Juramento Guardianes: La Venganza de Ob Nixilis
| domingo, 21 de febrero de 2016 at 20:26:00
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El plan había funcionado. Juntos, Nissa, Jace, Gideon y el
ejército zendikari habían conseguido erigir una gran prisión de edros
capaz de atrapar a un titán eldrazi. Hacía apenas unos instantes, Nissa
había colocado el último edro en su sitio para encerrar a Ulamog, el monstruo que había devastado su mundo.
Observando junto a Gideon desde una roca flotante, Nissa tenía ante sí el abrumador semblante óseo de Ulamog. La imposibilidad de lo que acababan de conseguir amenazó con hacerle perder el equilibrio, pero los gritos de alegría de los zendikari en tierra firme la mantuvieron en pie.
Durante demasiado tiempo, su mundo había estado a la merced de Ulamog, sumiéndose inexorablemente en la destrucción, como había ocurrido en Bala Ged y Sejiri. Pero ahora, final y casi inconcebiblemente, las tornas habían cambiado. Por fin había llegado el momento de que Zendikar destruyera al invasor. Y Zendikar no mostraría piedad.
Nissa agradeció que Gideon asumiese al mando; la gente estaría a salvo si seguía sus órdenes y, mientras tanto, ella podría centrar su atención en el titán. Sintió un arrebato de expectación. Miró al otro extremo del campo de batalla, hacia Jace. Cuando sus miradas se cruzaron, el mago abrió su mente para ella―. Lo hemos atrapado, como querías ―pensó Nissa―. Ha llegado el momento de destruirlo.
―De acuerdo. ¿Cuántos edros quedan enterrados en el acantilado? ―preguntó Jace. Nissa podía sentir la emoción en su voz, incluso comunicándose mentalmente―. Necesitamos uno más; no, mejor dos. Esto va a funcionar, Nissa. Tengo un plan.
―Yo también. ―Nissa desenvainó su espada.
Antes de que llegara a ponerse en marcha, Jace desvió su atención hacia el anillo de edros. Había vuelto a superponer su diagrama ilusorio a escala real―. Si conseguimos dos edros más para redirigir el poder que estamos canalizando, creo que podemos destruir al titán sin tener ni que tocarlo. El riesgo es mínimo, relativamente. Solo tenemos que... ―Jace siguió hablando, pero Nissa ya no le prestaba atención. Ella no quería asestar un golpe calculado e impersonal. Lo que quería era hundir su espada en el cuello de Ulamog. Quería destriparlo. Quería acabar con él aquí y ahora. Le había prometido a Jace que no intentaría destruir al titán hasta que lo hubieran atrapado, y ahora lo estaba.
Se giró hacia la tierra del acantilado rocoso y buscó al alma del mundo. La llamó y Ashaya acudió. El elemental surgió con una determinación que Nissa nunca había visto hasta entonces. Con una esperanza que jamás había sentido. Zendikar emergió dispuesto, por fin, a alcanzar la libertad.
Pero entonces, algo se quebró. Como una rama aplastada bajo un pie, Ashaya se resquebrajó y se tambaleó, y partes de ella se desprendieron de su cuerpo. Confundida, Nissa profundizó en la tierra y tiró con más fuerza, pero Ashaya no respondió; sus ramas convulsionaron y temblaron, y todo Zendikar se estremeció con ella.
Sin embargo, Nissa sabía que era una calma engañosa. Podía sentir que algo iba mal, algo había...
Un crujido estruendoso desgarró el silencio. A la derecha de Nissa, el dique y todo lo que había sobre él surgieron como un tsunami. Nissa observó horrorizada cómo los zendikari y los Eldrazi por igual fueron catapultados hacia el cielo y luego se desplomaron contra el duro suelo de piedra, solo para volver a ser arrojados hacia arriba cuando la superficie volvió a encabritarse.
Atónita y fuera de sí, Nissa se volvió hacia Ashaya. Zendikar irradió una oleada de dolor y miedo mientras el elemental se desmoronaba y quedaba reducido a una pila de escombros.
―¡Ashaya! ―Nissa echó a correr hacia su amiga, pero cayó de rodillas cuando una nueva sacudida hizo que el mundo se estremeciera.
El anillo de edros que flotaba sobre el mar se tambaleó tan violentamente como la tierra. Las líneas místicas se tensaron para mantener su formación mientras una sucesión continua de temblores agitaban la bahía. La prisión estaba a punto de venirse abajo. Sin embargo, las sacudidas del mundo no ejercían presión sobre ella. Era al contrario: la prisión inestable era la que ejercía presión sobre el mundo. Por encima de ella, Nissa vio un edro aislado y percibió un poder siniestro surgiendo de él y destruyendo la integridad de las líneas místicas alineadas. Aquel era el problema. Ese edro no tendría que estar allí. ¿De dónde había salido? Angustiada, miró alrededor en busca de Jace.
―¡Nissa, vete de ahí! ―La advertencia de Jace acudió a su mente en cuanto prestó atención al mago.
Con un chasquido retumbante, una de las líneas místicas de la prisión se partió. El círculo se había roto. Nissa se quedó de piedra.
―¡Huye, Nissa! ¡Corre!
Pero Nissa no huyó. Se lanzó hacia la línea mística quebrada. Aquello no podía suceder. No en aquel momento. Había llegado el momento de Zendikar.
Cuando aterrizó en una roca flotante cercana a la brecha, uno de los edros medio sueltos se inclinó, tensando su último vínculo hasta que este también se partió. Por un instante, la gran roca se balanceó, suspendida por el último vestigio de la conexión mágica que lo había sostenido en su sitio, y luego se precipitó hacia el mar.
La gran salpicadura provocada por el impacto del edro empapó a Nissa, pero no se detuvo más que para limpiarse los ojos. Aquello no podía suceder. Tanteó en busca de la línea mística inconexa, la que había estado unida al edro caído, y proyectó su ser hacia el poderoso maná que la formaba hasta que entró en contacto con ella. En el instante en que lo hizo, una increíble fuente de poder la inundó. Se sentía más fuerte de lo que nunca había sido. Pero eso no importaba. Lo importante era canalizar ese poder. Lo dirigiría a través de ella hacia la otra línea mística inconexa y completaría el círculo roto utilizando su propio cuerpo. Tenía que arreglar la situación.
Buscó la otra línea mística, profundizando en su propia fuente de poder para expandirse hacia la magia de la línea y poniendo todo lo que tenía en un esfuerzo por cerrar el anillo. Un poco más y...
Nissa cayó al suelo de un golpe.
No vio el grueso tentáculo rosáceo hasta después de que la hubiera derribado. Ulamog.
La estructura de la prisión estaba en peligro y eso le había permitido atravesarla.
Los edros del anillo empezaron a oscilar y a desestabilizarse. Las líneas místicas se desplazaron repentinamente fuera de su alcance. Ya no podían contener a Ulamog.
Columpiándose de la liana, Nissa dio un tajo a uno de los tentáculos del titán. No le hizo más que un arañazo, pero no le importó. Golpeó otra vez. Y otra. Y entonces el resto del anillo se vino abajo. Uno a uno, los edros se precipitaron hacia el mar. Olas y olas de agua salada salpicaron a Nissa mientras una cacofonía de gritos de terror sonaba de fondo. Liberado de sus ataduras, Ulamog volvía a avanzar hacia Portal Marino.
Nissa gritó de desesperación. Por muy imposible que le hubiera parecido su éxito inicial encerrando a Ulamog, este final le resultó aún más inconcebible.
¿Este final?
¿De verdad había llegado el fin?
Al pensarlo, una sensación de debilidad invadió a Nissa y la dejó sin fuerzas. Lo único que podía hacer era obligar a sus dedos a aferrarse a la liana.
―¡Nissa, ¿qué haces?! ¡Aléjate de ahí! ―volvió a apremiarla Jace. Nunca le había oído hablar con tanta desesperación, pero Nissa no podía moverse―. ¡Huye! ―insistió Jace.
Su preocupación no le afectaba. Nissa se quedó mirando las ondas que rompían por debajo de ella. El agua estaría fría si cayese en ella.
―La prisión se ha derrumbado, Nissa ―dijo Jace con más calma―. El demonio la ha destruido. Ya no podemos hacer nada, tienes que huir. Por favor...
El demonio... Nissa sacudió la cabeza. ¿El demonio? Entonces lo percibió, sintió la maldad de aquel monstruo. Estaba cerca. Levantó la vista. Allí estaba. Era el demonio al que se había enfrentado en Bala Ged, el que había arrancado de la tierra el Corazón de Khalni y tratado de destruir Zendikar. Había regresado.
De repente todo cobró sentido. El poder siniestro que había sentido era el suyo; él era la causa del desastre. Su edro fue lo que desestabilizó la prisión e hizo temblar la tierra. Él provocó todo aquello. Y ahora se disponía a lanzar un hechizo, un conjuro tan antiguo y poderoso que Nissa no reconoció nada más que un atisbo de él y su completa y devoradora oscuridad. Mientras pronunciaba el hechizo, toda la tierra de Zendikar gritó de dolor.
Y algo se levantó.
Nissa se giró y vio dos siluetas negras, relucientes e imposiblemente grandes atravesando el suelo. Incluso antes de que el resto del monstruo emergiera de la superficie, Nissa supo que tenía ante sí a un segundo titán. Kozilek. El demonio había llamado a otro horror para que arruinara su mundo.
Levantó la vista hacia el demonio y vio que le sonreía desde lo alto. Sonreía.
Permaneció de pie mirando al demonio. Sabía que debería alejarse de él. Sabía que debería huir... o enfrentarse a los titanes, o ayudar a la gente, o hacer cualquier otra cosa excepto lo que pretendía hacer. Pero si hiciese cualquiera de esas cosas, ¿de qué serviría? ¿Sus actos marcarían alguna diferencia? ¿Acaso quedaba esperanza, una última posibilidad de salvar Zendikar?
Si le diera la espalda al demonio, tendría que responder a esas preguntas, así que no lo hizo. En vez de eso, centró su atención en él, en la desgracia visual que había arrebatado a su mundo la última posibilidad de sobrevivir. Por ese motivo, y por todo lo demás, acabaría con él.
Bajó de un salto al dique inestable y echó a correr hacia el demonio con la espada dispuesta, preparada para atacar. Había cometido el error de no asegurarse de haber puesto fin a su vida la última vez que se enfrentaron. No volvería a repetirse.
Cuando Kozilek resurgió, el dique convulsionó, las aguas se agitaron, la tierra tembló y los zendikari gritaron. Sin embargo, todo eso permaneció fuera de la atención de Nissa, más allá de la ira que la impulsaba. Solo podía ver al horrible demonio y su única certeza era que ese monstruo iba a morir.
Mientras se abría camino hacia el demonio alado entre las oleadas de engendros y las rocas que se desplomaban, Nissa percibió vagamente la influencia de Kozilek en los alrededores. Ya la había presenciado en otra ocasión en el pasado, cuando su progenie era más numerosa en el mundo. No se había preocupado mucho por el caos deformador hacía años, ni prestó atención a los efectos confusos y enredados que Kozilek provocaba sobre las líneas místicas en ese momento. Los patrones constantes que tendrían que cubrir el mundo se alteraron y se rompieron. Todo se había distorsionado. Cada paso que daba requería un esfuerzo para obligar a sus pies a que entrasen en contacto con el suelo, a que ignorasen la disección de la realidad, a que compensasen las alteraciones gravitatorias. A pesar de las dificultades, siguió adelante. Nada podría detenerla.
De repente, el tiempo volvió a transcurrir y la gravedad duplicó o incluso triplicó su fuerza, empujando a Nissa hacia el dique desmoronado a tal velocidad que ni siquiera notó la fricción del aire. Intentó levantarse, pero parecía que se estaba hundiendo en arenas movedizas. El entorno había adoptado formas angulosas y patrones geométricos que representaban una realidad antinatural. Nissa pestañeó, pero no podía ver las cosas con más claridad. Todo le parecía idéntico: ya no conseguía distinguir el dique, el mar y el demonio.
Había caído en el campo de distorsión de Kozilek. Trastabilló, insegura de hacia dónde la conduciría su próximo paso, de dónde estaba ni de adónde se dirigía. Insegura de si tan siquiera seguía viva. ¿Habría llegado ya el final?
No. ¡No! Aquello no era el fin. No podía serlo. No hasta que acabase con él. El demonio era una mancha en su mundo perfecto. La necesidad de borrarlo de la faz de Zendikar la ayudó a seguir adelante. Se obligó a avanzar paso a paso, respiración a respiración, hasta que por fin salió del alcance de la distorsión.
Una vez libre, Nissa corrió por el extremo de roca blanca del dique y subió por el acantilado, directa hacia el demonio. Se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo, apuntándole al cuello con la espada.
―Me alegro de verte así. ―Todavía la miraba con aquella sonrisa repugnante―. Por fin estás dispuesta a ganar. A hacer lo que sea necesario.
―¡Calla! ―La bilis subió por la garganta de Nissa cuando hizo descender la hoja.
Sin embargo, el demonio la esquivó con un movimiento ágil y se liberó, levantando el vuelo a la par que enviaba una oleada de su magia drenadora de esencia contra Nissa. El hechizo la alcanzó antes de que pudiera ponerse en pie y absorbió la vida directamente de sus venas, bebiendo del odio que la alimentaba.
Nissa gritó, entró en contacto con la tierra y levantó una tromba de tierra contra el demonio. Sin embargo, no lo alcanzó; la tierra giró en el aire y volvió a caer sobre ella, siguiendo unas líneas místicas tejidas y retorcidas de forma imposible.
Nissa rodó para esquivarlas y se arrastró por el suelo bajo la lluvia de escombros, de restos de tierra negra y alterada, antinatural y atormentada. Presa del pánico, Nissa vio que cuatro engendros del linaje de Kozilek se interpusieron entre el demonio y ella. ¿Acaso los había convocado él?
―Lamentablemente, debo dar prioridad a mis planes ―dijo el demonio―. Zendikar caerá. ―Asintió ligeramente y los engendros cercaron a Nissa, levantando trozos de roca alrededor de ella―. Y luego morirá.
Un dolor agudo se apoderó de Nissa y la hizo gritar de agonía. Aunque no pretendía hacerlo, su grito alertó a Ashaya. Sintió que Zendikar se preocupaba por ella y que la tierra empezaba a levantarse a su alrededor. El mundo acudía en su ayuda, pero al hacerlo se volvía retorcido, roto y corrupto. Se arruinaba.
Ashaya no quería irse. El mundo se negaba a abandonarla, pero Nissa la obligó a alejarse. Ninguna de las dos podía hacer nada más.
Cuando dejó de resistir, sintió que su última pizca de esperanza se convirtió en miedo bajo la influencia de los engendros de Kozilek. Sus instintos se agitaron. La tierra, las líneas místicas y la vida del mundo se volvieron tan retorcidas y distorsionadas que dejaron de existir.
Mientras el demonio reía, los últimos restos de realidad de Nissa se descompusieron.
Me eché a reír al ver el semblante confuso de la elfa y cómo su realidad se descomponía ante ella. No pude evitarlo. Me pareció divertido, sobre todo su mirada.
―Ay, pequeña elfa... ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que si me hubieras dejado terminar mi obra, me habría marchado de tu mundo cuando recuperase mi chispa. No te elegí como enemiga, pero ahora me siento obligado a ser el enemigo que te mereces. La distorsión de Kozilek te permitirá vivir las últimas horas de Zendikar como si se prolongasen durante un millar de años. Sufrirás como yo sufrí. Normalmente no reparo en este tipo de detalles dramáticos, pero te has ganado esta excepción.
Los engendros de Kozilek rodearon a la elfa y cortaron el espacio de forma que ninguna línea mística llegase hasta ella, cuales arañas tejiendo una red de realidad quebrada. La separaron de Zendikar. Estaba indefensa.
Mi mente se esforzó en dirigir a los engendros. Era posible, aunque sabía que caminaba por el borde del precipicio. Con el titán tan cerca, me arriesgaba a caer en la locura o algo peor. Aun así, mientras no les ordenase hacer nada a lo que el titán se opusiera, supuse que no le importaría que tomase prestados a unos pocos súbditos para librarme de un insecto que pretendía frustrar su obra. Levanté el vuelo para inspeccionar el resto del campo de batalla. Se había convertido en una desbandada. Glorioso.
Había llegado el momento de irme para no volver jamás.
Eso iba a hacer, pero después de asegurarme de que ningún superviviente huyera de Portal Marino, por supuesto.
En realidad, eso carecía de importancia. Lo más conveniente sería irme para no volver jamás.
Vaya, vaya. Alguien se había metido en mi cabeza. Ni hablar. Los telépatas son aborrecibles. Ya había tenido demasiadas experiencias con gente que intentó inculcar ideas ajenas en mi cabeza.
Capté una huella que me indicó el lugar aproximado donde se encontraba el intruso, oculto entre los soldados que huían. Me precipité hacia el suelo como un cometa y el impacto salpicó a los zendikari con la tierra cenagosa y empapada por el océano. Un muchacho vestido de azul se mantuvo en pie, ileso pero sorprendido, y se dividió por acto reflejo en decenas de imágenes ilusorias. Como truco, no estaba mal.
Susurré una palabra: el nombre más auténtico para el dolor que jamás había aprendido. La agonía reinó en una esfera crepitante que surgió de mí. Me afectó tanto como a él, pero el dolor no me resultaba tan desconocido como al muchacho. Todas las imágenes se doblaron de dolor, pero solo una de ellas lo sentía de verdad. Distinguir al auténtico telépata fue de lo más sencillo. Sonreí de satisfacción cuando arremetí contra él, pero me estremecí cuando nuestras miradas se cruzaron.
Algo apresó una de mis alas por la espalda y me alejó del telépata, desgarrando el ala en el proceso. Caí al suelo con fuerza y levanté la vista para ver a mi nuevo adversario. Aunque podría haber descargado un segundo golpe sin darme tiempo a reaccionar, esperó. Era alto, corpulento, con la mandíbula cuadrada y una mirada decidida. Un mozo con buen porte según la mayoría de estándares. Me reí por lo bajo mientras lo evaluaba. Estaba dispuesto a atacarme por la espalda para salvar a su amigo, pero no a ganar así un combate. Me cayó bien inmediatamente. Estaba ante un héroe.
―Ob Nixilis ―me presenté con una ligera inclinación de cabeza―. Es un placer. Y ahora te pediría que hagas el favor de hacerte a un lado e irte a casa. Tienes aspecto de general, de modo que sabrás reconocer que habéis perdido esta guerra. ¿Estas defensas eran obra tuya? Reconozco que estoy impresionado. Me encantaría concederte la revancha en otro momento. Escoge el mundo y las condiciones, mas por ahora...
Me interrumpió con una cuchillada de su... cosa... metálica... y cuádruple. ¿De verdad blandía un sural? Hacía siglos que no veía uno, y jamás en Zendikar. Los especialistas en esa arma tienden a ser extremadamente hábiles o graciosamente efímeros. Me aparté a un lado para esquivar el molesto ataque.
―Esta gente está bajo mi protección, demonio. Ríndete o acabaré contigo. ―Sonaba muy convencido de sus posibilidades.
Sin embargo, el mozo aguantó el tipo con una irritante sonrisa de superioridad y un brillo dorado que cubrió su cuerpo. ¡Podía volverse invulnerable! Aquel lance prometía ser más interesante de lo que esperaba.
―Pero no con tanta ― se burló antes de arremeter contra mí lanzando amplios tajos. Cargó con dureza, pero sin acortar demasiado las distancias: tenía el alcance de su parte y no iba a darme la oportunidad de acercarme para apresarlo. Lo mantuve a raya con más explosiones de energía; las evitó casi todas, pero algunas lo alcanzaron, aunque siempre consiguió protegerse con aquel brillo dorado. Consideración táctica: sus defensas exigían concentración. Aun así, se desenvolvía con habilidad y fluidez e interponía su escudo a la perfección entre ataque y ataque, por lo que no me no me ofrecía ninguna oportunidad. En más de una ocasión bloqueé sus cuchilladas con los antebrazos, pero las heridas eran superficiales y sanaban rápidamente. Me mantuvo a la defensiva y no mordió el anzuelo con ninguna de mis fintas. Luchamos hasta volver a una posición neutral y el mozo consiguió interponerse entre el telépata y yo.
―Peleas bien, pero no puedes hacerme daño ni permitiré que dañes a nadie más. Lucho por Zendikar, demonio. ―Su voz sonaba muy decidida, pero percibí atisbos de duda asomando en su rostro. Eso es siempre lo primero.
―Nixilis ―lo corregí―. ¿Y te refieres... a esta gente? ―Con indiferencia, lancé un rayo de energía hacia un grupo de rezagados y heridos. Seis muertos. Se inclinó como para reanudar la ofensiva, pero no renunció a su posición para defender al telépata―. ¿O te refieres a él? Vaya, amigo mío, el telépata te ha caído en gracia, ¿no es así? Por esto siempre hay que matar a los telépatas primero. ¿Cómo puedes estar seguro de que lo proteges por decisión propia? ¿Hasta qué punto confías en que no haya hurgado un poco en tu cabeza?
Sus ojos giraron hacia un lado (hacia el telépata) por un momento. Ese instante fue todo lo que hizo falta para abrir un resquicio en sus defensas. En ese diminuto instante me lancé sobre él, y durante esa minúscula fracción de segundo, su peso se cargó en el pie atrasado.
En una batalla existen momentos como este, en los que el tiempo se detiene; donde el deleite de combatir se impone a los sentidos y al transcurso del tiempo. Lanzó un golpe contra mí mientras se agachaba para asumir una postura de luchador, pero el ataque fue elevado y amplio. Cuando nuestros ojos se encontraron, distinguí el mismo deleite en su rostro: luchar le apasionaba tanto como a mí. Magnífico. De lo contrario me habría decepcionado.
Se agachó para anticiparse a mi acometida, pero estaba preparado para su respuesta; intentó barrer mi pierna, pero pasé por encima de él batiendo mi ala intacta y le lancé un zarpazo con una mano. Su escudo desvió el golpe, pero el impacto le hizo retroceder medio metro más de lo que esperaba y se acercó con una embestida explosiva. Tuve un instante para prepararme y agacharme. Mi peso y mi fuerza eran superiores, pero él se movía más rápido y su centro de gravedad era más bajo. No conocía exactamente su estilo de lucha, pero me había enfrentado a suficientes adversarios similares como para anticiparme a lo que intentaría hacer.
Le ofrecí un blanco y fue a por él. Apresó mi rodilla con las piernas y comenzó a presionarla: un derribo y una llave ejecutados a la perfección. Yo pesaba más que él, pero sería capaz de romperme la rodilla en cuestión de segundos.
Aproveché dichos segundos para hacerme con el control de su brazo derecho, apresándolo detrás de mi cuello mientras forcejeábamos. Rodamos por el barro, la sangre, la salmuera, el icor y cosas peores, tratando de dominarnos el uno al otro... Y él fue el más hábil de los dos. La rodilla crujió y una sacudida tremenda recorrió mi cuerpo. El problema para él, sin embargo, era que contaba con que eso pusiese fin al combate, cuando una fractura de rodilla en realidad no era más que la tercera peor sensación que había experimentado en la última hora.
Utilicé mi pierna intacta y mi peso superior para inmovilizarlo. Apretó los dientes, con el rostro salpicado del mismo barro que me cubría, que nos cubría a todos, que cubría este mundo miserable y condenado. Canalizó su poder para impedir que le rompiese el hombro. Pero era mío. Era mío y él lo sabía.
―¿Luchas por Zendikar? ¿Por este estercolero maltrecho? ¡Pues mira cómo te lo recompensa! ―Le hundí la cabeza con fuerza en el agua embarrada. Se debatió, se revolvió, escupió y tosió mientras trataba de liberarse. Pude sentir su desesperación y su miedo mientras las manos resbalaban en el fango.
Mientras empezaba a ahogarse.
La invulnerabilidad no fue rival para ocho centímetros de agua turbia.
―¡Esto es Zendikar! ¡Sufrimiento, desechos e inmundicia! ¡Esto es Zendikar! Convulsionó una vez más y su cuerpo se quedó sin fuerzas.
Lo sostuve así un segundo más, hasta que lo solté y lo puse boca arriba con un chapoteo.
―Esto es Zendikar ―susurré―. Y tu batalla ha terminado.
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