Amonkhet: Juicio
| martes, 11 de julio de 2017 at 18:27:00
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Samut ha abandonado las pruebas, su simiente y su antigua vida.
Ha pasado los últimos días huyendo y está desesperada por sobrevivir el
tiempo suficiente para enfrentarse al intruso que ha transformado su
mundo. Después de descubrir que su ciudad ya no es lo que era hace
apenas unas décadas, está decidida a convencer de ello a Djeru, su mejor
y más antiguo amigo. Cuando una confrontación directa no da resultado,
Samut recurre a la única diosa que podría perdonar la vida a Djeru.
Samut había pasado tres días sin proyectar una sombra. La luz de los soles era un lujo que los fugitivos no se podían permitir. Había corrido de un escondrijo a otro para ocultarse en los recovecos oscuros de la ciudad, fuera de la vista de los ángeles y los ungidos.
Habían pasado tres días desde que los visires y los ungidos la habían intentado atrapar. Después de sus desacertados gritos de disidencia, la habían apresado por los brazos, le habían tapado la boca y la habían arrastrado adonde nadie pudiera oírla. Había escapado de sus captores pagando el pequeño precio de un hombro dislocado, para luego huir hacia los rincones despoblados corriendo como nunca había hecho. Aun así, ¿cómo había podido ser tan incauta? Cuando miles de ciudadanos aceptaban alegremente aquel manto asfixiante de mentiras, ¿cómo había podido pensar que lograría ganárselos gritando en las calles? No volvería a intentarlo. Ahora solo le importaba convencer a una persona.
Oyó un golpe amortiguado en la puerta. La abrió de golpe y los rayos de sol salpicados de polvo le hicieron entrecerrar los ojos. Distinguió una silueta: una momia guardiana envuelta en lino de la cabeza a los pies. Samut le hizo un gesto para que entrase.
La momia cruzó el umbral arrastrando los pies. Cuando por fin entró en la cámara, Samut cerró la puerta de nuevo con un crujido de arenisca contra arenisca.
La momia miró a Samut y sus vendas tensas titilaron a la luz de la antorcha.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Samut sonriendo―. ¿No me das un abrazo?
―Esto es una blasfemia ―masculló una voz masculina y conocida.
―Pero has podido llegar aquí sin que nos maten a ninguno de los dos ―razonó Samut.
―Me cuesta mucho moverme ―protestó la momia estirando los hombros apretados por las vendas―. Ayúdame a quitarme esto.
Samut empezó a desenvolver el lino. El rostro sano de Djeru apareció bajo los vendajes y este se revolvió para terminar de quitarse el disfraz. Aquella era la cara que Samut quería ver, la de su último aliado en el mundo: su camarada de simiente, su compañero y amigo. Se inclinó hacia él y lo estrechó con fuerza.
―Me alegro de verte con vida ―le susurró al oído.
Djeru deshizo el abrazo y apartó a Samut a cierta distancia.
―¿Cómo conseguiste liberarte y dejarme el mensaje para que viniese? Dijeron que te habían arrestado por tu arrebato de... de disidencia.
―Por mi herejía, querrás decir. ―Examinó los ojos de Djeru en busca de su juicio.
―Por desafiar la ley de los dioses ―prefirió llamarlo él.
―Eso es lo que quería decirte. Ahora soy libre, Djeru. Tú también puedes serlo.
―¿Libre? ¿Libre de qué? ¿Quieres que también quebrante la ley?
Eso le dolió. A ojos de él, un arresto equivalía a culpa. ¿Tan dispuesto estaba a renunciar a su amistad?
―La ley está corrompida ―insistió ella―. Y los dioses también.
Djeru negó con la cabeza.
―Estás poniendo en duda al Dios Faraón.
―¡Porque él es la mentira que ha corrompido el mundo! ―contestó Samut juntando las manos―. Antes existían costumbres antiguas, anteriores al Dios Faraón y estas pruebas. Él hizo que el mundo se olvidara a sí mismo. Lo rehízo y manipuló a los dioses para que cumplieran sus caprichos.
―¿Me has llamado para esto? ¿Para contarme historias inventadas? ―protestó Djeru haciendo aspavientos―. Debería estar entrenando, Samut. La Prueba de fervor se aproxima. ¿O acaso no recuerdas lo que significa ser un iniciado?
―No he olvidado lo que significa para ti. ―Le puso una mano en el hombro y apretó―. Pero no puedo decir que una mentira es la verdad, y tú tampoco deberías.
―¿Qué insinúas?
―Por favor, no vayas a la última prueba.
―Samut...
―No te eches a perder. No te sacrifiques solo por... por una burla.
―¿"Una burla"? Has dicho que la sagrada cúspide de mi vida es una... ―dijo Djeru con indignación mientras caminaba en círculos.
Samut había cometido un error. Un error doloroso.
―Lo siento. De verdad que lo siento, pero... he visto lo que los visires no quieren que veamos. He visto cómo han... manipulado nuestra sociedad. El esqueleto de nuestro mundo fue extirpado y sustituido por otra cosa. Crees que vas a demostrar ser un Djeru digno, pero solo conseguirás destruir a Djeru.
Él la señaló con un dedo acusatorio.
―Y tú me estás pidiendo que destruya a Djeru de otra manera: echando a perder todo lo que he luchado para llegar hasta aquí. Me pides que deshonre a los dioses y a mí mismo.
Lo estaba perdiendo. Samut no sabía qué decir.
―¿Los dioses querrían que murieses? ¿Nakht querría que murieses? ―En cuanto lo dijo, supo que había sido exactamente lo que no debería haber dicho.
―No se te ocurra mencionarle ―estalló Djeru―. Nakht tuvo una muerte indigna en las dunas por culpa de nuestra estupidez, de nuestra intrusión insensata. Y ahora deambula por las arenas royendo los intestinos de cadáveres marchitos. No cometeré ese error con mi propia vida.
Samut quería gritarle. "¡Eres un maldito zoquete! ¡Un necio orgulloso y simplón! ¡Prefieres morir a admitir que un falso faraón te ha engañado!". Sin embargo, trató de conservar la compostura. Sabía que, si le levantara la voz, solo sería otra disidente anónima despotricando en las calles... y que perdería a Djeru por culpa de las creencias autodestructivas de él.
―Djeru, amigo mío, la muerte de Nakht nos enseñó qué se siente cuando una vida termina antes de tiempo. Nos mostró la desagradable futilidad de la muerte.
―Te equivocas ―dijo Djeru―. Nakht murió por nada.
Algo se quebró en el interior de Samut.
―¡Y TÚ HARÍAS LO MISMO! ―le gritó a la cara. Sus palabras reverberaron en los muros de piedra de la cámara en penumbra.
―Yo moriré para alzarme eterno ―afirmó con el ritmo del cántico de un iniciado.
Samut bajó la cabeza con un repentino pesar. Caminó lentamente en círculo mientras se frotaba la nuca y tiraba de sus trenzas compactas. Todos sus instintos le decían que era inútil intentar salvar a Djeru de sí mismo. Por supuesto, no podía tomar aquella decisión por él; cuanto más lo presionara, más retrocedería su amigo. Tenía que distanciarse y dejar que decidiera por sí mismo.
El problema estaba en que distanciarse no era su punto fuerte.
―No vayas a esa prueba ―le insistió.
Djeru soltó una risa desganada y amarga.
―Y yo que esperaba que me hubieras llamado para pedirme ayuda... ―Movió la cabeza de un lado a otro―. Pensaba que buscarías mi apoyo para volver al camino. Para que diese fe de ti ante Temmet. Quizá para impedir que te pudrieras en un sarcófago en alguna parte.
―Djeru...
―¿Crees que mi vida es la que se echará a perder? Samut, puede que seas la iniciada más prometedora de nuestros tiempos. Es un desperdicio. Has elegido ser un desperdicio.
―Me da igual lo que pienses de mí ―susurró ella―, pero no mueras.
―Tal vez los dioses puedan enseñarte a creer, disidente ―sentenció Djeru mientras se dirigía hacia la entrada―. Abogaré por ti ante Hazoret.
Entonces abrió la puerta empujando con firmeza. Por un momento, la luz del exterior cegó a Samut, pero la arenisca volvió a rozar enseguida la arenisca y la cámara quedó de nuevo en penumbra y silencio, con las sombras danzando a la luz de la antorcha.
Samut permaneció quieta largo tiempo, sumida en una bruma de fracaso. Dio vueltas a su propio estado de ánimo y contempló la posibilidad de que tal vez ya hubiera hecho lo suficiente para salvar la vida de su amigo. Quizá hubiese bastado con aquella conversación. Tal vez hubiera sembrado suficientes dudas en el corazón de Djeru como para que su amigo se opusiera a los embustes del Dios Faraón, renunciase a las pruebas y le diese las gracias por preocuparse lo suficiente por él como para haber intervenido por su bien. Djeru quizá volviera a reunirse con ella amistosamente, con la cabeza agachada en señal de disculpa y pidiéndole perdón. Era posible, ¿verdad?
Se aferró a aquel pensamiento durante un total de tres segundos.
Djeru era inquebrantable. Lo más probable era que no volviese a escucharla en los pocos días que faltaban para la última prueba, y la posibilidad de que se retractase era aún más remota. Entretanto, la ciudad seguiría atestada de momias y visires que querían verla muerta. Si volviera a dejarse ver en público, sería la última vez.
No obstante, cuando recordó las últimas palabras de Djeru, tuvo una sensación inquietante. "Abogaré por ti ante Hazoret", había dicho él. Lo que había pretendido ser un mensaje de compasión parecía más bien una oportunidad.
Samut abrió la puerta de un empujón y salió corriendo desde las sombras hacia la mirada incesante de los dos soles.
Samut se detuvo en seco al cruzar el umbral del monumento, arrugando la alfombra ceremonial con los pies. Se giró y echó un vistazo atrás con las espadas preparadas, pero el escuadrón de momias que la perseguía se había detenido en la entrada. Sus rostros inexpresivos se quedaron fijos en Samut con aquella vaga sonrisa de lino, pero los sirvientes no dieron un paso más. Necesitaban permiso explícito para entrar en los hogares de los dioses.
―Solicito una audiencia, poderosa Hazoret. ―Y no se movió hasta escuchar la voz.
―Puedes entrar, iniciada.
Las palabras firmes, cargadas con una pronunciación arcaica, provenían de todas partes. Samut se levantó y vio que las momias seguían fuera, atentas a ella. Recogió una vela ceremonial y la encendió en un brasero. La sostuvo con equilibrio entre sus palmas giradas hacia arriba y puso un pie en el primer escalón. ¿Qué podría decir a la diosa para que perdonase la vida de su amigo? ¿Estaba preparada para hacer algo así?
Continuó subiendo.
Las escaleras se estrechaban a cada paso y los muros de oscuridad se acercaban a medida que ascendía. Se percató de que en ellos había nichos que albergaban siluetas inmóviles: momias repartidas por el camino, ataviadas con vestimentas y jeroglíficos de Hazoret. Samut se preguntó si habrían sido víctimas antiguas del carácter de la diosa, aspirantes indignos del paradisíaco más allá.
Entonces llegó a un rellano y ahogó un grito de sorpresa. Una cortina de fuego de diez metros de altura se elevó ante ella, enmarcada bajo un imponente arco dorado. La cortina de llamas escupió chispas que crepitaron en el pelo de Samut. Sintió un calor abrasador en la cara, pero tuvo cuidado para no dejar caer la vela.
―Conversaremos hasta que tu vela se consuma. ¿Deseas sentarte, iniciada?
Samut se dio cuenta de que estaba rodeada de bancos, sofás acolchados, divanes ornamentados... todos ellos de dimensiones adecuadas para los mortales e iluminados por candelas centelleantes. Los muebles del santuario de Hazoret estaban dispuestos como en un hogar tradicional, un lugar para encuentros familiares. Samut se aclaró la garganta.
―Os lo agradezco, gran Hazoret, pero no soy una iniciada. Ya no.
―Tus palabras y tu corazón están en desacuerdo. Toma asiento.
Samut se sentó enseguida sin soltar la vela ceremonial. La diosa recogió las piernas debajo de sí misma y se acomodó en el centro de la estancia, ocupando la mayor parte de ella.
―¿Por qué acudes a mí con angustia en un momento que debería ser dichoso?
Le inquietaba lo rápido que la diosa leía su alma. Había contemplado a los dioses en muchas ocasiones, por supuesto, pero esta era la primera vez que conversaba cara a cara con una divinidad.
―Os ruego que me disculpéis, Ferviente, pero no puedo sentirme dichosa ante la prueba que está por venir. ―Samut tomó aire con un leve temblor―. Mi amigo Djeru desea morir. En vuestra prueba. A manos de vos.
―¡Entonces deberíais regocijaros! ―afirmó Hazoret―. Tu amigo tiene el valor para aspirar a la meta más elevada. Como tú también deberías hacer.
Las manos de Samut temblaron sin dejar de sostener la vela. La diminuta llama parpadeó y la cera se derramó sobre sí misma. ¿Dónde estaban la confianza y la certeza con las que había afrontado el encuentro con Djeru? ¿Dónde estaba su convicción de que los dioses habían sido engañados, ahora que tenía la oportunidad de decirlo a la cara de una diosa?
―Sé que eso es lo que nos enseñan. Que todos debemos luchar para ganarnos nuestro lugar en el más allá, como nos dicen los visires.
―Sus consejos son sabios.
―Y sé... Sé que a Djeru no le gustaría que me entrometiera en su camino. ―Se dio cuenta de que hablaba más para la vela que para la deidad. Si quería decir aquello a la diosa del fervor, tenía que afirmarlo con pasión―. Pero no puedo aceptarlo. Él no sabe la verdad sobre el más allá y las pruebas.
Hazoret inclinó la cabeza, pero no con curiosidad. Sus ojos eran llamas frías y desafiantes.
―¿Y tú la conoces, iniciada? ¿Tú la conoces?
Samut se inclinó, avergonzada. Abrió la boca para protestar, pero no pudo encontrar las palabras. De pronto se sintió diminuta e insolente, sentada en el diván de una diosa, recibida en el hogar de una diosa, presente allí solo por la invitación de una diosa. La gran Hazoret no le había mostrado nada más que generosidad suprema al concederle parte de su tiempo y ella solo había acudido con quejas insolentes e inmaduras. Unas lágrimas frías y confusas rebosaron en los ojos de Samut.
―Podría acabar contigo por este sacrilegio ―afirmó Hazoret mientras el rellano temblaba, como si todo el monumento vibrase con un retumbo grave―. Lo sabes.
―Sí... ―susurró Samut.
―No obstante, jamás enjaularía el corazón de un guerrero. Y veo que el tuyo ansía luchar. Lucha, iniciada Samut. Lucha por la verdad que se haya en tu corazón.
Samut contempló el parangón de ferocidad y elegancia que tenía ante sí. Estaba embargada de admiración, anhelaba que Hazoret se sintiera orgullosa de ella. Y como aterradora consecuencia, temía fallarle.
Sin embargo, si no hacía su petición, fallaría a Djeru.
―No sé cómo pedir lo que debo pediros ―dijo finalmente.
El suelo se estremeció. Unos colmillos de oro vivo relucieron en el rostro de Hazoret.
―¿Acaso dudan los guerreros? ¡Habla!
Samut asintió y se secó las lágrimas.
―Gran Hazoret, Guardiana del Portal, he venido a rogaros por la supervivencia de Djeru. Os pido que, cuando os ofrezca su vida, no se la arrebatéis.
Hazoret se irguió. Los orbes brillantes de sus ojos vagaron desde Samut hasta el techo y hacia una lejanía mental que Samut no podía percibir. Tras unos segundos, la diosa volvió la vista hacia su invitada.
―Se trata de un asunto serio y lamentable. ¿Es esto lo que él desea?
―He hablado con él, pero se niega a escuchar.
―Entonces, ¿alterarías su camino en contra de su voluntad? ¿Enjaularías su corazón? ¿No le otorgarías el mismo favor que yo te he otorgado a ti?
Toda Samut quería desplomarse de vergüenza. Estuvo a punto de tirar la vela menguante y salir corriendo. Sin embargo, la imagen de Djeru desangrándose en el suelo acudió a su mente. Pudo imaginar cómo la vida le abandonaba por dos perforaciones: una en la cabeza y otra en el corazón. Su hermano de batallas cumpliría su sueño de morir inútilmente. Aquella idea le oprimía el corazón como si de un puño se tratara.
―Él lucha por una mentira.
―¿Consideras a ese iniciado, Djeru, como un amigo?
―Sí.
―Y aunque conozcas su convicción, esa fe que enardece su corazón, ¿dirías que está equivocado?
―Lo haría, gran Hazoret. Y si me lo permitís... ―Samut tragó saliva con dificultad, reuniendo valor para mirar a los ojos a la diosa―. ¿Sería posible que vos... también os equivoquéis?
Hazoret no respondió, pero Samut sintió un temblor en el rellano y en todos los bloques de los muros. Oyó un ruido procedente del final de la escalinata: eran las pisadas inexorables de las momias recién convocadas.
Hazoret se cernió sobre ella y, de pronto, la diosa parecía diez veces mayor, abarcando todo el campo de visión de Samut. Nada existía más allá de aquella cabeza de chacal de oro, abrasadora, centelleante y demasiado próxima.
Samut se encogió en el diván. Sin embargo, incluso atemorizada por la ira de la diosa, se sintió llena de una sensación extraordinaria de amor. El amor de Hazoret. Con la cercanía, percibió la cálida generosidad implícita en la invitación de Hazoret, la hospitalidad de su templo y el amparo que ofrecían las paredes de su hogar. Aquel era el corazón de Hazoret. Aquella era la Hazoret que quizá hubiera sido antaño. Aquello era un vínculo.
―Amable Hazoret ―susurró Samut―, ¿recordáis cómo os llamábamos en el pasado? Hoy en día, todos nosotros os llamamos la Guardiana del Portal, el Fin de las Pruebas... pero también la Madre del Fervor. La Cultivadora de los Corazones. Somos vuestros hijos, vuestra familia. No siempre fuisteis una diosa cruel, dispuesta con lanza y fuego ante las puertas de la muerte. Erais una diosa de la compasión y la inspiración, cuyo corazón ardiente impulsaba a la gente a realizar sus mayores logros.
Un destello atravesó el vasto semblante dorado de Hazoret y Samut creyó ver que la diosa se retiraba momentáneamente a una lejanía casi imperceptible.
―Sois ferviente, sí ―continuó Samut―, pero temo que ese fervor que os hacía grande haya sido manipulado para volveros despiadada. No una celebrante de la vida, sino un instrumento de la muerte. ¿Queda algo del pasado en vuestro interior? ¿Un ínfimo recuerdo de la época anterior al Dios Faraón?
El rostro de Hazoret continuó cerniéndose sobre ella y agitándose con un fuego majestuoso. Las lágrimas que corrían por las mejillas de Samut se evaporaron. Solo podía aguardar el juicio de la diosa.
Entonces, Hazoret habló, y sus palabras fueron truenos.
―Que los ammits devoren tu corazón.
Hazoret se puso en pie y se apartó de Samut. El rostro de la diosa se había vuelto distante e impasible; toda la proximidad se había quebrado. Samut bajó la cabeza para derramar sus lágrimas sobre la vela, pero de esta no quedaba más que un charco de cera.
Cuando los sirvientes momificados llenaron el templo, la diosa pronunció sus últimas palabras para Samut. Palabras que le rompieron el corazón, pero no por la promesa de un castigo, sino por la revocación de la bienvenida.
―Ungidos ―ordenó la diosa del fervor―, apresad a la disidente.
Samut podía sentir su propio aliento en la cara. El sarcófago era angosto; solo había un dedo de separación entre él y cualquier parte de su cuerpo. Le habían pasado los brazos por las mangas delanteras, de modo que sus manos quedaran separadas del resto del cuerpo y expuestas al aire seco del exterior. Habían transcurrido horas de encierro y la temperatura de su prisión se elevaba a la par que el primer sol en el cielo.
Había pasado tiempo desde que la incomodidad había dado paso a la sed, y había perdido la noción del tiempo para cuando la sed había dado paso a la desesperación.
Al principio, Samut había tratado de liberarse por la fuerza. Había cargado un hechizo de velocidad para embestir la prisión con los hombros, pero lo único que había conseguido eran magulladuras y dolor en los huesos. Se había retorcido y había dado empujones, pero el sarcófago parecía encantado de tal forma que fuera imposible forzarlo desde dentro.
Se negaba a llorar. Principalmente por pura determinación. En parte porque no podía seguir deshidratándose. Y sobre todo porque sabía que estaba exactamente donde necesitaba estar.
Se había dado cuenta de que no estaba sola. A ambos lados había sarcófagos similares y dentro de cada uno había otros disidentes. Sus sacrilegios eran distintos, pero todos podían informar a los recién llegados de lo que les aguardaba.
―No hay monstruos en la Prueba de fervor ―explicó uno a la izquierda de Samut―. Los iniciados se enfrentan a nosotros, los disidentes.
―Todo lo que nos dicen son mentiras... ―dijo Samut inclinando la cabeza hasta tocar su prisión con la frente.
―Los iniciados luchan contra disidentes y herejes para demostrar su fe. Pronto vendrán a por nosotros para que seamos los próximos.
―Creo que seremos los últimos ―dijo otra voz a la derecha de Samut―. El segundo sol alcanzará su cénit en cuestión de horas y entonces veremos si el Dios Faraón...
―¡Que su regreso se...! ―gritó alguien más lejos.
―¡Que te calles! ―interrumpieron a ambos lados de Samut.
―El Dios Faraón no es de este mundo ―dijo ella. Los demás callaron para escucharla―. He visitado los templos antiguos. Nuestros dioses son sinceros, pero él, no.
Los disidentes guardaban silencio. El tono de Samut se volvió completamente serio.
―Si queremos salvar nuestro mundo cuando él regrese, necesito salvar la vida a cierto iniciado.
―¿Por qué a uno? ―preguntó la voz de la izquierda.
―Porque es fuerte y está lleno de convicción ―respondió Samut―. Si alguien puede explicar a los dioses que les han engañado, es él. Si logro convencerlo, conseguirá hacer cualquier cosa y podremos vivir libres de la influencia del intruso.
Samut sabía que Djeru la odiaría por aquello. Sabía que lucharía, le escupiría y probablemente trataría de matarla por impedir su muerte, pero era necesario. No podía enfrentarse sin él a todo aquello.
La calurosa jornada dio paso a la gélida noche y Samut sentía escalofríos cuando se apoyaba contra las paredes de su prisión. Dormir era una esperanza vana y los músculos se le habían entumecido por tratar de evitar el contacto frío del sarcófago.
Irían a buscarles por la mañana. Les llevarían a la arena. Allí lograría convencer a Djeru, se marcharían con vida y los dos lucharían contra el intruso que había arruinado su mundo.
Durante su insomnio, unas voces interrumpieron el silencio de la noche.
―Nissa encontró este sitio mientras la buscábamos.
―¿Eso son... manos?
―Antes no estaban... ¡Han encerrado a gente dentro! Aparta...
Un calor abrasador y una luz intensa entraron por un lateral del sarcófago. La parte delantera se separó y Samut entrecerró los ojos, cegada por una llamarada. Delante de ella había dos desconocidos: una mujer de cabellos rojos y un hombre alto y fuerte.
Samut intentó salir corriendo, pero tenía las piernas agarrotadas y exhaustas. El hombre que la había liberado de su cautiverio la detuvo y se presentó como Gideon. Le explicó que la habían visto algunos días atrás, cuando la habían capturado antes de fugarse, y que habían venido a rescatarla.
Samut quiso reírse de la arrogancia de aquel hombre, pero en vez de eso, preguntó por qué la buscaban a ella.
La mujer de cabellos rojos se presentó como Chandra y pidió a Samut que les explicara qué había querido decir cuando había exclamado que las Horas eran una mentira.
Samut dejó a un lado las dudas de cómo la habían encontrado y contó a los desconocidos lo que había descubierto. Les habló de las tumbas vacías, de cómo se llevaban a otra parte a los fallecidos en la Prueba de fervor, de la danza que había aprendido y de las generaciones que habían desaparecido en el pasado. Sus rescatadores intercambiaron una mirada, asintieron y el hombre fue en busca de ayuda. Al poco tiempo, otros tres desconocidos se unieron al grupo. Los cinco intercambiaron información y calcularon cuánto tiempo necesitarían antes del regreso del Dios Faraón.
Samut tuvo que hacer un esfuerzo para recordar los nombres de todos cuando le presentaron a Nissa, Liliana y Jace. Se unió a ellos para liberar a los demás disidentes mientras los desconocidos seguían compartiendo lo que sabían.
Jace se centró en informar a Samut.
―El Dios Faraón es un dragón procedente de otro mundo. Sospecho que vino aquí en un momento de desesperación. Si no, él mismo habría creado un lugar idóneo para sus fines.
Nissa contó al grupo lo que había averiguado en Naktamun.
―Antes existían ocho dioses, pero ahora hay cinco. No estoy segura de lo que ocurrió a los otros tres, pero Nicol Bolas manipuló a los dioses supervivientes para llevar a cabo sus planes.
―En la Prueba de ambición, los iniciados se sacrifican y se matan unos a otros ―explicó Gideon con la voz cargada de incredulidad―. Las pruebas están pensadas para producir cadáveres en masa. Samut nos ha dicho que la gente que muere en la Prueba de fervor es llevada a un lugar distinto, pero no sabemos por qué.
Liliana respiró hondo.
―Mi tercer demonio está aquí.
La conversación se interrumpió de golpe. Samut no tenía ni idea de lo que significaba aquello, pero algunos de los otros se pusieron furiosos.
―¿Por qué no nos lo dijiste? ―bufó Chandra.
Nissa entrecerró los ojos.
―¿De verdad pretendías ayudarnos a luchar contra Bolas o este era tu auténtico objetivo?
Gideon se dirigió al hombre de azul.
―Jace, ¿tú lo sabías?
El acusado parecía incómodo.
―También es un objetivo para nuestro grupo. Cuanto antes se libre Liliana de su contrato, antes podrá luchar con plenas facultades y...
Nissa lo interrumpió.
―Jace, ese no es el motivo por el que hemos venido.
Chandra fue más brusca.
―Para ser tan listo, parece que no piensas con la cabeza, pedazo de burro.
―Liliana, ¿de verdad esperas que dejemos de lado todo esto para librar tu batalla por ti? ―preguntó Gideon.
La mujer de violeta levantó la barbilla y metió una mano distraídamente en un bolsillo.
―Así es, porque no podéis derrotar a Bolas sin mi ayuda.
―¡Callaos! ―Samut se había hartado.
Los demás se volvieron hacia ella echando humo. Bajó el tono de voz y los miró a los ojos uno a uno.
―Quiero dejar clara una cosa ―continuó―. No tenemos tiempo para discutir. Tenemos tiempo para ir a la Prueba de fervor y salvar a la única persona que puede ayudarme a unir a toda Naktamun. El Dios Faraón no está aquí, no sabemos de qué será capaz hasta que llegue y todos vais a ayudarme a rescatar a mi amigo porque ninguno de vosotros tiene un plan. ¿Habéis entendido?
Los cinco asintieron con falsa modestia.
―Bien.
Gideon dio un paso hacia ella.
―Juro ayudarte a salvar la vida de tu amigo.
"Qué rápido hace promesas", pensó Samut, pero asintió con agradecimiento.
Entonces se quedó paralizada.
Los percibió antes siquiera de verlos.
Los dioses.
El panteón al completo.
Se acercaban en fila de a uno, con Hazoret a la cabeza y seguida del resto. Los otros cuatro debían de haber acudido para ver el espectáculo, para reunirse ahora que el Dios Faraón estaba a punto de regresar.
Samut se sentía obligada a permanecer quieta y callada. Los demás mortales habían sucumbido al mismo hechizo.
―Disidentes, ha llegado vuestra hora ―dijo Hazoret en un tono duro como el acero―. Vendréis a enfrentaros a los últimos iniciados en la prueba final.
Una sensación de embotamiento se apoderó del grupo y el mundo se tornó oscuro y silencioso.
Samut, Chandra, Jace, Gideon, Nissa, Liliana y el resto de los disidentes estaban situados en círculo, mirando hacia el exterior. En la linde de la palestra había una gran plataforma presidida por Hazoret y los otros cuatro dioses.
Resultaba difícil mirar al panteón. Encontrarse con sus miradas llenaba de vergüenza los corazones de los disidentes. Solo Samut podía mirarlos a los ojos. El fuego de su interior no ardía en contra de las deidades, sino de quien los había corrompido. Sus dioses eran bondadosos. Eran benévolos. Lo que les habían hecho era un pecado más allá de los pecados. Fuera quien fuese el intruso, pagaría por ello.
Las gradas de los alrededores estaban ocupadas por una multitud de ungidos, mudos e inmóviles. El silencio reverente de los antiguos iniciados intranquilizó a Samut; su presencia era un recordatorio del destino que aguardaba a quienes participaban en la prueba.
Bajo la plataforma de los dioses se encontraba un grupo de cuatro iniciados. Todos ellos estaban tensos por la expectación, desesperados por vencer.
Mientras los otros disidentes seguían paralizados por la magia de los cartuchos, Jace inició un asalto mental contra el artefacto que le habían puesto en el cuello. Aquella cosa le impedía moverse y hablar, pero su mente tenía libertad para oponer resistencia.
―Jace, creo que ya lo tengo.
Las flores blancas de la voz mental de Nissa sorprendieron a Jace. Movió los ojos a la izquierda y vio que la mano de la elfa se crispaba, moviéndose por fuerza de voluntad contra el encantamiento del cartucho.
―¿Cómo lo has hecho? ―le preguntó Jace mentalmente.
Nissa le transmitió una sensación de seguridad.
―Funcionan como las líneas místicas ―pensó ella―. La fuente de maná es diferente, pero los principios son los mismos.
Nissa no tuvo tiempo para disipar el hechizo completamente. Hazoret levantó su lanza desde el estrado y tomó la palabra.
Su voz repicó como una campana por toda la arena.
―Iniciados, ante vosotros tenéis un grupo de herejes, almas condenadas que rechazan a vuestro Dios Faraón y vuestro modo de vida. Vuestra tarea en esta prueba, la definitiva, es matarlos a todos.
Samut miró en dirección a los iniciados, desesperada por encontrar a Djeru. ¿Habría muerto ya? ¿Sería demasiado tarde?
No, allí estaba: en un extremo del grupo, en posición de combate y khopesh en mano, inamovible. Lucía la sonrisa de un creyente consumado y orgulloso.
Dio gracias a los dioses. Estaba vivo y Samut haría que siguiera siendo así.
Gideon también consiguió fijarse en él. Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Tendría que matar a Djeru como él había sacrificado a su simiente?
Por su parte, Djeru vio a Samut entre el grupo y el pulso se le aceleró. Por supuesto que debería enfrentarse a su mejor amiga en aquel día, el último en aquel cuerpo. Ciertamente, era el destino.
Hazoret bajó su lanza.
―Las Horas están próximas. Que comience la última prueba.
La diosa alzó una mano y su marca de batalla se manifestó en las cabezas del grupo.
Necesitaba luchar.
Necesitaba vencer, satisfacer a la hija elegida del Dios Faraón y ganarse su favor.
La magia de Hazoret se propagó como el fuego por sus mentes y actuó como un torrente de fuerza en sus cuerpos. Todos estaban bajo los efectos del mismo hechizo, compelidos a mutilar, matar, abandonar la razón y entregarse al fervor de Hazoret.
Perdieron el raciocinio.
Solo existía la necesidad de batallar.
Los cartuchos de control se desprendieron del pecho de los disidentes y, tras recuperar la movilidad, el grupo de herejes entró en acción.
Samut se lanzó contra Djeru en medio del frenesí de los demás disidentes. La magia que retorcía su cuerpo y su mente le decía que luchase y matase, pero su corazón le recordaba su propósito.
Tenía que mantener a Djeru con vida. Haría lo que fuera necesario.
Jace fue el primero que intentó utilizar la magia. Levantó una mano instintivamente, con intención de aplastar la mente del iniciado que corría hacia él. Cuando se percató de que el maná no obedecía sus órdenes, los ojos se le pusieron como platos. El iniciado bajó su centro de gravedad delante de él, levantó a Jace por encima de la cabeza y lo estrelló contra el suelo, dejándolo sin aire en los pulmones.
Chandra saltó por encima del cuerpo de Jace. La magia de Hazoret la había afectado con facilidad y, aunque no podía arrojar fuego con las manos, descargó puñetazos con todas sus fuerzas contra el iniciado más cercano. Reía a carcajada limpia. Aquel desenfreno era increíble. El iniciado se defendió y respondió con una patada, pero Chandra esquivó el golpe y continuó el asalto. Sin embargo, lo que le sobraba en ferocidad le faltaba en entrenamiento, y el iniciado le asestó un gancho en el abdomen y un zurdazo en la mejilla. Chandra rugió con ira y se abalanzó sobre él, tirándolo al suelo. Liliana, con el rostro retorcido por la furia de Hazoret, se unió al instante e inmovilizó a otro iniciado. Las dos lucharon lo mejor que pudieron sin recurrir a la magia.
Nissa era la única de los cuatro que se desenvolvía bien luchando cuerpo a cuerpo. Había encajado algunos golpes de la tercera iniciada, pero entonces recogió a Jace del suelo y lo arrojó contra su oponente. La marca roja de Hazoret refulgía en su coronilla y la elfa lanzó un grito de batalla joraga contra Jace y la iniciada.
Gideon estaba tan afectado por aquella magia como los demás. Corría bufando con cada zancada en dirección a Djeru, que pretendía flanquearlos desde un extremo de la arena.
Sin embargo, Samut era más rápida y fue la primera en alcanzarle. Sus ojos se encontraron con los de Djeru. Incluso bajo los efectos de la magia, percibió la sorpresa de él.
Djeru lanzó un tajo instintivo con el khopesh y Samut lo evitó fácilmente. En una fracción de segundo, se situó detrás de su amigo, espalda con espalda.
Djeru la comprendió inmediatamente, sin necesidad de palabras.
Samut le defendería. Lucharían juntos.
Gideon, marcado con magia y cegado por el ansia de batalla, clavó los ojos en los dos amigos y lanzó puñetazos con falta de práctica y abundancia de músculo.
Djeru aferró su arma y comenzó su plegaria.
―Hazoret, Guardiana del Portal al más allá y favorita del Dios Faraón ―gritó.
Acompañó su ruego con unos movimientos magistrales. Su estilo de lucha presentaba una armonía perfecta con la fluida habilidad marcial de Samut.
El grito de Djeru atrajo la atención de Hazoret, que volvió la vista hacia él y Samut. La voz del iniciado era potente y firme, acompasada con sus maniobras de combate e intercalada con su respiración en medio del esfuerzo.
―¡Contemplad, poderosa Hazoret, el fervor de vuestros hijos! ―exclamó.
El khopesh sajó hacia arriba y abrió un corte fino y superficial en el antebrazo de Gideon, quien miró inmediatamente hacia allí como si nunca hubiera visto su propia sangre.
―Mi última súplica en esta forma física no es para mí mismo. ¡Es para la persona que más merece vuestra misericordia!
Con un potente salto, Samut estampó una rodilla en la cara de Gideon y aprovechó el impulso para derribarlo fácilmente.
Djeru continuó su plegaria entre resuellos de ira y esfuerzo.
―¡Por favor, os ruego que perdonéis a Samut, mi más querida amiga! ¡Ella posee talentos de los que yo carezco, talentos que demuestran su dignidad!
Los dos intercambiaron una breve mirada. "¿De verdad?". "Sí, por supuesto que sí, Samut". Se movieron en tándem y forcejearon contra dos disidentes con una sincronía impecable. El khopesh y las patadas bien entrenadas danzaron al unísono.
―¡Perdonad sus transgresiones! ¡Perdonad sus dudas! ―rogó Djeru jadeando.
Gideon se limpió la sangre con una mano y rugió.
―¡Estás desperdiciando tu vida! ¡¿Por qué quieres morir?!
Djeru le ignoró. Le asestó un codazo en la nariz, descargó un puñetazo contra un riñón y lo acuchilló en su orgullosa mejilla.
―¡Contemplad la fe de Samut en las antiguas tradiciones! ―Enfatizó el mensaje con un tajo del khopesh―. ¡Observad cómo ha estudiado nuestro pasado y cómo manifiesta la cultura de nuestro pueblo!
Los pies de Samut quebraron huesos y el contacto de sus manos hizo florecer cardenales. Dejó fuera de combate a otro disidente que trató de ensartar a Djeru con una lanza.
―Por favor, otorgad a Samut una muerte gloriosa.
Los dos iniciados convertían la violencia en un baile. Tirar, embestir, dislocar hombros, golpear cabezas...
Las lágrimas sinceras de Djeru corrieron por las arrugas de furia de su rostro.
―No podría pasar mi eternidad sabiendo que ella ya no existe. Samut no puede sufrir el destino de Nakht.
El hechizo de Hazoret empezó a disiparse. El tiempo se ralentizó. El color regresó, los sentidos volvieron en sí y Samut se detuvo. Djeru estaba vivo. ¿Cómo había conseguido mantenerlo así?
Djeru concluyó la súplica depositando el khopesh en el suelo en señal de rendición.
―¡Hazoret, escuchad mi ruego!
―Te escucho, Djeru.
La magia de batalla se desvaneció.
Djeru concluyó su plegaria.
La diosa Hazoret se irguió en el estrado.
―Venid a mí, Djeru y Samut.
Alrededor de ellos había manchas de sangre y los cadáveres de tres iniciados: una cabeza retorcida, una garganta partida, un cuerpo arrojado contra las gradas. Los forasteros conocidos como los Guardianes estaban vivos, confusos, y se dieron cuenta de que volvían a disponer de su magia.
Djeru estrechó las manos de su amiga durante aquel breve silencio.
―Samut, elijo esta muerte.
―No lo hagas ―le rogó ella agitando la cabeza―. Necesito que me ayudes a derrotar al Gran Intruso. Te necesito y no podré lograrlo si tu alma no está aquí.
―Te veré en el paraíso, amiga mía.
Samut cerró los ojos, derrotada.
Djeru se volvió hacia Hazoret y se aproximó.
La palestra parecía interminable y el tiempo se ralentizó mientras caminaba en silencio por la arena y la piedra. La existencia de Djeru le había conducido a recorrer aquella línea, a ordenar que los pies se sucedieran el uno delante del otro para recibir su recompensa.
Samut no podía permanecer impasible. No podía soportar la idea. No después de todo lo que había hecho para intentar convencerlo de que sobreviviera.
―Acércate, Samut, hija de nuestro pasado. ―La voz de Hazoret sonó en su mente como un fuego crepitante y cálido. Samut siguió a Djeru y, casi inconscientemente, se situó junto a su amigo ante la diosa.
Hazoret bajó la vista y miró a través de los dos iniciados. Primero se dirigió a Djeru.
―No habéis matado al resto de los disidentes.
Djeru tragó saliva.
―Estos disidentes no merecen morir en la prueba final. No conocen nuestras tradiciones.
Hazoret asintió levemente con aprobación.
―¿Estás dispuesto a reivindicar tu lugar entre los eternos, Djeru?
Las lágrimas corrieron por las mejillas del joven. Aquella muerte gloriosa era su aspiración, era todo lo que jamás había deseado. Djeru asintió. Tendría un lugar en el más allá. Su muerte tendría significado.
El corazón de Samut se encogió aún más, consciente de lo que debía hacer. Djeru jamás se lo perdonaría. ¿Cómo podría hacerlo?
Hazoret se dirigió a Samut.
―Tu valía solo quedará demostrada si tu fe es sincera, Samut. ¿Estás dispuesta a recibir mi bendición?
Sin dudarlo, Samut negó con la cabeza.
―El Gran Intruso se avecina ―dijo con voz quebrada y mirando directamente a los ojos de Hazoret―. Tengo una tarea que cumplir.
Hazoret suspiró levemente, decepcionada. Djeru solo pudo dirigir a Samut una mirada de incredulidad y desilusión. No supo qué decir. Simplemente, tragó saliva y posó una mano en el hombro de ella. Fue una despedida en silencio.
Aquello fue demasiado.
―Lo siento, amigo mío ―dijo Samut con un hilo de voz―. Espero que algún día me perdones.
La disculpa hizo que Djeru arrugase la frente, confuso.
―Aproxímate, Djeru.
El joven avanzó unos pasos y cerró los ojos en actitud reverente. Se arrodilló y extendió los brazos.
Hazoret levantó su lanza y Samut se armó de valor.
Djeru debía vivir. Tenía que vivir. No había vuelta atrás. Samut se negaba a perder a otro amigo en una muerte sin sentido. Afianzó los talones y relajó el resto del cuerpo; cargó un hechizo de velocidad y preparó su intervención inminente mientras Hazoret alzaba su lanza.
La diosa descargó el golpe y Samut saltó hacia delante.
Samut se impulsó y apartó a Djeru de la trayectoria de la lanza, derribándole al mismo tiempo que un sonoro entrechocar metálico y un destello dorado estallaban detrás de ella.
Cuando Samut cayó al suelo, se percató de que el causante del estruendo había sido Gideon. Se había interpuesto entre Hazoret y ellos y una barrera dorada se interponía entre la muerte y él.
"Cumple sus promesas", pensó Samut con una breve sonrisa.
Sin embargo, su alegría se desvaneció nada más advertir la expresión de desconcierto de su amigo, que yacía entre ella y el suelo de piedra.
Samut quería apartar la mirada desesperadamente, pero no podía hacerlo. Su traición se había manifestado en el rostro de su amigo. Djeru se estremecía de furia.
―¿Por qué lo has hecho...?
―Djeru, sé que tú no querías esto, pero...
―¡¿POR QUÉ LO HAS HECHO?!
Djeru se la quitó de encima de un empujón y lanzó un puñetazo, que ella esquivó con la misma facilidad con la que esquivaría una pluma cayendo en el aire. Las lágrimas brotaron de los ojos de él justo antes de que los dioses se irguieran súbitamente.
En lo alto, a la vista de todos ellos, el segundo sol había comenzado a atravesar los cuernos en el horizonte. Su largo ciclo al fin estaba a punto de concluir.
Djeru no le prestó atención. Intentó luchar con la reticente Samut, pero sus gritos de frustración se convirtieron en sollozos de angustia.
Los dioses se encaminaron hacia la salida de la arena, totalmente centrados en el cielo.
Solo Hazoret permaneció atrás, extrañamente atónita después de aquel acontecimiento inesperado. Sus manos sostenían la lanza con inseguridad.
Aún consternado, Gideon contemplaba a Hazoret con miedo en los ojos y la mandíbula temblorosa. Bajó la mirada, confuso, y luego se giró hacia Djeru.
―Iba a mat...
―¡SÉ LO QUE IBA A HACER! ―bramó Djeru con el rostro rojo de ira.
El joven apartó a Samut bruscamente y se lanzó contra Gideon. La invulnerabilidad de este brilló con cada golpe y su rostro compuso una mueca de incomprensión bajo la luz dorada de su magia. Gideon no intentó bloquear los golpes; solo dejó que Djeru continuase golpeando sin descanso.
―¡Era mi oportunidad y LA HE PERDIDO! ¡LA HE PERDIDO, MALDITO MALNACIDO!
Gideon no hizo más que mover la cabeza con incredulidad detrás de su velo de protección. Samut vio que su resistencia natural solo ponía más furioso a Djeru. Sabía que su amigo quería atravesar aquella barrera, destruirla, apuñalar y destripar, cercenar los tendones del intruso y restregar sus intestinos por el encantamiento protector. Samut sintió lástima, pero no se arrepintió de lo que había hecho. Sabía lo furioso que se pondría Djeru. Era consciente de que aquel forastero y ella habían arruinado la vida de su mejor amigo.
Finalmente, Gideon levantó las manos para detener el arrebato del joven. No lo sujetó, sino que retrocedió lentamente.
―¡¿Por qué quieres morir?! ―preguntó Gideon.
―¡Porque quiero existir! ―exclamó Djeru entre sollozos.
Entonces, cayó de rodillas y rompió a llorar.
No se oía nada más. El único sonido en toda la arena era el llanto del guerrero derrotado. Los demás intrusos observaban en silencio desde lejos. El corazón de Samut se encogió. Aquello era lo que más temía Djeru, por supuesto. Después de lo que le había ocurrido a Nakht, ¿qué otro miedo podía ser mayor?
El lamento de su amigo no causó reacción alguna en los cientos de ungidos de las gradas. El mundo había dejado de existir para Djeru; lo único que quedaba era su fracaso. El panteón se había marchado a excepción de Hazoret. Tenían que ir a la orilla del Luxa. Las Horas estaban a punto de comenzar.
Las manos de Samut se posaron en los hombros de Djeru mientras lloraba.
Se agachó hacia él y le susurró con calma.
―Tenemos mucho que hacer y mucha gente a la que ayudar. Tu entrenamiento ha sido para eso, no para esto.
Djeru no podía responder, solo llorar.
―Podremos envejecer juntos, Djeru ―siguió susurrando Samut―. Algún día, en un futuro lejano, nuestro pueblo gozará de vidas largas y plenas. Solo entonces caminaremos unidos hacia el más allá. Siento que no hayas conseguido lo que querías, pero doy las gracias porque estés aquí. ―Y besó a Djeru en la frente.
Él solo podía lamentarse. Samut le apretó el hombro.
―Por favor, tienes que levantarte.
Necesitó un momento, pero lo consiguió.
Lanzó una única mirada gélida a Gideon, cuyos ojos se desplomaron.
―Has intervenido ―dijo una voz cálida en la mente de Samut. Levantó la cabeza y se topó con la mirada de oro de Hazoret. Samut asintió.
»¿Qué argumentas en tu defensa?
―Creo en vos, Otorgante de Bendiciones ―rezó Samut―. Creo que no sois quien os obligan a ser. Y confío en que protegeréis a vuestros hijos cuando más os necesiten.
Hazoret permaneció quieta. Dudó. Sus orejas se movieron nerviosamente y reflejaron la luz de los dos soles.
―Las Horas han comenzado, gran Hazoret ―dijo Samut finalmente.
Un sonoro retumbo zumbante, como el de un cuerno antiguo, reverberó en toda la ciudad y en las gradas de la arena.
Samut, los Guardianes, Hazoret y el devastado Djeru levantaron la vista hacia el cielo cuando una sombra se cernió sobre todos ellos como una nube pasajera.
La sombra proyectada por el segundo sol comenzó a trazar una lenta línea de oscuridad a través del estadio. Todos permanecieron inmóviles y observaron la línea avanzar lentamente desde un lado hasta el otro.
Sus ojos se adaptaron al cambio de luz. El mundo se había sumido en la penumbra, en una saturación siniestra de lo que había sido hasta entonces.
―Han comenzado. ¡Las Horas han comenzado! ―Hazoret pasó por encima de Samut, Djeru y Gideon, con los ojos fijos en la luz que centelleaba a ambos lados de la estructura del horizonte.
―Levántate, Djeru. Tenemos que irnos. ―Samut le ayudó a incorporarse.
Djeru se frotó el rostro humedecido.
―Aún hay una oportunidad. Si las Horas han comenzado, el Dios Faraón todavía nos liberará.
Samut sintió decepción, pero no dijo nada. El frío a la sombra del segundo sol le puso la piel de gallina.
El ambiente hizo que se estremeciera.
En el exterior de la arena, oyeron el estruendo y el júbilo de la multitud que acudía en estampida a las orillas del Luxa. El Portal al más allá se hallaba al final del río. Según la primera profecía de las Revelaciones de las Horas, el Portal se abriría cuando el segundo sol descansara entre los cuernos, revelando la promesa del Dios Faraón.
―Djeru, tenemos que apresurarnos. Debemos conseguir que toda la gente posible sobreviva a las próximas horas.
El segundo sol jamás se había puesto, pero ahora proyectaba una sombra sobre la ciudad y todo era oscuro. Todo era frío. Djeru jamás había sentido frío.
―Vayamos al río ―dijo él―. Las Horas comienzan con la apertura del Portal al más allá. Él viene. ¡El Dios Faraón me mostrará piedad! ―Djeru echó a correr hacia la salida de la arena y las masas de ciudadanos devotos.
Liliana, Jace, Chandra y Nissa hicieron lo mismo.
En cambio, Gideon se quedó atrás.
Todavía miraba su propio antebrazo y el hilo de sangre que corría hasta el pulgar.
Vagamente, sabía que debía correr e ir junto a los demás. Sin embargo, estaba paralizado, observando la herida que Djeru le había hecho en el brazo.
La sangre seguía brotando, espesa y oscura bajo la luz del único sol. Manaba en abundancia.
El corazón de Gideon latía con nervios.
Hazoret le había susurrado mentalmente cuando él se había interpuesto entre Djeru y la diosa. Sus palabras se repetían en la mente de Gideon una y otra vez, al ritmo de su corazón atemorizado.
―No soy la primera ni seré la última deidad a la que te enfrentarás.
»Maldito está el hombre que olvida su propio pasado,
»pues veo tu muerte, Kytheon Iora.
»No eres un dios.
Gideon se estremeció al recordar las palabras y observó cómo la sangre salpicaba la piedra.
Al contemplar el sol que pasaba tras uno de los cuernos del inmenso monumento en la lejanía, el hombre indestructible no sintió más que un oscuro y vacío horror.
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