Crónicas de Zendikar: A Cualquier Precio
| jueves, 4 de febrero de 2016 at 20:25:00
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Ob Nixilis
Zendikar
Ob Nixilis tiene un mal día.
Las cosas le iban muy bien hasta hacía poco. Se había hecho con
el poder del Corazón de Khalni, que había cambiado de ubicación, y
gracias a él había forjado un vínculo con el maná salvaje de Zendikar.
Por fin estaba preparado para utilizar la red de edros de Zendikar y
recuperar su chispa de Planeswalker... Y entonces ocurrió un desastre,
provocado por la llegada de la elfa Nissa Revane.
Nissa arrebató el Corazón de Khalni al demonio que ansiaba
convertirse en Planeswalker, restableció su propio vínculo con Zendikar y
derrumbó toneladas de roca y tierra sobre Ob Nixilis.
Aquello supuso un contratiempo, pero Ob Nixilis no había llegado tan lejos rindiéndose ante las adversidades.
El dolor...
El dolor era un destino moderadamente mejor que caer en la nada, como
supuse que me acontecería. El dolor solo podía significar una cosa.
La elfa me había dejado con vida.
Me eché a reír. A decir verdad, no podía hacer nada más. Tenía el
cuerpo fracturado por una docena de sitios tras el derrumbamiento de la
caverna; estaba completamente atrapado. La risa hizo que unos ataques de
agonía recorrieran mis nervios y utilicé el dolor para diagnosticar la
gravedad de mis heridas. Eran considerables, pero me recuperaría.
Podía respirar, lo cual me pareció un buen comienzo. Eran
respiraciones cortas y dolorosas, con rocas y arena ejerciendo presión
sobre mí, pero podía inspirar suficiente aire como para mantenerme
consciente. Deduje que no me encontraba muy lejos de la superficie. O
tal vez estuviera cerca de una burbuja de aire que no tardaría en
agotarse. Ninguna de esas posibilidades resultaba especialmente
alentadora. Pero seguía vivo.
Una derrota, en caso de sobrevivir a ella, debe convertirse en un
proceso de reflexión. La arrogancia inmerecida había supuesto la muerte
de incontables aspirantes a señores de la guerra. ¿Cuántos habían
sucumbido a lo largo de los milenios por mostrarse soberbios ante mí?
Esta vez fui yo quien acababa de sufrir una derrota aplastante;
enterrado vivo, decidí no desperdiciar la oportunidad que me habían
dado.
Mi plan era plausible: sincronizar una red de edros con el Corazón de
Khalni y utilizarlo para canalizar por mi cuerpo la energía planar que
necesitaba para reavivar mi chispa. Cabía la posibilidad razonable de
que muriese en el intento, sí, pero hacía mucho tiempo que eso ya no me
preocupaba. Y sí, sabía que ser un Planeswalker no significaba lo mismo
desde hacía algunas décadas. Aquello despertaba mi interés, en realidad.
Un sinfín de planos habían perdido a sus guardianes y campeones cuasi
divinos. ¡La Reparación debía de haber sembrado el caos en el
Multiverso! Un caos que tiene que ser sofocado, un caos que alguien
tiene que subyugar. Y yo soy la persona perfecta para lograrlo.
Mi plan era plausible, pero fracasó. No había tenido muy en cuenta la
posibilidad de que Nahiri no fuese la única Planeswalker dispuesta a
salvar este mundo tan horrible. Estaba preparado para enfrentarme a ella,
pero admito que no había previsto que una demente elfa joraga capaz de
extraer fuerzas del corazón de un plano moribundo fuese a aparecer
apenas horas antes de completar el ritual, a truncar todo un siglo de planificación y a sepultarme vivo.
Recordar los acontecimientos me irritó.
A pesar de todo, mi mayor preocupación era otra: mis tropas estaban
acorraladas en el mismo valle, por así decirlo. No sabía cuánto tiempo
tardarían los Eldrazi en destruir Zendikar, e incluso sacando partido de
lo que había aprendido hasta entonces, no disponía de otro
medio siglo para volver a crear mi obra. Al ritmo al que se
desarrollaban las cosas, el plano quedaría irreparablemente dañado en
menos de un año. Por no mencionar que en Zendikar no quedaban más
fuentes de poder como el Corazón de Khalni. Bueno, había una, pero ni siquiera yo estaba tan desesperado. Todavía no.
Repasé mis alternativas. Primera opción: tratar de repetir mi obra.
Inconveniente: los Eldrazi seguramente destruirían el plano, y a mí con
él, mucho antes de que pudiera llevar a cabo mi plan. Podría tener un
golpe de suerte y toparme con otra fuente de poder, pero solo los necios
urden planes que dependen de la suerte, y yo no estaba dispuesto a
empezar a hacerlo.
Segunda opción: ir tras la elfa y recuperar el Corazón.
Inconveniente: en mi estado actual, era muy improbable que derrotase a
una Planeswalker, sobre todo si podía recurrir al poder del Corazón, y
más aún si ya me había derrotado cuando estaba en plenas facultades. No
hay honor ni dignidad en cargar inútilmente contra un enemigo superior,
aunque les dijera lo contrario a algunos generales para alentarlos a que
siguiesen la estrategia que más me convenía en ese momento.
Tercera opción: colaborar con un poder superior. Nunca es mi primera
opción, pero a veces no queda otro remedio. Había estudiado a los
Eldrazi casi tan minuciosamente como a los edros. Aunque no se podía
negociar con ellos, sabía que estaban dispuestos a obrar a través de sus
subordinados (el viejo Kalitas lo había aprendido por las malas) y
disfrutaría ayudándolos a reducir a polvo este mundo y ponerle fin. Pero
¿qué ocurriría después? Los Eldrazi no conocen la gratitud ni la
retribución; les resultaría imposible concebir que mi colaboración
merecería una recompensa. Una victoria pírrica no es más que el tipo de
derrota más fácil de encajar.
Tiempo... Lo que necesitaba era más tiempo.
Entonces encontré la solución... y me eché a reír de nuevo. Era tan
desternillante que me olvidé del dolor. Reí y reí hasta que unas
lágrimas ardientes brotaron de mis ojos. Incluso después de tantos
siglos, la ironía sigue pareciéndome de lo más divertida. Había
exactamente una forma de conseguir el tiempo necesario para volver a
llevar a cabo mi plan.
Iba a tener que salvar Zendikar.
Pero lo primero era lo primero: estaba sepultado bajo tierra. No
sabía cuánto tiempo llevaba allí. No me había recuperado, ni mucho
menos, pero cuando se avecina el fin del mundo, a veces tienes que
ignorar algunas molestias. Profundicé en la tierra que me rodeaba y
traté de extinguir la vida cercana para extraer su energía; era una
magia sencilla y, en cierto modo, una de mis especialidades. Sin
embargo... no encontré nada. Estaba en Bala Ged, una región donde Ulamog
lo había consumido todo. No había ni siquiera un insecto, un gusano o
una brizna de hierba de la que extraer fuerzas. Esta vez, la ironía no
me resultó tan divertida. Me debatí durante horas hasta que las rocas
que me retenían por fin comenzaron a ceder. Mientras luchaba por
liberarme, imaginé un millar de formas placenteras de poner fin a la
miserable existencia de la elfa. Tardé días en salir a la superficie. Se
me habían ocurrido unas cuantas ideas muy prometedoras.
El siguiente paso fue recuperar lo que pude de mi red de edros. Un
puñado de ellos me bastaría para construir una "brújula" de líneas
místicas, con la que podría percibir cómo estaba distribuida la energía
en lo que quedaba del plano. Si se estaba librando una batalla por
defender Zendikar, la elfa estaría inmersa en ella, utilizando el poder
del Corazón de Khalni, y eso me permitiría seguir su rastro.
El trabajo avanzó despacio y eso me dio mucho tiempo para pensar. Los
engendros de Ulamog formaban una fuerza implacable e inconsciente, y
las monstruosidades que los comandaban poseían un poder abrumador como
muy pocos de los que había visto. Me pareció que la mejor alternativa
era aprovechar el aspecto inconsciente de su naturaleza. Lo único que
necesitaba para tener una oportunidad de atacar al Eldrazi principal
eran unas tropas coordinadas con una fuerza suficiente y un instinto de
autopreservación deficiente. Seguro que los zendikari ya habían reunido
un ejército así, aunque no tenía intención de liderarlo. Los titanes
habían estado atrapados durante muchísimo tiempo y sería posible volver a
encerrarlos; no necesitaba destruirlos ni incapacitarlos para siempre.
Antes al contrario: estaba más que encantado de permitir que los
monstruos se dieran el festín que se merecían, pero no tenía intención
de ser su postre.
Había dedicado bastante tiempo a estudiar qué me había hecho Nahiri
exactamente. Ahora iba a hacer eso mismo con Ulamog: utilizar un edro
para atrapar a una amenaza extraplanar y salvar Zendikar. Me pregunté si
Nahiri se alegraría por ello o si se sentiría ofendida al verme
haciendo su trabajo. Las dos posibilidades me parecieron de lo más
divertidas.
Pasé más de un día escarbando entre el polvo hasta que encontré lo
que buscaba: un edro del tamaño de mi cabeza, con grabados intrincados y
rebosante de poder. Era la piedra angular de la red que había
construido, el edro adecuado para atrapar a Ulamog y reducir su poder.
Volví a contemplarlo con cierta admiración; mi odio por Nahiri no
impedía que reconociese su talento. Había creado unos artefactos con un
poder inmenso y capaces de sobrevivir durante milenios o incluso más. Si
Nahiri no había regresado a Zendikar para retrasar su destrucción, lo
más probable era que estuviese muerta. Lo cierto es que me entristecí un
poco al pensar que jamás tendría la oportunidad de enfrentarme a ella
de nuevo.
En fin... Ya había tenido suficientes sensiblerías para toda una década. O más bien para el resto de mi vida.
Transmití un pulso de magia a través de los dos edros principales de
mi red y ambos flotaron sobre la arena, girando despacio hasta
alinearse. Una vez terminado, activé la piedra angular y la desplacé
lentamente alrededor de ellos, sintiendo la presión y los tirones de
energía que emitían las piedras. La litomancia era un arte sutil y,
aunque sabía que solo la dominaba de forma rudimentaria, me ofrecía una
versatilidad que nunca había tenido. La función básica de un edro es
redirigir la energía... Pero esa función tan sencilla puede utilizarse
para fortalecer, invocar, encerrar o destruir.
Una imagen con peso, gravedad y distancia cobró forma en mi mente y mi cuerpo, y me esforcé por interpretarla. La ubicación de la elfa fue fácil de distinguir: gracias al poder del Corazón, destacaba como un astro. Sin embargo, había algo más, una canalización de maná que me pareció aborrecible y conocida. Estaban cerca; fuese lo que fuese, probablemente se tratara del lugar donde los zendikari pretendían librar la batalla final. Aquello era Tazeem. Portal Marino, si la memoria no me fallaba. Hermoso lugar para una masacre.
Desplegué mis alas.
Eran en verdad maravillosas, pero apenas había hecho uso de ellas.
Hicieron el viaje ligeramente más soportable y me facilitaron mucho el
desplazamiento entre continentes. Los cielos sabían a libertad, pero
también fueron un recordatorio amargo de lo que había perdido. La
libertad de los cielos era una mota de polvo comparada con la libertad
que antaño me ofrecía el Multiverso. Por otra parte, es raro ver a un
demonio viajando en barco, y resulta que hay muy buenos motivos para
ello.
Sobrevolé las costas y evité el mar abierto, salvo cuando fue
necesario para llegar a Tazeem. Apenas había vida en los cielos. Con ojo
avizor, se podían divisar algunos engendros flotantes de Ulamog, pero
no sentían interés por mí, ni yo por ellos. Los pájaros escaseaban. Los
ángeles, por suerte, habían desaparecido casi por completo.
Cuando los Eldrazi resurgieron, los ángeles lucharon. Pobrecitos.
Siendo justo, no eran malos estrategas, pero partían de la premisa
equivocada de que podían ganar aquella batalla. Los ángeles lucharon y,
en su mayoría, murieron. Muy de vez en cuando, también se veían
engendros de Emrakul flotando en solitario y haciendo lo que hacían sus
engendros. Aun así, los cielos estaban prácticamente a mi disposición.
Un panorama despejado, un sol brillante y nubes que vagaban despacio con
el viento. Y todo aquello me parecía un lastre, una prisión: aquel
horizonte lejano era una pesadilla claustrofóbica. Pero aquel horizonte
no tardaría en desaparecer. Y de una forma u otra, yo también lo haría.
Mientras recorría los kilómetros que me separaban de Portal
Marino, vi claramente que me dirigía hacia el lugar adecuado. Por una
parte había un yermo interminable: el mismísimo Ulamog no había dejado
más que silencio y polvo a su paso. Por el otro lado había una maltrecha
caravana de suministros que intentaba llegar a Tazeem. Eran refugiados y
guerreros (aunque resultaba casi imposible distinguirlos) que se
dirigían en masa hacia Portal Marino; la batalla final por Zendikar ya
había comenzado.
La sinfonía de la batalla se oía a kilómetros de distancia. Qué
deleite. Sin embargo, aquello no era nada comparado con lo que vi cuando
coroné el desfiladero cercano.
Ejércitos entrechocando, miles de engendros y zendikari muriendo y, por encima de todo aquello, Ulamog. Atrapado.
En una inmensa red de edros.
Tardé unos segundos en asimilarlo. No pude evitar sonreír. La red era
enorme. Los zendikari habían conseguido por la fuerza bruta lo que yo
había tardado décadas en completar de forma cuidadosa y sutil. Habían
utilizado una estructura de edros gigantescos para utilizar la energía de todo el plano;
básicamente, lo que yo había hecho con el Corazón de Khalni era un
modelo a escala de lo que ellos habían construido. El alineamiento era
tosco, obra de un inexperto (incluso para un principiante como yo), pero
era estable.
Solo los necios urden planes que dependen de la suerte, pero más
necios son quienes no la aprovechan. Mi primera opción volvía a estar
sobre la mesa.
Encontré un lugar con buenas vistas para estudiar la red y desplacé
amablemente a los vigías kor que estaban apostados allí. La red tenía
dificultades para contener a Ulamog, pero el titán comenzaba a
debilitarse. Aquello me impresionó. Los zendikari tal vez fuesen capaces
de acabar con él. Un aplauso por su esfuerzo y su ingenio. No obstante,
había llegado el momento de frustrar ligeramente aquel plan.
Me elevé por encima del campo de batalla. Los kor que volaban en sus velacometas me divisaron, pero no se encararon conmigo; estaban concentrados en rechazar a los engendros voladores y transmitir información a las tropas terrestres. El edro que serviría como piedra angular flotaba detrás de mí y empezaba a reaccionar a la increíble energía de la red. Sus runas emitían una luz violeta, intensificada por el flujo de las líneas místicas. Le ordené situarse en su sitio y lo fijé en un punto armónico por encima del centro exacto del anillo. Entonces comenzó a girar y a formar un vórtice de energía que liberó una descarga eléctrica por todo mi cuerpo. Me tambaleé en el aire por unos instantes; tenía el pulso acelerado y apenas podía respirar.
Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. Muchísimo tiempo.
Pronuncié tres palabras.
En aquel momento, todo comenzó de nuevo.
La energía abrumó mis sentidos: mi vista se tornó blanca y mi cuerpo
perdió la sensibilidad. El poder ardió en mí como un torrente de agonía y
perfección, y en lo profundo de mi interior, primero como un destello y
luego como una llama abrasadora... mi chispa regresó.
¡El Multiverso volvía a extenderse ante mí! Noté la presencia de los
mundos, de innumerables planos conocidos y nuevos, dispersos en un
lienzo infinito de realidades. Los sentí como puntos de luz, promesas de
poder en la lejanía. El sueño que había alimentado durante milenios por
fin se había cumplido. ¡Al fin podía abandonar este plano aborrecible!
Empecé a desvanecerme; quería estar en cualquier parte menos aquí...
No. No había terminado mi propósito en Zendikar. Todavía no.
Me arranqué de la corriente de maná, con el poder fluyendo a través
de mí. Con un simple chasquido de los dedos, uno de los edros de la
estructura se desencajó de su sitio. La fuerza de las líneas místicas lo
mantuvo en su lugar por unos instantes, pero entonces, muy muy
despacio, cayó hacia el mar. Hubo gritos de terror e incredulidad;
Ulamog se agitó violentamente y el resto de la red se desmoronó.
Entonces, muy por debajo de mí, por fin la divisé. La pequeña elfa.
Tenía que saber lo que ocurría, tenía que sentirlo en los huesos. Sí.
Aquí arriba. Levantó la vista y su rostro se tornó en una mezcla de
conmoción y desesperación total. Fue un buen comienzo. Pero aún no me di
por satisfecho.
Una a una, sentí que recuperaba mis conexiones con los mundos que
había conquistado en el pasado. No con todos, pero serían suficientes.
Había transcurrido mucho tiempo. Descargué un inmenso rayo aniquilador
sobre los ejércitos en tierra, cortando su retirada y forzándolos a
regresar a la trayectoria de Ulamog. Los zendikari morían a cientos cada segundo que pasaba y saboreé todas las vidas que se apagaban, crujientes, jugosas y dulces.
Un atisbo de orden se formó entre las filas. Un puñado de
Planeswalkers trataba desesperadamente de organizar una retirada, aunque
no hubiera ningún sitio al que huir. Con la mente ebria de poder, sentí
el impulso de abalanzarme sobre ellos y aniquilarlos. Habría podido
hacerlo, pero me contuve. Todavía no. Todavía no.
Antes tenía que hacer otra cosa.
En las profundidades de la tierra, el ser ya comenzaba a despertar.
Le susurré, haciendo caso omiso de la distancia. No me atreví a
proyectar mi mente hacia él, ya que la realidad retrocedía y se
distorsionaba con solo enviar mis pensamientos. Pero el poder estaba
allí, y el poder habló con el poder. No tenía consciencia de ningún tipo
que yo pudiera describir, pero tenía voluntad, y aquella voluntad no quería nada más que recibir un propósito.
Me eché a reír. Nunca había sentido una alegría como aquella, jamás. Nunca había conocido un triunfo ni una gloria como las de ese momento. Los seres poderosos... ¡Los seres poderosos desean que los convoquen! Con mi chispa reavivada, aquello era lo más fácil del mundo.
Una palabra más. Lo único que faltaba era una palabra más. Y el mundo
tembló cuando la pronuncié. La perdición de Zendikar por fin había
llegado.
Sentí su presencia en el sur y la aferré. La desperté completamente
con la fuerza desatada de mi voluntad. Mi palabra sería la sentencia
final de este miserable plano, y la grité desde lo más profundo de mi
alma.
―¡Levántate!
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