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Sombras Innistrad: Bienvenida Gélida

Jace Beleren ha llegado a Innistrad en busca del señor vampiro Sorin Markov, ya que espera que le ayude a resolver un enigma. No obstante, Innistrad es un territorio desconocido para él, y es probable que la única persona que conoce y que podría guiarle no suponga ni mucho menos una ayuda, sobre todo después de cómo acabó su último encuentro.


Los cascos de los caballos golpeteaban a un ritmo pausado. En la lejanía, las montañas escarpadas de la provincia llamada Stensia auguraban peligros, pero Jace se dirigía a un lugar no mucho más allá de la frontera. Además, había leído lo suficiente de los pensamientos de su guía como para saber que ya estaban cerca.
―No sé ni por qué me molesto en visitarla ―comentó Jace―. Sé que no me conviene.
―Mm ―respondió el guía. Era un hombre curtido y barbudo, parco en palabras. Jace había empezado a romper el silencio por puro aburrimiento y ahora divagaba sobre el propósito de su visita.
―O sea, he tomado muchas decisiones malas en mi vida, incluso teniendo en cuenta solo las que recuerdo, y buena parte tienen que ver con ella.
―Hm ―dijo el guía.
Las nubes dispersas descargaron una lluvia fría y algo aulló en la noche. Jace llevaba solo dos días en Innistrad y ya lo odiaba. Lo único que se salvaba de momento era su nueva gabardina de cuero, que había comprado para protegerse de la lluvia y parte del frío.
―Qué diablos, incluso tengo cierta esperanza de que me eche a patadas y así pueda olvidarme de ella.
―Ah... ―opinó el guía.
La luna llena asomó entre las nubes. Su enorme superficie plateada mostraba una marca; los nativos consideraban que tenía la forma de una garza. Jace veía el parecido.
―El problema es que esta vez sí que necesito su ayuda ―continuó.
―Aaah... ―El guía hizo un sonido ahogado que Jace consideró una señal de tedio.
―Lo siento ―se disculpó―, no debería agobiarle con mis problemas.
Preparó un hechizo para borrar limpiamente los últimos minutos de conversación de la mente del buen señor.
―Aaaaaarrrrrrrrrgggggghhhhh ―gruñó el guía. Aquello no era tedio. ¿Se habría enfadado?
Jace se adentró en la mente del hombre... y se estampó contra un muro de pura ira, los pseudopensamientos salvajes de un depredador.
El guía se volvió hacia él, acompañado de los sonidos nauseabundos de huesos crujiendo y tejidos desgarrándose. Su cara se hinchó horriblemente, un ojo se inflamó y se volvió amarillo, la mandíbula sobresalió hacia delante... Los dos caballos se agitaron.
―Oh oh... ―masculló Jace.
La transformación se completó casi al instante. El pelaje brotó por todo el cuerpo del hombre, de los dedos surgieron garras, los dientes se volvieron largos y afilados y la boca se transformó en un hocico. El caballo del guía fue presa del pánico; entonces el hombre, el hombre lobo, clavó los dientes en el cuello del animal.
"Hora de irse".
Jace espoleó a su penco y este emprendió el galope, dejando atrás al monstruo que había sido su guía y al caballo que relinchaba de terror. Ya no faltaba mucho. Podría llegar sin ayuda.
Detrás de él, los relinchos del caballo se silenciaron con un crujido húmedo. El licántropo prorrumpió en un sonoro aullido que obtuvo respuestas en los bosques cercanos: primero uno, luego dos, después más; diversos aullidos se unieron hasta que Jace no supo decir cómo de grande sería la manada.
La galopada nocturna devoraba el camino a más velocidad de la que resultaba segura. Jace vio más adelante las luces de una mansión. Estaban tentadoramente cerca, pero el camino pasaba antes por un barranco. Tiró con fuerza de las riendas para virar a la izquierda y echó un vistazo hacia atrás.
Distinguió un mínimo de tres licántropos que lo perseguían a grandes saltos. Eran fusiones horripilantes de humano y lobo, muy distintos de los experimentos krasis del Combinado Simic, cuyas partes siempre parecían indicar que los habían formado a partir de especies diferentes. Estos seres tenían manos humanoides con garras afiladas, brazos musculosos cubiertos de pelo y rostros lupinos que sin embargo retenían una chispa de inteligencia; eran a la vez casi completamente humanos y casi completamente lobos.

Había oído hablar de los licántropos, pero esperaba no encontrarse nunca con ellos.
Jace dejó que su caballo galopara lo más rápido que se atreviese, y las luces de la mansión continuaron burlándose de él. El camino serpenteaba por el barranco, atravesaba matorrales y se cruzaba con riachuelos que vertían su caudal sobre el valle oscuro que había debajo. No podía oír las pisadas de los seres lobo en medio del estruendo de su caballo y el latido desbocado de su corazón.
Creó un doble ilusorio de sí mismo que cayó del caballo. El doble se levantó y asumió una posición defensiva, pero los licántropos lo atravesaron sin vacilar. Se arriesgó a echar un vistazo y vio cinco monstruos recortando las distancias, con las fosas nasales dilatadas.
El olor. Claro. Podían ignorar cualquier cosa que no tuviera olor.
Había otras soluciones.
Invocó otra ilusión, esta vez sólida y con forma. Un gran oso de luz azulada se manifestó en el camino; era un ser compuesto de magia, no una simple ilusión óptica, aunque también carecía de olor.

Los hombres lobo corrieron hacia él sin hacerle caso, pensando que era otra imagen incorpórea que solo se alzaba sobre las patas traseras para amenazarlos. Pero entonces se abalanzó sobre uno de ellos y Jace vio a los dos contendientes enzarzarse en una violenta maraña de pelo y luz.
Cuando volvió a prestar atención al frente, su caballo tropezó, aunque no llegó a caer. Pero fue suficiente. En pocos segundos, el resto de la manada se acercó peligrosamente, lanzando zarpazos y dentelladas que no los alcanzaron por poco. Su aliento era caliente y fétido, humeante en el frío aire nocturno.
Jace extendió su mente y encontró la del que había sido su guía, cuyos pensamientos ya había tocado. Ahora era un caos de hambre e ira, pero aún reconocía los recuerdos e inclinaciones del hombre que había contratado para que le acompañara hasta Stensia. "Qué interesante".
La mente de Jace se abrió paso hacia la del licántropo, movida por impulsos de desgarrar y morder y devorar. Desde los ojos de la bestia, la luna dominaba el cielo con una siniestra luz roja, y la garza tenía un aspecto malicioso y escabroso. Al fin completó la conexión. Jace había asumido el control.
El guía saltó a un lado y se abalanzó sobre otra miembro de la manada, la que los pensamientos nublados del hombre lobo identificaban como alfa del grupo. Jace solo pudo dirigir al licántropo por un momento, pero bastó para que la líder se encarase con el agresor. El guía había recuperado el control y ahora gruñía y se enfrentaba a su alfa. Parecía que no tenían una comunicación lo bastante desarrollada como para decir "ese mago mental me ha obligado", aunque esa excusa tampoco funcionaba a menudo entre seres parlantes.
Los dos perseguidores olvidaron la caza y se movieron en círculos para medirse mutuamente, y un tercero, tal vez la pareja de alguno o un aspirante al liderazgo, se quedó observándolos. Solo quedaba uno siguiendo su estela, pero el camino había dado paso a un desfiladero zigzagueante y Jace tuvo que centrar toda su atención en guiar al caballo.
El pobre animal echaba espuma por la boca, exhausto y asustado. Jace casi podía sentir el hálito del licántropo en la nuca. Lanzó una mirada atrás; solamente lo había imaginado, pero sus ideas no iban muy desencaminadas. La criatura era más ágil y podía sortear los giros mucho mejor que el caballo. Estaba cada vez más cerca.
Por fin salieron del barranco y llegaron a terreno abierto. Jace vio que solo quedaba un camino llano y embarrado entre él y las acogedoras luces de la mansión. "Pero no es una mansión cualquiera", se percató mientras se aproximaba. "Es la de ella". La había encontrado.
"Espero que no le importe que traiga compañía".
Ya casi había llegado a la cancela cuando el licántropo le dio alcance. Un zarpazo golpeó al caballo en un anca y lo derribó. Jace salió volando de la silla y cayó rodando en el barro. Se levantó lo más rápido que pudo y echó a correr. A sus espaldas, el hombre lobo se abalanzó sobre el caballo con un rugido.
La cancela de la mansión estaba cerrada y no había portero; el patio estaba a oscuras y no veía a nadie. Jace echó una mirada de soslayo y vio al licántropo levantar la cabeza del cadáver del caballo, con las fauces ensangrentadas reflejando la luz de la luna. Entonces se irguió y se olvidó de su primera víctima.
"Allanamiento de morada, pues. Lo que me faltaba".
Trató de calmarse y concentrarse en la cerradura, evitando pensar en el monstruo que tenía detrás. La telequinesia no era el punto fuerte de Jace: no se le daba mejor que usar los músculos e incluso lo agotaba mucho más... pero podía controlarla con precisión. Unos dedos mentales e invisibles tantearon el interior de la cerradura, encontraron las guardas y las accionaron rápidamente. La cerradura se abrió con un chasquido y Jace dio un empujón con el hombro a la cancela de hierro negro. Estaba atascada, quizá incluso oxidada, y tuvo que dar otro empujón con todo su peso. La cancela cedió con un chirrido que habría levantado a un muerto y Jace cayó de rodillas en el patio.
Giró sobre sí, pegó una patada a la cancela y volvió a cerrarla mentalmente justo antes de que el licántropo se estampase contra los barrotes. Jace se arrastró hacia atrás para evitar las garras que intentaron alcanzarlo, pero el hombre lobo olisqueó el aire varias veces... y se marchó. Habría encontrado otra presa que cazar.
Algo se movía por detrás de Jace. Se levantó y se volvió hacia la mansión. Distinguió que en la oscuridad del patio había alrededor de una decena de siluetas que se acercaban en silencio. Entonces él también notó el hedor a podredumbre, lo que de verdad había hecho que el licántropo se marchase. Una sencilla comprobación mental lo confirmó: no había intelecto en aquellos cuerpos. Estaban muertos.
Los zombies lo rodearon sin hacer ruido y lo arrinconaron contra la cancela. Muertos vivientes por un lado, un licántropo a sus espaldas, la maldita luna iluminándolo todo...
Pero entonces, los zombies se detuvieron, se separaron y abrieron un camino hacia la ostentosa entrada de la mansión. Eran el comité de bienvenida. La hospitalidad de su anfitriona era tal como esperaba, o peor aún.
Caminó por el pasillo de muertos tratando de ignorarlos; por primera vez se fijó bien en la residencia. Era grande, parecía tener suficientes estancias como para alojar a una familia numerosa y sus criados, pero ninguna de ellas presentaba más iluminación que un espeluznante brillo púrpura. En un rincón se alzaba una torre de piedra de construcción más reciente, coronada por un extraño aparato de metal cuyo propósito le resultaba desconocido. Parecía el invento de un electromante ízzet al que no le vendría mal pasar por un psiquiatra.
Justo cuando subió la pequeña escalinata de piedra que daba a la entrada, la puerta se abrió y reveló un vestíbulo en penumbra. Se detuvo en el umbral.
―¿Se puede? ―prefirió preguntar.
Otro zombie apareció por detrás de la puerta, vestido con una parodia de uniforme de sirviente, y le indicó que lo siguiera. "Qué remedio".
Jace se retiró la capucha y siguió a su nuevo guía, sorprendido de que oliese a humedad, pero no a podrido. Debía de ser un hechizo para mantener fresco al servicio. Por fin llegó a una gran estancia iluminada por la luna y la hechicería, por la que vagaba otra media decena de zombies.
Y allí estaba ella, en un asiento semejante a un trono: Liliana Vess. Cerró el grueso libro encuadernado en cuero que había estado leyendo y se lo entregó a uno de sus sirvientes no muertos.

―Hola, Jace. ―Lo miró de arriba abajo y evaluó su estado―. Bonito abrigo.
Se levantó y caminó hacia él con pasos elegantes y lánguidos como los de una gata; se detuvo un poco más cerca de lo que a Jace le resultaba cómodo. Estudió su cara con aquellos ojos antiguos y violetas, fijándose detalle a detalle. Jace pensó que debía de percibir cómo se movían sus músculos bajo la piel.
Entonces la miró a los ojos, a pesar de los recuerdos que eso evocaba.
Liliana acercó una mano al rostro de Jace... y le pellizcó la nariz.
―¡Au! ¿Pero qué...?
―Quería asegurarme de que habías venido en persona ―dijo ella.
―Sabes que también puedo hacer ilusiones sólidas ―protestó Jace frotándose la nariz.
―Lo sé, pero dudo que puedas hacerlas chillar de forma tan creíble.
―Me esperaba una bienvenida más acogedora ―cambió Jace de tema―. Tienes unos vecinos muy desagradables.
―Sí, os he oído llegar, aunque los hay peores que los licántropos.
―¿Como los vampiros?
―Los ángeles ―respondió ella con asco.
Jace suspiró, incrédulo.
―Supongo que los conocerás mejor que yo, pero la verdad es que me habría venido bien un poco de ayuda angelical por el camino.
―No creo que... ―empezó a replicar Liliana, pero decidió callar―. En fin, tú sabrás en quién decides confiar, pero yo en tu lugar no me fiaría de los ángeles.
―Mi criterio habitual es no fiarme de nadie ―comentó Jace―. De momento no he tenido motivos para cambiar de opinión.
―Muy listo, jovencito ―valoró ella―. ¿Te apetece beber algo?
Liliana regresó a su trono y se sentó mientras un zombie traía una botella de... algo.
―Gracias, pero no.
Liliana se sirvió una copa y bebió un sorbo.
―Cambiando de tema... ―dijo ella―. No me esperaba esta visita. ¿A qué se debe el placer?
―He... ―Jace sopesó el orgullo y el pragmatismo y tomó una decisión―. He venido a disculparme.
―Ah, ¿sí? ―Liliana enarcó una ceja fingiendo curiosidad―. ¿Y eso por qué?
―Por haberme ido de Rávnica dejando... asuntos pendientes entre nosotros.
―Por haberme abandonado, querrás decir ―replicó con una sonrisa cruel―. Y por haberte marchado a un plano por ahí perdido con aquel esquema anatómico andante.
Jace contuvo una risita.
―Sospecho que Gideon no se tomaría eso como un cumplido.
―¡Pero si es todo un halago! ―afirmó ella―. Sería un cadáver perfecto si muriese antes de volverse fofo.
―Y eso seguro que no se lo tomaría como un cumplido ―dijo Jace. Liliana siempre tenía que pasarse de la raya.
―Entonces, ¿lamentas haberte ido con él? ―preguntó.
―No, en realidad no ―respondió Jace―. Todo ha salido bien. De hecho, hemos salvado el plano con la ayuda de dos Planeswalkers más.
Sonrió con satisfacción.
―Incluso hemos hecho un juramento para... Para seguir haciéndolo. Para enfrentarnos a más amenazas interplanares.
―Qué majos ―se mofó Liliana―. Estáis hechos unos héroes. Entonces... ¿Has venido a pedirme que me una a vuestro grupito?
―No ―respondió él―, te conozco bastante bien.
Liliana esperó. Ella también lo conocía bastante bien.
―De acuerdo, admito que lo había pensado ―continuó Jace encogiéndose de hombros―. No te vendría mal tener algunos amigos para guardarte las espaldas, pero sabía que no aceptarías.
―No me interesa ―sentenció Liliana―. Me dan igual tus amigos y vuestros juramentos.
―Lo que suponía ―dijo él.
Liliana suspiró.
―Jace, sé que no estás aquí por eso. No has venido a ayudarme ni a disculparte.
―¿Por qué lo crees? ―preguntó, y acto seguido añadió algo―. Es más, ya me he disculpado.
―Como tú mismo dijiste ―continuó ella―, te traicioné. Maldije a Garruk. Aún conservo el Velo de Cadenas. Nunca hemos sido amigos, no de verdad. Y otra cosa: jamás te he pedido ayuda. ¿Algo de eso ha cambiado?
―No.
―Lo cual significa que has venido porque necesitas mi ayuda. Sabes que tengo problemas y crees que podemos llegar a un acuerdo.
Liliana esperó a que Jace abriera la boca para responder y entonces lo interrumpió.
―Vamos, demuestra que me equivoco ―le espetó. Se levantó e irguió la cabeza con orgullo―. Rechazo tu generosidad, Jace Beleren. Si has venido a ayudarme sin pedir nada a cambio, da media vuelta y sal por esa puerta.
Jace guardó silencio. Aunque Liliana no lo hubiera dicho en serio, prefirió no correr el riesgo.
―De acuerdo... ―dijo ella volviendo a acomodarse en el trono―. Ahora que los dos sabemos cuánto nos importa nuestra historia personal... ¿Qué puedo hacer por ti, querido?
Liliana le mostró una sonrisa depredadora y atractiva. Podía ser bastante magnánima cuando tenía el control total de la situación.
―Por curiosidad, ¿me habrías echado si solo hubiera venido a ayudarte?
―Fascinante pregunta ―dijo Liliana―. Quizá lo averigües si algún día llegas a tener esa intención.
Dio un sorbo a su bebida y esperó.
―Estoy buscando a Sorin Markov ―confesó él por fin.
El rostro de Liliana delató una genuina sorpresa. Jace se permitió disfrutar un poco de su reacción.
―Jace, ¿tienes idea de lo que acabas de decir? ¿Sabes quién es Sorin Markov? ¿Entiendes lo que es?
―Sé que es un vampiro, el susodicho Señor de Innistrad ―respondió Jace―. Sé que es antiguo y bastante poco de fiar, y que ahora mismo tiene problemas o está causándolos. En cualquier caso, tengo que encontrarlo.

―¿Por qué? ―quiso saber ella.
―Hace miles de años...
Liliana refunfuñó.
―Está bien, iré al grano. Tres Planeswalkers colaboraron para atrapar en Zendikar a los Eldrazi, unos monstruos extraplanares y devoradores de mundos. Sorin era uno de los tres.
―¿De verdad? ―dudó Liliana―. No parece propio de él.
―Mi fuente, uno de los antiguos aliados de Sorin, dijo que lo hizo por un... "sentido de autopreservación", o algo parecido. Sabía que los Eldrazi podrían llegar a Innistrad tarde o temprano, así que cooperó para encerrarlos en otro lugar.
―Y entonces... tú los liberaste ―dijo ella con una sonrisa―. ¿Lo recuerdo correctamente?
Jace deseó que Liliana no disfrutara tanto con la situación.
―Así es ―continuó él―. Manipulados o coaccionados, otros dos Planeswalkers y yo liberamos a los titanes eldrazi de su prisión sin saberlo. Sorin llegó poco después, pero se marchó tras intentar usar una especie de medida de seguridad para retenerlos. Esta vez tendría que haberse encontrado en Zendikar con uno de mis aliados, mi fuente, pero no lo hizo.
―Eso sí que parece propio de él ―añadió Liliana.
―Ahora no hay necesidad de que vaya a Zendikar ―prosiguió Jace―, pero el Planeswalker con el que colaboré se niega a verme de nuevo, y Sorin y la tercera miembro de su grupo están en paradero desconocido. Me preocupa que cierto Planeswalker dragón haya podido interesarse por ellos... pero seguro que tú no sabes nada al respecto, ¿verdad?
―Te dije que ya no trabajo para él.
―Tienes muchas cualidades admirables, Liliana, pero la sinceridad no es una de ellas.
―Jace, escúchame bien ―dijo Liliana con seriedad―. Sorin no va a ayudarte. ¿Crees que yo soy egoísta? ¿Me consideras cruel? Sorin ha tenido miles de años para acostumbrarse a la idea de que los humanos son ganado y las vidas de los mortales no valen nada.
―¿Le conoces?
―Me topé con él ―explicó Liliana―. Solo una vez, poco después de mi primera aparición en Innistrad. Me buscó, me puso a prueba en combate y declaró que era demasiado débil como para suponer una amenaza. Entonces me advirtió que Innistrad le pertenece y que más me valía portarme como una buena invitada, o de lo contrario me encontraría y me mataría.
―Qué encantador ―comentó Jace―. ¿Cuándo ocurrió eso?
―Hace mucho tiempo ―dijo Liliana―. Y sí, ese tipo de discusiones eran bastante más habituales en aquella época, pero no tengo motivos para creer que Sorin haya cambiado. Él seguramente no los tenga para ser más amable contigo que ese Planeswalker que ambos conocéis, y su forma de demostrar que no quiere dirigirte la palabra quizá sea acabar contigo. No vayas en su busca.
―No tengo más remedio ―dijo Jace.
―Sorin es antiguo, despiadado y poderoso. No sabes en qué te estás metiendo.
―¿Que yo no sé en qué me estoy metiendo? ―le espetó Jace―. No eres la más indicada para decírmelo.
―Lo sé ―admitió Liliana. No había ni rastro de sorna en su voz―. No lo soy. Y aun así, te digo que no lo busques. Sorin no va a colaborar y tu ingenio no podrá librarte de morir a manos de un vampiro milenario.
―Si no te conociera tan bien, diría que te preocupas por mí.
―¡Ahórrate las tonterías! ―se enfadó Liliana―. No habrías venido a verme con las manos vacías. Quiero saber qué puedes ofrecerme antes de que acabes ensartado en la espada de Sorin, si no es mucha molestia.
―Si tan convencida estás de que intentará matarme, acompáñame. Podrías presentarnos.
―¿Cómo? ―dijo Liliana―. No, ni hablar. Ya te he dicho que tengo mis propios problemas... y mis propias soluciones. Me da igual cuánta ayuda crees que puedes ofrecer a cambio de la mía, porque no me serviría de nada si Sorin decidiese matarnos a los dos. Y eso suponiendo que lleguemos a encontrarlo, ya que los caminos son más peligrosos que nunca. No pienso ir a ninguna parte.
―Como quieras ―sentenció Jace―. Esperaba que me ayudases, pero supongo que tendré que seguir la única pista que me queda. La mansión Markov está en esa dirección, ¿verdad?
Jace señaló hacia la dirección que creía correcta.
―¿La mansión Markov? ―preguntó Liliana. Suspiró, le agarró la muñeca y la desplazó bastantes centímetros―. Jace, esa idea es aún peor.
―Supongo que es su hogar ancestral, ¿no? ¿Su familia no sabría decirme dónde está?
―¡Pero ¿tú sabes algo sobre Innistrad?! ―estalló Liliana―. ¿O es que viste "Mansión Markov" en un mapa y pensaste "oh, estupendo, seguro que me reciben con los brazos abiertos en vez de descuartizarme"?
―He leído algunas mentes, pero no sabían gran cosa ―admitió Jace―. ¿Por qué lo dices? ¿Hay algo que debería saber?
―Sorin es un paria entre los suyos ―explicó ella―. No es bien recibido en la mansión Markov desde hace cientos de años, o puede que más. Si te presentas allí preguntando por él, te matarán o te harán algo aún peor.
―Aun así, no me queda más elección si no quieres ayudarme ―dijo él―. La mansión Markov es la mejor pista que tengo.
Liliana se acomodó en su asiento. Su expresión se endureció y sus ojos empezaron a emitir un brillo púrpura.
―¿Qué...? ―se sobresaltó Jace.
Los sirvientes de Liliana lo rodearon y se le aceleró el pulso.
―Lili, ¿qué pretendes?
Los zombies estaban cerca.
―Demostrarte algo ―afirmó ella.
Demasiado cerca. Los tenía encima.
Jace lanzó un hechizo rápido de invisibilidad, pero los zombies no vacilaron. La mitad de ellos ni siquiera tenían ojos.
Una mano gélida lo apresó por el brazo.
Se concentró y de él surgió una multitud de dobles ilusorios. Media decena de Jaces prepararon hechizos, corrieron hacia la ventana o se enfrentaron a Liliana.
Los zombies ignoraron las ilusiones. Jace estaba inmovilizado, aplastado contra la pared por el grupo de muertos vivientes; solo sentía piedra fría y carne gélida. Los dedos de los cadáveres lo agarraron por los brazos, las piernas y el cuello. Los hechizos de sueño, las ataduras ilusorias... Los zombies eran inmunes a algunos de ellos, y había demasiados como para recurrir a los hechizos que sí les afectaban. Jace estaba indefenso.
Liliana no le haría daño de verdad. No sin un motivo, al menos.
―Lili... ―balbució―. No puedo detener a los muertos... pero sí a un nigromante. Si esto fuese un combate real... ya te habría borrado la mente.
La turba de zombies se detuvo, reteniéndolo donde estaba.
―Es posible ―respondió ella mientras se levantaba y caminaba hacia él―. Pero claro, sin mi control, te harían pedazos. No sería un gran consuelo para mí, aunque sospecho que para ti tampoco lo sería.
―¿Qué quieres... demostrar?
Liliana se acercó a él y los zombies se apartaron para que pudiera lanzar una mirada fulminante a Jace.

―Este mundo es peligroso, sobre todo para ti. Y no puedes derrotar a un Planeswalker antiguo cuya mente no puedes o no estás dispuesto a tocar.
En ese momento, Liliana le pareció realmente sobrenatural, iluminada por la luz de la luna y el poder nigromántico. A veces olvidaba lo anciana que era: había vivido al menos un siglo más que él, era una reliquia de una época en la que los Planeswalkers habían sido más poderosos, menos humanos. Y Sorin era muchísimo más antiguo.
―Has llegado a un camino sin salida ―dijo Liliana―. Vuelve a casa, Jace. Seguro que tienes formularios que rellenar.
Las manos de los muertos vivientes lo liberaron. Jace se levantó y se frotó el cuello. Sintió la necesidad súbita de darse un baño.
―Siento haberte molestado ―graznó―. Entonces iré yo solo a la mansión Markov.
Se giró hacia la puerta.
―¡Por los nueve infiernos! ¡Eres un incauto!
Jace se volvió hacia ella.
―Claro que lo soy. Por eso caí en tus redes. En fin, me marcho.
Se dispuso a irse y trató de no pensar en la luz de la luna y los hocicos ensangrentados, en los ojos de Liliana y en el hecho de que había perdido a su guía y su caballo.
―No hagas tonterías ―lo interrumpió Liliana―. Te irás por la mañana.
―¿De verdad? ―preguntó Jace, incrédulo―. Después de todas estas muestras de indiferencia mutua, ¿ahora me pides que pase la noche aquí?
Liliana se acercó y se inclinó hacia él; sus labios casi le rozaban la oreja. Jace sintió un nudo en la garganta.
―La indiferencia no hace que se te acelere el pulso ni que te sonrojes ―le susurró al oído.
Jace sintió el calor del cuerpo de Liliana, pero el aliento que le rozó la mejilla era frío como el hielo. La sensación perduró mientras ella se apartaba. Un impulso pasajero regresó a las sombras, donde le correspondía estar.
―Que no se te suban los humos ―dijo ella―. Tengo una habitación de invitados.
―Ajá...
―Está en el sótano. Es más bien un calabozo.
―Qué acogedor ―opinó él.
Liliana le dio la espalda y se marchó.
―Los criados te acompañarán hasta allí. Buenas noches, Jace.
Se giró de nuevo hacia él, bajo la luz de la luna, y lo observó desde una distancia que parecía mucho más lejana de lo que era en realidad.
―Te irás por la mañana ―repitió con firmeza―. Luego tendrás que arreglártelas solo.
―Lo sé ―respondió él.
Jace dudó; quería decir algo más, pero no estaba seguro de lo que debía decir. Liliana se marchó y se apartó del haz de luz lunar, desapareciendo en las tinieblas.

Sombras Innistrad: Una Mirada Vacua y Despiadada

Innistrad ha entrado en una nueva era de paz y prosperidad. Avacyn, un poderoso ángel que personifica la esperanza y la protección para todos los humanos, ha regresado de su prisión y ayudado a los humanos a combatir los horrores que acechan en Innistrad. Los vampiros están en retirada y la maldición de la licantropía ha sido paliada por la Callamaldición, un edicto mágico de Avacyn que dio a los licántropos a elegir entre dos alternativas: convertirse en licanos, los sirvientes lupinos de Avacyn, o, en casos más raros, curarse por completo.
Las gentes de Innistrad prosperan bajo la mirada benévola y solidaria de Avacyn, trabajando en pos de un nuevo amanecer permanente para los humanos...


Las oraciones de diez mil almas calaron en Avacyn como una llovizna, un susurro suplicante y pleno de esperanza y miedo. Avacyn, vela por mis hijos; Avacyn, haz que mis cosechas crezcan fuertes; Avacyn, alivia mi dolor; Avacyn, concédele una muerte tranquila; Avacyn...

Planeó en el aire frío y liviano, tan liviano que sus alas no habrían bastado para mantenerla en vuelo sin la ayuda de otro poder. Se encontraba en uno de sus retiros preferidos, un valle inhóspito en las cumbres meridionales de Stensia. El frío era asolador a aquella altitud. Una gruesa capa de escarcha cubría todas las superficies, impidiendo la presencia de vida. Avacyn no sentía el frío. Apreciaba la soledad, la pureza de aquel lugar desprovisto de compañía salvo el crujido del hielo, el silbido del viento y el murmullo de las oraciones.
Las oraciones siempre estaban presentes, insistiendo constantemente en el fondo de su consciencia. Habían aparecido apenas instantes después de despertar. Al principio eran pocas. Pequeñas, vacilantes, tentativas. Con el tiempo, las oraciones medraron en número y se tornaron más directas, más suplicantes. Protégenos, sálvanos, ayúdanos.
¡Ayúdame! Un ruego desesperado sobresalió entre los murmullos normales. Era la voz de una mujer, una mujer que sufría. ¡Avacyn, por favor! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Por favor, Avacyn mía! Avacyn se concentró en la oración, en la mujer que se la enviaba, y vio una imagen de la humana vagando y sollozando en medio de una extensa pradera. Avacyn se elevó sobre las cumbres y descendió en picado hacia el sur, rumbo a Gavony. Aunque oía miles de plegarias por todo el mundo, rara vez tenía tiempo de prestarles atención individualmente.
Desde el comienzo de su existencia, Avacyn se había regido por una palabra: PROTEGER. Incluso ahora, pensar en ella evocó la cascada de imágenes que habían acompañado sus primeros momentos de existencia. El destello de un mundo cubierto de otoño y sangre, y los numerosos depredadores que se disponían a desolarlo. El vampiro y el licántropo. El demonio y el zombie. El geist y el diablo. Todos ellos quedaron grabados en la mente de Avacyn, en su mismísima identidad, como una amenaza que debía combatir y perseguir. Y luego estaban las imágenes de los mortales en todas sus formas y tamaños, cuya humanidad se definía por su fragilidad y su devoción. PROTEGER. Con el tiempo, su comprensión de aquella palabra aumentó, cobró nuevos matices. PROTEGERLOS. Aquel concepto era la esencia de Avacyn.

A lo largo de los años, el propósito de su existencia se había desarrollado con una belleza cristalina. Su tarea no era enfrentarse a todos los monstruos ni detener todos los males. Eso resultaría imposible. En vez de ello, lideraba e inspiraba a los humanos, fortalecía la fe de sus incontables seguidores; a su vez, dicha fe potenciaba las guardas y los amuletos que la humanidad utilizaba como medio para protegerse del mal. Había ocasiones en las que Avacyn luchaba, cuando un mal intratable o poderoso requería su intervención personal. Mas siempre había demasiados conflictos, demasiadas oraciones como para que Avacyn pudiera responder a todo el mundo.
No obstante, en ocasiones había súplicas que llegaban hasta ella, oraciones imbuidas de tal fe o desesperación que Avacyn sentía la obligación de ayudar. Al principio de su existencia no había sido muy consciente de aquella obligación; tan solo sabía que debía resolver en persona ciertas situaciones. Sin embargo, con el paso de los siglos había adquirido más control sobre cuándo y dónde involucrarse. Avacyn sintió la fuerza de la oración de aquella madre, el pánico que se había convertido en un crescendo de necesidad. El temor de aquella madre por su hijo era puro y sincero, y dicha pureza se ganó la intervención directa de Avacyn.
Sobrevoló a toda velocidad los valles de Stensia, describiendo una trayectoria infalible hacia su suplicante; la fuerza de su oración era como un faro en la mente de Avacyn. El manto de nieve que cubría las montañas dio paso a los árboles; la tiranía del sinfín blanco se convirtió en una amalgama de verdes, marrones y naranjas que anunciaban la llegada de la luna de cosecha. Avacyn no era propensa a reflexionar, pero no pudo evitar sentir satisfacción por todo lo que se había conseguido desde que salió del Helvault. Los licántropos habían desaparecido, algunos curados y otros convertidos en licanos, valiosos aliados para Avacyn y sus ángeles. Los diablos y demonios se habían dispersado y no suponían una grave amenaza. Y una vez más, como pocas veces había ocurrido desde el despertar de Avacyn, los vampiros estaban retrocediendo. La humanidad se había librado del largo asedio de la oscuridad y la civilización florecía.
Había llegado una nueva era para los humanos. Para el mundo. Y Avacyn estaría allí, continuaría velando por los humanos y el mundo, como había hecho siempre. No le gustaba sonreír, jamás había entendido de qué servía, pero sospechó que aquella era la sensación que tenían los humanos cuando sonreían: una profunda y completa satisfacción. Le pareció... correcta.

La luz del sol comenzaba a atenuarse, pronto caería bajo los bosques del horizonte. La noche se alzaría en breve. Mientras descendía hacia una pradera descampada y próxima a un bosque oscuro, vio a una mujer que yacía en la ladera limítrofe con el primer anillo de árboles. Sollozaba y gritaba un nombre―. ¡Maeli! ¡Maeli! ―La mujer se levantó y caminó hacia el bosque mientras Avacyn aterrizaba.
―Suplicante, he oído tu llamada. ―El tono de Avacyn era tranquilo y reconfortante, pero la mujer se giró aterrorizada hasta que reconoció a quién tenía ante sí.
―¡Avacyn! ¡Mi señora, habéis venido! ¡Mi hijo! ¡Por favor! ―La mujer estaba fuera de sí y tardó un tiempo en calmarse y explicar lo sucedido. Su hijo se había escapado de casa y lo habían visto adentrarse en el bosque. Aunque el mundo era mucho más seguro desde el regreso de Avacyn, distaba de ser seguro. Especialmente para los niños. La mujer había estado a punto de adentrarse en el bosque en busca de su hijo, a pesar de que eso habría puesto en peligro la vida de ambos. Avacyn le aseguró que trataría de encontrar al niño.
El asunto habría sido una trivialidad si el joven rezase a Avacyn, pero cuando prestó atención a los cientos de súplicas que susurraban en su cabeza en ese momento, vio que ninguna de ellas era la de un niño perdido en el bosque. Aun así, había otras formas de encontrarlo.

Avacyn voló sobre la espesura hasta situarse sobre el centro. Entonces canalizó su poder a través de su lanza y el filo metálico refulgió. Brilló con más y más intensidad, hasta eclipsar la luz del sol poniente, y Avacyn canalizó incluso más poder, iluminando el cielo en lo alto del bosque. Oyó el graznido de los pájaros, el correteo de los animales y el retumbo de otros seres mayores bajo la enramada; todos trataban de alejarse de su luz. Avacyn proyectó poder hacia su voz.
―¡Maeli! ¡Soy Avacyn! ¡Rézame! ―resonó su voz entre la arboleda. Después calló. Escuchó en busca del llanto de un niño y esperó oír cualquier cosa, excepto un silencio y lo que eso auguraría.
Ninguna voz surgió entre la enramada, pero una oración sí lo hizo. Avacyn, por favor, me he perdido y lo siento, y tengo frío y... Avacyn determinó el paradero del niño en su mente, se elevó y descendió hacia un lugar a pocos minutos de camino. Allí encontró al niño, acurrucado entre las ramas de un árbol.
―¿Avacyn? ―preguntó incrédulo al verla a ella y su lanza resplandeciente.
―Ven conmigo, joven. Estás a salvo. Te llevaré a casa. ―La voz de Avacyn sonó aún más suave, lo más suave que podía ponerla. Siempre se había sentido más cómoda con los niños. Su inocencia y su sinceridad hacía más fácil comprenderlos. El niño se acercó y su indecisión desapareció cuando Avacyn apartó la lanza a un lado y extendió el otro brazo hacia él. Maeli saltó y Avacyn lo estrechó antes de levantar el vuelo y salir del bosque.
Apenas tardó en localizar a la madre en las afueras y devolverle a su hijo. Los dos lloraron al abrazarse mutuamente. Avacyn deseó que todos los momentos de todos los días fueran como aquel. Familias reunidas. Miedos vencidos. Felicidad creada. Por eso existía ella. Satisfecha al terminar su labor, se dispuso a regresar a su retiro en las montañas. Sin embargo, un violento resplandor sacudió su cuerpo y agitó su visión.
De pronto lo vio todo doble: los árboles, la madre y el hijo, las briznas de hierba. Los duplicados se duplicaron a su vez. Un malestar palpitante recorrió su cabeza y Avacyn se desplomó sobre el suelo, encogida de dolor. Un panorama blanco destelló ante sus ojos, seguido de una imagen de numerosos obeliscos de piedra flotantes con runas grabadas en sus superficies, todos desplazándose unos con otros... Y entonces volvió a ver el paisaje normal. Avacyn miró repetidamente de un lado a otro para encontrar al agresor. Pocos vampiros habían tenido tanto poder como para lanzar semejante ataque. Tal vez fuera un señor demoníaco...
Sintió un zumbido suave en los oídos. Un murmullo bajo y constante cuyo volumen no aumentaba ni disminuía. Tan solo... estaba ahí, como un acompañamiento desacompasado para las oraciones que susurraban en su cabeza. Avacyn sintió tensión en la nuca y unos escalofríos involuntarios reptaron desde la base del cuello hacia el resto de la cabeza, como para alertarla de un ataque. Sin embargo, no hubo ataque alguno. Sacudió la cabeza con la esperanza de disipar el zumbido, pero continuó oyendo el murmullo detrás de sus pensamientos.
Los dos humanos seguían abrazados, aferrados la una al otro, aparentemente inmunes a lo que fuese que había asaltado a Avacyn. Mientras los observaba, las lágrimas de la madre se secaron y su rostro se endureció de rabia―. ¡Pero ¿cómo se te ocurre meterte en el bosque?! ¿Qué se te pasó por la cabeza? ¡Serás tonto! ―lo acusó zarandeándolo. Al pequeño humano se le descompuso el rostro y entonces se echó a berrear.
Las semillas de los hombres están podridas. Avacyn no supo de dónde procedía el pensamiento. Era como una oración, un mensaje enviado directamente a su cabeza, mas ningún mortal lo había pronunciado. Las semillas de los hombres están podridas. Se fijó atentamente en el niño y, donde antes había visto inocencia, ahora reconocía otros detalles: las manchas de la varicela, la nariz moqueante, las costras del deterioro orgánico. El rostro llorón y lastimero que necesitaba consuelo a pesar de que el niño había hecho algo malo.
Volvió a fijarse en la madre, en el semblante enfadado que volvía a ablandarse y trataba de calmar a su hijo. Estos mortales pasan de la ira al remordimiento constantemente, pero ¿acaso mejoran su conducta? Avacyn miró al niño, que no desistía de su lloriqueo. Qué efímeras son las vidas de estos mortales. Hoy, aquel humano tenía la forma de un niño. Mañana sería un hombre, sucio, zafio, propenso a la ira y la crueldad. Pasado mañana, su carne serían gusanos, gusanos que se retorcerían entre el polvo...

Avacyn se alejó trastabillando, desequilibrada, con la mente nublada. Levantó el vuelo meciéndose a un lado y a otro en el aire, con una inusual falta de elegancia, y dejó abajo a los dos humanos. Trató de escuchar las oraciones, pero todas las palabras estaban impregnadas del zumbido. No podía distinguir entre las plegarias y el ruido constante. Volvía a oír las mismas palabras una y otra vez, clavadas en su cerebro como una lanza.
Las semillas de los hombres están podridas.
Avacyn voló, buscó refugio de su propia mente. No hubo donde encontrarlo.

Macher paseaba por el claustro interior de la iglesia. Una desazón mordaz lo carcomía por dentro a pesar de que, normalmente, el patio del claustro le ayudaba a serenarse. Albergaba un hermoso jardín florido en el que podía alejarse del dolor y los horrores mundanos, sobre todo en las noches frías y oscuras en las que ningún otro sacerdote recorría el pavimento.
Pero cuando el dolor procedía del alma, ningún lugar ofrecía amparo.
Macher se detuvo bajo el símbolo plateado de Avacyn, situado sobre una pértiga de hierro en el centro del patio. Bajo la luz naranja oscuro de la luna de cosecha, los extremos puntiagudos del símbolo parecían proyectarse y salpicar el suelo musgoso; una curiosa ilusión producida por la luz de la luna. La mente de Macher reflexionaba a menudo sobre la naturaleza de las ilusiones. "Avacyn es real, ¿verdad?".
Macher no dudaba de su existencia, por supuesto. La había visto, había visto a sus ángeles. No cabía duda de que Avacyn era real. "Sin embargo, ¿es digna de nuestra devoción? ¿Es nuestra diosa?".
No podía huir de aquellos pensamientos.

Había sido un auténtico creyente durante la mayor parte de su vida, desde que sus padres lo abandonaron en la puerta de la parroquia local cuando aún era un bebé; un pasado que compartían muchos jóvenes en aquel rincón de la provincia de Gavony. La iglesia lo había alimentado, vestido y protegido. Lo había instruido en la doctrina de Avacyn incluso antes de que aprendiera a leer.
Su inquietud había despertado el año anterior, tras la misteriosa desaparición de Avacyn. Había sido una época funesta en la que los horrores del mundo asolaron Gavony, que había estado a punto de sucumbir. Macher conocía a Mikaeus, el antiguo lunarca, y la noche en la que lo vio convertido en zombie había sido la peor de su vida. Pero entonces regresó Avacyn, y Gavony era ahora tan segura como había sido siempre. Incluso más. Entonces, ¿por qué le surgían dudas después de semejante triunfo?
Circulaban entre el clero rumores de que Avacyn había estado atrapada, encerrada en el mismísimo Helvault donde se habían sellado a numerosas criaturas de la oscuridad. Los sacerdotes narraban milagros, afirmaban que el poder de Avacyn le había permitido salir de su prisión y traer una nueva era de luz al mundo.
Pero ¿cómo era posible, para empezar, que hubieran encerrado a un dios?
Una oración acudió de forma espontánea a su mente y sonrió con arrepentimiento. "Avacyn, te ruego que existas. Te ruego que seas real". La luna llena y naranja brillaba en el frío aire nocturno. El símbolo de Avacyn estaba completamente enmarcado por la luna y pareció resplandecer y retorcerse bajo la luz. Macher observó el fenómeno, paralizado, y se quedó absorto bajo el suave brillo.
Entonces oyó un batir de alas detrás de él.
Macher se giró y se quedó boquiabierto al ver descender a un ángel. Tenía unos impactantes ojos blancos rodeados de negro, alas grandes y lustrosas y cabello blanco plateado, teñido de tonos naranjas y rojos a la luz de la luna. Portaba una gran lanza de platalunar que desprendía un brillo blanco, con chispas rojas en las puntas. Avacyn... La mismísima Avacyn descendía hacia el patio.
El ángel plegó las alas al aterrizar y clavó la mirada en Macher. Nunca había visto los ojos de Avacyn. Sus iris eran blancos como el marfil, pero los contornos oscuros llamaros su atención y no la soltaron. El tono negro se intensificó, se extendió. Los ojos parecían dos estanques manchados de tinta, un caos creciente que...
―¿Oyes a las abejas? ¿Oyes sus gritos? ―Las palabras de Avacyn salieron precipitadamente de sus labios y rompieron el hechizo de los ojos. Su mirada vagaba sin descanso de un lado del patio a otro.
―Avacyn... ―Macher no entendía a qué se refería ni por qué parecía tan inquieta―. ¡Avacyn, habéis venido! ¡Habéis acudido! ―dijo sin pensar. Sintió un inmenso alivio. Había rezado a Avacyn y esta se encontraba ahora ante él. Se sintió culpable por haber dudado de su diosa. "Ha venido a guiarme de nuevo a la luz, a la verdad".
―Me has rezado para que acudiese... ―dijo tras dejar de mirar hacia los alrededores y centrarse en Macher. Su rostro cambió. Su voz era fría, tajante―. Me has llamado. Lo has hecho porque dudabas de mí. ―Esta vez arrastró las palabras, hizo pausas antes de algunas, como si al mismo tiempo aguzase el oído en busca de algo, o como si escuchase algo. Entonces levantó su lanza―. Existen otras formas de acabar con tus dudas. ―Sus labios se torcieron hacia arriba, temblorosos, formando una extraña imitación de una sonrisa.
Macher se estremeció en la oscuridad, miró hacia la luna naranja que resplandecía a espaldas de Avacyn, y deseó estar en cualquier otro lugar.
―¿Eres puro? ―Las palabras de Avacyn fluyeron como la miel.
―¿Qué...? ―Macher no lo entendía. Había imaginado muchas veces cómo sería conocer a Avacyn, pero jamás había pensado en una situación como aquella.
―¿E-res pu-ro? ―Esta vez, cada sílaba sonó clara y cortante como el cristal.
―¡S-sí! ¡Soy puro! ―Macher se sintió aliviado. Su diosa se había enojado con él. Tenía motivos para hacerlo. Había dudado de ella, pero sus dudas habían desaparecido―. Puro en mi...
―Claro que no eres puro. ―Las palabras de Avacyn ahogaron las de él, no permitieron que sonaran―. ¿Cómo podrías serlo? Has nacido. ―El desprecio que desprendía la última palabra era inconfundible. Avacyn le miró a los ojos y Macher volvió a ver la oscuridad creciente, una negrura infinita que amenazaba con devorarlo... Sintió vértigo y se tambaleó, estuvo a punto de caer al suelo. Al perder el contacto visual, el vértigo pasó. Volvió a erguirse y procuró no mirar directamente a Avacyn. "No debes mirar fijamente a la divinidad".
»¿Has perdido la fe en mí tan fácilmente, mortal? ―Los labios de Avacyn dibujaron lo que en un humano habría sido una sonrisa desdeñosa.
Macher balbuceó, incapaz de componer una respuesta coherente.
―La cuestión más interesante es... ―Avacyn hizo una pausa y levantó la vista hacia el cielo nocturno, como si la luna le hablase―. ¿He perdido yo la fe en vosotros? ―Cuando terminó la frase, lo miró directamente. Macher quiso gritar, pero se había quedado sin voz. Sintió un chorro húmedo corriendo pierna abajo y formando un charco a sus pies. El terror se apoderó de él y se desplomó en el suelo musgoso hecho un ovillo, con los ojos fuertemente apretados.
A pesar del pánico y los ojos cerrados, sintió una luminiscencia que se aproximaba. Un frío gélido invadió su espalda y entonces gritó. Cuando se quedó sin fuerzas para seguir chillando, oyó un susurro―. Pronto... ―Y sintió en el rostro un roce suave como la de una pluma. Unas alas batieron el aire y la luminiscencia se desvaneció. Pasó mucho tiempo hasta que abrió los ojos. No se movió en el resto de la noche, envuelto en una aterradora certeza sobre la naturaleza de su diosa.


Liont despertó con el hermoso sol invernal. La luz tenue le bañó el semblante y reclamó su atención. Normalmente, las contraventanas evitaban aquellos despertares involuntarios, pero se había olvidado de cerrarlas la noche anterior. Una de ellas colgaba torcida. "Tendré que arreglarla después".
Preguntó a su esposa qué tal había dormido, pero no obtuvo respuesta. Se había quedado despierta hasta tarde. Era extraño que él se hubiera despertado primero. Lo más habitual era que Hilde lo despertara con una caricia o que las voces de los niños lo sacaran del sueño. Se levantó peleándose con las sábanas desgarradas y hechas jirones. Le esperaba un largo día de trabajo y quería empezar cuanto antes.
El negocio iba en auge; su herrería nunca había tenido tanta clientela. Liont se pasaba la mayor parte del día delante de la fragua y el yunque, y seguro que no tardaría en necesitar un segundo aprendiz. Desde que Avacyn había regresado hacía un año, la demanda de herramientas y arados se había disparado. Y desde el inicio de la Callamaldición, Liont era capaz de satisfacer esa demanda.
La Callamaldición... Todo había cambiado gracias a ella, a la bendición de la magia de Avacyn. Algunos licántropos se habían convertido en siervos de Avacyn, los licanos. Sin embargo, Liont se había curado por completo y todos los días daba las gracias por ello a Avacyn. Había regresado junto a su familia, a su hogar. Podía visitar el pueblo y mirar a la gente a los ojos sin nada que temer. La ausencia de miedos era maravillosa. Ya no cargaba con ninguna preocupación ni sentía un hambre constante carcomiéndolo por dentro. No miraba la luna preguntándose si la noche atraería la oscuridad, la auténtica oscuridad. Todo se había desvanecido en la luz gracias al poder benévolo de Avacyn. Liont volvía a tener una vida. Una vida con su familia.

Se vistió con las prendas que había dispersas por el suelo. "Hay que darle un remiendo a esto y esto. Se lo pediré a Hilde por la noche". Volvió a sentarse junto a ella para despertarla. Estaba adormecida, quieta, su voz sonaba débil debido al sueño.
―Buenos días, cariño ―susurró ella sin mover los labios. Liont quiso contarle una broma para ver su hermosa sonrisa, pero Hilde no tenía muy buen humor por la mañana.
―Me voy al taller, tengo que empezar con el arado de Nickers. Los niños todavía duermen. ―Hilde no respondió―. ¿Estás bien, cielo? ―Se acercó más a ella.
―Las plagas florecen ―dijo Hilde con un hilo de voz.
―Claro, cielo, claro. ―Liont la dejó tranquila―. Volveré a la hora de comer.
―Liont. ―Su voz sonó más alta, más fría―. Cuando llamen a la puerta, no abras.
Liont sintió un escalofrío en la espalda. "Cuando llamen a...", pero dejó de pensar en ello. Hilde volvía a dormir y yacía inmóvil en la cama destrozada. "Debió de estar despierta hasta muy tarde".
Fue hasta la cama de sus hijos pisando astillas de madera y fragmentos de cristal, que crujieron bajo sus pies. "Hilde se va a enfadar cuando vea este desastre. Lo barreré más tarde".
Se detuvo primero junto a Talia, tumbada boca abajo. No se movía, y sus ojos brillantes, que siempre se alegraban de verle, seguían cerrados mientras descansaba. La meció ligeramente y abrió los ojos.
―Buenos días, papá. ―Su voz era lánguida, monótona. "Debe de estar muy cansada. Le dejaré descansar".
―Perdona, hija. Vuelve a dormir. ―Se inclinó y la besó en la frente, fría al contacto de sus labios cálidos.
―Papá, cuando llamen a la puerta, no abras. ―Sus palabras ganaron fuerza. Sonaba asustada. Cuando se separó después de besarle la frente, vio que ya dormía de nuevo.
Liont se dio cuenta de que también tenía miedo, pero lo descartó. Era extraño sentir miedo en una clara mañana de invierno, con el sol entrando por las ventanas rotas y las grandes hendiduras de las paredes. "Qué frío hace aquí. Tendré que sellar esos agujeros".
Caminó al otro lado de la cama para despedirse de su hijo. Jan tenía tres años menos que Talia; la diferencia de edad perfecta para que quisiera hacer lo mismo que su hermana mayor, pero de una forma que a ella la sacaba de sus casillas. Lo normal a aquellas horas era que Jan corretease por la casa hasta que su madre le dejase ir a jugar fuera, en el patio cercado entre la casa y la herrería. Sin embargo, aquella mañana estaba quieto y en silencio.
Mientras Liont miraba a su hijo mientras dormía, los ojos del niño se abrieron súbitamente.
―Buenos días, papá. ―Liont apenas pudo oír su voz apagada. Se preguntó si su hijo estaría enfermo, si sería mejor que lo viese un sanador...
―Papá, cuando llamen a la puerta, no abras. ―Los ojos del niño se cerraron de nuevo y Liont se percató del silencio que reinaba en la habitación, excepto por la respiración ruidosa de una única persona. A pesar del sol que entraba y del viento gélido que silbaba entre las grietas de las paredes, Liont se sintió sofocado; en su cabeza había una presión que no cesaba.
Liont inclinó la cabeza bajo la presión dolorosa. La habitación estaba impregnada de un olor metálico y acre. Tenía que salir de la casa. Tres voces gritaron en su cabeza inclinada: "Cuando llamen a la puerta, ¡no abras!".
Llamaron a la puerta.
Liont levantó la cabeza. Miró hacia la puerta. Pero no había ninguna puerta. En su lugar solo había un espacio vacío e iluminado por el sol. Cuando llamen a la puerta, no abras. La puerta no solo había desaparecido, sino que las bisagras se habían doblado y retorcido. "Haré unas bisagras nuevas, pero primero tengo que terminar el arado de Nickers y...".
Llamaron a la puerta otra vez. Un sonoro golpeteo resonó en la habitación.
Cuando llamen a la puerta... Liont volvió a mirar el espacio vacío donde había estado la puerta. Algo iba mal. ¿Por qué estaba su casa hecha pedazos? "Ahora no puedo pararme a limpiar esto. Tengo que ir a la herrería". Más golpes. Toc. Toc. Toc. "¿Cómo es posible que llamen? Pero si no hay puerta". Un dolor recorrió su cabeza, tan intenso y súbito que cayó de rodillas bajo la presión. Cuando cerró los ojos con fuerza, vio una puerta brillante en su mente, una puerta brillante y que palpitaba con un tono rojo. Oyó que llamaban de nuevo, más golpes fuertes, y el origen del ruido estaba detrás de la puerta roja, la puerta de su mente. Solo tenía que abrirla para que dejaran de llamar. Todo iría bien si el ruido cesaba. Acercó una mano mentalmente para... no abras.
Liont sujetó el pomo de la puerta que había en su cabeza. Era metálico y frío como el hielo. Trató de girarlo, pero se negaba a ceder. Lo giró de nuevo, con la mano dolorida por el frío, y siguió girando con un gruñido. El pomo cedió.
Liont abrió la puerta. La realidad reprimida apareció súbitamente ante él. Vio lo que había detrás de la puerta.
"No no no no no no...". Aún de rodillas, se meció adelante y atrás, adelante y atrás, apretándose la cabeza con dolor y rabia. Había sangre por todas partes. En las paredes, en la cama, en el suelo. Sus manos y su torso estaban empapados. La sangre se extendía por la ropa hecha jirones que se había puesto hacía unos minutos. Miró horrorizado el cuerpo de Hilde, que yacía sin vida en la cama, con el rostro congelado por el terror.
"¿Quién lo ha hecho?". Sabía quién había sido el culpable. Unas imágenes febriles acudieron a su mente. Los rugidos, los gritos, las garras alzadas a la luz de la luna... Levantó la cabeza y aulló su agonía al frío sol invernal, el sol que sucedía a la luna del cazador.

"La Callamaldición... ¿Qué le ha ocurrido a la Callamaldición?". Lo que había hecho no tendría que haber sido posible. Él ya era libre. ¡Libre! Rugió una oración al cielo: "¡Avacyn! ¡¿Por qué me has abandonado?! ¡Avacyn!".
Permaneció de rodillas durante mucho tiempo, sollozando. Quería morir. Quería recuperar a su familia. Quería oír la risa de Talia y Jan. Quería oírlos discutir. Quería regresar al día anterior. "Por favor, permite que vuelva a ser ayer. Permíteme dormir y despertar siendo ayer. Me levantaré y me marcharé. Me iré y jamás regresaré. Solo permite que vuelva el ayer, que...". El tejado de la casa estalló por encima de él.
Liont levantó la vista y vio una silueta flotando en lo alto, una silueta con alas, cabello plateado y una gran lanza brillante. "¿Acaso es...? ¿Sería capaz de...?".
―Por favor... Por favor... ―graznó con la voz llena de dolor, apenas capaz de formar las palabras. El ángel, tal vez la mismísima Avacyn, no respondió; parecía que ni siquiera le había oído. Entonces apuntó la lanza en dirección a él. Las puntas se volvieron brillantes, más brillantes que el sol, y una energía punzante lo alcanzó en el pecho, abrasándole la ropa y la piel.

Liont gritó de agonía a pesar de que aceptaba el dolor. "Esto es lo que merezco". Sin embargo, el ángel quizá pudiera salvar a su familia. Su vista se tornaba borrosa. Tenía que...
―Clemencia, por favor. Clemencia para... ―Sus labios dejaron de moverse, la voz le falló. La súplica continuó en la oscuridad creciente de sus pensamientos. "... mi familia. Para mi querida familia. Por favor. Ellos merecen...".
El ángel dirigió de nuevo la lanza contra él. Sus labios se curvaron hacia arriba y pronunciaron las últimas palabras que Liont escucharía.
―¡Justicia! No habrá clemencia. ―El arma resplandeció.
"Clemencia", pensó Liont al morir.

"Se avecina una tormenta", pensó Sigarda. Un relámpago destelló en el cielo gris oscuro, pero el trueno no estalló. Era extraño ver una tormenta en pleno invierno, la estación dominada por la luna del cazador. El ambiente estaba cargado desde hacía días, las nubes grises no se agitaban, y ahora acababa de presenciar un relámpago sin trueno, una tormenta sin lluvia. Sigarda oteó desde las alturas el extenso bosque y se sintió intranquila.

Estaba en su residencia personal. Las paredes de piedra desnuda y los cuatro gruesos contrafuertes contrastaban con el panorama abierto de los bosques verde oscuro salpicados por zonas blancas cubiertas de nieve. Sigarda podía ver kilómetros de paisaje en todas direcciones y a menudo pasaba largos períodos allí, cuando buscaba meditar en silencio. La residencia se encontraba en lo alto de una torre abandonada hacía mucho tiempo en la provincia de Kessig; una torre construida siglos atrás, cuando los humanos eran más ambiciosos.
Su ambición había regresado en tiempos recientes. El regreso de Avacyn hacía un año había marcado el inicio de una era de paz y tranquilidad. Los humanos habían vuelto a extenderse por el mundo, construyendo nuevos hogares, haciendas y pueblos. Sin embargo, en las últimas semanas habían circulado noticias preocupantes por toda la región; noticias de revueltas, desapariciones y matanzas. Una sombra se cernía sobre el mundo y Sigarda quería descubrir la causa.
Un relámpago iluminó el cielo oscuro, y otro, y entre el primer destello y el segundo sintió que sus hermanas se aproximaban. Ambas aterrizaron en el santuario momentos después.
La pequeña Bruna, ataviada con su armadura ligera azul y blanca y su cola de seda con ribetes rojos. Empuñaba su bastón, cuya punta brillaba con poder, como si se dispusiera a abatir a un enemigo. La alta Gisela, vestida con los colores rojo y blanco de su Legión de la Noche Dorada, y con sus espadas gemelas ya desenvainadas. "Están preparadas para una batalla", pensó Sigarda. Entonces recordó a su otra hermana, la que había muerto hacía un milenio, y sintió un escalofrío.

―Hola, hermana mía ―saludó Bruna con un extraño tono cantarín.
―No respondiste a nuestro llamamiento ―dijo Gisela.
Sigarda no lo había considerado un llamamiento. Un ángel de la Noche Dorada había solicitado que visitase a Gisela hacía una semana, pero Sigarda estaba ocupada colaborando con las comunidades locales en la reconstrucción del interior de Kessig.
―Otros menesteres requerían mi atención, hermana. Ignoraba que se tratase de un asunto urgente. ¿En qué puedo ayudaros? ―Sigarda se preguntó si los otros ángeles habían sufrido un ataque. Eso explicaría la actitud de sus hermanas.
―Ya no importa ―dijo Gisela.
―Hemos venido nosotras ―añadió Bruna.
Cuando habían aterrizado en el santuario, las dos estaban muy juntas, casi hombro con hombro. Sin embargo, ahora se habían separado, caminando cada una hacia un lado distinto de Sigarda. La forma en que Bruna sostenía su bastón y Gisela empuñaba sus dos espadas hizo que echase muy en falta su guadaña, que descansaba en una sala del piso inferior. "¿Qué pretenden?".
―Solo hemos venido... ―empezó Bruna.
―A hablar. Hace mucho tiempo que no te vemos. Hermana ―terminó Gisela.
Las dos siguieron situándose a ambos lados de Sigarda, en los bordes de su visión periférica. No podía creer que sus hermanas se dispusieran a atacarla, pero la única explicación lógica para su comportamiento era que se preparaban para hacerlo. Sigarda nunca había luchado contra ninguna de ellas, pero estaba segura de que podría detener a Bruna si conseguía recuperar su guadaña. Bruna no era especialmente hábil en combate directo; sus puntos fuertes eran otras disciplinas. Gisela, sin embargo... Gisela sería el problema.

Más relámpagos centellearon en el exterior, y esta vez estalló un trueno ensordecedor. Cuando el estruendo cesó, Avacyn descendió sobre el santuario.
Sigarda no había sentido a Avacyn, no como sentía la proximidad de sus hermanas. Jamás había podido sentirla. Avacyn las lideraba, pero no era una de ellas. Lo había demostrado hacía mucho tiempo. Sigarda no podía negar que era poderosa, que era capaz de luchar contra los horrores de Innistrad y de inspirar a los humanos para que continuaran luchando. Pero Sigarda aún añoraba a su hermana.
Bruna y Gisela se habían situado a su espalda y Avacyn flotaba ante ella. Era alta, incluso más que Gisela, con una piel de alabastro perfecta y una impactante melena plateada. Su lanza de platalunar resplandecía, aunque Avacyn no necesitaba armas para luchar. Si la situación desembocaba en un combate, Sigarda no caería fácilmente, ni siquiera contra Bruna y Gisela a la vez. Pero si Avacyn había venido a luchar...
Si Avacyn había venido a luchar, Sigarda estaba muerta.
―Sigarda, la gran labor dará comienzo pronto. ―La voz de Avacyn tenía una entonación extraña. Casi como si la acompañase un leve siseo o zumbido. A primera vista, Avacyn parecía la de siempre, pero Sigarda percibió algunas rarezas. Las puntas de su lanza estaban torcidas. El metal parecía fluir mientras se fijaba en él. Se preguntó qué clase de poder canalizaba Avacyn a través de su lanza. No obstante, lo más perturbador eran sus ojos. Donde normalmente había un blanco puro, ahora se distinguían extraños brillos negros en los iris, una opacidad momentánea que devoraba la luz.
Los tres ángeles tenían una relación larga y complicada con Avacyn. Gisela, Bruna y Sigarda no eran realmente hermanas, no en ninguno de los sentidos que se aplicaban a los humanos. Sin embargo, procedían de la misma esencia, del mismo amanecer, y habían luchado juntas contra los horrores del mundo desde hacía muchísimo tiempo. Antes de que Avacyn apareciese por primera vez hacía un milenio, había cuatro hermanas; una de ellas era la más antigua y poderosa de todos los ángeles. Bruna. Gisela. Sigarda. Y aquella cuyo nombre ya no pronunciaban.
Al principio no sabían qué pensar de Avacyn. Era un ángel, una de ellas, mas no lo era. No podían sentirla como sentían a los otros ángeles. Era fría, opaca, reservada. Sigarda sabía que muchos humanos pensaban lo mismo de los ángeles, pues había muchos motivos por los que les resultaba difícil simpatizar con los mortales. En cambio, los ángeles solían gozar de un propósito compartido, de un vínculo que solo podían experimentar con sus congéneres.
Avacyn no compartía ningún vínculo con los otros ángeles.
Sin embargo, su poder era incuestionable. Imparable, de hecho. Las cuatro hermanas jamás habían visto un ángel con el poder y la seguridad que Avacyn poseía. Y en cada uno de sus primeros encuentros con ella, la seguridad de Avacyn había sido embriagadora. Siempre parecía confiar en todas las acciones que realizaba, en todos los planes que preparaba.
Los humanos no eran las únicas criaturas que necesitaban creer en un dios.
Y entonces fue cuando Avacyn se volvió en contra de su hermana. Sigarda admitía que era rebelde, que llevaba a cabo acciones cuestionables y formaba alianzas poco gratas. En ocasiones se asociaba con vampiros y brujas, o incluso con demonios y diablos. "Debemos conocer a nuestros enemigos si pretendemos derrotarlos", decía ella. Los demás ángeles a menudo desconfiaban de ella y la aborrecían, incluso sus tres hermanas. A pesar de todo, las cuatro compartían un vínculo fuerte y, aunque su hermana recorría una senda muy diferente, seguía siendo su hermana.
Y lo fue hasta el día en que se alió con un señor de los demonios, un acto que todas ellas condenaron. Avacyn la declaró hereje, cómplice de los monstruos que los ángeles y ella habían jurado derrotar. Las tres hermanas restantes se mostraron de acuerdo con Avacyn, pero no se unieron a la cruzada contra su hermana oscura. Avacyn no necesitó su ayuda. Hacía mil años, Avacyn había destruido en solitario a su hermana y su pequeña legión, y todas ellas habían prohibido incluso mencionar su nombre.
Y ahora, Avacyn quizá se dispusiera a hacer lo mismo con Sigarda.
―¿La gran labor? Ignoro en qué consiste. Ilumíname. ―Sigarda calmó su discurso, su respiración. Luchaba mejor cuando estaba tranquila. Gisela y Bruna ya no entraban en su campo de visión, pero podía sentirlas detrás de ella. El aire estaba viciado y cargado; un hedor a podrido emanaba de alguna parte, no disimulado por el olor intenso que traía la tormenta.
―La verdad estaba ante nosotras desde hace mucho tiempo, Sigarda, pero no podíamos verla ―dijo Avacyn con aquella extraña voz casi siseante―. Combatimos a los monstruos: vampiros, licántropos, zombies y brujas y nigromantes y diablos. Pero ¿por qué? Porque destruyen. Saquean y devoran. Actúan con violencia contra la tierra con el único propósito de sembrar el caos. ―Avacyn se detuvo, miró detenidamente a Sigarda, sus ojos volvieron a desprender destellos negros, y Sigarda sintió que la estancia encogía, la oprimía.
»Los hemos castigado y matado por sus crímenes. Pero los humanos son idénticos. ―Avacyn sonrió y Sigarda se dio cuenta de algo: en los mil años que habían transcurrido desde que conoció a Avacyn, jamás la había visto sonreír. Su sonrisa no era agradable. Era completamente incoherente con el resto de su rostro, con su mirada. Era como si una reacción involuntaria curvase hacia arriba la comisura de sus labios, sin que sintiera alegría ni felicidad.
»Se reproducen en su inmundicia, crean nuevos engendros para destruir los bosques, contaminar el agua, mentir, engañar y asesinarse entre ellos ―prosiguió Avacyn alzando la voz y marcando las palabras, perdiendo la pronunciación extraña de antes―. ¿Alguna vez han hecho algo digno? ¿Qué han logrado que merezca considerarse magnífico? Podríamos exterminar hasta el último de los susodichos "monstruos" de este mundo, a todos los vampiros y licántropos, pero ¿qué ocurriría entonces? ¿Habría paz? ¿Habría una luz duradera?
Avacyn vio confusión en el rostro de Sigarda, y su repulsión. Entonces se rio, prorrumpió en una carcajada estridente que casi sonaba como un graznido―. Conoces la respuesta, Sigarda. Conoces la verdad.
Y Sigarda conocía la verdad. Los humanos eran proclives a cometer actos horribles, actos de maldad intencionada y de negligencia accidental, ambos igual de devastadores. Era verdad que mentían, engañaban y asesinaban. Sin embargo, también hacían cosas maravillosas. Amaban y construían. Se sacrificaban por el prójimo y eran leales. Tenían libertad para hacer el bien o el mal, para establecer el orden o sembrar el caos, y esa libertad hacía de todos sus actos nobles un valioso diamante que relucía en las tinieblas de la noche.
Además, nada de aquello importaba. Incluso si los argumentos de Avacyn fuesen convincentes o interesantes, los ángeles no traicionaban a los humanos. Era como si Avacyn razonase que el sol debía nacer por el oeste, o que la luna ya no debía crecer ni menguar.
Sigarda no respondió. No vio de qué serviría. A Avacyn no le interesaba conversar. Ante su silencio, Avacyn continuó―. Lo entiendo, Sigarda. Estas verdades son duras, difíciles. Bruna y Gisela también tardaron un tiempo en entenderlas, pero finalmente vieron la luz.
Al oírla, sus dos hermanas intervinieron.
―Ahora creemos... ―dijo una.
―Hermana. La gran labor debe comenzar ―continuó la otra. Al no ver sus caras, Sigarda se dio cuenta de que ya no distinguía a quién pertenecía cada voz.
―Volveremos. Pronto ―dijo Avacyn―. Necesitaremos tu ayuda. Los impuros deben ser purificados, castigados. Abriremos un camino hacia la auténtica luz. Para nosotras y para quienes, como nosotras, puedan lograr y mantener la paz. Imagínalo, Sigarda. El fin de la violencia, de la guerra, de la oscuridad.
―La luz eterna ―dijo una voz detrás de ella, aunque no pudo distinguir quién había hablado. Tal vez lo hubieran hecho al unísono.

Avacyn levantó su lanza y la dirigió hacia el techo de piedra. Una explosión de fuerza surgió de ella y el tejado... desapareció. El poder de Avacyn lo había vaporizado. Solo cayó una fina capa de polvo que cubrió a los ángeles con una ceniza ennegrecida.
―Pronto ―dijo Avacyn, y se elevó hacia el cielo gris oscuro―. Pronto ―dijeron Gisela y Bruna detrás de ella antes de marcharse.
Sigarda permaneció de pie en su residencia destrozada, observando la danza de los relámpagos en los cielos grises, que seguían sin descargar lluvia alguna. De sus ojos manaban lágrimas que salpicaron el suelo de piedra cubierto de polvo. Pensó en su hermana oscura, fallecida hacía mil años, y se preguntó por qué no había luchado por ella; por qué ni siquiera lo había intentado.
"Se avecina la tormenta". Sigarda pensó en los ángeles de su legión y se preguntó si alguno de ellos ya se habría puesto de parte de Avacyn. Pensó en los humanos que podrían ayudarla a hacer frente a Avacyn. Eran pocos, muy pocos. Pero Sigarda sabía que no importaba, incluso si nadie se unía a su causa. "La tormenta ha llegado. Y esta vez voy a luchar".

―¡Maeli! ¡Maeli! ―La voz de Kelse resonó en el aire crepuscular. "¿Dónde se habrá metido este niño?". Kelse miró bajo los portales y buscó entre los arbustos. La mayoría de los aldeanos la ignoraron. "No puede haberse escapado otra vez", se dijo a sí misma con la esperanza de que fuese verdad. Kelse hizo un esfuerzo para no pensar en lo que había sucedido pocos meses antes, cuando que se había escapado. Cuando Avacyn había intervenido para salvar a su hijo.
La mayoría de los vecinos no la habían creído. Maeli y ella nunca habían recibido un trato fácil en el pueblo, sobre todo desde la muerte de Hanse. Desde que enviudó, no era más que la forastera extraña que venía de Kessig, con un hijo salvaje que se parecía demasiado a su madre. Y cuando regresó aquella noche con su hijo en brazos y divagando sobre la aparición de Avacyn... En fin, ella probablemente tampoco se lo habría creído si se lo contasen.
Sin embargo, Avacyn había acudido, había salvado a su único hijo. Maeli había nacido durante la luna nueva y siempre había sido un muchacho especial, vivaz y libre. Los vecinos tenían razón: Maeli se parecía a ella. Físicamente era como su padre, un parecido que a Kelse le proporcionaba una inmensa alegría, pero también un gran dolor. En cambio, su carácter era más parecido al de ella: inquieto, ansioso por explorar.
Lo que no había contado a los aldeanos era lo mucho que se había enfurecido con Maeli aquella noche. Claro que se había preocupado por él, hasta el punto de desesperar. El miedo a perder a su hijo había alimentado su plegaria a Avacyn, una oración tan fuerte que el ángel había respondido. Cuando Avacyn dejó a Maeli en sus brazos, lo único que sintió fue alivio, una alegría inmensa que la hizo llorar de la emoción.
Hasta que el cambio se apoderó de ella.
No podía describirlo, no podía explicarlo. Todo su amor y cariño se habían desvanecido repentinamente en la oscuridad y la rabia la había invadido, como un relámpago que la alcanzaba en el corazón. No era rabia lo único que había sentido, sino un resentimiento y un desprecio hirvientes; emociones que nunca había sentido con Maeli. Y lo que era aún peor: había mostrado aquellas emociones delante de Avacyn. De Avacyn, que había salvado a Maeli. Que la había salvado a ella.
Pero cuando Avacyn se marchó de aquella pradera oscura, la rabia se había desvanecido. Jamás había vuelto a sentirla. Lo único que le importaba a Kelse era que había recuperado a su hijo, la alegría de su vida. "Ahora solo tengo que volver a encontrarlo".

En la entrada de la aldea, las antorchas de la empalizada titilaban y crepitaban con el viento frío del invierno, mientras que las sombras se extendían a medida que caía la noche. Kelse se mordía el labio y se preguntaba dónde debería mirar a continuación, cuando de pronto oyó un chillido a sus espaldas. Se giró asustada, pero entonces vio a Maeli corriendo hacia ella con una gran sonrisa en la cara y chillando "¡mami, mami!", lleno de alegría.
Se lanzó a sus brazos y la abrazó con fuerza, y Kelse lo estrechó igual de fuerte. "Eres lo único que necesito en el mundo. Que los vecinos me desprecien y desconfíen. Me da igual. Porque te tengo a ti".
―¿Dónde te metías? ―Se esforzó para no permitir que aflorase su enfado por tener que ir a buscarlo. A Maeli le encantaba explorar y ella quería que lo hiciese. Quería que su hijo siempre...
Todas las antorchas se apagaron repentinamente; sus llamas se habían extinguido. No había sido por el viento. El ambiente frío se había vuelto completamente silencioso. Maeli se aferró a su madre y ella lo protegió entre sus brazos. Se oyó un grito en los alrededores. Entonces, Kelse captó un destello de luz en lo alto y levantó la vista hacia el cielo.
Un grupo de ángeles sobrevolaba la aldea.

Contrastando con el naranja y púrpura del cielo oscureciente, las alas de los ángeles batían en las alturas. Todos portaban armas; espadas, lanzas y bastones, y muchas de aquellas armas brillaban con una luz dorada o plateada. "Las estrellas descienden de los cielos", pensó Kelse. Bajó la vista hacia Maeli, que tenía los ojos clavados de asombro en el cielo.
Un ángel apuntó su lanza reluciente hacia la aldea y un rayo luminoso surgió hacia una de las casas. La vivienda quedó bañada en una luz brillante durante varios segundos, pero entonces el tejado de paja estalló en llamas. El ángel dirigió su lanza contra otra casa y hubo otro resplandor seguido de una explosión. Los demás ángeles descendieron en picado blandiendo sus espadas ígneas y la noche se llenó de gritos y aullidos. Maeli chilló entre los brazos de Kelse; su asombro se había transformado en terror.
Kelse no podía moverse; tenía los músculos congelados y las piernas clavadas en la tierra. Por un momento pensó que los ángeles quizá habían venido para erradicar vampiros, licántropos o algún otro mal, pero desde las afueras de la aldea vio morir a los vecinos a golpe de espada, o consumidos por la luz y las llamas doradas. "Vienen a matarnos". Maeli chilló de nuevo y la sacó de su parálisis.
―Maeli. Maeli, cariño, escúchame. Tienes que correr. Corre lo más rápido y lejos que puedas, métete en el bosque y no vuelvas. Pase lo que pase, no mires atrás, no vuelvas. ―Kelse oyó sus propias palabras como si las hubiera dicho otra persona y se sorprendió de lo tranquilas que sonaban. Hubo más explosiones y gritos en la aldea.
―Mamá... No puedo... ―balbució su hijo.
―¡Maeli, escúchame bien! ―repitió Kelse con voz clara y autoritaria―. ¡Vete! ¡Corre como nunca has corrido! ¡Hacia el bosque! ―Se separó de su hijo y lo apartó de ella. El niño la miró unos instantes con lágrimas en los ojos, hasta que se dio la vuelta y se marchó corriendo entre las zarzas y los setos del exterior de la aldea. Kelse sintió un profundo dolor en el corazón. "¡Corre, hijo mío!".
Miró hacia arriba y vio que el ángel que había dado comienzo a la destrucción la observaba desde el cielo. La miraba a ella y más allá, hacia el bosque. "¡No, no le hagas nada!". Kelse prorrumpió en gritos y echó a correr en dirección al ángel que flotaba sobre ella.
Avacyn, pensó Kelse. Tal vez aquellos ángeles estaban poseídos por espíritus malvados o eran una fuerza maléfica que trataba de engañarlos. Ocurriera lo que ocurriese, Avacyn vendría a salvarlos. De pie justo debajo del ángel, Kelse inclinó la cabeza. Avacyn, escuchad mi ruego. Ayudadme, ayudadnos. Por favor, Avacyn mía, ya salvasteis a mi hijo una vez. Os suplico que lo hagáis de nuevo. Salvadnos a todos.
―No necesitas rogarme para que oiga tus mentiras, criatura. Aquí me tienes. ―Kelse escuchó la voz justo encima de ella. Levantó la vista y vio un ángel con atuendo negro, alas empapadas de sangre carmesí y unos ojos oscuros y despiadados que no se asemejaban en lo más mínimo a los ojos compasivos que había visto pocos meses antes. La voz sonaba familiar y extraña a la vez, como si una especie de acento mancillara sus palabras.

Era Avacyn. Avacyn estaba allí. Avacyn estaba destruyendo su aldea.
"Esto no tiene sentido". Por un momento, Kelse creyó que tal vez se tratara de un sueño. Se fijó en la lanza de Avacyn, en sus largas hojas desigualadas y unidas a un símbolo de Avacyn que emitía un brillo hermoso. Sin embargo, el símbolo estaba retorcido, deformado, como si el metal se hubiera vuelto agrio. "Es imposible. El metal no puede retorcerse de esa manera. Esto tiene que ser una pesadilla".
Pero sabía que era real. Los ángeles se habían vuelto contra ellos. Los ángeles estaban matándolos.
―¡¿Por qué nos habéis abandonado?! ―chilló Kelse. Ignoraba si sus palabras iban dirigidas a Avacyn o al inclemente cielo nocturno, pero no obtuvo respuesta.
Los gritos aumentaban y cesaban repentinamente por toda la aldea a medida que los ángeles continuaban atacando con acero y fuego. Las llamas se elevaban detrás de Kelse y devoraban su hogar y los restos de su vida. Avacyn descendió lentamente, con sus alas rojas inmóviles y sus ojos de párpados negros―. La gran labor comienza. Cuán adecuado es que seas testigo de su gloria. ―Avacyn guardó silencio y miró por encima del hombro de Kelse―. ¿Dónde está la pequeña criatura? Debería encontrarse aquí.
―¡Ha huido! Está fuera de tu alcance, monstruo despreciable. ―Kelse sollozaba, luchaba por respirar entre el humo y la pena. "Huye, Maeli. Tiene que haber algún lugar seguro. Encuéntralo, cariño, ¡encuéntralo!".
―¿Fuera de mi alcance? ―Avacyn aterrizó a su lado. Kelse oyó un ruidoso zumbido que salía de alguna parte y se tapó las orejas, dolorida. Avacyn se agachó y le acarició las mejillas temblorosas―. Todo lo que existe está a mi alcance. Mis dominios no tienen límites. Y mis dominios están podridos. Putrefactos. Todo debe ser purgado. Todo debe ser purificado.
»No importa lo que haga la pequeña criatura. ―Avacyn retiró la mano―. Tarde o temprano la encontraré. Tarde o temprano os encontraré a todos. ―Retrocedió un paso y bajó su lanza hacia Kelse―. Todos arderán. Todos sangrarán. ―Las puntas centellearon con una luz roja y dorada.
Kelse cerró los ojos. "Hijo mío...". La luz era brillante, tan brillante... "Mi querido...".

Avacyn vio cómo se desintegraban los restos de la criatura mortal, cómo las cenizas se dispersaban y se arremolinaban momentos antes de caer al suelo. Del caos al orden. De la corrupción a la pureza. La paz crece.
El cielo le susurraba. Los ríos, los árboles, la hierba, la luna... Todo le susurraba la gloriosa verdad.
"Largo tiempo he escuchado los susurros de los mentirosos, y el mundo ha sufrido". Pero ahora escuchaba la verdad. Sabía que era la verdad porque todos los susurros decían lo mismo, a diferencia de las oraciones caóticas y contradictorias que había escuchado durante cientos de años. "¿Por qué no me había percatado de lo incoherentes que son estas criaturas mortales? Sus palabras cambian constantemente. Pero ya no importa". Ahora lo entendía.
Miró a la luna y la luna le susurró sus hermosas palabras. Todos arderán. Todos sangrarán. Avacyn repitió las palabras para sí misma, como una canción reconfortante que llenaba su mente de alegría. Todos arderán. Todos sangrarán. Sonrió y se rio mientras sus ángeles continuaban realizando la gran labor en la aldea en llamas.

Sombras Innistrad: Bajo la Luna Plateada

Halana y Alena son rastreadoras, cazadoras y protectoras que habitan en las profundidades de Ulvenwald, el bosque tenebroso que colinda con la provincia de Kessig. La espesura antigua de Innistrad es su territorio y tiempo ha que velan para que sus horrores no amenacen a los inocentes del exterior. Sin embargo, la situación en los bosques ha empezado a cambiar recientemente...


―¿Vosotros también habéis tenido esa sensación? ¿Esa sensación reptante? ―exponía el granjero Warin enfrente de la larga mesa de los ancianos junto a su esposa, una dama rolliza que tenía los ojos desorbitados. Los dos estaban de espaldas al consejo con el fin de dirigirse a los vecinos de Gatstaf que se habían congregado en la estrecha sala común de la parroquia. Halana observaba la escena desde el banco más próximo a la puerta, sentada junto a Alena.
»Es como si un escarabajo os trepara por el cuello ―Warin se estremeció al describirlo―, recto desde la base y directo a metérseos entre el pelo.


Hal consideró extraño que mencionara aquella sensación justo entonces, ese día. Jamás había oído hablar de tal cosa ni sabido que fuera posible; no hasta aquella esa mañana. Se había despertado con ella, una especie de hormigueo en la nuca que subía por la columna. Había llegado a inquietarla, lo cual era extremadamente raro. La sensación que la había perseguido desde el alba en el campamento hasta que cruzaron los bosques y llegaron al pueblo acababa de ser descrita apenas horas después; lo inusual de aquella situación fue suficiente para despertar un nuevo arranque. Hal reprimió un escalofrío.
―Es tan real que llegas a preguntarte si de verdad habrá algo ahí. ―El granjero Warin se rascó la nuca con preocupación. Al verlo, Hal se dio cuenta de que ella también lo hacía y entrelazó las manos en el regazo―. ¡Un ser horrible podría ocultarse bajo vuestra piel sin que lo sepáis!
Muchos vecinos se estremecieron y se movieron en sus asientos, sintiendo la picazón descrita por Warin.
―Sí, sí ―intervino el anciano Kolman moviendo una mano a un lado y a otro, como si espantara una mosca―, todos hemos tenido esa sensación, Warin, pero ¿qué tiene que ver eso con que os hayáis presentado ante el consejo?
―¡Por eso hemos venido! ―El granjero Warin se volvió hacia los once ancianos presentes. Faltaba una de ellos, ya que la anciana Somlon se había ausentado para atender la segunda jornada de los ritos funerarios que portarían a la buena lady Mary al Sueño Bendito―. ¡Por esa sensación sé que estábamos en lo cierto!
―¿Respecto a qué, Warin? ―le instó el anciano Kolman.
―¡Escúpelo de una vez! ―apremió el anciano Glather.
―¡Hay un animal poseso entre nuestro rebaño! ―La esposa del granjero Warin no pudo contenerse más―. ¡La vaca enloqueció en plena noche! ¡Devoró a otra! Pero primero la arrastró por todo el prado. Yo misma vi las huellas. El pobre animal debió de sufrir mucho. Y entonces la enloquecida la devoró. No dejó de ella más que los huesos y los dientes.
Se escucharon gritos ahogados entre los lugareños.
―¿Y cómo sabes que la vaca se comió a la otra? ―preguntó Kolman fingiendo paciencia.
―¡Vi que tenía sangre en el hocico esta misma mañana!
Más gritos ahogados.
Hal miró a Alena. No necesitaron palabras para comunicarse entre ellas. Las dos sabían que la granja de los Warin se encontraba a las afueras de la localidad. Ambas sabían que colindaba con la espesura de Ulvenwald. Y ambas sabían qué bestias habían resurgido en el bosque en tiempos recientes. En las últimas dos semanas, Alena y Hal habían despachado cada una a tres licántropos. Además, justo la noche anterior habían acabado con una manada entre las dos; pequeña, pero no cabía duda de que era una manada. No obstante, aquellos encuentros habían tenido lugar lo bastante lejos de Gatstaf como para no alarmar a los lugareños: Hal había seguido un aullido lejano, a medio camino del pasaje de la Enramada, mientras que Alena se había encargado de otro procedente de Parlaloma. Sin embargo, las miradas que compartieron decían que había motivos para creer que las bestias se habían vuelto más osadas, que trataban de abrirse camino hacia la periferia de los bosques, hacia las poblaciones y la gente. Aquello era intolerable. Ulvenwald era el territorio de Alena y Hal, y no permitirían que sus horrores oscuros salieran de allí para hacer mal a los inocentes.
―¡Es culpa de nuestros amuletos! ―La protesta de la señora Warin hizo que Hal volviera a prestar atención a la sala―. ¡Ella hizo esta chapuza de amuletos! ―El dedo acusador de la granjera señalaba en dirección a la buena lady Evelin, quien ahogó un grito de sorpresa y se llevó una mano al amuleto que llevaba al cuello―. ¡Pero no funcionan!
―¡No puede haber sido culpa de ellos! ―saltó en defensa de Evelin el hombre que estaba a su lado―. ¡Lady Evelin elabora los amuletos más eficaces y potentes que jamás hemos tenido en este pueblo! ¡Qué digo, en toda la región!
―¡Haya orden! ―gritó el anciano Kolman golpeando con su gruesa mano en la mesa, pero le ignoraron.
―¿Y cómo explicáis que una vaca estuviese poseída? ―repuso la señora Warin―. ¿Que haya huellas de que arrastrara a la otra por toda nuestra granja? ¿Que queden solo los huesos de la devorada?
―¡Eso, eso! ―secundó alguien entre la multitud.
―Los amuletos no hicieron su función ―acusó otra voz.
―Exacto, y por eso nuestra vaca fue poseída, sin duda. ―El señor Warin parecía haberse envalentonado después de oír que tantos vecinos apoyaban su causa―. Hemos sido víctimas de la negligencia de lady Evelin. ―Apretó su propio amuleto y se dirigió tanto a los vecinos como a los ancianos―. No podemos pasar más noches sin protecciones adecuadas.


Hubo un alboroto de aprobación.
Para Hal tenía sentido que los lugareños echaran la culpa a unos amuletos deficientes. O que creyeran que una res estaba poseída por un espíritu malvado. Aquellos eran fenómenos que podían explicar, situaciones que podían remediar. Sucesos que no alteraban el equilibrio delicado que creían que regía su mundo. Ellos no vivían en la misma realidad que Hal y Alena. Quienes vivían en una población no veían lo que ocurría en la oscuridad, en los bosques. Vivían en un mundo protegido por la luz del ángel Avacyn. Creían estar a salvo de los seres como los licántropos. Sin embargo, incluso en el mundo de Avacyn, los licántropos nunca se extinguían por completo. Su presencia en Ulvenwald seguía siendo constante, aunque hubiera disminuido de manera significativa. Hal y Alena lo sabían muy bien. Oían sus aullidos sobrenaturales entre los árboles, como si fuese una constante en las profundidades de los bosques.
Al pensar en sus aullidos, Hal se sintió incómoda; la sensación reptante había regresado a su nuca. Un aullido la había despertado, era lo que había suscitado aquella sensación desagradable. Al principio creyó que lo había soñado, como había repetido en sueños el combate de aquella misma noche contra la manada. Hacía tiempo que Alena y ella no se enfrentaban a una. También hacía tiempo que no tenían que lidiar con tantos licántropos en tan poco tiempo. Hal se había acostado viendo destellos de sus fauces, sus músculos y sus garras en su mente, así que no le sorprendió haberse despertado creyendo oír un aullido.
Sin embargo, ahora que observaba los ojos desorbitados de la señora Warin, le preocupó que el aullido no hubiera sido una figuración suya, un recuerdo o un sueño, sino el sonido de una bestia auténtica y real. La mismísima bestia, de hecho, que se había adentrado en el pueblo y había devorado a uno de los animales de los Warin. No podía permitir que ocurriera de nuevo―. ¿Vamos? ―propuso a Alena en voz baja.
El rostro de Alena se iluminó ante la perspectiva de iniciar la caza.
Se levantaron juntas. Hal sentía un hormigueo de expectación en los dedos y los acercó al pomo de la puerta... Pero esta se abrió de golpe justo antes.
El posadero Shoran y su esposa, Elsa, entraron estrepitosamente en la parroquia.
―¡Tocad la campana! ―chilló Elsa.
―Ha fallecido ―dijo él.
―¡La han matado! ―corrigió Elsa―. ¡Ha sido él!
El poco orden que había restablecido el anciano Kolman en los últimos minutos desapareció al instante. Los vecinos se echaron a gritar y se levantaron horrorizados.
―Pobre chica ―lamentó Elsa―. Hay sangre por todas partes. No puedo ni imaginar lo que le hizo. Sabía que era un hombre depravado y malvado, lo supe desde que pusieron un pie en la posada, en el pueblo.
―Los Palter ―susurró Hal.
Alena asintió para confirmar la sospecha.
Era obvio quiénes debían de ser la víctima y el acusado: los Palter de Gavony. Eran los únicos huéspedes de la pensión, los únicos que se habían alojado allí en el último trimestre. Hal y Alena se habían topado con el cátaro y su esposa hacía apenas una semana, mientras se adentraban en Ulvenwald por el pasaje de la Enramada. Por supuesto, les habían ayudado, escoltándolos hasta que salieron del bosque en dirección a Gatstaf y repeliendo los ataques de tres lobos, un necrófago y un roble poseído.


Hal sonrió al recordar lo rápido que Alena había despachado al árbol. La habilidosa rastreadora había mejorado tanto su destreza con el garfio en el último año que a Hal no le sorprendería que ahora pudiese derribar sin ayuda a un skaab gigante.
Los Palter se habían mostrado muy agradecidos con las dos, o al menos el señor Palter lo había hecho: su esposa estuvo tan conmocionada durante todo el trayecto por el bosque oscuro que había ocultado su frágil cuerpo bajo la capa de viaje. El señor Palter afirmaba ser un cátaro del Concilio Lunarca y había insistido en entregar a Hal y Alena un amuleto protector que él mismo había utilizado muchas veces durante su labor de vigilar el mausoleo. Hal y Alena habían aceptado el obsequio con cortesía, aunque le daban poca importancia, ya que ellas no creían en aquellas cosas... Y menos cuando se tenían la una a la otra.
―¡Tocad la campana! ―ordenó de nuevo la señora Shoran―. ¡Hay un asesino suelto en el pueblo!
Hal jamás habría considerado que ninguno de los Palter pudiera ser un asesino. El cátaro era un hombre bondadoso y su esposa era muy amable, si bien ligeramente frágil. ¿Cabía la posibilidad de que esto también fuese obra del licántropo? Parecía bastante probable.
―Vamos ―susurró Alena ladeando la cabeza hacia la puerta, que ya no estaba bloqueada. Los posaderos se habían metido en medio de la multitud de vecinos, que parecían ávidos por averiguar más detalles sobre el horripilante suceso.
Hal y Alena se escabulleron sin llamar la atención. Estaban acostumbradas a moverse sigilosamente; cruzaron la puerta en dos zancadas rápidas y ágiles y salieron a la calle adoquinada.
―Parece que el ser... ―empezó a decir Hal.
―O los seres ―añadió Alena.
―Sí, o los seres ―corrigió Hal―. Esto podría ser obra de una manada. Otra más... ―dijo en voz baja―. Con esta serían dos manadas muy próximas entre sí y actuando en la misma noche. Hacía tiempo que no sucedía. ―Lanzó una mirada a Alena, pero ella no se la devolvió de tanto que se centraba en el lugar al que se dirigían―. En cualquier caso, un licántropo o una manada atacó anoche en Gatstaf al menos dos veces: una en la granja de los Warin...
―Y otra en la posada de los Shoran, donde mató a la señora Palter.
Hal se detuvo de pronto y se tapó la boca con la mano. Acababa de percatarse de algo.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Alena mirándola de soslayo.
―Te sorprenderás, pero... ―explicó Hal apresurándose para alcanzar a Alena―. Aunque los parroquianos se equivocan respecto a la vaca poseída, creo que no iban desencaminados al señalar quién asesinó a la señora Palter.
Alena ladeó la cabeza, dubitativa.
―Ocurrió en la posada ―le repitió Hal su propia afirmación.
―En la posada... ―dijo Alena. Hal notó en sus ojos que su mente ataba los cabos―. En la habitación de los Palter... Tras una puerta cerrada.
―Y no mencionaron ventanas rotas ni que alguien entrase por la fuerza ―añadió Hal.
Cambiaron de rumbo y corrieron hacia la posada de los Shoran.

La campana municipal seguía tañendo mucho después de que tuviera sentido dar la alarma.


Por cómo sonaba, Hal pensó que la propia Elsa Shoran debía de haberse apoderado de la cuerda, quizá tras quitársela de las manos al campanero. Si estaba en lo cierto, mejor para Alena y ella, porque probablemente distraería a los ancianos, que tratarían de recuperar el control de la situación, y eso les daría más tiempo a ellas para examinar la habitación de los Palter.
Dejaron atrás la mesa de recepción y avanzaron en silencio por el pasillo. Hal señaló la única puerta entreabierta, que sin duda había quedado así cuando el posadero y su señora se marcharon atemorizados tras presenciar la escena del asesinato. Hal fue primero y Alena la siguió; ambas procuraron no alterar el ángulo de la puerta.
El olor metálico de la sangre invadió la garganta de Hal nada más entrar. Hizo un gesto a Alena para que la siguiera; rodearon una silla volcada en el pequeño recibidor y se dirigieron al dormitorio en penumbra. Alena estaba tensa. Aunque las velas estaban apagadas y las cortinas seguían corridas, había suficiente luz para ver el charco de sangre oscura en el suelo. Hal sabía que Alena no había entrado en tensión por miedo; no era la clase de chica que se asustaba al ver sangre. La quietud era su forma de aguzar los sentidos. Hal había desarrollado mucho su habilidad como rastreadora observando a Alena. La imitó y se quedó inmóvil para percibir mejor las pistas que había en el entorno. Al ver la mancha oscura, pensó en la mujer menuda a quien pertenecía aquella sangre. Solo dejó que su mente la recordase por unos instantes, en los que se permitió sentir dolor y lástima por ella. La señora Palter era inocente y había perdido la vida a manos de aquel en quien más confiaba. Hal miró de reojo a Alena. Cuán aterradores debían de haber sido aquellos momentos finales. Cuán horrible el entender lo que sucedía. Pero no podía dejarse dominar por la tristeza. Eso no ayudaría en su cometido inmediato.
Con cuidado para no tocar ni una gota de sangre, Hal recorrió el perímetro de la pequeña habitación cuadrada en el sentido de las agujas del reloj, mientras Alena hacía lo mismo en sentido contrario. Tres pistas llamaron su atención de inmediato: un trozo desgarrado de un lazo, una vela volcada sobre una mancha de su propia cera ya endurecida y un botón de plata. El botón fue lo que más intrigó a Hal. Cuando volvió a encontrarse con Alena al otro lado de la habitación, se lo señaló: estaba en el suelo, junto al charco de sangre―. Dime si me equivoco ―susurró―, pero ¿el cátaro Palter no llevaba un chaleco verde con tres botones como ese cuando lo encontramos en el bosque?
―Me temo que tu memoria es tan buena como siempre ―respondió Alena con pesimismo.
―Entonces era verdad. Su transformación tuvo lugar aquí. Mató a su propia esposa y después huyó. Pasó por la granja de los Warin, donde devoró al animal, y luego se adentró en el bosque.
―Eso parece ―susurró Alena, aunque Hal notó por su voz que albergaba dudas.
―¿Qué sucede? ―le preguntó―. ¿Has visto algo extraño?
―Fíjate bien ―susurró mirando hacia abajo―. Hay sangre, gran parte de ella en el suelo, pero ¿y los huesos, los restos de carne, pelo y tela? ¿Dónde está lo que la bestia no habría devorado?
Hal contempló la escena desde otra perspectiva. La duda de Alena era de lo más relevante. Sin embargo, antes de que su mente hallara una respuesta, otra cosa llamó su atención. Detrás de Alena, la puerta del armario empotrado estaba lo bastante entreabierta como para que Hal viese lo que había dentro. Al darse cuenta de lo que era, se le aceleró el pulso. Alena lo notó enseguida. Frunció el ceño y miró detrás de ella. Las dos observaron en silencio durante varios segundos. En el interior del armario había una silla. Parecía una silla normal, de no ser por el hecho de que la habían colocado allí. Sin embargo, eso no habría sido suficiente como para hacer que Hal se preocupase y el corazón le palpitara con fuerza. Lo que la había inquietado eran las tiras de cuero y las correas que colgaban del respaldo, los brazos, el asiento y las patas; había más de una decena, de longitudes distintas, y todas se habían partido y desgarrado. También había tres candados rotos, uno en el asiento y dos en el suelo.
―Ya no hay duda alguna ―susurró Alena.
―Él mismo lo sabía ―añadió Hal.
―Claro que sí ―dijo Alena en tono normal―. Tenemos que detenerlo. Vamos a...
No consiguió terminar la frase. En un solo movimiento, Hal le rodeó el torso con un brazo, la atrajo hacia su pecho y la llevó hacia las sombras. Permanecieron quietas y en silencio. Estaban tan acostumbradas a ocultarse de aquella manera que ralentizaron y acompasaron sus respiraciones instintivamente, volviéndose difíciles de detectar incluso para la más astuta de las criaturas.
El silencio había alertado a Hal. Más que el silencio, había sido el cese del ruido que había sonado hasta entonces. La campana ya no repicaba. Eso significaba que los habitantes de Gatstaf se disponían a investigar el asesinato. El estruendo de una multitud de pasos y voces lejanas lo confirmó: los lugareños se dirigían a la escena del crimen, la habitación en la que se encontraban Hal y Alena.
El chirrido de la puerta de la posada les indicó que no podían salir por donde habían entrado, al menos sin levantar sospechas innecesarias. Por lo general, trataban de evitar cualquier conflicto con los vecinos. Ellos toleraban a Hal y Alena, aceptaban la presencia de las rastreadoras en Gatstaf cada vez que visitaban la localidad porque habían acompañado a algún forastero o indígena en su viaje a través de Ulvenwald. A pesar de ello, los lugareños sabían que Hal y Alena vivían en los bosques oscuros y por eso las consideraban "desconocidas". Las miraban de manera extraña, compartían sospechas en susurros y recitaban oraciones al verlas pasar. Hal sentía tanto miedo como aversión en los olores de aquellos a los que se acercaba demasiado. Sería mejor que no las encontraran en la escena de un asesinato.
Alena inclinó la cabeza hacia la ventana al fondo del dormitorio, que daba a un callejón. Perfecto. Hal sonrió ante la infalible capacidad de Alena para sacarlas de situaciones difíciles. Antes de salir, Hal cerró con cuidado la puerta del armario. No había motivo para que los aldeanos vieran aquel objeto que los inquietaría. No hacía falta provocar el alboroto que sin duda se produciría si descubrieran el más mínimo indicio de la presencia de un licántropo. La gente no necesitaba creer que pretendían darles caza, puesto que no era el caso. Hal y Alena se encargarían de la situación. Ellas protegerían a los inocentes. Ulvenwald y sus peligros eran asunto suyo. Y se ocuparían de este.
Abrieron la ventana nada más oír el chirrido de la puerta del recibidor y salieron a toda prisa. El roce de la madera al bajar la ventana pasó desapercibido entre las pisadas de botas y las voces barítonas de los ancianos y otros parroquianos. Hal y Alena se marcharon por el callejón sin alertar a nadie de su presencia.

No tenían mucho tiempo. El sol ya besaba el horizonte cuando llegaron a su campamento en las profundidades de Ulvenwald. Con premura pero sin descuidarse, se equiparon cada una con su armamento de plata. Siempre portaban una pequeña arma, porque sería una imprudencia estar completamente desprovistas, pero hasta hacía pocos días no parecía haber necesidad de más. Ahora tenían tanto la necesidad como la intención de llevar casi todo consigo: flechas con punta de plata, espadas, lanzas y dagas. El metal relucía con poder.


En cuanto se prepararon, volvieron a marcharse del campamento. Recorrieron juntas el laberinto de zarzas que Hal había plantado alrededor de su hogar como medida de seguridad y se adentraron en la espesura que oscurecía paulatinamente.
Alena fue la primera en encontrar el rastro del cátaro Palter. A menudo era la que distinguía antes los olores. Su nariz, aunque pequeña y de una curvatura perfecta que daba luz a todo su rostro cuando reía, era aguda y perceptiva. Su olfato estaba bien entrenado. Hal reconoció instantes después un olor que había notado en la habitación de la posada, y entonces vio las huellas de unas botas. Siguieron juntas el rastro del licántropo homicida.
Las huellas serpenteaban entre los árboles retorcidos; parecían indicar que el licántropo se había perdido o, lo que era más probable, que luchaba consigo mismo, con el animal que tenía dentro. Hal imaginó que esa misma lucha interna fue lo que le había llevado a abandonar su vida en Gavony. Debía de haber matado allí. Seguramente más de una vez. Cuando se dio cuenta de las atrocidades que había cometido, no soportó mirar a las personas a las que había destrozado la vida. Por eso había huido. No era un comportamiento extraño para un licántropo. Lo más extraño era que hubiese llevado consigo a su esposa. Pobrecita... Hal no podía conciliar aquel comportamiento con el aura de amabilidad y compasión que había visto en el señor Palter cuando conocieron a la pareja en el bosque. Quería dar al cátaro el beneficio de la duda. Tal vez tenía intención de llevar a su señora a un pueblo seguro y alejarla de las sospechas que surgirían en torno a ella cuando él desapareciese; tal vez quería llevarla a un lugar donde pudiera empezar una nueva vida y ser feliz. Y puede que él pretendiera recluirse en los bosques... o algo peor. Hal imaginó que ella haría lo mismo si alguna vez le transmitieran la maldición: no estaba dispuesta a poner en peligro a Alena, de ningún modo. Antes se marcharía. No tendría más alternativa que irse a un lugar muy muy remoto. Y lo haría a sabiendas de que su corazón jamás lo superaría. El dolor de la huida tal vez fuera suficiente para hacer que su corazón dejara de latir. Eso sería un consuelo. Si aquella había sido la intención del señor Palter, Hal sintió por él una profunda compasión. El sentimiento duró un instante, hasta que recordó la sangre de la señora Palter derramada en el suelo. Fuese cual fuese su intención, el señor Palter había fallado a la persona que amaba. No había sido lo bastante fuerte y ese defecto había acabado con la vida de ella.
Como en respuesta a los sentimientos cambiantes de Hal por el cátaro, sus huellas también cambiaron. Estaba claro dónde había ocurrido su transformación, ya que Hal y Alena dejaron de ver las huellas de unas botas y ahora seguían las pisadas de una bestia. Fueron detrás del licántropo hasta que llegaron inesperadamente a una encrucijada. Hal y Alena observaron el rastro que se dividía en dos, visible gracias a la luz de la luna plateada.


El cátaro Palter había avanzado en dos direcciones distintas. Debía de haber seguido primero por un camino y luego, quién sabe si cerca o lejos de aquella intersección, había vuelto sobre sus pasos y tomado otro rumbo.
―Hacia el este se encuentra Gatstaf; hacia el oeste, la espesura ―dijo Alena―. Parece que la bestia estaba indecisa.
―Eso creo ―confirmó Hal. No le sorprendía que Alena hubiera llegado a la misma conclusión―. Entonces, ¿por dónde fue primero? ¿Dónde está ahora?
―¿Dejó que el hambre lo llevara al pueblo y luego se retiró a otro lugar? ―Alena miró hacia el bosque.
―¿O trató de resistir el hambre, pero sucumbió a ella y regresó al pueblo? ―Hal miró en dirección a Gatstaf.
―Tenemos que... ―empezó Alena.
―Ir al pueblo ―concluyó Hal.
Y echaron a correr.
El lugar en el que las huellas surgieron de Ulvenwald era la granja de los Warin. No las sorprendió. Era sabido que los licántropos regresaban a las zonas de alimentación que les parecían fértiles. Sin embargo, el señor Palter no se había alimentado allí aquella noche, al menos de momento. La prueba de ello era que la última de las dos vacas de los Warin seguía de una pieza al otro lado del prado, de espaldas a las huellas de la noche anterior, que Hal distinguía a la luz de la luna. Eran tal como las había descrito la señora Warin: profundas y curvadas, como si hubieran arrastrado un cuerpo grande por la hierba y aplastado las briznas. Pobre animal.
Hal se acercó a las huellas y siguió el camino que debía de haber recorrido el licántropo. Era un comportamiento extraño para un ser tan bestial. ¿Por qué no limitarse a devorar la res? Tal vez trataba de resistir sus instintos incluso entonces. Hal siguió componiendo su imagen del cátaro Palter. Era un buen hombre, una persona amable, un miembro de la iglesia. Parecía que sus intenciones no eran malas, incluso aunque no estuviera en sus cabales.
―He perdido su olor. ―Las palabras de Alena la sacaron de su ensimismamiento. Se unió a ella para tratar de recuperar el rastro y se recordó a sí misma que las intenciones no valían de nada si los actos no las acompañaban. Alena y ella tendrían que matar al licántropo.
―¡Un asesinato! ¡Ha habido otro asesinato! ―gritó en plena noche lady Elsa Shoran―. ¡El campanero! ¡El pobre Orwell ha muerto!
Entonces oyeron el repique de la campana municipal. La propia lady Elsa debía de ser quien volvía a tañirla.
Alena y Hal no perdieron tiempo; antes de que la voz de lady Elsa dejara de resonar, se movieron en la oscuridad como dos sombras. Ocultándose en los rincones oscuros, se acercaron a la multitud que se había reunido en torno al campanario. Se aproximaron en silencio y vieron entre el panorama de hombros y cuellos el charco de sangre oscura que había al pie de la torre. El patrón era inconfundible. Aquello había sido obra del señor Palter. El licántropo había vuelto a matar.
Como en respuesta a la conclusión de Hal, un aullido procedente de Ulvenwald rasgó la noche. Sin mediar palabra, Hal y Alena salieron disparadas hacia el bosque, pero antes de abandonar la plaza, Hal miró hacia atrás por encima del hombro. Había algo en aquella escena que la inquietaba. Sin embargo, no era el momento de preguntarse qué podía ser. Volvió la vista hacia los árboles. La caza continuaba.
Al adentrarse en la foresta por la granja de los Warin, les resultó fácil encontrar de nuevo las grandes huellas lupinas. Siguieron el rastro hasta el lugar donde se dividía y esta vez se dirigieron al oeste, a las profundidades del bosque. Hal se dio cuenta de hacia dónde se encaminaban: las ruinas de la antigua Avabruck, la capital perdida. Un lugar repleto de geists y carroñeros. Tal vez tendrían que enfrentarse a más enemigos que aquel al que perseguían. Mientras corrían, Hal tocó la empuñadura de su daga favorita, dispuesta a defender sus bosques.


Alena levantó una mano y se detuvo de repente. Hal estuvo a punto de arrollarla, pero consiguió detenerse justo a tiempo y vio lo que había alarmado a Alena. Delante de ellas, tirado en el suelo, estaba el cadáver del campanero. Orwell se había vuelto de un blanco fantasmagórico y su piel se había marchitado por la falta de sangre en el cuerpo; un cuerpo que parecía casi intacto. Tenía las extremidades extendidas, como si las hubieran colocado así a propósito. La vegetación y la hierba de los alrededores estaba aplastada; parecía que habían arrastrado por ella algo pesado.
Algo no encajaba. No tendría que haber un cuerpo. La bestia debería haberlo devorado.
Con los sentidos totalmente alerta, Hal y Alena investigaron la escena. Alena se ocupó del perímetro y Hal se acercó al terreno pisado. Se dio cuenta de un detalle antes de medir las huellas: su forma y su curvatura eran idénticas a las del rastro que habían visto en el prado de los Warin. Aquello no tenía sentido. ¿Acaso se trataba de una especie de ritual? ¿El señor Palter intentaba resistir el impulso de alimentarse? ¿A qué clase de licántropo se enfrentaban?
Hal se volvió hacia Alena para plantearle la pregunta, pero tenía la vista clavada en un lugar de los alrededores, apenas iluminado por la luna. Hal siguió su mirada y entonces lo vio: había un segundo cuerpo. Se acercaron juntas y, en el mismo estado en que habían encontrado al campanero, hallaron el cuerpo de la fabricante de amuletos, lady Evelin, también con las extremidades extendidas y la hierba aplastada alrededor. Un poco más allá estaba el cadáver de la anciana Somlon, dispuesto de la misma manera.
―La anciana Somlon tendría que estar... ―comenzó Hal.
―Atendiendo unos ritos funerarios ―terminó Alena.
―No debió de tener la oportunidad de hacerlo. Fíjate. ―Hal señaló un detalle que hizo que le temblase la mano: el lazo de la blusa de la anciana. Era idéntico al que habían encontrado en la habitación de los Palter. Y allí, en la manga de la blusa, había un desgarro donde habría encajado el trozo que habían visto.
―Si la víctima de la posada fue la anciana Somlon... ―aventuró Alena.
―Si aquella sangre era suya... ―añadió Hal.
―¿Qué le ocurrió a la señora Palter?
Hal volvió a notar la sensación reptante, que esta vez subió por toda la espalda hasta llegar al cráneo. El escalofrío que la recorrió se vio acentuado por las vibraciones del aullido que sonó en ese mismo instante.
―¿Y qué ha sido del señor Palter? ―preguntó Hal.
―Ha llegado el momento de averiguarlo ―sentenció Alena. Salió corriendo en dirección al origen del aullido y Hal fue detrás de ella.
Mientras atravesaban la espesura, Hal se dio cuenta de que avanzaban en paralelo a otro rastro. Se separó un poco de Alena para acercarse a las huellas. Eran marcas de botas. ¿Podían ser del señor Palter? Hal cayó en la cuenta de algo.
―¿Qué ocurre? ―Alena había notado su inquietud incluso al correr entre los árboles.
―Dudo del momento de la transformación. ―Su mente trabajaba a toda prisa, al igual que sus pies; ató cabos para tratar de encontrar la solución a una pregunta que no sabía responder―. Si ocurrió aquí... en los bosques...
―Lo hizo ―dijo Alena jadeando mientras corría―. Hemos visto pruebas. Había huellas humanas y luego otras lupinas.
―No ―corrigió Hal―, hemos visto huellas de botas... Y más tarde, de patas. Por separado.
―Sí, ¿y? ―dijo Alena con impaciencia.
―Si son de la misma persona ―continuó Hal―, ¿por qué no hay restos de las botas?
Alena aflojó el paso apenas imperceptiblemente, pero Hal se dio cuenta de ello; había llamado su atención. Señaló el rastro que había a sus pies―. ¿Y por qué vuelve a haber huellas de botas aquí?
Alena bajó la vista y se fijó en ellas.
―¿Y si...? ―empezó a decir Hal cuando creyó que Alena había tenido tiempo de llegar a la misma conclusión.
―¿No es el señor Palter? ―terminó Alena.
―¿Y si el licántropo es...? ―Hal no llegó a mencionar a la señora Palter, porque en ese momento llegaron a lo alto de una colina desde la que se divisaba un pequeño claro. Y en dicho claro vieron lo que parecía un altar improvisado, hecho con piedra retorcida.


El altar estaba desnivelado y tenía un aspecto rudimentario, y sobre él yacía el buen cátaro Palter.
Detrás de él, con la capucha cubriéndole la cara como cuando la habían conocido en el bosque, estaba la señora Palter. Tenía los brazos en alto sobre el cuerpo de su esposo y entonaba un cántico. Un cántico demoníaco. Hal reconoció un nombre entre los sonidos guturales: "Ormendahl. ¡Ormendahl! ¡ORMENDAHL!", recitó claramente. Aquella mujer había hecho un pacto con un demonio.
―Bes, por favor... ―Hal sintió un gran alivio al oír la débil voz: el buen cátaro Palter seguía vivo.
―¡Silencio! ―le espetó su esposa. Acto seguido desenvainó un puñal.
Hal y Alena se lanzaron hacia el claro corriendo colina abajo. La señora Palter levantó la vista al oírlas aproximarse, pero apenas llegó a distinguir sus siluetas justo antes de que la derribasen.
Aunque se debatió con más violencia y sus brazos eran más fuertes de lo que Hal pensaba, consiguieron inmovilizarla. Alena extrajo su daga.
―¡No! ―gritó el cátaro Palter desde el altar―. ¡No le hagáis daño!
―Trataba de acabar con usted ―le respondió Hal.
―Soltadla, por favor... No sabe lo que hace. No lo entiende.
―Ha sido ella, ¿verdad? ―preguntó Alena situando su daga en el cuello de la señora Palter―. Los ha matado. A todos.
El cátaro no lo negó.
―La sangre que había en vuestra habitación era de la anciana Somlon, ¿cierto? Os marchasteis de Gavony porque conocías los crímenes de tu esposa... y aun así la trajiste a Gatstaf. Trataste de contenerla, la encerraste en la habitación, pero las ataduras no resistieron el mal que la posee. ―Alena denunció una verdad tras otra―. Y entonces escapó. Intentó matar en la granja de los Warin; grabó sus marcas demoníacas en el suelo, pero la detuviste. Después no pudiste controlarla. La seguiste por el pueblo, incapaz y reacio a impedir que reuniera a sus víctimas, así que las trajiste aquí para ocultarlas. Para ocultarla a ella. Trasladaste los cuerpos uno tras otro. Tres muertos, Palter. Ha matado a tres inocentes.
―¡Es culpa mía! ―lamentó el cátaro Palter―. ¡Yo tengo la culpa de todo! El mausoleo estaba bajo mi custodia. Fuera lo que fuese la cosa que emergió de él aquella noche, podría haberla detenido.
Hal lo dudó mucho. No era la primera vez que oía el nombre del demonio, Ormendahl. Por lo que decían las historias que conocía, un único guardia no habría podido detenerlo por muy noble y bienintencionado que fuese.


Por tercera vez en la noche, Hal sintió compasión por el señor Palter. Sin embargo, aquello no bastaba para dejarla libre a ella, puesto que la mujer estaba perdida sin remedio; el ser que se retorcía bajo Alena y ella no era la señora Palter. A él le resultaría imposible comprenderlo. Hal asintió a Alena y esta se dispuso a clavar la hoja. Pero justo entonces el señor Palter medio cayó, medio se arrojó desde el altar y se desplomó sobre Hal y Alena.
En ese instante, su presión cedió lo suficiente para que la mujer maldita se liberase. La señora Palter se levantó de un salto y Hal sintió el poder que se acumulaba en el escuálido cuerpo de la mujer. Entonces abrió la boca con la mandíbula casi desencajada y rugió a Hal y Alena. El sonido era similar al aullido de un licántropo. Una idea acudió a la mente de Hal mientras Alena y ella se lanzaban sobre la mujer: "¿Dónde está el licántropo?". Las piezas no encajaban. Las huellas del bosque eran claramente lupinas. La vaca había sido devorada excepto los huesos y los dientes. Aquello no había sido obra de la señora Palter, ¿verdad?
Las reflexiones de Hal provocaron que no percibiera un movimiento evasivo de la mujer que podría haber contrarrestado si se hubiese centrado en el combate. La señora Palter se movió con más agilidad de la esperada y, antes de que Hal pudiera compensar el descuido, se abalanzó sobre su esposo y lo apuñaló en el pecho.
Hal y Alena se le echaron encima antes de que pudiera extraer el arma y apuñalarlo de nuevo, pero el daño estaba hecho. El débil gorgoteo del buen cátaro lo confirmó.
Era casi imposible inmovilizar a la mujer en el suelo. Sus sacudidas fortalecidas por el pacto demoníaco eran tan violentas que tuvieron que colaborar entre las dos para sujetar incluso un brazo. Sin embargo, Alena y Hal tenían mucha experiencia; aquello era como forcejear contra una monstruosidad de tumbamohosa y Hal había vuelto a centrarse en el combate. Aunque la señora Palter luchó con todas sus fuerzas por levantarse, lo único que pudo hacer fue levantar la cabeza. Cuando lo hizo, la capucha se deslizó a un lado. Hal y Alena vieron el rostro de la mujer por primera vez desde que la habían conocido en los bosques. Estaba tan desfigurado por el poder demoníaco, tan horripilante era la carne mudada, que Hal gritó. La señora Palter sonrió y empezó a entonar un cántico que hizo que sus iris cambiasen de un azul pálido a un negro tenebroso y reluciente. La oscuridad se expandió rápidamente por el resto de sus ojos. Hal miró a Alena, que también se esforzaba para contener a la señora Palter. No pudieron hacer nada cuando la mujer utilizó contra ellas el enorme poder demoníaco que había acumulado.
Hal salió despedida hasta que se estampó de lado contra el tronco de un árbol. Un dolor intenso le recorrió un hombro y la cabeza mientras caía al suelo.
Luchó para levantarse, para obligar a sus extremidades a moverse como les ordenaba, para hacer que su vista dejara de mostrarle manchas triplicadas. El dolor que sentía en el lateral del cráneo era como una hoja clavada en el resto de su cuerpo que la empujaba hacia el suelo. Pero no podía dejar que ocurriera, porque ante ella veía a Alena, quien se derrumbaba bajo los puñetazos demoledores de la señora Palter. Aunque Alena volvía a levantarse una y otra vez, no era rival para el torrente de fuerza que parecía fluir sin cesar a través de la mujer maldita. Entonces, la señora Palter recogió su puñal.
―No... ―El grito de Hal apenas fue audible, a pesar de su desesperación. Luchó contra la debilidad de sus extremidades y se obligó a ponerse en pie. Mas no fue lo bastante rápida. El puñal de la señora Palter descendió sobre Alena.
El grito entrecortado de Hal jamás llegó a oírse, puesto que se ahogó bajo el rugido de un licántropo. El puñal de la señora Palter se desprendió de su mano y la mujer se estampó en el suelo tras recibir el potente zarpazo de una garra lupina. La sangre voló por todas partes, proyectada por las dentelladas y las cuchilladas de la bestia gigante.
Alena rodó para apartarse de la refriega y Hal llegó junto a ella en un instante. Se abalanzaron juntas sobre la violenta y ensangrentada señora Palter y clavaron sus dagas en ella.
Cuando la maldición demoníaca abandonó las extremidades sin vida de la mujer, su cuerpo se marchitó y se consumió a sus pies. Entonces, Hal y Alena se encontraron hombro con hombro, cara a cara con un licántropo inmenso y jadeante.
Antes de que pudieran reaccionar o comunicarse sus intenciones la una a la otra, oyeron un rugido entre los árboles a su izquierda. Y luego oyeron otro desde la derecha. Uno a sus espaldas, dos delante de ellas. Entonces vieron que había ojos amarillos y brillantes por todos lados, donde se reflejaba y deslustraba la luz de la luna plateada. Estaban rodeadas. ¿Cuántos había? Una decena, quizá dos.


Hal sintió que Alena estaba tensa, pero no era su actitud firme habitual: estaba paralizada, crispada. Hal levantó su daga ensangrentada y cruzó la mirada con el mayor de los licántropos, el que tenían ante ellas. Si iban a morir aquella noche, lo harían luchando.
Sin embargo, antes de que Hal se preparase para atacar, el licántropo cambió de forma. Ocurrió tan repentinamente que Hal apenas vio la transformación. De pronto, la bestia era una humana de aspecto firme e imponente. La luna plateada se reflejaba en su piel pálida y resplandecía en las puntas blancas de su melena. Hal nunca había visto a un licántropo regresar a su forma humana en pleno combate. Jamás. Era imposible. Pero acababa de ocurrir.
Ninguna de las tres movió un músculo por unos segundos. Entonces Hal bajó su daga muy despacio y la dejó en el suelo sin perder el contacto visual con la desconocida. Alena lanzó una mirada inquisitiva a Hal, pero hizo lo mismo tras ver su convicción.
A Hal le pareció ver que la mujer desnuda asentía levemente antes de volverse hacia el resto de la manada, que aguardaba resollando, lista para la batalla, hambrienta. La mujer giró la cabeza breve y tajantemente a un lado. En respuesta se oyó un único gemido y la manada se alejó y desapareció entre la espesura de Ulvenwald.
Hal y Alena se quedaron a solas con la mujer que acababa de salvarles la vida.
Hal carraspeó. Quería darle las gracias, pero no le salieron las palabras. En vez de eso, desabrochó su gabardina y se la ofreció a la mujer.
―Gracias ―dijo la mujer aceptando el abrigo y echándoselo sobre los hombros.
―Gracias a ti por salvarnos ―respondió Hal con un hilo de voz.
―No lo he hecho por vosotras. La perseguía a ella. ―Señaló los restos de la señora Palter―. Y a otros como ella. Hay demasiados en nuestros pueblos.
―Entonces, el rastro era tuyo ―intervino Alena―. Y tú devoraste a la vaca.
―De no haber querido acabar con su miserable vida ―continuó la mujer, sin tener en cuenta los comentarios de Alena―, no habría salvado las vuestras.
La afirmación sorprendió a Hal.
―Pero ya que seguís vivas, os lo advierto: dejad de matar a mi manada.
―¿A los licántropos? ―preguntó Alena.
―Si no lo hacéis, me veré obligada a intervenir. Y si eso llega a ocurrir, acabaré con vosotras. ―El mensaje de la mujer no era una amenaza, sino una declaración.
―Este es nuestro bosque ―se enfureció Hal―. Ulvenwald está bajo nuestra protección.
―No podemos tolerar que haya licántropos en nuestro territorio ―añadió Alena.
―No tenéis elección ―sentenció la mujer―. Además, sois unas necias si creéis que podéis proteger solas este bosque contra lo que se avecina, o que incluso conseguiréis sobrevivir por vuestra cuenta. Marchaos del bosque, pequeñas cazadoras. Dejadlo en nuestras manos.
―Jamás. ―Alena apretó los puños.
―¿Qué se avecina? ―preguntó Hal con tono serio.
―No lo sé.
Alena bufó, pero Hal guardó silencio. Aquella mujer tenía algo que le hizo prestar atención a sus palabras.
―No lo sé exactamente ―continuó―, pero tanto vosotras como yo hemos visto suficiente como para saber que aquí hay cosas peores que los licántropos ―dijo señalando el altar de la señora Palter―. Este mundo nos necesitará pronto. Dará la bienvenida al clamor de nuestros aullidos y al músculo de nuestra manada. Quizá seamos la única fuerza que podrá enfrentarse a aquello que lo amenace.
―Nosotras lucharemos contra cualquier cosa que amenace Ulvenwald ―afirmó Alena―. No nos amedrentaremos ante nada.
―Si os quedáis aquí, moriréis ―dijo la mujer con un suspiro. Se quitó de los hombros la gabardina de Hal y la dejó caer al suelo―. Esta noche habéis sobrevivido solo porque he intervenido, solo porque un licántropo os ha ayudado. Reflexionad sobre ello. O no. Haced lo que queráis, pero os repetiré mi consejo: marchaos de Ulvenwald y no regreséis. Y rezad, si acaso lo tenéis por costumbre.
―No vamos a... ―quiso replicar Alena, pero la mujer ya había vuelto a asumir su forma lupina. El cambio fue totalmente distinto de las transformaciones violentas que Hal había visto en otros licántropos. Aquella mujer no era como los demás. Con un último rugido, les dio la espalda y se adentró en la arboleda.
Hal y Alena se quedaron solas en el claro iluminado por la luna en las profundidades del bosque. Hal notó una vez más la sensación reptante, esta vez como si fuesen dedos que recorrían su columna. No pudo contener un escalofrío. La sensación no había vuelto debido a la licántropa, sino por otro motivo totalmente distinto que aún no conocía o entendía.
Alena la observaba con audacia en los ojos, dispuesta a correr, pero Hal no sabía en qué dirección deberían ir.

Arlinn Kord surcaba la espesura a toda velocidad. Necias humanas... ¿Cómo podían estar tan ciegas? Esperaba no verse obligada a matarlas algún día. Eran fuertes y salvajes, características que ella apreciaba. En otra vida tal vez habría trabado amistad con ellas. Pero esta vida no se lo permitía; en esta vida, Arlinn no podía tener amigos.