Innistrad ha entrado en una nueva era de paz y prosperidad.
Avacyn, un poderoso ángel que personifica la esperanza y la protección
para todos los humanos, ha regresado de su prisión y ayudado a los
humanos a combatir los horrores que acechan en Innistrad. Los vampiros
están en retirada y la maldición de la licantropía ha sido paliada por
la Callamaldición, un edicto mágico de Avacyn que dio a los licántropos a
elegir entre dos alternativas: convertirse en licanos, los sirvientes
lupinos de Avacyn, o, en casos más raros, curarse por completo.
Las gentes de Innistrad prosperan bajo la mirada benévola y
solidaria de Avacyn, trabajando en pos de un nuevo amanecer permanente
para los humanos...
Las oraciones de diez mil almas calaron en Avacyn como una llovizna, un susurro suplicante y pleno de esperanza y miedo.
Avacyn,
vela por mis hijos; Avacyn, haz que mis cosechas crezcan fuertes;
Avacyn, alivia mi dolor; Avacyn, concédele una muerte tranquila;
Avacyn...
Planeó en el aire frío y liviano, tan liviano que sus alas no habrían
bastado para mantenerla en vuelo sin la ayuda de otro poder. Se
encontraba en uno de sus retiros preferidos, un valle inhóspito en las
cumbres meridionales de Stensia. El frío era asolador a aquella altitud.
Una gruesa capa de escarcha cubría todas las superficies, impidiendo la
presencia de vida. Avacyn no sentía el frío. Apreciaba la soledad, la
pureza de aquel lugar desprovisto de compañía salvo el crujido del
hielo, el silbido del viento y el murmullo de las oraciones.
Las oraciones siempre estaban presentes, insistiendo constantemente
en el fondo de su consciencia. Habían aparecido apenas instantes después
de despertar. Al principio eran pocas. Pequeñas, vacilantes,
tentativas. Con el tiempo, las oraciones medraron en número y se
tornaron más directas, más suplicantes.
Protégenos, sálvanos, ayúdanos.
¡Ayúdame! Un ruego desesperado sobresalió entre los murmullos normales. Era la voz de una mujer, una mujer que sufría.
¡Avacyn, por favor! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Por favor, Avacyn mía! Avacyn
se concentró en la oración, en la mujer que se la enviaba, y vio una
imagen de la humana vagando y sollozando en medio de una extensa
pradera. Avacyn se elevó sobre las cumbres y descendió en picado hacia
el sur, rumbo a Gavony. Aunque oía miles de plegarias por todo el mundo,
rara vez tenía tiempo de prestarles atención individualmente.
Desde el comienzo de su existencia, Avacyn se había regido por una
palabra: PROTEGER. Incluso ahora, pensar en ella evocó la cascada de
imágenes que habían acompañado sus primeros momentos de existencia. El
destello de un mundo cubierto de otoño y sangre, y los numerosos
depredadores que se disponían a desolarlo. El vampiro y el licántropo.
El demonio y el zombie. El geist y el diablo. Todos ellos quedaron
grabados en la mente de Avacyn, en su mismísima identidad, como una
amenaza que debía combatir y perseguir. Y luego estaban las imágenes de
los mortales en todas sus formas y tamaños, cuya humanidad se definía
por su fragilidad y su devoción. PROTEGER. Con el tiempo, su comprensión
de aquella palabra aumentó, cobró nuevos matices. PROTEGERLOS. Aquel
concepto era la esencia de Avacyn.
A lo largo de los años, el propósito de su existencia se había
desarrollado con una belleza cristalina. Su tarea no era enfrentarse a
todos los monstruos ni detener todos los males. Eso resultaría
imposible. En vez de ello, lideraba e inspiraba a los humanos,
fortalecía la fe de sus incontables seguidores; a su vez, dicha fe
potenciaba las guardas y los amuletos que la humanidad utilizaba como
medio para protegerse del mal. Había ocasiones en las que Avacyn
luchaba, cuando un mal intratable o poderoso requería su intervención
personal. Mas siempre había demasiados conflictos, demasiadas oraciones
como para que Avacyn pudiera responder a todo el mundo.
No obstante, en ocasiones había súplicas que llegaban hasta ella,
oraciones imbuidas de tal fe o desesperación que Avacyn sentía la
obligación de ayudar. Al principio de su existencia no había sido muy consciente de aquella
obligación;
tan solo sabía que debía resolver en persona ciertas situaciones. Sin
embargo, con el paso de los siglos había adquirido más control sobre
cuándo y dónde involucrarse. Avacyn sintió la fuerza de la oración de
aquella madre, el pánico que se había convertido en un
crescendo
de necesidad. El temor de aquella madre por su hijo era puro y sincero,
y dicha pureza se ganó la intervención directa de Avacyn.
Sobrevoló a toda velocidad los valles de Stensia, describiendo una
trayectoria infalible hacia su suplicante; la fuerza de su oración era
como un faro en la mente de Avacyn. El manto de nieve que cubría las
montañas dio paso a los árboles; la tiranía del sinfín blanco se
convirtió en una amalgama de verdes, marrones y naranjas que anunciaban
la llegada de la luna de cosecha. Avacyn no era propensa a reflexionar,
pero no pudo evitar sentir satisfacción por todo lo que se había
conseguido desde que salió del Helvault. Los licántropos habían
desaparecido, algunos curados y otros convertidos en licanos, valiosos
aliados para Avacyn y sus ángeles. Los diablos y demonios se habían
dispersado y no suponían una grave amenaza. Y una vez más, como pocas
veces había ocurrido desde el despertar de Avacyn, los vampiros estaban
retrocediendo. La humanidad se había librado del largo asedio de la
oscuridad y la civilización florecía.
Había llegado una nueva era para los humanos. Para el mundo. Y Avacyn
estaría allí, continuaría velando por los humanos y el mundo, como
había hecho siempre. No le gustaba sonreír, jamás había entendido de qué
servía, pero sospechó que aquella era la sensación que tenían los
humanos cuando sonreían: una profunda y completa satisfacción. Le
pareció... correcta.
La luz del sol comenzaba a atenuarse, pronto caería bajo los bosques
del horizonte. La noche se alzaría en breve. Mientras descendía hacia
una pradera descampada y próxima a un bosque oscuro, vio a una mujer que
yacía en la ladera limítrofe con el primer anillo de árboles. Sollozaba
y gritaba un nombre―. ¡Maeli! ¡Maeli! ―La mujer se levantó y caminó
hacia el bosque mientras Avacyn aterrizaba.
―Suplicante, he oído tu llamada. ―El tono de Avacyn era tranquilo y
reconfortante, pero la mujer se giró aterrorizada hasta que reconoció a
quién tenía ante sí.
―¡Avacyn! ¡Mi señora, habéis venido! ¡Mi hijo! ¡Por favor! ―La mujer
estaba fuera de sí y tardó un tiempo en calmarse y explicar lo sucedido.
Su hijo se había escapado de casa y lo habían visto adentrarse en el
bosque. Aunque el mundo era mucho más seguro desde el regreso de Avacyn,
distaba de ser seguro. Especialmente para los niños. La mujer había
estado a punto de adentrarse en el bosque en busca de su hijo, a pesar
de que eso habría puesto en peligro la vida de ambos. Avacyn le aseguró
que trataría de encontrar al niño.
El asunto habría sido una trivialidad si el joven rezase a Avacyn,
pero cuando prestó atención a los cientos de súplicas que susurraban en
su cabeza en ese momento, vio que ninguna de ellas era la de un niño
perdido en el bosque. Aun así, había otras formas de encontrarlo.
Avacyn voló sobre la espesura hasta situarse sobre el centro.
Entonces canalizó su poder a través de su lanza y el filo metálico
refulgió. Brilló con más y más intensidad, hasta eclipsar la luz del sol
poniente, y Avacyn canalizó incluso más poder, iluminando el cielo en
lo alto del bosque. Oyó el graznido de los pájaros, el correteo de los
animales y el retumbo de otros seres mayores bajo la enramada; todos
trataban de alejarse de su luz. Avacyn proyectó poder hacia su voz.
―¡Maeli! ¡Soy Avacyn! ¡Rézame! ―resonó su voz entre la arboleda.
Después calló. Escuchó en busca del llanto de un niño y esperó oír
cualquier cosa, excepto un silencio y lo que eso auguraría.
Ninguna voz surgió entre la enramada, pero una oración sí lo hizo.
Avacyn, por favor, me he perdido y lo siento, y tengo frío y...
Avacyn determinó el paradero del niño en su mente, se elevó y descendió
hacia un lugar a pocos minutos de camino. Allí encontró al niño,
acurrucado entre las ramas de un árbol.
―¿Avacyn? ―preguntó incrédulo al verla a ella y su lanza resplandeciente.
―Ven conmigo, joven. Estás a salvo. Te llevaré a casa. ―La voz de
Avacyn sonó aún más suave, lo más suave que podía ponerla. Siempre se
había sentido más cómoda con los niños. Su inocencia y su sinceridad
hacía más fácil comprenderlos. El niño se acercó y su indecisión
desapareció cuando Avacyn apartó la lanza a un lado y extendió el otro
brazo hacia él. Maeli saltó y Avacyn lo estrechó antes de levantar el
vuelo y salir del bosque.
Apenas tardó en localizar a la madre en las afueras y devolverle a su
hijo. Los dos lloraron al abrazarse mutuamente. Avacyn deseó que todos
los momentos de todos los días fueran como aquel. Familias reunidas.
Miedos vencidos. Felicidad creada. Por eso existía ella. Satisfecha al
terminar su labor, se dispuso a regresar a su retiro en las montañas.
Sin embargo, un violento
resplandor sacudió su cuerpo y agitó su visión.
De pronto lo vio todo doble: los árboles, la madre y el hijo, las
briznas de hierba. Los duplicados se duplicaron a su vez. Un malestar
palpitante recorrió su cabeza y Avacyn se desplomó sobre el suelo,
encogida de dolor. Un panorama blanco destelló ante sus ojos, seguido de
una imagen de numerosos obeliscos de piedra flotantes con runas
grabadas en sus superficies, todos desplazándose unos con otros... Y
entonces volvió a ver el paisaje normal. Avacyn miró repetidamente de un
lado a otro para encontrar al agresor. Pocos vampiros habían tenido
tanto poder como para lanzar semejante ataque. Tal vez fuera un señor
demoníaco...
Sintió un zumbido suave en los oídos. Un murmullo bajo y constante
cuyo volumen no aumentaba ni disminuía. Tan solo... estaba ahí, como un
acompañamiento desacompasado para las oraciones que susurraban en su
cabeza. Avacyn sintió tensión en la nuca y unos escalofríos
involuntarios reptaron desde la base del cuello hacia el resto de la
cabeza, como para alertarla de un ataque. Sin embargo, no hubo ataque
alguno. Sacudió la cabeza con la esperanza de disipar el zumbido, pero
continuó oyendo el murmullo detrás de sus pensamientos.
Los dos humanos seguían abrazados, aferrados la una al otro,
aparentemente inmunes a lo que fuese que había asaltado a Avacyn.
Mientras los observaba, las lágrimas de la madre se secaron y su rostro
se endureció de rabia―. ¡Pero ¿cómo se te ocurre meterte en el bosque?!
¿Qué se te pasó por la cabeza? ¡Serás tonto! ―lo acusó zarandeándolo. Al
pequeño humano se le descompuso el rostro y entonces se echó a berrear.
Las semillas de los hombres están podridas. Avacyn no supo
de dónde procedía el pensamiento. Era como una oración, un mensaje
enviado directamente a su cabeza, mas ningún mortal lo había
pronunciado.
Las semillas de los hombres están podridas. Se
fijó atentamente en el niño y, donde antes había visto inocencia, ahora
reconocía otros detalles: las manchas de la varicela, la nariz
moqueante, las costras del deterioro orgánico. El rostro llorón y
lastimero que necesitaba consuelo a pesar de que el niño había hecho
algo malo.
Volvió a fijarse en la madre, en el semblante enfadado que volvía a ablandarse y trataba de calmar a su hijo.
Estos mortales pasan de la ira al remordimiento constantemente, pero ¿acaso mejoran su conducta? Avacyn miró al niño, que no desistía de su lloriqueo.
Qué efímeras son las vidas de estos mortales.
Hoy, aquel humano tenía la forma de un niño. Mañana sería un hombre,
sucio, zafio, propenso a la ira y la crueldad. Pasado mañana, su carne
serían gusanos, gusanos que se retorcerían entre el polvo...
Avacyn se alejó trastabillando, desequilibrada, con la mente nublada.
Levantó el vuelo meciéndose a un lado y a otro en el aire, con una
inusual falta de elegancia, y dejó abajo a los dos humanos. Trató de
escuchar las oraciones, pero todas las palabras estaban impregnadas del
zumbido. No podía distinguir entre las plegarias y el ruido constante.
Volvía a oír las mismas palabras una y otra vez, clavadas en su cerebro
como una lanza.
Las semillas de los hombres están podridas.
Avacyn voló, buscó refugio de su propia mente. No hubo donde encontrarlo.
Macher paseaba por el claustro interior de la iglesia. Una
desazón mordaz lo carcomía por dentro a pesar de que, normalmente, el
patio del claustro le ayudaba a serenarse. Albergaba un hermoso jardín
florido en el que podía alejarse del dolor y los horrores mundanos,
sobre todo en las noches frías y oscuras en las que ningún otro
sacerdote recorría el pavimento.
Pero cuando el dolor procedía del alma, ningún lugar ofrecía amparo.
Macher se detuvo bajo el símbolo plateado de Avacyn, situado sobre
una pértiga de hierro en el centro del patio. Bajo la luz naranja oscuro
de la luna de cosecha, los extremos puntiagudos del símbolo parecían
proyectarse y salpicar el suelo musgoso; una curiosa ilusión producida
por la luz de la luna. La mente de Macher reflexionaba a menudo sobre la
naturaleza de las ilusiones. "Avacyn es real, ¿verdad?".
Macher no dudaba de su existencia, por supuesto. La había visto,
había visto a sus ángeles. No cabía duda de que Avacyn era real. "Sin
embargo, ¿es digna de nuestra devoción? ¿Es nuestra diosa?".
No podía huir de aquellos pensamientos.
Había sido un auténtico creyente durante la mayor parte de su vida,
desde que sus padres lo abandonaron en la puerta de la parroquia local
cuando aún era un bebé; un pasado que compartían muchos jóvenes en aquel
rincón de la provincia de Gavony. La iglesia lo había alimentado,
vestido y protegido. Lo había instruido en la doctrina de Avacyn incluso
antes de que aprendiera a leer.
Su inquietud había despertado el año anterior, tras la misteriosa
desaparición de Avacyn. Había sido una época funesta en la que los
horrores del mundo asolaron Gavony, que había estado a punto de
sucumbir. Macher conocía a Mikaeus, el antiguo lunarca, y la noche en la
que lo vio convertido en zombie había sido la peor de su vida. Pero
entonces regresó Avacyn, y Gavony era ahora tan segura como había sido
siempre. Incluso más. Entonces, ¿por qué le surgían dudas después de
semejante triunfo?
Circulaban entre el clero rumores de que Avacyn había estado
atrapada, encerrada en el mismísimo Helvault donde se habían sellado a
numerosas criaturas de la oscuridad. Los sacerdotes narraban milagros,
afirmaban que el poder de Avacyn le había permitido salir de su prisión y
traer una nueva era de luz al mundo.
Pero ¿cómo era posible, para empezar, que hubieran encerrado a un dios?
Una oración acudió de forma espontánea a su mente y sonrió con
arrepentimiento. "Avacyn, te ruego que existas. Te ruego que seas real".
La luna llena y naranja brillaba en el frío aire nocturno. El símbolo
de Avacyn estaba completamente enmarcado por la luna y pareció
resplandecer y retorcerse bajo la luz. Macher observó el fenómeno,
paralizado, y se quedó absorto bajo el suave brillo.
Entonces oyó un batir de alas detrás de él.
Macher se giró y se quedó boquiabierto al ver descender a un ángel.
Tenía unos impactantes ojos blancos rodeados de negro, alas grandes y
lustrosas y cabello blanco plateado, teñido de tonos naranjas y rojos a
la luz de la luna. Portaba una gran lanza de platalunar que desprendía
un brillo blanco, con chispas rojas en las puntas. Avacyn... La
mismísima Avacyn descendía hacia el patio.
El ángel plegó las alas al aterrizar y clavó la mirada en Macher.
Nunca había visto los ojos de Avacyn. Sus iris eran blancos como el
marfil, pero los contornos oscuros llamaros su atención y no la
soltaron. El tono negro se intensificó, se extendió. Los ojos parecían
dos estanques manchados de tinta, un caos creciente que...
―¿Oyes a las abejas? ¿Oyes sus gritos? ―Las palabras de Avacyn
salieron precipitadamente de sus labios y rompieron el hechizo de los
ojos. Su mirada vagaba sin descanso de un lado del patio a otro.
―Avacyn... ―Macher no entendía a qué se refería ni por qué parecía
tan inquieta―. ¡Avacyn, habéis venido! ¡Habéis acudido! ―dijo sin
pensar. Sintió un inmenso alivio. Había rezado a Avacyn y esta se
encontraba ahora ante él. Se sintió culpable por haber dudado de su
diosa. "Ha venido a guiarme de nuevo a la luz, a la verdad".
―Me has rezado para que acudiese... ―dijo tras dejar de mirar hacia
los alrededores y centrarse en Macher. Su rostro cambió. Su voz era
fría, tajante―. Me has
llamado. Lo has hecho porque dudabas de
mí. ―Esta vez arrastró las palabras, hizo pausas antes de algunas, como
si al mismo tiempo aguzase el oído en busca de algo, o como si escuchase
algo. Entonces levantó su lanza―. Existen otras formas de acabar con
tus dudas. ―Sus labios se torcieron hacia arriba, temblorosos, formando
una extraña imitación de una sonrisa.
Macher se estremeció en la oscuridad, miró hacia la luna naranja que
resplandecía a espaldas de Avacyn, y deseó estar en cualquier otro
lugar.
―¿Eres puro? ―Las palabras de Avacyn fluyeron como la miel.
―¿Qué...? ―Macher no lo entendía. Había imaginado muchas veces cómo
sería conocer a Avacyn, pero jamás había pensado en una situación como
aquella.
―¿E-res pu-ro? ―Esta vez, cada sílaba sonó clara y cortante como el cristal.
―¡S-sí! ¡Soy puro! ―Macher se sintió aliviado. Su diosa se había
enojado con él. Tenía motivos para hacerlo. Había dudado de ella, pero
sus dudas habían desaparecido―. Puro en mi...
―Claro que no eres puro. ―Las palabras de Avacyn ahogaron las de él, no permitieron que sonaran―. ¿Cómo podrías serlo? Has
nacido.
―El desprecio que desprendía la última palabra era inconfundible.
Avacyn le miró a los ojos y Macher volvió a ver la oscuridad creciente,
una negrura infinita que amenazaba con devorarlo... Sintió vértigo y se
tambaleó, estuvo a punto de caer al suelo. Al perder el contacto visual,
el vértigo pasó. Volvió a erguirse y procuró no mirar directamente a
Avacyn. "No debes mirar fijamente a la divinidad".
»¿Has perdido la fe en mí tan fácilmente, mortal? ―Los labios de
Avacyn dibujaron lo que en un humano habría sido una sonrisa desdeñosa.
Macher balbuceó, incapaz de componer una respuesta coherente.
―La cuestión más interesante es... ―Avacyn hizo una pausa y levantó
la vista hacia el cielo nocturno, como si la luna le hablase―. ¿He
perdido yo la fe en vosotros? ―Cuando terminó la frase, lo miró
directamente. Macher quiso gritar, pero se había quedado sin voz. Sintió
un chorro húmedo corriendo pierna abajo y formando un charco a sus
pies. El terror se apoderó de él y se desplomó en el suelo musgoso hecho
un ovillo, con los ojos fuertemente apretados.
A pesar del pánico y los ojos cerrados, sintió una luminiscencia que
se aproximaba. Un frío gélido invadió su espalda y entonces gritó.
Cuando se quedó sin fuerzas para seguir chillando, oyó un susurro―.
Pronto... ―Y sintió en el rostro un roce suave como la de una pluma.
Unas alas batieron el aire y la luminiscencia se desvaneció. Pasó mucho
tiempo hasta que abrió los ojos. No se movió en el resto de la noche,
envuelto en una aterradora certeza sobre la naturaleza de su diosa.
Liont despertó con el hermoso sol invernal. La luz tenue le bañó
el semblante y reclamó su atención. Normalmente, las contraventanas
evitaban aquellos despertares involuntarios, pero se había olvidado de
cerrarlas la noche anterior. Una de ellas colgaba torcida. "Tendré que
arreglarla después".
Preguntó a su esposa qué tal había dormido, pero no obtuvo respuesta.
Se había quedado despierta hasta tarde. Era extraño que él se hubiera
despertado primero. Lo más habitual era que Hilde lo despertara con una
caricia o que las voces de los niños lo sacaran del sueño. Se levantó
peleándose con las sábanas desgarradas y hechas jirones. Le esperaba un
largo día de trabajo y quería empezar cuanto antes.
El negocio iba en auge; su herrería nunca había tenido tanta
clientela. Liont se pasaba la mayor parte del día delante de la fragua y
el yunque, y seguro que no tardaría en necesitar un segundo aprendiz.
Desde que Avacyn había regresado hacía un año, la demanda de
herramientas y arados se había disparado. Y desde el inicio de la
Callamaldición, Liont era capaz de satisfacer esa demanda.
La Callamaldición... Todo había cambiado gracias a ella, a la
bendición de la magia de Avacyn. Algunos licántropos se habían
convertido en siervos de Avacyn, los licanos. Sin embargo, Liont se
había curado por completo y todos los días daba las gracias por ello a
Avacyn. Había regresado junto a su familia, a su hogar. Podía visitar el
pueblo y mirar a la gente a los ojos sin nada que temer. La ausencia de
miedos era maravillosa. Ya no cargaba con ninguna preocupación ni
sentía un hambre constante carcomiéndolo por dentro. No miraba la luna
preguntándose si la noche atraería la oscuridad, la auténtica oscuridad.
Todo se había desvanecido en la luz gracias al poder benévolo de
Avacyn. Liont volvía a tener
una vida. Una vida con su familia.
Se vistió con las prendas que había dispersas por el suelo. "Hay que
darle un remiendo a esto y esto. Se lo pediré a Hilde por la noche".
Volvió a sentarse junto a ella para despertarla. Estaba adormecida, quieta, su voz sonaba débil debido al sueño.
―Buenos días, cariño ―susurró ella sin mover los labios. Liont quiso
contarle una broma para ver su hermosa sonrisa, pero Hilde no tenía muy
buen humor por la mañana.
―Me voy al taller, tengo que empezar con el arado de Nickers. Los
niños todavía duermen. ―Hilde no respondió―. ¿Estás bien, cielo? ―Se
acercó más a ella.
―Las plagas florecen ―dijo Hilde con un hilo de voz.
―Claro, cielo, claro. ―Liont la dejó tranquila―. Volveré a la hora de comer.
―Liont. ―Su voz sonó más alta, más fría―. Cuando llamen a la puerta, no abras.
Liont sintió un escalofrío en la espalda. "Cuando llamen a...", pero
dejó de pensar en ello. Hilde volvía a dormir y yacía inmóvil en la cama
destrozada. "Debió de estar despierta hasta muy tarde".
Fue hasta la cama de sus hijos pisando astillas de madera y
fragmentos de cristal, que crujieron bajo sus pies. "Hilde se va a
enfadar cuando vea este desastre. Lo barreré más tarde".
Se detuvo primero junto a Talia, tumbada boca abajo. No se movía, y
sus ojos brillantes, que siempre se alegraban de verle, seguían cerrados
mientras descansaba. La meció ligeramente y abrió los ojos.
―Buenos días, papá. ―Su voz era lánguida, monótona. "Debe de estar muy cansada. Le dejaré descansar".
―Perdona, hija. Vuelve a dormir. ―Se inclinó y la besó en la frente, fría al contacto de sus labios cálidos.
―Papá, cuando llamen a la puerta, no abras. ―Sus palabras ganaron
fuerza. Sonaba asustada. Cuando se separó después de besarle la frente,
vio que ya dormía de nuevo.
Liont se dio cuenta de que también tenía miedo, pero lo descartó. Era
extraño sentir miedo en una clara mañana de invierno, con el sol
entrando por las ventanas rotas y las grandes hendiduras de las paredes.
"Qué frío hace aquí. Tendré que sellar esos agujeros".
Caminó al otro lado de la cama para despedirse de su hijo. Jan tenía
tres años menos que Talia; la diferencia de edad perfecta para que
quisiera hacer lo mismo que su hermana mayor, pero de una forma que a
ella la sacaba de sus casillas. Lo normal a aquellas horas era que Jan
corretease por la casa hasta que su madre le dejase ir a jugar fuera, en
el patio cercado entre la casa y la herrería. Sin embargo, aquella
mañana estaba quieto y en silencio.
Mientras Liont miraba a su hijo mientras dormía, los ojos del niño se abrieron súbitamente.
―Buenos días, papá. ―Liont apenas pudo oír su voz apagada. Se
preguntó si su hijo estaría enfermo, si sería mejor que lo viese un
sanador...
―Papá, cuando llamen a la puerta, no abras. ―Los ojos del niño se
cerraron de nuevo y Liont se percató del silencio que reinaba en la
habitación, excepto por la respiración ruidosa de una única persona. A
pesar del sol que entraba y del viento gélido que silbaba entre las
grietas de las paredes, Liont se sintió sofocado; en su cabeza había una
presión que no cesaba.
Liont inclinó la cabeza bajo la presión dolorosa. La habitación
estaba impregnada de un olor metálico y acre. Tenía que salir de la
casa. Tres voces gritaron en su cabeza inclinada: "Cuando llamen a la
puerta, ¡no abras!".
Llamaron a la puerta.
Liont levantó la cabeza. Miró hacia la puerta. Pero no había ninguna
puerta. En su lugar solo había un espacio vacío e iluminado por el sol.
Cuando llamen a la puerta, no abras. La
puerta no solo había desaparecido, sino que las bisagras se habían
doblado y retorcido. "Haré unas bisagras nuevas, pero primero tengo que
terminar el arado de Nickers y...".
Llamaron a la puerta otra vez. Un sonoro golpeteo resonó en la habitación.
Cuando llamen a la puerta... Liont volvió a mirar el espacio
vacío donde había estado la puerta. Algo iba mal. ¿Por qué estaba su
casa hecha pedazos? "Ahora no puedo pararme a limpiar esto. Tengo que ir
a la herrería". Más golpes.
Toc. Toc. Toc. "¿Cómo es posible
que llamen? Pero si no hay puerta". Un dolor recorrió su cabeza, tan
intenso y súbito que cayó de rodillas bajo la presión. Cuando cerró los
ojos con fuerza, vio una puerta brillante en su mente, una puerta
brillante y que palpitaba con un tono rojo. Oyó que llamaban de nuevo,
más golpes fuertes, y el origen del ruido estaba detrás de la puerta
roja, la puerta de su mente. Solo tenía que abrirla para que dejaran de
llamar. Todo iría bien si el ruido cesaba. Acercó una mano mentalmente
para...
no abras.
Liont sujetó el pomo de la puerta que había en su cabeza. Era
metálico y frío como el hielo. Trató de girarlo, pero se negaba a ceder.
Lo giró de nuevo, con la mano dolorida por el frío, y siguió girando
con un gruñido. El pomo cedió.
Liont abrió la puerta. La realidad reprimida apareció súbitamente ante él. Vio lo que había detrás de la puerta.
"No no no no no no...". Aún de rodillas, se meció adelante y atrás,
adelante y atrás, apretándose la cabeza con dolor y rabia. Había sangre
por todas partes. En las paredes, en la cama, en el suelo. Sus manos y
su torso estaban empapados. La sangre se extendía por la ropa hecha
jirones que se había puesto hacía unos minutos. Miró horrorizado el
cuerpo de Hilde, que yacía sin vida en la cama, con el rostro congelado
por el terror.
"¿Quién lo ha hecho?". Sabía quién había sido el culpable. Unas
imágenes febriles acudieron a su mente. Los rugidos, los gritos, las
garras alzadas a la luz de la luna... Levantó la cabeza y aulló su
agonía al frío sol invernal, el sol que sucedía a la luna del cazador.
"La Callamaldición... ¿Qué le ha ocurrido a la Callamaldición?". Lo
que había hecho no tendría que haber sido posible. Él ya era libre.
¡Libre! Rugió una oración al cielo: "
¡Avacyn! ¡¿Por qué me has abandonado?! ¡Avacyn!".
Permaneció de rodillas durante mucho tiempo, sollozando. Quería
morir. Quería recuperar a su familia. Quería oír la risa de Talia y Jan.
Quería oírlos discutir. Quería regresar al día anterior. "Por favor,
permite que vuelva a ser ayer. Permíteme dormir y despertar siendo ayer.
Me levantaré y me marcharé. Me iré y jamás regresaré. Solo permite que
vuelva el ayer, que...". El tejado de la casa estalló por encima de él.
Liont levantó la vista y vio una silueta flotando en lo alto, una
silueta con alas, cabello plateado y una gran lanza brillante. "¿Acaso
es...? ¿Sería capaz de...?".
―Por favor... Por favor... ―graznó con la voz llena de dolor, apenas
capaz de formar las palabras. El ángel, tal vez la mismísima Avacyn, no
respondió; parecía que ni siquiera le había oído. Entonces apuntó la
lanza en dirección a él. Las puntas se volvieron brillantes, más
brillantes que el sol, y una energía punzante lo alcanzó en el pecho,
abrasándole la ropa y la piel.
Liont gritó de agonía a pesar de que aceptaba el dolor. "Esto es lo
que merezco". Sin embargo, el ángel quizá pudiera salvar a su familia.
Su vista se tornaba borrosa. Tenía que...
―Clemencia, por favor. Clemencia para... ―Sus labios dejaron de
moverse, la voz le falló. La súplica continuó en la oscuridad creciente
de sus pensamientos. "... mi familia. Para mi querida familia. Por
favor. Ellos merecen...".
El ángel dirigió de nuevo la lanza contra él. Sus labios se curvaron
hacia arriba y pronunciaron las últimas palabras que Liont escucharía.
―¡Justicia! No habrá clemencia. ―El arma resplandeció.
"Clemencia", pensó Liont al morir.
"Se avecina una tormenta", pensó Sigarda. Un relámpago destelló
en el cielo gris oscuro, pero el trueno no estalló. Era extraño ver una
tormenta en pleno invierno, la estación dominada por la luna del
cazador. El ambiente estaba cargado desde hacía días, las nubes grises
no se agitaban, y ahora acababa de presenciar un relámpago sin trueno,
una tormenta sin lluvia. Sigarda oteó desde las alturas el extenso
bosque y se sintió intranquila.
Estaba en su residencia personal. Las paredes de piedra desnuda y los
cuatro gruesos contrafuertes contrastaban con el panorama abierto de
los bosques verde oscuro salpicados por zonas blancas cubiertas de
nieve. Sigarda podía ver kilómetros de paisaje en todas direcciones y a
menudo pasaba largos períodos allí, cuando buscaba meditar en silencio.
La residencia se encontraba en lo alto de una torre abandonada hacía
mucho tiempo en la provincia de Kessig; una torre construida siglos
atrás, cuando los humanos eran más ambiciosos.
Su ambición había regresado en tiempos recientes. El regreso de
Avacyn hacía un año había marcado el inicio de una era de paz y
tranquilidad. Los humanos habían vuelto a extenderse por el mundo,
construyendo nuevos hogares, haciendas y pueblos. Sin embargo, en las
últimas semanas habían circulado noticias preocupantes por toda la
región; noticias de revueltas, desapariciones y matanzas. Una sombra se
cernía sobre el mundo y Sigarda quería descubrir la causa.
Un relámpago iluminó el cielo oscuro, y otro, y entre el primer
destello y el segundo sintió que sus hermanas se aproximaban. Ambas
aterrizaron en el santuario momentos después.
La pequeña Bruna, ataviada con su armadura ligera azul y blanca y su
cola de seda con ribetes rojos. Empuñaba su bastón, cuya punta brillaba
con poder, como si se dispusiera a abatir a un enemigo. La alta Gisela,
vestida con los colores rojo y blanco de su Legión de la Noche Dorada, y
con sus espadas gemelas ya desenvainadas. "Están preparadas para una
batalla", pensó Sigarda. Entonces recordó a su otra hermana, la que
había muerto hacía un milenio, y sintió un escalofrío.
―Hola, hermana mía ―saludó Bruna con un extraño tono cantarín.
―No respondiste a nuestro llamamiento ―dijo Gisela.
Sigarda no lo había considerado un llamamiento. Un ángel de la Noche
Dorada había solicitado que visitase a Gisela hacía una semana, pero
Sigarda estaba ocupada colaborando con las comunidades locales en la
reconstrucción del interior de Kessig.
―Otros menesteres requerían mi atención, hermana. Ignoraba que se
tratase de un asunto urgente. ¿En qué puedo ayudaros? ―Sigarda se
preguntó si los otros ángeles habían sufrido un ataque. Eso explicaría
la actitud de sus hermanas.
―Ya no importa ―dijo Gisela.
―Hemos venido nosotras ―añadió Bruna.
Cuando habían aterrizado en el santuario, las dos estaban muy juntas,
casi hombro con hombro. Sin embargo, ahora se habían separado,
caminando cada una hacia un lado distinto de Sigarda. La forma en que
Bruna sostenía su bastón y Gisela empuñaba sus dos espadas hizo que
echase muy en falta su guadaña, que descansaba en una sala del piso
inferior. "¿Qué pretenden?".
―Solo hemos venido... ―empezó Bruna.
―A hablar. Hace mucho tiempo que no te vemos. Hermana ―terminó Gisela.
Las dos siguieron situándose a ambos lados de Sigarda, en los bordes
de su visión periférica. No podía creer que sus hermanas se dispusieran a
atacarla, pero la única explicación lógica para su comportamiento era
que se preparaban para hacerlo. Sigarda nunca había luchado contra
ninguna de ellas, pero estaba segura de que podría detener a Bruna si
conseguía recuperar su guadaña. Bruna no era especialmente hábil en
combate directo; sus puntos fuertes eran otras disciplinas. Gisela, sin
embargo... Gisela sería el problema.
Más relámpagos centellearon en el exterior, y esta vez estalló un
trueno ensordecedor. Cuando el estruendo cesó, Avacyn descendió sobre el
santuario.
Sigarda no había sentido a Avacyn, no como sentía la proximidad de
sus hermanas. Jamás había podido sentirla. Avacyn las lideraba, pero no
era
una de ellas. Lo había demostrado hacía mucho tiempo.
Sigarda no podía negar que era poderosa, que era capaz de luchar contra
los horrores de Innistrad y de inspirar a los humanos para que
continuaran luchando. Pero Sigarda aún añoraba a su hermana.
Bruna y Gisela se habían situado a su espalda y Avacyn flotaba ante
ella. Era alta, incluso más que Gisela, con una piel de alabastro
perfecta y una impactante melena plateada. Su lanza de platalunar
resplandecía, aunque Avacyn no necesitaba armas para luchar. Si la
situación desembocaba en un combate, Sigarda no caería fácilmente, ni
siquiera contra Bruna y Gisela a la vez. Pero si Avacyn había venido a
luchar...
Si Avacyn había venido a luchar, Sigarda estaba muerta.
―Sigarda, la gran labor dará comienzo pronto. ―La voz de Avacyn tenía
una entonación extraña. Casi como si la acompañase un leve siseo o
zumbido. A primera vista, Avacyn parecía la de siempre, pero Sigarda
percibió algunas rarezas. Las puntas de su lanza estaban torcidas. El
metal parecía
fluir mientras se fijaba en él. Se preguntó qué
clase de poder canalizaba Avacyn a través de su lanza. No obstante, lo
más perturbador eran sus ojos. Donde normalmente había un blanco puro,
ahora se distinguían extraños brillos negros en los iris, una opacidad
momentánea que devoraba la luz.
Los tres ángeles tenían una relación larga y complicada con Avacyn.
Gisela, Bruna y Sigarda no eran realmente hermanas, no en ninguno de los
sentidos que se aplicaban a los humanos. Sin embargo, procedían de la
misma esencia, del mismo amanecer, y habían luchado juntas contra los
horrores del mundo desde hacía muchísimo tiempo. Antes de que Avacyn
apareciese por primera vez hacía un milenio, había cuatro hermanas; una
de ellas era la más antigua y poderosa de todos los ángeles. Bruna.
Gisela. Sigarda. Y aquella cuyo nombre ya no pronunciaban.
Al principio no sabían qué pensar de Avacyn. Era un ángel, una de
ellas, mas no lo era. No podían sentirla como sentían a los otros
ángeles. Era fría, opaca, reservada. Sigarda sabía que muchos humanos
pensaban lo mismo de los ángeles, pues había muchos motivos por los que
les resultaba difícil simpatizar con los mortales. En cambio, los
ángeles solían gozar de un propósito compartido, de un vínculo que solo
podían experimentar con sus congéneres.
Avacyn no compartía ningún vínculo con los otros ángeles.
Sin embargo, su poder era incuestionable. Imparable, de hecho. Las
cuatro hermanas jamás habían visto un ángel con el poder y la seguridad
que Avacyn poseía. Y en cada uno de sus primeros encuentros con ella, la
seguridad de Avacyn había sido embriagadora. Siempre parecía confiar en
todas las acciones que realizaba, en todos los planes que preparaba.
Los humanos no eran las únicas criaturas que necesitaban creer en un dios.
Y entonces fue cuando Avacyn se volvió en contra de su hermana.
Sigarda admitía que era rebelde, que llevaba a cabo acciones
cuestionables y formaba alianzas poco gratas. En ocasiones se asociaba
con vampiros y brujas, o incluso con demonios y diablos. "Debemos
conocer a nuestros enemigos si pretendemos derrotarlos", decía ella. Los
demás ángeles a menudo desconfiaban de ella y la aborrecían, incluso
sus tres hermanas. A pesar de todo, las cuatro compartían un vínculo
fuerte y, aunque su hermana recorría una senda muy diferente, seguía
siendo su hermana.
Y lo fue hasta el día en que se alió con un señor de los demonios, un
acto que todas ellas condenaron. Avacyn la declaró hereje, cómplice de
los monstruos que los ángeles y ella habían jurado derrotar. Las tres
hermanas restantes se mostraron de acuerdo con Avacyn, pero no se
unieron a la cruzada contra su hermana oscura. Avacyn no necesitó su
ayuda. Hacía mil años, Avacyn había destruido en solitario a su hermana y
su pequeña legión, y todas ellas habían prohibido incluso mencionar su
nombre.
Y ahora, Avacyn quizá se dispusiera a hacer lo mismo con Sigarda.
―¿La gran labor? Ignoro en qué consiste. Ilumíname. ―Sigarda calmó su
discurso, su respiración. Luchaba mejor cuando estaba tranquila. Gisela
y Bruna ya no entraban en su campo de visión, pero podía sentirlas
detrás de ella. El aire estaba viciado y cargado; un hedor a podrido
emanaba de alguna parte, no disimulado por el olor intenso que traía la
tormenta.
―La verdad estaba ante nosotras desde hace mucho tiempo, Sigarda,
pero no podíamos verla ―dijo Avacyn con aquella extraña voz casi
siseante―. Combatimos
a los monstruos: vampiros, licántropos,
zombies y brujas y nigromantes y diablos. Pero ¿por qué? Porque
destruyen. Saquean y devoran. Actúan con violencia contra la tierra con
el único propósito de sembrar el caos. ―Avacyn se detuvo, miró
detenidamente a Sigarda, sus ojos volvieron a desprender destellos
negros, y Sigarda sintió que la estancia encogía, la oprimía.
»Los hemos castigado y matado por sus crímenes. Pero los humanos son
idénticos.
―Avacyn sonrió y Sigarda se dio cuenta de algo: en los mil años que
habían transcurrido desde que conoció a Avacyn, jamás la había visto
sonreír. Su sonrisa no era agradable. Era completamente incoherente con
el resto de su rostro, con su mirada. Era como si una reacción
involuntaria curvase hacia arriba la comisura de sus labios, sin que
sintiera alegría ni felicidad.
»Se reproducen en su inmundicia, crean nuevos engendros para destruir
los bosques, contaminar el agua, mentir, engañar y asesinarse entre
ellos ―prosiguió Avacyn alzando la voz y marcando las palabras,
perdiendo la pronunciación extraña de antes―. ¿Alguna vez han hecho algo
digno? ¿Qué han logrado que merezca considerarse magnífico? Podríamos
exterminar hasta el último de los susodichos "monstruos" de este mundo, a
todos los vampiros y licántropos, pero ¿qué ocurriría entonces? ¿Habría
paz? ¿Habría una luz duradera?
Avacyn vio confusión en el rostro de Sigarda, y su repulsión.
Entonces se rio, prorrumpió en una carcajada estridente que casi sonaba
como un graznido―. Conoces la respuesta, Sigarda. Conoces
la verdad.
Y Sigarda conocía la verdad. Los humanos eran proclives a cometer
actos horribles, actos de maldad intencionada y de negligencia
accidental, ambos igual de devastadores. Era verdad que mentían,
engañaban y asesinaban. Sin embargo, también hacían cosas maravillosas.
Amaban y construían. Se sacrificaban por el prójimo y eran leales.
Tenían libertad para hacer el bien o el mal, para establecer el orden o
sembrar el caos, y esa libertad hacía de todos sus actos nobles un
valioso diamante que relucía en las tinieblas de la noche.
Además, nada de aquello importaba. Incluso si los argumentos de
Avacyn fuesen convincentes o interesantes, los ángeles no traicionaban a
los humanos. Era como si Avacyn razonase que el sol debía nacer por el
oeste, o que la luna ya no debía crecer ni menguar.
Sigarda no respondió. No vio de qué serviría. A Avacyn no le
interesaba conversar. Ante su silencio, Avacyn continuó―. Lo entiendo,
Sigarda. Estas verdades son duras, difíciles. Bruna y Gisela también
tardaron un tiempo en entenderlas, pero finalmente vieron la luz.
Al oírla, sus dos hermanas intervinieron.
―Ahora creemos... ―dijo una.
―Hermana. La gran labor debe comenzar ―continuó la otra. Al no ver
sus caras, Sigarda se dio cuenta de que ya no distinguía a quién
pertenecía cada voz.
―Volveremos. Pronto ―dijo Avacyn―. Necesitaremos tu ayuda. Los
impuros deben ser purificados, castigados. Abriremos un camino hacia la
auténtica luz. Para nosotras y para quienes, como nosotras, puedan
lograr y mantener la paz. Imagínalo, Sigarda. El fin de la violencia, de
la guerra, de la oscuridad.
―La luz eterna ―dijo una voz detrás de ella, aunque no pudo
distinguir quién había hablado. Tal vez lo hubieran hecho al unísono.
Avacyn levantó su lanza y la dirigió hacia el techo de piedra. Una
explosión de fuerza surgió de ella y el tejado... desapareció. El poder
de Avacyn lo había vaporizado. Solo cayó una fina capa de polvo que
cubrió a los ángeles con una ceniza ennegrecida.
―Pronto ―dijo Avacyn, y se elevó hacia el cielo gris oscuro―. Pronto ―dijeron Gisela y Bruna detrás de ella antes de marcharse.
Sigarda permaneció de pie en su residencia destrozada, observando la
danza de los relámpagos en los cielos grises, que seguían sin descargar
lluvia alguna. De sus ojos manaban lágrimas que salpicaron el suelo de
piedra cubierto de polvo. Pensó en su hermana oscura, fallecida hacía
mil años, y se preguntó por qué no había luchado por ella; por qué ni
siquiera lo había intentado.
"Se avecina la tormenta". Sigarda pensó en los ángeles de su legión y
se preguntó si alguno de ellos ya se habría puesto de parte de Avacyn.
Pensó en los humanos que podrían ayudarla a hacer frente a Avacyn. Eran
pocos, muy pocos. Pero Sigarda sabía que no importaba, incluso si nadie
se unía a su causa. "La tormenta ha llegado. Y esta vez voy a luchar".
―¡Maeli! ¡Maeli! ―La voz de Kelse resonó en el aire crepuscular.
"¿Dónde se habrá metido este niño?". Kelse miró bajo los portales y
buscó entre los arbustos. La mayoría de los aldeanos la ignoraron. "No
puede haberse escapado otra vez", se dijo a sí misma con la esperanza de
que fuese verdad. Kelse hizo un esfuerzo para no pensar en lo que había
sucedido pocos meses antes, cuando
sí que se había escapado. Cuando Avacyn había intervenido para salvar a su hijo.
La mayoría de los vecinos no la habían creído. Maeli y ella nunca
habían recibido un trato fácil en el pueblo, sobre todo desde la muerte
de Hanse. Desde que enviudó, no era más que la forastera extraña que
venía de Kessig, con un hijo salvaje que se parecía demasiado a su
madre. Y cuando regresó aquella noche con su hijo en brazos y divagando
sobre la aparición de Avacyn... En fin, ella probablemente tampoco se lo
habría creído si se lo contasen.
Sin embargo, Avacyn había acudido, había salvado a su único hijo.
Maeli había nacido durante la luna nueva y siempre había sido un
muchacho especial, vivaz y libre. Los vecinos tenían razón: Maeli se
parecía a ella. Físicamente era como su padre, un parecido que a Kelse
le proporcionaba una inmensa alegría, pero también un gran dolor. En
cambio, su carácter era más parecido al de ella: inquieto, ansioso por
explorar.
Lo que no había contado a los aldeanos era lo mucho que se había
enfurecido con Maeli aquella noche. Claro que se había preocupado por
él, hasta el punto de desesperar. El miedo a perder a su hijo había
alimentado su plegaria a Avacyn, una oración tan fuerte que el ángel
había respondido. Cuando Avacyn dejó a Maeli en sus brazos, lo único que
sintió fue alivio, una alegría inmensa que la hizo llorar de la
emoción.
Hasta que el cambio se apoderó de ella.
No podía describirlo, no podía explicarlo. Todo su amor y cariño se
habían desvanecido repentinamente en la oscuridad y la rabia la había
invadido, como un relámpago que la alcanzaba en el corazón. No era rabia
lo único que había sentido, sino un resentimiento y un desprecio
hirvientes; emociones que nunca había sentido con Maeli. Y lo que era
aún peor: había mostrado aquellas emociones delante de
Avacyn. De Avacyn, que había salvado a Maeli. Que la había salvado a ella.
Pero cuando Avacyn se marchó de aquella pradera oscura, la rabia se
había desvanecido. Jamás había vuelto a sentirla. Lo único que le
importaba a Kelse era que había recuperado a su hijo, la alegría de su
vida. "Ahora solo tengo que volver a encontrarlo".
En la entrada de la aldea, las antorchas de la empalizada titilaban y
crepitaban con el viento frío del invierno, mientras que las sombras se
extendían a medida que caía la noche. Kelse se mordía el labio y se
preguntaba dónde debería mirar a continuación, cuando de pronto oyó un
chillido a sus espaldas. Se giró asustada, pero entonces vio a Maeli
corriendo hacia ella con una gran sonrisa en la cara y chillando "¡mami,
mami!", lleno de alegría.
Se lanzó a sus brazos y la abrazó con fuerza, y Kelse lo estrechó
igual de fuerte. "Eres lo único que necesito en el mundo. Que los
vecinos me desprecien y desconfíen. Me da igual. Porque te tengo a ti".
―¿Dónde te metías? ―Se esforzó para no permitir que aflorase su
enfado por tener que ir a buscarlo. A Maeli le encantaba explorar y ella
quería que lo hiciese. Quería que su hijo siempre...
Todas las antorchas se apagaron repentinamente; sus llamas se habían
extinguido. No había sido por el viento. El ambiente frío se había
vuelto completamente silencioso. Maeli se aferró a su madre y ella lo
protegió entre sus brazos. Se oyó un grito en los alrededores. Entonces,
Kelse captó un destello de luz en lo alto y levantó la vista hacia el
cielo.
Un grupo de ángeles sobrevolaba la aldea.
Contrastando con el naranja y púrpura del cielo oscureciente, las
alas de los ángeles batían en las alturas. Todos portaban armas;
espadas, lanzas y bastones, y muchas de aquellas armas brillaban con una
luz dorada o plateada. "Las estrellas descienden de los cielos", pensó
Kelse. Bajó la vista hacia Maeli, que tenía los ojos clavados de asombro
en el cielo.
Un ángel apuntó su lanza reluciente hacia la aldea y un rayo luminoso
surgió hacia una de las casas. La vivienda quedó bañada en una luz
brillante durante varios segundos, pero entonces el tejado de paja
estalló en llamas. El ángel dirigió su lanza contra otra casa y hubo
otro resplandor seguido de una explosión. Los demás ángeles descendieron
en picado blandiendo sus espadas ígneas y la noche se llenó de gritos y
aullidos. Maeli chilló entre los brazos de Kelse; su asombro se había
transformado en terror.
Kelse no podía moverse; tenía los músculos congelados y las piernas
clavadas en la tierra. Por un momento pensó que los ángeles quizá habían
venido para erradicar vampiros, licántropos o algún otro mal, pero
desde las afueras de la aldea vio morir a los vecinos a golpe de espada,
o consumidos por la luz y las llamas doradas. "Vienen a matarnos".
Maeli chilló de nuevo y la sacó de su parálisis.
―Maeli. Maeli, cariño, escúchame. Tienes que correr. Corre lo más
rápido y lejos que puedas, métete en el bosque y no vuelvas. Pase lo que
pase, no mires atrás, no vuelvas. ―Kelse oyó sus propias palabras como
si las hubiera dicho otra persona y se sorprendió de lo tranquilas que
sonaban. Hubo más explosiones y gritos en la aldea.
―Mamá... No puedo... ―balbució su hijo.
―¡Maeli, escúchame bien! ―repitió Kelse con voz clara y autoritaria―.
¡Vete! ¡Corre como nunca has corrido! ¡Hacia el bosque! ―Se separó de
su hijo y lo apartó de ella. El niño la miró unos instantes con lágrimas
en los ojos, hasta que se dio la vuelta y se marchó corriendo entre las
zarzas y los setos del exterior de la aldea. Kelse sintió un profundo
dolor en el corazón. "¡Corre, hijo mío!".
Miró hacia arriba y vio que el ángel que había dado comienzo a la
destrucción la observaba desde el cielo. La miraba a ella y más allá,
hacia el bosque. "¡No, no le hagas nada!". Kelse prorrumpió en gritos y
echó a correr en dirección al ángel que flotaba sobre ella.
Avacyn, pensó Kelse. Tal vez aquellos ángeles estaban
poseídos por espíritus malvados o eran una fuerza maléfica que trataba
de engañarlos. Ocurriera lo que ocurriese, Avacyn vendría a salvarlos.
De pie justo debajo del ángel, Kelse inclinó la cabeza.
Avacyn,
escuchad mi ruego. Ayudadme, ayudadnos. Por favor, Avacyn mía, ya
salvasteis a mi hijo una vez. Os suplico que lo hagáis de nuevo.
Salvadnos a todos.
―No necesitas rogarme para que oiga tus mentiras, criatura. Aquí me
tienes. ―Kelse escuchó la voz justo encima de ella. Levantó la vista y
vio un ángel con atuendo negro, alas empapadas de sangre carmesí y unos
ojos oscuros y despiadados que no se asemejaban en lo más mínimo a los
ojos compasivos que había visto pocos meses antes. La voz sonaba
familiar y extraña a la vez, como si una especie de acento mancillara
sus palabras.
Era Avacyn. Avacyn estaba allí. Avacyn estaba destruyendo su aldea.
"Esto no tiene sentido". Por un momento, Kelse creyó que tal vez se
tratara de un sueño. Se fijó en la lanza de Avacyn, en sus largas hojas
desigualadas y unidas a un símbolo de Avacyn que emitía un brillo
hermoso. Sin embargo, el símbolo estaba retorcido, deformado, como si el
metal se hubiera vuelto
agrio. "Es imposible. El metal no puede retorcerse de esa manera. Esto tiene que ser una pesadilla".
Pero sabía que era real. Los ángeles se habían vuelto contra ellos. Los ángeles estaban
matándolos.
―¡¿Por qué nos habéis abandonado?! ―chilló Kelse. Ignoraba si sus
palabras iban dirigidas a Avacyn o al inclemente cielo nocturno, pero no
obtuvo respuesta.
Los gritos aumentaban y cesaban repentinamente por toda la aldea a
medida que los ángeles continuaban atacando con acero y fuego. Las
llamas se elevaban detrás de Kelse y devoraban su hogar y los restos de
su vida. Avacyn descendió lentamente, con sus alas rojas inmóviles y sus
ojos de párpados negros―. La gran labor comienza. Cuán adecuado es que
seas testigo de su gloria. ―Avacyn guardó silencio y miró por encima del
hombro de Kelse―. ¿Dónde está la pequeña criatura? Debería encontrarse
aquí.
―¡Ha huido! Está fuera de tu alcance, monstruo despreciable. ―Kelse
sollozaba, luchaba por respirar entre el humo y la pena. "Huye, Maeli.
Tiene que haber algún lugar seguro. Encuéntralo, cariño, ¡encuéntralo!".
―¿Fuera de mi alcance? ―Avacyn aterrizó a su lado. Kelse oyó un
ruidoso zumbido que salía de alguna parte y se tapó las orejas,
dolorida. Avacyn se agachó y le acarició las mejillas temblorosas―.
Todo
lo que existe está a mi alcance. Mis dominios no tienen límites. Y mis
dominios están podridos. Putrefactos. Todo debe ser purgado. Todo debe
ser purificado.
»No importa lo que haga la pequeña criatura. ―Avacyn retiró la mano―.
Tarde o temprano la encontraré. Tarde o temprano os encontraré a todos.
―Retrocedió un paso y bajó su lanza hacia Kelse―. Todos arderán. Todos
sangrarán. ―Las puntas centellearon con una luz roja y dorada.
Kelse cerró los ojos. "Hijo mío...". La luz era brillante, tan brillante... "Mi querido...".
Avacyn vio cómo se desintegraban los restos de la criatura
mortal, cómo las cenizas se dispersaban y se arremolinaban momentos
antes de caer al suelo.
Del caos al orden. De la corrupción a la pureza. La paz crece.
El cielo le susurraba. Los ríos, los árboles, la hierba, la luna... Todo le susurraba la gloriosa verdad.
"Largo tiempo he escuchado los susurros de los mentirosos, y el mundo
ha sufrido". Pero ahora escuchaba la verdad. Sabía que era la verdad
porque todos los susurros decían lo mismo, a diferencia de las oraciones
caóticas y contradictorias que había escuchado durante cientos de años.
"¿Por qué no me había percatado de lo incoherentes que son estas
criaturas mortales? Sus palabras cambian constantemente. Pero ya no
importa". Ahora lo entendía.
Miró a la luna y la luna le susurró sus hermosas palabras.
Todos arderán. Todos sangrarán. Avacyn repitió las palabras para sí misma, como una canción reconfortante que llenaba su mente de alegría.
Todos arderán. Todos sangrarán. Sonrió y se rio mientras sus ángeles continuaban realizando la gran labor en la aldea en llamas.