Traducciones libres e Ideas conceptuales.
Historia de los Planeswalkers.
Guia de Mundos: Innistrad, Ravnica, Theros, Takir, Zendikar, Fiora, Kaladesh, Amonkhet, Ixalan, Dominaria
"Y cuando el Luxa, la savia de Naktamun, se convirtió en la
sangre impía de la gran sombra, Razaketh, la Hora de la Gloria dio
comienzo, y llegó el momento prometido en el que las mismísimas deidades
demostrarían su valía ante el Dios Faraón".
En el principio no existía nada excepto oscuridad: un océano revuelto de incertidumbre. Entonces despertó y ascendió el Dios Faraón, cual sol dorado, y
arrojó luz sobre el mundo aún informe. La apertura de sus alas dividió
cielo y tierra; su primer aliento formó agua y aire; el movimiento de su
cola esculpió montañas y convirtió roca en arena. Y así, el Dios Faraón
trajo orden al caos y el mundo cobró forma pura, joven y nueva. Entonces contempló el Dios Faraón el mundo yermo y silencioso y
plantó las semillas de la vida. Y así nacieron los moradores de
Amonkhet, originarios de los sueños del creador dracónico. Mas a
diferencia de este, eran blandos, vulnerables, frágiles... y mortales. Y
las sombras del mundo, los restos de aquel océano oscuro, se apoderaban
de los fallecidos y convertían a estos en muertos vivientes, azote y
plaga de los vivos. Y así, el magnánimo Dios Faraón creó a los dioses. Empleó para ello el tejido del propio mundo, hilvanando el maná
de Amonkhet en cinco seres, cada uno de ellos la encarnación de una
virtud de sí mismo. Y así comenzó la existencia de los inmortales de
Amonkhet. Nacidos de la voluntad del Dios Faraón y más poderosos que los
hijos oníricos de este, a los dioses les fueron encomendados los
propósitos de defender a los rebaños mortales ante los caprichos de la
sombra y de guiarlos hacia una muerte gloriosa. Puesto que el Dios Faraón conocía un reino allende este mundo. Un
lugar solo accesible tras el paso por la muerte. Y aunque sabía que las
penurias de este mundo eran numerosas y que las sombras perseguían a
todos sus moradores, confiaba en que sus hijos prevalecerían,
madurarían, aprenderían y se volverían dignos. Pues el más allá era un
obsequio demasiado preciado como para otorgarlo sin discreción. Por
tanto, sus hijos tendrían que demostrar ser merecedores de tal gloria. Y así, el Dios Faraón obsequió a sus hijos con las pruebas. Y
cada deidad fue honrada con la tarea de educar, instruir y conducir a
los mortales por el camino hacia la vida eterna. Y una vez se hubieron erigido los cimientos, el Dios Faraón
abandonó Naktamun para allanar el camino hacia la eternidad, ofreciendo a
sus hijos tiempo para aprender, prosperar y alcanzar su destino antes
de unirse a él en el más allá. Habiendo dejado a sus hijos bajo la
custodia del panteón, el Dios Faraón puso en marcha el segundo sol, cuyo
ciclo simbolizaría su regreso.
Rhonas sabía que era cierto.
Aquella seguridad vibraba con firmeza en todas las fibras de su ser,
entrelazada como una parte de él, al igual que las líneas místicas de
maná que lo unían al mundo. La certeza también recorría los cuerpos de
sus congéneres: cada uno de sus hermanos era una prueba tangible de la
benevolencia y la divinidad del Dios Faraón. Rhonas conocía su cometido
en el proyecto del Dios Faraón. Por ello, durante años había puesto a
prueba a los mortales a su cargo y ayudado a los ciudadanos de Naktamun a
perfeccionar sus cuerpos y alcanzar la verdadera fuerza, tal como
esperaban el propio Rhonas y su Dios Faraón.
Y así, cuando el segundo sol finalmente se acercó a su lugar de
descanso entre los cuernos, como había sido profetizado, Rhonas sintió
regocijo y abandonó su templo y su prueba. Acudió al Portal al más allá
con el fin de dar la bienvenida a su creador, el progenitor de todas las
cosas.
Lo que descubrió, sin embargo, no era lo que esperaba.
Cuando se unió a su hermana Hazoret en la orilla del Luxa, un frío
insólito penetró en las escamas de Rhonas. Había magia demoníaca en el
ambiente húmedo y denso; el olor cobrizo de la sangre lo impregnaba
todo. Rhonas observó el agua teñida de rojo y se volvió hacia los demás
dioses cuando estos llegaron. La ágil Oketra acompañó a su hermana
Hazoret en el río. Kefnet, siempre orgulloso, descendió lentamente y
aterrizó junto a Rhonas, mientras que Bontu se aproximó con decisión,
reservada y distante. Los cinco se encontraron junto a la orilla carmesí
del Luxa, bañados en la luz roja y reflejada del segundo sol.
Habían pasado muchos años desde la última vez que los cinco se habían
reunido. Cada deidad tenía un propósito en la gran visión del Dios
Faraón y guiaba a los mortales en su propia prueba, además de velar por
Naktamun a su propia manera. Rhonas se sentía más cercano a Hazoret,
junto a quien se internaba en el desierto ocasionalmente para dar caza a
cualquier peligro que se aproximara demasiado a la ciudad. Hacía tiempo
que no veía a los demás, pero allí estaban los cinco, reunidos ante el
Portal. A sus pies, multitud de mortales inclinaban la cabeza en señal
de respeto o levantaban la mirada con asombro, bendecidos por primera
vez con la presencia simultánea de las cinco deidades.
Sin embargo, el Dios Faraón no había regresado.
Rhonas sacó la lengua y examinó el aire en busca de alguna señal, ya
fuese mundana o mágica. La Hora de la Revelación había llegado y
terminado, pero ninguna respuesta había sido revelada. Cualquiera que
fuese el hechizo que había desatado el demonio desaparecido, la magia
aún impregnaba el aire y sus efectos flotaban por doquier. Rhonas aferró
su bastón; el instinto le susurraba acerca de un peligro inminente.
―Mirad. El Luxa... ―La voz de Hazoret
reverberó en la mente de Rhonas y este dirigió la mirada hacia el río.
La sangre, coagulada hasta la quietud apenas momentos atrás, había
comenzado a fluir hacia el otro lado del Portal a una velocidad
vertiginosa. Hasta entonces, Rhonas había presenciado cómo el Portal se
entreabría como parte del paso diario de los muertos estimados como
dignos. Sin embargo, aquella era la primera vez que veía las puertas
abiertas de par en par. Mas no había rastro del paraíso prometido al
otro lado del Portal. Allí solo estaba la enorme e imponente necrópolis
que alojaba a los muertos hasta el regreso del Dios Faraón.
En cuestión de segundos, lo único que quedó del magnífico Luxa fueron
algunos arroyos rojos y una capa de sangre coagulada que se aferraba a
las piedras del lecho. El hedor punzante del hechizo demoníaco hizo
mella en la mismísima integridad de Rhonas y este percibió cómo una
magia antigua se desenredaba y desataba. Mientras la presión mágica en
el aire se volvía intensa y casi insoportable, la sangre del río pareció
penetrar en los cimientos de roca de la necrópolis y ascendió por los
canales y grabados de las estatuas repartidas por las paredes del
edificio.
Una ráfaga de aire fétido surgió de la estructura monolítica y de
pronto se oyó un sonoro crujido. Rhonas observó mientras tres inmensas
estatuas... No, mientras tres sarcófagos se entreabrían en un
lateral de la necrópolis y sus cubiertas de piedra se venían abajo,
levantando una nube de polvo. Entonces se produjo un destello de luz
azul y tres seres gigantescos abandonaron su letargo, despertados por el
hechizo demoníaco.
Un alboroto de gritos y chillidos se propagó entre los mortales
congregados a los pies de los dioses y estos retrocedieron ante la
imagen y la presencia de aquellas criaturas descomunales. Las
tres eran incluso mayores que el propio panteón y sus cuerpos humanoides
tenían cabezas monstruosas con forma de alimañas: un escorpión, una
silueta larguirucha que semejaba una langosta y un caparazón cerúleo de
escarabajo en lugar de rostro.
Rhonas no albergaba la más mínima duda: aquellos tres seres eran
inmortales. Mientras que sus hermanos brillaban como una llama cálida,
aquellos dioses emanaban sombras, un pesado velo de oscuridad y
desesperación que se cernía sobre todos los presentes, tanto mortales
como dioses.
Por primera vez en su existencia, Rhonas se sintió inseguro. En las
profecías y en sus recuerdos del Dios Faraón no se hacía mención alguna
de aquellos tres dioses.
Los mortales murmuraron y algunos soltaron gritos de pánico cuando el
dios escorpión cruzó pesadamente el Portal, haciendo temblar la tierra
con cada una de sus grandes zancadas. A la derecha de Rhonas, Hazoret
avanzó un paso, lanza en mano, pero él alzó su bastón para contener el
fervor de su hermana. "¿Se trata de un enemigo... o de una prueba?".
―Soy Rhonas, dios de la fuerza. ¿Quiénes sois y por qué habéis despertado durante la Hora de la Gloria? ―retumbó la voz del dios.
El inmortal no respondió, pero giró su cabeza arácnida hacia Rhonas.
Tras fijarse bien en él, parecía aún más grotesco de lo que Rhonas había
pensado al principio. Su cuerpo era una masa de tendones y músculos
cubiertos por un exoesqueleto oscuro, con manos rematadas en garras
afiladas. Su cabeza parecía un enorme escorpión asentado en un
cuerpo humanoide. Su caparazón tenía tonos dorados y estaba adornado con
orbes azules que debían de ser sus ojos, o eso pensaba Rhonas.
La criatura parecía observarle. Sus mandíbulas no articularon
palabras, pero comenzaron a emitir un ruido chirriante y cada vez más
intenso. Rhonas aferró su bastón con más fuerza mientras la cola del
escorpión se arqueaba sobre la cabeza del dios. El pánico cundió entre
los mortales a orillas del río y su deidad sintió una avalancha de
ruegos y súplicas. Rhonas señaló al inmortal con su bastón, en respuesta
al gesto de agresividad.
―Tanto si sois heraldos de nuestro Dios Faraón como intrusos conspirando contra las Horas, vuestro camino termina aquí.
El dios escorpión dio otro paso que hizo temblar la tierra y Rhonas
deslizó los pies para asumir una postura equilibrada, bien entrenada. A
su alrededor, sus hermanos se prepararon, tensos y con los ojos fijos en
él. Rhonas agitó de nuevo la lengua en el aire.
―No desobedecerás a un dios de Amonkhet. Somos los guardianes
de esta ciudad y sus gentes. Si eres mi prueba, ¡te derrotaré y
demostraré que soy digno!
Sin avisar, el dios escorpión cargó contra Rhonas y soltó un chirrido
aún más fuerte. La arena se levantó por todas partes mientras el
inmortal corría a una velocidad sorprendente, con la cola de escorpión
en alto. Cuando tuvo a Rhonas a su alcance, descargó un potente zarpazo
contra él.
Sin embargo, Rhonas estaba preparado para esquivar la embestida y
responder con el bastón. El metal castigó el caparazón del inmortal con
un golpe que habría reducido a polvo a cualquier ser menor. El dios
escorpión parecía no haber sentido el impacto y giró sobre sí mismo
chasqueando las mandíbulas y retorciendo la cola con expectación. Cargó
de nuevo, esta vez lanzándose a por los ojos. Rhonas levantó su arma
para bloquear el ataque y las garras del dios escorpión se estrellaron
contra el metal. Las rodillas de Rhonas se tensaron y sus pies se
hundieron en la tierra por la potencia del golpe.
Rhonas se inclinó hacia delante y resistió la presión del dios mayor.
Luchar contra oponentes de tamaño superior era inusual, pero no
inaudito. En los desiertos moraban sierpes de arena, monstruosidades y
bestias mucho más terroríficas, por lo que se había enfrentado a
enemigos de mayor estatura. Pero ¿cómo podía existir algo más fuerte que él? ¿Más fuerte que el dios de la fuerza?
Rhonas rugió de furia y, con los músculos gritando, empujó
para hacer retroceder al dios escorpión. El suelo se estremeció con cada
traspié del inmortal. Rhonas aprovechó el momento para reunir maná y
canalizar un hechizo de vigor. El poder fortaleció sus extremidades y
entonces lanzó un golpe con todas sus fuerzas contra el dios escorpión.
El ataque lo alcanzó en el torso y el inmortal salió volando río
abajo, hasta estrellarse con fuerza justo al otro lado del Portal.
Rhonas escuchó los vítores y ánimos de los mortales a sus espaldas
mientras el dios escorpión se levantaba lentamente. La expresión estoica
de Rhonas ocultaba a los fieles el temor que crecía en su corazón. "Ese
hechizo siempre había sentenciado mis batallas".
El dios escorpión cruzó el Portal de nuevo. Esta vez no cargó, sino
que avanzó trazando un arco, guarando las distancias sin dejar de
acercarse a Rhonas poco a poco. Sus chirridos nunca cesaban; eran un
zumbido con un volumen y una frecuencia que embotaban la mente. Rhonas
intentó ignorarlo respondiendo con un sortilegio en voz baja.
Estaba claro que aquel dios escorpión era una prueba de la Hora de la
Gloria. Tenía que serlo. Ningún otro ser había sido un desafío para la
fuerza de Rhonas hasta entonces. Nada había sobrevivido tras encajar un
golpe como aquel. Los ojos de Rhonas vagaron hacia las dos siluetas
amenazantes al otro lado del Portal. "Esos dioses tal vez sometan a mis
hermanos a otras pruebas". Al fin y al cabo, los dioses no podrían
demostrar su valía si no se enfrentaban a pruebas más duras de lo que
jamás habían vivido, al igual que los mortales. Una sonrisa asomó en el
rostro de Rhonas mientras continuaba su sortilegio. "Benditas sean la
fuerza y la sabiduría del Dios Faraón. Es un honor demostrar mi valía
contra un adversario tan formidable".
Rhonas pasó una mano por su bastón mientras pronunciaba las últimas
palabras del hechizo. El metal emitió un macabro brillo verde que
parecía proceder de su interior. El resplandor se propagó por toda el arma y se fundió con el extremo afilado, atenuándose como una tenue luz viridiana.
Rhonas comenzó a avanzar describiendo un arco opuesto al del dios escorpión.
―En verdad eres fuerte ―le dijo―, pero hoy no saldrás victorioso.
Esta vez, Rhonas cargó contra su adversario a una velocidad
serpentina. Desvió un aguijonazo de la cola de escorpión, avanzó girando
sobre sí mismo y descargó un codazo contra las costillas del inmortal.
Su bastón trazó estelas de luz verde con cada golpe y atacó con más
velocidad que fuerza para poner a prueba la resistencia del caparazón de
su rival mientras esquivaba y desviaba los zarpazos del dios escorpión.
El asalto consiguió dejar cortes y arañazos en aquella cubierta
imposiblemente dura.
A medida que luchaban, los movimientos del dios escorpión parecían
perder velocidad. Los golpes de sus garras y su cola se volvían torpes.
La deidad se fijó en el bastón de Rhonas: al fin lo comprendía, pero era
demasiado tarde. Rhonas sonrió y mostró los colmillos antes de clavar
el extremo afilado del bastón en el hombro del inmortal, agrietándolo lo
justo para atravesarlo. El dios escorpión se había vuelto demasiado
lento como para evitarlo. El brillo hiriente del veneno mágico se
intensificó al penetrar en la herida y devorar por dentro al inmortal.
Aquella ponzoña era lo bastante potente como para acabar con la mayoría
de seres vivos.
Rhonas extrajo su bastón y el otro dios cayó de rodillas, aún
chirriando débilmente. El clamor de los mortales vibró en los oídos de
Rhonas y este percibió una sensación de alivio y calidez procedentes del
resto del panteón. Contempló a la monstruosidad que había abatido y le
dio la espalda para regresar junto a sus hermanos y la congregación.
Abrió la boca para hablar.
Pero las palabras no llegaron a salir de su garganta.
Un movimiento vertiginoso a su espalda pilló a Rhonas por sorpresa.
Unas garras afiladas se clavaron en sus hombros y, en cuanto comprendió
que el dios escorpión lo había apresado por detrás, un dolor
indescriptible invadió su mente.
El tiempo se detuvo. Rhonas miró hacia abajo y se sorprendió al verse a sí mismo en la orilla del Luxa. El dios escorpión se cernía sobre él como una silueta oscura que de algún modo rezumaba y radiaba oscuridad. Sus garras aferraban el cuerpo de Rhonas. Entonces fue cuando reparó en que la cola de escorpión estaba arqueada por encima de ambos, clavada en su propia cabeza. "Me ha... matado". Lo asimiló mientras sentía el icor del aguijón esparciéndose por
su columna, calando en su mente y su cuerpo, escindiendo los lazos
físicos con su divinidad y corroyendo la magia que unía cuerpo e
inmortalidad. Embargado por el horror y la fascinación, Rhonas observó
mientras la muerte lo consumía. Sintió que el veneno le carcomía el
corazón y deshilachaba el nudo de líneas místicas y fuerza mágica y
física que residía en su interior. No obstante, a medida que el veneno destruía los vínculos que le
ataban al mundo, también deshizo los hilos mágicos que había entretejido
otra fuerza. Y de pronto, Rhonas recordó la verdad. Los recuerdos comenzaron como un goteo, pero lo inundaron cuando
el dique de magia se derrumbó. El mismísimo espíritu de Rhonas
retrocedió cuando los auténticos acontecimientos y la naturaleza del
Dios Faraón le fueron revelados y barrieron todo aquello en lo que había
creído durante los últimos sesenta años. La gran mentira del Dios Faraón. El dragón no era un creador,
sino un destructor despiadado. El gran intruso, asesino de mortales y
corruptor de dioses. La cruel tergiversación del rito más sagrado del
mundo, la manipulación de un honor glorioso para convertirlo en un
mecanismo de producción y homicidio de campeones mortales. El recuerdo
de que los dioses no habían sido creados a imagen y semejanza del
dragón: habían nacido de Amonkhet y habían sido los ocho pilares del
plano, los guardianes de los vivos. Y el gran impostor lo había
corrompido todo. Rhonas rompió a llorar. Y mientras lloraba, sus lágrimas de amargura se convirtieron en
furia y Rhonas escupió el nombre infame, con el corazón lleno de ira y
dolor. Nicol Bolas. Mientras las tinieblas oscurecían los confines de su visión y
sentía cómo se desintegraban los últimos lazos de su espíritu con su
forma física, Rhonas bajó la vista hacia el grotesco dios que lo había
asesinado. Aunque los ojos del inmortal estaban cubiertos por un velo
lechoso, vio su auténtica naturaleza: la diminuta llama de su
corazón, rodeada por una oscuridad absoluta, la luz y el alma originales
de su hermano, sepultadas bajo la vil corrupción. El dios había sido
uno de los ocho originales, manipulado para convertirlo en asesino de
aquellos por quienes antaño sentía el mayor de los aprecios.
―Hermano...―susurró Rhonas. Sintió cómo el aguijón se retraía, cómo sus músculos sufrían
convulsiones y la muerte se aproximaba rápidamente. Y el corazón de
Rhonas se rompió: por sus tres hermanos perdidos, por los mortales
fallecidos, por los suplicantes a quienes había guiado hacia una vil
falacia. La Fuerza del Mundo se desvaneció y su luz inmortal se apagó entre las sombras consumidoras.
Cuando dioses y mortales fueron testigos de cómo el aguijón
perforaba la cabeza de Rhonas, sus voces se unieron en un grito de
pánico. Ese fragmento de tiempo, apenas un parpadeo, pareció prolongarse
por toda la eternidad. La imagen de la cola punzante clavada en el
cráneo de Rhonas quedó grabada en las almas de todos los presentes.
Entonces, la deidad abominable retrajo el aguijón y un icor negro se
vertió mientras Rhonas se derrumbaba en el suelo entre convulsiones,
para luego yacer inerte.
El dios escorpión, sin detenerse ni dedicarle una mirada, se volvió hacia los otros dioses y avanzó con la cola en alto.
Entonces estalló el caos. Los mortales gritaron mientras daban la
vuelta y huían. El resto del panteón preparó sus armas al ver que el
dios escorpión marchaba hacia ellos, implacable e imparable.
Fue entonces cuando las cuatro deidades restantes sintieron una sacudida
en el mundo, una tensión en el tejido de su ser. Detrás del dios
escorpión, Rhonas aferró su bastón y se apoyó en él para incorporarse,
hincando las rodillas en el suelo y sangrando por la herida en el
cráneo. Una energía verde onduló por todo su cuerpo y fluyó hacia su
bastón. Con las fuerzas que le quedaban, Rhonas tensó las pocas líneas
místicas que conservaba en su interior y alteró el mismísimo aire que le
rodeaba. Un grito atormentado desgarró su garganta.
―¡Muerte al Dios Faraón, vil intruso y destructor!
Con un grito gutural y un último esfuerzo, Rhonas arrojó su bastón
por los aires, canalizando en el arma los últimos fragmentos de su
poder.
Cuando Rhonas se desplomó, habiéndose apagado su vida, las hebras
invisibles de las líneas místicas y el maná vinculados a él se
partieron, desatando ondas de fuerza que sacudieron toda la vida en
Naktamun. Los mortales, conmocionados, se doblaron de dolor al sentir la
muerte del dios, e incluso las demás deidades se tambalearon y
trastabillaron. Vieron el vuelo del bastón de Rhonas, portando los
últimos vestigios del poder de su hermano. Su hechizo final transformó
el arma en una serpiente monstruosa que mostró sus colmillos de muerte y
se abalanzó sobre el dios escorpión.
El inmortal cayó al suelo, inmovilizado por su nueva oponente. La
cola de escorpión se retorció violentamente y trató de aguijonear a la
serpiente mientras luchaban por el control.
Los cuatro dioses se quedaron mirando, atónitos y paralizados. A su
alrededor, los gritos de miedo y pánico fueron en aumento y los mortales
continuaron huyendo del Portal.
El terror de sus hijos devolvió a Oketra a la realidad. Se giró hacia
sus hermanos con lágrimas en los ojos y su voz sonó áspera e insegura,
carente de su elegancia habitual.
―Las Horas se han descarriado. Tenemos que proteger a los mortales.
Sus palabras pusieron en marcha a sus hermanos. Hazoret se volvió hacia ella con la frente arrugada de confusión.
―Rhonas ha dicho... Ha blasfemado contra el Dios Faraón.
Oketra asintió. Ella también había escuchado las últimas palabras de
Rhonas y, aunque era imposible que fuesen ciertas, las dudas carcomían
los confines de su corazón mientras vagos fragmentos de recuerdos
flotaban justo en la periferia de su memoria.
Un zumbido creciente más allá del Portal atrajo su atención.
El segundo de los dioses desconocidos había extendido los brazos y un
enjambre de langostas levantaba el vuelo desde sus manos. Oketra
observó horrorizada mientras la nube oscura se esparcía por el cielo
hacia la Hekma... y los insectos empezaban a devorar la barrera mágica.
―¡¿Cómo es posible?! ―gritó Kefnet.
Un escalofrío recorrió la espalda de Oketra al recordar las palabras
de la profecía: "Cuando llegue la Hora de la Promesa, el Dios Faraón
desgarrará la Hekma".
Oketra habló con un hilo de voz.
―La Hora de la Promesa ha comenzado.
Entonces oyeron un sonido desgarrador cerca de ellos. El dios
escorpión se puso en pie con una mitad de la serpiente gigante en cada
mano.
Lentamente, abrió las garras y dejó que los restos cayeran al suelo.
Sus ojos cerúleos lanzaron a los dioses una mirada fría y penetrante... y
la criatura reanudó su avance inexorable.
Oketra preparó una flecha en su arco, con los labios en tensión y el corazón roto, pero endurecido con determinación.
El dios escorpión siguió aproximándose mientras las otras dos deidades cruzaban el Portal que conducía a la ciudad de Naktamun.
Por encima de todos ellos, entre los grandes cuernos en el horizonte,
el segundo sol proyectaba su brillo rojizo sobre la tierra como un ojo
que observaba incesantemente el desarrollo de las Horas.
Y así, la Hora de la Revelación dio comienzo, y llegó el momento
prometido en el que todas las preguntas hallarían respuesta. Y he ahí
que el Portal al más allá se abrió y, allende sus muros, la auténtica
faz del porvenir se manifestó ante los fieles.
Liliana apartó los pies del cieno carmesí del Luxa. Las
provocaciones de Razaketh resonaron en sus oídos y dejó escapar un
suspiro.
"Soy demasiado vieja para estas tonterías".
Hizo un giro con los hombros y se echó el cabello hacia atrás. Lo que
Liliana sentía en ese momento no eran ni miedo ni nervios: era
expectación. Al fin y al cabo, los dos primeros demonios habían sido
fáciles de derrotar. El factor sorpresa y lo repentino de los ataques
habían jugado a su favor.
Esta vez tenía la suerte de contar con el mejor apoyo del Multiverso.
―Jace, ¿me oyes? ―preguntó mentalmente. Escuchó una respuesta lejana.
―¡Lili, ¿dónde estás?! ¡Ya vamos! Aquí hay...
―Demasiada gente, lo sé. Estoy en la orilla del río, delante del Portal. Jace, ese es Razaketh, el que...
―¿Dónde estás, vejestorio?
La voz del demonio retumbaba en los alrededores.
La multitud que permanecía en la orilla no paraba de murmurar.
Quienes no habían huido estaban clavados en el sitio, temblando de miedo
e incertidumbre al ver el curso de los acontecimientos.
Liliana frunció el ceño. Sabía que Razaketh intentaría jugar con ella. No caería en su trampa tan fácilmente.
―Liliana, sé que estás aquí...
Se escabulló entre la gente sin apartar los ojos de la silueta oscura
que planeaba en círculos sobre el río, perezosamente. Razaketh voló
hacia el Portal abierto y buscó entre la muchedumbre con la mirada.
Liliana sintió una sacudida en una mano.
Bajó la vista, sorprendida.
Aquel movimiento había sido... involuntario.
Liliana levantó la mano derecha hasta la altura de los ojos y una sensación de temor afloró en su pecho.
Su propia mano la saludó.
Liliana dejó escapar un gruñido de repulsión y bajó la mano bruscamente.
Solo era un truco para asustarla. No dejaría que el miedo la
venciera. Se llevó la mano con decisión al costado izquierdo, donde
guardaba el Velo de Cadenas.
El demonio se rio desde lo alto del Portal.
―Ahí estás.
Las palabras le provocaron un escalofrío.
Por el rabillo del ojo, Liliana vio llegar al resto de los
Guardianes. No tenían buen aspecto; estaban magullados después de la
batalla en la arena. Jace se acercó a ella, pero Liliana alzó una mano
para detenerlo. Los cuatro guardaron las distancias y levantaron la
vista hacia el demonio.
―No conozco el alcance de sus habilidades ―susurró Liliana con urgencia―, pero es poderoso. Deberíamos...
Su advertencia terminó bruscamente. El demonio bajó las alas y sus siguientes palabras, sencillas, firmes y tranquilas, descendieron hacia la multitud.
―Ven a mí.
En cuanto el mensaje llegó a oídos de Liliana, la nigromante sintió
cómo su cuerpo se volvía hacia el demonio y el rostro se le descomponía.
El laberinto de tatuajes que le cubría la piel se encendió con la
llamada de Razaketh y ella gritó en la intimidad de su propia mente
mientras su cuerpo, sin prisa ni permiso, caminaba hacia el río de
sangre.
En su larga vida, Liliana había experimentado muchas penurias. Había
luchado, perdido, envejecido, ofrecido su alma voluntariamente... Pero
nada era tan insoportable ni enajenante como perder el control de sí
misma. Creía conocer las consecuencias de aquellos pactos demoníacos que
había hecho décadas atrás, pero nunca había imaginado lo que realmente
podía llegar a ocurrir.
La ira no era una emoción que le gustara sentir con frecuencia. Era
como un baño demasiado caliente, un fuego descontrolado, un vestido
áspero que no parecía propio de ella. Sin embargo, mientras el demonio
Razaketh tiraba de su cuerpo hacia delante, Liliana enarboló su ira a
modo de estandarte. Se dejó dominar por la furia, se revolvió y tiró con
toda su fuerza mental para recuperar el control.
Pero fue en vano. Por mucho que luchara mentalmente, el odio no
llegaba a manifestarse en su rostro. La rabia no conseguía mover sus
músculos. Liliana no ejercía el más mínimo control sobre lo único que
siempre había sido de ella.
"¡Así te pudras en los nueve infiernos!", maldijo al demonio.
Continuó despotricando y chillando en su propia mente, pero el vínculo entre su voluntad y su cuerpo seguía partido en dos.
Chandra y Nissa corrieron a sujetar el cuerpo errante de Liliana,
pero un estallido de energía nigromántica hizo que lo soltaran. Las dos
recularon inmediatamente, antes de que la podredumbre les marchitara las
manos.
Liliana podía escuchar los gritos de Jace en su cabeza y captaba la
voz de Gideon en los oídos, pero Razaketh seguía siendo su centro de
atención. Ve con él era la única orden que obedecía su cuerpo. El Velo
de Cadenas continuaba guardado, el demonio estaba demasiado cerca y sus
aliados eran incapaces de detener su impulso de avanzar.
Quería arrancar los ojos al demonio y devorarlos. Gritó obscenidad
tras obscenidad en su mente con la esperanza de que aquella avalancha de
maldiciones minara el yugo del demonio.
Pero el yugo persistía.
Liliana se adentró en la sangre del Luxa. Era viscosa, caliente y
asquerosa. Su cuerpo siguió avanzando y se hundió más y más en el río.
Hasta las caderas. Hasta la cintura. Hasta el esternón.
Las furiosas protestas mentales de Liliana se convirtieron en un grito constante.
Sintió su pierna rozar un cadáver bajo el fango. Un pez inerte
flotaba a la altura de sus hombros. El río estaba repleto de animales
muertos apenas minutos antes, todos asfixiados por la sangre del rito de
Razaketh. Ningún ser vivo podía sobrevivir en aquella ciénaga carmesí.
La voz de Jace se apagó en su mente. Liliana estaba demasiado lejos, demasiado sumergida.
Tomó aire instintivamente y sintió que su cabeza se hundía bajo la superficie.
El líquido era repugnante, espeso y le abrasaba la piel.
El corazón se le aceleró de miedo.
"No tendré miedo. Es más débil que yo, puedo sobrevivir a esto".
―Solo sobrevivirás si lo matas ―graznó una voz en su cabeza.
El Hombre Cuervo.
"¡Lárgate!", gritó Liliana en su cabeza. "¡Vete ahora mismo! ¡No quiero oírte ni una vez más!".
―No serás libre hasta que mates a todos tus demonios. Solo entonces te dejaré en paz.
No era el momento de pensar qué significaba eso.
Se estaba asfixiando.
Sentía la necesidad imperiosa de respirar, aunque sabía que así solo
conseguiría ahogarse en sangre, pero el control del demonio era superior
incluso al impulso de intentar tomar aire.
Justo cuando creía que iba a perder la consciencia, su cuerpo salió a la superficie y respiró de nuevo.
Había cruzado el río y emergido en la otra orilla. Levantó la vista y
separó las pestañas pegajosas para ver la base de la necrópolis al otro
lado del Portal al más allá. Razaketh observaba desde lo alto de una
plataforma de piedra; su actitud era tan engreída y repulsiva como
Liliana recordaba.
Una parte de ella se sentía estúpida. Ningún otro demonio había
ejercido semejante control sobre su cuerpo. ¿Cómo podía enfrentarse a
alguien capaz de manejarla como si fuese un títere? ¿Qué clase de
tácticas podía usar para luchar contra aquello?
Razaketh la miraba desde arriba. Sus rasgos de reptil eran ilegibles,
pero parecía encantado de haberse encontrado con la beneficiaria de su
contrato. A diferencia del carácter frío de Kothophed y Griselbrand,
Razaketh se mostraba juguetón.
―Qué maravillosa sorpresa ―ronroneó el demonio.
Hizo un gesto para que Liliana saliera de la ciénaga y, sin dudar, su
cuerpo lo hizo por ella y se arrodilló en el fango. Tenía el vestido
pegado a los costados y la sangre empezaba a coagular al calor del sol.
Liliana notaba que aquella postura le produciría calambres en los
pies, pero era incapaz de moverse. En vez de eso, se centró en la
respiración, que seguía un ritmo distinto al suyo, y trató de dominar el
pánico para convertirlo en determinación. El demonio se acercó algunos
pasos y estudió a su presa.
―La vejez nunca te sentó bien.
Razaketh le mostró una sonrisa de reptil. Liliana quería borrársela de un plumazo.
―Me complace ver que has sabido aprovechar las ventajas de nuestro
trato ―dijo el demonio mientras se fijaba en el vestido ensangrentado―.
Lamento este desaguisado. Un buen amigo me había dejado a cargo de una
tarea.
Razaketh levantó la vista hacia el segundo sol.
―Eres afortunada por haber venido precisamente ahora. ¡Justo a tiempo
para contemplar el espectáculo! Yo mismo estoy expectante; para mí
también será una sorpresa, en verdad.
Si Liliana hubiera podido estremecerse, lo habría hecho. De pronto, sintió un suave golpeteo de lluvia en un rincón de la mente.
―¡Liliana, te vemos! ¡Vamos en tu ayuda!
Jamás se había alegrado tanto de oír a Jace en su cabeza. Parecía que
Razaketh no había notado nada y, por un segundo, Liliana agradeció no
tener el control de su rostro. Ajeno a la conversación mental, el
demonio continuó con sus juegos.
―Disculpa la brusquedad, pero adoro a los perros que acuden en cuanto los llamas. Y tú eres una buena perrita, ¿verdad que sí?
Levantó un dedo con pereza y lo bajó de nuevo.
Liliana notó que asentía. Sus músculos se tensaban y crispaban al
intentar resistirse a la orden, pero su cabeza se inclinaba y se
levantaba... se inclinaba... y se levantaba.
―Así me gusta ―se mofó Razaketh mientras bajaba la garra.
El demonio calló y meditó por un momento. Una sonrisa de superioridad
tiró de sus escamas cuando decidió cuál sería su próxima orden.
―Ladra.
―Guau, guau ―respondió Liliana con un tono capaz de congelar los soles.
Razaketh soltó un suspiro de desaprobación.
―Deberías leer los contratos antes de firmarlos, querida. La gente esconde todo tipo de cláusulas desagradables en ellos. Los otros coautores fueron muy directos, pero yo prefiero dar unas pinceladas de estilo a mis condiciones.
Razaketh levantó un poco la barbilla y, sin previo aviso, Liliana
cerró la mano derecha y esta salió disparada hacia su propia cara. El
puño se detuvo a escasos milímetros de un ojo. La expresión de Liliana
seguía paralizada por la magia de obediencia, pero se encogió
internamente.
Satisfecho con la demostración, Razaketh le ordenó en silencio que
bajase la mano. Mientras su cuerpo obedecía, Liliana proyectó su
consciencia hacia el río y valoró cuántos muertos se habían asfixiado y
sumergido en el caudal de sangre que había detrás de ella.
―Muy bien, vejestorio, dime a qué has venido ―dijo el demonio irguiéndose e hinchando el pecho.
La mandíbula de Liliana crujió cuando recuperó la autonomía. La movió
a un lado y a otro. El resto del cuerpo seguía fuera de su alcance,
pero al menos las palabras eran de ella.
Les sacó el máximo partido.
―Te quedan cinco minutos de vida ―afirmó Liliana rezumando determinación―. Me observarás mientras te mato.
―¿Cinco minutos? ―contestó Razaketh con sorna―. Cuánta precisión.
―Soy una persona muy puntual ―declaró Liliana.
―Lo dudo.
―Kothophed y Griselbrand están muertos ―reveló ella esbozando una sonrisa―. Fueron presas fáciles.
―Esos dos eran unos imbéciles ―se mofó el demonio.
―Y no te falta razón ―dijo Liliana, esta vez sonriendo de verdad.
Razaketh la miró detenidamente.
―No quiero acabar contigo, pero podría mutilarte ―rumió él mientras
jugueteaba con un cuchillo que llevaba a la cadera―. Quizá te obligue a
hacerlo tú misma.
―Cuatro minutos... ―anunció la nigromante.
Razaketh se echó a reír.
La voz de Jace se manifestó de nuevo en la mente de Liliana.
―No te muevas.
―¿Estás de broma? ―dijo ella suspirando por dentro.
Jace tardó un segundo en responder.
―Tal vez.
Liliana volvió a prestar atención al demonio que se cernía sobre ella.
Se hizo un silencio incómodo.
―¿De verdad ha sido una amenaza vacía, sin nada para respaldarla? Me
siento casi decepcionado ―se burló Razaketh ladeando la cabeza.
La voz de Jace regresó a la cabeza de Liliana, esta vez dominada por el pánico.
―¡Chandra, espera! ¡No te precipites!
―Cuatro minutos quizá sean demasiados ―dijo Liliana con una pequeña sonrisa.
El demonio frunció el ceño.
―¿Qué te parece morir... ahora? ―amenazó ella sin dejar de sonreír.
Desde algún lugar detrás del demonio, un fogonazo surgió de la nada y devoró a su presa.
Razaketh gritó de dolor.
Liliana sintió un gran alivio al recuperar el control de su cuerpo.
Se levantó apresuradamente, con la sangre del río goteando aún por todo
el vestido, y buscó con la mirada el origen del fuego. Allí estaba
Chandra, alimentando las llamas que abrasaban al demonio. Razaketh
aullaba, se retorcía y agitaba la cola violentamente mientras intentaba
huir.
Entonces extendió las alas y se impulsó hacia arriba. En cuanto vio a
Chandra, se abalanzó sobre ella a toda velocidad y la embistió. La
piromante se estrelló contra el lateral de la necrópolis con un gran
batacazo.
Liliana levantó una mano en dirección al río y empleó sus poderes, pero Razaketh se volvió hacia ella con un gruñido furioso.
―Ni hablar ―rugió el demonio, y Liliana sintió cómo su hombro se dislocaba.
Gritó en parte por el dolor y en parte por la ira, pero su voz calló
de repente. Con una garra extendida y el ceño fruncido, Razaketh había
vuelto a arrebatarle el control.
Un látigo de arena, roca y juncos surgió de la tierra y se estampó
contra el costado del demonio, que cayó al suelo. Un enorme elemental
emergió en la orilla del río. Cuando se alzó, de él cayeron pequeñas
cascadas de agua natural, incorrupta por la magia de sangre.
Con Razaketh aturdido, Liliana se estremeció de nuevo al recuperar el control.
No perdió el tiempo y volvió a colocarse el hombro con un gemido.
Inmediatamente, levantó la mano de nuevo hacia el río y una energía
oscura la recorrió por dentro al preparar su hechizo.
Dolorido y desconcertado, Razaketh dio zarpazos y puñetazos para
quitarse de encima al elemental y volver a elevarse. Detrás de él, Nissa
ayudaba a Chandra a ponerse en pie mientras dirigía a su criatura. El
demonio descendió en picado contra el elemental y la potente carga hizo
que una gran cantidad de tierra se desprendiera de él. Una vez más,
Razaketh extendió una garra en dirección a Liliana.
El intento de volver a controlarla solo funcionó en parte: las
piernas de la nigromante flaquearon, pero el resto del cuerpo aún le
pertenecía.
El elemental aporreó de nuevo a Razaketh y este volvió toda su furia
contra el ser. Las garras del demonio arrancaron puñados de cieno y
juncos. Razaketh rugió, destrozó y descargó coletazos contra el costado
del elemental. Cuando echó un puño hacia atrás para asestar el golpe
final, un rocío de fuego volvió a envolverlo: Chandra estaba de nuevo en
pie y se disponía a lanzar otra ráfaga de bolas de fuego contra el
monstruo.
Liliana notó que la mitad derecha del cuerpo se le entumecía y cayó al suelo.
Razaketh tenía una garra extendida hacia ella, mientras con la otra inmovilizaba al elemental de Nissa.
Liliana resolló contra la tierra y sintió la arena entre los dientes.
Lejos de ella, vio al elemental desplomarse. Nissa se había refugiado
en algún lugar de la necrópolis; al parecer, le costaba reunir el maná
necesario para mantener activo al elemental. Razaketh había levantado el
vuelo y ahora podía esquivar fácilmente las llamas de Chandra.
―¡Jace! ―gritó Liliana mentalmente.
Sin embargo, cuando formó la palabra en sus pensamientos, sufrió una repentina asfixia.
Había dejado de respirar.
Intentó tomar aire, pero tenía el diafragma paralizado.
Probó de nuevo, pero era incapaz de respirar.
Razaketh aterrizó delante de ella dándole la espalda, vuelto hacia Chandra para burlarse de ella.
Liliana vio a la piromante a lo lejos, apuntando hacia el demonio. Se
percató de que Chandra no veía que ella estaba en el suelo, a los pies
de Razaketh.
Liliana no podía respirar. No podía moverse... Y Chandra estaba a punto de atacar al demonio.
―¡JACE!
―¡Deprisa, Gideon! ―exclamó la voz de Jace.
Liliana se sobresaltó al sentir una mano invisible en el hombro. Jace
debía de haber camuflado a Gideon para ayudarle a acercarse.
El sural de Gideon apareció con un destello e hizo tres gruesos
cortes en la espalda de Razaketh. El demonio rugió de dolor y Liliana, a
la desesperada, tosió y tomó una bocanada de aire y arena. Se apoyó en
los codos y resolló hasta recuperar el aliento.
―Acaba con él rápido ―le gruñó Gideon al oído.
―Eso pretendo ―graznó Liliana.
Sintió cómo una magia brillante y extraña la envolvía. Gideon había
extendido su invulnerabilidad para crear una barrera entre el demonio y
ellos.
Un instante después, las inmediaciones se convirtieron en un mar de llamas.
Gideon se agachó junto a Liliana y empleó su magia para formar una cúpula que los protegió del infierno exterior.
Razaketh avanzó pesadamente a través de las llamas, retorciéndose con
violencia antes de ser embestido por un nuevo elemental. El ser lo
inmovilizó en el suelo y el demonio rugió mientras la piel se le
ampollaba con el asalto piromántico de Chandra.
Liliana se levantó y fue en pos de Razaketh mientras Gideon la seguía
y mantenía en alto su barrera invulnerable. Liliana sintió una tercera
punzada de magia; Jace debía de haberlos vuelto invisibles a los ojos de
Razaketh.
―Jace, necesito que neutralices su control sobre mí.
―¿Qué crees que llevo diez minutos intentando?
Liliana no tenía tiempo para aquello.
―¡Olvídate de la invisibilidad y céntrate en él mientras está distraído!
Los ojos de Razaketh se desenfocaron.
―Lo tengo... Date prisa... ―La voz mental de Jace sonaba tensa.
―¡Hacia él, Gideon! ―gritó Liliana.
Avanzaron entre las llamas. La sangre que goteaba de su cuerpo hervía
en cuanto tocaba el suelo. Gideon le puso una mano en el hombro y
reforzó la magia que protegía a ambos.
Detrás de la barrera de invulnerabilidad, la temperatura de aquel
infierno resultaba cálida, casi agradable. Liliana entrecerró los ojos
debido a la claridad y distinguió la silueta de Razaketh delante de
ella, luchando contra el gran elemental de arena y agua conjurado por
Nissa. El demonio tenía la piel negra y chamuscada por la conflagración.
Liliana sacó el Velo de Cadenas.
―No necesitas esa cosa ―dijo Jace mentalmente―. Solo te harás daño.
Liliana se molestó por la intervención.
Pero la verdad era... que estaba en lo cierto.
No lo necesitaba para lo que iba a hacer.
El demonio iba a descubrir el terror que podía causar por sí misma.
Liliana volvió a guardar el Velo en el vestido. Si la situación se
volviera desesperada, siempre podría recurrir a él, pero por ahora
quería poner a prueba sus propias habilidades. El demonio moribundo que
tenía ante sí le hizo sentirse especialmente indulgente.
―Razaketh ―lo llamó.
Su presa estaba cubierta de ampollas e inmovilizada en la orilla del
río. Tenía el rostro quemado, descompuesto y arrugado en un gesto de
dolor e ira.
Liliana mantuvo la cabeza alta y miró a Razaketh con suficiente desprecio como para que él pudiera sentirlo.
―Observa cómo te mato.
Levantó las manos y extendió su poder hacia el río.
El cieno se agitó y se revolvió con un movimiento en las profundidades. Razaketh se quedó atónito.
―¡Termina de una vez! ―gritó Jace mentalmente.
Cerca de la orilla, Jace disipó su velo y apareció con un parpadeo de
luz y el rostro tenso por el esfuerzo. Liliana se sorprendió al verlo:
el mago se había aproximado a la batalla más de lo que ella creía. De
pronto, Jace hizo un gesto de dolor y Liliana sintió una crispación en
la mano. Razaketh aún luchaba por controlarla. La nigromante giró una
muñeca y una mezcolanza de fauna muerta emergió del río de sangre:
peces, tortugas, serpientes, hipopótamos, aves fluviales y antílopes
ahogados surgieron del Luxa como un amasijo retorcido. Con las bocas
abiertas y los dientes al descubierto, salieron pesadamente del río y se
arrastraron hacia el cuerpo demacrado del demonio.
Liliana movió la amalgama de cadáveres como si fuera su propio
cuerpo. Ejercía el control sobre todas las aletas, zarpas y dientes que
surgían de la sangre espesa del río. Se sintió inmensa, sin límites,
magnificada y dispersa por las oleadas de carne reanimada. No sabía
dónde terminaba ella y dónde comenzaban los cientos de muertos. Por un
momento pasajero, Liliana recordó lo que era poseer un poder casi
divino.
El demonio luchó para liberarse de la presa del elemental. Con un
rugido y un empujón, se lo quitó de encima, extendió las alas, ahora
rasgadas como un lienzo viejo, y se elevó sobre la orilla. Liliana
descargó una ráfaga de energía nigromántica contra él y Razaketh se
desplomó entre convulsiones. La montaña de muertos vivientes se le echó
encima y un sinfín de colmillos, fauces y cuernos comenzaron a
despedazarlo.
Chandra, Gideon y Nissa apartaron los ojos de la matanza.
Junto a Liliana, Jace se quedó paralizado, incapaz de dejar de mirar.
Liliana sintió un roce indeciso en el confín de su mente, una
petición de permiso para echar un vistazo. Liliana dio la bienvenida a
la ojeada mental de Jace.
―Observa lo que pienso hacer con él.
Vagamente, Liliana oyó unas arcadas de asco a su lado.
Jace abandonó su mente de inmediato, pero a Liliana le daba igual. Estaba ocupada.
Razaketh aulló de dolor y fue arrastrado violentamente hacia el río.
Liliana hizo un gesto con la mano y otra veintena de cocodrilos
aparecieron en la orilla. Con una pierna atrapada en las fauces de una
bestia, Razaketh intentó huir a rastras, pero era demasiado tarde.
Liliana dejó que las criaturas perdieran el control y proyectó su
energía y su mente hacia los cuerpos de los cocodrilos. Músculos fuertes
y dientes afilados. Un hambre desmedida por devorar la carne de los
vivos.
Con la consciencia dividida entre los veinte cocodrilos muertos,
abrió sus bocas y se lanzó a por la víctima. Sus veinte estómagos rugían
y sus veinte mandíbulas se abrieron con ansia. Sin autocontrol ni
humanidad, sus veinte egos consumieron lo que quedaba de Razaketh.
Se dio un festín y él gritó.
Los cocodrilos tiraron de los restos del demonio y lo sumergieron en
el río de sangre, salpicando arcos carmesí mientras sus colas
chapoteaban con violencia en la superficie del agua. Se agolparon sobre
él y clavaron los dientes en la carne del demonio.
Liliana se sentía llena. Sus veinte bocas retorcieron las
extremidades de la presa para arrancarlas de cuajo, escupieron sangre y
devoraron la carne quemada. No quedaría ni una pieza de él, nada que
fuese capaz de regresar a la vida. Se rio y los cocodrilos rugieron al
unísono. La maldición de Amonkhet no podría reanimar aquel cadáver.
Mientras su mente salvaje y dividida devoraba vivo al demonio, sus propios dientes masticaban ligera y subconscientemente.
Se rio y oyó cómo Jace vomitaba detrás de ella.
―Liliana, ya basta ―rogó Jace―. Está muerto. Para, por favor.
Liliana tragó con su propio cuerpo sin saborear nada.
Jadeaba de agotamiento.
Y sonreía de oreja a oreja.
Se sentía saciada, aliviada y deliciosamente monstruosa. No quería detenerse.
―Lili, basta.
Liliana bajó la cabeza y abandonó los cuerpos de los cocodrilos.
Estos se retorcieron y unos segundos después se marcharon río arriba. La
maldición de los errantes volvía a dirigirlos.
¡Lo había logrado!
Liliana soltó una risita y se dejó caer en la arena, exhausta. No
había vino más dulce que la independencia ni recompensa tan
satisfactoria como ser dueña de una misma. Liliana no era una persona
sentimental, pero allí, tumbada en la orilla del río mientras observaba
el brillo azul de la Hekma, se sorprendió con una sensación de que tal
vez fuera posible. Como si pudiera librarse del control de
otros y de las cosas que detestaba. El apoyo de los Guardianes había
proporcionado los medios para lograr su fin. ¡Tal como había planeado!
Se levantó una brisa cálida que le apartó el pelo de la cara. Vio a
Jace por el rabillo del ojo. Estaba de pie a su lado, observándola con
una expresión inescrutable. Liliana olía el vómito en el suelo, detrás
de él.
―Lo he conseguido, Jace.
Liliana soltó otra risita.
―Me lo he comido.
Jace permaneció en silencio intencionadamente.
―Los otros dos demonios fueron mucho más fáciles de matar. No podían
hacerme lo que hacía este. Ahora solo queda uno. Y entonces me
recuperaré a mí misma.
El agotamiento hizo mella en Liliana. Sabía que sus palabras no tenían mucho sentido. Se levantó con esfuerzo.
―¿Has vomitado? ―masculló con cansancio.
Jace no respondió.
Gideon, Nissa y Chandra se aproximaron con cautela. Se habían
mantenido al margen y habían observado su victoria desde lejos. Ahora se
acercaban, magullados tras el combate.
―Gracias a todos por ayudarme ―susurró Liliana con gratitud.
―Era lo que debíamos hacer ―contestó Gideon cruzándose de brazos―. Ahora tenemos que centrarnos en la llegada de Bolas.
―Cierto ―dijo ella recogiéndose el pelo con una cinta del vestido―. Pero antes podemos descansar un momento.
―No hay tiempo para descansar ―replicó Nissa con una inquietud
impropia de ella―. Por lo que percibo, la magia de sangre de Razaketh ha
iniciado una reacción en cadena de hechizos. El demonio tenía que poner
en marcha las "Horas" que anuncian el regreso de Bolas.
Liliana sentía un temblor en las piernas. Ninguno de los otros la ayudó a mantenerse en pie.
―Tendremos más posibilidades de vencer ahora que hemos quitado de en medio a Razaketh ―dijo ella.
―Estoy de acuerdo ―la secundó Gideon―, pero hemos intervenido a salvarte, aunque nos engañaras sobre la presencia del demonio.
―Pero ha salido bien, ¿o no? ―esgrimió Liliana.
Chandra levantó las manos para calmar los ánimos.
―No tenemos tiempo para discutir sobre esto. Hay que separarse y salvar a toda la gente posible.
―Tienes razón... ―masculló Nissa. Miró a Jace y ambos comenzaron una conversación mental en silencio.
En medio de la calma, Gideon tomó la palabra.
―Necesitamos mantenernos juntos y ahorrar fuerzas. Si es posible,
tenderemos una emboscada al dragón cuando llegue. Nosotros lo pillaremos
a él por sorpresa, y no al contrario. ―Gideon miraba fijamente a
Liliana.
La nigromante soltó un suspiro. No se avergonzaba de cómo había
acabado con el demonio. Sin embargo, no podía ignorar la frialdad con la
que el resto la trataba ahora. Gideon apenas podía contener sus ganas
de fruncir el ceño. Chandra tenía los labios apretados y tensos. Nissa
no disimulaba su aversión. Y Jace parecía el más distante.
―Busquemos un sitio mejor para prepararnos para la llegada de Bolas
―propuso Gideon. Los demás dieron la espalda a Liliana y caminaron hacia
el Portal, de vuelta a Naktamun.
Solo Jace se quedó atrás, observando aún a la nigromante con una expresión indescifrable.
―No me mires así ―dijo ella.
―No pienso apoyarte si vuelves a perder el control de esa manera ―replicó él sin pestañear.
―Era necesario ―argumentó Liliana encogiéndose de hombros.
―No, te has ensañado.
Liliana bufó y sonrió.
―He hecho lo que debía.
Pasó junto a él recogiendo y retirando el pelo de la cara y se marchó para unirse a los demás.
Jace no se movió del sitio durante un momento. Miró las manchas de
sangre en la orilla del Luxa y, a pesar del calor vespertino y la capa
de sudor que le empapaba la frente, sintió un escalofrío.
Las arenas flotaban perezosamente sobre las dunas, el Luxa
recorría Naktamun de principio a fin y las familias de la ciudad se
ganaban la vida felizmente. A través de una ondulación en el aire, un
dragón desgarró el cielo desde un mundo remoto. Tenía pocos días. Pronto se quedaría sin la magia necesaria para
llevar a cabo este plan. Le quedaba el tiempo justo para hacer los
preparativos con los que tal vez podría recuperar su divinidad. Las maquinaciones del dragón abarcaban milenios y su percepción
contemplaba siglos, un tortuoso laberinto de posibilidades,
circunstancias, estadísticas y probabilidades. Por lo general, el dragón
sopesaba esos factores cuando trazaba sus planes, pero ahora, si quería
satisfacer sus necesidades tendría que ser violento en sus decisiones. La violencia es un acto que no se puede retractar ni enmendar a
medio camino. Comienza y luego termina. Sus decisiones tenían que ser
idénticas. Nada de dudas. Nada de titubeos ni incertidumbres.
Simplemente, violencia. Los dioses de Amonkhet divisaron al dragón en el cielo, fuera de
la Hekma. Se encaramaron a los puntos más elevados de la ciudad y se
armaron para el combate. Estaban decididos a no fracasar esta vez.
Ningún monstruo podría derrotar a los ocho dioses de Amonkhet. No cuando
Naktamun era lo único que quedaba. Oketra tensó su arco y la luz de los soles gemelos resplandeció
en la superficie curva. Disparó una flecha hacia el cielo y esta
atravesó la Hekma con facilidad. El rayo impactó en el costado del
dragón... y él se rio. La gran bestia descendió hacia la cúpula
brillante de la barrera y la tanteó con una garra. Oketra lanzó una
segunda flecha, esta vez con intención de perforar un ojo. El monstruo
apenas dedicó un vistazo al proyectil y este se partió y desintegró en
pleno vuelo. Los dioses se quedaron atónitos. Aquel dragón poseía suficiente poder como para desafiar las leyes de la naturaleza. Hazoret ordenó que los niños y los ancianos se refugiaran en los
mausoleos y los sirvientes hicieron correr la voz. La diosa empuñó su
lanza e instó al panteón a atacar. El intento de distracción para proteger a los mortales hizo
gracia al dragón. Aquellos dioses se preocupaban por su plano mucho más
de lo que a él le habían importado los mundos que creaba. Kefnet, el cuidador de la Hekma, trató de mantener intacta la
barrera. El dragón levantó la barbilla y quebró en dos la mente de
Kefnet. El cuerpo y las alas del dios se quedaron sin fuerzas y este se desplomó en el suelo, completamente inmóvil. Los corazones de los mortales de toda Naktamun se retorcieron con
un dolor súbito. Incluso quienes no presenciaron la caída de Kefnet
fueron presa del pánico. El resto del panteón rugió por la derrota de su
hermano y la agonía que se extendió por Amonkhet. El dragón sonrió con satisfacción. Extendió una garra y una aguja de luz perforó el brillo azul de la barrera. Los dioses alzaron las armas y bramaron, desafiantes. Ninguna bestia dañaría a un inmortal sin recibir su justo castigo. La luz de la Hekma parpadeó. El velo protector onduló como el
agua de un río y la brecha se ensanchó lo suficiente como para que el
invasor la atravesara. El dragón se protegió de los ataques de los dioses separándose
medio paso de la realidad. Su imagen seguía siendo visible, pero su
cuerpo estaba a salvo de las acometidas. Los dioses de Amonkhet rugieron y maldijeron, pero ningún golpe
alcanzaba a su objetivo. El poder del intruso estaba, como mínimo, a la
par del de ellos. El dragón aterrizó en lo alto de la torre más elevada,
cerró los ojos y comenzó a canalizar un conjuro. Había llegado la hora de las decisiones violentas. Los dioses percibieron cómo una oleada de maná confluía en torno
al dragón como un torbellino de malevolencia. Intentaron lanzar hechizos
de protección a la desesperada. Pero fueron demasiado lentos. El dragón abrió los ojos y todos los mortales con edad suficiente
como para caminar se disiparon cuales granos de arena en el aire. Una luz blanca y cegadora envolvió Naktamun y los siete dioses
cayeron de rodillas, agonizando por el desvanecimiento de incontables
almas. La luz se atenuó. Se hizo el silencio, que inmediatamente dio paso al plañido lejano de miles de bebés huérfanos. Los dioses rompieron a gritar, horrorizados. Los ruegos de los
niños no tenían forma en sus mentes. Fueron abrumados por un sinfín de
súplicas, aluviones de miedo y confusión sin palabras, imágenes difusas
de madres y padres que se habían esfumado partícula a partícula. La
repentina pérdida de todas aquellas vidas dejó a los dioses indefensos,
paralizados por la conmoción, como si hubieran perdido una extremidad. Sin embargo, dos deidades se negaron a sucumbir. Hazoret levantó a
Oketra del suelo asintiendo en silencio. Las dos huyeron del gran
dragón mientras este se apoderaba de sus congéneres. El intruso,
extrañado, las siguió sin apresurarse, en silencio y tranquilo. Oketra corrió junto a su hermana y descendieron al más sagrado de
los mausoleos. Mientras se agachaban para entrar en el sepulcro y
pasaban entre filas y filas de muertos momificados, las diosas
escuchaban los llantos estridentes de los huérfanos. Oketra cerró la
entrada con una luz dorada que selló la puerta de piedra y Hazoret
comenzó a recoger con cuidado a todos los niños que pudo. Oketra corrió a
ayudarla y calmó a los bebés con su presencia. De pronto, la risa del dragón retumbó en el mausoleo. Hazoret se
volvió hacia Oketra cuando oyeron al intruso y sintieron su presencia al
otro lado de la entrada, poniendo a prueba la resistencia de la
barrera. El dragón percibió los latidos de los niños supervivientes al
otro lado de la puerta, además de miles y miles de cadáveres encantados,
y se rio entre dientes al contemplar la perfección de su plan. Deshizo
lentamente el sello mágico de la diosa y se tomó su tiempo para
deleitarse con la desesperación que surgía del interior del mausoleo. Las dos diosas depositaron a los niños en un nicho de la cámara y
se plantaron codo con codo ante la entrada. Hazoret empuñó su lanza.
Oketra tensó el arco. ―¡Los hijos de Naktamun no morirán a manos de una bestia!―exclamó Hazoret. ―Los hijos de Naktamun morirán atravesados por tu lanza ―replicó el dragón. El invasor hizo añicos la puerta del mausoleo. Oketra y Hazoret
iniciaron el ataque. Con un simple gesto de una garra, el dragón emitió
un impulso de magia y las mentes de las dos diosas quedaron
completamente en blanco. Cayeron sin dar ni un paso más. El dragón, satisfecho, continuó su labor.
El siguiente paso del plan requería autosuficiencia.
Necesitaba una sociedad dispuesta a hacer el trabajo por sí misma, sin
necesidad de estar él presente. Había numerosas opciones con sus correspondientes resultados,
pero el tiempo apremiaba; ya había tardado un día en someter a los
dioses. El dragón eligió el camino rápido. Decisiones violentas. En primer lugar, regresó a la superficie y se apoderó de tres de
los dioses. Los guardó como si guardara herramientas en un armario.
Pronto llegaría el momento de usarlos. Con el poder que le quedaba, el
dragón corrompió y manipuló las líneas místicas de maná que fluían a
través de los demás dioses. Les ordenó que olvidaran sus orígenes,
asoció su existencia a la de él y los obligó a borrar todo lo demás. En segundo lugar, profanó las tumbas bajo la ciudad y sacó a la
luz los cuerpos momificados de los muertos. Había un gran número de
huérfanos que necesitarían cuidadores. En tercer lugar, tergiversó la historia del plano. Existía una
ceremonia religiosa de élite, una serie de pruebas de mérito que
concluían con el sacrificio de un campeón tras cada ciclo del segundo
sol. Un inusual pilar cultural que era respetado tanto por mortales como
por dioses. Perfecto para adecuarlo a sus fines. El dragón agradeció la
conveniencia. Lo que antes ocurría una vez cada pocas décadas, ahora
exigiría un suministro constante de campeones. Hechizó el sol de modo
que este se desplazara mientras él continuaba con sus preparativos, para
que sirviese de cuenta atrás hasta el momento en el que decidiera
regresar. Aquel sería el eje de sus maquinaciones en el mundo. En cuarto lugar, el dragón construyó un trono en el perímetro de
la ciudad. Al otro lado de la barrera, erigió un monumento a su propia
imagen, un homenaje a sus magníficos cuernos, y lo encantó para que se
mostrara idéntico desde cualquier ángulo. Construyó el monumento de modo
que este enmarcara el menor de los soles en el momento que el dragón
escogiera. Se sintió orgulloso. Cuando uno pierde la omnipotencia a
pasos agigantados, la vanidad es una herramienta para sobrevivir. Por último, forjó la promesa de regresar, deleitándose con la
escritura de sus propias profecías, y la implantó en los dioses y en las
mentes y creencias de los ciudadanos. Los mortales adoraban las
promesas. Las consideraban inamovibles como montañas, cuando en realidad
eran volubles como ríos. Cuando el dragón partió, el menor de los soles continuó su lenta trayectoria celeste. Desde lejos, el dragón continuó cultivando, supervisando y
llevando a cabo sus propósitos en otros mundos mientras los años
transcurrían, empujando el segundo sol poco a poco en su recorrido hasta aquel momento en particular en aquel lugar en particular sobre aquel plano en particular en el que el sol completó su ciclo y descansó entre los grandes cuernos, según la profecía. Según la promesa. Por fin. Había llegado la Hora de que el dragón regresase y reclamara su tesoro.
Y así, el sol alcanzó su cénit entre los cuernos del Dios
Faraón y las Horas prometidas comenzaron. Y las últimas gentes de
Amonkhet se postraron, y hubo nerviosismo y temor ante lo que se
avecinaba, y hubo llantos de niños y chiquillos, y los dioses señalaron
el fenómeno con solemnidad, pues todo se desarrollaba según la profecía.
Djeru corría lo más rápido que le permitían las piernas, con los
ojos clavados en el segundo sol, que asomaba a ambos lados del cuerno
izquierdo en el horizonte. La ciudad estaba sumida en la penumbra y lo
insólito de aquella atmósfera no hacía más que avivar los ánimos y el
regocijo de los ciudadanos de Naktamun.
Samut corría junto a Djeru, sujetándolo fuertemente por un hombro.
Cuando los dos salieron de la arena, se toparon con una estampida de
ciudadanos, todos dirigidos hacia la orilla del Luxa. Djeru jamás había
visto semejante caos. Los iniciados habían abandonado todo compromiso
con el resto de sus simientes; se habían olvidado las formas y el decoro
ante la promesa de alcanzar la próxima era de existencia.
Quedaban muy pocos.
En los meses previos al término del ciclo del segundo sol, muchos más
ciudadanos habían decidido enfrentarse a las pruebas antes de lo
previsto para demostrar su valía. Las fechas se habían adelantado. Las
simientes habían duplicado sus números. El resultado era una ciudad aún
más vacía de lo normal, habitada principalmente por los ungidos y los
que aún eran demasiado jóvenes como para participar en las pruebas.
Djeru y Samut se internaron en el torrente de adolescentes y niños,
chocaron con hombros y codos y tropezaron con piernas, pies y colas. Los
jóvenes corrían con los brazos extendidos y los rostros anegados en
lágrimas de desesperación y fervor. Sus pequeños pies se movían a toda
velocidad. Los cuidadores ungidos no podían seguirles el ritmo y la
mayoría se había resignado a apartarse para dejar vía libre a la
estampida.
Una sombra se cernió sobre todos: era Hazoret, que caminaba por
encima de ellos en su camino hacia el río. Decenas de niños e iniciados
que no habían llegado a enfrentarse a las pruebas tiraban de sus
sandalias y saltaban hacia su lanza.
―¡Llevadme!
―¡Por favor, Otorgante!
―¡Dejadme morir antes de Su regreso!
Sin embargo, la diosa los ignoraba, con la mirada fija en el Luxa y el Portal de la lejanía.
La llegada del Dios Faraón se avecinaba. Sin duda, su regreso tendría
lugar junto al Portal al más allá, la inmensa muralla donde el Luxa
convergía con el resplandor azul de la Hekma. El Portal solo se
entreabría para los pocos afortunados que superaban la Prueba de fervor,
pero ahora, con el advenimiento del Dios Faraón, su promesa se
cumpliría.
La promesa de las Horas.
Djeru sintió esperanzas renovadas. Él iba a ser el último en cruzar
el Portal, el último al que Hazoret, la Otorgante de Bendiciones,
concedería la gloria.
Hasta que Samut lo arruinó todo. Hasta que el traidor, Gideon, intervino.
Sin embargo, Samut estaba ahora a su lado, sujetándolo por un brazo
en actitud de apoyo y protección. Volver a contar con aquella presencia
familiar tranquilizaba el corazón de Djeru, incluso si su mente seguía
furiosa por la traición.
"Me ha privado de mi destino por sus dudas egoístas", pensó.
No obstante, el Dios Faraón quizá les otorgase un lugar a su lado de
todos modos. Tal vez pudiera abogar por ambos y los dos demostrarían que
eran dignos. Entonces, Samut comprendería lo equivocada que estaba.
Djeru susurró una plegaria de esperanza, un pequeño ruego que se
ahogó entre los gritos y súplicas de la multitud en aquella inusual
penumbra.
―¡Las Horas han comenzado!
―¡¿Dónde está?!
―¡Llevadnos, Dios Faraón! ¡Mostradnos vuestra gracia!
―¡Ay! ―chilló Samut cuando un naga la embistió en su carrera hacia el río.
»No nos ha mostrado más que falta de preocupación durante años y ahora lo recibimos así ―masculló ella con rabia―. Todo son mentiras y caos.
Djeru no respondía a los constantes sacrilegios de Samut. Un sonido cada vez más audible había captado su atención.
Un sonido lejano y ambiental. Un crujido incesante. Un ruido oscuro y
antiguo, causado por algo sin forma. Los khenra de los alrededores se
taparon los oídos y aullaron mientras corrían, los naga se sobresaltaron
como si la tierra se hubiera movido debajo de ellos. Todos los
presentes miraron por instinto hacia el extremo del río.
―El Portal... ―Samut le apretó el brazo con más fuerza.
Los dos aceleraron el paso y se acercaron a la muchedumbre que había
acudido a la orilla del Luxa. La aglomeración de ciudadanos lloraba en
una mezcla de miedo y dicha infinita. Un minotauro gimoteaba, dos
mellizos khenra oraban de rodillas y numerosos niños intentaban vadear
el río y llegar hasta el Portal.
Djeru nunca había visto una histeria colectiva comparable con
aquello. Por un momento, el miedo invadió su corazón, pero el caos era
contagioso y el frenesí del momento lo arrastró. Aunque en ese instante
ya habría tenido que estar en el más allá, la traición de Samut le había
concedido el privilegio de presenciar el regreso del Dios Faraón.
¡Puede que todo terminara como debía, al fin y al cabo!
El ruido cesó de pronto, tan inesperadamente como había comenzado.
Djeru estiró el cuello para ver mejor y sus sandalias se hundieron en
el lodo de la orilla. El agua le salpicó los tobillos cuando la gente
que había a su espalda y a ambos lados lo empujó para intentar ver.
―Djeru, tienes que prometerme una cosa ―le susurró Samut al oído.
No quería escucharla. Pero tampoco quería perderla.
―Ocurra lo que ocurra, protegeremos a nuestros dioses. Nos defenderemos mutuamente.
No comprendió a qué se refería, pero asintió sin mediar palabra.
Un grito ahogado de sorpresa se propagó entre la multitud.
A lo lejos, la luz del segundo sol asomó más allá del primer cuerno.
Por fin se había situado detrás del monumento. Un rayo brillante de luz
iluminó Naktamun de lado a lado. El gentío prorrumpió en gritos cuando
el sol llegó a su punto culminante y se asentó entre los cuernos de la
lejanía.
En ese preciso momento, sin previo aviso, el Portal se entreabrió
ínfimamente y su superficie de piedra dividió la corriente del río.
Ninguno de los presentes había visto jamás lo que aguardaba al otro
lado del Portal. Solamente los muertos llegaban a cruzarlo, cuando se
entreabría para permitir el paso de las barcazas fúnebres una vez al
día.
Incluso desde lejos, Djeru y Samut sintieron un aire cálido que soplaba por la abertura del Portal.
A sus espaldas, Djeru notó que una diosa se aproximaba. Hazoret se
internó en el río y caminó por encima de las cabezas de su pueblo,
avanzando con cuidado para esquivarlos.
―¡Se avecina! ―exclamó.
Djeru sintió que el júbilo de la diosa calaba en él; la exaltación de la deidad reforzaba su propio optimismo.
Junto a ellos, un niño rompió a llorar mientras otros lo empujaban para acercarse más a la orilla.
Algunos aven volaron hasta el Portal y tiraron para tratar de abrirlo
más. Otros iniciados nadaron hacia la abertura, pero ninguno parecía
capaz de llegar hasta ella.
Todavía era imposible ver lo que había más allá. Solo un filamento de luz delataba que el Portal estaba ligeramente abierto.
―No deberíamos quedarnos aquí ―dijo Samut estrechándole el hombro para llamar su atención―. Tendríamos que ir a...
El siseo del viento que se filtraba por el Portal se volvió más
intenso y, con un movimiento más rápido, las puertas continuaron
abriéndose. La mano de Samut se deslizó del hombro de Djeru mientras los
dos contemplaban fascinados la apertura del Portal.
Toda la multitud enmudeció de asombro.
El viento se tornó caluroso y acribilló a los fieles con gravilla y
arena. Los testigos tuvieron que levantar las manos para protegerse los
ojos. El Portal se abrió por completo y la gran congregación dio un
grito ahogado.
Les habían prometido un paraíso.
Pero lo que aguardaba allende el Portal eran yermos áridos e interminables.
Djeru se quedó boquiabierto. ¡Se suponía que les aguardaban praderas
verdes! ¡Manantiales y un vasto océano! En lugar de eso... no había
nada. Desiertos. Bestias. Sierpes, cocodrilos y cadáveres de herejes
malditos. Lo mismo que había en el exterior de la Hekma por todas partes. Una interminable, eterna e implacable nada.
Djeru no daba crédito.
En los alrededores, la confusión se propagó entre la multitud.
Algunos vitorearon. Otros gritaron alabanzas. Muchos miraron a los demás
en busca de respuestas. ¿Aquello era el paraíso?
La preocupación se contagió de persona en persona, manifestándose en voz más y más alta por momentos.
Un cuerpo inmenso agitó las aguas. Hazoret se internó con brusquedad
en la corriente. Empezó a temblar, con las orejas aplastadas contra la
cabeza, pero levantó los brazos en actitud de bienvenida.
Djeru se abrió paso a empujones y se adentró en el agua detrás de
Hazoret para buscar un mejor punto de vista. Lo único que podía ver al
otro lado del Portal era un edificio que solo podía ser la necrópolis,
el mausoleo legendario en el que los muertos estimados como dignos
descansaban en espera del Dios Faraón.
Djeru se volvió hacia Samut, pero ella solamente prestaba atención a la diosa que tenían ante sí.
―¡Gran Hazoret! ―le gritó. La diosa bajó la cabeza y miró directamente a Samut.
»¿Es eso el paraíso?
La deidad no respondió. Djeru percibió que el pecho de Hazoret se
hinchaba y contraía irregularmente; su expresión era inescrutable.
―Por favor, Hazoret, disipad mis dudas y decidme que eso es el paraíso.
La diosa levantó la cabeza ligeramente y continuó negándose a responder.
La multitud empezó a discutir.
Aún no había señales del Dios Faraón. ¿Sería aquello una prueba? ¿Qué
significaba la ausencia del paraíso? Tal vez no se manifestase hasta la
llegada del Dios Faraón. Aquel lugar más allá del Portal quizá no fuese
el yermo interminable que aparentaba; ¡tal vez fuese realmente el
paraíso!
La disonancia de voces calló cuando una enorme silueta
oscura y alada voló a través del Portal y pasó por encima de la
congregación en la orilla del río. Los ciudadanos se agacharon y
levantaron la vista para tratar de ver qué era aquella sombra pasajera.
Se oyeron alabanzas y vítores que llamaban al Dios Faraón.
Pero Djeru sabía que aquella cosa no era él.
Observó cómo el ser aterrizaba con decisión en un obelisco y bajaba
la mirada hacia la multitud. Djeru oyó a Samut desenvainar sus khopeshes
detrás de él y la escuchó sisear dos palabras que sonaban como una
maldición escupida con rabia.
―Un demonio.
Un escalofrío de temor recorrió la espalda de Djeru. Los demonios no
eran habituales en Amonkhet. Djeru solamente los había visto en textos y
relatos y como sombras lejanas en el exterior de la Hekma. Aquellos
monstruos no tenían cabida en el paraíso... pero Djeru conocía las
leyendas sobre aquel demonio.
Era la prueba definitiva, la última muerte no gloriosa que precedía al regreso del Dios Faraón.
El demonio se irguió en lo alto del obelisco y extendió las alas para
atrapar el calor del segundo sol. Djeru observó sus rasgos de reptil y
su expresión siniestra. La gruesa cola estaba cubierta de incontables
escamas. Las alas puntiagudas conducían a una sonrisa aún más afilada.
El demonio inspeccionó a la congregación. Sus labios se curvaron en
una mueca de burla y entonces levantó el vuelo de nuevo, sobrevolando
con indiferencia el río y la multitud antes de regresar delante del
Portal. Allí, suspendido en el aire, el demonio extendió el brazo
derecho y se rajó el antebrazo con la otra garra. Los hilos de
sangre brillaron a la luz del sol. El demonio no mostró señal alguna de
dolor, sino que susurró un encantamiento, un retumbo grave y
desagradable que hizo eco en el agua. Djeru retrocedió al comprender que
se trataba de magia de sangre y salió del río antes de que el plasma
demoníaco se derramara en la superficie. Plic, plic, plic.
Con cada gota, el río fluía más despacio.
Finalmente, la corriente se detuvo.
Los trozos de juncos arrastrados río abajo se estancaron por completo.
Cuando la sangre se extendió y tiñó los tonos marrones, verdes y
azules del Luxa, una mancha roja brillante comenzó a propagarse río
arriba.
Se oyeron gritos escalofriantes desde la orilla, donde la gente echó a
correr para salir de allí cuanto antes. Djeru observó mientras el agua
ahora estancada adquiría un color carmesí oscuro. Sintió que un extraño
poder latía en el Luxa.
El demonio había convertido las aguas en sangre.
La viscosidad se propagó, marchitando los juncos y asfixiando a todo
lo que nadaba en las profundidades. Los peces comenzaron a aparecer en
la superficie, abriendo y cerrando la boca en un intento por respirar.
Río arriba, decenas de hipopótamos trataron de arrastrarse fuera del
cieno sangriento, pero muchos de ellos se ahogaron en el denso pantano.
Un gran cocodrilo emergió tosiendo fango rojo y respirando sonoramente a
través del líquido pastoso; se revolvió y retorció en la orilla y su
cuerpo moribundo aplastó en el lodo tinto a los peces y anguilas que
habían perecido antes que él. Todas las criaturas que habitaban en el
río estaban desesperadas por salir. Sus intentos frenéticos de abandonar la ciénaga coagulada aceleraban sus muertes.
Samut sujetó a Djeru por el brazo con una expresión lúgubre en el rostro.
―¿Todavía crees que esto es el acto de un Dios Faraón benévolo?
Djeru no sabía qué decir. Las dudas asaltaban su mente. Cuando abrió
la boca para responder, una voz abismal reverberó en el aire; un retumbo
profundo que rezumaba malicia y horror. Instintivamente, Djeru se tapó
las orejas con las manos, pero no sirvió de nada para callar la voz del
demonio.
―Liliana... ―gruñó el demonio.
Samut abrió los ojos de par en par.
―¿Por qué sabe el nombre de una de los forasteros? ―preguntó a Djeru, pero él solo respondió negando con la cabeza.
Djeru levantó la vista hacia el demonio y sintió como si la sangre se le helara en las venas. El demonio sonrió;
sus dientes como cuchillas y sus ojos insondables eran un retrato de
poder y desesperanza. Su voz retumbó de nuevo en el río de sangre.
―Sé que estás aquí, Liliana Vess. No puedes esconderte de mí.
Samut ha abandonado las pruebas, su simiente y su antigua vida.
Ha pasado los últimos días huyendo y está desesperada por sobrevivir el
tiempo suficiente para enfrentarse al intruso que ha transformado su
mundo. Después de descubrir que su ciudad ya no es lo que era hace
apenas unas décadas, está decidida a convencer de ello a Djeru, su mejor
y más antiguo amigo. Cuando una confrontación directa no da resultado,
Samut recurre a la única diosa que podría perdonar la vida a Djeru.
Samut había pasado tres días sin proyectar una sombra. La luz de
los soles era un lujo que los fugitivos no se podían permitir. Había
corrido de un escondrijo a otro para ocultarse en los recovecos oscuros
de la ciudad, fuera de la vista de los ángeles y los ungidos.
Esta vez se refugió en una cámara de embalsamamiento abandonada.
Entró a toda prisa, volcando accidentalmente una mesa con ungüentos
resecos y recipientes para órganos, y cerró la pesada puerta de un
tirón. Encendió una antorcha que había en un soporte y esperó.
Habían pasado tres días desde que los visires y los ungidos la habían
intentado atrapar. Después de sus desacertados gritos de disidencia, la
habían apresado por los brazos, le habían tapado la boca y la habían
arrastrado adonde nadie pudiera oírla. Había escapado de sus captores
pagando el pequeño precio de un hombro dislocado, para luego huir hacia
los rincones despoblados corriendo como nunca había hecho. Aun así,
¿cómo había podido ser tan incauta? Cuando miles de ciudadanos aceptaban
alegremente aquel manto asfixiante de mentiras, ¿cómo había podido
pensar que lograría ganárselos gritando en las calles? No volvería a
intentarlo. Ahora solo le importaba convencer a una persona.
Oyó un golpe amortiguado en la puerta. La abrió de golpe y los rayos
de sol salpicados de polvo le hicieron entrecerrar los ojos. Distinguió
una silueta: una momia guardiana envuelta en lino de la cabeza a los
pies. Samut le hizo un gesto para que entrase.
La momia cruzó el umbral arrastrando los pies. Cuando por fin entró
en la cámara, Samut cerró la puerta de nuevo con un crujido de arenisca
contra arenisca.
La momia miró a Samut y sus vendas tensas titilaron a la luz de la antorcha.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Samut sonriendo―. ¿No me das un abrazo?
La momia hundió los hombros.
―Esto es una blasfemia ―masculló una voz masculina y conocida.
―Pero has podido llegar aquí sin que nos maten a ninguno de los dos ―razonó Samut.
―Me cuesta mucho moverme ―protestó la momia estirando los hombros apretados por las vendas―. Ayúdame a quitarme esto.
Samut empezó a desenvolver el lino. El rostro sano de Djeru apareció
bajo los vendajes y este se revolvió para terminar de quitarse el
disfraz. Aquella era la cara que Samut quería ver, la de su último
aliado en el mundo: su camarada de simiente, su compañero y amigo. Se
inclinó hacia él y lo estrechó con fuerza.
―Me alegro de verte con vida ―le susurró al oído.
Djeru deshizo el abrazo y apartó a Samut a cierta distancia.
―¿Cómo conseguiste liberarte y dejarme el mensaje para que viniese?
Dijeron que te habían arrestado por tu arrebato de... de disidencia.
―Por mi herejía, querrás decir. ―Examinó los ojos de Djeru en busca de su juicio.
―Por desafiar la ley de los dioses ―prefirió llamarlo él.
―Eso es lo que quería decirte. Ahora soy libre, Djeru. Tú también puedes serlo.
―¿Libre? ¿Libre de qué? ¿Quieres que también quebrante la ley?
Eso le dolió. A ojos de él, un arresto equivalía a culpa. ¿Tan dispuesto estaba a renunciar a su amistad?
―La ley está corrompida ―insistió ella―. Y los dioses también.
Djeru negó con la cabeza.
―Estás poniendo en duda al Dios Faraón.
―¡Porque él es la mentira que ha corrompido el mundo! ―contestó Samut
juntando las manos―. Antes existían costumbres antiguas, anteriores al
Dios Faraón y estas pruebas. Él hizo que el mundo se olvidara a sí
mismo. Lo rehízo y manipuló a los dioses para que cumplieran sus
caprichos.
―¿Me has llamado para esto? ¿Para contarme historias inventadas?
―protestó Djeru haciendo aspavientos―. Debería estar entrenando, Samut.
La Prueba de fervor se aproxima. ¿O acaso no recuerdas lo que significa
ser un iniciado?
―No he olvidado lo que significa para ti. ―Le puso una mano en el
hombro y apretó―. Pero no puedo decir que una mentira es la verdad, y tú
tampoco deberías.
―¿Qué insinúas?
―Por favor, no vayas a la última prueba.
―Samut...
―No te eches a perder. No te sacrifiques solo por... por una burla.
―¿"Una burla"? Has dicho que la sagrada cúspide de mi vida es una... ―dijo Djeru con indignación mientras caminaba en círculos.
Samut había cometido un error. Un error doloroso.
―Lo siento. De verdad que lo siento, pero... he visto lo que los
visires no quieren que veamos. He visto cómo han... manipulado nuestra
sociedad. El esqueleto de nuestro mundo fue extirpado y sustituido por
otra cosa. Crees que vas a demostrar ser un Djeru digno, pero solo
conseguirás destruir a Djeru.
Él la señaló con un dedo acusatorio.
―Y tú me estás pidiendo que destruya a Djeru de otra manera: echando a
perder todo lo que he luchado para llegar hasta aquí. Me pides que
deshonre a los dioses y a mí mismo.
Lo estaba perdiendo. Samut no sabía qué decir.
―¿Los dioses querrían que murieses? ¿Nakht querría que murieses? ―En cuanto lo dijo, supo que había sido exactamente lo que no debería haber dicho.
―No se te ocurra mencionarle ―estalló Djeru―. Nakht tuvo una muerte indigna
en las dunas por culpa de nuestra estupidez, de nuestra intrusión
insensata. Y ahora deambula por las arenas royendo los intestinos de
cadáveres marchitos. No cometeré ese error con mi propia vida.
Samut quería gritarle. "¡Eres un maldito zoquete! ¡Un necio orgulloso
y simplón! ¡Prefieres morir a admitir que un falso faraón te ha
engañado!". Sin embargo, trató de conservar la compostura. Sabía que, si
le levantara la voz, solo sería otra disidente anónima despotricando en
las calles... y que perdería a Djeru por culpa de las creencias
autodestructivas de él.
―Djeru, amigo mío, la muerte de Nakht nos enseñó qué se siente cuando
una vida termina antes de tiempo. Nos mostró la desagradable futilidad
de la muerte.
―Te equivocas ―dijo Djeru―. Nakht murió por nada.
Algo se quebró en el interior de Samut.
―¡Y TÚ HARÍAS LO MISMO! ―le gritó a la cara. Sus palabras reverberaron en los muros de piedra de la cámara en penumbra.
Djeru levantó la barbilla y se dio un golpe en el pecho con una solemnidad ritual.
―Yo moriré para alzarme eterno ―afirmó con el ritmo del cántico de un iniciado.
Samut bajó la cabeza con un repentino pesar. Caminó lentamente en
círculo mientras se frotaba la nuca y tiraba de sus trenzas compactas.
Todos sus instintos le decían que era inútil intentar salvar a Djeru de
sí mismo. Por supuesto, no podía tomar aquella decisión por él; cuanto
más lo presionara, más retrocedería su amigo. Tenía que distanciarse y
dejar que decidiera por sí mismo.
El problema estaba en que distanciarse no era su punto fuerte.
―No vayas a esa prueba ―le insistió.
Djeru soltó una risa desganada y amarga.
―Y yo que esperaba que me hubieras llamado para pedirme
ayuda... ―Movió la cabeza de un lado a otro―. Pensaba que buscarías mi
apoyo para volver al camino. Para que diese fe de ti ante Temmet. Quizá
para impedir que te pudrieras en un sarcófago en alguna parte.
―Djeru...
―¿Crees que mi vida es la que se echará a perder? Samut,
puede que seas la iniciada más prometedora de nuestros tiempos. Es un
desperdicio. Has elegido ser un desperdicio.
―Me da igual lo que pienses de mí ―susurró ella―, pero no mueras.
―Tal vez los dioses puedan enseñarte a creer, disidente ―sentenció
Djeru mientras se dirigía hacia la entrada―. Abogaré por ti ante
Hazoret.
Entonces abrió la puerta empujando con firmeza. Por un momento, la
luz del exterior cegó a Samut, pero la arenisca volvió a rozar enseguida
la arenisca y la cámara quedó de nuevo en penumbra y silencio, con las
sombras danzando a la luz de la antorcha.
Samut permaneció quieta largo tiempo, sumida en una bruma de fracaso.
Dio vueltas a su propio estado de ánimo y contempló la posibilidad de
que tal vez ya hubiera hecho lo suficiente para salvar la vida de su
amigo. Quizá hubiese bastado con aquella conversación. Tal vez hubiera
sembrado suficientes dudas en el corazón de Djeru como para que su amigo
se opusiera a los embustes del Dios Faraón, renunciase a las pruebas y
le diese las gracias por preocuparse lo suficiente por él como para
haber intervenido por su bien. Djeru quizá volviera a reunirse con ella
amistosamente, con la cabeza agachada en señal de disculpa y pidiéndole
perdón. Era posible, ¿verdad?
Se aferró a aquel pensamiento durante un total de tres segundos.
Djeru era inquebrantable. Lo más probable era que no volviese a
escucharla en los pocos días que faltaban para la última prueba, y la
posibilidad de que se retractase era aún más remota. Entretanto, la
ciudad seguiría atestada de momias y visires que querían verla muerta.
Si volviera a dejarse ver en público, sería la última vez.
No obstante, cuando recordó las últimas palabras de Djeru, tuvo una
sensación inquietante. "Abogaré por ti ante Hazoret", había dicho él. Lo
que había pretendido ser un mensaje de compasión parecía más bien una
oportunidad.
Samut abrió la puerta de un empujón y salió corriendo desde las sombras hacia la mirada incesante de los dos soles.
Samut se detuvo en seco al cruzar el umbral del monumento,
arrugando la alfombra ceremonial con los pies. Se giró y echó un vistazo
atrás con las espadas preparadas, pero el escuadrón de momias que la
perseguía se había detenido en la entrada. Sus rostros inexpresivos se
quedaron fijos en Samut con aquella vaga sonrisa de lino, pero los
sirvientes no dieron un paso más. Necesitaban permiso explícito para
entrar en los hogares de los dioses.
Samut recobró el aliento y enfundó las armas. Una amplia escalinata
conducía hacia el interior, iluminada por braseros tallados con forma de
chacal en cada escalón. Samut no podía ver hasta dónde ascendía la
escalinata; solo intuía que llegaba a la zona más elevada del interior
del monumento. A la cabeza de la diosa. Se arrodilló e hizo un humilde
gesto de súplica, tocando el suelo con la frente.
―Solicito una audiencia, poderosa Hazoret. ―Y no se movió hasta escuchar la voz.
―Puedes entrar, iniciada.
Las palabras firmes, cargadas con una pronunciación arcaica,
provenían de todas partes. Samut se levantó y vio que las momias seguían
fuera, atentas a ella. Recogió una vela ceremonial y la encendió en un
brasero. La sostuvo con equilibrio entre sus palmas giradas hacia arriba
y puso un pie en el primer escalón. ¿Qué podría decir a la diosa para
que perdonase la vida de su amigo? ¿Estaba preparada para hacer algo
así?
Continuó subiendo.
Las escaleras se estrechaban a cada paso y los muros de oscuridad se
acercaban a medida que ascendía. Se percató de que en ellos había nichos
que albergaban siluetas inmóviles: momias repartidas por el camino,
ataviadas con vestimentas y jeroglíficos de Hazoret. Samut se preguntó
si habrían sido víctimas antiguas del carácter de la diosa, aspirantes
indignos del paradisíaco más allá.
Entonces llegó a un rellano y ahogó un grito de sorpresa. Una cortina
de fuego de diez metros de altura se elevó ante ella, enmarcada bajo un
imponente arco dorado. La cortina de llamas escupió chispas que
crepitaron en el pelo de Samut. Sintió un calor abrasador en la cara,
pero tuvo cuidado para no dejar caer la vela.
La cortina de fuego se separó y Samut vio, primero, unos pies.
Entonces levantó la vista y contempló a Hazoret, que la miraba desde lo
alto. Un anillo reluciente giraba y ondulaba alrededor del rostro de la
diosa chacal, un halo de oro vivo. La divinidad movió la boca, pero su
voz parecía proceder de todas direcciones.
―Conversaremos hasta que tu vela se consuma. ¿Deseas sentarte, iniciada?
Samut se dio cuenta de que estaba rodeada de bancos, sofás
acolchados, divanes ornamentados... todos ellos de dimensiones adecuadas
para los mortales e iluminados por candelas centelleantes. Los muebles
del santuario de Hazoret estaban dispuestos como en un hogar
tradicional, un lugar para encuentros familiares. Samut se aclaró la
garganta.
―Os lo agradezco, gran Hazoret, pero no soy una iniciada. Ya no.
―Tus palabras y tu corazón están en desacuerdo. Toma asiento.
Samut se sentó enseguida sin soltar la vela ceremonial. La diosa
recogió las piernas debajo de sí misma y se acomodó en el centro de la
estancia, ocupando la mayor parte de ella.
―¿Por qué acudes a mí con angustia en un momento que debería ser dichoso?
Le inquietaba lo rápido que la diosa leía su alma. Había contemplado a
los dioses en muchas ocasiones, por supuesto, pero esta era la primera
vez que conversaba cara a cara con una divinidad.
―Os ruego que me disculpéis, Ferviente, pero no puedo sentirme
dichosa ante la prueba que está por venir. ―Samut tomó aire con un leve
temblor―. Mi amigo Djeru desea morir. En vuestra prueba. A manos de vos.
―¡Entonces deberíais regocijaros! ―afirmó Hazoret―. Tu amigo tiene el valor para aspirar a la meta más elevada. Como tú también deberías hacer.
Las manos de Samut temblaron sin dejar de sostener la vela. La
diminuta llama parpadeó y la cera se derramó sobre sí misma. ¿Dónde
estaban la confianza y la certeza con las que había afrontado el
encuentro con Djeru? ¿Dónde estaba su convicción de que los dioses
habían sido engañados, ahora que tenía la oportunidad de decirlo a la
cara de una diosa?
―Sé que eso es lo que nos enseñan. Que todos debemos luchar para
ganarnos nuestro lugar en el más allá, como nos dicen los visires.
―Sus consejos son sabios.
―Y sé... Sé que a Djeru no le gustaría que me entrometiera en su
camino. ―Se dio cuenta de que hablaba más para la vela que para la
deidad. Si quería decir aquello a la diosa del fervor, tenía que
afirmarlo con pasión―. Pero no puedo aceptarlo. Él no sabe la verdad
sobre el más allá y las pruebas.
Hazoret inclinó la cabeza, pero no con curiosidad. Sus ojos eran llamas frías y desafiantes.
―¿Y tú la conoces, iniciada? ¿Tú la conoces?
Samut se inclinó, avergonzada. Abrió la boca para protestar, pero no
pudo encontrar las palabras. De pronto se sintió diminuta e insolente,
sentada en el diván de una diosa, recibida en el hogar de una diosa,
presente allí solo por la invitación de una diosa. La gran Hazoret no le
había mostrado nada más que generosidad suprema al concederle parte de
su tiempo y ella solo había acudido con quejas insolentes e inmaduras.
Unas lágrimas frías y confusas rebosaron en los ojos de Samut.
―Podría acabar contigo por este sacrilegio ―afirmó Hazoret mientras el rellano temblaba, como si todo el monumento vibrase con un retumbo grave―. Lo sabes.
―Sí... ―susurró Samut.
―No obstante, jamás enjaularía el corazón de un guerrero. Y
veo que el tuyo ansía luchar. Lucha, iniciada Samut. Lucha por la verdad
que se haya en tu corazón.
Samut contempló el parangón de ferocidad y elegancia que tenía ante
sí. Estaba embargada de admiración, anhelaba que Hazoret se sintiera
orgullosa de ella. Y como aterradora consecuencia, temía fallarle.
Sin embargo, si no hacía su petición, fallaría a Djeru.
―No sé cómo pedir lo que debo pediros ―dijo finalmente.
El suelo se estremeció. Unos colmillos de oro vivo relucieron en el rostro de Hazoret.
―¿Acaso dudan los guerreros? ¡Habla!
Samut asintió y se secó las lágrimas.
―Gran Hazoret, Guardiana del Portal, he venido a rogaros por la
supervivencia de Djeru. Os pido que, cuando os ofrezca su vida, no se la
arrebatéis.
Hazoret se irguió. Los orbes brillantes de sus ojos vagaron desde
Samut hasta el techo y hacia una lejanía mental que Samut no podía
percibir. Tras unos segundos, la diosa volvió la vista hacia su
invitada.
―Se trata de un asunto serio y lamentable. ¿Es esto lo que él desea?
―He hablado con él, pero se niega a escuchar.
―Entonces, ¿alterarías su camino en contra de su voluntad? ¿Enjaularías su corazón? ¿No le otorgarías el mismo favor que yo te he otorgado a ti?
Toda Samut quería desplomarse de vergüenza. Estuvo a punto de tirar
la vela menguante y salir corriendo. Sin embargo, la imagen de Djeru
desangrándose en el suelo acudió a su mente. Pudo imaginar cómo la vida
le abandonaba por dos perforaciones: una en la cabeza y otra en el
corazón. Su hermano de batallas cumpliría su sueño de morir inútilmente.
Aquella idea le oprimía el corazón como si de un puño se tratara.
―Él lucha por una mentira.
―¿Consideras a ese iniciado, Djeru, como un amigo?
―Sí.
―Y aunque conozcas su convicción, esa fe que enardece su corazón, ¿dirías que está equivocado?
―Lo haría, gran Hazoret. Y si me lo permitís... ―Samut tragó saliva
con dificultad, reuniendo valor para mirar a los ojos a la diosa―.
¿Sería posible que vos... también os equivoquéis?
Hazoret no respondió, pero Samut sintió un temblor en el rellano y en
todos los bloques de los muros. Oyó un ruido procedente del final de la
escalinata: eran las pisadas inexorables de las momias recién
convocadas.
Hazoret se cernió sobre ella y, de pronto, la diosa parecía diez
veces mayor, abarcando todo el campo de visión de Samut. Nada existía
más allá de aquella cabeza de chacal de oro, abrasadora, centelleante y
demasiado próxima.
Samut se encogió en el diván. Sin embargo, incluso atemorizada por la
ira de la diosa, se sintió llena de una sensación extraordinaria de
amor. El amor de Hazoret. Con la cercanía, percibió la cálida
generosidad implícita en la invitación de Hazoret, la hospitalidad de su
templo y el amparo que ofrecían las paredes de su hogar. Aquel era el
corazón de Hazoret. Aquella era la Hazoret que quizá hubiera sido
antaño. Aquello era un vínculo.
―Amable Hazoret ―susurró Samut―, ¿recordáis cómo os llamábamos en el
pasado? Hoy en día, todos nosotros os llamamos la Guardiana del Portal,
el Fin de las Pruebas... pero también la Madre del Fervor. La
Cultivadora de los Corazones. Somos vuestros hijos, vuestra familia. No
siempre fuisteis una diosa cruel, dispuesta con lanza y fuego ante las
puertas de la muerte. Erais una diosa de la compasión y la inspiración,
cuyo corazón ardiente impulsaba a la gente a realizar sus mayores
logros.
Un destello atravesó el vasto semblante dorado de Hazoret y Samut
creyó ver que la diosa se retiraba momentáneamente a una lejanía casi
imperceptible.
―Sois ferviente, sí ―continuó Samut―, pero temo que ese fervor que os
hacía grande haya sido manipulado para volveros despiadada. No una
celebrante de la vida, sino un instrumento de la muerte. ¿Queda algo del
pasado en vuestro interior? ¿Un ínfimo recuerdo de la época anterior al
Dios Faraón?
El rostro de Hazoret continuó cerniéndose sobre ella y agitándose con
un fuego majestuoso. Las lágrimas que corrían por las mejillas de Samut
se evaporaron. Solo podía aguardar el juicio de la diosa.
Entonces, Hazoret habló, y sus palabras fueron truenos.
―Que los ammits devoren tu corazón.
Hazoret se puso en pie y se apartó de Samut. El rostro de la diosa se
había vuelto distante e impasible; toda la proximidad se había
quebrado. Samut bajó la cabeza para derramar sus lágrimas sobre la vela,
pero de esta no quedaba más que un charco de cera.
Cuando los sirvientes momificados llenaron el templo, la diosa
pronunció sus últimas palabras para Samut. Palabras que le rompieron el
corazón, pero no por la promesa de un castigo, sino por la revocación de
la bienvenida.
―Ungidos ―ordenó la diosa del fervor―, apresad a la disidente.
Samut podía sentir su propio aliento en la cara. El sarcófago era
angosto; solo había un dedo de separación entre él y cualquier parte de
su cuerpo. Le habían pasado los brazos por las mangas delanteras, de
modo que sus manos quedaran separadas del resto del cuerpo y expuestas
al aire seco del exterior. Habían transcurrido horas de encierro y la
temperatura de su prisión se elevaba a la par que el primer sol en el
cielo.
Había pasado tiempo desde que la incomodidad había dado paso a la
sed, y había perdido la noción del tiempo para cuando la sed había dado
paso a la desesperación.
Al principio, Samut había tratado de liberarse por la fuerza. Había
cargado un hechizo de velocidad para embestir la prisión con los
hombros, pero lo único que había conseguido eran magulladuras y dolor en
los huesos. Se había retorcido y había dado empujones, pero el
sarcófago parecía encantado de tal forma que fuera imposible forzarlo
desde dentro.
Se negaba a llorar. Principalmente por pura determinación. En parte
porque no podía seguir deshidratándose. Y sobre todo porque sabía que
estaba exactamente donde necesitaba estar.
Se había dado cuenta de que no estaba sola. A ambos lados había
sarcófagos similares y dentro de cada uno había otros disidentes. Sus
sacrilegios eran distintos, pero todos podían informar a los recién
llegados de lo que les aguardaba.
―No hay monstruos en la Prueba de fervor ―explicó uno a la izquierda
de Samut―. Los iniciados se enfrentan a nosotros, los disidentes.
―Todo lo que nos dicen son mentiras... ―dijo Samut inclinando la cabeza hasta tocar su prisión con la frente.
―Los iniciados luchan contra disidentes y herejes para demostrar su
fe. Pronto vendrán a por nosotros para que seamos los próximos.
―Creo que seremos los últimos ―dijo otra voz a la derecha de Samut―.
El segundo sol alcanzará su cénit en cuestión de horas y entonces
veremos si el Dios Faraón...
―¡Que su regreso se...! ―gritó alguien más lejos.
―¡Que te calles! ―interrumpieron a ambos lados de Samut.
―El Dios Faraón no es de este mundo ―dijo ella. Los demás callaron
para escucharla―. He visitado los templos antiguos. Nuestros dioses son
sinceros, pero él, no.
Los disidentes guardaban silencio. El tono de Samut se volvió completamente serio.
―Si queremos salvar nuestro mundo cuando él regrese, necesito salvar la vida a cierto iniciado.
―¿Por qué a uno? ―preguntó la voz de la izquierda.
―Porque es fuerte y está lleno de convicción ―respondió Samut―. Si
alguien puede explicar a los dioses que les han engañado, es él. Si
logro convencerlo, conseguirá hacer cualquier cosa y podremos vivir
libres de la influencia del intruso.
Samut sabía que Djeru la odiaría por aquello. Sabía que lucharía, le
escupiría y probablemente trataría de matarla por impedir su muerte,
pero era necesario. No podía enfrentarse sin él a todo aquello.
La calurosa jornada dio paso a la gélida noche y Samut sentía
escalofríos cuando se apoyaba contra las paredes de su prisión. Dormir
era una esperanza vana y los músculos se le habían entumecido por tratar
de evitar el contacto frío del sarcófago.
Irían a buscarles por la mañana. Les llevarían a la arena. Allí
lograría convencer a Djeru, se marcharían con vida y los dos lucharían
contra el intruso que había arruinado su mundo.
Durante su insomnio, unas voces interrumpieron el silencio de la noche.
―Nissa encontró este sitio mientras la buscábamos.
―¿Eso son... manos?
―Antes no estaban... ¡Han encerrado a gente dentro! Aparta...
Un calor abrasador y una luz intensa entraron por un lateral del
sarcófago. La parte delantera se separó y Samut entrecerró los ojos,
cegada por una llamarada. Delante de ella había dos desconocidos: una
mujer de cabellos rojos y un hombre alto y fuerte.
Aquella no era la gente que debía llevarla a la prueba final. "Esto está mal", pensó. "¡No deberían rescatarme!".
Samut intentó salir corriendo, pero tenía las piernas agarrotadas y
exhaustas. El hombre que la había liberado de su cautiverio la detuvo y
se presentó como Gideon. Le explicó que la habían visto algunos días
atrás, cuando la habían capturado antes de fugarse, y que habían venido a
rescatarla.
Samut quiso reírse de la arrogancia de aquel hombre, pero en vez de eso, preguntó por qué la buscaban a ella.
La mujer de cabellos rojos se presentó como Chandra y pidió a Samut
que les explicara qué había querido decir cuando había exclamado que las
Horas eran una mentira.
Samut dejó a un lado las dudas de cómo la habían encontrado y contó a
los desconocidos lo que había descubierto. Les habló de las tumbas
vacías, de cómo se llevaban a otra parte a los fallecidos en la Prueba
de fervor, de la danza que había aprendido y de las generaciones que
habían desaparecido en el pasado. Sus rescatadores intercambiaron una
mirada, asintieron y el hombre fue en busca de ayuda. Al poco tiempo,
otros tres desconocidos se unieron al grupo. Los cinco intercambiaron
información y calcularon cuánto tiempo necesitarían antes del regreso
del Dios Faraón.
Samut tuvo que hacer un esfuerzo para recordar los nombres de todos
cuando le presentaron a Nissa, Liliana y Jace. Se unió a ellos para
liberar a los demás disidentes mientras los desconocidos seguían
compartiendo lo que sabían.
Jace se centró en informar a Samut.
―El Dios Faraón es un dragón procedente de otro mundo. Sospecho que
vino aquí en un momento de desesperación. Si no, él mismo habría creado
un lugar idóneo para sus fines.
Nissa contó al grupo lo que había averiguado en Naktamun.
―Antes existían ocho dioses, pero ahora hay cinco. No estoy segura de
lo que ocurrió a los otros tres, pero Nicol Bolas manipuló a los dioses
supervivientes para llevar a cabo sus planes.
―En la Prueba de ambición, los iniciados se sacrifican y se matan
unos a otros ―explicó Gideon con la voz cargada de incredulidad―. Las
pruebas están pensadas para producir cadáveres en masa. Samut
nos ha dicho que la gente que muere en la Prueba de fervor es llevada a
un lugar distinto, pero no sabemos por qué.
Liliana respiró hondo.
―Mi tercer demonio está aquí.
La conversación se interrumpió de golpe. Samut no tenía ni idea de lo
que significaba aquello, pero algunos de los otros se pusieron
furiosos.
―¿Por qué no nos lo dijiste? ―bufó Chandra.
Nissa entrecerró los ojos.
―¿De verdad pretendías ayudarnos a luchar contra Bolas o este era tu auténtico objetivo?
Gideon se dirigió al hombre de azul.
―Jace, ¿tú lo sabías?
El acusado parecía incómodo.
―También es un objetivo para nuestro grupo. Cuanto antes se libre
Liliana de su contrato, antes podrá luchar con plenas facultades y...
Nissa lo interrumpió.
―Jace, ese no es el motivo por el que hemos venido.
Chandra fue más brusca.
―Para ser tan listo, parece que no piensas con la cabeza, pedazo de burro.
―Liliana, ¿de verdad esperas que dejemos de lado todo esto para librar tu batalla por ti? ―preguntó Gideon.
La mujer de violeta levantó la barbilla y metió una mano distraídamente en un bolsillo.
―Así es, porque no podéis derrotar a Bolas sin mi ayuda.
―¡Callaos! ―Samut se había hartado.
Los demás se volvieron hacia ella echando humo. Bajó el tono de voz y los miró a los ojos uno a uno.
―Quiero dejar clara una cosa ―continuó―. No tenemos tiempo para
discutir. Tenemos tiempo para ir a la Prueba de fervor y salvar a la
única persona que puede ayudarme a unir a toda Naktamun. El Dios Faraón
no está aquí, no sabemos de qué será capaz hasta que llegue y todos vais
a ayudarme a rescatar a mi amigo porque ninguno de vosotros tiene un plan. ¿Habéis entendido?
Los cinco asintieron con falsa modestia.
―Bien.
Gideon dio un paso hacia ella.
―Juro ayudarte a salvar la vida de tu amigo.
"Qué rápido hace promesas", pensó Samut, pero asintió con agradecimiento.
Entonces se quedó paralizada.
Los percibió antes siquiera de verlos.
Los dioses.
El panteón al completo.
Se acercaban en fila de a uno, con Hazoret a la cabeza y seguida del
resto. Los otros cuatro debían de haber acudido para ver el espectáculo,
para reunirse ahora que el Dios Faraón estaba a punto de regresar.
Samut se sentía obligada a permanecer quieta y callada. Los demás mortales habían sucumbido al mismo hechizo.
―Disidentes, ha llegado vuestra hora ―dijo Hazoret en un tono duro como el acero―. Vendréis a enfrentaros a los últimos iniciados en la prueba final.
Una sensación de embotamiento se apoderó del grupo y el mundo se tornó oscuro y silencioso.
Los disidentes despertaron con cartuchos de control en el cuello.
Estaban de pie, quietos como muertos en el centro de una gran arena. Los
soles gemelos refulgían y todo el grupo tenía el cuello empapado en
sudor.
Samut, Chandra, Jace, Gideon, Nissa, Liliana y el resto de los
disidentes estaban situados en círculo, mirando hacia el exterior. En la
linde de la palestra había una gran plataforma presidida por Hazoret y
los otros cuatro dioses.
Resultaba difícil mirar al panteón. Encontrarse con sus miradas
llenaba de vergüenza los corazones de los disidentes. Solo Samut podía
mirarlos a los ojos. El fuego de su interior no ardía en contra de las
deidades, sino de quien los había corrompido. Sus dioses eran
bondadosos. Eran benévolos. Lo que les habían hecho era un pecado más allá de los pecados. Fuera quien fuese el intruso, pagaría por ello.
Las gradas de los alrededores estaban ocupadas por una multitud de
ungidos, mudos e inmóviles. El silencio reverente de los antiguos
iniciados intranquilizó a Samut; su presencia era un recordatorio del
destino que aguardaba a quienes participaban en la prueba.
Bajo la plataforma de los dioses se encontraba un grupo de cuatro
iniciados. Todos ellos estaban tensos por la expectación, desesperados
por vencer.
Mientras los otros disidentes seguían paralizados por la magia de los
cartuchos, Jace inició un asalto mental contra el artefacto que le
habían puesto en el cuello. Aquella cosa le impedía moverse y hablar,
pero su mente tenía libertad para oponer resistencia.
―Jace, creo que ya lo tengo.
Las flores blancas de la voz mental de Nissa sorprendieron a Jace.
Movió los ojos a la izquierda y vio que la mano de la elfa se crispaba,
moviéndose por fuerza de voluntad contra el encantamiento del cartucho.
―¿Cómo lo has hecho? ―le preguntó Jace mentalmente.
Nissa le transmitió una sensación de seguridad.
―Funcionan como las líneas místicas ―pensó ella―. La fuente de maná es diferente, pero los principios son los mismos.
Nissa no tuvo tiempo para disipar el hechizo completamente. Hazoret levantó su lanza desde el estrado y tomó la palabra.
Su voz repicó como una campana por toda la arena.
―Iniciados, ante vosotros tenéis un grupo de herejes, almas
condenadas que rechazan a vuestro Dios Faraón y vuestro modo de vida.
Vuestra tarea en esta prueba, la definitiva, es matarlos a todos.
Samut miró en dirección a los iniciados, desesperada por encontrar a Djeru. ¿Habría muerto ya? ¿Sería demasiado tarde?
No, allí estaba: en un extremo del grupo, en posición de combate y
khopesh en mano, inamovible. Lucía la sonrisa de un creyente consumado y
orgulloso.
Dio gracias a los dioses. Estaba vivo y Samut haría que siguiera siendo así.
Gideon también consiguió fijarse en él. Se le hizo un nudo en el
estómago. ¿Tendría que matar a Djeru como él había sacrificado a su
simiente?
Por su parte, Djeru vio a Samut entre el grupo y el pulso se le
aceleró. Por supuesto que debería enfrentarse a su mejor amiga en aquel
día, el último en aquel cuerpo. Ciertamente, era el destino.
Hazoret bajó su lanza.
―Las Horas están próximas. Que comience la última prueba.
La diosa alzó una mano y su marca de batalla se manifestó en las cabezas del grupo.
Samut había estudiado los efectos de la magia de Hazoret, pero vivirla en carne propia era muy diferente a leer sobre ella.
Necesitaba luchar.
Necesitaba vencer, satisfacer a la hija elegida del Dios Faraón y ganarse su favor.
La magia de Hazoret se propagó como el fuego por sus mentes y actuó
como un torrente de fuerza en sus cuerpos. Todos estaban bajo los
efectos del mismo hechizo, compelidos a mutilar, matar, abandonar la
razón y entregarse al fervor de Hazoret.
Perdieron el raciocinio.
Solo existía la necesidad de batallar.
Los cartuchos de control se desprendieron del pecho de los disidentes
y, tras recuperar la movilidad, el grupo de herejes entró en acción.
Samut se lanzó contra Djeru en medio del frenesí de los demás
disidentes. La magia que retorcía su cuerpo y su mente le decía que
luchase y matase, pero su corazón le recordaba su propósito.
Tenía que mantener a Djeru con vida. Haría lo que fuera necesario.
Jace fue el primero que intentó utilizar la magia. Levantó una mano
instintivamente, con intención de aplastar la mente del iniciado que
corría hacia él. Cuando se percató de que el maná no obedecía sus
órdenes, los ojos se le pusieron como platos. El iniciado bajó su centro
de gravedad delante de él, levantó a Jace por encima de la cabeza y lo
estrelló contra el suelo, dejándolo sin aire en los pulmones.
Chandra saltó por encima del cuerpo de Jace. La magia de Hazoret la
había afectado con facilidad y, aunque no podía arrojar fuego con las
manos, descargó puñetazos con todas sus fuerzas contra el iniciado más
cercano. Reía a carcajada limpia. Aquel desenfreno era increíble. El
iniciado se defendió y respondió con una patada, pero Chandra esquivó el
golpe y continuó el asalto. Sin embargo, lo que le sobraba en ferocidad
le faltaba en entrenamiento, y el iniciado le asestó un gancho en el
abdomen y un zurdazo en la mejilla. Chandra rugió con ira y se abalanzó
sobre él, tirándolo al suelo. Liliana, con el rostro retorcido por la
furia de Hazoret, se unió al instante e inmovilizó a otro iniciado. Las
dos lucharon lo mejor que pudieron sin recurrir a la magia.
Nissa era la única de los cuatro que se desenvolvía bien luchando
cuerpo a cuerpo. Había encajado algunos golpes de la tercera iniciada,
pero entonces recogió a Jace del suelo y lo arrojó contra su oponente.
La marca roja de Hazoret refulgía en su coronilla y la elfa lanzó un
grito de batalla joraga contra Jace y la iniciada.
Gideon estaba tan afectado por aquella magia como los demás. Corría
bufando con cada zancada en dirección a Djeru, que pretendía
flanquearlos desde un extremo de la arena.
Sin embargo, Samut era más rápida y fue la primera en alcanzarle. Sus
ojos se encontraron con los de Djeru. Incluso bajo los efectos de la
magia, percibió la sorpresa de él.
Djeru lanzó un tajo instintivo con el khopesh y Samut lo evitó
fácilmente. En una fracción de segundo, se situó detrás de su amigo,
espalda con espalda.
Djeru la comprendió inmediatamente, sin necesidad de palabras.
Samut le defendería. Lucharían juntos.
Gideon, marcado con magia y cegado por el ansia de batalla, clavó los
ojos en los dos amigos y lanzó puñetazos con falta de práctica y
abundancia de músculo.
Djeru aferró su arma y comenzó su plegaria.
―Hazoret, Guardiana del Portal al más allá y favorita del Dios Faraón ―gritó.
Acompañó su ruego con unos movimientos magistrales. Su estilo de
lucha presentaba una armonía perfecta con la fluida habilidad marcial de
Samut.
El grito de Djeru atrajo la atención de Hazoret, que volvió la vista
hacia él y Samut. La voz del iniciado era potente y firme, acompasada
con sus maniobras de combate e intercalada con su respiración en medio
del esfuerzo.
―¡Contemplad, poderosa Hazoret, el fervor de vuestros hijos! ―exclamó.
El khopesh sajó hacia arriba y abrió un corte fino y superficial en
el antebrazo de Gideon, quien miró inmediatamente hacia allí como si
nunca hubiera visto su propia sangre.
―Mi última súplica en esta forma física no es para mí mismo. ¡Es para la persona que más merece vuestra misericordia!
Con un potente salto, Samut estampó una rodilla en la cara de Gideon y aprovechó el impulso para derribarlo fácilmente.
Djeru continuó su plegaria entre resuellos de ira y esfuerzo.
―¡Por favor, os ruego que perdonéis a Samut, mi más querida amiga!
¡Ella posee talentos de los que yo carezco, talentos que demuestran su
dignidad!
Los dos intercambiaron una breve mirada. "¿De verdad?". "Sí, por
supuesto que sí, Samut". Se movieron en tándem y forcejearon contra dos
disidentes con una sincronía impecable. El khopesh y las patadas bien
entrenadas danzaron al unísono.
―¡Perdonad sus transgresiones! ¡Perdonad sus dudas! ―rogó Djeru jadeando.
Gideon se limpió la sangre con una mano y rugió.
―¡Estás desperdiciando tu vida! ¡¿Por qué quieres morir?!
Djeru le ignoró. Le asestó un codazo en la nariz, descargó un puñetazo contra un riñón y lo acuchilló en su orgullosa mejilla.
―¡Contemplad la fe de Samut en las antiguas tradiciones! ―Enfatizó el
mensaje con un tajo del khopesh―. ¡Observad cómo ha estudiado nuestro
pasado y cómo manifiesta la cultura de nuestro pueblo!
Los pies de Samut quebraron huesos y el contacto de sus manos hizo
florecer cardenales. Dejó fuera de combate a otro disidente que trató de
ensartar a Djeru con una lanza.
―Por favor, otorgad a Samut una muerte gloriosa.
Los dos iniciados convertían la violencia en un baile. Tirar, embestir, dislocar hombros, golpear cabezas...
Las lágrimas sinceras de Djeru corrieron por las arrugas de furia de su rostro.
―No podría pasar mi eternidad sabiendo que ella ya no existe. Samut no puede sufrir el destino de Nakht.
El hechizo de Hazoret empezó a disiparse. El tiempo se ralentizó. El
color regresó, los sentidos volvieron en sí y Samut se detuvo. Djeru
estaba vivo. ¿Cómo había conseguido mantenerlo así?
Djeru concluyó la súplica depositando el khopesh en el suelo en señal de rendición.
―¡Hazoret, escuchad mi ruego!
―Te escucho, Djeru.
La magia de batalla se desvaneció.
Djeru concluyó su plegaria.
La diosa Hazoret se irguió en el estrado.
―Venid a mí, Djeru y Samut.
Alrededor de ellos había manchas de sangre y los cadáveres de tres
iniciados: una cabeza retorcida, una garganta partida, un cuerpo
arrojado contra las gradas. Los forasteros conocidos como los Guardianes
estaban vivos, confusos, y se dieron cuenta de que volvían a disponer
de su magia.
Djeru estrechó las manos de su amiga durante aquel breve silencio.
―Samut, elijo esta muerte.
―No lo hagas ―le rogó ella agitando la cabeza―. Necesito que me
ayudes a derrotar al Gran Intruso. Te necesito y no podré lograrlo si tu
alma no está aquí.
―Te veré en el paraíso, amiga mía.
Samut cerró los ojos, derrotada.
Djeru se volvió hacia Hazoret y se aproximó.
La palestra parecía interminable y el tiempo se ralentizó mientras
caminaba en silencio por la arena y la piedra. La existencia de Djeru le
había conducido a recorrer aquella línea, a ordenar que los pies se
sucedieran el uno delante del otro para recibir su recompensa.
Samut no podía permanecer impasible. No podía soportar la idea. No
después de todo lo que había hecho para intentar convencerlo de que
sobreviviera.
―Acércate, Samut, hija de nuestro pasado.
―La voz de Hazoret sonó en su mente como un fuego crepitante y cálido.
Samut siguió a Djeru y, casi inconscientemente, se situó junto a su
amigo ante la diosa.
Hazoret bajó la vista y miró a través de los dos iniciados. Primero se dirigió a Djeru.
―No habéis matado al resto de los disidentes.
Djeru tragó saliva.
―Estos disidentes no merecen morir en la prueba final. No conocen nuestras tradiciones.
Hazoret asintió levemente con aprobación.
―¿Estás dispuesto a reivindicar tu lugar entre los eternos, Djeru?
Las lágrimas corrieron por las mejillas del joven. Aquella muerte
gloriosa era su aspiración, era todo lo que jamás había deseado. Djeru
asintió. Tendría un lugar en el más allá. Su muerte tendría significado.
El corazón de Samut se encogió aún más, consciente de lo que debía hacer. Djeru jamás se lo perdonaría. ¿Cómo podría hacerlo?
Hazoret se dirigió a Samut.
―Tu valía solo quedará demostrada si tu fe es sincera, Samut. ¿Estás dispuesta a recibir mi bendición?
Sin dudarlo, Samut negó con la cabeza.
―El Gran Intruso se avecina ―dijo con voz quebrada y mirando directamente a los ojos de Hazoret―. Tengo una tarea que cumplir.
Hazoret suspiró levemente, decepcionada. Djeru solo pudo dirigir a
Samut una mirada de incredulidad y desilusión. No supo qué decir.
Simplemente, tragó saliva y posó una mano en el hombro de ella. Fue una
despedida en silencio.
Aquello fue demasiado.
―Lo siento, amigo mío ―dijo Samut con un hilo de voz―. Espero que algún día me perdones.
La disculpa hizo que Djeru arrugase la frente, confuso.
―Aproxímate, Djeru.
El joven avanzó unos pasos y cerró los ojos en actitud reverente. Se arrodilló y extendió los brazos.
Hazoret levantó su lanza y Samut se armó de valor.
Djeru debía vivir. Tenía que vivir. No había vuelta atrás.
Samut se negaba a perder a otro amigo en una muerte sin sentido. Afianzó
los talones y relajó el resto del cuerpo; cargó un hechizo de velocidad
y preparó su intervención inminente mientras Hazoret alzaba su lanza.
La diosa descargó el golpe y Samut saltó hacia delante.
Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.
Samut se impulsó y apartó a Djeru de la trayectoria de la lanza,
derribándole al mismo tiempo que un sonoro entrechocar metálico y un
destello dorado estallaban detrás de ella.
Cuando Samut cayó al suelo, se percató de que el causante del
estruendo había sido Gideon. Se había interpuesto entre Hazoret y ellos y
una barrera dorada se interponía entre la muerte y él.
"Cumple sus promesas", pensó Samut con una breve sonrisa.
Sin embargo, su alegría se desvaneció nada más advertir la expresión
de desconcierto de su amigo, que yacía entre ella y el suelo de piedra.
Samut quería apartar la mirada desesperadamente, pero no podía
hacerlo. Su traición se había manifestado en el rostro de su amigo.
Djeru se estremecía de furia.
―¿Por qué lo has hecho...?
―Djeru, sé que tú no querías esto, pero...
―¡¿POR QUÉ LO HAS HECHO?!
Djeru se la quitó de encima de un empujón y lanzó un puñetazo, que
ella esquivó con la misma facilidad con la que esquivaría una pluma
cayendo en el aire. Las lágrimas brotaron de los ojos de él justo antes
de que los dioses se irguieran súbitamente.
En lo alto, a la vista de todos ellos, el segundo sol había comenzado
a atravesar los cuernos en el horizonte. Su largo ciclo al fin estaba a
punto de concluir.
Djeru no le prestó atención. Intentó luchar con la reticente Samut,
pero sus gritos de frustración se convirtieron en sollozos de angustia.
Los dioses se encaminaron hacia la salida de la arena, totalmente centrados en el cielo.
Solo Hazoret permaneció atrás, extrañamente atónita después de aquel
acontecimiento inesperado. Sus manos sostenían la lanza con inseguridad.
Aún consternado, Gideon contemplaba a Hazoret con miedo en los ojos y
la mandíbula temblorosa. Bajó la mirada, confuso, y luego se giró hacia
Djeru.
―Iba a mat...
―¡SÉ LO QUE IBA A HACER! ―bramó Djeru con el rostro rojo de ira.
El joven apartó a Samut bruscamente y se lanzó contra Gideon. La
invulnerabilidad de este brilló con cada golpe y su rostro compuso una
mueca de incomprensión bajo la luz dorada de su magia. Gideon no intentó
bloquear los golpes; solo dejó que Djeru continuase golpeando sin
descanso.
―¡Era mi oportunidad y LA HE PERDIDO! ¡LA HE PERDIDO, MALDITO MALNACIDO!
Gideon no hizo más que mover la cabeza con incredulidad detrás de su
velo de protección. Samut vio que su resistencia natural solo ponía más
furioso a Djeru. Sabía que su amigo quería atravesar aquella barrera,
destruirla, apuñalar y destripar, cercenar los tendones del intruso y
restregar sus intestinos por el encantamiento protector. Samut sintió
lástima, pero no se arrepintió de lo que había hecho. Sabía lo furioso
que se pondría Djeru. Era consciente de que aquel forastero y ella
habían arruinado la vida de su mejor amigo.
Finalmente, Gideon levantó las manos para detener el arrebato del joven. No lo sujetó, sino que retrocedió lentamente.
―¡¿Por qué quieres morir?! ―preguntó Gideon.
―¡Porque quiero existir! ―exclamó Djeru entre sollozos.
Entonces, cayó de rodillas y rompió a llorar.
No se oía nada más. El único sonido en toda la arena era el llanto
del guerrero derrotado. Los demás intrusos observaban en silencio desde
lejos. El corazón de Samut se encogió. Aquello era lo que más temía
Djeru, por supuesto. Después de lo que le había ocurrido a Nakht, ¿qué
otro miedo podía ser mayor?
El lamento de su amigo no causó reacción alguna en los cientos de
ungidos de las gradas. El mundo había dejado de existir para Djeru; lo
único que quedaba era su fracaso. El panteón se había marchado a
excepción de Hazoret. Tenían que ir a la orilla del Luxa. Las Horas
estaban a punto de comenzar.
Las manos de Samut se posaron en los hombros de Djeru mientras lloraba.
Se agachó hacia él y le susurró con calma.
―Tenemos mucho que hacer y mucha gente a la que ayudar. Tu entrenamiento ha sido para eso, no para esto.
Djeru no podía responder, solo llorar.
―Podremos envejecer juntos, Djeru ―siguió susurrando Samut―. Algún
día, en un futuro lejano, nuestro pueblo gozará de vidas largas y
plenas. Solo entonces caminaremos unidos hacia el más allá. Siento que
no hayas conseguido lo que querías, pero doy las gracias porque estés
aquí. ―Y besó a Djeru en la frente.
Él solo podía lamentarse. Samut le apretó el hombro.
―Por favor, tienes que levantarte.
Necesitó un momento, pero lo consiguió.
Lanzó una única mirada gélida a Gideon, cuyos ojos se desplomaron.
―Has intervenido ―dijo una voz cálida en la mente de Samut. Levantó la cabeza y se topó con la mirada de oro de Hazoret. Samut asintió.
»¿Qué argumentas en tu defensa?
―Creo en vos, Otorgante de Bendiciones ―rezó Samut―. Creo que no sois quien os obligan a ser. Y confío en que protegeréis a vuestros hijos cuando más os necesiten.
Hazoret permaneció quieta. Dudó. Sus orejas se movieron nerviosamente y reflejaron la luz de los dos soles.
―Las Horas han comenzado, gran Hazoret ―dijo Samut finalmente.
Un sonoro retumbo zumbante, como el de un cuerno antiguo, reverberó en toda la ciudad y en las gradas de la arena.
Samut, los Guardianes, Hazoret y el devastado Djeru levantaron la
vista hacia el cielo cuando una sombra se cernió sobre todos ellos como
una nube pasajera.
La sombra proyectada por el segundo sol comenzó a trazar una lenta
línea de oscuridad a través del estadio. Todos permanecieron inmóviles y
observaron la línea avanzar lentamente desde un lado hasta el otro.
Sus ojos se adaptaron al cambio de luz. El mundo se había sumido en
la penumbra, en una saturación siniestra de lo que había sido hasta
entonces.
―Han comenzado. ¡Las Horas han comenzado! ―Hazoret pasó por encima de Samut, Djeru y Gideon, con los ojos fijos en la luz que centelleaba a ambos lados de la estructura del horizonte.
―Levántate, Djeru. Tenemos que irnos. ―Samut le ayudó a incorporarse.
Djeru se frotó el rostro humedecido.
―Aún hay una oportunidad. Si las Horas han comenzado, el Dios Faraón todavía nos liberará.
Samut sintió decepción, pero no dijo nada. El frío a la sombra del segundo sol le puso la piel de gallina.
El ambiente hizo que se estremeciera.
En el exterior de la arena, oyeron el estruendo y el júbilo de la
multitud que acudía en estampida a las orillas del Luxa. El Portal al
más allá se hallaba al final del río. Según la primera profecía de las
Revelaciones de las Horas, el Portal se abriría cuando el segundo sol
descansara entre los cuernos, revelando la promesa del Dios Faraón.
―Djeru, tenemos que apresurarnos. Debemos conseguir que toda la gente posible sobreviva a las próximas horas.
El segundo sol jamás se había puesto, pero ahora proyectaba una
sombra sobre la ciudad y todo era oscuro. Todo era frío. Djeru jamás
había sentido frío.
―Vayamos al río ―dijo él―. Las Horas comienzan con la apertura del
Portal al más allá. Él viene. ¡El Dios Faraón me mostrará piedad! ―Djeru
echó a correr hacia la salida de la arena y las masas de ciudadanos
devotos.
Liliana, Jace, Chandra y Nissa hicieron lo mismo.
En cambio, Gideon se quedó atrás.
Todavía miraba su propio antebrazo y el hilo de sangre que corría hasta el pulgar.
Vagamente, sabía que debía correr e ir junto a los demás. Sin
embargo, estaba paralizado, observando la herida que Djeru le había
hecho en el brazo.
La sangre seguía brotando, espesa y oscura bajo la luz del único sol. Manaba en abundancia.
El corazón de Gideon latía con nervios.
Hazoret le había susurrado mentalmente cuando él se había interpuesto
entre Djeru y la diosa. Sus palabras se repetían en la mente de Gideon
una y otra vez, al ritmo de su corazón atemorizado.
―No soy la primera ni seré la última deidad a la que te enfrentarás.
»Maldito está el hombre que olvida su propio pasado,
»pues veo tu muerte, Kytheon Iora.
»No eres un dios.
Gideon se estremeció al recordar las palabras y observó cómo la sangre salpicaba la piedra.
Al contemplar el sol que pasaba tras uno de los cuernos del inmenso
monumento en la lejanía, el hombre indestructible no sintió más que un
oscuro y vacío horror.