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Sombras Innistrad: Promesas antiguas y nuevas

Cuando Jace se adentró en la mansión Markov, esperaba encontrar al Planeswalker vampiro, Sorin. Sin embargo, lo que halló fue un castillo en ruinas, deformado de maneras imposibles y con sus residentes incrustados en las superficies de piedra. Para Jace, eso marcó el inicio de un nuevo misterio. Lo que no sabe es que su camino estuvo a punto de cruzarse con el de Sorin, el auténtico destinatario de aquella declaración en piedra.
El pasado del anciano vampiro ha vuelto para perseguirlo. A pesar del rechazo de sus congéneres, Sorin espera conseguir la ayuda de los vampiros para enfrentarse a la amenaza que ha llegado a Innistrad. Dicho propósito le ha conducido hasta la hacienda remota de la poderosa Olivia Voldaren.


Ocultos tras elegantes máscaras, más de dos centenares de ojos se clavaron en él mientras cruzaba el salón de baile. Cualquier otro se habría sentido como un ratón entre una bandada de búhos, pero él no. Avanzó con paso firme bajo el techo abovedado. Sus pisadas resonaron entre los siseos y susurros que pronunciaban el mismo nombre.
―Sorin Markov ―dijo una voz melodiosa entre los susurros. Una voz femenina y sarcástica que pronunció las sílabas de su nombre como si fuese la conclusión de un chiste que llevaba mucho tiempo preparado. Tanto daba. Lo importante era que conocía aquella voz y que pertenecía a la persona que buscaba.
―Veo que he interrumpido esta gran velada ―respondió Sorin levantando una mano y trazando un amplio arco, para después llevársela al pecho en una muestra teatral de humildad―. Lo lamento, pero, por favor, muéstrate, Olivia. Tenemos que hablar. ―Buscó con la mirada entre la multitud de vampiros que habían acudido al suntuoso festejo que había organizado su anfitriona. Sorin había participado en decenas o incluso cientos de aquellos acontecimientos, pero había transcurrido más de un milenio desde la última vez.
Finalmente, una de los vampiros bajó su máscara, una parodia de porcelana de la garza de Avacyn. La dejó caer y, con un esfuerzo tan insignificante como el de pestañear, se elevó en el aire, en una demostración del poder que fluía por su sangre antigua.

―No consigo imaginar qué asunto deberíamos debatir, señor de Innistrad ―dijo con una ligera inclinación. Su gesto de respeto fingido suscitó risas maliciosas por el salón. Sorin ignoró las burlas. Era la anfitriona, al fin y al cabo, por lo que tenía derecho a divertirse. Se limitó a mirar fijamente su tez pálida, con rizos rojos en las mejillas. Sorin conocía aquel juego. Olivia aparentaría ser su superior, un papel que conocía muy bien. Sin embargo, él no era como los neonatos que se doblegaban para ganarse su favor. Solo toleraría aquella farsa mientras fuera necesario.
»El vástago de Edgar Markov no es bienvenido aquí ―continuó Olivia. Hizo un gesto sin dirigirse a nadie en particular―. Acompañadlo afuera.
Sin vacilar, media docena de vampiros se adelantaron entre los convidados. Uno de ellos desenvainó una fina espada de duelo―. Lady Voldaren desea que te marches. Vuelve por donde has venido.
Aquello no pensaba tolerarlo.
La espada de Sorin centelleó en una sucesión de tajos que dejaron a cinco de los valentones retorciéndose en el suelo; sus heridas desprendían volutas de humo negro. Solo quedaba uno en pie, el duelista, pero Sorin lo ignoró y se volvió hacia Olivia para asegurarse de que prestaba atención. Así era. Entonces levantó una mano y, cuando el espadachín cargó contra él, dobló los dedos para formar un puño. De pronto, el cuerpo del agresor estalló en una nube de cenizas.

El silencio se apoderó de la sala. Los invitados le prestaban la debida atención. Y lo que era más importante, Olivia también. Sorin envainó su espada y caminó hacia ella. Su visita tenía un propósito y, por muy horrible que le supiera, lo anunció―. He venido a pedirte ayuda. ―La boca de Olivia se ensanchó hasta que sus labios se separaron y revelaron los colmillos que habían significado el fin de innumerables vidas humanas a lo largo de los siglos. Descendió flotando hacia él con un movimiento tan fluido que el líquido carmesí de su copa apenas ondeó. A pesar de lo elegante de su vestido, estaba descalza, tal como la recordaba Sorin; siempre había sido una solitaria indulgente. Incluso ahora, mientras se acercaba, sus pies flotaban algunos centímetros por encima del suelo de piedra pulida.
―¿A pedirme ayuda? ―Olivia echó un vistazo a Sorin y ladeó la cabeza a izquierda y derecha, como si intentase descifrar qué significaba aquello―. Vaya, creía que habías venido con intenciones desagradables.
Sorin sabía que ella se regodearía con la situación, pero la paciencia empezaba a agotársele.
»En fin, al menos será una fiesta para el recuerdo ―añadió Olivia, y enfatizó el comentario levantando la copa y apurando el contenido. Sorin se vio obligado a apartarse para cederle el paso. La multitud de enmascarados se separó ante la progenitora Voldaren, quien hizo un gesto despreocupado a Sorin para invitarlo a que la siguiese.
Los dos vampiros antiguos cruzaron una serie de estancias repletas de invitados al festejo.

En un estudio en penumbra, Sorin vio a un puñado de vampiros apiñados en un rincón. En medio de ellos se oía un débil gimoteo, apenas lo bastante alto como para llamar la atención. Uno de los vampiros se volvió hacia Sorin y, con sangre corriendo por la barbilla, mostró su enfado por aquella intromisión con un siseo. Detrás de él, Sorin vio un brazo surcado de hilos rojos que manaban de la muñeca.

Pasaron de largo y Olivia dirigió a Sorin hasta un amplísimo comedor: una estancia extensa y cavernosa con una decena de lámparas de araña repartidas a lo largo de una elegante mesa de madera negra. Alrededor de ella había aún más invitados dándose un banquete de alimentos decadentes, bebiendo hasta saciarse. Era un salón que Sorin recordaba bien de visitas anteriores. Sabía que Olivia le había llevado por el camino más largo: quería que viera el festín, alardear de ello. Debía de pensar que aquello incomodaría al recién llegado. Qué poco lo conocía.
―Marchaos ―pidió ella. Pareció más una sugerencia jovial que una orden, pero los convidados la obedecieron de todas formas y con ellos desapareció el ruido de la celebración. Cuando Olivia y Sorin tomaron asiento al extremo de la mesa, el comedor estaba en silencio.
»¿Por qué acudes a mí, Markov? ―preguntó Olivia―. ¿Por qué no suplicas en tu propia casa?
―Entiendo que no has tenido noticia de lo ocurrido. ―El comentario hizo que la anfitriona enarcara una ceja―. La mansión de mi abuelo ya no existe.
Olivia prorrumpió en una carcajada menos melodiosa de lo que Sorin esperaba.
―¿Te parece divertido? ―preguntó él.
―No, la noticia no tiene gracia. El mensajero, en cambio... ―Con una elegancia relajada, se acomodó en el respaldo acolchado de su silla―. Si la mansión Markov está en ruinas, busca a Avacyn, tu propia creación. Ya ha destruido el castillo Falkenrath y ha dispersado esa línea de sangre. Tu criatura se ha desbocado. Francamente, es una muestra de generosidad el que no te haya descuartizado con mis propias manos en cuanto mancillaste mi hogar.
―Pasaré por alto ese comentario, Olivia, porque necesito que prestes atención a lo que he venido a decirte. ―Se levantó del asiento y apoyó los nudillos en la mesa―. Acabo de visitar la mansión Markov. Y he aquí lo importante: su fin no ha sido el mismo que el del castillo Falkenrath. Acudo a ti porque la ruina de la mansión Markov señala el inicio de algo terrible para este mundo.

―De algo terrible para ti, querrás decir.
¿Por qué no ambas cosas? En efecto, era terrible a nivel personal. Sin embargo, eso no excluía que todo Innistrad estuviera en peligro. Sorin nunca había tenido intención de llegar a aquella situación, y sus pensamientos vagaron hacia una época remota.

La consciencia de Sorin se había dispersado durante las semanas que llevaba allí abajo. ¿O habían sido meses? ¿Años, quizá? No estaba seguro. Sin embargo, en medio del trance, un punto blanco lo encontró. Atravesó todas las capas de su percepción, se acercó poco a poco hasta que por fin lo tocó. Y entonces, en una fracción de segundo, las partes extraviadas de su mente se agolparon hasta encontrar sus respectivos lugares. El torrente de sensaciones estuvo a punto de quebrarlo. Algo había ido mal. Algo lo había sacado prematuramente de su restauración.
Cuando sus párpados temblorosos se abrieron, Sorin vio que continuaba sentado en el suelo de piedra de un santuario modesto. Se levantó despacio, haciendo un esfuerzo mayor del que debería. Seguía débil y exhausto. Cuando se sostuvo sobre sus piernas tambaleantes, vio una mancha oscura que se extendía en el suelo del santuario: una sombra negra y permanente con la forma de un ángel, un testimonio de la magnitud de su esfuerzo reciente, de su creación.
La luz blanca volvió a provocar un efecto estroboscópico en la cabeza de Sorin. Cuando la ofuscación del trance se disipó, se dio cuenta de lo que ocurría: un Planeswalker había llegado a Innistrad, atraído hacia su Helvault.
La recuperación tendría que esperar. Innistrad le pertenecía y los visitantes solo podrían quedarse si obtenían su permiso. Para eso debía averiguar qué intenciones tenían. No se encontraba en condiciones de librar un duelo, si la situación lo requiriese, pero se negaba a tolerar amenazas en su plano. Por muy agotado que estuviera, seguía siendo más formidable que la mayoría; además, esta vez contaría con ayuda. Con un estallido de humo oscuro, Sorin Markov se dispuso a descubrir quién osaba entrar en su plano.
Con otro estallido, Sorin se materializó a la sombra de un árbol nudoso, cuyas ramas retorcidas remataban en matas de hojas rojizas. Desde aquel punto elevado, la cortina de nubes grises parecía un telón de fondo que contrastaba con un monolito de plata basto y anguloso, que se elevaba junto al borde de un acantilado. Bajo la luz mortecina, la mole de plata parecía casi negra. El Helvault procedía de la luna plateada del plano, y Sorin había realizado un gran esfuerzo para traerlo hasta allí.

Mientras lo vigilaba, alguien apareció por detrás del Helvault. Era una mujer pálida, con cabellos blancos y desaliñados que caían alrededor de su rostro. Caminaba alrededor del Helvault, acariciando su superficie rugosa. Vestía un atuendo sencillo, pardo, cuya única peculiaridad era una tira de tela roja enrollada en un antebrazo.
Sorin la reconoció de inmediato.
La litomante.
Nahiri.
Era una kor de Zendikar a quien había conocido milenios atrás. Habían viajado juntos durante un tiempo, pero no por muchos años. Verla en Innistrad le pareció realmente raro. Durante sus viajes, jamás la había llevado allí. Su último encuentro había tenido lugar en el plano natal de Nahiri. Además, dado el motivo que los había separado, creía que jamás volvería a verla.
Y sin embargo, allí estaba.
Parecía realmente cautivada con el Helvault, por lo que Sorin se acercó en silencio. Si había alguien capaz de apreciar su labor, esa era Nahiri.
―Espero que perdones mi intento rudimentario de moldear la piedra, joven ―dijo a su espalda. Nahiri se giró al oír las palabras. Su cara dibujó una amplia sonrisa y se trabó varias veces al tratar de formular una respuesta, hasta que por fin surgió de sus labios.
―¡Sorin, amigo mío! ¡Estás vivo!
―¿Por qué no habría de estarlo? ―Manipuló los músculos de su rostro para componer una sonrisa y posó una mano en el hombro de ella.
―Porque no viniste. ―Nahiri levantó una mano y estrechó la de él―. A Zendikar, cuando activé la señal del Ojo de Ugin. Ni siquiera respondiste. Tenía miedo de que...
―¿Los Eldrazi han escapado de su prisión? ―Sorin se tornó serio y retiró la mano.
―Sí, lo hicieron.
―¿Y dónde está Ugin? ―Una amargura corrosiva subió por su garganta al hacer la pregunta.
―Él tampoco vino ―respondió Nahiri mirándolo a los ojos―. Pero yo me encargué de ellos. Sola. Utilicé todo el poder que pude reunir para sellar de nuevo la prisión de los titanes. ―Hablaba con una confianza que Sorin no recordaba. Irradiaba un poder que no estaba ahí cuando se habían separado hacía miles de años. De pronto, al mirar frente a frente a Nahiri, Sorin se dio cuenta de lo débil que se encontraba.
»Cuando terminé, vine a buscarte ―prosiguió ella―. Tenía que saber si seguías vivo. Y veo que sí. ―Un segundo después, la sonrisa de Nahiri se desvaneció lentamente―. ¿Dónde estabas? Sorin, ¿por qué no respondiste a la señal?
―No la recibí ―respondió él.
―¿Cómo es posible?
―Hmm. ―Se puso al lado de Nahiri y apoyó una mano en la superficie del Helvault―. Cuando iniciaste la custodia de los Eldrazi, comprendí que mi plano necesitaba urgentemente un medio de protección propio, sobre todo en mi ausencia. Este Helvault es la mitad de lo que creé para que sirviese como protección. No descarto que la señal del Ojo fuese incapaz de atravesar la magia que protege este mundo.
―Y cuando lo creaste, ¿sabías que eso podría suceder? ―preguntó ella mirándolo de reojo.
―No lo contemplé ―contestó él. Era cierto, pero el tono acusador de Nahiri hizo que midiera sus palabras―. Ahora entiendo que era una posibilidad.
―¿Una posibilidad? Pusiste en riesgo mi plano, o peor aún. ―Había dolor en su voz―. Me abandonaste.
―Solo tomé las precauciones adecuadas para defender mi plano ―rechazó las preocupaciones de la kor―. Considero que no...
―Tú y yo teníamos un acuerdo. ―El tono de Nahiri cambió súbitamente. Ahora era gélido, carente del calor de hacía unos instantes.
Un siseo brusco escapó entre los dientes de Sorin y Nahiri se acercó un paso, pero él le dio la espalda.
―No menosprecies lo que sucedió ―dijo ella―. Estuve dispuesta a poner en peligro mi mundo para encerrar a los Eldrazi en él. Prometí encadenarme a Zendikar para ser su custodia. Pasé milenios vigilando a esos monstruos. ¿Tienes idea de lo que es eso? ―Mientras hablaba, el suelo empezó a temblar―. Tú solo tenías que venir cuando te necesitase.
―No te atrevas a decirme lo que debo hacer, joven ―le espetó Sorin―. No estoy obligado a nada. ¡No te debo nada! Te encontré cuando tu chispa de Planeswalker se encendió. Podría haber acabado contigo allí mismo, pero te perdoné la vida. ―Se encaró con ella y de pronto vio que el rostro de Nahiri estaba a escasos centímetros del suyo. Continuó con un susurro―. Fui tu mentor y te convertí en lo que eres. Si te parece necesario incordiar a alguien, ve en busca de Ugin. A mí se me ha agotado la paciencia.
La tierra tembló con violencia y, por un instante, Sorin tuvo que esforzarse para no tropezar.
―No pienso ir a ninguna parte. ―A los pies de Nahiri, una columna de roca surgió del suelo y la elevó sobre el paisaje.

Sorin recogió una copa de cristal y examinó el líquido carmín. Había empezado a formarse una fina capa en la superficie. Sujetando el delicado tallo con dos dedos, agitó la copa para deshacer la película y hacer fluir el líquido. Acercó el recipiente a la lámpara para filtrar la luz, y vio cómo los tonos rojizos se extendían por los cubiertos cercanos de la mesa.
―¿Sabes por qué motivo creé a Avacyn? ―preguntó por fin. Al mencionar el nombre, la sonrisa de Olivia desapareció y Sorin se permitió un pequeño deleite―. Para que fuese la protectora de este mundo.
―¿Una protectora? ―Olivia chasqueó la lengua mientras Sorin olfateaba la sangre de la copa, antes de posarla de nuevo en la mesa―. ¿Cómo osas presentarte en mi casa y molestar a mis invitados con este disparate? ―Esta vez fue ella quien se levantó de la silla―. No nos hemos visto desde tu traición, desde que deshonraste el noble apellido de tu abuelo. El hecho de que compartamos mesa en mi hogar es una vergüenza que tendré que soportar de ahora en adelante. Pero si crees que toleraré tu intento de hacerte el héroe...
―¿Has terminado? ―la interrumpió Sorin. No estaba allí para justificar sus actos. No ante ella. Estaba allí para explicar algunas cosas―. Es cierto que nuestro don de la longevidad se asocia demasiado a menudo con la falta de visión, pero hay personas que representan amenazas mayores que nuestro apetito desmedido. ―Olivia apuró la sangre que quedaba en su copa―. Una de esas personas ha venido y supone un peligro para todo nuestro mundo. Eso no puedo permitirlo.

Sorin levantó la mirada para vislumbrar la posición de Nahiri en lo alto de su columna de granito. A su alrededor se formó un campo de piedras flotantes, que desafiaban la gravedad en favor de una maestra más poderosa. Eran como un ejército a la espera de sus órdenes. Aunque el viento mecía el pelo de Sorin y el cuero de su gabardina, la miríada de piedras flotaba inmóvil en el aire. Parecía como si el plano entero contuviese el aliento. No cabía duda de que Nahiri poseía un gran poder, que había madurado con ella. La piedra ya no solo obedecía sus órdenes: formaba parte de ella. Todo Innistrad estaba a su alcance... y a su merced.
La única piedra que no estaba bajo la influencia de Nahiri parecía ser el Helvault, por lo que Sorin pegó la espalda a él para evitar un asalto por todas direcciones. Si hubiera estado en plenas facultades, habría despachado sin esfuerzo a aquella chiquilla. Sin embargo, le fallaban las fuerzas y se maldijo mientras se apoyaba en su espada para evitar derrumbarse.
Con un sonido parecido a un crujir de huesos, la columna de Nahiri se puso en movimiento y acercó a la litomante poco a poco. Las piedras le abrieron paso y, cuando pasó junto a un bloque alargado, hundió la mano en él como si se tratara de un estanque. Un segundo después, la roca desprendió un fulgor rojo y se partió en un millón de pedazos, hasta que de ella solo quedó una espada en el puño de Nahiri. La hoja seguía brillando, recién forjada, y Sorin se enfrentó a su punta incandescente.

―Sorin, cumplirás tu promesa ―afirmó Nahiri con una voz que reverberó en todas las piedras, dando la sensación de que procedía de todas direcciones a la vez―. Regresarás conmigo a Zendikar. Me ayudarás a comprobar las medidas de contención y a garantizar que los Eldrazi están presos. Solo entonces podrás escabullirte.
Sorin escupió.
Y entonces la percibió.
Sus ojos miraron más allá de la espada de Nahiri y del fin que prometía, hacia las nubes oscuras que se agitaban en las alturas. La percibió y, mientras observaba, una lanza de luz atravesó el manto gris. Las nubes se apartaron y un cometa plateado atravesó el claro.
Avacyn. Su Avacyn. Había acudido para proteger Innistrad contra una amenaza para el plano, el motivo por el que la había creado.
Al principio, Nahiri no pareció darse cuenta. Cuando lo hizo, solo tuvo tiempo de encajar la acometida del arcángel, que se abalanzó sobre ella con tal fuerza que la barrió de la columna de piedra. Sorin vio cómo abrían un profundo surco en la tierra donde se estrellaron. Y con ellas, las incontables piedras suspendidas cayeron con estrépito.
Cuando por fin se detuvieron, Avacyn fue la primera en levantarse. Alzó su lanza y una luz resplandeció en sus puntas gemelas, cobrando intensidad hasta volverse casi cegadora.

Sorin luchó para no caer bajo aquel resplandor. Vio cómo Nahiri desaparecía en la tierra justo antes de que el arcángel descargara una lanzada contra ella. Cuando las puntas se clavaron en la roca expuesta, la superficie estalló en una ráfaga de piedra y polvo y Avacyn tuvo que cubrirse el rostro con los brazos.
Desde su posición, Sorin tardó unos instantes en darse cuenta de lo que ocurría. En medio de la polvareda, vio a Nahiri lanzando una lluvia de tajos y estocadas con su espada incandescente. La espada cortaba el aire y dejaba estelas naranjas a su paso. La lanza de Avacyn soltaba chispas al interceptar la acometida. Sin embargo, los ataques eran demasiado rápidos y feroces. Poco después, Avacyn comenzó a retroceder. Trató de levantar el vuelo, pero Nahiri la persiguió levantando otra columna de piedra y su asalto incesante obligó al arcángel a aterrizar de nuevo.
Nahiri iba a destruir a Avacyn. La idea surgió en la mente de Sorin como un hecho, más que como una posibilidad entre muchas. ¡De ningún modo! Crear a Avacyn le había costado demasiado como para permitir que Nahiri acabase con ella. Reunió todas las fuerzas que le quedaban y se lanzó al combate.
―¡Basta! ―rugió, y cuando la espada de Nahiri descendió de nuevo, chocó contra el acero de Sorin―. Basta ―repitió. Por un momento, los dos Planeswalkers se encontraron cara a cara, filo contra filo. Sorin estudió el rostro de ella. Tenía los ojos clavados en Avacyn y su mirada reflejaba su confusión.
―¿Qué has hecho, Sorin? ―preguntó Nahiri apretando los dientes―. ¿Cómo has sometido a un ángel? ¿Quién es?
―La otra mitad ―respondió Sorin. Utilizó la mano libre para atrapar la espada de Nahiri. La hoja siseó al sujetar el filo y, cuando Nahiri tiró para que la soltase, Sorin le puso la punta de su arma en el cuello. Unos chorros de sudor brotaron entre las motas de tierra que se habían pegado al rostro de la kor, cuyas facciones se habían vuelto más severas. O quizá fuese solo su reacción a la derrota. Nahiri soltó su espada y Sorin la apartó con un pie.
Sintió que Avacyn se acercaba por detrás y levantó una mano para que bajara su lanza. Entonces se dirigió a su antigua protegida―. Por si sirve de algo, jamás quise llegar a esto, joven.

―¿Sorin? ―preguntó Olivia. Oír su nombre le hizo darse cuenta del silencio que reinaba en el comedor desde la última vez que habían hablado―. Sorin ―repitió ella―, ¿quién es esa amenaza? O más bien, ¿qué has hecho?
―Demasiado. No lo suficiente ―dijo apartando la vista al otro extremo de la larga mesa. Su mente seguía recordando los sucesos que habían tenido lugar hacía siglos.
―Habrase visto... No puedes reservarte los detalles más interesantes. ―Sorin se volvió hacia ella sin decir nada, ni siquiera cuando la sonrisa burlona de Olivia volvió a su rostro―. He de reconocer que has despertado mi curiosidad. Un suceso capaz de molestarte debe de ser fascinante, en verdad. Pero bueno, has acudido a mí, Sorin. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
―Convoca todo el poder de tu línea de sangre, Olivia. ―La niebla del pasado se evaporó en un instante―. Los supervivientes de los Markov ya están reuniéndose. Juntas, nuestras huestes pueden hacer frente a esta amenaza.
―¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por qué no debería aliarme con esa... amenaza? Ilumíname. ¿En qué me beneficia...?
Calló en mitad de la frase y entonces prorrumpió en una carcajada que no parecía acorde con su voz melodiosa. Sus ojos brillaron con un regocijo frenético. Sorin reconoció que era su manera de mirar a una presa.
―Descuida, Sorin ―continuó tras recuperar la compostura―, te ayudaré. Sin embargo, tú tendrás que ayudarme primero.