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Crónicas de Zendikar: A Cualquier Precio

Ob Nixilis tiene un mal día.
Las cosas le iban muy bien hasta hacía poco. Se había hecho con el poder del Corazón de Khalni, que había cambiado de ubicación, y gracias a él había forjado un vínculo con el maná salvaje de Zendikar. Por fin estaba preparado para utilizar la red de edros de Zendikar y recuperar su chispa de Planeswalker... Y entonces ocurrió un desastre, provocado por la llegada de la elfa Nissa Revane.
Nissa arrebató el Corazón de Khalni al demonio que ansiaba convertirse en Planeswalker, restableció su propio vínculo con Zendikar y derrumbó toneladas de roca y tierra sobre Ob Nixilis.
Aquello supuso un contratiempo, pero Ob Nixilis no había llegado tan lejos rindiéndose ante las adversidades.


El dolor...
El dolor era un destino moderadamente mejor que caer en la nada, como supuse que me acontecería. El dolor solo podía significar una cosa.
La elfa me había dejado con vida.
Me eché a reír. A decir verdad, no podía hacer nada más. Tenía el cuerpo fracturado por una docena de sitios tras el derrumbamiento de la caverna; estaba completamente atrapado. La risa hizo que unos ataques de agonía recorrieran mis nervios y utilicé el dolor para diagnosticar la gravedad de mis heridas. Eran considerables, pero me recuperaría.
Podía respirar, lo cual me pareció un buen comienzo. Eran respiraciones cortas y dolorosas, con rocas y arena ejerciendo presión sobre mí, pero podía inspirar suficiente aire como para mantenerme consciente. Deduje que no me encontraba muy lejos de la superficie. O tal vez estuviera cerca de una burbuja de aire que no tardaría en agotarse. Ninguna de esas posibilidades resultaba especialmente alentadora. Pero seguía vivo.
Una derrota, en caso de sobrevivir a ella, debe convertirse en un proceso de reflexión. La arrogancia inmerecida había supuesto la muerte de incontables aspirantes a señores de la guerra. ¿Cuántos habían sucumbido a lo largo de los milenios por mostrarse soberbios ante mí? Esta vez fui yo quien acababa de sufrir una derrota aplastante; enterrado vivo, decidí no desperdiciar la oportunidad que me habían dado.
Mi plan era plausible: sincronizar una red de edros con el Corazón de Khalni y utilizarlo para canalizar por mi cuerpo la energía planar que necesitaba para reavivar mi chispa. Cabía la posibilidad razonable de que muriese en el intento, sí, pero hacía mucho tiempo que eso ya no me preocupaba. Y sí, sabía que ser un Planeswalker no significaba lo mismo desde hacía algunas décadas. Aquello despertaba mi interés, en realidad. Un sinfín de planos habían perdido a sus guardianes y campeones cuasi divinos. ¡La Reparación debía de haber sembrado el caos en el Multiverso! Un caos que tiene que ser sofocado, un caos que alguien tiene que subyugar. Y yo soy la persona perfecta para lograrlo.
Mi plan era plausible, pero fracasó. No había tenido muy en cuenta la posibilidad de que Nahiri no fuese la única Planeswalker dispuesta a salvar este mundo tan horrible. Estaba preparado para enfrentarme a ella, pero admito que no había previsto que una demente elfa joraga capaz de extraer fuerzas del corazón de un plano moribundo fuese a aparecer apenas horas antes de completar el ritual, a truncar todo un siglo de planificación y a sepultarme vivo.


Recordar los acontecimientos me irritó.
A pesar de todo, mi mayor preocupación era otra: mis tropas estaban acorraladas en el mismo valle, por así decirlo. No sabía cuánto tiempo tardarían los Eldrazi en destruir Zendikar, e incluso sacando partido de lo que había aprendido hasta entonces, no disponía de otro medio siglo para volver a crear mi obra. Al ritmo al que se desarrollaban las cosas, el plano quedaría irreparablemente dañado en menos de un año. Por no mencionar que en Zendikar no quedaban más fuentes de poder como el Corazón de Khalni. Bueno, había una, pero ni siquiera yo estaba tan desesperado. Todavía no.
Repasé mis alternativas. Primera opción: tratar de repetir mi obra. Inconveniente: los Eldrazi seguramente destruirían el plano, y a mí con él, mucho antes de que pudiera llevar a cabo mi plan. Podría tener un golpe de suerte y toparme con otra fuente de poder, pero solo los necios urden planes que dependen de la suerte, y yo no estaba dispuesto a empezar a hacerlo.
Segunda opción: ir tras la elfa y recuperar el Corazón. Inconveniente: en mi estado actual, era muy improbable que derrotase a una Planeswalker, sobre todo si podía recurrir al poder del Corazón, y más aún si ya me había derrotado cuando estaba en plenas facultades. No hay honor ni dignidad en cargar inútilmente contra un enemigo superior, aunque les dijera lo contrario a algunos generales para alentarlos a que siguiesen la estrategia que más me convenía en ese momento.
Tercera opción: colaborar con un poder superior. Nunca es mi primera opción, pero a veces no queda otro remedio. Había estudiado a los Eldrazi casi tan minuciosamente como a los edros. Aunque no se podía negociar con ellos, sabía que estaban dispuestos a obrar a través de sus subordinados (el viejo Kalitas lo había aprendido por las malas) y disfrutaría ayudándolos a reducir a polvo este mundo y ponerle fin. Pero ¿qué ocurriría después? Los Eldrazi no conocen la gratitud ni la retribución; les resultaría imposible concebir que mi colaboración merecería una recompensa. Una victoria pírrica no es más que el tipo de derrota más fácil de encajar.


Tiempo... Lo que necesitaba era más tiempo.
Entonces encontré la solución... y me eché a reír de nuevo. Era tan desternillante que me olvidé del dolor. Reí y reí hasta que unas lágrimas ardientes brotaron de mis ojos. Incluso después de tantos siglos, la ironía sigue pareciéndome de lo más divertida. Había exactamente una forma de conseguir el tiempo necesario para volver a llevar a cabo mi plan.
Iba a tener que salvar Zendikar.


Pero lo primero era lo primero: estaba sepultado bajo tierra. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. No me había recuperado, ni mucho menos, pero cuando se avecina el fin del mundo, a veces tienes que ignorar algunas molestias. Profundicé en la tierra que me rodeaba y traté de extinguir la vida cercana para extraer su energía; era una magia sencilla y, en cierto modo, una de mis especialidades. Sin embargo... no encontré nada. Estaba en Bala Ged, una región donde Ulamog lo había consumido todo. No había ni siquiera un insecto, un gusano o una brizna de hierba de la que extraer fuerzas. Esta vez, la ironía no me resultó tan divertida. Me debatí durante horas hasta que las rocas que me retenían por fin comenzaron a ceder. Mientras luchaba por liberarme, imaginé un millar de formas placenteras de poner fin a la miserable existencia de la elfa. Tardé días en salir a la superficie. Se me habían ocurrido unas cuantas ideas muy prometedoras.
El siguiente paso fue recuperar lo que pude de mi red de edros. Un puñado de ellos me bastaría para construir una "brújula" de líneas místicas, con la que podría percibir cómo estaba distribuida la energía en lo que quedaba del plano. Si se estaba librando una batalla por defender Zendikar, la elfa estaría inmersa en ella, utilizando el poder del Corazón de Khalni, y eso me permitiría seguir su rastro.
El trabajo avanzó despacio y eso me dio mucho tiempo para pensar. Los engendros de Ulamog formaban una fuerza implacable e inconsciente, y las monstruosidades que los comandaban poseían un poder abrumador como muy pocos de los que había visto. Me pareció que la mejor alternativa era aprovechar el aspecto inconsciente de su naturaleza. Lo único que necesitaba para tener una oportunidad de atacar al Eldrazi principal eran unas tropas coordinadas con una fuerza suficiente y un instinto de autopreservación deficiente. Seguro que los zendikari ya habían reunido un ejército así, aunque no tenía intención de liderarlo. Los titanes habían estado atrapados durante muchísimo tiempo y sería posible volver a encerrarlos; no necesitaba destruirlos ni incapacitarlos para siempre. Antes al contrario: estaba más que encantado de permitir que los monstruos se dieran el festín que se merecían, pero no tenía intención de ser su postre.
Había dedicado bastante tiempo a estudiar qué me había hecho Nahiri exactamente. Ahora iba a hacer eso mismo con Ulamog: utilizar un edro para atrapar a una amenaza extraplanar y salvar Zendikar. Me pregunté si Nahiri se alegraría por ello o si se sentiría ofendida al verme haciendo su trabajo. Las dos posibilidades me parecieron de lo más divertidas.

Pasé más de un día escarbando entre el polvo hasta que encontré lo que buscaba: un edro del tamaño de mi cabeza, con grabados intrincados y rebosante de poder. Era la piedra angular de la red que había construido, el edro adecuado para atrapar a Ulamog y reducir su poder. Volví a contemplarlo con cierta admiración; mi odio por Nahiri no impedía que reconociese su talento. Había creado unos artefactos con un poder inmenso y capaces de sobrevivir durante milenios o incluso más. Si Nahiri no había regresado a Zendikar para retrasar su destrucción, lo más probable era que estuviese muerta. Lo cierto es que me entristecí un poco al pensar que jamás tendría la oportunidad de enfrentarme a ella de nuevo.
En fin... Ya había tenido suficientes sensiblerías para toda una década. O más bien para el resto de mi vida.
Transmití un pulso de magia a través de los dos edros principales de mi red y ambos flotaron sobre la arena, girando despacio hasta alinearse. Una vez terminado, activé la piedra angular y la desplacé lentamente alrededor de ellos, sintiendo la presión y los tirones de energía que emitían las piedras. La litomancia era un arte sutil y, aunque sabía que solo la dominaba de forma rudimentaria, me ofrecía una versatilidad que nunca había tenido. La función básica de un edro es redirigir la energía... Pero esa función tan sencilla puede utilizarse para fortalecer, invocar, encerrar o destruir.


Una imagen con peso, gravedad y distancia cobró forma en mi mente y mi cuerpo, y me esforcé por interpretarla. La ubicación de la elfa fue fácil de distinguir: gracias al poder del Corazón, destacaba como un astro. Sin embargo, había algo más, una canalización de maná que me pareció aborrecible y conocida. Estaban cerca; fuese lo que fuese, probablemente se tratara del lugar donde los zendikari pretendían librar la batalla final. Aquello era Tazeem. Portal Marino, si la memoria no me fallaba. Hermoso lugar para una masacre.
Desplegué mis alas.
Eran en verdad maravillosas, pero apenas había hecho uso de ellas. Hicieron el viaje ligeramente más soportable y me facilitaron mucho el desplazamiento entre continentes. Los cielos sabían a libertad, pero también fueron un recordatorio amargo de lo que había perdido. La libertad de los cielos era una mota de polvo comparada con la libertad que antaño me ofrecía el Multiverso. Por otra parte, es raro ver a un demonio viajando en barco, y resulta que hay muy buenos motivos para ello.
Sobrevolé las costas y evité el mar abierto, salvo cuando fue necesario para llegar a Tazeem. Apenas había vida en los cielos. Con ojo avizor, se podían divisar algunos engendros flotantes de Ulamog, pero no sentían interés por mí, ni yo por ellos. Los pájaros escaseaban. Los ángeles, por suerte, habían desaparecido casi por completo.
Cuando los Eldrazi resurgieron, los ángeles lucharon. Pobrecitos. Siendo justo, no eran malos estrategas, pero partían de la premisa equivocada de que podían ganar aquella batalla. Los ángeles lucharon y, en su mayoría, murieron. Muy de vez en cuando, también se veían engendros de Emrakul flotando en solitario y haciendo lo que hacían sus engendros. Aun así, los cielos estaban prácticamente a mi disposición. Un panorama despejado, un sol brillante y nubes que vagaban despacio con el viento. Y todo aquello me parecía un lastre, una prisión: aquel horizonte lejano era una pesadilla claustrofóbica. Pero aquel horizonte no tardaría en desaparecer. Y de una forma u otra, yo también lo haría.


Mientras recorría los kilómetros que me separaban de Portal Marino, vi claramente que me dirigía hacia el lugar adecuado. Por una parte había un yermo interminable: el mismísimo Ulamog no había dejado más que silencio y polvo a su paso. Por el otro lado había una maltrecha caravana de suministros que intentaba llegar a Tazeem. Eran refugiados y guerreros (aunque resultaba casi imposible distinguirlos) que se dirigían en masa hacia Portal Marino; la batalla final por Zendikar ya había comenzado.
La sinfonía de la batalla se oía a kilómetros de distancia. Qué deleite. Sin embargo, aquello no era nada comparado con lo que vi cuando coroné el desfiladero cercano.


Ejércitos entrechocando, miles de engendros y zendikari muriendo y, por encima de todo aquello, Ulamog. Atrapado.
En una inmensa red de edros.
Tardé unos segundos en asimilarlo. No pude evitar sonreír. La red era enorme. Los zendikari habían conseguido por la fuerza bruta lo que yo había tardado décadas en completar de forma cuidadosa y sutil. Habían utilizado una estructura de edros gigantescos para utilizar la energía de todo el plano; básicamente, lo que yo había hecho con el Corazón de Khalni era un modelo a escala de lo que ellos habían construido. El alineamiento era tosco, obra de un inexperto (incluso para un principiante como yo), pero era estable.
Solo los necios urden planes que dependen de la suerte, pero más necios son quienes no la aprovechan. Mi primera opción volvía a estar sobre la mesa.
Encontré un lugar con buenas vistas para estudiar la red y desplacé amablemente a los vigías kor que estaban apostados allí. La red tenía dificultades para contener a Ulamog, pero el titán comenzaba a debilitarse. Aquello me impresionó. Los zendikari tal vez fuesen capaces de acabar con él. Un aplauso por su esfuerzo y su ingenio. No obstante, había llegado el momento de frustrar ligeramente aquel plan.


Me elevé por encima del campo de batalla. Los kor que volaban en sus velacometas me divisaron, pero no se encararon conmigo; estaban concentrados en rechazar a los engendros voladores y transmitir información a las tropas terrestres. El edro que serviría como piedra angular flotaba detrás de mí y empezaba a reaccionar a la increíble energía de la red. Sus runas emitían una luz violeta, intensificada por el flujo de las líneas místicas. Le ordené situarse en su sitio y lo fijé en un punto armónico por encima del centro exacto del anillo. Entonces comenzó a girar y a formar un vórtice de energía que liberó una descarga eléctrica por todo mi cuerpo. Me tambaleé en el aire por unos instantes; tenía el pulso acelerado y apenas podía respirar.
Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. Muchísimo tiempo.
Pronuncié tres palabras.
En aquel momento, todo comenzó de nuevo.
La energía abrumó mis sentidos: mi vista se tornó blanca y mi cuerpo perdió la sensibilidad. El poder ardió en mí como un torrente de agonía y perfección, y en lo profundo de mi interior, primero como un destello y luego como una llama abrasadora... mi chispa regresó.
¡El Multiverso volvía a extenderse ante mí! Noté la presencia de los mundos, de innumerables planos conocidos y nuevos, dispersos en un lienzo infinito de realidades. Los sentí como puntos de luz, promesas de poder en la lejanía. El sueño que había alimentado durante milenios por fin se había cumplido. ¡Al fin podía abandonar este plano aborrecible! Empecé a desvanecerme; quería estar en cualquier parte menos aquí...
No. No había terminado mi propósito en Zendikar. Todavía no.
Me arranqué de la corriente de maná, con el poder fluyendo a través de mí. Con un simple chasquido de los dedos, uno de los edros de la estructura se desencajó de su sitio. La fuerza de las líneas místicas lo mantuvo en su lugar por unos instantes, pero entonces, muy muy despacio, cayó hacia el mar. Hubo gritos de terror e incredulidad; Ulamog se agitó violentamente y el resto de la red se desmoronó. Entonces, muy por debajo de mí, por fin la divisé. La pequeña elfa. Tenía que saber lo que ocurría, tenía que sentirlo en los huesos. Sí. Aquí arriba. Levantó la vista y su rostro se tornó en una mezcla de conmoción y desesperación total. Fue un buen comienzo. Pero aún no me di por satisfecho.
Una a una, sentí que recuperaba mis conexiones con los mundos que había conquistado en el pasado. No con todos, pero serían suficientes. Había transcurrido mucho tiempo. Descargué un inmenso rayo aniquilador sobre los ejércitos en tierra, cortando su retirada y forzándolos a regresar a la trayectoria de Ulamog. Los zendikari morían a cientos cada segundo que pasaba y saboreé todas las vidas que se apagaban, crujientes, jugosas y dulces.
Un atisbo de orden se formó entre las filas. Un puñado de Planeswalkers trataba desesperadamente de organizar una retirada, aunque no hubiera ningún sitio al que huir. Con la mente ebria de poder, sentí el impulso de abalanzarme sobre ellos y aniquilarlos. Habría podido hacerlo, pero me contuve. Todavía no. Todavía no.
Antes tenía que hacer otra cosa.
En las profundidades de la tierra, el ser ya comenzaba a despertar. Le susurré, haciendo caso omiso de la distancia. No me atreví a proyectar mi mente hacia él, ya que la realidad retrocedía y se distorsionaba con solo enviar mis pensamientos. Pero el poder estaba allí, y el poder habló con el poder. No tenía consciencia de ningún tipo que yo pudiera describir, pero tenía voluntad, y aquella voluntad no quería nada más que recibir un propósito.


Me eché a reír. Nunca había sentido una alegría como aquella, jamás. Nunca había conocido un triunfo ni una gloria como las de ese momento. Los seres poderosos... ¡Los seres poderosos desean que los convoquen! Con mi chispa reavivada, aquello era lo más fácil del mundo.
Una palabra más. Lo único que faltaba era una palabra más. Y el mundo tembló cuando la pronuncié. La perdición de Zendikar por fin había llegado.
Sentí su presencia en el sur y la aferré. La desperté completamente con la fuerza desatada de mi voluntad. Mi palabra sería la sentencia final de este miserable plano, y la grité desde lo más profundo de mi alma.
―¡Levántate!