Ixalan: Jace, solo
Abrió los ojos.
Estaba tumbado boca arriba en el suelo y, a través de una delicada
fronda verde, veía un cielo azul que se oscurecía poco a poco. Una brisa
cálida y perezosa hacía crujir las cañas de bambú. A través de sus
magulladuras (y del inmenso dolor de cabeza), sintió que bajo su espalda
se extendía un blando manto de hojas caídas. Ahí, debajo del bambú, se
estaba tranquilo. El aire era salado y a lo lejos se oía el romper de
las olas.
A su izquierda, una rama se partió. Se sobresaltó y volvió la cabeza,
buscando la fuente del sonido. Y entonces se quedó de piedra.
Era un ser similar a un lagarto, cubierto por llamativas plumas
azules y amarillas. Estaba de pie sobre las patas traseras y sostenía un
huevo entre sus enormes garras. La criatura volvió un instante sus ojos
anaranjados hacia el hombre que yacía en el suelo, emitió un sonido
parecido a un gorjeo y siguió su camino, dejando caer unas cuantas hojas
al pasar. Un momento después había desaparecido, tan rápido como llegó.
Levantó la cabeza y se echó un vistazo. Llevaba una capa azul, pantalones largos y una ajustada coraza de cuero.
Su vestimenta tampoco le resultó familiar.
Se sentó y gruñó con esfuerzo hasta ponerse de pie. Poco a poco, tambaleándose, comenzó a marcharse de aquel lugar, siguiendo el camino del ser-lagarto.
La espesura de bambú dio paso a un bosquecillo de palmeras; del mismo modo, el suelo fértil de la jungla se volvió más arenoso a medida que la distancia entre los árboles aumentaba. El sonido de las olas se hizo más fuerte y el hombre trastabilló más rápido en esta dirección.
De repente, se abrió ante sus ojos una playa gigantesca. La arena bajo sus botas era tan blanda y suave como la harina. El aire era pesado y húmedo; se sentía casi mojado. Había algunas estructuras de roca que formaban un arco natural entre la playa y el mar, y la jungla a sus espaldas se enredaba en un muro impenetrable al borde de la arena.
Alzó la vista. El sol comenzaba a caer a lo lejos; los graznidos de las aves de mar llenaban el cielo.
Miró en ambas direcciones de la playa.
—¿Hola?
Una ola rompió cerca de él y le lamió las botas.
—¿Holaaa? —Su voz tembló con temor.
A medida que descartaba metódicamente todas las explicaciones lógicas en su lista mental, se acercaba más y más al pánico.
No sabía cómo había llegado allí. No sabía cómo se llamaba. No sabía dónde estaba esa jungla, por qué estaba en una playa o qué era aquel ser-lagarto. ¿Por qué estaba cubierto de moratones y por qué le dolía la cabeza? ¿Qué diablos tenía que hacer para marcharse de allí?
Una imagen de un lugar que no conocía se abrió paso en su cabeza: colores, luces y la idea de algo lejano. Sintió un escalofrío que le bajaba por el cuello y, en un brote de energía sorprendentemente revitalizante, sintió que su cuerpo entero intentaba desmaterializarse. Las partículas vibraban y desaparecían, su forma física vacilaba entre un lugar y otro. Era una sensación agradable, conocida... reconfortante. Había hecho esto antes. Su cuerpo se disolvía y se rompía en pedazos; debería haber sido una sensación horrible, pero en vez de eso, parecía algo suyo, algo propio.
Se dejó llevar por la sensación, con la esperanza de que, cuantas más partes desaparecieran de su cuerpo, más partes recuperaría él de su mente. Sin embargo, sintió que algo lo empujaba hacia atrás, como si una fuerza enorme tirase de él para que regresara por aquella puerta metafísica que había comenzado a atravesar. Se alejó más y más y cayó y cayó hasta que se recompuso en la misma playa de la que había intentado escapar. La fuerza del movimiento lo arrojó al suelo.
El frescor agradable se retiraba. Su cuerpo volvía a estar entero. Tenía las manos sudorosas y las rodillas hundidas en la arena.
Respiró como pudo entre jadeos de pánico. El corazón le golpeaba contra el pecho dolorido.
Apretó los puños, confuso, tomó aire con fuerza y escupió el juramento más gráfico que podía imaginar en ese momento. Una sola palabra, larga y satisfactoria, en la que dejó escapar toda su inquietud y su frustración.
Cuando por fin se detuvo, solo se escuchaba el ritmo incansable de las olas que golpeaban la costa.
La noche caía.
Fue consciente de su estado físico. Sus magulladuras y sus músculos doloridos necesitaban descanso; la comida y el agua podrían esperar hasta mañana.
Permaneció un rato sentado en la arena, intentando recordar cómo había llegado hasta allí, pero lo único que le venía a la cabeza era el cimbreo de las cañas de bambú al abrir los ojos.
Después del fracaso, intentó recordar su nombre.
Había muchos nombres que conocía. Lazlo, Sam... pero no creía que ninguno le perteneciera.
Al final decidió que quizás podría averiguar los secretos de otra manera.
No había nadie alrededor, así que se quitó la coraza de cuero, la capa y los guantes. Se despojó de la camisa y los pantalones, los dobló con cuidado y los dejó sobre la arena. Suspiró al sentir el alivio de la brisa fresca contra su piel. Contempló sus posesiones y se detuvo al mirarse la mano derecha por primera vez.
Había una cicatriz que descendía por el antebrazo derecho en una línea perfecta. Era tan recta como la incisión de un cirujano; alguien se la había causado de forma intencionada.
Se examinó a sí mismo, buscando más pistas. Estaba lleno de cardenales, pero también sentía cicatrices más profundas, igualmente rectas, que le recorrían la espalda. ¿Eran tan viejas como la cicatriz que tenía en el brazo? ¿Quién le había hecho aquello?
Volvió a ponerse el guante sobre la cicatriz y se hizo una nota mental para meditar sobre esta evidencia más tarde. Observó la ropa que yacía sobre la arena e intentó imaginarse qué tipo de persona la llevaría.
Quienquiera que fuese, venía de un clima mucho más frío, eso era seguro. Los tejidos eran pesados, como si estuviesen fabricados para la lluvia (¡recordaba la lluvia!) y el frío abrupto. La capa era un tanto excesiva; no se trataba de una prenda lujosa, pero su diseño desmentía cualquier sutileza. La camiseta interior estaba llena de sudor, así que debía de haber caminado a través del calor durante cierto tiempo. Lo más curioso eran las botas. Había unos pocos granos de arena atrapados contra la suela, pero eran de un tipo diferente que aquellos que le rodeaban en esa playa. Esa tierra era más sólida, más irregular, y tenía un color dorado en comparación con la arena blanca bajo sus pies.
Frunció el ceño. No llevaba consigo utensilios, ningún cuchillo, ni comida, ni cuerdas, ni objetos personales. Quienquiera que fuese la persona que era, no se preocupaba por llevar armas encima.
¿Era tan tonto como para viajar sin nada que lo protegiera? No lo creía, pero la evidencia era preocupante. ¿Quizás alguien le había robado sus armas? No sonaba factible; no parecía haber nadie cerca.
El símbolo de la capa captó su atención.
Le resultaba... familiar.
¿Por qué?
La luna estaba alta en el cielo. En algún momento iba a necesitar dormir. Decidió reflexionar sobre el significado del símbolo en otro momento.
Caminó a zancadas hasta un tronco pulido y se tumbó en la playa. Una parte de él estaba preocupada por el lagarto que había visto antes. ¿Quizás comía personas y no solo huevos? Pero este pensamiento era erróneo. Si comiese humanos, lo más probable era que le hubiera atacado antes. No obstante, a lo mejor había otros seres similares con gustos culinarios diferentes.
Se sintió terriblemente vulnerable.
Se tapó con la capa y cerró los ojos con fuerza, deseando con desesperación dormir toda la noche de un tirón sin ser olisqueado por lo que quiera que viviese en aquella isla.
Cabeceó, sintiendo un hormigueo en la nuca, y se hizo un ovillo. Luego se agitó y dio vueltas sobre la arena de la playa, totalmente dormido... y, aunque no lo sabía, completamente invisible.
El sol le despertó a la mañana siguiente. Aunque seguía sin tener ni idea de quién era, decidió centrarse en sus necesidades físicas.
Tenía que empezar a familiarizarse con su nuevo hogar.
La comida necesitó más tentativas de ensayo y error, pero le emocionó descubrir cuáles eran sus gustos. Logró tallar un cuchillo sencillo a partir de un pedernal y comenzó a probar cosas. Le gustaban las ostras; también aquella fruta naranja que no sabía cómo se llamaba; le gustaba la fruta verde y alargada y las bayas rojas, pero no las raíces violetas. Esas habían hecho que le picase la lengua, lo que atribuyó a una alergia recién descubierta. ¡Era fascinante!
Lo que necesitaba de verdad era aprender a hacer fuego.
El sol se hundía rápidamente y unas pocas nubes se avecinaban en el horizonte.
En la palma de su mano derecha comenzaba a formarse otra ampolla. Gruñó debido al esfuerzo y frotó un palito entre sus cansadas manos tan rápido como pudo, ignorando el dolor y el pus que se derramaba, así como la pequeña gota de lluvia que acababa de caerle en el cuello. Contó el ritmo de las olas a su espalda (seis por minuto) y comenzó a reproducir este ritmo en su cabeza, para que el movimiento del palito siguiera el mismo tempo que las olas. Las manos le ardían del esfuerzo y tenía el ceño fruncido por la concentración.
Un hilillo de humo se alzó desde el punto donde el palito se frotaba contra la madera seca y soltó una carcajada, intentando por todos los medios avivar la pequeña llama.
El palito se partió en dos.
Y la pequeña columna de humo se desvaneció.
Sorprendido, abrió mucho los ojos y dejó escapar un quejido de decepción, que pronto se convirtió en un rugido de frustración.
—¡Isla inútil!
Se sentó de nuevo sobre la arena, cabizbajo, y miró el palito roto que yacía sobre la madera. A cada lado había una triste pila de ramitas y hojas secas.
Gruñó y se echó hacia atrás hasta tumbarse por completo sobre la arena.
Un albatros volaba en círculos perezosos muy por encima de su cabeza.
Gruñó una segunda vez.
—¿Por qué sé lo que es un albatros? —preguntó a nadie en particular.
El albatros no le contestó.
Se sentó y miró con ojos entrecerrados la pila de ramitas. Quizá podía obligar al fuego a prenderse.
Se sacudió la arena de los pantalones y sintió la ligera molestia de una quemadura mientras se inclinaba hacia adelante, con la vista fija en el montón de enfrente.
Se concentró y sintió que otra gota de lluvia caía sobre su espalda desnuda; el frío del cielo encapotado se le metió en el cuerpo.
Necesitaba un fuego. Necesitaba un fuego más que nada en este mundo...
El vello de su nuca se erizó y sintió que un estremecimiento le bajaba por la espalda.
Una pequeña columna de humo se alzó desde el tronco.
Se puso en pie de un salto y dio unos pasos atrás. ¡¿Humo?! ¡Humo!
Una parte de él estaba alarmada —¿aquello era real, de verdad?—, pero el resto estaba en éxtasis. Se rio, sorprendido, y soltó un grito de triunfo.
El humo subía hacia arriba. Se arrodilló y comenzó a avivar la llama con pequeñas ramitas y hojas, sin dejar de reírse. Podría haberse echado a llorar de felicidad.
Se incorporó y empezó a echar más y más ramas al fuego, más hojas y trozos de madera seca. No le importaba agotar todo el combustible; necesitaba un fuego.
La llama se había convertido en una pequeña hoguera. Su rostro se estiró en una sonrisa. No pudo evitar reírse de nuevo y entrelazar los dedos sobre su cabeza. Dio unos pasos atrás para admirar su trabajo.
La hoguera era lo más hermoso que había visto jamás. Suponía que habría visto cosas más hermosas, pero como no podía recordarlas, le eran irrelevantes; sobre todo, en comparación con la belleza que tenía delante de sus ojos. Aquello era mucho más bonito que ningún cuadro y más preciado que ninguna gema.
El rugido de su estómago le interrumpió.
¡Exacto! Comida. Necesitaba comida.
Había encontrado un pez varado en la playa antes. Era una cosa fea y reseca, con escamas planas en forma de diamante y los ojos vacíos en su rostro muerto.
Lo clavó en un palo afilado y lo sostuvo sobre las llamas. Se sentó, listo para darle la vuelta cuando estuviera hecho un lado.
Pero el pescado simplemente le devolvió la mirada.
Sus escamas no se cocían, no chisporroteaba, no se tostaba con el fuego. El pescado estaba rodeado de llamas, pero no mostraba ninguna señal de estar siendo cocinado.
No entendía nada.
Alargó una mano hacia el fuego y se dio cuenta de que no quemaba.
Su confusión se convirtió en temor y metió la mano en las llamas.
El fuego estaba tan frío como el pez.
Retiró la mano a toda prisa y se apartó del fuego, atemorizado.
—¿Qué? ¡No! ¡No, no, no, no!
La llama centelleó un instante con un brillante color azul (¡¿azul?!) y, sin previo aviso, se apagó.
Pero... ¡si había visto el humo! ¡Si había visto cómo se prendía el fuego y devoraba las ramas! Y, sin embargo, no había sentido en ningún momento su calor antes de que la imagen del fuego se desvaneciera.
El temor se convirtió en pánico absoluto.
Se apoyó en una palmera y miró el pescado atravesado con horror, considerando las evidencias y llegando a una conclusión razonable.
Estaba atrapado, sin recuerdos, sin comida, sin hogar ni habilidades... y ahora, por si fuera poco, estaba perdiendo el contacto con la realidad.
Concluyó solemnemente que se había vuelto loco.
Había pasado un tiempo desde el incidente con el pescado, y había llegado a aceptar que las cosas eran mucho más sencillas desde que supo que había perdido la razón.
Si era cierto que su mente estaba desconectada de la realidad, como parecía, no tenía que preocuparse de cómo había llegado allí o de quién había sido antes. La salud de su cuerpo era irrelevante si todo con lo que podía trabar contacto solo existía en su mente.
¡Qué liberador fue llegar a esa conclusión!
Así, se puso a hacer todo lo que pensaba que haría un náufrago atrapado en una isla.
Pasó mucho tiempo construyendo herramientas nuevas. Una cesta hecha de ramas similares al mimbre, un cepo sencillo, un cuchillo afilado para abrir las ostras. Se puso como objetivo crear una herramienta nueva cada día y se enorgullecía de cada una de ellas. Era casi divertido tener tantísimo tiempo para crear soluciones para sus problemas.
A medida que exploraba y aprendía, se acostumbró a las visiones que tenía de vez en cuando.
Algunas tenían más forma que otras. Solían ser seres humanoides, con rostros y voces.
Una mujer con la piel blanca como la nieve y el pelo igualmente blanco y arreglado, que flotaba detrás de él y anotaba todas sus acciones en un diario. Un guerrero de rostro severo, capa azul y armadura de plata. Un leonino al que le faltaba un ojo.
En sus momentos de soledad, a veces veía a una mujer vestida de violeta al borde de su campo de visión. La ansiedad le brotaba en el pecho siempre que ella aparecía.
Sabía que eran alucinaciones, sabía que no eran reales.
No tienen poder sobre mí, ¿verdad?
Ignoró las visiones mientras estas iban y venían, pero a veces no era posible pasarlas por alto.
—Esta vez sí que la has hecho buena, ¿eh?
Esta visión se le aparecía siempre que tenía dificultad con alguna tarea.
Sus hombros eran anchos y su piel olivada brillaba, sudorosa, bajo el lustre de su armadura. La alucinación miraba por encima de su hombro mientras intentaba tallar un gancho de pesca.
—Escucha, esta tarea no es apropiada para ti. Mejor déjame a mí.
La voz de la visión era bronca, pero amistosa. Resultaba condescendiente.
Se molestó.
—Ya puedo yo.
La alucinación suspiró.
—Los dos sabemos que no estás hecho para esto. Deja que lo haga yo; tú puedes irte a filosofar al otro extremo de la playa.
—Te he dicho que puedo hacerlo.
Dejó que su voz mostrara su irritación.
—No, no puedes. Yo tomo las decisiones y las ejecuto, tú te quedas a un lado. Así es como funciona.
El hombre respondió arrojándole el gancho a la figura misteriosa. Pasó a través de su ojo y aterrizó detrás de ella en la arena.
Las alucinaciones se hicieron más frecuentes a medida que aumentaba su aburrimiento.
—Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4.
Boqueó sorprendido. Había una mujer de pelo oscuro con una vara que le miraba a pocos pies desde la playa. Llevaba un vestido blanco con el emblema del sol en la parte delantera. A su espalda colgaba una capa oscura que casi rozaba la arena, y su expresión dejaba claro que estaba embarcada en una misión.
Impaciente, dio unos golpecitos con el dedo sobre la vara.
—He dicho: “Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4. Los representantes oficiales del gremio pueden cambiar su residencia o su lugar de trabajo de un gremio a otro si disponen de un permiso oficial”. ¿Estás de acuerdo en que esta es una regla vigente o no?
La figura siguió al hombre mientras se desplazaba de cepo en cepo, miró por encima de su hombro mientras volvía a colocarlos y le observó mientras llevaba los lagartos que había cazado de vuelta al campamento para cocinarlos.
Enterró los lagartos en carbón encendido junto a hojas de palmera y raíces para que se cocinaran durante el resto de la tarde. A su debido tiempo, la alucinación desapareció y suspiró aliviado.
Se quedó sentado, escuchando los graznidos de los pájaros, y decidió matar el aburrimiento encendiendo una hoguera en la playa.
Pasó la mañana llevando ramas y troncos para colocarlos sobre las llamas. Esperaba que el humo fuese suficiente para llamar la atención de algún barco. No había sucedido aún, pero quizás hoy sería el día.
Su optimismo se desvanecía por momentos.
Dejó su sombrero de mimbre sobre la arena. El calor del fuego y del sol del atardecer era abrumador. Se apartó de la hoguera y metió los pies en el mar.
El agua de la orilla estaba tibia, pero seguía siendo un alivio frente al calor. Le molestó un poco en las quemaduras. Bajo las olas se veían pececillos que iban de acá para allá.
Sintió la fuerza de la marea contra los tobillos.
Sintió la sal en los labios.
Olió el humo de la hoguera en la playa, mezclado con el aroma que desprendían las algas mojadas.
Todo parecía... real.
Tan real que contrastaba con su supuesta locura.
Consideró su percepción de la realidad.
Había otra explicación para todo esto, para la extraña volatilización y rematerialización que su cuerpo parecía conocer de antemano y para el fuego que no era tal.
¿Y si mis alucinaciones son el resultado de alguna magia?
Sabía que la magia existía. Sabía que había gente que podía manipular el fuego, invocar el relámpago o hacer que crecieran árboles en terrenos desérticos, pero no conocía sus nombres ni sus rostros.
Había olvidado todo lo demás sobre sí mismo, pero... ¿era capaz de haberse olvidado de una parte tan crucial de él?
Se pasó una mano mojada por los cabellos. Avanzó hasta meterse más en el agua y dejó que las olas le rozaran las mejillas cubiertas por la barba.
El pensamiento parecía... correcto. “Sé hacer magia” fue algo que cruzó su mente de una forma tan inocente como “soy un hombre” o “no me gustan los cocodrilos”.
Cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en aquello, ese escalofrío en la nuca que sentía cuando el poder se acumulaba dentro de él. Buscó dentro de sí y se obligó a crear.
Cuando abrió los ojos, se vio a sí mismo de pie sobre el mar que tenía enfrente.
Aunque el rostro de la visión tenía una expresión vacía, era idéntico al suyo; estaba ahí, con toda tranquilidad —de forma imposible— sobre la superficie del agua.
Abrió la boca, sorprendido.
La ilusión parecía de carne y hueso y el detalle era sorprendentemente preciso. Era divertido que no recordase su nombre, pero sí conociera los detalles de su cuerpo: los músculos ejercitados, la barba reciente, sus hombros desnudos, la piel quemada con ampollas. Incluso se vio las cicatrices —sus cicatrices—, los pequeños recordatorios de una vida vivida intensamente.
Extendió el brazo y trató de tocar la pierna del espejismo, pero sus dedos la atravesaron como si fuera aire.
Increíble.
Se irguió y su cintura quedó al nivel del agua, con las manos a cada lado.
Sonrió de oreja a oreja.
Se concentró, sintió el escalofrío familiar en la nuca y el espejismo se desvaneció.
Su sonrisa se convirtió en un grito de alegría.
Volvió corriendo a tierra firme, pateando la arena a su paso.
—¡Son fragmentos de mis propios recuerdos! No estoy alucinando. ¡Estaba creando ilusiones! ¡Soy un mago!
Levantó la mano y deseó que se manifestase un caballo percherón. El animal se materializó a través de una suave neblina azul y correteó a medio galope a su alrededor. Se acercó para tocarlo y vio que atravesaba fácilmente su lomo veteado de motas grises. La ilusión siguió su camino, saltando la hoguera que había hecho antes y marchando al trote por la playa. Era una mancha delicada de noche nublada contra el blanco deslumbrante de la arena.
Se rio ante la locura de todo. Se rio de su propia habilidad, de su idiotez, pero, sobre todo, en ese momento se reía de que los otros habitantes de la playa se pensaran que su creación era real. Las gaviotas levantaron el vuelo en cuanto el caballo se acercó, los insectos se acercaron e intentaron posarse en su lomo y, aunque sus cascos no dejaban ninguna huella sobre la arena, esta creación parecía más real que el fuego, el arpón o la red. Su imaginación era demasiada para contenerla y los únicos límites de su mente eran los que él imponía. No necesitaba un nombre ni un pasado; en ese momento supo exactamente quién era.
Hizo que el caballo desapareciera y creó un elefante; mandó al elefante desaparecer y creó un monstruo marino; hizo desvanecerse al monstruo e hizo que el día fuera noche. El cielo de la playa se llenó de montones de estrellas.
Rio a carcajadas hasta llorar.
Después de que las lágrimas le corrieran con felicidad por las mejillas, rodeado por una galaxia infinita de estrellas imaginarias, sintió un peso en el corazón.
Estaba en el centro de una noche sin fin, un vacío perfecto punteado por pequeños destellos de luz.
Estaba increíblemente solo.
Hizo que se desvaneciera la ilusión de las estrellas y de la noche y se quedó mirando la playa desierta.
Al día siguiente, se dio cuenta de que no sabía cómo sonaba la voz de un humano que no fuera él mismo.
No abandonó la plataforma donde dormía el día después.
Regresó a la espesura de bambú.
Llevaba puestos los ropajes con los que había llegado y se tumbó en el pequeño claro donde se había despertado por primera vez.
Miró el cielo azul sobre él.
Intentó concentrarse para abandonar aquel lugar, pero no ocurrió nada.
Cerró los ojos e intentó recordar el aspecto que tenía un amigo, un hogar, pero no encontró nada en sus recuerdos.
—Por favor —suplicó en voz alta—, déjame marchar.
El viento agitó las cañas de bambú sobre su cabeza. Gimoteó y se puso las manos sobre el rostro.
A lo mejor no estaba loco. A lo mejor estaba muerto. Quizás esta cárcel era lo que había después de la muerte. Quizás nunca había existido antes y estaba condenado a deambular por lo que quiera que fuera esto para siempre.
Aunque no pudiera marcharse, al menos deseaba tener a alguien con quien hablar.
—Tienes un aspecto horrible —susurró una voz desde arriba.
Apartó las manos. Sobre él se cernía la ilusión de una mujer con el pelo negrísimo, los ojos oscuros y una expresión desdeñosa. Llevaba largos guantes satinados de color violeta y se cruzó de brazos.
—Los músculos te sientan bien, pero la barba no. Curvó los labios en una mueca burlona.
Él sacudió la cabeza, con lágrimas incipientes en los ojos.
—No sé quién eres.
—Claro que no, muchacho.
Ella le echó un vistazo de arriba abajo.
—No sabías quién era entonces y tampoco lo sabes ahora. Es difícil que haya confianza cuando ninguno de nosotros dos confía de verdad en el otro.
Decidió dejar de pensar en si esa ilusión era real o no. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien.
—¿Quién era yo antes de llegar aquí?
—No eras quien tú creías que eras, eso desde luego. Nadie te conocía de verdad... salvo yo. Nunca fuiste un líder, un detective ni un erudito; eras un niño asustado jugando a fingir lo que no eras.
Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
—Puedes engañar al resto del mundo con tu magia y tus ilusiones, pero nunca lo lograrás conmigo.
Quiso sollozar. Quería volver a quedarse dormido o dejar de comer hasta que todo hubiera pasado.
—No sé quién eres —admitió por fin con la voz rota.
La mujer se arrodilló y lo miró a los ojos con una sonrisa fría de cocodrilo.
—Soy lo mejor que te ha pasado nunca.
Levantó la mano para apartarla, y la imagen de la mujer parpadeó y desapareció en una bruma azul. Se había ido.
Su corazón latía a toda prisa y fruncía el ceño con desesperación, que comenzó a convertirse en rabia.
Se levantó, cerró los puños y golpeó una gruesa caña de bambú. El golpe le abrió una herida sangrante en los nudillos, pero no le importó. Dio vueltas intentando tranquilizarse.
—¡No quiero más ilusiones involuntarias! —dijo. Algo en la parte de atrás de su mente vibró mágicamente, como si estuviera de acuerdo. No volvería a ocurrir.
Él era el único que tenía control de su mente. Él era quien aprovechaba sus talentos.
Dejó que su mente vagara y se preguntó si la ilusión que había visto era la manifestación de una parte de sí mismo o el fragmento de un recuerdo de alguien cercano.
Podía haber sido una amante o una amiga.
Se preguntó si tenía amigos siquiera.
Considerando que parecía conocer bien a una mujer como aquella, ¿merecía tenerlos?
Entonces se le ocurrió algo.
—No importa quién era... porque ahora descubriré lo que soy.
Decirlo en alto lo hacía más real.
—Es irrelevante quién fuera antes, porque me convertiré en lo que yo quiera.
Lo creía con todo el corazón.
Se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Iba a demostrarse a sí mismo que merecía vivir.
Se puso a trabajar.
No paró durante cinco días.
Se sentía exhausto, pero satisfecho.
Se sentó a comer los frutos que había recogido frente al fuego. Muy cerca, una pequeña pero robusta balsa esperaba pacientemente bajo el cielo despejado y cuajado de estrellas.
Se apoyó en los suministros que había reunido y repasó su lista mental una vez más: agua fresca para dos semanas (y un recipiente de destilación solar que podría seguir usando después), su red, su arpón y lo que quedaba de su capa, que usaría de protección contra el sol. Dos cestas de fruta. Su sombrero, su cuchillo, materiales adicionales para navegar, bambú y cuerda para las reparaciones. Supo que mañana navegaría hacia lo que quizás fuese una muerte segura, pero se moría por saber lo que había al otro lado del mar. Tenía que haber alguien allí.
Estaba emocionado, aterrorizado... Iba a abandonar el único lugar que conocía para descubrir lo que había al otro lado del mar. El pensamiento lo llenó de una extraña euforia. Le quedaban tantas cosas por descubrir.
Sonrió. Se sentó delante del fuego y abrió una ostra con una roca afilada. Levantó la mitad del molusco como si brindara con alguien.
—Un brindis por ti, Isla Inútil.
El primer día en el mar vino y se fue sin problemas. La Isla Inútil desapareció en el horizonte y el azul infinito lo rodeó por completo.
Tenía confianza. Si había logrado sobrevivir durante tanto tiempo en una isla desierta, podría sobrevivir en el mar.
Esa noche durmió bien.
La noche siguiente, también.
Pero al tercer día, el mar se puso de color gris y comenzó a agitarse.
Y el cuarto día por la tarde, las olas sobrepasaban la punta del mástil.
Las gruesas gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre su piel. El cielo se agitó sobre él con la misma ferocidad que el océano bajo la madera.
Murallas de agua agitaron su pequeña balsa de un lado a otro. El agua gélida que salpicaba se le metía en los ojos y lo desequilibraba. Se agarró a ambos lados de la balsa y cerró los ojos con fuerza, deseando tener el don de poder dominar los mares en lugar de dominar la mente.
Un relámpago se abrió paso sobre su cabeza, seguido inmediatamente por el bramido del trueno.
Estaba aterrorizado. Se ató un trozo de cuerda a la cintura y sujetó el otro a la balsa.
El barquito se elevó en la cresta de una ola y, en el horizonte, distinguió una isla rocosa y escarpada.
¿Quizá estaba habitada?
Tiró de su vela hacia un lado para intentar captar el viento. Justo entonces, su navío se deslizó hacia abajo por la ola y cayó en un remanso entre las aguas mientras otra ola se cernía sobre él.
Miró hacia arriba, vio la ola que se abalanzaba sobre su barca y dejó escapar un jadeo antes de que lo envolviera por completo.
Se despertó hecho un ovillo desmadejado sobre los troncos de su balsa rota. Era de noche y el mar estaba en calma.
La otra isla aún se veía a lo lejos. Era una muralla de rocas y montañas con cimas manchadas de blanco.
¿Nieve? Sintió un brote de optimismo y miró más detenidamente. Resopló. Pájaros.
Revisó el estado en el que se encontraba. Su balsa estaba hecha pedazos, pero, por suerte, la cesta con sus pertenencias seguía atada al tronco del que colgaba.
Los excrementos blancos desperdigados por la isla rocosa resplandecían a la luz de la luna. Era casi hermoso; casi.
Agotado y derrotado, remó como pudo hasta su nuevo hogar.
Salió del agua y se dejó caer sobre una roca plana por encima del nivel del mar. A pesar del coro sin fin de gaviotas y aves-lagarto voladoras, logró dormir un día entero.
Cuando se despertó, luchó un rato entre el sueño y la vigilia. No tenía la energía suficiente para levantarse y explorar, pero estaba muy claro que había cambiado una isla donde al menos podía vivir por otra absolutamente terrible.
Todo sonaba a gaviota. Apestaba a gaviota.
En su corazón, sabía que debía haberse quedado en la Isla Inútil y haber vivido una vida sencilla con sus ostras, su red de pescar y su imaginación indomable.
No obstante, había una pequeña parte de él que sabía, de algún modo, que podía... irse.
Decidió intentar replicar la experiencia de su primer día.
Quizás ahora le funcionaría.
Se tumbó cerca de las rocas y cerró los ojos. Tenía que averiguar qué había dentro de él que le daba tanta seguridad de que podía hacer algo imposible.
Inspiró hondo, dejó que la percepción del sonido de las olas a su alrededor y la caricia del sol se atenuaran y se imaginó un pozo.
Sus paredes eran de suave pizarra gris, pero, cuando pasó la mano por el borde, sintió que no contenía agua, sino muchísimos objetos y lugares, olores, sabores, personas, amigos, amantes; una vida entera de recuerdos. Recuerdos perdidos.
Trepó por el borde hasta meterse en el pozo y penetró en las profundidades de su mente. Su descenso era lento y controlado, una caída elegante a través de su propia consciencia. Sabía que la profundidad del pozo seguía siendo la misma, pero solo la primera parte contenía evidencias y recuerdos. Era una jungla húmeda y frondosa, con arena blanca y pájaros conocidos. Más abajo, las paredes estaban forradas de bambú, escamas de pez que centelleaban con los escasos rayos de luz, y había un hermoso caballo percherón imaginario del color de la lluvia. Estos recuerdos estaban acompañados de orgullo por todo lo aprendido y alcanzado.
Sonrió. No era mucho, pero era él.
Siguió cayendo.
La sensación de familiaridad desapareció y se dio cuenta de que estaba entrando en un tipo distinto de conocimiento. Se hizo una nota mental: algún día debía estudiar las diferencias entre las distintas clases de memoria. Aquí las paredes tenían texturas; en una zona eran de terciopelo, en otras de cuero, y en otras estaban hechas de afiladas espinas.
Mientras rozaba una y otra superficie con las manos, sintió la enorme variedad de conocimientos que había acumulados de su vida anterior; unos conocimientos que no recordaba haber adquirido, pero cuya mera presencia le hacía sentir dichoso. Allí estaban el lenguaje, la aritmética, la técnica de atarse las botas y la de hacerse un café (oh, las atrocidades que puede cometer un hombre por una taza de café). Se rio entre dientes. Había tanta información adherida a las paredes y, maravillosamente, aún cabía mucha más.
Siguió cayendo y cayendo, y la pizarra del pozo dio paso a gruesos jirones de niebla.
Lo que había estado aquí ya no estaba.
Pero quedaba una parte.
Estaba ahí, suspendida como una joya plateada, una fuente de luz en la negrura del pozo de su mente.
Encontró la parte que le permitiría escapar.
La parte que le hacía ser él.
No sabía lo que era, pero la había sentido una vez, y supo que era su última oportunidad.
Alzó la barbilla y ascendió; rebasó las texturas de su conocimiento, el recuerdo de su querida Isla Inútil, salió del pozo y regresó a su cuerpo que se despertaba.
Abrió los ojos e intentó ignorar a los pájaros, que graznaban y aleteaban sobre las rocas que le rodeaban.
Inspiró hondo y se aferró a esa parte brillante de sí mismo que había descubierto en las profundidades de su mente.
Sintió que su cuerpo se tambaleaba e intentó deshacerse del pánico a medida que sus miembros se volvían más borrosos. Había partes de él que intentaban marcharse y parpadeaban con un suave resplandor azul. Una vez más, sintió que tiraban violentamente de él hacia atrás, que le hacían caer sin piedad hasta que su cuerpo se estrelló contra las rocas de la nueva isla. El conocido sello del triángulo dentro de un círculo apareció sobre su cabeza, y dejó escapar un jadeo cuando su forma volvió a condensarse.
Había fallado.
Miró en derredor. No había nada salvo las olas, las rocas cubiertas de excrementos, los pájaros y un sol abrasador.
La conclusión a la que llegó era sencilla. No sobreviviría durante mucho tiempo.
—Puedo imaginar una salida —murmuró a través de sus labios cuarteados y su boca seca—. Puedo pensar una forma de escapar de aquí.
Y, con esto, volvió a tumbarse sobre las rocas, cerró los ojos y descendió una vez a lo más profundo de su mente en búsqueda de una respuesta.
Le despertaron unos gritos lejanos.
—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!
—¿Enviamos a Malcolm?
—No, preparen el bote de remos. Quiero echarle un vistazo primero.
—¡Bajando el bote de salvamento!
Un inmenso barco de vela se mecía cerca de la costa rocosa y llena de pájaros. Sus arboladura estaba cuajada de lo que parecía kilómetros y kilómetros de cuerdas intrincadas. El color de esas velas era de un tono que no había visto desde que se despertó por primera vez en la Isla Inútil. El barco llevaba una estatua de piedra atada en el mascarón sin muchas contemplaciones; a un lado de la proa llevaba grabado el nombre en una caligrafía elegante: El Beligerante.
Cerró los ojos.
El cansancio se apoderó de él y, minutos después, escuchó el sonido de unos remos en el agua.
Una voz ronca y femenina gritó, por encima del ruido de las olas:
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no?
Estaba demasiado cansado para mirar a quien había pronunciado esas palabras. Quienquiera que fuese se había acercado. Probablemente había atracado ya.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que tu muerte sea indolora.
¿Beleren? ¿Así me llamo? La pregunta cruzó su mente en una neblina somnolienta.
Oyó el sonido de unos pies que chapoteaban, los chillidos de las gaviotas. Un gruñido, el sonido nada ceremonioso de un ancla. La mujer debía de haber saltado del bote para investigar por sí misma.
Escuchó su respiración justo encima de él.
¿Tengo un aspecto tan terrible?, se preguntó. Admitió: Me siento terrible, así que debo de tener un aspecto totalmente acorde.
Sus ojos se removieron y abrió los párpados a través del sueño y la sal acumulada.
Se encontró con una mujer de apariencia majestuosa, que asumió que era la capitana del barco.
Era... memorable.
Sus ojos dorados se abrieron mucho por la sorpresa y ella lo contempló perpleja.
Este supo, con una mezcla a partes iguales de emoción y miedo, que esta mujer sabía exactamente quién era.
—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?