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Sombras Innistrad: Yo Soy Avacyn

Jace y Tamiyo han seguido las pistas hasta la Catedral de Thraben, el tabernáculo del ángel perturbado Avacyn. Avacyn los ha atacado y los tres se ven inmersos en combate. Jace no ha sido capaz de contener el poder divino de Avacyn, mientras que Tamiyo se niega a romper sus promesas personales con el fin de salvar a Jace. Avacyn continúa su asalto contra ambos y pronto los destruirá.



Avacyn's Judgment
Los dos demonios se encogen ante mí, cuales impurezas en el suelo de la catedral. Apartan la mirada, indignos de contemplarme.
Sé que no son de este mundo, pero sé que sangran. Puedo sentir los pulsos bajo sus gargantas, bajo la punta de mi lanza. Otra ligera presión y desenmascararé a estas criaturas demoníacas; las enviaré al olvido que merecen y purificaré el mundo de su presencia.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Una de las criaturas, la de la capa azul, me suplica. Cuando habla, veo gusanos que salen de su boca―. Avacyn, no eres tú misma ―escupe sosteniéndose la cabeza con una garra―. No tienes por qué hacer esto. ―Las palabras se escabullen hacia las sombras como lombrices.
Más aún que mi lanza, mi mayor arma es la vista. Mis ojos distinguen más de lo que pueden ver los humanos, incluso más de lo que contemplan mis congéneres, los ángeles. Veo a los heraldos angelicales en los vitrales, cómo se inclinan ante mí con deferencia. Veo la luz de la luna que me sigue en mis viajes, incluso en el interior de la catedral, y las palomas blancas que levantan el vuelo allá donde mis pies tocan la tierra. Y, sobre todo, veo la viscosidad que se retuerce detrás de los rostros. Veo las repugnantes mentiras que se esconden tras una forma humana.
Solo yo existo para exponerlas a la luz de la justicia.
―Estáis enferma o mal informada ―dice el demonio de orejas largas y recogidas detrás de la cabeza. Sus ojos son cuencas vacías y lo único que veo detrás de ellas es un amasijo de cabellos negros―. Vuestro cometido es proteger a la gente, no hacer... esto.
Extiendo una mano hacia ella y mi luz repele al demonio, que se estampa contra la pared y tose con fuerza. Los sonidos que se vierten de ella se convierten en pelos oscuros y enmarañados.
―Soy el baluarte contra los demonios del exterior ―afirmo dirigiendo mi lanza contra ella. Las puntas la señalan como dedos acusadores―. Mi cometido es destruir la maldad, sean cuales sean su origen o su forma. Os he sentido arrastraros por mis provincias y deslizaros hasta mi iglesia. Pero ahora os veo. Y ahora responderéis ante mí.
Convoco la luz y esta me obedece. Un centelleo frío se manifiesta en mi mano y las sombras de mis dedos se proyectan sobre los demonios temblorosos―. Vuestra corrupción en Innistrad toca a su fin.
Entonces percibo una conmoción en el tejado. Levanto la cabeza y veo una claraboya estallar en pedazos. Un hombre desciende con estrépito en medio de la lluvia de vidrio tintado que cae sobre la catedral. El cristal rebota en mi piel mientras los demonios se protegen la cabeza.

El hombre aterriza con fuerza, espada en mano. Se yergue, sus botas aplastan el cristal. Está ileso y sus cabellos apenas se han agitado.

Clue Token
Es un chupasangre, uno antiguo. Le reconozco, pero no consigo recordar su nombre.
―No te entrometas, vampiro ―advierto―. Después me encargaré de ti.
Sin embargo, el vampiro se interpone en mi camino y prepara sus armas: una espada larga en una mano y un hechizo en la otra.
―Te ha ocurrido algo extraño, Avacyn ―dice él. Su boca es como la de una sanguijuela y las palabras surgen de un círculo de colmillos ensangrentados―. He venido a ayudarte.
―No trates de detener mi lanza, chupasangre, o ella te detendrá a ti.
No puedo recordar su título, pero le veo. Su cara está surcada de sanguijuelas que se retuercen bajo la piel. Apesta a sangre.
―Avacyn, tienes que acompañarme al sótano ―dice él―. Entenderás lo que debo hacer, si aguardas un momento...
―Mi misión jamás aguarda ―replico. Arrojo mi magia sagrada contra él y lo alcanzo de pleno en el pecho.
El vampiro no se inmuta.
―Avacyn, al sótano ―insiste―. Tenemos una cuestión que resolver.
―Sorin... ―llama al vampiro la criatura de los ojos vacíos―. Podéis ayudarla, ¿verdad?
―¡Silencio! ―contesta él, y los dos demonios se estremecen con la fuerza de su voz. Luego se vuelve hacia mí―. Escúchame. Si tienes que deshacer algún agravio con estos dos, puedes matarlos antes de acompañarme.
Los demonios intercambian una mirada.
―Pero no dejaré que te marches de aquí hasta que concluyamos nuestro asunto.
Oigo un rumor de plumas en los travesaños del techo. Los ojos de media decena de mis ángeles benditos nos observan, brillantes y hermosos como las estrellas de medianoche.
Entonces me asalta una duda. Un ángel nace de la bondad... pero ¿nace la bondad de los actos de un ángel? Ignoro por qué pienso en esto ahora.
―Te lo advierto, vampiro. Estos invasores son la amenaza más vil en la faz de Innistrad, pero te arriesgas a convertirte en el mayor mal que hay ante mí. Desaparece, o mi hueste y yo acabaremos contigo.

Always Watching
Se acerca a mí en señal de desobediencia. Vuelvo a castigarlo con mi luz sagrada, pero el hechizo tampoco consigue herirlo esta vez. El vampiro ladea la cabeza. Sus ojos parecen casi preocupados, pero sus colmillos se tuercen en señal de burla. Oigo una risa. Una sombra de duda penetra en mi mente; no porque pueda sufrir una derrota, sino porque tal vez haya dudado en el momento de lanzar el hechizo. Tal vez me haya impedido a mí misma abatir a este adversario. No entiendo por qué podría haber sucedido.
Oigo las alas de los ángeles que observan desde el techo y siento sus ojos luminosos sobre mí. Me armo de valor bajo su luz y, cuando levanto mi lanza hacia el vampiro, esta se curva en una hoja de justicia.
―Avacyn... ―dice el vampiro con su boca sangrienta mientras avanza y apoya el torso contra la punta de la lanza―. No puedes hacerme daño. ―Levanta una mano hacia mí―. Y hay un motivo para ello.
Sus siguientes palabras hacen mella en mí. Solo son sonidos, vibraciones en el aire, pero las siento como si fueran un cuchillo de tallar. Como si fueran la marca de un inquisidor.
―Soy tu creador.
Las palabras parecen antiguas, como si las hubiesen esculpido en mi interior y los surcos se hubieran cubierto de polvo. Sin embargo, el polvo se disipa y ahora veo claramente al hombre.
Es Sorin, de la línea de sangre Markov. Lo veo. Su boca no es redonda como la de una sanguijuela; no entiendo por qué me lo ha parecido antes. Sus ojos blancos, envueltos en negro, y sus pómulos altos se asemejan a los míos.
Es mi creador. La verdad me resulta evidente ahora. Al mirarlo, me veo a mí misma.
Él es el motivo por el que existo. Estaba allí en el momento de mi creación: era el hombre que me observaba en el instante en que llegué a este mundo. Fue él quien me confirió mi misión. Mi creación tuvo lugar aquí, en el corazón de esta misma catedral. Ahora sé que me creó a mí, a la divinidad de Innistrad, con un propósito.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Erradicar las amenazas para Innistrad. Responder a las oraciones de los inocentes y abatir a aquellos que los atormenten. Proteger a quienes, de lo contrario, acabarían devorados por las sombras de este mundo.
―Eres mi creador ―reconozco.
―Lo soy.
―Entonces tienes que ser bondadoso.
Mi creador sonríe con ternura, mostrando apenas el borde de un colmillo.
―Eres el origen ―continúo―. De mí. Y por tanto. De la bondad.
―Exacto, Avacyn. Y para que seas lo mejor que puedes ser, debes acompañarme. Ven. ―Me tiende una mano, pero algo me hace dudar en estrecharla.
Miro a las dos personas a las que he combatido esta noche, apoyadas de espaldas contra una pared de la nave. Todavía los percibo como demonios, pero también como una mujer y un hombre. Son magos. Mortales.
Su sangre salpica mi catedral. Mi arma emana un olor fuerte y metálico. Esto solo puede haber sucedido si son malvados. Si los he atacado, ¿qué podrían ser sino monstruos? Un ángel nace de la bondad... ¿Nace la bondad de los actos de un ángel?
Mi creador me observa. Sus ojos son fríos mientras escudriña mi rostro. Puedo percibir el pulso bajo la piel pálida de su cuello. Sus venas laten con la sangre caliente de otra persona.
Soy Avacyn. Debo proteger.
Pero
Un torbellino de imágenes da vueltas a mi alrededor.
yo
Aldeas incendiadas.
no
Inocentes masacrados.
he
Una madre llora por su hijo.
protegido.
He provocado esos incendios. He masacrado a esos inocentes. Fui creada como guardiana, como protectora... Pero esa protectora ha traído destrucción. Además, no era solo una protectora, sino un símbolo. Una Iglesia surgió a mi alrededor, pero esa Iglesia ha prendido una llama de fanatismo avivada por mi poder.
¿Qué significa ser bondadoso? ¿Nace la bondad de los actos de un ángel?
Miro a mi creador e inclino la cabeza hacia él.
Fui creada, pero fui creada con imperfecciones. Con una vista defectuosa. No soy en absoluto una protectora, sino un peligro, un arma para aquellos que me blanden con intención de dañar este mundo.
―Tú... ―digo.
Enderezo los hombros hacia mi creador y flexiono las alas. La luz de la luna baña mi cuerpo. Mi piel resplandece y veo palomas volando a mi alrededor en la catedral. Ahora tengo claro lo que debo hacer.
―Avacyn... ―murmura él con el tono de un depredador.
―Vástago de Markov ―acuso levantando mi lanza, cuyas hojas se curvan y se doblan hasta tocar su torso―. Tú has permitido que esto ocurriese.
―Ten cuidado con lo que dices, hija ―me amenaza.
―No soy tu hija. Soy tu creación. Y tú eres responsable de todo lo que soy capaz de hacer. Me creaste con un propósito, pero tu propósito era impuro. Sorin Markov, te condeno como mayor mal de este mundo.
―Te has pasado de la raya ―dice él entre dientes.
―Sorin, aguardad ―advierte una de los demonios―. No lo hagáis. Las consecuencias para el plano...
―¿Por qué lo has tolerado? ―le pregunto―. ¿Por qué me creaste de esta manera? ―Presiono la lanza contra su pecho, arañando la armadura.
―Avacyn, bajemos al sótano ―insiste él con tono desdeñoso, y la espada que empuña refleja la luz que entra por la claraboya―. Hablaremos sobre tu creación.
―Me creaste para asegurarte de que todo mal encontrara su fin. Prepárate para encontrar el tuyo.
Embisto con la lanza usando toda mi fuerza divina. De algún modo, la hoja evita su torso y Markov me esquiva. Me ataca con su magia consumidora, pero me doy la vuelta y logro desviarla a tiempo.
Le asesto un zarpazo canalizando la luz en mi mano. El golpe lo alcanza, pero solo consigue hacer saltar chispas en su armadura.
Su respuesta es un golpe de plano con la espada. Aun así, es lo bastante fuerte como para hacer crujir mis costillas.
Levanto la lanza con ambas manos, dirigiendo su mortífero extremo hacia los cielos. Canalizo mi furia hacia el arma, que comienza a vibrar con poder divino.
―Te creé para que me guardases lealtad ―asegura él―. No puedes hacerme daño.
―Eso parece ―respondo―. Pero ellas pueden.
El vampiro levanta la cabeza y ve a los ángeles que he convocado. La bandada desciende en picado desde el techo. Apenas tiene tiempo de protegerse la cara antes de que caigan sobre él y lo desgarren con sus elegantes manos cuales aves depredadoras.
Sin embargo, Markov se resiste... y sus ataques son temibles. Un ángel muere empalado de una estocada, seguida de un tajo que cercena el ala de otro. Su mano libre aplasta a una de mis congéneres contra el suelo, agrietando el mármol, y luego arroja a otra contra una columna que queda reducida a polvo. Entonces atrapa a la quinta y la estrangula mientras ella le ataca con sus furiosas garras, golpeándolo en el rostro y los hombros. Trato de darle fuerzas, pero veo cómo el vampiro drena su esencia: un líquido oscuro brota de los ojos y la boca de mi aliada y fluye hacia la de Markov. El ángel sufre convulsiones hasta morir con la espalda arqueada, como el rictus de un cuervo.
El vampiro se vuelve hacia mí. Su vestimenta de cuero está desgarrada y su coraza ha quedado expuesta. Mis ángeles lo han debilitado, pero aún hará falta mucho para derrotarlo. Entonces baja su espada y apoya la punta en el mármol―. Esto no cambia nada, Avacyn.
Llamo de nuevo y los tres últimos ángeles de ojos centelleantes, los últimos guardianes de la catedral, lo rodean. Atacan en sintonía con espada y garra, descargando ataques constantes y feroces. Se le echan encima chillando y lanzando cuchilladas desde todos los ángulos. Markov debe de sentirse como yo me sentí dentro del Helvault, con las alas de los demonios rasguñándome en el vacío sin luz.
Mis ángeles caen una a una. Markov embiste a la primera, atravesando fila tras fila de bancos de piedra. Cuando la próxima desciende sobre él, el vampiro lanza su espada por encima de la cabeza, clavando la hoja en su pecho y empalándola. Mi sirvienta se desmorona. Markov agarra a la última atacante por un hombro y la mira a los ojos antes de arrojarla a través del vitral que abarca desde el suelo hasta el techo. La pared estalla en mil pedazos y el ángel se precipita por el acantilado.
Markov se vuelve hacia mí una vez más y su expresión feroz revela uno de sus colmillos. Coloco la hoja de mi lanza en su cuello y siento cómo se resiste a hacerle daño. Presiono, pero el arma es simplemente incapaz de herirle.
Me concentro en su rostro. Me recuerdo a mí misma que no es un vampiro de la nobleza, sino un horror. Es un monstruo, un demonio de la sangre, una sanguijuela.
Y de pronto lo veo de otra forma. Sus ojos se convierten en bocas rodeadas de colmillos. Su rostro es una máscara poco convincente. Es mi creador, y es la personificación del mal.
―Avacyn... ―dice su boca de sanguijuela, pero mi lanza se clava en el cuello hasta tocar el hueso.
Markov ruge y se aparta de un salto mientras se lleva una mano a la herida. Un cieno putrefacto se derrama entre sus dedos y se convierte en moho al tocar las baldosas.
Salta sobre mí y su espada me apunta al corazón, pero la hoja suelta chispas al deslizarse por mi lanza cuando desvío la estocada. Giro sobre mí misma para atacar, pero tengo que agacharme para esquivar su zarpa y el golpe desgarra varios tendones de mi ala. Cuando arremeto para atravesarlo con mi luz, esta choca con un estallido de magia de sangre que disipa mi hechizo. Chillo y cargo contra él, derrumbando una columna con su cuerpo y arrastrándole sobre fragmentos de cristal y madera astillada hasta que lo empujo contra la pared de la catedral.
La cabeza del monstruo se inclina y oigo crujidos de huesos. La herida de su cuello ha empezado a cicatrizar.
―Avacyn. ―Las bocas de sus ojos babean palabras―. Tengo que hacer esto.
―Y yo, esto ―replico al clavar mi lanza por un hueco en la coraza del monstruo, tan hondo que la punta atraviesa su cuerpo hasta tocar el granito de la pared.
El vampiro ruge y salgo despedida hacia atrás. Me deslizo hasta detenerme. Markov agarra el asta de la lanza y empuja para liberarse, y por un instante logro ver al animal viscoso que debe de servirle como corazón. Unas lampreas nauseabundas brotan de la herida. Markov deja caer la lanza y su propia espada y ambas repiquetean en el suelo. Se tapona la herida con una zarpa.
―No estás en tus cabales ―me dice―. Ahora solo me ves como a un monstruo; por eso puedes hacerme daño.
―Eres una mácula en el mundo ―respondo―. Hasta ahora no lo veía con claridad.
Su ataque es repentino y llega casi más rápido que el sonido.
Forcejeamos y clavamos nuestras manos en los hombros del otro. Nos estampamos mutuamente contra las filas de bancos. Ascendemos hacia el techo, partiendo los travesaños, y nuestra lucha queda envuelta en una nube de polvo de yeso y plumas. Markov abre las fauces, pero le araño el rostro y las heridas no sanan al instante. Mis dedos encuentran la carne y la desgarran; un humo acre se filtra por los cortes mientras grandes trozos de la Catedral de Thraben se desmoronan.
Markov hace un gesto de dolor y de pronto clava las zarpas en mis brazos, apresándome mientras bato las alas para mantenernos en el aire. Sus músculos son de acero y el vampiro me dobla los brazos hacia atrás, dislocando un hombro. Me doy cuenta de que hasta ahora se contenía. Esta es su verdadera fuerza.
Me muerde el cuello y el dolor es como el grito de un millar de inocentes, un millar de súplicas de ayuda, un millar de oraciones a las que jamás responderé. Siento la palpitación de la sangre en mi garganta, atraída por la succión.
Cuando caemos, no se debe a la gravedad ni a la debilidad de mis alas: caemos porque él nos impulsa hacia abajo. Su fuerza hace que nos estrellemos contra el suelo de la catedral.
Y el suelo se viene abajo.
Cuando nos detenemos tras un nuevo golpe, estamos tendidos en el sótano de la Catedral de Thraben. Veo en lo alto el agujero que hemos abierto en el mármol. La espada de Markov se desliza por el borde y cae junto a nosotros, clavándose de punta en el suelo de piedra.
Tanteo el frío suelo en busca de mi lanza, pero no la encuentro. Debe de estar arriba, en la capilla. En cambio, lo que toco es una silueta oscura, una quemadura en el suelo: los restos de un hechizo poderoso. Es una silueta con alas. Alas de ángel.

Vault of the Archangel
En lo alto, los demonios gritan advertencias. Sus súplicas resuenan en las paredes. En mis oídos, parecen ruegos sin respuesta.
―Deberías reconocer este lugar ―dice Markov levantándose a mi lado y limpiando su boca llena de colmillos―. Aquí es donde se te creó.
Me yergo. La herida de mi cuello sangra, pero dejo que lo haga. En este lugar, por algún motivo, siento como si eso me curase―. Aquí me convertiste en lo que soy.
―Deja que te ayude, hija mía ―dice el monstruo―. Puedo... purificar tu mente. Volveré a convertirte en un instrumento de virtud. Te crearé de nuevo.
―Si no soy la hija que quieres... ―Jamás se lo permitiré.
Markov hace un gesto de dolor.
―... tendremos que luchar otra vez, y otra, para siempre. Puesto que jamás me rendiré. No soy el instrumento de un monstruo. No me dejaré manipular por alguien como tú.
Siento que mi fuerza empieza a regresar en este lugar sagrado. Soy incansable. En unos instantes estaré lista para atacar de nuevo.
―No ―sentencia Markov―. Esto se termina. Ahora.
―Sé lo que pretendes ―contesto―. Adelante. Crea otra prisión de plata. Enciérrame. Es la única forma de impedir que haga todo lo que esté en mi poder para destruirte.
―La prisión ya no existe ―responde―. No puedo crear otro Helvault, al igual que no puedo crear a otro ser como tú.
―Eres mi creador. Conoces la naturaleza de este mundo. ―Recupero mis fuerzas―. Lo que no puede ser destruido debe ser atado.
Markov extrae su espada del suelo de piedra. Sus palabras son un murmullo―. Pero Avacyn... Tú puedes ser destruida.

Anguished Unmaking (Game Day Promo)
No puedo ver su rostro, porque me ha dado la espalda. No puedo ver si es un monstruo o un hombre. Solo puedo ver la punta de esa espada. Solo puedo oír unas palabras antiguas, las palabras de un ritual realizado a la inversa, de un don que se revoca. Solo puedo sentir mis rodillas al tocar el límite del suelo de la catedral. Solo puedo oler la ceniza de algo que arde lentamente. Solo puedo tocar la sombra que hay a mis pies, la silueta que marca mi primer momento.
Solo puedo decirte con estas palabras, en mi oración final para este mundo, que lo único que siempre he pretendido era defender a los inocentes.
Soy Avacyn. Debo proteger.


Holy Justiciar

Selfless Cathar

Lunar Mystic

Geist of Saint Traft

Banners Raised

Increasing Devotion

―¿Qué has hecho? ―exigió saber Jace.
Los rayos de luz que caían desde las claraboyas de la catedral iluminaban las volutas de humo que desprendía la quemadura del suelo. Avacyn ya no existía. De algún modo, ahora la catedral parecía demasiado grande. Había demasiado espacio bajo el techo. Demasiado vacío.
La mirada de Jace vagaba sin parar entre el espacio que había sido Avacyn y el rostro de Sorin. El vampiro temblaba ligeramente y sus puños aferraban la empuñadura de su espada, como si tratara de contener un terremoto en su pecho.
―Tenía que hacerlo ―susurró.
Jace hizo gestos de incredulidad, incapaz de decidir en cuál de las once cosas equivocadas de aquella frase insistir primero. Al final, se volvió hacia Tamiyo―. ¿Tenía que hacerlo?
Ella solo frunció el ceño. Se remangó las vestimentas y se acuclilló en el suelo para tocar los restos de ceniza con sus dedos enguantados. Se levantó y frotó la ceniza entre las yemas de los dedos. Posó la mano en un pequeño telescopio que llevaba al cinto, como una guerrera que tocase un arma que le ofrecía seguridad, y sus ojos se encontraron con los de Jace―. Esto tendrá... consecuencias.
―La gente de este mundo ha perdido a una protectora ―dijo Jace.
Un largo y bajo retumbo gutural se propagó por el cielo, profundo y resonante. El sonido reverberó en el pecho de Jace y levantó una polvareda en el techo.
―El plano ha perdido a su protectora ―añadió Tamiyo con rostro grave.
El mundo retumbó de nuevo, esta vez bajo los pies de Jace. El suelo se estremeció y el temblor se intensificó por momentos. Las baldosas se agitaron en su argamasa antigua. Los fragmentos de vidrio tintado vibraron y cayeron, descomponiendo los mosaicos que representaban el rostro de Avacyn, y su estallido al estrellarse en el suelo resonó en los salones vacíos.
El temblor remitió. Los ecos callaron.
Jace vio a Sorin envainar su espada y marcharse, con el cuello de su abrigo tapándole la mandíbula y los hombros encorvados. El vampiro subió flotando por una escalera y sus uñas abrieron surcos en el pasamanos de mármol.
Jace se fijó en los peldaños, abombados y desgastados en la parte central: era la erosión tras siglos de pisadas. Siglos de devoción. Siglos de creyentes en Avacyn.
―¿Qué has hecho? ―preguntó Jace yendo en pos de Sorin.

Sombras Innistrad: Historias y Finales

Jace Beleren se ha pasado todo el tiempo en Innistrad tratando de resolver un misterio que le ha conducido desde el hogar de Liliana hasta la mansión Markov, el templo del cementerio marino, de nuevo al hogar de Liliana y, finalmente, a la Catedral de Thraben. Su guía en este viaje ha sido un diario, un cuaderno de notas de investigación que halló en la mansión Markov.
Por supuesto, la autora del diario, la Planeswalker pueblo-lunar Tamiyo, va muchos pasos por delante...


Aunque sus pies jamás tocaban el suelo de piedra, Tamiyo pensó en caminar de puntillas mientras se deslizaba lentamente por la capilla de la Catedral de Thraben. En decenas de planos había encontrado referencias a seres bípedos que andaban de ese modo, a menudo de manera exagerada e incluso teatral, con el fin de moverse sigilosamente. Sin embargo, ponerse de puntillas concentra el peso corporal en un área menor; por tanto, caminar de tal modo sobre un suelo de madera (un tipo de superficie habitual en numerosos de los planos que había visitado) incrementaría la probabilidad de provocar que las tablas crujiesen, que es con diferencia el ruido involuntario más propenso a revelar la presencia del intruso. Semejante falta de lógica era una cualidad que ella atribuía sobre todo a los humanos, y documentarla era una fuente constante de diversión. Pero lo que ocurría en Innistrad no era divertido. Los indicios demostraban a simple vista que estaba teniendo lugar un fenómeno mucho más profundo y peligroso que ilógico. Ya había permanecido en el plano más tiempo del que pretendía. Había corrido demasiados riesgos. Pero Innistrad había perdido completamente el eje y necesitaba saber por qué.
Muchas líneas de investigación lógicas la habían llevado a caminos sin salida. Algunas habían sido prometedoras, mas no concluyentes. Sus pesquisas astronómicas eran casi definitivas, pero la causa, la causa original, aún la eludía. Se enfrentaba a un rompecabezas de mil paneles, a un acertijo de diez mil mentiras. Nunca había resuelto un misterio más desafiante que aquel.
Pero nunca se había rendido sin terminar su trabajo.

Tamiyo, the Moon Sage
Su línea de investigación más reciente la había conducido a la catedral, donde los humanos de Innistrad preservaban sus relatos más antiguos sobre Avacyn. Las historias individuales que había recopilado hasta entonces eran inconexas y confusas, pero conocía su música. Sabía de qué hilos tirar, cuáles seguir, cómo aproximarse (paso flotante a paso flotante) a un jirón de la verdad. No esperaba descubrir fácilmente lo que necesitaba, escrito sin más en algún antiguo tomo. Había descubierto muchas historias como aquella, pero jamás había vivido una. Aun así, las historias antiguas eran las que menos oportunidades tenían de haber sido tergiversadas; las que habían pasado por menos manos capaces de manipular las palabras según sus propios intereses. Avacyn... El mundo había perdido el eje, y ella era el centro de Innistrad. La metáfora era bastante acertada.
Susurró una breve plegaria a los kami. Sabía que no estaban presentes en aquel mundo, por supuesto: los espíritus se manifestaban de formas muy distintas de un plano a otro y los geists de Innistrad no se parecían a los pequeños dioses de su hogar. Ninguno de sus experimentos había dado a entender que los kami pudieran escuchar sus oraciones allende los límites de los planos. En cualquier caso, el mero hecho de que no estuvieran presentes no era excusa para mostrarse irrespetuosa.
Había cátaros armados patrullando los pasillos, estoicos y vigilantes, atentos a los posibles intrusos como ella. Ya había establecido más contacto con la población local del que le resultaba cómodo, y ahora estaba forzando los límites de su talento natural para el silencio y el sigilo. Para penetrar en las bibliotecas necesitaría una historia, una historia que contar al mundo que la rodeaba.
Un pergamino antiguo, uno de sus primeros y favoritos, flotó junto a ella y se desplegó. Era una historia de su hogar, precisamente la que necesitaba en ese momento.
El Que Atemoriza al Sol
Esta es la historia del mundo ensombrecido y de El Que Atemoriza al Sol. Su sombra traía la noche a aquellos que iban en pos de él, y su hambre era insaciable. Los akki sabían lo que el oni ocultaba tras una vida de saqueo y expolio. Mas ninguno osaba provocar la ira del oni, excepto una que no sentía miedo.
Dicha akki halló por casualidad una piedra plana y alargada y la sostuvo por encima de la cabeza. Desde lo alto, cuando el oni bajase la mirada, la akki no parecería más que aquella simple piedra. Y así disfrazada, la akki se dirigió a la cueva del oni, segura de que estaría a salvo.
Sin embargo, el oni sintió curiosidad.
―¡Cuán extraños son tus movimientos, pequeña piedra! ¿Has venido a robar mis riquezas?
―Jamás he oído hablar, gran señor, de una piedra ladrona, ¿o acaso vos sí? ―replicó la piedra―. Os prometo que, si veo a algún ladrón, os lo haré saber.
El oni oyó la verdad en las palabras de la akki y decidió que todo estaba en orden. Cuando se adormeció, la akki procedió a llevarse todo aquello con lo que pudiera cargar: oro, piedras preciosas y una fuente brillante que reflejaba su imagen risueña.
Al día siguiente, la akki regresó y el oni detuvo a la piedra.
―¡Pequeña piedra, pequeña piedra, alguien ha robado mis tesoros! ¿Has visto al ladrón?
―¡Sí, la he visto! ―respondió la akki recordando su promesa―. ¡Ha sido una pequeña y astuta akki! ¡Quizá deberíais partir en su busca y castigarla por sus fechorías!
El oni aceptó la verdad, se marchó en busca de la bribona y, en su ausencia, la akki volvió a marcharse cargada de tesoros.
¡Qué bien habría hecho en conformarse con eso!
Sin embargo, la pequeña akki regresó a la cueva del oni por tercera vez, con la piedra en lo alto y codicia en su corazón. El corazón del oni solo albergaba furia.
―¡Pequeña piedra, ha vuelto a ocurrir! No he conseguido hallar a la ladrona, ¡pero mis tesoros han vuelto a mermar! No sé qué hacer. ¡La única solución que contemplo es ir a la madriguera akki del oeste y devorarlos a todos para asegurarme de atrapar a la culpable!
―¡Gran señor ―respondió la akki temiendo por su hogar y sus amigos―, los akki son duros y amargos, en absoluto deliciosos! ¡Sería mejor que los dejéis en paz y continuéis vuestra búsqueda de la ladrona!
Aunque el oni no distinguía lo que había debajo de la piedra, distinguió muy bien la mentira. Entonces levantó del suelo a la pequeña akki, junto con la piedra, y la devoró de un bocado.
Los akki cuentan esta historia para recordar que la verdad es un mejor engaño que cualquier mentira jamás contada.
Tras evocar la historia, su magia se volvió real y Tamiyo se desvaneció. A los ojos de cualquiera que la observase, ahora parecería algo o alguien que tuviera sentido que estuviese allí, como un cátaro o un jarrón decorativo, aunque solo hasta el momento en que contara una mentira o ya no quisiera engañar a nadie. Era una historia muy útil, pero susurró una disculpa por haberla usado de aquella manera, como hacía siempre. Las historias eran sagradas y emplearlas como herramientas le parecía un poquito blasfemo.
Ese día llevaba consigo veintinueve pergaminos, sin contar los tres con presilla de hierro: los que jamás debían ser utilizados.
Caminó con decisión (esta vez pisando el suelo, bastante frío) y se cruzó con dos cátaros que le dirigieron un breve saludo. Les devolvió el gesto con menos eficiencia y todos vieron lo que necesitaban ver. La biblioteca principal estaba un poco más adelante. Empezó a catalogar mentalmente las historias que había traído y trató de decidir cuál sería la mejor manera de ocuparse de los cerrojos que seguramente dificultarían la entrada, pero entonces vio algo inesperado. La puerta ya estaba entreabierta y la luz de las velas titilaba en el interior.
Hizo un gesto con la mano y una leve brisa abrió la pesada puerta unos grados más. Se agachó ligeramente, distribuyó su peso pisando con toda la planta de los pies (aunque se planteó caminar de puntillas, por alguna razón inexplicable) y se acercó en silencio a la puerta, preparada tanto para huir como para abalanzarse sobre alguien.
Las bisagras bien engrasadas se abrieron un poco más y oyó un sonido inconfundible un segundo antes de que sus ojos pudieran confirmarlo: un cuerpo acababa de desplomarse en el suelo, como si se hubiera dormido de repente. Era un bibliotecario anciano, sin armas ni armadura. Y de pie a su lado vio... a un Planeswalker.

Jace, Unraveler of Secrets
Dedujo toda la información que pudo en los instantes previos a decidir si le convenía luchar o escapar. En su oficio era preferible evitar a los Planeswalkers, casi a toda costa. Eran individuos presuntuosos e impredecibles y podían albergar prejuicios o mentalidades de cualquier mundo desconocido; en resumen, eran un estorbo para los buscadores de la verdad. Este parecía ser un humano joven, pero las centellas de maná que lo rodeaban olían a engaño. Llevaba vestimenta autóctona, pero la había decorado con sellos claramente ajenos a Innistrad; un disfraz curiosamente torpe. Sus ojos brillaban, reflejaban pánico y locura, posiblemente una aflicción (una idea que no había considerado: si un Planeswalker contraía la locura de aquel plano, ¿podría propagarla por otros mundos?), y en las manos portaba... sus notas de campo. Otra complicación. Esperó dos latidos más y decidió permitir que él hiciera la primera jugada, aunque un pergamino ya flotaba a su lado y había empezado a desenrollarse.
La mirada de él parecía confusa. Luego furiosa, aterrada, curiosa, hasta que finalmente transmitió algo parecido a comprensión y alivio.
―¡Eres tú! ¡Eres tú! Me has traído aquí. No, no tú: esto, este diario. ¡Tu diario! ¿Me has guiado para encontrarnos? No, ¿cómo podrías haberlo...? ―Dejó la frase en el aire mientras sus ojos bajaban hacia el suelo, pero entonces volvieron a clavarse en ella, acusatorios―. ¿Me observabas? ¡Lo sabías! ―De pronto volvieron a ablandarse; ahora eran tristes, suplicantes―. Ayúdame. ¿Puedes? Creo... ¿Puedes ayudarme? Ayúdame. ―La última palabra no fue en absoluto un ruego, sino una orden opresivamente poderosa que chocó contra su mente como el viento contra unos postigos. Sin embargo, su mente se retiró a un castillo lejano y los vientos no pudieron alcanzarla. Pensó durante cuatro latidos más y entonces sonrió lo más pacíficamente que pudo. Con un pensamiento, envolvió al Planeswalker en su hechizo de velo y extrajo otro pergamino del zurrón. Entró en la biblioteca y cerró la puerta silenciosamente a sus espaldas. Nunca había utilizado aquella historia como pretendía hacer, pero un Planeswalker telépata enloquecido representaba un peligro que jamás había contemplado. El relato era uno que había registrado hacía muchos muchos años, en un mundo con cinco lunas y metal resplandeciente hasta donde abarcaba la vista.
Original
Tras la desaparición de su creador, los seres conocidos como los myr se encontraban perdidos.
Algunos continuaron realizando sus últimas instrucciones, repitiendo sus tareas sin dirección ni propósito, mientras que otros simplemente se apagaron con intención de aguardar unas órdenes que jamás llegarían. La pérdida de Memnarch no acabó con ellos, pero sin una auténtica consciencia en su interior, sus vidas continuas apenas parecían vidas.
Algunos myr habían recibido instrucciones de supervisar la población y crear nuevos myr para reemplazar a los que resultaban dañados o destruidos. Uno de ellos había pasado meses en estado de hibernación, hasta que sus instrucciones le exigieron actuar: los myr de su tipo eran demasiado escasos y tenía que crear otro.
No obstante, sin su creador para guiarlo, el myr no tenía unas directrices claras. Hizo lo que sabía hacer: reunió los materiales adecuados, los llevó a la cámara del génesis, una pequeña sala esférica, y ensambló un myr completamente idéntico a sí mismo.
Aquel era el momento del proceso en el que el Maestro debía otorgar vida y una mente al nuevo myr. Pero el Maestro ya no estaba. Aun así, las instrucciones persistieron. El myr decidió utilizar su propia mente como patrón y se copió a sí mismo en el nuevo myr. El resultado fue un ser completamente idéntico en todos los sentidos. Tras haber cumplido sus instrucciones, el myr se dispuso a salir de la cámara... pero chocó con su duplicado.
El myr intentó dejar que su copia saliese primero, pero esta tuvo la misma idea al mismo tiempo. Esperaron un período idéntico para tratar de salir de nuevo, pero chocaron una vez más contra su otro yo. El myr y su duplicado intentaron romper aquella simetría imposible por todos los medios, pero nada funcionó. Al final, de pura frustración, los dos se destruyeron mutuamente.
Un tercer myr llegó un tiempo después con la tarea de reparar, y restauró a uno de los myr. El myr reconstruido impidió que el myr de reparación restaurase al duplicado y el problema se repitiese. En lugar de eso, decidió probar una solución distinta: volvió a copiar su mente, pero esta vez la dejó incompleta.
El myr nuevamente despertado fue capaz de crear a otros de la misma manera. A su vez, esos nuevos myr, con mentes en parte no formadas, pudieron multiplicarse y modificarse a sí mismos, actuar de manera autónoma y, en definitiva, adoptar la miríada de formas que tienen hoy en día.
Los myr celebran esta historia como el mito de su creación, pero el motivo por el que la celebran es curioso. Existen tres posturas respecto a cuál de los myr de este relato fue el primero de su tipo. ¿Fue el primer myr, el que creó a otro sin instrucciones específicas de su creador? ¿Restauró primero el myr de reparación al myr más reciente y fue por tanto el segundo myr el que dio el salto crítico que marcó la creación de su raza? ¿O fue el primero de los myr con una estampa incompleta el auténtico primer ejemplar de su tipo? Los myr discrepan en esta cuestión y celebran el propio desacuerdo: el hecho de que puedan discrepar en cuestiones de una naturaleza tan fundamental, mas existiendo en armonía, es parte de la esencia de lo que significa ser myr.
El joven cerró los ojos y respiró hondo repetidamente. Cuando volvió a abrirlos, estaban en calma.
―Gracias. Vaya, he... Oh. Oh, cielos. Liliana... ―Se masajeó la cabeza como si le hubieran dado un golpe y entonces levantó la vista con vergüenza―. Me llamo Jace. Eres Tamiyo, ¿verdad? Tu diario...
Se lo ofreció sujetándolo con ambas manos, pero ella levantó una palma esbelta como gesto amable de rechazo.
―Me ha guiado hasta aquí. Tus cálculos, tus estudios, la luna... Todo tenía sentido, o al menos lo parecía. Me afectó, pero tú... lo has arreglado. De algún modo. Ya estoy divagando otra vez. Seguro que sueno casi tan loco como antes, solo que... En fin, gracias.
―Sobre mis notas de campo... ―dijo Tamiyo con una sonrisa serena―. Se las entregué a alguien de confianza, pero ahora están en tus manos. ¿Hiciste daño a Jenrik, Jace?
―No, pero, ocurriera lo que ocurriese en la mansión Markov, Jenrik no sobrevivió. ―Al recibir la noticia, Tamiyo guardó un momento de luto en memoria de Jenrik, pero no dejó que la tristeza asomara en su rostro.
―Debes marcharte, Jace. Este lugar es peligroso, pero mucho más para alguien como tú. Tus poderes telepáticos conllevan responsabilidades. Si enloquecieses, el daño que podrías provocar a través de los planos sería inmenso, y permitirlo sería una irresponsabilidad por mi parte.
―Lo entiendo, pero... ―Jace calló de súbito. Había tardado unos instantes en darse cuenta de que acababa de recibir una amenaza. Levantó las manos a la altura de los hombros y retrocedió un paso.
»Tamiyo, solo quiero ayudar. Podemos salvar este mundo. Mis amigos y yo podemos ayudarte a resolver lo que ocurre aquí, a arreglarlo. Ya lo hemos hecho una vez... Más o menos.
Tamiyo enarcó una ceja blanca y no dijo nada.
―Escucha, los dos sabemos que Avacyn está en el fondo de lo que sucede en el plano. Tiene una mente, como cualquier otro ser, y puedo averiguar qué la aflige. Puedo detenerla, si fuera necesario. Y luego podremos dar el siguiente paso para enmendar todo esto.

Pieces of the Puzzle
La sonrisa de Tamiyo desapareció.
―No sabes nada, Jace. Sospechas. Teorizas. Tienes pruebas, pero distan de ser concluyentes. ¿Cuánto sabes realmente sobre Avacyn? ¿Sobre su propósito? Ignoras por completo lo que sucedería si Avacyn fuese destruida. Es la protectora de todo el plano; ¿alguna vez has oído hablar de un ser atado a un plano que interactúe de tal manera con el Multiverso? Te lo diré sin rodeos, Jace: sabes menos de lo que eres ignorante, y yo no estoy aquí para solucionar el problema de este mundo. Estoy aquí para comprenderlo. Para dejar constancia de ello. Para entender la verdad y registrarla para siempre. Este plano probablemente esté condenado y no tengo intención de impedirlo. Es triste, quizá, perder algo tan bello, pero, al igual que el florecimiento de un huerto en primavera, se trata de una belleza temporal. Es un único plano entre un sinnúmero de ellos. Los planos se pierden y se renuevan constantemente. Tus premisas presentan defectos.
―Pero sus habitantes... ―Jace se encogió, como si le hubieran herido―. ¡Aquí viven millones de personas! ¿Las abandonarías a su suerte? ¿A la locura o algo peor? Tenemos el poder, aquí, para marcar una diferencia. Tú tienes ese poder. ¿Me ayudarías?
―Te he ayudado, Jace. ―La expresión de Tamiyo no cambió, pero su voz fue un poco más gélida―. Mas te ofreceré una solución intermedia: compartiré contigo mi investigación y tus amigos y tú podréis utilizar esa información para evitar desastres similares en otros planos, si os place. No obstante, he registrado diez mil historias sobre héroes, y un héroe no es sino un desastre con un punto de vista.
―Sin conocimientos concluyentes sobre la propia Avacyn, tu investigación estará incompleta, inconclusa ―insistió el joven humano―. Con mi ayuda podrás completar la historia. Y si consigo detener a Avacyn, no perjudicaré tu labor y podría salvar un sinnúmero de vidas.
―Una comprensión definitiva sobre el estado actual de Avacyn sería ciertamente útil. ―Curiosidad. Solo una pizca―. Pero sospecho que, incluso si fueses capaz de adentrarte en una mente tan extraña...
―Puedo hacerlo.
―Si lo intentas, su demencia te consumirá, como ocurrió en una ocasión. ―La arrogancia del humano le resultaba encantadora y molesta a partes iguales―. Sin embargo... En teoría, puedo anclarte, atarte a tu cordura. Pero si decido que corremos demasiado peligro, interrumpirás el vínculo inmediatamente y nos retiraremos. El proceso requerirá que conectemos nuestras mentes a un nivel muy fundamental. Yo te entenderé y tú me entenderás. Y si no me agrada lo que llegue a entender, modificaré las condiciones de este acuerdo. En cuanto a ti, llegarás a saber exactamente cuáles son mis capacidades. ¿Te parece aceptable?
―Lo acepto.
Jace sintió en su mente algo similar al tintineo de una campanilla. Un tono claro, sereno y puro.
Era una invitación.

En un instante, ella lo conoció a él, mas no resultó sencillo conocer a aquel humano. Su mente era poderosa, pero se había quebrado. Se había roto en un millar de fragmentos, todos ellos un hombre distinto, muchos de los cuales trataban de colaborar, mientras que otros...

Fact or Fiction
Había borrado sus propios recuerdos. Había destruido su propia verdad. Había invadido mentes inocentes, matado en momentos de ira, usado su poder con fines mezquinos y egoístas.
Sin embargo.
Era capaz de sacrificarse, de actuar con valor y de comprender. Estaba dispuesto a asumir responsabilidades. Demasiadas responsabilidades, tal vez, para alguien tan joven. Y más joven aún si se tenían en cuenta los años de su propia vida que había borrado tan bruscamente. Su deseo de averiguar la verdad era sincero y su promesa de ayudar a la gente de aquel plano era pura.
Y estaba seguro al setenta por ciento de que podía lograr lo que le había dicho a ella.

En un instante, él la conoció a ella, mas conocer no es entender. Jace siempre había tenido en gran estima a los soratami de Kamigawa, debido a sus mentes poderosas y disciplinadas. Vio la vida de Tamiyo y el contraste con la suya le produjo un malestar físico. Mientras que él no tenía ataduras, ella estaba firmemente anclada a la familia, las tradiciones y el hogar.
Su hogar. Una biblioteca infinita entre las nubes; el lugar que adoraba más que ningún otro. Las sonrisas y el tierno afecto de su familia. Niños. No podían entender plenamente los lugares que visitaba cuando se separaba de ellos, pero sus caras resplandecían cuando les traía historias, relatos imposibles contados con la voz de la verdad, procedentes de sitios que ellos jamás podrían ver.
Vio su carga. La terrible carga de saber, y la necesidad de proteger verdades demasiado peligrosas como para pronunciar en voz alta, pero demasiado importantes como para dejarlas caer en el olvido. Tres pergaminos con presilla de hierro, todos con un poder...
―Jace.
El vínculo cambió y los dos Planeswalkers trajeron sus consciencias de vuelta al mundo en el que se encontraban.
―Jace, mi hechizo de velo ha sido horadado. Una presencia poderosa se dirige hacia aquí.
El humano asintió y ambos recorrieron a toda prisa el pasillo que conducía a la capilla central de la catedral.
―Trataré de comunicarme con Avacyn. La distraeré. La distraeré con empatía si he de hacerlo. No tendrás mucho tiempo para detenerla antes de que nos mate.
Jace abrió la boca para responder, pero el mundo se convirtió en una sinfonía de vientos aullantes y vidrio estallando en pedazos.
El ángel descendía hacia ellos, con sus inmensas alas manchadas de sangre fresca. Su lanza fulguraba y escupía lenguas de fuego y su expresión revelaba un regocijo contenido. Tamiyo flotó para ir a su encuentro. Las alas del ángel levantaban un vendaval; el ascenso de la pueblo-lunar hizo que el aire apenas susurrase.

Avacyn's Judgment
―Avacyn, soy una visitante en vuestro mundo y me he comportado con el mayor respeto posible. No deseo más que la paz y el bienestar a aquellos que protegéis. Como ángel que sois, podéis oír la verdad en mis palabras. ¿Cómo respondéis?
El rostro del ángel se retorció y compuso la más mediocre parodia de una sonrisa que había visto jamás, y de ella emanó una especie de risa chasqueante, sin que sus labios se moviesen. Su voz era un chirrido afligido que le hizo pensar en insectos y uñas.
―¿Cómo... respondo? Debo... proteger. De ti. Intrusa. Invasora. Putrefacta. ¡Impura! ¡IMPURA!
―Entiendo ―respondió Tamiyo. Un pergamino preparado se desenrolló―. Es una lástima.
No necesitó más que echar un vistazo a las palabras del texto. Era un lamento, una canción de un mundo antiguo donde el frío y el hielo eran tan peligrosos como cualquier bestia. Una canción de pérdida y pesar. Conocía sus versos de memoria.
El aullido del invierno
Un joven cruzó la puerta del monte,
breve salida para cuidar de granja y cerca,
entre frío y hielo bajo la nieve,
halló el joven su temprana y última meta.
Su mujer, belleza que tanto lo amaba,
vivió el día sin saber la horrible verdad,
que a escaso trecho de la puerta del monte,
su amor se había extinguido en la mocedad.
Cuando temió el sino de enviudar,
y con terror clamó desde la puerta del monte,
el frío absoluto había surgido desde el mar.
Y su aullido de angustia reverberó en el horizonte.
Avacyn arremetió con un potente batir de alas y Tamiyo se deslizó por el aire, apartándose a duras penas de la trayectoria de la lanza ardiente. Mientras el ángel viraba entre los arcos de la catedral, liberó contra ella unas precisas ráfagas de viento gélido; una pequeña parte de las plumas se congelaron y se hicieron añicos, cayendo como nieve blanca y roja sobre la capilla.
Avacyn cargó en picado, esta vez más rápido, y blandió su lanza en un amplio arco. Tamiyo planeó hacia adelante y le salió al encuentro, pero entonces descendió hacia la derecha y desvió la punta del arma con más ráfagas congelantes, dirigidas contra la mano diestra del ángel y la articulación del ala izquierda. Cuando le ganó la espalda, insistió, buscando el nacimiento del ala en el hombro. Avacyn era más veloz y un único impacto de su lanza probablemente acabaría con Tamiyo, pero el ángel luchaba con furia, mientras que la soratami se movía con una precisión calculada. El rostro de Avacyn no mostraba dolor ni frustración, pero su capacidad de maniobra empezó a sufrir. Ralentizó su acometida y, cuando lo hizo, la catedral se sacudió con aquella risa imposible: un trino seco, el chillido de un millar de ratas.
Tamiyo envió un pensamiento apremiante a Jace, quien permanecía oculto por debajo de la contienda.
―Se está adaptando. No tenemos mucho tiempo.
Avacyn levantó su lanza y, por un momento, Tamiyo reconoció a la guardiana de las historias, la Avacyn que había sido un faro de esperanza para las gentes de Innistrad. Desprendió una luz cegadora que iluminó hasta el último rincón de la capilla, y Tamiyo retrocedió ante su poder. La luz siguió brillando, presionando a los dos Planeswalkers como si fuera una fuerza física. Tamiyo se vio empujada hasta el suelo y Jace cayó de rodillas. El ángel descendió lentamente y bajó el arma hacia el pecho de Tamiyo. Toda su furia anterior parecía haberse desvanecido; ahora era la personificación de la gracia mortífera.
―Ya casi está...
Y de pronto se quedó inmóvil. La luz persistía, pero los movimientos de Avacyn habían cesado: se cernía sobre Tamiyo, con la lanza extendida... Pero eso era todo. No respiraba, sus alas no batían; estaba completamente quieta. Sin embargo, la luz inmovilizadora seguía ejerciendo presión sobre ellos.
―Tamiyo, lo he conseguido. Está... Bueno, no está durmiendo, exactamente, pero es lo más parecido que podía hacer.
―Jace, quizá hayas pasado por alto que...
―Estoy en ello, pero escúchame. Avacyn es el origen de la locura de los ángeles. Están en sintonía con ella, de algún modo. Lo mismo les ocurre a sus fieles. Pero... ella no es el origen. Está bajo la influencia de otra cosa y... ¡tenías razón! Todavía lucha por mantener a raya esa cosa. No puedo verla, pero si profundizo un poco más...
―Jace, detente.
―Un momento... No. Es...
El aire se impregnó de un hedor a carne putrefacta. La luz de Avacyn no se atenuó, pero la sensación de gloria desapareció de ella: ahora era fría, repugnante, aceitosa y cruel. El ángel se volvió hacia Jace, como si de pronto se hubiera olvidado de Tamiyo, y caminó con determinación hasta su nuevo objetivo.
―Profanador ―susurró con una voz que sonaba como piel crepitando entre las llamas―. Ladrón. Pústula de corrupción. ―Se agachó y plantó una mano en el pecho de su víctima. Cualquier otra acusación que pudiera haber susurrado se ahogó entre los gritos de Jace.

Avacyn, the Purifier
Tamiyo se concentró en el vínculo entre sus mentes y trató de ofrecerle consuelo, de aliviar mínimamente su dolor antes del fin. Muchas capas de su consciencia ya habían sido desolladas, convertidas en sufrimiento bajo el tacto agónico del ángel. Sin embargo, la mente de Jace tenía defensas, estaba protegida, y el dolor aún no había penetrado hasta sus pensamientos más profundos.
―Tamiyo. El pergamino. El pergamino de hierro. Me lo has mostrado. Una historia antigua. Una historia poderosa. Los supervivientes de un lugar perdido... El reino de Serra. Ese cataclismo, ese poder... La historia encaja. Sabes que lo hace. Puedes detener esto.
Incluso cuando compartió su agonía, cuando sintió que Jace empezaba a morir y supo que ella sería la siguiente, su respuesta no vaciló en lo más mínimo.
―¿Y qué ocurrirá entonces? Avacyn continúa defendiendo este mundo, Jace, a pesar de su locura. ¿Alguna vez has hecho una promesa? Yo hice una, antaño. Y las promesas no han de cumplirse solo cuando es fácil cumplirlas. Hacemos promesas para momentos como este, en los que queremos romperlas desesperadamente. No, Jace, el pergamino permanecerá cerrado.
Incredulidad. Ira.
―Lo siento, Jace. A veces, nuestras historias tienen que tocar a su fin.

Sombras Innistrad: La Inquisición Lunarca

Thalia, la guardiana de Thraben, fue una de las figuras clave en la defensa de Thraben ante la invasión de zombies de los hermanos nigromantes Gisa y Geralf. Durante la hora más oscura de la ciudad, Thalia se enfrentó a Liliana Vess al pie del Helvault, en el corazón de la Catedral de Thraben. Cuando la Planeswalker amenazó con arrebatar la vida a todos sus soldados, Thalia cedió a la terrible exigencia de la invasora: destruir el Helvault y liberar a todos los demonios que contenía... y al arcángel Avacyn.
Mikaeus, el Lunarca de la Iglesia de Avacyn, murió durante el asedio de Thraben, mientras que su sucesor fue asesinado días después de que Avacyn sucumbiera a la locura. Ahora se ha establecido un nuevo Concilio 
Lunarca, formado por obispos de la Iglesia y algunos oficiales cátaros en calidad de asesores. Otro de los grandes líderes durante la defensa de Thraben, el cátaro Odric, ha demostrado una iniciativa tremenda organizando al Concilio 
Lunarca para lidiar con la locura de Avacyn. Odric se ha ganado un puesto como representante de los cátaros, aunque carece de voto en los asuntos de gobierno.
Sin embargo, a medida que la locura de los ángeles se propaga por el Concilio Lunarca, los dos líderes cátaros se ven inmersos en un conflicto entre su lealtad hacia la Iglesia de Avacyn y su devoción por todo lo que representa la Iglesia.


La cabalgada desde el Distrito Elgaud de Nephalia hasta la Catedral de Thraben había llevado días, siempre bajo el aire gélido de la luna del cazador. Thalia tenía los dedos entumecidos, pero sus mejillas notaban el calor de las antorchas y la sangre aún le hervía. Dejó su montura a cargo del mozo de cuadra, lanzó una mirada recelosa al ángel que volaba en círculos como un cuervo carroñero y entró hecha una furia en el vestíbulo.
Por costumbre, trazó el collar de Avacyn en su pecho al cruzar las puertas del santuario: desde el hombro hasta el corazón, desde el hombro hasta el corazón. Sin embargo, sintió ardor en los ojos al pensar que aquel símbolo sagrado había presidido las atrocidades ocurridas en Elgaud.
Todavía era la guardiana de Thraben, aunque ahora apenas pasase tiempo en la Ciudad Alta, de modo que ningún cátaro le bloqueó el paso ni preguntó qué asuntos la traían a la capital. Subió raudamente la escalinata, cruzó un pasillo y entró con ímpetu en la sala que el Concilio había asignado como despacho al mariscal lunarca. No estaba allí, por supuesto.
Thalia se quitó la capa de montar encogiéndose de hombros, la arrojó sobre una silla y se asomó al pasillo―. Tú ―llamó a un cátaro que montaba guardia―, ve a buscarlo.
Juntó las manos enguantadas y las frotó con fuerza para tratar de encender una chispa de calor en sus dedos ateridos mientras caminaba de un lado a otro por el pequeño despacho.
Cuando había dado la espalda a la puerta, el umbral estaba vacío; tres vueltas a la sala después, al volverse hacia la entrada, allí estaba él. Se detuvo en seco.
―¡Thalia! ―la saludó Odric afectuosamente, levantando los brazos para abrazarla.
Parecía más viejo. Su pelo era cano desde hacía años, desde luego, salvo por un mechón negro azabache que nacía en la frente. En cambio, su rostro siempre había parecido joven, pero ahora presentaba arrugas de preocupación.
―Me alegro de verte, viejo amigo ―dijo ella acercándose con una sonrisa. Sin embargo, en vez de abrazarlo, le propinó un puñetazo en el peto con incrustaciones de plata. La sonrisa de Thalia se desvaneció―. ¿Sabes lo que está ocurriendo?
―Sé que pasamos por tiempos difíciles ―respondió él con un suspiro y dejando caer los brazos.
―Niños ―continuó ella―. Ahora quemamos niños. "Plagados por el pecado", y una...
―¿En Elgaud? ―la interrumpió él.
―Sí. Esto tiene que acabarse, Odric. Ulmach está completamente fuera de control.
―Es el Primer Inquisidor, Thalia. Representa el control en la iglesia de Nephalia.
―No ―replicó ella golpeándolo de nuevo en el peto―, el Concilio Lunarca comanda la iglesia, ¿no es así? Tu Concilio.
―No es mi Concilio ―dijo él pasando de lado junto a Thalia y entrando por fin en su despacho―, pero la Inquisición opera bajo su égida, sí.
―Esto tiene que acabarse ―insistió ella.

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―Y entonces, ¿qué? ¿Cómo pretendes contener la ira de los ángeles?
―Pero ¿tú has oído lo que acabas de decir? ¿Crees que los ángeles están furiosos porque toleramos el pecado entre los nuestros? Odric, los ángeles deberían protegernos, no reducir a cenizas nuestras aldeas. ¡Y nosotros deberíamos proteger a nuestros niños, no quemarlos en la hoguera! ¿De verdad crees que esto es lo que Avacyn quiere de nosotros?
―Avacyn es quien dirige esta purga, y lo sabes. Si los pecados humanos la enfurecen, debemos erradicarlos o sufrir su castigo. Avacyn nos ha dado ejemplo. Si ella ha endurecido su corazón contra las súplicas de los malvados, tenemos que hacer lo mismo.
―¿Los malvados? ¿Qué pecado crees que escondían aquellos niños?
―¿Cuestionas el juicio de la Inquisición?
―¡Por supuesto que lo hago! ¿Cómo pueden mirar a los ojos de un niño, en su interior, y encontrar el mal en él? ¿Un mal que merezca una muerte tan horrible?
Si los inquisidores están ejecutando niños...
―Lo han hecho. He sido testigo de ello.
―Si lo han hecho, tendrían buenos motivos. La Bendita Avacyn otorga poder a sus fieles para arrancar el mal de raíz, castigarlo y proteger de él a los inocentes.
―¡Sus fieles están abusando de ese poder!
―¿Y qué quieres que haga al respecto?
―Habla con el Concilio. ―Estrechó una de las manos de Odric. Aunque ambos llevaban guantes, sintió el calor de él en sus falanges heladas―. Haz que entren en razón.
―Sabes que no tengo voto en sus asuntos.
―Pero tienes voz. Representas a los cátaros: no pueden ignorarte.
―Estoy sometido a su voluntad ―dijo él dándole la espalda―. A la voluntad de Avacyn.
―Sabes que no tienen por qué ser la misma cosa.
Odric bajó la cabeza, pero no respondió.
De repente, el cansancio venció a Thalia, que se dejó caer en la silla donde había arrojado su capa.
―¿Crees que hice lo correcto, Odric? ―le preguntó.
―Liberaste a Avacyn ―respondió él volviéndose con una sonrisa. Habían tenido aquella conversación otras veces, pero Odric sabía que ella necesitaba su apoyo de cuando en cuando―. Y salvaste a tus soldados de aquella nigromante.
―Cierto, pero también liberé un sinfín de demonios. Algunos de ellos han conseguido evadir a los ángeles.
―Se han ocultado.
―Pero volverán. Todos. No pueden ser destruidos... Por eso existía el Helvault. Y yo permití que ella lo destruyese.

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―Liberaste a Avacyn ―repitió él.
―¿Y si eso también fue un error? ―aventuró Thalia. Odric arrugó el entrecejo lentamente, pero ella insistió―. ¿Y si el cautiverio en el Helvault la corrompió? ¿Qué ocurriría si ahora no es distinta de un demonio?
―No deberías decir esas cosas delante de mí ―advirtió él con seriedad. Tenía razón, por supuesto... Thalia nunca se había atrevido a expresar sus dudas delante de nadie―. Soy miembro del Concilio Lunarca...
―Eres un hombre bondadoso.
―Y sirvo a Avacyn y su Iglesia. Al igual que tú, guardiana de Thraben; por si lo habías olvidado.
―Yo sirvo a los principios que representa Avacyn ―declaró Thalia levantándose de un salto―. Los que representaba. Sirvo a la luz tenue de la luna que nos protege de los terrores de la noche. Sirvo a los vínculos entre nosotros, que ahuyentan el miedo que nos quebranta. Sirvo a la santidad a la que todos aspiramos. Si Avacyn ha dado la espalda a esos ideales, no es mejor que un demonio, y yo me negaré a seguir sirviéndola ni a ella ni a su Iglesia.
―No permitiré que compares a la Bendita Avacyn con los demonios a los que ha combatido desde hace incontables siglos ―dijo Odric frente a frente, con el semblante rojo de ira―. Eres mi amiga y por eso te voy a urgir a que abandones Thraben, y que nadie más oiga salir esas blasfemias de tus labios. ¿Grete?
Un rostro pelirrojo apareció de perfil en la entrada. Thalia se quedó atónita; no había pensado que la campeona de Odric pudiera estar al otro lado de la puerta. ¿Habría escuchado toda la conversación?
―¿Señor? ―preguntó Grete.
―Acompaña a Thalia a la muralla de la ciudad, por favor ―ordenó él dándole la espalda a Thalia.
―Sí, señor.
―Odric... ―dijo Thalia apoyando una mano en la espalda del cátaro.
―Adiós, Thalia.
La guardiana de Thraben tragó saliva. Ninguna otra palabra acudió a su mente.

Grete sostenía las riendas del caballo mientras Thalia montaba, evitando mirarla desde que habían salido del despacho de Odric. Sin embargo, cuando entregó las riendas, Grete por fin levantó la vista.
―¿Qué vais a hacer? ―preguntó en voz baja.
―Luchar ―contestó Thalia―. He jurado defender a las gentes de esta tierra de los monstruos que pretenden acabar con ellas. Eso seguiré haciendo. Si los cátaros y los inquisidores se han convertido en monstruos, defenderé al pueblo contra ellos. Y si los mismísimos ángeles se han convertido en monstruos...
―¿Estáis dispuesta a luchar contra ellos? ―preguntó Grete, completamente perpleja.
―Si he de hacerlo, sí.
―¿Cómo podéis estar tan segura de que tenéis razón?

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Thalia percibió muchas cosas en aquella pregunta, incluyendo la incertidumbre que la privaba del sueño desde hacía semanas. Estaba claro que Grete ansiaba la misma certeza. Thalia deseó haber podido proporcionársela.
―Si me equivoco ―dijo en cambio―, prefiero ser una hereje que traicionar a mi conciencia.
Grete soltó las riendas y desvió la mirada mientras se alejaba un paso del caballo.
―Podrías venir conmigo ―ofreció Thalia.
―No ―pareció decir tanto para Thalia como para sí misma―, pero espero... Os deseo lo mejor, Thalia.
―Gracias.

Varias semanas después, Odric aún oía la voz de Thalia cuando un cátaro demasiado entusiasta informaba al Concilio Lunarca sobre los resultados más recientes de la Inquisición en Elgaud. Cada vez que el joven arrastraba las palabras "plagados por el pecado", escuchaba la voz de Thalia al filo de caer en la vulgaridad, y cada vez que se hacía mención del Primer Inquisidor, recordaba una advertencia: "Ulmach está completamente fuera de control". Le resultó demasiado duro escuchar los detalles de los interrogatorios, las torturas y las ejecuciones, de modo que decidió estudiar los rostros de los obispos.
Algunos de ellos estaban visiblemente incómodos, igual que él. Sin embargo, otros se inclinaban hacia delante, con ojos desorbitados y sonrisas ansiosas que asomaban en la comisura de sus labios, hambrientos por escuchar más detalles escabrosos. "¿Tendría razón Thalia?", se preguntó. "¿Nos hemos convertido en monstruos?".

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Un ruido seco lo sacó de su ensimismamiento cuando la puerta de la sala se abrió de golpe. Las botas de Thalia resonaron contra el suelo de piedra al entrar. El cátaro joven se hizo a un lado, claramente intimidado por la presencia de ella... y por la cólera que ardía en sus ojos.
―Thalia, ¿qué haces aquí? ―rompió Odric el silencio de asombro.
―Las reuniones del Concilio Lunarca no han de ser interrumpidas ―intervino el obispo Jerren levantándose y cruzando los brazos.
―Soy la guardiana de Thraben y reclamo mi derecho a hablar ante el Concilio ―replicó Thalia.
―Ya no ostentas ese título, Thalia ―dijo Odric amablemente. Vio a Jerren sonreír―. El Concilio te ha despojado de él.
Thalia lo miró a la cara; no parecía sorprendida. La furia de sus ojos se transformó en desprecio, como si él fuera una serpiente que se retorcía a sus pies. Había traicionado la confianza de su amiga e informado al Concilio sobre su herejía. Se le revolvió el estómago.
―Cierto, pero también somos benévolos ―dijo Jerren con sonrisa afectada―. ¿Qué asunto os trae ante el Concilio?
―He venido a acusarte, obispo ―contestó Thalia volviendo su mirada fulminante hacia Jerren.
Odric se calmó en su asiento, pero tenía un nudo en la garganta.
―Tengo pruebas de que estás confabulado con el demonio Ormendahl, conocido como el príncipe profano ―continuó Thalia―, y de que eres el actual líder de los Skirsdag.
Jerren se echó a reír. A reír. Otros obispos comenzaron a gritar protestas, pero el líder nominal del Concilio tan solo se rio al oír que lo acusaban de ser la cabeza de un culto demoníaco.
―¡Muéstranos esas pruebas! ―clamó alguien, y el griterío se calmó.
Esta vez fue Thalia quien sonrió. Le habían dado permiso para exponer sus argumentos, que era todo lo que podía pedir. Barrió con la vista a todos los presentes para dirigirse a ellos, pero sin cruzar la mirada con Odric―. Hace tres días dirigí a un pequeño grupo de cátaros al bosque de la parroquia de Wittal, cerca de las ruinas de Estwald. Buscábamos la guarida de una bruja infame que había lanzado maldiciones sobre numerosas aldeas de la parroquia. Finalmente, encontramos huellas de cascos de caballo en la tierra.

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―Seguimos esperando las pruebas ―dijo un obispo.
Odric miró a Jerren. El acusado había vuelto a sentarse y tenía los dedos entrelazados delante de la boca, sin llegar a ocultar la ligera sonrisa que torcía su boca.
―El rastro nos condujo a la cueva donde moraba la bruja. Un caballo pastaba en la hierba ennegrecida; su silla de montar tenía los colores distintivos del Concilio. Corrimos al interior y hallamos a la bruja extirpando el corazón del cadáver de un mensajero, como si se dispusiera a devorarlo crudo.
Algunos obispos pusieron cara de repulsión y apartaron la vista de Thalia, pero Odric vio que los demás la observaban con las mismas expresiones de entusiasmo que habían puesto al escuchar el relato del inquisidor.
―Intentamos capturar a la bruja, mas luchó como una furia, utilizando poderes demoníacos. No tuvimos más alternativa que matarla.
―Negando así la posibilidad de que diera testimonio. Qué conveniente ―comentó alguien.
―El mensajero asesinado procedía de la catedral y portaba esta carta ―continuó Thalia, ignorando la interrupción. Sacó una hoja de pergamino de un bolsillo en su capa. Unas manchas y salpicaduras oscuras, seguramente de sangre, emborronaban el papel―. Léanlo ustedes mismos y juzguen la veracidad de mi acusación. ¡La carta tiene el sello y la firma del mismísimo obispo Jerren y en ella se dan instrucciones a la mencionada bruja en nombre del príncipe profano!
Odric sintió un hormigueo en los pies y las manos y el pulso se le aceleró. Thalia había urdido un relato incriminatorio. ¿Podría ser cierto?
Thalia se acercó a un extremo de la mesa conciliar y ofreció el pergamino a Quilion, uno de los obispos menores. Quilion lanzó una mirada temerosa a Jerren y rechazó la carta. Thalia resopló y se la ofreció al siguiente. Tres obispos la rechazaron y se hizo un silencio pétreo en la sala, hasta que la obispo Carlin la aceptó con mano temblorosa. Su rostro palideció al leer la hoja.
―¿Qué puedes alegar al respecto, Jerren? ―preguntó Carlin tras unos instantes.
―Está claro que se trata de una falsificación ―intervino Quilion, a pesar de que no había examinado el documento.
―Toda esa historia es imposible ―secundó otro obispo.
Odric no daba crédito a lo que veía. Sabía que Thalia jamás falsificaría pruebas, por mucho que se opusiera al Concilio. Cuando contempló la posibilidad de que ella estuviera en lo cierto, tuvo que admitir que Jerren no era el más santo de los hombres. Pero ¿el líder de los Skirsdag? ¿Presidiendo el Concilio Lunarca?
―Por supuesto que es imposible ―dijo Jerren.
―A mi parecer, en esta sala solo hay una hereje ―añadió Quilion. Lanzó una mirada a Jerren, como si buscase la aprobación de su superior.
Odric observó perplejo cómo se reanudaba el griterío, pero esta vez para exigir la ejecución de Thalia. La cara de la acusada era desalentadora y cada vez se volvía más pálida, a medida que Jerren ganaba apoyo. Seguramente había previsto enfrentarse a cierta oposición, pero puede que no a tanta. La influencia de Jerren en el Concilio debía de ser mayor de lo que ella esperaba. Thalia llevó una mano a la empuñadura de su espada.
Sin embargo, varios cátaros la apresaron antes de que pudiera desenvainar y miraron a Jerren, aguardando instrucciones. La condenó con un mero gesto de la mano y los cátaros empezaron a llevársela a rastras.
―¡Odric! ―gritó Thalia en medio del clamor de los obispos―. ¡Yo sirvo a la luz!
"A la luz tenue de la luna que nos protege de los terrores de la noche", había dicho. "Sirvo a los vínculos entre nosotros, que ahuyentan el miedo que nos quebranta".
Y así estaba el Concilio Lunarca: dominado por el miedo y volviéndose en contra de una de sus seguidores más devotos.
Las puertas se cerraron de golpe a espaldas de Thalia y, con una sonrisa afectada, Jerren pidió al joven cátaro que reanudara su testimonio de los últimos horrores perpetrados en Elgaud en nombre del Concilio Lunarca.

Odric bajó con premura al sótano de la catedral, donde esperaba encontrar a Thalia antes de que la ejecutaran. Aún no podían haberla ahorcado en el patíbulo, no sin antes organizar las ceremonias adecuadas para la ejecución de una hereje tan prominente.
―Debo hablar con la prisionera ―dijo a la vigilante de las celdas. La joven saludó y se apartó para cederle el paso.
»Guarda silencio ―susurró Odric a la ventanilla de la puerta―. Nos vamos de aquí, juntos.
―¿Qué...?
―He dicho que guardes silencio. ―Se volvió hacia la carcelera―. Guardia, abra esta celda.
La soldado se quedó perpleja, pero echó mano torpemente de las llaves que llevaba al cinto. Odric asintió con aprobación. "Al menos algunos de nosotros aún conocen su deber", pensó.
La puerta de la celda se abrió con un chirrido y ayudó a Thalia a levantarse del suelo cubierto de inmundicia. Se fijó en un cardenal reciente que apenas comenzaba a formarse en un pómulo. ¿Había tratado de huir? ¿O acaso sus captores también habían caído en la crueldad que parecía haberse convertido en la norma incluso en la catedral de Avacyn?
Subieron juntos las escaleras. Grete los aguardaba arriba, con la espada ropera de Thalia.
―¿Los caballos? ―le preguntó Odric mientras Thalia se abrochaba el arma al cinturón.
―Deberían estar listos para cuando lleguemos a los establos ―confirmó Grete.

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―Buen trabajo.
―¿Adónde nos dirigimos? ―preguntó Thalia.
―Adonde tú nos guíes ―respondió Odric―. Has dicho que había otros cátaros contigo en la parroquia de Wittal. ¿Siguen allí?
―Sí.
―Entonces, iremos en su busca.
―De acuerdo. Tengo muchas cosas que explicarte.
La salida de los establos estaba cerca; dentro de poco se librarían de la influencia del Concilio Lunarca, de Jerren y de la corrupción que supuraba allí. Pero entonces, cinco cátaros les bloquearon el paso.
―No deis un paso más, mariscal ―dijo el líder del pelotón. Odric se acordaba de él: Dougan, un muchacho al que había formado años atrás―. Órdenes del obispo Jerren ―añadió con tono casi de disculpa.
―Haceos a un lado y dejadnos pasar ―ordenó Odric sin detenerse. Grete y Thalia se acercaron un poco más a él.
―No puedo hacerlo, señor. ―El pesar en su voz había desaparecido, reemplazado por el acero―. El obispo preveía esta traición y ha ordenado que os llevemos a los tres ante el Concilio.
Otros cátaros se acercaron por la espalda: tres más, según el sonido de sus pasos. Ocho contra tres, si no quedara más remedio que batirse.
Odric se encaró con Dougan. Thalia y Grete se enfrentaron a los cátaros que lo flanqueaban.
―Dougan, déjanos pasar ―repitió Odric.
―No.
Odric avanzó un paso, pero el sonido del acero a sus espaldas lo cambió todo.
Ocho contra tres podría haber sido un problema si los tres en cuestión no estuvieran entre los mejores soldados de la Iglesia de Avacyn. La acometida inicial de Odric acabó con la espada de Dougan repiqueteando en el suelo. Mientras su antiguo discípulo se apartaba de un salto para recuperar su arma, Odric giró sobre sí y desvió una estocada por la espalda: era Marta, otra joven a la que había enseñado. El contraataque del maestro le hizo sangre en el hombro izquierdo (siempre lo desprotegía en los entrenamientos) y la cátara retrocedió trastabillando.
Dougan cargó contra él con la espada en alto. Odric se sintió decepcionado: aquellas no eran las formas que le había enseñado. Se agachó para esquivar el torpe tajo y lanzó una estocada al vientre de Dougan, conteniendo el brazo para no ensartar al muchacho. Casi se había olvidado de que no era un entrenamiento con espadas de madera.
Dougan también parecía haberlo olvidado, puesto que abrió los ojos de par en par y su arma se deslizó entre sus dedos mientras se llevaba una mano a la mancha roja que florecía bajo sus costillas.

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Un cátaro cuyo nombre no recordaba cargó contra él, pero el pobre desgraciado se empaló él solo en la espada de Odric. Marta continuaba luchando a pesar de la herida en el hombro, hasta que cayó bajo la espada ancha de Grete.
El siguiente adversario fue Haral, un veterano que había combatido junto a él frente a las hordas de zombies. Poseía muchos más años de experiencia que Dougan y, si hubiera tenido una voluntad más fuerte, habría sido el líder del pelotón. Siempre le había faltado aquella voluntad, aquella motivación. Las lágrimas corrían por su rostro mientras bloqueaba el paso a Odric.
El mariscal lo golpeó en el yelmo y el cátaro se tambaleó, pero se mantuvo en pie y aferró su acero con más firmeza.
―Tendrás que matarme, apóstata ―gruñó.
Odric avanzó y desató una tempestad de acero que obligó a Haral a retroceder. El veterano no fue capaz de lanzar un contraataque efectivo: carecía de voluntad para hacerlo. Cuando se presentó la oportunidad inevitable, Odric la aprovechó sin pensar y rajó a su oponente en el cuello.
Las puertas de la catedral estaban a la vista. Odric volvió la vista atrás, hacia los ocho leales cátaros que sangraban o morían en el suelo lustroso. Ocho cátaros sagrados de la Iglesia de la Bendita Avacyn―. Que los ángeles de la Legión Alabastro os guíen... ―Las palabras se le atragantaron. ¿Qué diablos les importaban ahora los espíritus humanos a los ángeles?
―... al Descanso Bendito ―concluyó Thalia, a su lado. Alzó una mano y trazó el collar de Avacyn: desde el hombro hasta el corazón, desde el hombro hasta el corazón. Levantó la vista hacia Odric, con los ojos llenos de lágrimas, y entonces se dio la vuelta y corrió hacia las puertas.
Una parte de Odric yacía muerta en el suelo, junto a los caídos, pero la abandonó allí y corrió con Thalia y Grete, hacia los establos. Tal como había prometido su campeona, tres caballos ensillados los aguardaban. Montaron sin detenerse y espolearon a los animales para emprender el galope. Y con ello dejaron atrás la catedral, Thraben y sus antiguas vidas.

―Jerren tenía a dos tercios de ellos en la palma de la mano ―explicó Thalia al pequeño grupo de cátaros que había reunido en una diminuta capilla de Brezalcercano―. Está claro que he subestimado la influencia que Ormendahl ejerce en el Concilio.
Los cátaros se mostraron consternados.
―¿Y tú no sabías nada al respecto? ―preguntó a Odric.
Pero Odric no dijo nada. Apenas había pronunciado palabra desde que salieron de los muros de Thraben. Thalia no sabía si tan siquiera había pestañeado; tan solo permanecía sentado, con la mirada perdida.
―Entiendo lo que estás pasando, viejo amigo ―le susurró al oído. Suspiró y posó una mano en su hombro―. Creo que todos lo entendemos.
―Se recuperará ―afirmó Grete―. Necesita tiempo, tiempo para descansar.
―Lo sé ―le contestó―. Tendrá todo el que necesite.
―Y yo, ¿qué puedo hacer? ―preguntó Grete.
―¿Recuerdas que te ofrecí venir conmigo? ―le dijo con una sonrisa.
―Debería haberlo hecho.
―No, me alegro de que no lo hicieras. Ahora mismo estaría ahorcada en el patio de la catedral si tú no hubieras estado allí para ayudarme a huir. Pero ahora estás aquí.
―Sí, pero ¿qué es este sitio? ¿Qué hacemos aquí?
―Bienvenida a la Orden de San Traft ―dijo Thalia levantando las manos y mirando alrededor, como si la capilla fuese un palacio majestuoso.
―¿San Traft? ―dudó Grete―. Reclamas un noble linaje invocando su nombre. Exterminador de Demonios, Amado de los Ángeles, Mártir del Ojo de la Aguja... No podrías haber elegido a un patrón más noble.
―Yo no lo he elegido ―corrigió Thalia con una sonrisa―. Él me ha elegido a mí.
Una neblina luminosa se arremolinó detrás de Thalia. Sus cabellos se convirtieron en oro líquido y su rostro pareció brillar con luz propia. Un instante después había dos rostros superpuestos. Se separaron ligeramente y un hombre cobró forma al lado de ella, radiante pero incorpóreo. Era un geist sagrado. El mismísimo San Traft.
―¿Estás dispuesta a luchar? ―dijo Thalia posando una mano en el hombro de Grete.
La cátara se postró, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de Thalia―. Donde tú me guíes.

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