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Ixalan: Cuestión de Confianza

Huatli destacaba exactamente en dos cosas.
Era una guerrera y era una poetisa.
Cuando hacía demostraciones de una u otra habilidad, brillaba más que cualquier otro caballero en el Imperio del Sol.
Nunca había tenido que ser nada más, y estaba segura de que, al final, el emperador le concedería el título de poetisa guerrera después de todos aquellos años de lento ascenso y de preparación.
—Déjame verlo otra vez —le susurró su primo.
Huatli abrió la alforja. Un destello de acero saludó a los dos caballeros.
Inti miró dentro con una leve sonrisa.
—Es feísima.
El temperamento tibio de su primo era desesperante. Con los años, Huatli aprendió a interpretar su entusiasmo, por lo que infirió de sus dos palabras que estaba henchido de orgullo.
—Quienquiera que la forjara era muy torpe. Y quienquiera que la llevase, aún más.
Huatli sonrió. La victoria final había sido sencilla. Ninguno de los bandos sufrió bajas; solo se impuso la mejor habilidad marcial y una oferta de paz muy convincente. La Legión del Crepúsculo se retiró a sus barcos sin armas y sin honor.
Huatli observó la plaza mientras ella y su primo pasaban por debajo del arco de entrada a Pachatupa. Había gente que se estaba preparando para la ceremonia de bienvenida que tendría lugar ese mismo día. Otros vecinos cruzaban la plaza para ir a algún sitio determinado, pero, en general, la plaza estaba vacía. Solo a las monturas de los dos caballeros —dos garrapiés de ojos brillantes— parecían importarles su presencia. El dinosaurio de Huatli tiró de las riendas; tenía ganas de llegar a los establos para comer.
Huatli e Inti habían regresado de la última gran campaña del Imperio del Sol en la Costa Solar. La mayor parte del ejército había regresado ya, pero su escuadrón se retrasó después de una última batalla contra la Legión del Crepúsculo. Y, como todas las victorias bien conseguidas, esta trajo consigo muchos botines.
Inti extendió la mano y Huatli le pasó la espada robada. Él la hizo girar para sopesarla y se la devolvió.
—Tendrías que haber visto a su sacerdote —dijo.
—Hierofante —corrigió Huatli.
—¿Hierofante? Uf. En cualquier caso, tenía unas uñas tan largas como las de la abuela.
Huatli asintió y punteó su gesto con un “mmm” enfático.
—Todo encaja. Teniendo en cuenta la evidencia, es muy probable que la abuela sea un vampiro.
Se volvió hacia Inti y enumeró las evidencias con la mano que no sostenía las riendas de su dinosaurio.
—Nunca tiene apetito, mira al infinito, sigue viva contra todo pronóstico...
Inti soltó una risita y Huatli le sonrió a su vez.
Habían crecido juntos. Habían pasado de luchar el uno contra el otro con palos, de niños, a luchar contra los enemigos del Imperio del Sol como adultos.
Inti palmeó el hombro de Huatli. Algunas personas se acercaban a ellos con rostros felices y expectantes.
—Te dejo con tus admiradores —dijo él.
Huatli levantó la mano para decirle adiós.
—¡Huatli, bienvenida a casa! —saludó uno de los desconocidos.
Huatli sonrió e inclinó la cabeza.
Una chica, que no tendría más de trece años, se adelantó y corrió hacia ella con los ojos muy abiertos y casi jadeando.
—Poetisa guerrera, ¿darás un discurso en la ceremonia de bienvenida?
Huatli odiaba que la gente hiciera eso: asumir que había conseguido algo que aún no le pertenecía.
—Diré unas palabras, pero aún no soy la poetisa guerrera. ¿Cómo te llamas, amiguita?
—Wayta. Te vi hablar en el último festival de equinoccio... Estuviste genial.
—¿Escribes poesía, Wayta?
La chica bajó la vista, avergonzada.
—Sí, pero no es lo bastante buena como para compartirla.
Huatli se agachó para que el resto del pequeño (y ruidoso) grupo no escuchara sus palabras.
—¿Quieres que te cuente un secreto?
Wayta la miró maravillada.
A cambio, Huatli le ofreció una sonrisa sincera.
—Solo hay dos tipos de poemas en el mundo: los buenos y los sinceros . La buena poesía es inteligente, pero cualquiera puede serlo si se esfuerza. Sin embargo, la poesía sincera es mágica; tiene la habilidad de hacer que otras personas sientan lo mismo que tú. Sin duda es una magia muy poderosa.
Huatli prosiguió:
—Si crees que lo que haces no es lo bastante bueno para compartirlo, no trates de que sea bueno. Pero al menos intenta que sea sincero.
Le guiñó el ojo.
Y Wayta sonrió de oreja a oreja.


Una hora después comenzó la ceremonia de bienvenida, y Huatli esperó pacientemente el momento de su intervención.
Aunque su misión había sido breve, representaba el final de muchos esfuerzos para liberar la Costa Solar de los invasores. Para celebrar tan feliz acontecimiento, el emperador iba a dirigirse a todos los ciudadanos de Pachatupa y Huatli debía dar un discurso.
El título de poeta guerrero solo se concedía a un único individuo por cada generación. Era el custodio de las leyendas y quien transcribía los acontecimientos más importantes de la historia. Para ganarse un título así, había que demostrar la excelencia en el servicio al reino. La responsabilidad quizá habría abrumado a una persona tan joven como Huatli, pero ella no sentía esta presión.
Todos los habitantes del Imperio del Sol respetaban a su emperador, pero todos adoraban a su poeta guerrero. Probablemente este sería el último discurso que daría antes de que el emperador le concediera oficialmente el título, y todo lo que quería era demostrar que era digna de semejante admiración.
No había cualificaciones fijas para ganarse el título de poeta guerrero, pero la confianza creciente que el emperador tenía en ella parecía indicar que el anuncio estaba próximo. Lo sentía en el aire como el olor metálico de antes de una tormenta.
Huatli sacudió los hombros y tomó una bocanada de aire rancio. Bajo ella, el dinosaurio se sacudió un poco; tenía ganas de abandonar la oscuridad del establo. Le puso una mano en el costado para tranquilizarlo.
Espera, le dijo sin palabras, enviando el recuerdo del olor de la comida a través de la conexión que había entre la bestia y su jinete.
El dinosaurio dejó de agitarse en cuanto comprendió que habría un premio más adelante. Huatli le dio unas palmaditas en el cuello. La bestia erizó las plumas y volvió a quedarse tranquila con la simpleza que le otorgaba su sangre fría, lista para reaccionar ante la próxima orden de Huatli.
Estaban a punto de llamarla para que saliese. Ya no le preocupaba tener que hablar delante de muchas personas. Solo le preocupaba hacerlo bien.
El aire de los establos era pesado y cálido.
En la distancia escuchaba el eco de la voz del emperador mientras este se dirigía a los ciudadanos de Pachatupa. Todos los que vivían en la ciudad asistirían a la celebración.
Quizás lo anuncie después de mi discurso, pensó. Quizás hoy será el día en que diga que hice lo suficiente para ganarme el título que la ciudad ya asocia conmigo.
Una figura echó un vistazo dentro del establo y se topó con los ojos de Huatli. Llevaba los ropajes de un sacerdote; era uno de los organizadores de esta ceremonia. Asintió.
Puedes hacerlo, se recordó Huatli a sí misma. Emocionado del mismo modo, el dinosaurio graznó.
Espoleó a su montura y el garrapié salió del establo.
El sol caía inclemente sobre su cabeza, y los gritos de la multitud eran más fuertes que el rugido de cualquier dinosaurio.
Miles de ciudadanos del Imperio del Sol se apartaron para hacerle camino y aplaudieron a su paso. La ciudad brillaba con sus ribetes de ámbar a la luz del sol de mediodía. Los ciudadanos se habían reunido en la plaza con el rostro vuelto hacia el Templo del Sol Ardiente para escuchar las palabras del emperador, pero se giraron para aplaudir a Huatli mientras esta galopaba hacia la escalinata del púlpito.
Su dinosaurio corrió en línea recta a través de la multitud dividida, por debajo de arquivoltas lo suficientemente altas para que los dinosaurios de cuello largo pudieran pasar y sobre baldosas lo suficientemente fuertes para soportar al más pesado de los colapuadas. Muy arriba, Huatli distinguió al emperador al borde de la escalinata del templo. Había extendido la mano en señal de bienvenida e, incluso desde lejos, supo que estaba sonriendo.
La multitud comenzó a corear su nombre.
Huatli sonrió y supo que era el momento adecuado para lucir su botín.
Levantó la espada robada sobre su cabeza y la multitud gritó el doble de alto.
Era un arma delgada y ligera, hecha para duelos elegantes mucho más que para verdaderas peleas. En el mango, alguien había añadido una rosa negra de metal con escaso gusto. Y pensar que aquellos artesanos inferiores se llamaban a sí mismos conquistadores.
El dinosaurio se detuvo enfrente de la escalinata y Huatli desmontó, todavía con la espada en alto.
Miró hacia el emperador y ascendió, escalón a escalón.
El templo se había construido sobre la base de uno más antiguo, que también se había edificado sobre varias ruinas aún más antiguas. El propio Imperio del Sol seguía esos principios. Era la última manifestación de una nación cuyos gobernantes siempre estaban disputándose el poder, erigiendo edificios siempre más altos que los anteriores sobre lo ya construido. Aunque los Heraldos del Río controlaron el continente hacía tiempo, el Imperio del Sol había sellado las fronteras del país bajo el liderazgo de su nuevo emperador.
Apatzec Intli III no solo era responsable del nuevo control del territorio, sino también del expansionismo beligerante que se había apoderado del imperio después de la muerte de su madre, hacía ya unos años. Aunque la anterior emperatriz había sido más cauta y conservadora, el nuevo emperador estaba ansioso de demostrar que era el adalid de una gloriosa nueva era para el Imperio del Sol.
Huatli no había conocido a la emperatriz, pero admiraba la determinación de Apatzec. Él se dio cuenta de su presencia cuando ella comenzó a ascender en la guardia y, después de años de entregado servicio, se había convertido en su estratega favorita.
Cuando terminó de subir las escaleras, Huatli se giró y presentó la espada de la Legión del Crepúsculo a la multitud de abajo. Todos aplaudieron enardecidos al contemplar el botín de guerra. El emperador Apatzec se acercó, flanqueado por dos guardias. Huatli le entregó la espada.
Él le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa y se dirigió al pueblo de Pachatupa.
—¡Ciudadanos! Esta es la líder del escuadrón que hizo huir a los invasores de la Costa Solar. Ella y sus soldados rechazaron hace tiempo la incursión de la Legión del Crepúsculo en nuestras costas y, esta mañana, regresaron sanos y salvos a su hogar. Mis palabras no pueden hacerle justicia a su victoria. ¡Escuchen y alaben la destreza valerosa de Huatli!
La multitud rugió.
Huatli sonrió, levantó una mano y la bajó poco a poco con una calma ensayada. Los ciudadanos enmudecieron; lanzó rápidamente un hechizo para que su voz alcanzara el volumen necesario.
Lo practicaste. Puedes hacerlo.
Ilustración por Anthony Palumbo

—¡Kinjalli, escucha mi llamada!
Es hora ya de despertar a los que duermen,
de acabar con la sombra del este
que busca oscurecer nuestro hogar.
¡Tilonalli, escucha mi llamada!
Que los corazones de tus hijos ardan
y seamos el alba que despunta
para inmolar el Crepúsculo en su seno.
La Trinidad Solar está con nosotros,
y gracias a nuestros piadosos rezos
tus valientes guerreros arrasaron con fulgor
a los herejes que ensombrecían tus costas.
Montados en garrapiés, colaplanas, crestacuernos,
cargamos en furioso y glorioso galope
contra el enemigo de ojos de tiburón
que busca arrebatarte lo que es tuyo.
Y allí, en la arena, nos medimos con ellos,
contra sus armas y colmillos punzantes y malévolos.
Pero los sombríos no pudieron con nosotros
y pronto su vileza abandonó nuestras costas.
Hoy regresamos y alzamos la voz para alabarte:
es la luz tu imperio,
y nada aterra más al Crepúsculo
que la salida eterna del sol.
La multitud se deshizo en aplausos de nuevo.
El emperador Apatzec miró a Huatli con una sonrisa de aprobación.
Agradecida, ella inclinó la cabeza.
El emperador dio un paso al frente y habló a un volumen potenciado por el efecto sutil de la magia.
—La victoria de hoy también marca el comienzo del siguiente paso de nuestra expansión.
El público guardó silencio: aquello era importante.
¿Me va a conceder el título ahora o no?
—Repeler a la Coalición Azófar y a la Legión del Crepúsculo de nuestras costas orientales significa que estamos listos para reclamar el sur —anunció Apatzec. Hablaba con la dicción ensayada de un monarca y la confianza de un conquistador—. Nuestros guerreros nunca han estado más preparados y, con la fuerza del Sol Abrasador, ¡aniquilaremos a la Legión del Crepúsculo de nuestro territorio!
El público vitoreó y Apatzec asintió en dirección a Huatli. El corazón se le encogió un poco. Si hubiera habido un momento apropiado para anunciar su nuevo título, era ese sin duda. Se despidió con la mano, giró sobre sus talones y siguió al emperador al interior del templo.
El emperador hizo una señal a los sacerdotes para que los dejaran solos y se despojó de su manto ornamental.
Huatli tomó asiento sobre un cojín en el centro de la estancia. Él se sentó frente a ella y sonrió.
—Gracias por compartir tu don, Huatli. El imperio necesita de tu voz.
—Me alegra ser de utilidad, emperador Apatzec.
Él le dio vueltas a la espada de la Legión del Crepúsculo que aún llevaba en la mano y la sostuvo en el aire. Arrugó la nariz en una mueca de desagrado.
—Qué mal gusto, ¿verdad? —comentó—. Uno se pregunta cómo lograron conquistar un continente completo con estas armas.
—También usaban los dientes, señor. —Huatli esbozó una amplia sonrisa—. Para su desgracia, los de nuestros dinosaurios son mucho más afilados.
—Sin duda.
El emperador sonrió. Huatli siguió sentada en silencio, esperando pacientemente a que se decidiera a hablar.
Apatzec le dijo lo último que esperaba oír.
—No voy a enviarte a combatir al sur.
Huatli intentó no mostrar lo mucho que le dolieron esas palabras.
—Majestad, me prometisteis una misión más antes de otorgarme el título de poetisa guerrera —comentó, tratando de poner una expresión neutral.
El emperador Apatzec negó con la cabeza solemnemente.
—Sabía que no te gustaría nada.
—No es que no me guste —respondió ella, las manos agarradas con fuerza.
—El Imperio del Sol te necesita aquí, en Pachatupa. Puede que lleguen más invasores a las costas orientales.
—¿Sabéis algo que yo desconozco?
El emperador frunció el ceño.
—Solo son rumores, pero temo que dentro de poco haya un ataque en dos frentes: de la Coalición Azófar y de la Legión del Crepúsculo. Tu misión es mantener una presencia en la costa con tu escuadrón y rechazar a los invasores mientras nuestro ejército está luchando en las tierras meridionales durante el siguiente mes. Partirás la semana que viene.
—Entendido, majestad.
El emperador se detuvo y suspiró.
—No me gusta pensar en las instrucciones que habría dado mi madre.
—“Protejan las ciudades y continúen la búsqueda de aquella que perdimos”, o algo así, ¿correcto?
Apatzec asintió. Una sonrisa se abría paso en la comisura de su boca.
—Encontraríamos antes una pantera voladora que una ciudad perdida. Es mejor que nos centremos en lo tangible, Huatli, aquello que vemos y oímos. Perseguir fantasmas no nos lleva a nada. Prepara tu escuadrón y no olvides escribir otro poema mientras estás fuera.
Le dio un vuelco el corazón. El emperador seguía teniéndola en consideración.
Apatzec se inclinó y Huatli hizo lo mismo.

Un mes después, a Huatli le llegaron rumores.
Los exploradores decían que había aparecido un barco de la Coalición Azófar muy cerca de la costa. Huatli ensilló su montura y se internó en la jungla junto a Inti en cuanto tuvo oportunidad.
Las flores se arremolinaban sobre sus cabezas, y manadas enteras de dinosaurios de cuellos largos se apartaban al paso de los dos guerreros montados en sus garrapiés.
Ilustración por Zack Stella

—Se dice que acamparon cerca de las rocas —gritó Inti por encima del estruendo de los pasos de los dinosaurios.
Las ramas golpeaban la armadura de Huatli a medida que se abría camino por la jungla. Se irguió en la silla e inició un hechizo para invocar algo de ayuda.
Sintió que la magia chisporroteaba dentro de ella, como si fuera una antorcha que desprendía luz desde su pecho. Unos segundos después, oyó las zancadas de varios dinosaurios que trotaban sobre dos patas a su alrededor. En breves momentos, un grupo heterogéneo de dinosaurios comenzó a seguir a Huatli y a Inti. Había pequeños devorahuevos, colaplanas y crestacuernos; todos se movían con un propósito, sin apartarse de las monturas de los caballeros del Imperio del Sol. Huatli los instó a seguir adelante, los tranquilizó con magia y les aseguró que no sufrirían daño.
—¡Huatli! ¡Allí!
Inti señalaba un claro al frente, donde el delta del río se unía con el mar.
Las velas de un rojo chillón contrastaban bajo el cielo azul; en la playa había amontonadas varias cajas de suministros.
Se detuvieron, ellos y la manada, justo antes de abandonar la protección de las hojas, allá donde los árboles de la jungla dejaban paso a la arena. Huatli e Inti contemplaron el barco con anticipación.
—No hay tripulación —susurró Inti.
Huatli asintió.
—Deben de estar explorando el terreno. Destruiré su equipamiento. Tú conduce a los piratas hasta la playa y hacia el barco cuando veas que sale fuego de los suministros.
—Suena bien —dijo Inti. Miró a Huatli unos segundos—. Ten cuidado, prima.
—Tú también.
Inti regresó a la jungla y Huatli espoleó a su montura hacia la playa, mientras les pedía al resto de dinosaurios que se quedaran atrás, en la espesura.
El garrapié caminó silenciosamente por la arena y, en breves momentos, Huatli se encontró junto al montón de suministros. Quitó el tapón a la cantimplora que llevaba colgada del cinto y derramó su contenido sobre las cajas de suministros, que desprendieron un fuerte olor. Luego tomó una pequeña piedra negra de su armadura y la golpeó contra el acero de su arma. Las chispas saltaron hacia la madera seca de las cajas, que se prendió casi al instante.
Enfundó la espada y volvió al galope a la seguridad de la jungla. Se detuvo donde antes, en la frontera entre la playa y la espesura; comenzaban a llegar algunos miembros de la tripulación, aterrados ante la vista del humo que se alzaba de sus equipos y alimentos. Pero no había suficientes corriendo.
Persíganlos hacia la playa, ordenó Huatli, con los ojos encendidos por la magia.
Se oyeron crujidos y gritos; aparecieron una docena de trasgos, ogros y humanos de la Coalición Azófar, perseguidos por los dinosaurios invocados. Los piratas iban saliendo a la luz, tambaleantes y deslumbrados por el sol, y gritaban de sorpresa al descubrir la hoguera en la playa. Corrían desesperados y golpeaban las llamas con lo que podían para intentar sofocarlas.
Huatli sonrió y distinguió a Inti a lo lejos. Lanzó un silbido y él se acercó. Estaban ocultos de la vista de los piratas por las gruesas plantas y árboles costeros. Inti arrimó su montura a la suya.
—Aquí estamos bien —dijo Huatli señalando con la cabeza a los piratas aterrados, que ya intentaban regresar al barco—. Adelántate y busca agua. Tengo sed.
Inti se dio la vuelta y desapareció en la jungla.
Huatli espoleó a su garrapié para que fuese al trote y comenzó a desplazarse por el borde de la playa.
De repente, algo se agitó debajo de ellos y su montura perdió pie. Huatli cayó al suelo con un fuerte golpe.
Cuando se puso en pie, vio a su dinosaurio bramar de dolor, con las patas atadas por unas cadenas incandescentes. Las escamas de su piel estaban chamuscadas por el calor.
El dueño de las cadenas apareció de detrás de un árbol y Huatli contuvo la respiración.
Era un monstruo de impresionante altura.
Ilustración por Svetlin Velinov

Tenía el cuerpo de un herrero, pero su cabeza era la de un animal que Huatli solo había visto cerca de los fuertes de la Legión del Crepúsculo. ¿Era... un toro? Llevaba pesadas cadenas de hierro alrededor del pecho y parecía resplandecer, como si llevara un horno en su interior. Un hilillo constante de vapor se elevaba desde su hocico.
Huatli se lanzó a por las cadenas en un intento desesperado de ayudar a su montura, pero su enemigo las retiró antes de que pudiera tocarlas y soltó un bufido desafiante. El metal se elevó como por arte de magia y volvió a arrojarse de nuevo; esta vez se enredó en el cuello del dinosaurio. Sin hacer caso de sus aullidos, apretó las cadenas y, con un horrible chasquido, la bestia murió al instante.
Huatli se incorporó y desenvainó su arma. No se molestó en ocultar el dolor de su rostro; hacía mucho tiempo que conocía a aquel garrapié. Cualquier monstruo que actuara con tamaña crueldad debía sufrir las consecuencias.
—¿Cómo te llamas? —gritó.
El monstruo extendió las manos. Las cadenas ardientes se retiraron del dinosaurio y se replegaron en sus muñecas, listas para volver a atacar. Un fuego antinatural ardió en su boca y del hocico le brotó una humareda de vapor.
—Soy Angrath, el temido pirata —dijo—, y busco el Sol Inmortal.
Huatli soltó una carcajada.
—Tú y todos los demás, idiota.
Su voz tenía un acento que Huatli no podía ubicar.
—Si no me dices dónde está el Sol Inmortal, guerrera, morirás.
Una cadena se disparó desde su brazo derecho. Huatli la esquivó, sintiendo su calor cuando pasó junto a su mejilla.
Logró mantener el equilibrio y corrió hacia Angrath, con el arma lista y los músculos en tensión. Intentó acercarse lo suficiente y acertarle con la hoja semicircular en los tendones, pero el pirata ardía con un calor tan sofocante que era demasiado para un combate cuerpo a cuerpo. Se retiró, pateando a su paso un montón de polvo y hojas secas mientras volvía a esquivar la cadena.
Se había apartado justo a tiempo para evitar otro golpe. Una segunda cadena saltó y la sujetó por el pie; Huatli fue arrojada al suelo con una ferocidad que le robó el aliento.
La cadena estaba tan incandescente que resplandecía, y podía sentirla a través de sus gruesas grebas de acero. Se retorció, tratando con todas sus fuerzas de romper la cadena con su arma; Angrath dio unos pasos hacia delante. En sus ojos ardía un fuego rabioso.
Huatli forcejeó, se agitó y, por suerte, la cadena se aflojó.
Ningún pirata luchaba con esa rabia tan despiadada, ningún Heraldo del Río mataba con tanta facilidad y ningún enemigo de la Legión del Crepúsculo era tan impredecible. Huatli se sintió desprotegida y fuera de su elemento; este adversario no se parecía a ningún otro.
—¡¿Huatli?!
Volvió la cabeza. Inti debía de haber dado la vuelta al escuchar los ruidos y ahora los miraba horrorizado desde la espesura de la jungla. Angrath volvió la cabeza para identificar al recién llegado; Huatli se puso en pie de un salto y se dio impulso para el ataque.
Con el arma bien agarrada, cargó contra el pirata e hizo un barrido circular con la pierna para desequilibrarlo.
Funcionó; Angrath cayó al suelo con un gran estruendo y, mientras intentaba levantarse, logró abrirle una herida en el pecho con el filo de su arma.
El hombre con cabeza de toro rugió de dolor y lanzó otra carga de cadenas directamente hacia Huatli.
Esta cambió el peso varias veces de un pie al otro y esquivó el ataque con facilidad sinuosa. Sin descansar ni un momento, aprovechó su propio movimiento para alzar la pierna y descargar un fuerte rodillazo contra su barbilla.
Angrath se dobló y Huatli le gritó a su primo, que observaba la escena con la boca abierta desde un lateral:
—¡Inti! ¡Necesito una montura!
Sintió que, detrás de ella, Inti comenzaba a invocar a un nuevo dinosaurio para que ella escapase sobre él.
Vio una cadena roja como el fuego que se alzaba hacia ella desde algún punto en el suelo y se agachó y rodó para evitarla. Una de las grebas se le cayó.
Inti gritó:
—¡Detrás de ti!
Pero, cuando quiso mirar, recibió un golpe proveniente de esa dirección y dio con su rostro en el suelo cubierto de hojas.
Angrath volvía a estar en pie, con el ceño tan fruncido como le permitía su rostro.
Huatli escuchó un grito y vio cómo la cadena alzaba a Inti de su montura. Una segunda cadena se enredó de repente contra la piel desnuda de su pierna y gritó al notar que la abrasaba.
De pronto se dio cuenta de que su primo y ella iban a morir.
Intentó ponerse en pie y enfrentarse a su enemigo cuando, muy dentro en su pecho, algo chisporroteó.
De repente, sin ningún dolor, Huatli empezó a sentir que se deshacía.
Su visión se convirtió en una mezcla increíble de luces y colores; el sonido pasaba a través de sus oídos y rebotaba dentro de su cabeza; sintió que su cuerpo se descomponía, que se separaba de sí misma. Era una sensación cálida y brillante que debía de haberle dado miedo, pero parecía lo más natural del mundo. De repente, notó que su cabeza atravesaba la barrera de luces y colores y entonces la vio.
Era una ciudad que brillaba con la calidez del oro.
Ilustración por Adam Paquette

Torres y agujas bruñidas y resplandecientes que se elevaban hacia el cielo. Un metal centelleante que no se parecía a nada que hubiera visto antes y, sobre todo, una magia que vibraba y que se dispersaba por las nubes como un río.
Era hermoso.
Y, de repente, ya no estaba.
Su percepción regresó de golpe a donde estaba, como si una fuerza desconocida hubiese tirado de ella para devolverla a la jungla. La puerta a través de la cual había vislumbrado algo se había cerrado de un portazo, prohibiéndole la entrada. Todo fluía de nuevo través de las luces y los colores, el sonido y el ruido, hasta que su cuerpo se recompuso sobre la tierra de la jungla.
La sangre le martilleaba en las sienes y su visión se centró en el extraño símbolo de un triángulo dentro de un círculo que parecía flotar con un brillo sobrenatural sobre su cabeza.
Intentó recuperar el aliento.
Se calmó ligeramente y dejó de jadear.
Entonces se dio cuenta de que Angrath seguía enfrente de ella.
La miraba maravillado mientras las cadenas retrocedían poco a poco a sus brazos, con los ojos muy abiertos y una expresión de sorpresa bovina.
Inti estaba aturdido, pero seguía vivo, y miraba alternativamente a Huatli y al símbolo brillante que se desvanecía sobre su cabeza.
El pirata levantó la mano y señaló a Huatli.
—¡Tú también eres una de nosotros!
Huatli apoyó la mano en el suelo para recobrar el equilibrio. El sello sobre su cabeza desapareció y sacudió la cabeza.
Las palabras brotaron atropelladamente de sus labios, sin ser del todo consciente de ellas.
—No sé qué ha pasado.
Angrath sonreía; todo lo que podía sonreír un hombre con cabeza de toro.
—Nunca había conocido a otro en este maldito plano. ¡Podemos ayudarnos a huir!
Inti se había montado de nuevo en su dinosaurio y avanzó rápidamente describiendo un círculo para ponerse detrás de su prima.
—Huatli, ¡levántate! —dijo, alargando una mano. Ella la ignoró; no dejaba de mirar perpleja a Angrath. Él también tenía la mano extendida hacia ella con la palma hacia arriba, como si le hiciese una invitación.
Le rajó con celeridad con su arma, subió detrás de Inti en su montura y ambos huyeron mientras el grito de dolor de Angrath resonaba por toda la jungla.
La mente de Huatli era un remolino infinito de maldiciones y confusión. No había tiempo para un debate imaginario tranquilo: era la hora de las preguntas atropelladas.
Mi cuerpo DESAPARECIÓ y había luces y colores y acaso estaba desmayada o estaba alucinando pero Angrath lo vio también, ese MALDITO PIRATA, cómo se atreve a pensar que le ayudaría después de matar a mi dinosaurio e intentar matarme a mí, POR EL SOL QUE NOS ALUMBRA, no podía respirar porque ME HABÍAN DESAPARECIDO LOS PULMONES...
Inti verbalizó todas las preguntas que ella tenía en la cabeza.
—¡Tu cuerpo! Lo que hiciste era magia... ¿Cómo lo lograste? ¡¿Estuviste entrenando en secreto?! ¿Y qué era ese símbolo? ¡¿Y por qué el pirata se pensó que ibas a ayudarle?!
La respuesta de Huatli fue breve, esquiva y en voz baja.
—Vi una ciudad dorada.
—¡¿Qué?!
—Inti... creo que vi Orazca.

Todo lo que Huatli daba por cierto en el mundo que la rodeaba se estaba desmoronando.
No solo la atacó el monstruo más extraño que había visto nunca, sino que su cuerpo se disolvió y, por un momento, su consciencia fue capaz de vislumbrar un lugar sagrado para después regresar con violencia a su propio mundo.
Era como intentar permanecer de pie sobre un tronco en el río. Como si volviera a ser una niña dando vueltas y cayendo al suelo mareada. El suelo se había ido, y la creencia de Huatli en lo que era cierto o no había dado un vuelco.
Caía la noche cuando regresó a la ciudad. Se dirigió directamente a la residencia del emperador.
Necesitaba el consejo de la única persona que sabía que no le contaría a nadie lo que vio.
Los guardias la reconocieron al instante y la dejaron pasar al edificio más alto de Pachatupa con una inclinación profunda y respetuosa. Su formalidad puso aún más nerviosa a Huatli.
Un ayudante condujo al emperador Apatzec a la sala de reuniones. Había una talla en la pared más alta que representaba el sol; la luz de la luna hacía relucir el ámbar incrustado en la roca. El emperador mantenía la misma compostura de siempre, aunque no se había puesto su manto habitual de plumas de dinosaurio; en su lugar, llevaba una túnica menos formal.
—Huatli, ¿qué te trae ante mí a estas horas?
El corazón de Huatli seguía latiendo a ritmo acelerado. El pecho le dolía por los moratones de la pelea.
—He visto algo que no pude comprender.
—¿En un sueño? —dijo el emperador. Su rostro severo indicaba que no tenía buena opinión acerca de los sueños.
—No. No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos.
El emperador se acarició la barbilla pensativo.
—Cuéntamelo.
Permanecieron sentados como dos amigos mientras Huatli le relataba el incidente todo lo bien que pudo.
El emperador escuchó pacientemente.
De vez en cuando, daba un sorbo a la taza de xocolātl que había invocado cuando tuvo la impresión de que esta historia sería importante, y asintió, comprensivo, con cada acontecimiento en la historia de Huatli.
—¿Qué sentiste? —le preguntó.
—Sentí que no me podía marchar. Como si hubiera abierto una puerta, pero solo pudiese mirar a través de una rendija antes de ser empujada hacia atrás.
—¿Algo te impedía marcharte? ¿Y solo Inti y yo sabemos lo que pasó?
—Sí y sí, emperador.
—Llámame Apatzec. No llevo puesto el manto oficial.
Huatli le dirigió una mirada cansada.
El emperador sacudió la cabeza y sonrió.
—Eres muy valiente, Huatli.
—Con el debido respeto, emperador, no me siento tal.
El emperador Apatzec dejó la taza a un lado y le dirigió una mirada pensativa.
—El sol se nos revela en tres aspectos: la creatividad, la destrucción y el sustento. Es evidente que tus dones provienen de los dos primeros, pero eso quiere decir que deberías explorar el último.
—¿Qué queréis decir, majestad?
El emperador parecía emocionado.
—Mi madre era terca y chapada a la antigua. Prefería perseguir fábulas en la jungla que asegurar su poder a través de métodos expeditivos. Aunque no podemos permitirnos enviar a nuestro ejército al completo a buscar el poder oculto en la ciudad de Orazca, me parece sabio enviar a nuestra mejor guerrera, sobre todo si el destino también la llama.
—¿Emperador...?
—Lo que viste es la prueba de que eres digna de llevar ese título. Huatli del Imperio del Sol: la ciudad dorada que viste solo puede ser la ciudad perdida de Orazca. Debes ir y encontrar la forma de que nuestro imperio siga creciendo con el poder que yace en su interior.
Preocupada, Huatli había cerrado los puños.
—Pero, excelencia, la poetisa guerrera no participa en expediciones. ¡No tenía ninguna intención de iniciar una expedición!
—Pero lo hiciste. Por lo tanto, la poetisa guerrera debe hacerlo.
Huatli jadeó. ¿Quería decir lo que ella había entendido?
El emperador se puso en pie y caminó hasta el otro lado de la sala de reuniones. Descolgó un casco de un gancho en la pared y regresó a donde estaba Huatli.
Era el casco del poeta guerrero.
El corazón de Huatli se volvió loco.
Apatzec sonrió con orgullo.
—Huatli, el título de poetisa guerrera es tuyo si eres capaz de encontrar la ciudad dorada de Orazca.
Huatli dejó escapar un suspiro tembloroso.
Todo lo que siempre quiso dependía de encontrar un lugar que era más un mito que una realidad.
El emperador le dio la vuelta al casco. La luz de los candiles de la cámara se reflejaba en el ámbar del material y desprendía un tibio resplandor dorado.
—Esta es una nueva era para el imperio. Ningún otro poeta guerrero de la historia ha visto la ciudad dorada. —Su sonrisa se ensanchó—. Eso hace que mi mandato sea especial.
Huatli le correspondió en su sonrisa y se levantó. Se puso en posición de firmes y miró al emperador a los ojos.
—Encontraré Orazca, emperador, y me haré con el Sol Inmortal para expandir la gloria del Imperio del Sol.
El emperador Apatzec pareció complacido.
—Mañana es un nuevo amanecer para el imperio, poetisa guerrera.

La residencia de los caballeros estaba separada del resto de la ciudad por un pequeño muro. Allí era donde Huatli y sus compañeros entrenaban, comían, dormían y planeaban la defensa de la ciudad. Otros regimientos estaban dedicados a la conquista y expansión del imperio; pero, en la ciudad, la preocupación principal era proteger lo que ya controlaba el Imperio del Sol. Había crecido allí como hija de unos padres afectuosos que fueron caballeros antes que ella. Era el único hogar que conocía, y había memorizado cada esquina y cada callejuela. Ahora se escurrió por uno de esos pasajes.
—¿Huatli?
Inti sacó la cabeza por la esquina con el ceño fruncido.
—¿Le contaste al emperador lo que viste?
Huatli asintió.
Su primo, que no sabía lo que hacer, también asintió.
—Supongo que es bueno. ¿Estás bien ahora?
Huatli sacudió la cabeza y se encogió de hombros, una desesperada conglomeración de gestos que reflejaran su estado emocional actual.
—Sí. No —confesó.
Inti la tomó por el hombro y la condujo de vuelta a la sala común de los guerreros. Estaba vacía y tranquila, ya que el resto del regimiento se había ido a dormir hacía horas. Le sirvió una bebida que desprendía un fuerte olor amargo y que tenía un aspecto desagradablemente lechoso. Si era buena para el espíritu, como insistía Inti, Huatli estaba segura de que no valía para mucho más.
Inti esperó a que diera un sorbo y recuperase el control de su respiración antes de empezar a preparar una cataplasma para la quemadura de su pierna.
—¿Estás segura de lo que viste hoy? Cuando hiciste aquello de... —Inti agitó la mano sobre su cabeza, refiriendo la aparición del sello todo lo bien que podía.
Huatli asintió.
—Vi una ciudad dorada.
Tragó saliva y le dirigió una mirada.
Él la miró, impávido, mientras aplicaba la cataplasma a su tobillo.
—¿Una ciudad dorada?
Huatli sintió que se ruborizaba.
—Sí.
Inti le sujetó la cataplasma con un vendaje y se sentó pensativo. Al final habló:
—¿Crees que era la ciudad dorada?
Huatli sacudió la cabeza como para disculparse.
—Nadie sabe el aspecto que tiene Orazca, así que sí, asumo que lo era.
—Tiene sentido.
Inti chasqueó la lengua y enrolló el resto del vendaje en su propia mano.
—¿El emperador te pidió que la encuentres?
—Me dijo que me ganaré el título de poetisa guerrera si descubro dónde está la ciudad.
Inti se sorprendió. Dejó escapar un suspiro y asintió.
—Es una buena recompensa.
—Lo sé.
Inti volvió a sentarse en el taburete. Huatli extendió el pie y se sentó frente a él. Su primo comenzó a deshacer el vendaje del tobillo y a revelar la piel de debajo, ya curada. Inti había aprovechado bien su entrenamiento en magia curativa.
Huatli inspiró hondo.
—Esta responsabilidad, Inti... es algo que nunca había tenido. No quiero ir sola.
—No tienes por qué —respondió él—. Teyeuh y yo podemos ir contigo. Te protegeremos.
—¿No sé cómo llegar allí? —Esta afirmación, teñida de nuevo por la preocupación, le salió en forma de pregunta.
Inti se encogió de hombros con una mirada comprensiva.
—Los Heraldos del Río sí. ¿Por qué, si no, pondrían tanto empeño en proteger su territorio?
Huatli volvió los ojos al suelo.
—Llevo entrenándome toda la vida para esto, pero ir a buscar una ciudad entre la leyenda y la realidad no era parte del plan.
—¿Y quieres ir? ¿O solo quieres el título que obtendrías si tuvieras éxito? —preguntó él.
La respuesta se congeló en la garganta de Huatli. Su propia reacción instintiva la sorprendió, pero decidió poner en palabras lo que pensaba.
—Quiero encontrar la ciudad.
El corazón le palpitaba con fuerza. La idea de ser una exploradora era un concepto aterrador, completamente distinto a todo lo que creía ser y, sin embargo, no podía ocultar la gran emoción que sentía al pensar en hacer otra cosa que aquello a lo que estaba acostumbrada.
—Nunca pensé que podría ser algo distinto a lo que soy, Inti. Pero quiero ser algo más que un par de cosas.
—Ya lo eres, prima. —Inti se puso en pie—. Buscaré a Teyeuh y le explicaré la situación. Estaremos listos para partir al amanecer. Primero tenemos que encontrar a un Heraldo del Río que nos guíe.
Comenzó a caminar hacia la armería, se detuvo y miró por encima de su hombro.
—Poetisa, guerrera... ¿vidente?
Huatli pensó durante un momento.
—¿Poetisa, guerrera, viajera? —sugirió.
Inti consideró la propuesta y contraatacó con otra.
—Poetisa, guerrera, líder de expedición con un cuerpo capaz de disolverse en el aire.
—Ese título no cabe en un casco, Inti.
—Aún no —dijo él con una sonrisa.
Se marchó y Huatli se quedó sola.
Estaba aterrorizada, emocionada... Iba a enfrentarse al desafío más grande que se había encontrado nunca.
Así que sonrió.
Al cabo de un rato, caminó despacio hasta donde solía dormir.
Se tendió en la hamaca y miró hacia arriba, tratando de recordar las luces, los colores y los sonidos de antes. Había sentido que cada fragmento de sí misma se encendía y se disgregaba y, aunque vio que su cuerpo se disolvía, no estuvo asustada en ningún momento; en vez de eso, recordó su sensación de júbilo mientras sucedía. Se llevó una mano al pecho y cerró los ojos, recordando la claridad del brillo del sol sobre el oro de los tejados de la ciudad; la pureza de sus ríos celestes de nubes y azul, que parecían curvarse sobre su cabeza. No se parecía a nada que hubiera visto antes.
No era una vidente, pero había visto algo. No era una viajera, pero su misión era viajar. Huatli era dos cosas, y ninguna de ellas parecía conectada con el destino que la esperaba.
Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Sus sueños estuvieron repletos de oro que brillaba con los colores de un lugar más allá de todos los que había visto hasta ahora. El sueño se encogió, se estiró y se transformó en algo más: una profecía, y se vio a sí misma tal y como sería algún día.
Era una poetisa, era una guerrera.

Y ahora era una exploradora.