitió. Los ecos callaron.
Jace vio a Sorin envainar su espada y marcharse, con el cuello de su abrigo tapándole la mandíbula y los hombros encorvados. El vampiro subió flotando por una escalera y sus uñas abrieron surcos en el pasamanos de mármol.
Jace se fijó en los peldaños, abombados y desgastados en la parte central: era la erosión tras siglos de pisadas. Siglos de devoción. Siglos de creyentes en Avacyn.
―¿Qué has hecho? ―preguntó Jace yendo en pos de Sorin.
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