Sombras Innistrad: Bajo la Luna Plateada
| domingo, 8 de mayo de 2016 at 18:32:00
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Arlinn Kord
Innistrad
Halana y Alena son rastreadoras, cazadoras y protectoras que
habitan en las profundidades de Ulvenwald, el bosque tenebroso que
colinda con la provincia de Kessig. La espesura antigua de Innistrad es
su territorio y tiempo ha que velan para que sus horrores no amenacen a
los inocentes del exterior. Sin embargo, la situación en los bosques ha
empezado a cambiar recientemente...
―¿Vosotros también habéis tenido esa sensación? ¿Esa sensación reptante? ―exponía el granjero Warin enfrente de la larga mesa de los ancianos junto a su esposa, una dama rolliza que tenía los ojos desorbitados. Los dos estaban de espaldas al consejo con el fin de dirigirse a los vecinos de Gatstaf que se habían congregado en la estrecha sala común de la parroquia. Halana observaba la escena desde el banco más próximo a la puerta, sentada junto a Alena.
»Es como si un escarabajo os trepara por el cuello ―Warin se estremeció al describirlo―, recto desde la base y directo a metérseos entre el pelo.
―Es tan real que llegas a preguntarte si de verdad habrá algo ahí. ―El granjero Warin se rascó la nuca con preocupación. Al verlo, Hal se dio cuenta de que ella también lo hacía y entrelazó las manos en el regazo―. ¡Un ser horrible podría ocultarse bajo vuestra piel sin que lo sepáis!
Muchos vecinos se estremecieron y se movieron en sus asientos, sintiendo la picazón descrita por Warin.
―Sí, sí ―intervino el anciano Kolman moviendo una mano a un lado y a otro, como si espantara una mosca―, todos hemos tenido esa sensación, Warin, pero ¿qué tiene que ver eso con que os hayáis presentado ante el consejo?
―¡Por eso hemos venido! ―El granjero Warin se volvió hacia los once ancianos presentes. Faltaba una de ellos, ya que la anciana Somlon se había ausentado para atender la segunda jornada de los ritos funerarios que portarían a la buena lady Mary al Sueño Bendito―. ¡Por esa sensación sé que estábamos en lo cierto!
―¿Respecto a qué, Warin? ―le instó el anciano Kolman.
―¡Escúpelo de una vez! ―apremió el anciano Glather.
―¡Hay un animal poseso entre nuestro rebaño! ―La esposa del granjero Warin no pudo contenerse más―. ¡La vaca enloqueció en plena noche! ¡Devoró a otra! Pero primero la arrastró por todo el prado. Yo misma vi las huellas. El pobre animal debió de sufrir mucho. Y entonces la enloquecida la devoró. No dejó de ella más que los huesos y los dientes.
Se escucharon gritos ahogados entre los lugareños.
―¿Y cómo sabes que la vaca se comió a la otra? ―preguntó Kolman fingiendo paciencia.
―¡Vi que tenía sangre en el hocico esta misma mañana!
Más gritos ahogados.
Hal miró a Alena. No necesitaron palabras para comunicarse entre ellas. Las dos sabían que la granja de los Warin se encontraba a las afueras de la localidad. Ambas sabían que colindaba con la espesura de Ulvenwald. Y ambas sabían qué bestias habían resurgido en el bosque en tiempos recientes. En las últimas dos semanas, Alena y Hal habían despachado cada una a tres licántropos. Además, justo la noche anterior habían acabado con una manada entre las dos; pequeña, pero no cabía duda de que era una manada. No obstante, aquellos encuentros habían tenido lugar lo bastante lejos de Gatstaf como para no alarmar a los lugareños: Hal había seguido un aullido lejano, a medio camino del pasaje de la Enramada, mientras que Alena se había encargado de otro procedente de Parlaloma. Sin embargo, las miradas que compartieron decían que había motivos para creer que las bestias se habían vuelto más osadas, que trataban de abrirse camino hacia la periferia de los bosques, hacia las poblaciones y la gente. Aquello era intolerable. Ulvenwald era el territorio de Alena y Hal, y no permitirían que sus horrores oscuros salieran de allí para hacer mal a los inocentes.
―¡Es culpa de nuestros amuletos! ―La protesta de la señora Warin hizo que Hal volviera a prestar atención a la sala―. ¡Ella hizo esta chapuza de amuletos! ―El dedo acusador de la granjera señalaba en dirección a la buena lady Evelin, quien ahogó un grito de sorpresa y se llevó una mano al amuleto que llevaba al cuello―. ¡Pero no funcionan!
―¡No puede haber sido culpa de ellos! ―saltó en defensa de Evelin el hombre que estaba a su lado―. ¡Lady Evelin elabora los amuletos más eficaces y potentes que jamás hemos tenido en este pueblo! ¡Qué digo, en toda la región!
―¡Haya orden! ―gritó el anciano Kolman golpeando con su gruesa mano en la mesa, pero le ignoraron.
―¿Y cómo explicáis que una vaca estuviese poseída? ―repuso la señora Warin―. ¿Que haya huellas de que arrastrara a la otra por toda nuestra granja? ¿Que queden solo los huesos de la devorada?
―¡Eso, eso! ―secundó alguien entre la multitud.
―Los amuletos no hicieron su función ―acusó otra voz.
―Exacto, y por eso nuestra vaca fue poseída, sin duda. ―El señor Warin parecía haberse envalentonado después de oír que tantos vecinos apoyaban su causa―. Hemos sido víctimas de la negligencia de lady Evelin. ―Apretó su propio amuleto y se dirigió tanto a los vecinos como a los ancianos―. No podemos pasar más noches sin protecciones adecuadas.
Para Hal tenía sentido que los lugareños echaran la culpa a unos amuletos deficientes. O que creyeran que una res estaba poseída por un espíritu malvado. Aquellos eran fenómenos que podían explicar, situaciones que podían remediar. Sucesos que no alteraban el equilibrio delicado que creían que regía su mundo. Ellos no vivían en la misma realidad que Hal y Alena. Quienes vivían en una población no veían lo que ocurría en la oscuridad, en los bosques. Vivían en un mundo protegido por la luz del ángel Avacyn. Creían estar a salvo de los seres como los licántropos. Sin embargo, incluso en el mundo de Avacyn, los licántropos nunca se extinguían por completo. Su presencia en Ulvenwald seguía siendo constante, aunque hubiera disminuido de manera significativa. Hal y Alena lo sabían muy bien. Oían sus aullidos sobrenaturales entre los árboles, como si fuese una constante en las profundidades de los bosques.
Al pensar en sus aullidos, Hal se sintió incómoda; la sensación reptante había regresado a su nuca. Un aullido la había despertado, era lo que había suscitado aquella sensación desagradable. Al principio creyó que lo había soñado, como había repetido en sueños el combate de aquella misma noche contra la manada. Hacía tiempo que Alena y ella no se enfrentaban a una. También hacía tiempo que no tenían que lidiar con tantos licántropos en tan poco tiempo. Hal se había acostado viendo destellos de sus fauces, sus músculos y sus garras en su mente, así que no le sorprendió haberse despertado creyendo oír un aullido.
Sin embargo, ahora que observaba los ojos desorbitados de la señora Warin, le preocupó que el aullido no hubiera sido una figuración suya, un recuerdo o un sueño, sino el sonido de una bestia auténtica y real. La mismísima bestia, de hecho, que se había adentrado en el pueblo y había devorado a uno de los animales de los Warin. No podía permitir que ocurriera de nuevo―. ¿Vamos? ―propuso a Alena en voz baja.
El rostro de Alena se iluminó ante la perspectiva de iniciar la caza.
Se levantaron juntas. Hal sentía un hormigueo de expectación en los dedos y los acercó al pomo de la puerta... Pero esta se abrió de golpe justo antes.
El posadero Shoran y su esposa, Elsa, entraron estrepitosamente en la parroquia.
―¡Tocad la campana! ―chilló Elsa.
―Ha fallecido ―dijo él.
―¡La han matado! ―corrigió Elsa―. ¡Ha sido él!
El poco orden que había restablecido el anciano Kolman en los últimos minutos desapareció al instante. Los vecinos se echaron a gritar y se levantaron horrorizados.
―Pobre chica ―lamentó Elsa―. Hay sangre por todas partes. No puedo ni imaginar lo que le hizo. Sabía que era un hombre depravado y malvado, lo supe desde que pusieron un pie en la posada, en el pueblo.
―Los Palter ―susurró Hal.
Alena asintió para confirmar la sospecha.
Era obvio quiénes debían de ser la víctima y el acusado: los Palter de Gavony. Eran los únicos huéspedes de la pensión, los únicos que se habían alojado allí en el último trimestre. Hal y Alena se habían topado con el cátaro y su esposa hacía apenas una semana, mientras se adentraban en Ulvenwald por el pasaje de la Enramada. Por supuesto, les habían ayudado, escoltándolos hasta que salieron del bosque en dirección a Gatstaf y repeliendo los ataques de tres lobos, un necrófago y un roble poseído.
Los Palter se habían mostrado muy agradecidos con las dos, o al menos el señor Palter lo había hecho: su esposa estuvo tan conmocionada durante todo el trayecto por el bosque oscuro que había ocultado su frágil cuerpo bajo la capa de viaje. El señor Palter afirmaba ser un cátaro del Concilio Lunarca y había insistido en entregar a Hal y Alena un amuleto protector que él mismo había utilizado muchas veces durante su labor de vigilar el mausoleo. Hal y Alena habían aceptado el obsequio con cortesía, aunque le daban poca importancia, ya que ellas no creían en aquellas cosas... Y menos cuando se tenían la una a la otra.
―¡Tocad la campana! ―ordenó de nuevo la señora Shoran―. ¡Hay un asesino suelto en el pueblo!
Hal jamás habría considerado que ninguno de los Palter pudiera ser un asesino. El cátaro era un hombre bondadoso y su esposa era muy amable, si bien ligeramente frágil. ¿Cabía la posibilidad de que esto también fuese obra del licántropo? Parecía bastante probable.
―Vamos ―susurró Alena ladeando la cabeza hacia la puerta, que ya no estaba bloqueada. Los posaderos se habían metido en medio de la multitud de vecinos, que parecían ávidos por averiguar más detalles sobre el horripilante suceso.
Hal y Alena se escabulleron sin llamar la atención. Estaban acostumbradas a moverse sigilosamente; cruzaron la puerta en dos zancadas rápidas y ágiles y salieron a la calle adoquinada.
―Parece que el ser... ―empezó a decir Hal.
―O los seres ―añadió Alena.
―Sí, o los seres ―corrigió Hal―. Esto podría ser obra de una manada. Otra más... ―dijo en voz baja―. Con esta serían dos manadas muy próximas entre sí y actuando en la misma noche. Hacía tiempo que no sucedía. ―Lanzó una mirada a Alena, pero ella no se la devolvió de tanto que se centraba en el lugar al que se dirigían―. En cualquier caso, un licántropo o una manada atacó anoche en Gatstaf al menos dos veces: una en la granja de los Warin...
―Y otra en la posada de los Shoran, donde mató a la señora Palter.
Hal se detuvo de pronto y se tapó la boca con la mano. Acababa de percatarse de algo.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Alena mirándola de soslayo.
―Te sorprenderás, pero... ―explicó Hal apresurándose para alcanzar a Alena―. Aunque los parroquianos se equivocan respecto a la vaca poseída, creo que no iban desencaminados al señalar quién asesinó a la señora Palter.
Alena ladeó la cabeza, dubitativa.
―Ocurrió en la posada ―le repitió Hal su propia afirmación.
―En la posada... ―dijo Alena. Hal notó en sus ojos que su mente ataba los cabos―. En la habitación de los Palter... Tras una puerta cerrada.
―Y no mencionaron ventanas rotas ni que alguien entrase por la fuerza ―añadió Hal.
Cambiaron de rumbo y corrieron hacia la posada de los Shoran.
La campana municipal seguía tañendo mucho después de que tuviera sentido dar la alarma.
Dejaron atrás la mesa de recepción y avanzaron en silencio por el pasillo. Hal señaló la única puerta entreabierta, que sin duda había quedado así cuando el posadero y su señora se marcharon atemorizados tras presenciar la escena del asesinato. Hal fue primero y Alena la siguió; ambas procuraron no alterar el ángulo de la puerta.
El olor metálico de la sangre invadió la garganta de Hal nada más entrar. Hizo un gesto a Alena para que la siguiera; rodearon una silla volcada en el pequeño recibidor y se dirigieron al dormitorio en penumbra. Alena estaba tensa. Aunque las velas estaban apagadas y las cortinas seguían corridas, había suficiente luz para ver el charco de sangre oscura en el suelo. Hal sabía que Alena no había entrado en tensión por miedo; no era la clase de chica que se asustaba al ver sangre. La quietud era su forma de aguzar los sentidos. Hal había desarrollado mucho su habilidad como rastreadora observando a Alena. La imitó y se quedó inmóvil para percibir mejor las pistas que había en el entorno. Al ver la mancha oscura, pensó en la mujer menuda a quien pertenecía aquella sangre. Solo dejó que su mente la recordase por unos instantes, en los que se permitió sentir dolor y lástima por ella. La señora Palter era inocente y había perdido la vida a manos de aquel en quien más confiaba. Hal miró de reojo a Alena. Cuán aterradores debían de haber sido aquellos momentos finales. Cuán horrible el entender lo que sucedía. Pero no podía dejarse dominar por la tristeza. Eso no ayudaría en su cometido inmediato.
Con cuidado para no tocar ni una gota de sangre, Hal recorrió el perímetro de la pequeña habitación cuadrada en el sentido de las agujas del reloj, mientras Alena hacía lo mismo en sentido contrario. Tres pistas llamaron su atención de inmediato: un trozo desgarrado de un lazo, una vela volcada sobre una mancha de su propia cera ya endurecida y un botón de plata. El botón fue lo que más intrigó a Hal. Cuando volvió a encontrarse con Alena al otro lado de la habitación, se lo señaló: estaba en el suelo, junto al charco de sangre―. Dime si me equivoco ―susurró―, pero ¿el cátaro Palter no llevaba un chaleco verde con tres botones como ese cuando lo encontramos en el bosque?
―Me temo que tu memoria es tan buena como siempre ―respondió Alena con pesimismo.
―Entonces era verdad. Su transformación tuvo lugar aquí. Mató a su propia esposa y después huyó. Pasó por la granja de los Warin, donde devoró al animal, y luego se adentró en el bosque.
―Eso parece ―susurró Alena, aunque Hal notó por su voz que albergaba dudas.
―¿Qué sucede? ―le preguntó―. ¿Has visto algo extraño?
―Fíjate bien ―susurró mirando hacia abajo―. Hay sangre, gran parte de ella en el suelo, pero ¿y los huesos, los restos de carne, pelo y tela? ¿Dónde está lo que la bestia no habría devorado?
Hal contempló la escena desde otra perspectiva. La duda de Alena era de lo más relevante. Sin embargo, antes de que su mente hallara una respuesta, otra cosa llamó su atención. Detrás de Alena, la puerta del armario empotrado estaba lo bastante entreabierta como para que Hal viese lo que había dentro. Al darse cuenta de lo que era, se le aceleró el pulso. Alena lo notó enseguida. Frunció el ceño y miró detrás de ella. Las dos observaron en silencio durante varios segundos. En el interior del armario había una silla. Parecía una silla normal, de no ser por el hecho de que la habían colocado allí. Sin embargo, eso no habría sido suficiente como para hacer que Hal se preocupase y el corazón le palpitara con fuerza. Lo que la había inquietado eran las tiras de cuero y las correas que colgaban del respaldo, los brazos, el asiento y las patas; había más de una decena, de longitudes distintas, y todas se habían partido y desgarrado. También había tres candados rotos, uno en el asiento y dos en el suelo.
―Ya no hay duda alguna ―susurró Alena.
―Él mismo lo sabía ―añadió Hal.
―Claro que sí ―dijo Alena en tono normal―. Tenemos que detenerlo. Vamos a...
No consiguió terminar la frase. En un solo movimiento, Hal le rodeó el torso con un brazo, la atrajo hacia su pecho y la llevó hacia las sombras. Permanecieron quietas y en silencio. Estaban tan acostumbradas a ocultarse de aquella manera que ralentizaron y acompasaron sus respiraciones instintivamente, volviéndose difíciles de detectar incluso para la más astuta de las criaturas.
El silencio había alertado a Hal. Más que el silencio, había sido el cese del ruido que había sonado hasta entonces. La campana ya no repicaba. Eso significaba que los habitantes de Gatstaf se disponían a investigar el asesinato. El estruendo de una multitud de pasos y voces lejanas lo confirmó: los lugareños se dirigían a la escena del crimen, la habitación en la que se encontraban Hal y Alena.
El chirrido de la puerta de la posada les indicó que no podían salir por donde habían entrado, al menos sin levantar sospechas innecesarias. Por lo general, trataban de evitar cualquier conflicto con los vecinos. Ellos toleraban a Hal y Alena, aceptaban la presencia de las rastreadoras en Gatstaf cada vez que visitaban la localidad porque habían acompañado a algún forastero o indígena en su viaje a través de Ulvenwald. A pesar de ello, los lugareños sabían que Hal y Alena vivían en los bosques oscuros y por eso las consideraban "desconocidas". Las miraban de manera extraña, compartían sospechas en susurros y recitaban oraciones al verlas pasar. Hal sentía tanto miedo como aversión en los olores de aquellos a los que se acercaba demasiado. Sería mejor que no las encontraran en la escena de un asesinato.
Alena inclinó la cabeza hacia la ventana al fondo del dormitorio, que daba a un callejón. Perfecto. Hal sonrió ante la infalible capacidad de Alena para sacarlas de situaciones difíciles. Antes de salir, Hal cerró con cuidado la puerta del armario. No había motivo para que los aldeanos vieran aquel objeto que los inquietaría. No hacía falta provocar el alboroto que sin duda se produciría si descubrieran el más mínimo indicio de la presencia de un licántropo. La gente no necesitaba creer que pretendían darles caza, puesto que no era el caso. Hal y Alena se encargarían de la situación. Ellas protegerían a los inocentes. Ulvenwald y sus peligros eran asunto suyo. Y se ocuparían de este.
Abrieron la ventana nada más oír el chirrido de la puerta del recibidor y salieron a toda prisa. El roce de la madera al bajar la ventana pasó desapercibido entre las pisadas de botas y las voces barítonas de los ancianos y otros parroquianos. Hal y Alena se marcharon por el callejón sin alertar a nadie de su presencia.
No tenían mucho tiempo. El sol ya besaba el horizonte cuando llegaron a su campamento en las profundidades de Ulvenwald. Con premura pero sin descuidarse, se equiparon cada una con su armamento de plata. Siempre portaban una pequeña arma, porque sería una imprudencia estar completamente desprovistas, pero hasta hacía pocos días no parecía haber necesidad de más. Ahora tenían tanto la necesidad como la intención de llevar casi todo consigo: flechas con punta de plata, espadas, lanzas y dagas. El metal relucía con poder.
Alena fue la primera en encontrar el rastro del cátaro Palter. A menudo era la que distinguía antes los olores. Su nariz, aunque pequeña y de una curvatura perfecta que daba luz a todo su rostro cuando reía, era aguda y perceptiva. Su olfato estaba bien entrenado. Hal reconoció instantes después un olor que había notado en la habitación de la posada, y entonces vio las huellas de unas botas. Siguieron juntas el rastro del licántropo homicida.
Las huellas serpenteaban entre los árboles retorcidos; parecían indicar que el licántropo se había perdido o, lo que era más probable, que luchaba consigo mismo, con el animal que tenía dentro. Hal imaginó que esa misma lucha interna fue lo que le había llevado a abandonar su vida en Gavony. Debía de haber matado allí. Seguramente más de una vez. Cuando se dio cuenta de las atrocidades que había cometido, no soportó mirar a las personas a las que había destrozado la vida. Por eso había huido. No era un comportamiento extraño para un licántropo. Lo más extraño era que hubiese llevado consigo a su esposa. Pobrecita... Hal no podía conciliar aquel comportamiento con el aura de amabilidad y compasión que había visto en el señor Palter cuando conocieron a la pareja en el bosque. Quería dar al cátaro el beneficio de la duda. Tal vez tenía intención de llevar a su señora a un pueblo seguro y alejarla de las sospechas que surgirían en torno a ella cuando él desapareciese; tal vez quería llevarla a un lugar donde pudiera empezar una nueva vida y ser feliz. Y puede que él pretendiera recluirse en los bosques... o algo peor. Hal imaginó que ella haría lo mismo si alguna vez le transmitieran la maldición: no estaba dispuesta a poner en peligro a Alena, de ningún modo. Antes se marcharía. No tendría más alternativa que irse a un lugar muy muy remoto. Y lo haría a sabiendas de que su corazón jamás lo superaría. El dolor de la huida tal vez fuera suficiente para hacer que su corazón dejara de latir. Eso sería un consuelo. Si aquella había sido la intención del señor Palter, Hal sintió por él una profunda compasión. El sentimiento duró un instante, hasta que recordó la sangre de la señora Palter derramada en el suelo. Fuese cual fuese su intención, el señor Palter había fallado a la persona que amaba. No había sido lo bastante fuerte y ese defecto había acabado con la vida de ella.
Como en respuesta a los sentimientos cambiantes de Hal por el cátaro, sus huellas también cambiaron. Estaba claro dónde había ocurrido su transformación, ya que Hal y Alena dejaron de ver las huellas de unas botas y ahora seguían las pisadas de una bestia. Fueron detrás del licántropo hasta que llegaron inesperadamente a una encrucijada. Hal y Alena observaron el rastro que se dividía en dos, visible gracias a la luz de la luna plateada.
―Hacia el este se encuentra Gatstaf; hacia el oeste, la espesura ―dijo Alena―. Parece que la bestia estaba indecisa.
―Eso creo ―confirmó Hal. No le sorprendía que Alena hubiera llegado a la misma conclusión―. Entonces, ¿por dónde fue primero? ¿Dónde está ahora?
―¿Dejó que el hambre lo llevara al pueblo y luego se retiró a otro lugar? ―Alena miró hacia el bosque.
―¿O trató de resistir el hambre, pero sucumbió a ella y regresó al pueblo? ―Hal miró en dirección a Gatstaf.
―Tenemos que... ―empezó Alena.
―Ir al pueblo ―concluyó Hal.
Y echaron a correr.
El lugar en el que las huellas surgieron de Ulvenwald era la granja de los Warin. No las sorprendió. Era sabido que los licántropos regresaban a las zonas de alimentación que les parecían fértiles. Sin embargo, el señor Palter no se había alimentado allí aquella noche, al menos de momento. La prueba de ello era que la última de las dos vacas de los Warin seguía de una pieza al otro lado del prado, de espaldas a las huellas de la noche anterior, que Hal distinguía a la luz de la luna. Eran tal como las había descrito la señora Warin: profundas y curvadas, como si hubieran arrastrado un cuerpo grande por la hierba y aplastado las briznas. Pobre animal.
Hal se acercó a las huellas y siguió el camino que debía de haber recorrido el licántropo. Era un comportamiento extraño para un ser tan bestial. ¿Por qué no limitarse a devorar la res? Tal vez trataba de resistir sus instintos incluso entonces. Hal siguió componiendo su imagen del cátaro Palter. Era un buen hombre, una persona amable, un miembro de la iglesia. Parecía que sus intenciones no eran malas, incluso aunque no estuviera en sus cabales.
―He perdido su olor. ―Las palabras de Alena la sacaron de su ensimismamiento. Se unió a ella para tratar de recuperar el rastro y se recordó a sí misma que las intenciones no valían de nada si los actos no las acompañaban. Alena y ella tendrían que matar al licántropo.
―¡Un asesinato! ¡Ha habido otro asesinato! ―gritó en plena noche lady Elsa Shoran―. ¡El campanero! ¡El pobre Orwell ha muerto!
Entonces oyeron el repique de la campana municipal. La propia lady Elsa debía de ser quien volvía a tañirla.
Alena y Hal no perdieron tiempo; antes de que la voz de lady Elsa dejara de resonar, se movieron en la oscuridad como dos sombras. Ocultándose en los rincones oscuros, se acercaron a la multitud que se había reunido en torno al campanario. Se aproximaron en silencio y vieron entre el panorama de hombros y cuellos el charco de sangre oscura que había al pie de la torre. El patrón era inconfundible. Aquello había sido obra del señor Palter. El licántropo había vuelto a matar.
Como en respuesta a la conclusión de Hal, un aullido procedente de Ulvenwald rasgó la noche. Sin mediar palabra, Hal y Alena salieron disparadas hacia el bosque, pero antes de abandonar la plaza, Hal miró hacia atrás por encima del hombro. Había algo en aquella escena que la inquietaba. Sin embargo, no era el momento de preguntarse qué podía ser. Volvió la vista hacia los árboles. La caza continuaba.
Al adentrarse en la foresta por la granja de los Warin, les resultó fácil encontrar de nuevo las grandes huellas lupinas. Siguieron el rastro hasta el lugar donde se dividía y esta vez se dirigieron al oeste, a las profundidades del bosque. Hal se dio cuenta de hacia dónde se encaminaban: las ruinas de la antigua Avabruck, la capital perdida. Un lugar repleto de geists y carroñeros. Tal vez tendrían que enfrentarse a más enemigos que aquel al que perseguían. Mientras corrían, Hal tocó la empuñadura de su daga favorita, dispuesta a defender sus bosques.
Algo no encajaba. No tendría que haber un cuerpo. La bestia debería haberlo devorado.
Con los sentidos totalmente alerta, Hal y Alena investigaron la escena. Alena se ocupó del perímetro y Hal se acercó al terreno pisado. Se dio cuenta de un detalle antes de medir las huellas: su forma y su curvatura eran idénticas a las del rastro que habían visto en el prado de los Warin. Aquello no tenía sentido. ¿Acaso se trataba de una especie de ritual? ¿El señor Palter intentaba resistir el impulso de alimentarse? ¿A qué clase de licántropo se enfrentaban?
Hal se volvió hacia Alena para plantearle la pregunta, pero tenía la vista clavada en un lugar de los alrededores, apenas iluminado por la luna. Hal siguió su mirada y entonces lo vio: había un segundo cuerpo. Se acercaron juntas y, en el mismo estado en que habían encontrado al campanero, hallaron el cuerpo de la fabricante de amuletos, lady Evelin, también con las extremidades extendidas y la hierba aplastada alrededor. Un poco más allá estaba el cadáver de la anciana Somlon, dispuesto de la misma manera.
―La anciana Somlon tendría que estar... ―comenzó Hal.
―Atendiendo unos ritos funerarios ―terminó Alena.
―No debió de tener la oportunidad de hacerlo. Fíjate. ―Hal señaló un detalle que hizo que le temblase la mano: el lazo de la blusa de la anciana. Era idéntico al que habían encontrado en la habitación de los Palter. Y allí, en la manga de la blusa, había un desgarro donde habría encajado el trozo que habían visto.
―Si la víctima de la posada fue la anciana Somlon... ―aventuró Alena.
―Si aquella sangre era suya... ―añadió Hal.
―¿Qué le ocurrió a la señora Palter?
Hal volvió a notar la sensación reptante, que esta vez subió por toda la espalda hasta llegar al cráneo. El escalofrío que la recorrió se vio acentuado por las vibraciones del aullido que sonó en ese mismo instante.
―¿Y qué ha sido del señor Palter? ―preguntó Hal.
―Ha llegado el momento de averiguarlo ―sentenció Alena. Salió corriendo en dirección al origen del aullido y Hal fue detrás de ella.
Mientras atravesaban la espesura, Hal se dio cuenta de que avanzaban en paralelo a otro rastro. Se separó un poco de Alena para acercarse a las huellas. Eran marcas de botas. ¿Podían ser del señor Palter? Hal cayó en la cuenta de algo.
―¿Qué ocurre? ―Alena había notado su inquietud incluso al correr entre los árboles.
―Dudo del momento de la transformación. ―Su mente trabajaba a toda prisa, al igual que sus pies; ató cabos para tratar de encontrar la solución a una pregunta que no sabía responder―. Si ocurrió aquí... en los bosques...
―Lo hizo ―dijo Alena jadeando mientras corría―. Hemos visto pruebas. Había huellas humanas y luego otras lupinas.
―No ―corrigió Hal―, hemos visto huellas de botas... Y más tarde, de patas. Por separado.
―Sí, ¿y? ―dijo Alena con impaciencia.
―Si son de la misma persona ―continuó Hal―, ¿por qué no hay restos de las botas?
Alena aflojó el paso apenas imperceptiblemente, pero Hal se dio cuenta de ello; había llamado su atención. Señaló el rastro que había a sus pies―. ¿Y por qué vuelve a haber huellas de botas aquí?
Alena bajó la vista y se fijó en ellas.
―¿Y si...? ―empezó a decir Hal cuando creyó que Alena había tenido tiempo de llegar a la misma conclusión.
―¿No es el señor Palter? ―terminó Alena.
―¿Y si el licántropo es...? ―Hal no llegó a mencionar a la señora Palter, porque en ese momento llegaron a lo alto de una colina desde la que se divisaba un pequeño claro. Y en dicho claro vieron lo que parecía un altar improvisado, hecho con piedra retorcida.
Detrás de él, con la capucha cubriéndole la cara como cuando la habían conocido en el bosque, estaba la señora Palter. Tenía los brazos en alto sobre el cuerpo de su esposo y entonaba un cántico. Un cántico demoníaco. Hal reconoció un nombre entre los sonidos guturales: "Ormendahl. ¡Ormendahl! ¡ORMENDAHL!", recitó claramente. Aquella mujer había hecho un pacto con un demonio.
―Bes, por favor... ―Hal sintió un gran alivio al oír la débil voz: el buen cátaro Palter seguía vivo.
―¡Silencio! ―le espetó su esposa. Acto seguido desenvainó un puñal.
Hal y Alena se lanzaron hacia el claro corriendo colina abajo. La señora Palter levantó la vista al oírlas aproximarse, pero apenas llegó a distinguir sus siluetas justo antes de que la derribasen.
Aunque se debatió con más violencia y sus brazos eran más fuertes de lo que Hal pensaba, consiguieron inmovilizarla. Alena extrajo su daga.
―¡No! ―gritó el cátaro Palter desde el altar―. ¡No le hagáis daño!
―Trataba de acabar con usted ―le respondió Hal.
―Soltadla, por favor... No sabe lo que hace. No lo entiende.
―Ha sido ella, ¿verdad? ―preguntó Alena situando su daga en el cuello de la señora Palter―. Los ha matado. A todos.
El cátaro no lo negó.
―La sangre que había en vuestra habitación era de la anciana Somlon, ¿cierto? Os marchasteis de Gavony porque conocías los crímenes de tu esposa... y aun así la trajiste a Gatstaf. Trataste de contenerla, la encerraste en la habitación, pero las ataduras no resistieron el mal que la posee. ―Alena denunció una verdad tras otra―. Y entonces escapó. Intentó matar en la granja de los Warin; grabó sus marcas demoníacas en el suelo, pero la detuviste. Después no pudiste controlarla. La seguiste por el pueblo, incapaz y reacio a impedir que reuniera a sus víctimas, así que las trajiste aquí para ocultarlas. Para ocultarla a ella. Trasladaste los cuerpos uno tras otro. Tres muertos, Palter. Ha matado a tres inocentes.
―¡Es culpa mía! ―lamentó el cátaro Palter―. ¡Yo tengo la culpa de todo! El mausoleo estaba bajo mi custodia. Fuera lo que fuese la cosa que emergió de él aquella noche, podría haberla detenido.
Hal lo dudó mucho. No era la primera vez que oía el nombre del demonio, Ormendahl. Por lo que decían las historias que conocía, un único guardia no habría podido detenerlo por muy noble y bienintencionado que fuese.
En ese instante, su presión cedió lo suficiente para que la mujer maldita se liberase. La señora Palter se levantó de un salto y Hal sintió el poder que se acumulaba en el escuálido cuerpo de la mujer. Entonces abrió la boca con la mandíbula casi desencajada y rugió a Hal y Alena. El sonido era similar al aullido de un licántropo. Una idea acudió a la mente de Hal mientras Alena y ella se lanzaban sobre la mujer: "¿Dónde está el licántropo?". Las piezas no encajaban. Las huellas del bosque eran claramente lupinas. La vaca había sido devorada excepto los huesos y los dientes. Aquello no había sido obra de la señora Palter, ¿verdad?
Las reflexiones de Hal provocaron que no percibiera un movimiento evasivo de la mujer que podría haber contrarrestado si se hubiese centrado en el combate. La señora Palter se movió con más agilidad de la esperada y, antes de que Hal pudiera compensar el descuido, se abalanzó sobre su esposo y lo apuñaló en el pecho.
Hal y Alena se le echaron encima antes de que pudiera extraer el arma y apuñalarlo de nuevo, pero el daño estaba hecho. El débil gorgoteo del buen cátaro lo confirmó.
Era casi imposible inmovilizar a la mujer en el suelo. Sus sacudidas fortalecidas por el pacto demoníaco eran tan violentas que tuvieron que colaborar entre las dos para sujetar incluso un brazo. Sin embargo, Alena y Hal tenían mucha experiencia; aquello era como forcejear contra una monstruosidad de tumbamohosa y Hal había vuelto a centrarse en el combate. Aunque la señora Palter luchó con todas sus fuerzas por levantarse, lo único que pudo hacer fue levantar la cabeza. Cuando lo hizo, la capucha se deslizó a un lado. Hal y Alena vieron el rostro de la mujer por primera vez desde que la habían conocido en los bosques. Estaba tan desfigurado por el poder demoníaco, tan horripilante era la carne mudada, que Hal gritó. La señora Palter sonrió y empezó a entonar un cántico que hizo que sus iris cambiasen de un azul pálido a un negro tenebroso y reluciente. La oscuridad se expandió rápidamente por el resto de sus ojos. Hal miró a Alena, que también se esforzaba para contener a la señora Palter. No pudieron hacer nada cuando la mujer utilizó contra ellas el enorme poder demoníaco que había acumulado.
Hal salió despedida hasta que se estampó de lado contra el tronco de un árbol. Un dolor intenso le recorrió un hombro y la cabeza mientras caía al suelo.
Luchó para levantarse, para obligar a sus extremidades a moverse como les ordenaba, para hacer que su vista dejara de mostrarle manchas triplicadas. El dolor que sentía en el lateral del cráneo era como una hoja clavada en el resto de su cuerpo que la empujaba hacia el suelo. Pero no podía dejar que ocurriera, porque ante ella veía a Alena, quien se derrumbaba bajo los puñetazos demoledores de la señora Palter. Aunque Alena volvía a levantarse una y otra vez, no era rival para el torrente de fuerza que parecía fluir sin cesar a través de la mujer maldita. Entonces, la señora Palter recogió su puñal.
―No... ―El grito de Hal apenas fue audible, a pesar de su desesperación. Luchó contra la debilidad de sus extremidades y se obligó a ponerse en pie. Mas no fue lo bastante rápida. El puñal de la señora Palter descendió sobre Alena.
El grito entrecortado de Hal jamás llegó a oírse, puesto que se ahogó bajo el rugido de un licántropo. El puñal de la señora Palter se desprendió de su mano y la mujer se estampó en el suelo tras recibir el potente zarpazo de una garra lupina. La sangre voló por todas partes, proyectada por las dentelladas y las cuchilladas de la bestia gigante.
Alena rodó para apartarse de la refriega y Hal llegó junto a ella en un instante. Se abalanzaron juntas sobre la violenta y ensangrentada señora Palter y clavaron sus dagas en ella.
Cuando la maldición demoníaca abandonó las extremidades sin vida de la mujer, su cuerpo se marchitó y se consumió a sus pies. Entonces, Hal y Alena se encontraron hombro con hombro, cara a cara con un licántropo inmenso y jadeante.
Antes de que pudieran reaccionar o comunicarse sus intenciones la una a la otra, oyeron un rugido entre los árboles a su izquierda. Y luego oyeron otro desde la derecha. Uno a sus espaldas, dos delante de ellas. Entonces vieron que había ojos amarillos y brillantes por todos lados, donde se reflejaba y deslustraba la luz de la luna plateada. Estaban rodeadas. ¿Cuántos había? Una decena, quizá dos.
Sin embargo, antes de que Hal se preparase para atacar, el licántropo cambió de forma. Ocurrió tan repentinamente que Hal apenas vio la transformación. De pronto, la bestia era una humana de aspecto firme e imponente. La luna plateada se reflejaba en su piel pálida y resplandecía en las puntas blancas de su melena. Hal nunca había visto a un licántropo regresar a su forma humana en pleno combate. Jamás. Era imposible. Pero acababa de ocurrir.
Ninguna de las tres movió un músculo por unos segundos. Entonces Hal bajó su daga muy despacio y la dejó en el suelo sin perder el contacto visual con la desconocida. Alena lanzó una mirada inquisitiva a Hal, pero hizo lo mismo tras ver su convicción.
A Hal le pareció ver que la mujer desnuda asentía levemente antes de volverse hacia el resto de la manada, que aguardaba resollando, lista para la batalla, hambrienta. La mujer giró la cabeza breve y tajantemente a un lado. En respuesta se oyó un único gemido y la manada se alejó y desapareció entre la espesura de Ulvenwald.
Hal y Alena se quedaron a solas con la mujer que acababa de salvarles la vida.
Hal carraspeó. Quería darle las gracias, pero no le salieron las palabras. En vez de eso, desabrochó su gabardina y se la ofreció a la mujer.
―Gracias ―dijo la mujer aceptando el abrigo y echándoselo sobre los hombros.
―Gracias a ti por salvarnos ―respondió Hal con un hilo de voz.
―No lo he hecho por vosotras. La perseguía a ella. ―Señaló los restos de la señora Palter―. Y a otros como ella. Hay demasiados en nuestros pueblos.
―Entonces, el rastro era tuyo ―intervino Alena―. Y tú devoraste a la vaca.
―De no haber querido acabar con su miserable vida ―continuó la mujer, sin tener en cuenta los comentarios de Alena―, no habría salvado las vuestras.
La afirmación sorprendió a Hal.
―Pero ya que seguís vivas, os lo advierto: dejad de matar a mi manada.
―¿A los licántropos? ―preguntó Alena.
―Si no lo hacéis, me veré obligada a intervenir. Y si eso llega a ocurrir, acabaré con vosotras. ―El mensaje de la mujer no era una amenaza, sino una declaración.
―Este es nuestro bosque ―se enfureció Hal―. Ulvenwald está bajo nuestra protección.
―No podemos tolerar que haya licántropos en nuestro territorio ―añadió Alena.
―No tenéis elección ―sentenció la mujer―. Además, sois unas necias si creéis que podéis proteger solas este bosque contra lo que se avecina, o que incluso conseguiréis sobrevivir por vuestra cuenta. Marchaos del bosque, pequeñas cazadoras. Dejadlo en nuestras manos.
―Jamás. ―Alena apretó los puños.
―¿Qué se avecina? ―preguntó Hal con tono serio.
―No lo sé.
Alena bufó, pero Hal guardó silencio. Aquella mujer tenía algo que le hizo prestar atención a sus palabras.
―No lo sé exactamente ―continuó―, pero tanto vosotras como yo hemos visto suficiente como para saber que aquí hay cosas peores que los licántropos ―dijo señalando el altar de la señora Palter―. Este mundo nos necesitará pronto. Dará la bienvenida al clamor de nuestros aullidos y al músculo de nuestra manada. Quizá seamos la única fuerza que podrá enfrentarse a aquello que lo amenace.
―Nosotras lucharemos contra cualquier cosa que amenace Ulvenwald ―afirmó Alena―. No nos amedrentaremos ante nada.
―Si os quedáis aquí, moriréis ―dijo la mujer con un suspiro. Se quitó de los hombros la gabardina de Hal y la dejó caer al suelo―. Esta noche habéis sobrevivido solo porque he intervenido, solo porque un licántropo os ha ayudado. Reflexionad sobre ello. O no. Haced lo que queráis, pero os repetiré mi consejo: marchaos de Ulvenwald y no regreséis. Y rezad, si acaso lo tenéis por costumbre.
―No vamos a... ―quiso replicar Alena, pero la mujer ya había vuelto a asumir su forma lupina. El cambio fue totalmente distinto de las transformaciones violentas que Hal había visto en otros licántropos. Aquella mujer no era como los demás. Con un último rugido, les dio la espalda y se adentró en la arboleda.
Hal y Alena se quedaron solas en el claro iluminado por la luna en las profundidades del bosque. Hal notó una vez más la sensación reptante, esta vez como si fuesen dedos que recorrían su columna. No pudo contener un escalofrío. La sensación no había vuelto debido a la licántropa, sino por otro motivo totalmente distinto que aún no conocía o entendía.
Alena la observaba con audacia en los ojos, dispuesta a correr, pero Hal no sabía en qué dirección deberían ir.
Arlinn Kord surcaba la espesura a toda velocidad. Necias humanas... ¿Cómo podían estar tan ciegas? Esperaba no verse obligada a matarlas algún día. Eran fuertes y salvajes, características que ella apreciaba. En otra vida tal vez habría trabado amistad con ellas. Pero esta vida no se lo permitía; en esta vida, Arlinn no podía tener amigos.
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