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Juramento Guardianes: La Reconquista

Los elfos de Zendikar llevaban generaciones adaptándose al entorno en constante cambio del plano. Demostrando su fortaleza y su valentía ante la destrucción provocada por la Turbulencia, sus aldeas parecían volver a crecer tan rápido como la mismísima jungla.
Sin embargo, el resurgir de los Eldrazi estuvo a punto de extinguir a dos de los tres grandes pueblos élficos: los Mul Daya y los Joraga. En el caso de los Mul Daya, un clan impregnado de tradiciones y vínculos familiares, los supervivientes se debatieron entre quedarse para morir junto a sus Portavoces en las ruinas de sus tierras o aventurarse en territorios lejanos para pedir ayuda. La tejedora verde Mina y su hermano Denn son dos refugiados que han recorrido todo un continente para llegar a Murasa en busca de auxilio y de una forma de reconquistar su hogar.

Llevaban días, semanas viajando a través de la Ruina. El aire húmedo y pesado de la antigua espesura de Guum se había convertido en el susurro árido de una llanura denudada por el arrastre de los pies. Mina había permanecido atenta a los ciclos del sol y continuaba avanzando lentamente hacia un lugar del que solo había oído hablar en rumores escépticos y relatos imprecisos.
"Ya falta poco, muy poco", se dijo a sí misma.
El polvo de la Ruina cubría sus vestimentas y sus pies descalzos. El suelo duro y osificado dejaba un patrón de marcas en sus plantas, más acostumbradas a pisar el denso musgo de su patria perdida. Resuelta pero con los pies doloridos, llegó al desfiladero que formaba la linde de los bosques de Murasa.
O de lo que antaño habían sido los bosques. La Ruina, de un blanco puro y cegador, se erigía en forma de pináculos retorcidos que antes habían sido árboles, animales y peñascos. Los acantilados escarpados estaban completamente vacíos y el silencio reverberaba por todo el valle. Aquella calma fue dura para Mina: desde su infancia, había estado rodeada por los sonidos de su tierra, sus ancianos y su familia. Susurros, gritos, órdenes, ruegos... Los sonidos siempre la habían atado a algo, a alguien. En aquel lugar no era más que una mota solitaria de color y ruido, una mácula en el vacío que la rodeaba.
Dio un pisotón sin pensar y levantó una nube de polvo blanco que volvió a caer formando copos de ceniza. "Como nieve sin invierno", pensó. El vacío llenó su campo de visión y sus oídos con el sordo ruido blanco de los sentidos desesperados por encontrar un propósito. Se giró lentamente y escudriñó el horizonte en busca de señales de color, sonido y vida. Los acantilados blancos le devolvieron una mirada maliciosa. La Ruina había llegado hasta aquel lugar.


"Por los ancestros...", juró mentalmente. "Esto no le va a gustar a Denn". Mina estaba convencida de que podrían encontrar la arboleda de los Tajuru, y los dos se habían separado a mediodía para cubrir más terreno.
Apretó un puño alrededor de su cuchillo; la empuñadura de madera y el peso del arma la reconfortaron. Un arranque de rencor brotó en su pecho, salvaje y cálido, y repiqueteó contra sus costillas. Prorrumpió en un gruñido largo e irregular que reverberó de vuelta hacia ella desde el desfiladero que tenía a sus pies. Sonrió, satisfecha con cualquier cosa que ayudara a romper el silencio opresivo.
Algo se movió al otro extremo del desfiladero. Una silueta el doble de grande que Mina avanzó escabulléndose hacia la luz, golpeteando con sus apéndices óseos la superficie rígida del suelo en ruinas. Mina contuvo el aliento: la criatura no podía haberse alejado demasiado del lugar donde se alimentaba. ¿Aún quedaba terreno vivo allí? El monstruo se giró hacia ella con un siseo apagado.
Excelente, la había visto. Mina le mostró una sonrisa llena de dientes afilados. Corrió desfiladero abajo levantando una nube de polvo y Ruina con el ímpetu salvaje de una cría de báloth. Cuando llegó al fondo, se abalanzó sobre la criatura mientras sacaba su cuchillo del cinturón con un movimiento reflejo.
El monstruo se detuvo, unas antenas surgieron de su rostro en dirección a Mina y una especie de vainas brotaron en su piel y se erizaron por sus crestas radiales. La cresta de su cuerpo emitió un sonido agudo, tal vez en armonía con unas órdenes que Mina no podía oír. Se deslizó bajo el cuerpo principal del monstruo, sujetó las pseudovainas con una mano y palpó la carne con la otra. La hoja tallada de su cuchillo se clavó en ella con una facilidad gratificante y abrió varios cortes en la parte inferior de la criatura. Las sienes de Mina palpitaban; la carne del engendro era rugosa e inesperadamente fría al tacto. Los cortes que habrían eviscerado a cualquier otra bestia no hicieron más que producir un ligero goteo de un fluido gris y acre.
No era la primera vez que se enfrentaba a algo así. Apreció la oportunidad de expresar su gratitud por el dolor de pies y el polvo que la cubría con un arrebato de violencia.
Esquivó el latigazo de un apéndice serpenteante, lo sujetó y trepó por él; era tan robusto como las raíces y ramas a las que estaba acostumbrada. Una vez en el lomo del monstruo, se aferró a la parte trasera de su cabeza ósea y le clavó el cuchillo retorciéndolo con saña. El engendro se desplomó de inmediato entre espasmos. Mina bajó de un salto, se apartó y esperó a que volviera a levantarse.
El ser permaneció en el suelo, tirando inútilmente de las extremidades cercenadas. Mina lo sujetó por la cabeza, la levantó hacia ella y clavó la mirada en su rostro inexpresivo.
"¿Qué buscabas aquí? ¿Por qué te has quedado?". La máscara la miraba impasible. No había emociones que leer en ella: ni pánico ante la muerte, ni súplicas o ruegos, ni lástima. Los elfos siempre habían sido un pueblo duro, habían soportado el paisaje turbulento que cambiaba constantemente. Habían coexistido con el caos de la Turbulencia, enterrado a sus muertos en tumbas poco profundas bajo la protección de las raíces de jaddi. Los ancianos creían que la oleada de Eldrazi los obligaría a adaptarse, al igual que la Turbulencia. En vez de eso, se habían ahogado.
La criatura se agitó cada vez menos hasta que se detuvo por completo. Mina la soltó y cayó al suelo con un ruido sordo.
Entre las sombras del desfiladero aparecieron dos siluetas humanoides, una de las cuales le resultó familiar. Al igual que ella, su hermano Denn no llevaba armadura, caminaba descalzo y la única arma que portaba era su cuchillo tallado en madera de los bosques venenosos de Guum.
Sus brazos lucían marcas serpenteantes como enredaderas, mensajes que portaban las palabras y el linaje de sus parientes; muertos, vivos, no nacidos... sus murmullos se habían cristalizado en la piel. Cuando los hermanos se marcharon de Bala Ged, llevaron consigo los huesos de los caídos, que ahora adornaban sus cabellos cobrizos.
Detrás de Denn había una mujer delgada, encapuchada y vestida con una armadura de cuero desde las hombreras hasta las botas. No lucía ninguna marca y guiaba con aire solemne a la montura que la seguía. Su armadura era de una factura robusta, experta e inconfundible: la de una guardia del pueblo Tajuru.


Mina corrió para unirse a ellos y saludó a la elfa inclinando la cabeza, ansiosa por conversar con ella. Sin embargo, Denn vio el amasijo de carne del cadáver eldrazi a espaldas de su hermana y la miró seriamente.
―¿Sabías que se habían adentrado tanto en Murasa? ―preguntó a Mina forzándose a hablar despacio, aunque su voz sonó quebrada por el pánico.
―Estamos cerca. Este es el sitio del que nos hablaron. ―Mina le mostró una sonrisa confiada esperando que enmascarara sus dudas.
―Eso decías hace semanas. ¿Seguimos igual que antes? ―Denn conservó su rostro solemne; conocía muy bien lo que de verdad significaban las expresiones de su hermana.
Mina se quedó observándolo y deseando tener una respuesta. El silencio permaneció entre ellos, como una grieta que separaba a los gemelos.
―Nuestro Portavoz nunca dijo nada sobre esto ―dijo Denn, el primero en apartar la mirada.
Esta vez fue Mina quien bajó la vista, apretando los puños con impotencia.
―Demasiado se han adentrado en nuestras tierras, desde luego ―intervino la desconocida tras Denn con el acento cantarín de los Tajuru, antes de que Mina pudiera responder a su hermano―. Me han enviado para advertir a los viajeros de que se mantengan alejados de aquí, y os he encontrado a vosotros dos. ―Hizo una pausa y los miró a ambos―. Soy Tenru, una de los muchos guardianes del territorio tajuru. ¿Os habéis extraviado lejos de vuestra aldea? ―preguntó enarcando una ceja.
―Somos Mul Daya ―dijo Mina limpiando su cuchillo y quitándose de los brazos la carne muerta del Eldrazi.
―¿Mul Daya? ―repitió Tenru mirando hacia la nada que había detrás de Mina―. ¿Sois exploradores? ¿Dónde están los demás?
Mina suspiró por lo bajo. Nunca le había resultado fácil hablar. Su cabeza siempre estaba tan llena de sonidos e instintos que las palabras se enmarañaban unas con otras, en vez de salir de sus labios. A veces se le escapaban antes de que pudiera darles forma y significado. Sin embargo, este momento era importante y había repasado un mensaje durante las semanas que llevaban viajando.
―Hace meses, los Mul Daya nos quedamos en nuestros hogares de Guum; nuestro Portavoz nos aseguró que los Ancestros insistían en que resistiéramos. Primero llegaron los vástagos y las defensas de nuestros fantasmas de las enredaderas los rechazaron.
Miró a Denn, cuyo silencio taciturno no hacía por darle la razón―. Pero cuando los vástagos dieron paso a sus congéneres mayores, las filas de los fantasmas mermaron y nuestras fronteras retrocedieron hasta llegar a las lindes de las tumbas de nuestros ancianos.
Guardó silencio y recordó sus ojos mirándola desde sus lechos terrestres; evocó el momento en el que soñó con sus sueños. Era su esencia, sus recuerdos, generaciones de historia que habían sido reducidas a polvo junto con las arboledas donde moraban.
―Muchos de nosotros caímos defendiendo nuestros hogares. Nuestro Portavoz enfermó y las voces de los Ancestros callaron ―continuó Mina. Se sintió extrañamente distante de sí misma al escuchar su voz. Sus propias palabras sonaban vacías y formales, carentes del peso visceral de la vergüenza, el orgullo y la frustración de aquel momento.
»Los Eldrazi vinieron, conquistaron, se alimentaron y se marcharon. ―Sintió que su voz se quebraba ligeramente y calló un momento para respirar hondo―. Tuve... una visión mientras dormía cerca de los muertos. Contemplé la destrucción de Bala Ged. Me llevé a mi hermano durante la noche para encontrar a los pueblos élficos. Para pedirles ayuda, consejo.
―¿Quién eres? ―preguntó Tenru amablemente―. ¿Cómo te llamas?
―Soy Mina, tejedora verde de los Mul Daya. ―Extendió el brazo derecho para mostrarle la insignia de su rango, grabada con tinta roja en su antebrazo.
Mina vio a Tenru estudiando a la elfa inexperta y de aspecto mísero que tenía delante, cubierta de sangre y polvo. Tenru arqueó una ceja, pero asintió con educación.
―El cónclave no se encuentra en un lugar exacto, sino que vaga para huir de las oleadas de Eldrazi ―explicó―. Ahora nos trasladamos estratégicamente con una red de exploradores, manteniéndonos cerca de los restos del mundo conocido, tratando de evitar que nos rodeen como... Como a nuestras hermanas.
Mina apretó la mandíbula involuntariamente.
―He patrullado las fronteras para informar al cónclave sobre la expansión de la Ruina ―continuó Tenru―. Su último ataque tuvo lugar hace dos noches y sus números eran mayores de lo que anticipábamos. Recogimos nuestros hogares y nos retiramos al corazón de la arboleda...
―¿La arboleda aún resiste? ―preguntó Mina de pronto con un brillo en los ojos―. ¿Puedes llevarnos allí?

La arboleda de jaddi sobresalía en el centro del valle, dividiéndose por la tierra y disolviendo lentamente el suelo de roca bajo la presión constante de sus raíces. Una densa enramada de hojas perennes ascendía hasta las nubes donde la humedad era más densa. Había patrones en espiral de hojas grandes como elfos engalanando sus numerosas ramas. En tiempos más tranquilos, los troncos vacíos de los árboles caídos habían servido como hogares permanentes. Mientras que los Mul Daya vivían entre las raíces, los Tajuru estaban acostumbrados a morar en los niveles superiores de las enramadas, lejos de la vista de los Eldrazi terrestres. Esa costumbre los había mantenido a salvo durante años, hasta que llegaron nuevas oleadas de monstruos voladores.
Los tres elfos se encontraban oteando la arboleda desde lo alto de un acantilado. Cuando las nubes se desplazaron, la luz solar bañó el valle.
Mina oyó a Tenru inspirando y conteniendo el aliento.
El suelo de aquel lugar era completamente distinto de la nada pálida del desfiladero. En lugar de eso, un deslumbrante abanico de colores vivos refractaba la luz desde las superficies angulosas de la roca. Algunas formaciones se habían cristalizado en vertical, formando una parodia retorcida de los árboles que habían estado allí. Un brillo espeso y aceitoso surgía de la superficie polifacética semejante a una herida abierta, formando una capa grasienta sobre los restos de la maleza.
―¿Qué es... eso? ―masculló Mina. Vio a Denn por el rabillo del ojo sacudiendo la cabeza, horrorizado.


Un grupo de Eldrazi se había reunido bajo el campamento y tanteaba las raíces con sus probóscides. Un engendro había trepado al brote más bajo, arrancando las cabañas del asentamiento y derribándolas hacia el suelo del bosque. Los habitantes del campamento se habían retirado a los refugios de las ramas más altas.
―Cuando estuvimos ante el Portavoz, valoré nuestra sangre más que mi palabra ―dijo Denn a Mina con el semblante pálido y demacrado―. Te seguí cuando ninguno de los demás lo hizo, hasta el otro extremo del continente. Estaba dispuesto a unirme al resto de nuestro pueblo en la tierra, en nuestra tierra. Y ahora hemos llegado muy lejos, ¿verdad? De una aldea infestada a ver esta marchitarse y perecer... a un mundo de distancia.
―Vigila tu tono, Mul Daya; este es mi hogar. ―El rostro de Tenru se había ensombrecido―. Lamento vuestra pérdida, pero nunca os hemos pedido ayuda. No tenemos intención de sucumbir al mismo destino que vosotros.

Mina avanzó a paso rápido por el valle deslizándose sobre las superficies resbaladizas y planas hacia los Eldrazi que se reunían para alimentarse. Al igual que sus congéneres de Bala Ged, estos también tenían conjuntos mortíferos de apéndices y bocas. Se arrastraban por las ramas tirando de sus cuerpos pálidos con sus fuertes extremidades anteriores para absorber las sustancias de los árboles y la tierra. Sin embargo, en vez de estar cubiertos con placas óseas, sus cuerpos eran insectoides y estaban repletos de simetrías imposibles. Por encima de sus cabezas había coronas de placas de una piedra negra y pulida, tan oscura que parecía absorber y reflejar la luz.
Con el cuchillo aún cubierto de cartílago del engendro del desfiladero, Mina corrió hacia el enemigo más cercano, un gran monstruo serpenteante cuyo cuerpo estaba hinchado de alimentarse y hacía presión contra su exoesqueleto. Sus placas lisas eran del mismo tono negro sin profundidad que su cabeza coronada, todo ángulos y simetría sin margen para la compasión. Sus numerosas patas tenían incrustados unos ojos que brillaban con formas similares a gemas que no pestañeaban. Mira lanzó una puñalada con todas sus fuerzas y la potencia adquirida en la carrera, con la intención de desparramar las vísceras que pudiese tener la criatura.
El arma tembló con el impacto inesperado contra la masa exterior del Eldrazi, enviando una conmoción desde el brazo de Mina hasta sus dientes. Se tambaleó y sus dedos entumecidos dejaron caer el cuchillo. Oyó a Denn gritar a sus espaldas y correr hacia ella.
Un ritmo sordo y extrañamente familiar llegó a sus oídos. ¿Era por los nervios entumecidos? ¿Por la fuerza del impacto?
Trató de ponerse en pie, sosteniéndose la cabeza con una mano y tanteando en busca de su cuchillo con la otra. Sujetó algo sólido y levantó la vista...
... para encontrarse con las cuatro mandíbulas babeantes de un Eldrazi con corona negra. Se echó hacia atrás instintivamente, pero era demasiado tarde. Cerró los ojos con fuerza.
El monstruo gritó, o eso pensó Mina. Un coro de ruidos estridentes apenas perceptibles para su cerebro reverberaron en su cráneo. Sintió algo cálido en el oído derecho.
Sangre.
El dolor recorrió su cuerpo, acompasado con las vibraciones que la atormentaban por dentro.
El pánico se apoderó de ella y Mina saltó hacia atrás a cuatro patas, como un animal acorralado. Vio a Denn por el rabillo del ojo tendiéndole la mano y se giró hacia él.
Pero el monstruo se volvió hacia ellos con el abdomen hinchado de aire... y gimió.


Mina lo vio todo con los colores difuminados. Delante de ella, la silueta de Denn desapareció y volvió a formarse entre ondulaciones, con el tono rojo de su pelo y sus ojos escurriéndose de su cuerpo y fundiéndose con los bordes de su propio campo visual. El brazo estirado de su hermano se reflejó en la dirección opuesta, formando un ángulo imposible. Su boca se abrió y las palabras se perdieron; la lengua fue incapaz de formar sonidos y el aire salió inútilmente de los pulmones. Los dos flotaban en el aire, insignificantes y pequeños, y se disiparon.
Mina lanzó un brazo hacia el de su hermano y los músculos se combaron; sus huesos fluctuaron por el aire como un humo viscoso e imposiblemente lento. Sus dedos se desprendieron, los tendones se separaron del hueso, las venas se hincharon y se enmarañaron.
Incluso el suelo que pisaba se convirtió en un líquido viscoso que se hundía y fluía bajo su peso. Sus piernas tenían una masa desmedida y tiraban de ella hacia abajo, lejos del brazo que había estirado. Su otro brazo encontró la empuñadura del cuchillo y luchó por sujetarlo.
El instinto impulsó el arma que sostenía y la envió en dirección al gemido del monstruo, alcanzándolo en uno de sus múltiples ojos como gemas.
El llanto cesó por unos instantes y Mina se desplomó como una muñeca de trapo. El impacto la hundió en el frágil suelo de Ruina.
Cuando abrió los ojos, se encontró en un surco poco profundo, sin aliento y con la cabeza a punto de estallar. La luz diurna se filtraba desde arriba y Mina vio el fondo de la fina y frágil capa de Ruina en la que se había hundido, similar a una capa de hielo cubriendo las aguas de un estanque en invierno.
El ritmo sordo y familiar había vuelto. Ahora lo oía más alto. Se esforzó en encontrar el hilo de sonido bajo el retumbo de las bestias que había por encima. El ritmo incrementaba y disminuía como una respiración, ¿o era... una voz? Intentó distinguir sus patrones y convertir las frecuencias en un significado. Desde lo que le parecieron kilómetros de distancia, la voz de Denn se filtró en su consciencia menguante.
Mi-nah. Mii-na.
Se agachó en la oscuridad y apoyó las manos en el suelo para sostenerse. Los sonidos de su cabeza eran susurros. Eran las voces que había oído en Bala Ged: sus ancianos, sus jaddi. Su familia. Se fundieron en una voz conocida. ¿Qué trataban de decirle?
Frunció el ceño y sus manos recogieron involuntariamente algo... familiar.
El suelo que había bajo su mano no era la superficie dura de la Ruina. Era la fragante y densa tierra de su juventud. Las ruedas inexorables del tiempo se detuvieron para ella, suspendida en una burbuja sinestética de recuerdos colectivos. Llenó los pulmones con el aroma de aquel mismo trozo de tierra cuando estaba templado en verano, pisado por botas, salpicado de sangre o verde con la llegada de la primavera. Lo vio con ojos que no eran los suyos. Los sonidos regresaron en tromba a su cabeza.
Mina.
―¡Mina! ―La voz de su hermano cortó el ensueño e interrumpió su concentración.
¡Denn!
Una mano tapó la luz que brillaba sobre Mina y sintió que se separaba del suelo en los brazos de su hermano. Olió la sangre que los cubría, pero no supo de quién era.
Un silbido pasó justo por encima de los dos y el suelo a sus espaldas se hinchó y estalló ante sus ojos. El impacto del gemido errante dejó a su paso un rastro similar a un cráter.
―¡Denn, están aquí! ¡Los Ancestros siguen con nosotros! ¡Aquí hay tierra bajo la Ruina!
―¿Mina? Cálmate; estás sangrando y tenemos que huir...
Mina levantó la mano, sujetó la cabeza de su hermano cuando oyó el siguiente gemido y soltó el puñado de tierra que había recogido.
Las partículas generaron una explosión de vida y se expandieron para formar una pared de tallos gruesos, raíces y tierra. La barrera tembló cuando la onda de sonido la alcanzó y el contorno del punto de impacto se convirtió en una mancha caleidoscópica.
―¡Escucha!
Los sonidos en la cabeza de Mina se volvieron ensordecedores. Tenían multitud de capas y combinaban coros de voces y ruidos de todos los tonos, frecuencias y volúmenes. Tuvo una sensación tranquilizadora. Respiró hondo, ahuecó una mano sobre la oreja de Denn y los sonidos surgieron de sus labios como si un dique acabara de desmoronarse.
Algunos eran furiosos, tiernos, taciturnos, un lenguaje secreto compartido con un hermano cuya voz sentía como si fuese la suya. Algunos surgieron como una reprimenda retumbante, advertencias serias que había oído tiempo atrás. Otros eran un idioma y un tono que sentía pero no conocía, las cálidas brisas del verano, el dolor sordo del arrepentimiento. Era el sonido de recuerdos coagulados en el tiempo y el espacio. La calma bañó a Mina y ella tejió sus palabras sobre la carne herida y las manos de Denn.
―¿Esto son las voces de los Ancestros? ―Su hermano tenía los ojos abiertos de par en par y la sorpresa disipó cualquier intento de fingir insensibilidad―. ¿Cuándo has aprendido a hablar con sus voces? ¿Qué te dicen?
Mina solo asintió sin decir nada.
Un nuevo gemido hizo pedazos la pared de enredaderas; la tierra compacta y los tallos rizados se deshicieron en trozos relucientes y quebradizos. Mina se giró lentamente hacia la criatura con los brazos separados, y entonces comenzó a hablar.
En un sonido, habló del hogar de su juventud en las junglas humeantes de Guum, agazapada entre la maleza y escuchando la lluvia. Unos pilares de tierra húmeda y roca surgieron violentamente del suelo, abriendo grandes grietas dentadas que recorrieron la superficie como relámpagos en las facetas de la Ruina y derribaron a los monstruos. Los Eldrazi bramaron y se agitaron para recuperar sus puntos de apoyo.
En el siguiente sonido narró historias que nunca había oído, aunque sabía que eran ciertas. Historias de valor y sacrificio. Sacó su segundo cuchillo de la vaina que llevaba en la cadera. Estaba cálido y olía a hojas húmedas. Respiró profundamente y sonrió para sí con un fervor salvaje.


Esta vez, su puñalada se deslizó con facilidad por el caparazón y su mano libre se hundió en la herida abierta, arrancando cualquier cosa que encontrase bajo ella. Protegida por una obstinación fría, su cuchillo tajó en círculos el cuerpo pálido del Eldrazi, derramando chorros de su esencia.
Algo pasó a toda velocidad por detrás de ella y vio a Denn abatiendo a otro monstruo, que se desplomó en el suelo cuando cercenó sus patas insectoides. La risa de su hermano se detuvo y se congeló por un segundo cuando Mina la tanteó y la cristalizó en forma de recuerdo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la oyó.
Estiró la mano hacia las raíces de los jaddi. Los Eldrazi con corona centraron su atención en ella, en el olor a poder y nueva vida, y descendieron corriendo desde las ramas cuales flechas en dirección a su víctima. Se acumularon a su alrededor como una marabunta de patas repiqueteantes y fauces abiertas.
Mina vio la cabeza de Denn desapareciendo entre la manada de bestias con corona. Un estruendo profundo surgió bajo los pies de ella y unas raíces gruesas atravesaron el suelo, atrapando los cuerpos acorazados de los Eldrazi y sepultándolos bajo las hendiduras en la tierra. Las ramas de los jaddi serpentearon hacia ellos y atrajeron al resto al interior de los árboles, encerrándolos dentro de la corteza. La superficie del valle se convirtió en astillas de Ruina relumbrante y luego se hundió en la blanda tierra nueva que surgía bajo los pies de Mina y Denn.

Tenru llegó poco después, acompañada de una escolta de Tajuru fuertemente armados y sus monturas. Detrás de ellos venía una elfa de cabellos claros, de estatura más baja pero con un aura de calma y dignidad que normalmente se adquiere con el paso de los años. Su armadura de cuero presentaba unos grabados elegantes, pero muy deteriorados por el uso. Desmontaron cerca de Mina, que descansaba en el suelo con la espalda apoyada en las raíces de un árbol, tratándose las heridas.
―¿Sois vosotros nuestros parientes del otro lado del mar? ―preguntó la elfa de cabellos claros. Recogió el cuchillo que Mina había perdido, casi oculto bajo la capa de Ruina resquebrajada, y se lo ofreció por la empuñadura.
―Mis disculpas ―intervino Tenru―. Os presento a la tejedora verde Mina y su hermano Denn. Fantasmas de las enredaderas de los Mul Daya.
―Os damos la bienvenida, como a toda nuestra familia élfica ―añadió la elfa anciana con una sonrisa amable e inclinando la cabeza―. La distancia y las generaciones no han de separarnos. ¿Qué noticias traéis de vuestro pueblo?
Mina devolvió el saludo y se preparó para hablar, aunque las palabras acudieron a ella fácilmente esta vez―. Venimos en busca de Nisede, líder de los Tajuru, para pedirle que acepte nuestra ayuda, la de los... supervivientes de Bala Ged.
―Yo soy Nisede. ¿Qué ha sido de vuestro Portavoz? ¿Os envía en su lugar?
Mina sintió ardor en las mejillas. Cuando se dispuso a hablar, Denn tomó la palabra con gentileza―. No estamos... seguros. Pero sé que Mina puede hablar con las voces de nuestro pueblo. Lo he presenciado. Os pido... Os pedimos que nos permitáis unirnos a vosotros para mantener a salvo los recuerdos de los Mul Daya.
El rostro de Nisede se tornó serio y su discurso se volvió pausado y reflexivo.
―Mis elfos continuarán adaptándose y vagando, como hemos hecho siempre. Tenemos noticias sobre un campamento zendikari en las proximidades de la presa de Halimar. Se ha formado una alianza de kor, humanos y tritones para luchar o perecer en el intento. No puedo prometeros un refugio para vuestras historias, pero sí que os acompañaremos para que aportéis vuestra fuerza y vuestros relatos al bastión más seguro que conocemos.
Los demás asintieron con solemnidad.
―Hoy nos pondremos en marcha para unirnos a ellos. Su líder se llama Tazri, una humana de una ciudad de las costas de Halimar. La ciudad de Portal Marino.

Juramento Guardianes: La Venganza de Ob Nixilis

El plan había funcionado. Juntos, Nissa, Jace, Gideon y el ejército zendikari habían conseguido erigir una gran prisión de edros capaz de atrapar a un titán eldrazi. Hacía apenas unos instantes, Nissa había colocado el último edro en su sitio para encerrar a Ulamog, el monstruo que había devastado su mundo.


Observando junto a Gideon desde una roca flotante, Nissa tenía ante sí el abrumador semblante óseo de Ulamog. La imposibilidad de lo que acababan de conseguir amenazó con hacerle perder el equilibrio, pero los gritos de alegría de los zendikari en tierra firme la mantuvieron en pie.


Durante demasiado tiempo, su mundo había estado a la merced de Ulamog, sumiéndose inexorablemente en la destrucción, como había ocurrido en Bala Ged y Sejiri. Pero ahora, final y casi inconcebiblemente, las tornas habían cambiado. Por fin había llegado el momento de que Zendikar destruyera al invasor. Y Zendikar no mostraría piedad.
―¡Muy bien, empezad a replegaros! ¡Mantened las filas! ―ordenó Gideon a los zendikari mientras descendía por una escalera de cuerda hacia Portal Marino―. ¡Asegurad el perímetro!
Nissa agradeció que Gideon asumiese al mando; la gente estaría a salvo si seguía sus órdenes y, mientras tanto, ella podría centrar su atención en el titán. Sintió un arrebato de expectación. Miró al otro extremo del campo de batalla, hacia Jace. Cuando sus miradas se cruzaron, el mago abrió su mente para ella―. Lo hemos atrapado, como querías ―pensó Nissa―. Ha llegado el momento de destruirlo.
De acuerdo. ¿Cuántos edros quedan enterrados en el acantilado? ―preguntó Jace. Nissa podía sentir la emoción en su voz, incluso comunicándose mentalmente―. Necesitamos uno más; no, mejor dos. Esto va a funcionar, Nissa. Tengo un plan.
Yo también. ―Nissa desenvainó su espada.
Antes de que llegara a ponerse en marcha, Jace desvió su atención hacia el anillo de edros. Había vuelto a superponer su diagrama ilusorio a escala real―. Si conseguimos dos edros más para redirigir el poder que estamos canalizando, creo que podemos destruir al titán sin tener ni que tocarlo. El riesgo es mínimo, relativamente. Solo tenemos que... ―Jace siguió hablando, pero Nissa ya no le prestaba atención. Ella no quería asestar un golpe calculado e impersonal. Lo que quería era hundir su espada en el cuello de Ulamog. Quería destriparlo. Quería acabar con él aquí y ahora. Le había prometido a Jace que no intentaría destruir al titán hasta que lo hubieran atrapado, y ahora lo estaba.
Se giró hacia la tierra del acantilado rocoso y buscó al alma del mundo. La llamó y Ashaya acudió. El elemental surgió con una determinación que Nissa nunca había visto hasta entonces. Con una esperanza que jamás había sentido. Zendikar emergió dispuesto, por fin, a alcanzar la libertad.


Pero entonces, algo se quebró. Como una rama aplastada bajo un pie, Ashaya se resquebrajó y se tambaleó, y partes de ella se desprendieron de su cuerpo. Confundida, Nissa profundizó en la tierra y tiró con más fuerza, pero Ashaya no respondió; sus ramas convulsionaron y temblaron, y todo Zendikar se estremeció con ella.
La roca flotante sobre la que permanecía Nissa osciló, primero despacio y luego más rápido, con violencia. Nissa tropezó y estiró los brazos para mantener el equilibrio. Las sacudidas y los temblores se volvieron tan intensos que parecía como si Zendikar fuera a partirse en pedazos. Entonces, tan repentinamente como habían comenzado, los temblores cesaron. El mundo se calmó y se hizo el silencio.
Sin embargo, Nissa sabía que era una calma engañosa. Podía sentir que algo iba mal, algo había...
Un crujido estruendoso desgarró el silencio. A la derecha de Nissa, el dique y todo lo que había sobre él surgieron como un tsunami. Nissa observó horrorizada cómo los zendikari y los Eldrazi por igual fueron catapultados hacia el cielo y luego se desplomaron contra el duro suelo de piedra, solo para volver a ser arrojados hacia arriba cuando la superficie volvió a encabritarse.
Atónita y fuera de sí, Nissa se volvió hacia Ashaya. Zendikar irradió una oleada de dolor y miedo mientras el elemental se desmoronaba y quedaba reducido a una pila de escombros.
―¡Ashaya! ―Nissa echó a correr hacia su amiga, pero cayó de rodillas cuando una nueva sacudida hizo que el mundo se estremeciera.
El anillo de edros que flotaba sobre el mar se tambaleó tan violentamente como la tierra. Las líneas místicas se tensaron para mantener su formación mientras una sucesión continua de temblores agitaban la bahía. La prisión estaba a punto de venirse abajo. Sin embargo, las sacudidas del mundo no ejercían presión sobre ella. Era al contrario: la prisión inestable era la que ejercía presión sobre el mundo. Por encima de ella, Nissa vio un edro aislado y percibió un poder siniestro surgiendo de él y destruyendo la integridad de las líneas místicas alineadas. Aquel era el problema. Ese edro no tendría que estar allí. ¿De dónde había salido? Angustiada, miró alrededor en busca de Jace.
¡Nissa, vete de ahí! ―La advertencia de Jace acudió a su mente en cuanto prestó atención al mago.
Con un chasquido retumbante, una de las líneas místicas de la prisión se partió. El círculo se había roto. Nissa se quedó de piedra.
¡Huye, Nissa! ¡Corre!
Pero Nissa no huyó. Se lanzó hacia la línea mística quebrada. Aquello no podía suceder. No en aquel momento. Había llegado el momento de Zendikar.
Cuando aterrizó en una roca flotante cercana a la brecha, uno de los edros medio sueltos se inclinó, tensando su último vínculo hasta que este también se partió. Por un instante, la gran roca se balanceó, suspendida por el último vestigio de la conexión mágica que lo había sostenido en su sitio, y luego se precipitó hacia el mar.
La gran salpicadura provocada por el impacto del edro empapó a Nissa, pero no se detuvo más que para limpiarse los ojos. Aquello no podía suceder. Tanteó en busca de la línea mística inconexa, la que había estado unida al edro caído, y proyectó su ser hacia el poderoso maná que la formaba hasta que entró en contacto con ella. En el instante en que lo hizo, una increíble fuente de poder la inundó. Se sentía más fuerte de lo que nunca había sido. Pero eso no importaba. Lo importante era canalizar ese poder. Lo dirigiría a través de ella hacia la otra línea mística inconexa y completaría el círculo roto utilizando su propio cuerpo. Tenía que arreglar la situación.
Buscó la otra línea mística, profundizando en su propia fuente de poder para expandirse hacia la magia de la línea y poniendo todo lo que tenía en un esfuerzo por cerrar el anillo. Un poco más y...
Nissa cayó al suelo de un golpe.
No vio el grueso tentáculo rosáceo hasta después de que la hubiera derribado. Ulamog.
La estructura de la prisión estaba en peligro y eso le había permitido atravesarla.


Los edros del anillo empezaron a oscilar y a desestabilizarse. Las líneas místicas se desplazaron repentinamente fuera de su alcance. Ya no podían contener a Ulamog.
¡No! ―Nissa saltó hacia arriba, impulsándose hacia la liana más próxima, esta vez espada en mano. Tenía la mirada fija en el titán. Aquello no podía suceder. Estuviera atrapado o no, iba a destruir a Ulamog. Había llegado el momento de Zendikar.
Columpiándose de la liana, Nissa dio un tajo a uno de los tentáculos del titán. No le hizo más que un arañazo, pero no le importó. Golpeó otra vez. Y otra. Y entonces el resto del anillo se vino abajo. Uno a uno, los edros se precipitaron hacia el mar. Olas y olas de agua salada salpicaron a Nissa mientras una cacofonía de gritos de terror sonaba de fondo. Liberado de sus ataduras, Ulamog volvía a avanzar hacia Portal Marino.
Nissa gritó de desesperación. Por muy imposible que le hubiera parecido su éxito inicial encerrando a Ulamog, este final le resultó aún más inconcebible.
¿Este final?
¿De verdad había llegado el fin?
Al pensarlo, una sensación de debilidad invadió a Nissa y la dejó sin fuerzas. Lo único que podía hacer era obligar a sus dedos a aferrarse a la liana.
¡Nissa, ¿qué haces?! ¡Aléjate de ahí! ―volvió a apremiarla Jace. Nunca le había oído hablar con tanta desesperación, pero Nissa no podía moverse―. ¡Huye! ―insistió Jace.
Su preocupación no le afectaba. Nissa se quedó mirando las ondas que rompían por debajo de ella. El agua estaría fría si cayese en ella.
La prisión se ha derrumbado, Nissa ―dijo Jace con más calma―. El demonio la ha destruido. Ya no podemos hacer nada, tienes que huir. Por favor...
El demonio... Nissa sacudió la cabeza. ¿El demonio? Entonces lo percibió, sintió la maldad de aquel monstruo. Estaba cerca. Levantó la vista. Allí estaba. Era el demonio al que se había enfrentado en Bala Ged, el que había arrancado de la tierra el Corazón de Khalni y tratado de destruir Zendikar. Había regresado.


De repente todo cobró sentido. El poder siniestro que había sentido era el suyo; él era la causa del desastre. Su edro fue lo que desestabilizó la prisión e hizo temblar la tierra. Él provocó todo aquello. Y ahora se disponía a lanzar un hechizo, un conjuro tan antiguo y poderoso que Nissa no reconoció nada más que un atisbo de él y su completa y devoradora oscuridad. Mientras pronunciaba el hechizo, toda la tierra de Zendikar gritó de dolor.
―¡Levántate! ―rugió el demonio.
Y algo se levantó.
Nissa se giró y vio dos siluetas negras, relucientes e imposiblemente grandes atravesando el suelo. Incluso antes de que el resto del monstruo emergiera de la superficie, Nissa supo que tenía ante sí a un segundo titán. Kozilek. El demonio había llamado a otro horror para que arruinara su mundo.

Levantó la vista hacia el demonio y vio que le sonreía desde lo alto. Sonreía.
Nissa se estremeció, asqueada, y en ese momento algo brotó en su interior. Era una parte de ella que existía desde hacía mucho tiempo, un pedazo de ella misma que había intentado moderar e incluso olvidar. Había poder en esa parte de ella, y ahora ese poder corría por sus venas. Era parecido a la sensación de poder que le habían transmitido las líneas místicas, pero esta vez podría quedárselo todo para sí. Se sintió bien. Sus fuerzas regresaron multiplicadas por diez y trepó la liana impulsándose con una mano detrás de la otra hasta que se encaramó a la roca flotante de la que colgaba.
Permaneció de pie mirando al demonio. Sabía que debería alejarse de él. Sabía que debería huir... o enfrentarse a los titanes, o ayudar a la gente, o hacer cualquier otra cosa excepto lo que pretendía hacer. Pero si hiciese cualquiera de esas cosas, ¿de qué serviría? ¿Sus actos marcarían alguna diferencia? ¿Acaso quedaba esperanza, una última posibilidad de salvar Zendikar?
Si le diera la espalda al demonio, tendría que responder a esas preguntas, así que no lo hizo. En vez de eso, centró su atención en él, en la desgracia visual que había arrebatado a su mundo la última posibilidad de sobrevivir. Por ese motivo, y por todo lo demás, acabaría con él.
Bajó de un salto al dique inestable y echó a correr hacia el demonio con la espada dispuesta, preparada para atacar. Había cometido el error de no asegurarse de haber puesto fin a su vida la última vez que se enfrentaron. No volvería a repetirse.
Cuando Kozilek resurgió, el dique convulsionó, las aguas se agitaron, la tierra tembló y los zendikari gritaron. Sin embargo, todo eso permaneció fuera de la atención de Nissa, más allá de la ira que la impulsaba. Solo podía ver al horrible demonio y su única certeza era que ese monstruo iba a morir.


Mientras se abría camino hacia el demonio alado entre las oleadas de engendros y las rocas que se desplomaban, Nissa percibió vagamente la influencia de Kozilek en los alrededores. Ya la había presenciado en otra ocasión en el pasado, cuando su progenie era más numerosa en el mundo. No se había preocupado mucho por el caos deformador hacía años, ni prestó atención a los efectos confusos y enredados que Kozilek provocaba sobre las líneas místicas en ese momento. Los patrones constantes que tendrían que cubrir el mundo se alteraron y se rompieron. Todo se había distorsionado. Cada paso que daba requería un esfuerzo para obligar a sus pies a que entrasen en contacto con el suelo, a que ignorasen la disección de la realidad, a que compensasen las alteraciones gravitatorias. A pesar de las dificultades, siguió adelante. Nada podría detenerla.
Y entonces la tierra estalló enfrente de ella. Kozilek estampó un brazo contra el dique y su enorme puño aplastó la roca y derribó el Faro. El impacto lanzó a Nissa por los aires junto con restos de la presa y un centenar de otros zendikari. El mundo se volvió del revés mientras Nissa permaneció en suspensión momentáneamente. El tiempo se detuvo y una corrupción negra e iridiscente se cristalizó en los trozos de roca blanca y los rostros de la gente de los alrededores. Nissa se sintió como si estuviese atrapada en un estanque congelado, ahogada por la presión del hielo que la envolvía.
De repente, el tiempo volvió a transcurrir y la gravedad duplicó o incluso triplicó su fuerza, empujando a Nissa hacia el dique desmoronado a tal velocidad que ni siquiera notó la fricción del aire. Intentó levantarse, pero parecía que se estaba hundiendo en arenas movedizas. El entorno había adoptado formas angulosas y patrones geométricos que representaban una realidad antinatural. Nissa pestañeó, pero no podía ver las cosas con más claridad. Todo le parecía idéntico: ya no conseguía distinguir el dique, el mar y el demonio.
Había caído en el campo de distorsión de Kozilek. Trastabilló, insegura de hacia dónde la conduciría su próximo paso, de dónde estaba ni de adónde se dirigía. Insegura de si tan siquiera seguía viva. ¿Habría llegado ya el final?
No. ¡No! Aquello no era el fin. No podía serlo. No hasta que acabase con él. El demonio era una mancha en su mundo perfecto. La necesidad de borrarlo de la faz de Zendikar la ayudó a seguir adelante. Se obligó a avanzar paso a paso, respiración a respiración, hasta que por fin salió del alcance de la distorsión.
Una vez libre, Nissa corrió por el extremo de roca blanca del dique y subió por el acantilado, directa hacia el demonio. Se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo, apuntándole al cuello con la espada.
―Me alegro de verte así. ―Todavía la miraba con aquella sonrisa repugnante―. Por fin estás dispuesta a ganar. A hacer lo que sea necesario.
―¡Calla! ―La bilis subió por la garganta de Nissa cuando hizo descender la hoja.
Sin embargo, el demonio la esquivó con un movimiento ágil y se liberó, levantando el vuelo a la par que enviaba una oleada de su magia drenadora de esencia contra Nissa. El hechizo la alcanzó antes de que pudiera ponerse en pie y absorbió la vida directamente de sus venas, bebiendo del odio que la alimentaba.
Nissa gritó, entró en contacto con la tierra y levantó una tromba de tierra contra el demonio. Sin embargo, no lo alcanzó; la tierra giró en el aire y volvió a caer sobre ella, siguiendo unas líneas místicas tejidas y retorcidas de forma imposible.
Nissa rodó para esquivarlas y se arrastró por el suelo bajo la lluvia de escombros, de restos de tierra negra y alterada, antinatural y atormentada. Presa del pánico, Nissa vio que cuatro engendros del linaje de Kozilek se interpusieron entre el demonio y ella. ¿Acaso los había convocado él?
―Lamentablemente, debo dar prioridad a mis planes ―dijo el demonio―. Zendikar caerá. ―Asintió ligeramente y los engendros cercaron a Nissa, levantando trozos de roca alrededor de ella―. Y luego morirá.


Un dolor agudo se apoderó de Nissa y la hizo gritar de agonía. Aunque no pretendía hacerlo, su grito alertó a Ashaya. Sintió que Zendikar se preocupaba por ella y que la tierra empezaba a levantarse a su alrededor. El mundo acudía en su ayuda, pero al hacerlo se volvía retorcido, roto y corrupto. Se arruinaba.
"No". Nissa no podía permitirlo. Rechazó al alma de Zendikar. La empujó para alejarla de la distorsión, de la ruina, de ella misma. "¡Márchate!".
Ashaya no quería irse. El mundo se negaba a abandonarla, pero Nissa la obligó a alejarse. Ninguna de las dos podía hacer nada más.
Cuando dejó de resistir, sintió que su última pizca de esperanza se convirtió en miedo bajo la influencia de los engendros de Kozilek. Sus instintos se agitaron. La tierra, las líneas místicas y la vida del mundo se volvieron tan retorcidas y distorsionadas que dejaron de existir.
Mientras el demonio reía, los últimos restos de realidad de Nissa se descompusieron.

Me eché a reír al ver el semblante confuso de la elfa y cómo su realidad se descomponía ante ella. No pude evitarlo. Me pareció divertido, sobre todo su mirada.
―Ay, pequeña elfa... ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que si me hubieras dejado terminar mi obra, me habría marchado de tu mundo cuando recuperase mi chispa. No te elegí como enemiga, pero ahora me siento obligado a ser el enemigo que te mereces. La distorsión de Kozilek te permitirá vivir las últimas horas de Zendikar como si se prolongasen durante un millar de años. Sufrirás como yo sufrí. Normalmente no reparo en este tipo de detalles dramáticos, pero te has ganado esta excepción.
Los engendros de Kozilek rodearon a la elfa y cortaron el espacio de forma que ninguna línea mística llegase hasta ella, cuales arañas tejiendo una red de realidad quebrada. La separaron de Zendikar. Estaba indefensa.
Mi mente se esforzó en dirigir a los engendros. Era posible, aunque sabía que caminaba por el borde del precipicio. Con el titán tan cerca, me arriesgaba a caer en la locura o algo peor. Aun así, mientras no les ordenase hacer nada a lo que el titán se opusiera, supuse que no le importaría que tomase prestados a unos pocos súbditos para librarme de un insecto que pretendía frustrar su obra. Levanté el vuelo para inspeccionar el resto del campo de batalla. Se había convertido en una desbandada. Glorioso.
Había llegado el momento de irme para no volver jamás.
Eso iba a hacer, pero después de asegurarme de que ningún superviviente huyera de Portal Marino, por supuesto.
En realidad, eso carecía de importancia. Lo más conveniente sería irme para no volver jamás.
Vaya, vaya. Alguien se había metido en mi cabeza. Ni hablar. Los telépatas son aborrecibles. Ya había tenido demasiadas experiencias con gente que intentó inculcar ideas ajenas en mi cabeza.
Capté una huella que me indicó el lugar aproximado donde se encontraba el intruso, oculto entre los soldados que huían. Me precipité hacia el suelo como un cometa y el impacto salpicó a los zendikari con la tierra cenagosa y empapada por el océano. Un muchacho vestido de azul se mantuvo en pie, ileso pero sorprendido, y se dividió por acto reflejo en decenas de imágenes ilusorias. Como truco, no estaba mal.


Susurré una palabra: el nombre más auténtico para el dolor que jamás había aprendido. La agonía reinó en una esfera crepitante que surgió de mí. Me afectó tanto como a él, pero el dolor no me resultaba tan desconocido como al muchacho. Todas las imágenes se doblaron de dolor, pero solo una de ellas lo sentía de verdad. Distinguir al auténtico telépata fue de lo más sencillo. Sonreí de satisfacción cuando arremetí contra él, pero me estremecí cuando nuestras miradas se cruzaron.
Aquellos ojos me atravesaron como una lanza. Una vez descartadas las sutilezas, mi adversario asaltó mis sentidos lo más fuerte que pudo, pero eso solo significó que mi puño le partió el pómulo en vez de arrancarle la cabeza, como pretendía. Salió rodando por los suelos y quedó reducido a una pila de harapos cubiertos de barro. Me acerqué a él para romperle el cuello y terminar la faena.
Algo apresó una de mis alas por la espalda y me alejó del telépata, desgarrando el ala en el proceso. Caí al suelo con fuerza y levanté la vista para ver a mi nuevo adversario. Aunque podría haber descargado un segundo golpe sin darme tiempo a reaccionar, esperó. Era alto, corpulento, con la mandíbula cuadrada y una mirada decidida. Un mozo con buen porte según la mayoría de estándares. Me reí por lo bajo mientras lo evaluaba. Estaba dispuesto a atacarme por la espalda para salvar a su amigo, pero no a ganar así un combate. Me cayó bien inmediatamente. Estaba ante un héroe.
―Ob Nixilis ―me presenté con una ligera inclinación de cabeza―. Es un placer. Y ahora te pediría que hagas el favor de hacerte a un lado e irte a casa. Tienes aspecto de general, de modo que sabrás reconocer que habéis perdido esta guerra. ¿Estas defensas eran obra tuya? Reconozco que estoy impresionado. Me encantaría concederte la revancha en otro momento. Escoge el mundo y las condiciones, mas por ahora...
Me interrumpió con una cuchillada de su... cosa... metálica... y cuádruple. ¿De verdad blandía un sural? Hacía siglos que no veía uno, y jamás en Zendikar. Los especialistas en esa arma tienden a ser extremadamente hábiles o graciosamente efímeros. Me aparté a un lado para esquivar el molesto ataque.


―Esta gente está bajo mi protección, demonio. Ríndete o acabaré contigo. ―Sonaba muy convencido de sus posibilidades.
―Cuán decepcionante. En mi época, disculpa la expresión, estas disputas se trataban de forma civilizada. Supongo que los Planeswalkers ya no son lo que eran. Para empezar, ahora mueren con mucha más facilidad. ―Extendí una palma hacia él y liberé un torrente continuo de enervación pura.
Sin embargo, el mozo aguantó el tipo con una irritante sonrisa de superioridad y un brillo dorado que cubrió su cuerpo. ¡Podía volverse invulnerable! Aquel lance prometía ser más interesante de lo que esperaba.
―Pero no con tanta ― se burló antes de arremeter contra mí lanzando amplios tajos. Cargó con dureza, pero sin acortar demasiado las distancias: tenía el alcance de su parte y no iba a darme la oportunidad de acercarme para apresarlo. Lo mantuve a raya con más explosiones de energía; las evitó casi todas, pero algunas lo alcanzaron, aunque siempre consiguió protegerse con aquel brillo dorado. Consideración táctica: sus defensas exigían concentración. Aun así, se desenvolvía con habilidad y fluidez e interponía su escudo a la perfección entre ataque y ataque, por lo que no me no me ofrecía ninguna oportunidad. En más de una ocasión bloqueé sus cuchilladas con los antebrazos, pero las heridas eran superficiales y sanaban rápidamente. Me mantuvo a la defensiva y no mordió el anzuelo con ninguna de mis fintas. Luchamos hasta volver a una posición neutral y el mozo consiguió interponerse entre el telépata y yo.
―Peleas bien, pero no puedes hacerme daño ni permitiré que dañes a nadie más. Lucho por Zendikar, demonio. ―Su voz sonaba muy decidida, pero percibí atisbos de duda asomando en su rostro. Eso es siempre lo primero.
Nixilis ―lo corregí―. ¿Y te refieres... a esta gente? ―Con indiferencia, lancé un rayo de energía hacia un grupo de rezagados y heridos. Seis muertos. Se inclinó como para reanudar la ofensiva, pero no renunció a su posición para defender al telépata―. ¿O te refieres a él? Vaya, amigo mío, el telépata te ha caído en gracia, ¿no es así? Por esto siempre hay que matar a los telépatas primero. ¿Cómo puedes estar seguro de que lo proteges por decisión propia? ¿Hasta qué punto confías en que no haya hurgado un poco en tu cabeza?
Sus ojos giraron hacia un lado (hacia el telépata) por un momento. Ese instante fue todo lo que hizo falta para abrir un resquicio en sus defensas. En ese diminuto instante me lancé sobre él, y durante esa minúscula fracción de segundo, su peso se cargó en el pie atrasado.
En una batalla existen momentos como este, en los que el tiempo se detiene; donde el deleite de combatir se impone a los sentidos y al transcurso del tiempo. Lanzó un golpe contra mí mientras se agachaba para asumir una postura de luchador, pero el ataque fue elevado y amplio. Cuando nuestros ojos se encontraron, distinguí el mismo deleite en su rostro: luchar le apasionaba tanto como a mí. Magnífico. De lo contrario me habría decepcionado.
Se agachó para anticiparse a mi acometida, pero estaba preparado para su respuesta; intentó barrer mi pierna, pero pasé por encima de él batiendo mi ala intacta y le lancé un zarpazo con una mano. Su escudo desvió el golpe, pero el impacto le hizo retroceder medio metro más de lo que esperaba y se acercó con una embestida explosiva. Tuve un instante para prepararme y agacharme. Mi peso y mi fuerza eran superiores, pero él se movía más rápido y su centro de gravedad era más bajo. No conocía exactamente su estilo de lucha, pero me había enfrentado a suficientes adversarios similares como para anticiparme a lo que intentaría hacer.
Le ofrecí un blanco y fue a por él. Apresó mi rodilla con las piernas y comenzó a presionarla: un derribo y una llave ejecutados a la perfección. Yo pesaba más que él, pero sería capaz de romperme la rodilla en cuestión de segundos.
Aproveché dichos segundos para hacerme con el control de su brazo derecho, apresándolo detrás de mi cuello mientras forcejeábamos. Rodamos por el barro, la sangre, la salmuera, el icor y cosas peores, tratando de dominarnos el uno al otro... Y él fue el más hábil de los dos. La rodilla crujió y una sacudida tremenda recorrió mi cuerpo. El problema para él, sin embargo, era que contaba con que eso pusiese fin al combate, cuando una fractura de rodilla en realidad no era más que la tercera peor sensación que había experimentado en la última hora.
Utilicé mi pierna intacta y mi peso superior para inmovilizarlo. Apretó los dientes, con el rostro salpicado del mismo barro que me cubría, que nos cubría a todos, que cubría este mundo miserable y condenado. Canalizó su poder para impedir que le rompiese el hombro. Pero era mío. Era mío y él lo sabía.


―¿Luchas por Zendikar? ¿Por este estercolero maltrecho? ¡Pues mira cómo te lo recompensa! ―Le hundí la cabeza con fuerza en el agua embarrada. Se debatió, se revolvió, escupió y tosió mientras trataba de liberarse. Pude sentir su desesperación y su miedo mientras las manos resbalaban en el fango.
Mientras me golpeaba inútilmente.
Mientras empezaba a ahogarse.
La invulnerabilidad no fue rival para ocho centímetros de agua turbia.
―¡Esto es Zendikar! ¡Sufrimiento, desechos e inmundicia! ¡Esto es Zendikar! Convulsionó una vez más y su cuerpo se quedó sin fuerzas.
Lo sostuve así un segundo más, hasta que lo solté y lo puse boca arriba con un chapoteo.
―Esto es Zendikar ―susurré―. Y tu batalla ha terminado.

Juramento Guardianes: El Surgimiento de Kozilek

La Planeswalker tritón Kiora ha hecho un gran esfuerzo por defender su mundo contra los Eldrazi. Su propósito la ha llevado a robar el arma de una diosa en el plano de Theros para llevarla consigo a Zendikar. También recuerda las historias antiguas de los dioses tritones y cómo el dios embustero, Cosi (un recuerdo confuso de Kozilek, el Eldrazi capaz de distorsionar la realidad), siempre se mofaba de Ula, el dios del mar, que en realidad era el titán Ulamog. Con este último devastando Zendikar, Kiora se ha inspirado en los cuentos de Cosi para enfrentarse al ser que ella ve como Ula, el dios del mar.
Los demás Planeswalkers que luchan contra los Eldrazi pretenden atrapar a Ulamog, pero Kiora no tiene intención de conformarse con eso. La tritón porta un arma divina. También cuenta con sus poderosos aliados de las profundidades. Su rumbo está claro.
Su batalla contra un dios al fin está próxima.

Kiora descendió suavemente desde las alturas vertiginosas de Portal Marino, de pie en el extremo de un tentáculo gigantesco y sujetando con fuerza el bidente con el que iba a matar a un dios.
Se supone que los Planeswalkers tienen visión de futuro.
No estaba enfadada con ellos; no en el sentido estricto. Nunca había dependido de que los demás compartieran su perspectiva y tampoco tenía del todo claro por qué se había molestado en tratar de convencerlos. Pero la idea de plantar cara a Ula le parecía tan magnífica, tan embriagadora... Además, tenía el arma adecuada para derrotarlo. Estaba segura de que alguno querría compartir su triunfo.
Las branquias de Kiora se abrieron cuando el tentáculo del pulpo gigante se sumergió. En las aguas poco profundas de la costa de Portal Marino aguardaba su propio ejército, el que los pisatierra habían desestimado: cinco embusteros de Cosi y una legión de monstruos marinos.
―¿Cuál es el plan? ―preguntó uno de los embusteros en el idioma peculiar que los tritones utilizaban bajo el agua. Se llamaba Shen.
―Vamos a separarnos ―respondió Kiora―. No tenemos tanto tiempo como creíamos.
―¿Algo va mal? ―quiso saber otra embustera, Yesha.
―Para nada ―dijo Kiora―. Ula viene... Ulamog viene hacia aquí.
―¿Según quién? ―dudó Shen.
Los embusteros eran gente escéptica y sabían lo fácil que es hacer afirmaciones... y lo difícil que resulta demostrar que son falsas.
―Una buceadora de ruinas llamada Jori En ―contestó Kiora.
―He oído hablar de ella ―comentó Shen―. Es de fiar.
Había escogido sus palabras con cuidado. Jori podía ser de fiar, pero no era una devota de Cosi.
―Pues tengo otra buena noticia ―dijo Kiora―. ¿Os acordáis de esos otros mundos de los que os he hablado? ¿Los que puedo visitar?
Los embusteros afirmaron entre murmullos. Kiora no sabía hasta qué punto creían sus historias, pero era evidente que su arma divina no se había forjado en Zendikar.
―Pues bien, los eruditos de la torre han dicho que quizá no tengamos ni que matar a Ulamog. Si le hacemos el daño suficiente, tal vez se marche de Zendikar y se vaya a dar problemas en otro lugar.
La noticia no alegró a los embusteros (tampoco contaba con que lo hiciera), aunque probablemente no fuese por los mismos motivos que habían hecho dudar a la elfa sensiblera de la torre.
―Si puede marcharse, también puede regresar ―conjeturó Yesha.
―Si se marcha ―dijo Kiora aferrando el arma robada―, puedo ir detrás de él.
―Vale, ¿cuál es el plan? ―preguntó Shen otra vez. Era el menos paciente de los cinco, el que más dudaba de ella; un auténtico devoto de Cosi. Le caía bien.
Su plan es atraer al titán hasta una especie de trampa de edros ―explicó Kiora― y encerrarlo en este mundo, como antes. Una opción atrayente para quienes pueden recoger sus cosas y largarse cuando todo termine, desde luego.
Los embusteros hicieron ruidos de aversión.
―Nuestro plan es matarlo, si podemos, o ahuyentarlo en caso de que no seamos capaces ―continuó―. Por suerte, su plan y el nuestro son compatibles... hasta cierto punto. Vamos a atacar a Ulamog con todo lo que tenemos; si podemos aprovecharnos de la distracción que causarán los demás, mejor que mejor. Tola, Inash, Runari, vosotros os quedaréis aquí. Ayudad a los otros caminantes de mundos a construir la trampa de edros y echadles una mano si entran en razón y deciden matar a Ulamog. Si no... Haced lo que tengáis que hacer.


Los tres embusteros asintieron y se alejaron a nado. Kiora transmitió un mensaje a la mitad de sus monstruos marinos: un amable recordatorio de que aquellos tritones iban a darles órdenes en nombre de ella. Supuso que la probabilidad de que les hicieran caso era razonable. Una probabilidad "como la marea", como decían los tritones: a veces subía y otras, bajaba. Como mínimo, los embusteros estarían a salvo.
Kiora giró y se alejó a nado de Portal Marino, hacia mar abierto. Shen y Yesha la siguieron, junto con la otra mitad de su armada. Se abrieron paso a través del banco de engendros eldrazi marinos que rodeaban a Ula y llegaron a una zona en calma, sin nada más que agua ante ellos.
―¿Qué hay de nosotros? ―preguntó Shen―. ¿A dónde vamos?
―Fuera y abajo ―respondió Kiora. "Fuera" era una referencia entre tritones que significaba alejarse de la costa más cercana, aunque Kiora a veces la utilizaba para referirse a la dirección que solo sus congéneres y ella podían seguir: fuera del mundo y lejos de las costas de la realidad.
―¿No vas a explicarnos por qué? ―espetó Shen.
―Tiene que ser un motivo lo bastante importante como para alejarnos de Ulamog ―intervino Yesha―. A mí me parece suficiente.
Eso bastó para hacer callar a Shen, pero Kiora lo vio por el rabillo del ojo, con la mandíbula apretada y observándola con sus ojos oscuros. Los embusteros no seguían a Kiora porque fuese una Planeswalker ni porque fuera poderosa: la seguían porque querían ser partícipes de la historia que les había narrado, la historia de la tritón que había robado el arma de una deidad para usarla contra otra.
Nadaron en un silencio tenso durante un largo rato, alejándose de la plataforma continental y dirigiéndose mar adentro. Detrás de ellos iban los monstruos marinos de Kiora, que se provocaban unos a otros mientras nadaban. Estaban aburridos, listos para la acción. Kiora no les reprochaba que se sintieran así.
―Ya estamos lo bastante lejos ―dijo Kiora, y los tres tritones se detuvieron.
Shen y Yesha esperaron a que continuase.
―Nuestros ancestros y nosotros mismos hemos venerado a los titanes eldrazi durante miles de años, ciegos ante la verdad ―prosiguió―. Estoy segura de que hay quienes siguen haciéndolo.
Shen gruñó al oír el comentario. Muchos tritones daban por hecho que, si algunos de los suyos aún adoraban a los Eldrazi, tenían que ser los embusteros. Sin embargo, la realidad no podría ser más opuesta.
―Quienes hemos seguido la fe de Cosi sabemos que los dioses no tienen nada de especial. La divinidad no existe. Solo el poder. Cualquier ser con el poder suficiente, sobre todo si es un ser antiguo, puede proclamarse como una entidad divina. Yo misma he arrebatado esta arma a un ser que afirmaba ser una diosa, y en verdad es un arma digna de una deidad. Pero recordemos que los Eldrazi no son los únicos seres que nuestro pueblo ha venerado como si fueran dioses.
Miró hacia abajo, en dirección al abismo que se extendía en las profundidades. Shen se quedó boquiabierto.
―Al fin y al cabo ―continuó Kiora―, ¿de qué otra forma puedes llamar a un ser que tal vez sea lo bastante antiguo como para haber presenciado cómo encerraron a los Eldrazi por primera vez? ¿Qué otro término existe para describir a aquel cuyos movimientos son capaces de someter a las mismísimas mareas?
Yesha también la entendió; Kiora lo vio en sus ojos.
Extendió el bidente ante sí y lo utilizó para canalizar todo su poder. El arma comenzó a brillar, primero con una luz azul y luego blanca, hasta que el resplandor se volvió deslumbrante. Kiora se expandió por las corrientes y los zarcillos de su conciencia tantearon como tentáculos que se retorcían. Se perdió como una mota que erraba por un mar vasto y hambriento y los océanos de Zendikar se extendieron ante ella. Cerca, demasiado cerca, estaba Ula, una gran presencia oscura que se propagaba como una mancha de tinta y dejaba un rastro de muerte y corrupción.
Kiora buscó más lejos. Allende el mar. Las formas de los continentes se revelaron en un espacio negativo, entre las crestas y valles que surgían del lecho marino. En algún lugar muy lejano del oscuro y extenso océano se encontraban su hermana y un pequeño grupo de tritones, pero Kiora no consiguió distinguirlos entre las ballenas, los bancos de crustáceos y los restos de naufragios. Buscó más allá de donde ellos se encontraban, o de donde esperaba que se encontrasen, y llegó a las costas lejanas de Murasa.
Allí estaba. Lo había encontrado, enroscado en las profundidades, inactivo. Durmiente. Kiora nunca se había atrevido a llamarlo; sinceramente, no sabía si tan siquiera habría sido capaz de hacerlo. Pero esta vez no iba a llamarlo, en el sentido estricto, ni tampoco iba a intentarlo sola. El bidente lo llamaba. Y él respondería.
En la lejana oscuridad, un ojo se abrió.
Kiora volvió en sí y abrió los ojos. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, pero se sintió como si hubiera pasado horas nadando sin descanso. El brillo del bidente se atenuó sin llegar a disiparse; emitía un pulso suave, lento y constante.
―¿Qué pretendes hacer? ―preguntó Shen―. ¿Para qué lo has llamado si Ulamog está aquí? ¿De qué nos sirve su ayuda si está al otro lado del océano?
―De nada en absoluto ―respondió Kiora―. Por eso no lo he llamado.
Las aguas se volvieron gélidas y muy silenciosas.
―Lo he convocado.
Yesha pareció no dar crédito a sus palabras.
―¿De verdad crees que puedes...?
Y entonces se manifestó ante ellos, como una agitada mole de oscuridad que eclipsó la escasa luz que se filtraba desde la superficie.


¡Lorthos!
¡Lo había convocado y él había acudido! Kiora se habría echado a reír si el colosal pulpo fuera un poco menos aterrador.
Su descomunal cuerpo se movió, rotó, y todo un paisaje de percebes, flora marina y carne rugosa pasó ante ellos a toda velocidad. Fue una experiencia vertiginosa, como volar. Y entonces apareció ante ellos, con todo lujo de detalles, un inmenso pico, unas fauces capaces de devorar a una ballena sin necesidad de masticarla.
¡Esperad! ―transmitió Kiora sosteniendo el bidente de nuevo. Canalizó su pensamiento a través de él, pero no fue una orden, como cuando exigía que sus demás bestias marinas la obedecieran. Fue una súplica―. Hay intrusos en vuestros mares, gran Lorthos. ¿Lucharéis contra ellos a mi lado?
El pico se abrió, se cerró y volvió a abrirse, pero el gran pulpo no la devoró.
No soy débil ―pensó Kiora―. Os he convocado y poseo un arma capaz de hacerles daño. Juntos, podemos dar una lección de humildad a esas criaturas.
"Arma", "lección" y "humildad" eran conceptos creados por las civilizaciones, pero seguro que algo en el interior de Lorthos comprendía que él era un poder, y que el poder debe protegerse de los demás.
El pico se cerró y el vasto laberinto del inmenso cuerpo de Lorthos volvió a girar a toda velocidad por delante los tritones. Cuando comenzó a detenerse, su ojo apareció ante ellos, emitiendo un brillo azul, y el ojo y el bidente resplandecieron en armonía. Qué diminutos debían de parecerle aquellos tres tritones. Como puntos insignificantes que danzaban en la oscuridad y osaban pronunciar su nombre.
Entonces giró y se situó por debajo de los tritones, dejando expuesta la parte superior de su cuerpo. El descenso generó una fuerza que absorbió a Kiora y sus embusteros, quienes se dejaron llevar. Las más pequeñas de las criaturas marinas de Kiora retrocedieron hasta el límite de la conciencia de la tritón, tratando de mantenerse alejadas de los tentáculos del gran cefalópodo.
―¡Agarraos a algo! ―advirtió Kiora―. No va a ser un viaje suave.
Shen y Yesha encontraron refugio entre los surcos en la piel de Lorthos. Había cicatrices lo bastante profundas como para ocultarse en ellas, bálanos más grandes que las almejas de mayor tamaño que Kiora jamás había visto... Las dimensiones de Lorthos eran casi imposibles de concebir. Y Ula era incluso más grande.
Kiora ocupó su lugar en lo alto del manto de Lorthos y el bidente seguía brillando en armonía con el ojo del pulpo. Shen se aproximó a ella, sin duda dispuesto a recoger el arma en caso de que ella cayese. Kiora lo miró y le guiñó un ojo.
"Todavía no".
Lorthos ascendió y Kiora ascendió con él.
No necesitaba decirle a dónde ir. Lorthos lo sabía, podía sentir la intrusión del titán eldrazi en sus mares. Lo que no conocía era la existencia de otros mundos; probablemente no supiese lo que eran los Eldrazi. Aun así, entendía qué es el poder... y lo que es un desafío.
Lorthos avanzaba a impulsos, expandiéndose y contrayéndose como un corazón descomunal. Kiora apretó los dientes. Viajar en pulpo siempre era así, pero con Lorthos resultaba aún peor; era increíblemente grande. Sin embargo, no podía negar los resultados, porque cada impulso les hacía avanzar cientos de metros.
Lenta pero inexorablemente, Lorthos y Ula convergieron en Portal Marino.
Los monstruos marinos de Kiora se dispersaron por delante del pulpo y actuaron como una barrera contra las oleadas de engendros. La tritón tuvo que estar pendiente de decenas de direcciones a la vez para tratar de mantener el control de la gran armada mientras los instintos de las bestias, al resultar heridas, les decían que dejaran de luchar y huyeran.
Las aguas se volvían menos profundas a medida que se aproximaban al titán y las arremetidas de Lorthos sacaron del agua a sus pasajeros, obligándolos a entrecerrar los ojos bajo el sol y a respirar por la nariz, para luego volver a sumergirse violentamente en el océano. Poco después, las aguas no eran lo bastante profundas ni para eso, y Lorthos comenzó a arrastrarse con sus tentáculos. Su cuerpo atravesó la superficie del mar y se quedó allí, formando grandes olas en la pequeña bahía y proporcionando a Kiora su primer vistazo claro del enemigo.
El plan de los otros Planeswalkers había funcionado. Ula se encontraba en el interior de un anillo de edros, que emitía una luz constrictora y deslumbrante. Sus brazos y tentáculos se agitaban con violencia y trataban de golpear a sus enemigos y su prisión, pero parecía que estaba atrapado.


¡Qué lamentable! ¿Aquel era el semblante de un dios? ¿Aquel rostro blanco, óseo e inexpresivo? Parecía realmente estúpido, revolviéndose como una jibia en una trampa. ¿Por qué habría creído nadie que aquella penosa criatura era digna de admiración? ¿Solo porque era grande? ¡Ja!
Sin embargo, era realmente inmensa.
Desde la costa, viéndolo cada vez más cerca, Kiora empezó a asimilar la magnitud de su enemigo. Ula era como una montaña que sobresalía del mar, casi tan alto como el Faro a pesar de que estaba sumergido en parte. Comparado con un titán eldrazi, incluso Lorthos parecía pequeño. En un combate directo, el gran pulpo de Murasa probablemente no tendría ninguna oportunidad. Por suerte, contaba con la ayuda de ella.
Entonces ocurrió... algo. El poder que recorría la red de edros se tornó rojo y luego negro. El resplandor se concentró en uno de los edros y se produjo un destello oscuro. Uno a uno, los edros cayeron del cielo.
Kiora no entendía qué acababa de ocurrir ni por qué. Puede que los edros estuvieran deteriorados o defectuosos, o lo que quiera que les ocurra a los edros que se construyeron hace demasiados siglos. O puede que Ula simplemente se liberara. Fuese cual fuese el motivo, la consecuencia estaba clara: Ula ya no estaba atrapado.
¡Vamos! ―apremió a Lorthos, aunque el pulpo no necesitó que se lo dijese. Kiora sonrió y se arriesgó a ponerse de pie, equilibrándose con el bidente. Por fin había llegado el momento de castigar a Ula por lo que había hecho a su gente y a su pueblo; por la destrucción que había causado desde que lo liberaron, por los milenios de engaños y por haber corroído el corazón del plano durante tanto tiempo.
―¡Ula! ―gritó―. ¡Enfréntate a mí, desgraciado!
Shen la miró como si se hubiera vuelto loca. Fue una sensación gratificante.
Ula no se enfrentó a ella, sino que se alejó arrastrándose por el dique, hacia la costa. "¡Cobarde!".
Las aguas empezaron a agitarse y se volvieron picadas y violentas. Al principio creyó que se debía a su propia furia, que había canalizado inconscientemente a través del arma. Pero no era así... No, aquello no era obra suya. Algo extraño ocurría y no sabía qué era y entonces lo vio y "por los dioses y los monstruos"...


La silueta sobrenatural que surgió entre el paisaje le resultó horriblemente familiar. Una corona de filos negros azabache se erigía sobre la nada donde debería estar la cabeza del ser; eran imposiblemente planos y negros, como agujeros en el espacio. Un manto de un caparazón brillante se expandía bajo ellos. Unas enormes manos se extendieron a ambos lados, con dos cuchillas de obsidiana que surgían desde los antebrazos.
Cosi.
Bajó al agua de un solo impulso, enviando una ola por toda la bahía. Con otro impulso, llegó ante Portal Marino. Entonces alzó un brazo inmenso y lo bajó con fuerza, y la piedra blanca y reluciente del dique pareció estirarse bajo él, fundirse, fluir hacia fuera y los alrededores describiendo una espiral de rectángulos del color del agua aceitosa. Kiora observó con impotencia cómo las aguas de Halimar, contenidas muy por encima del océano tras el dique de Portal Marino, empezaban a filtrarse por los huecos y a caer en cascada adoptando formas imposibles alrededor del brazo de Cosi.
Los dos titanes se aproximaron el uno al otro y Kiora pensó, en un momento de locura, que tal vez fuesen a luchar por el privilegio de consumir Zendikar. Pasaron rozándose, lentos e inexorables como icebergs. Y el momento concluyó.
Cosi giró hacia ella.
El mundo parecía distorsionarse a su alrededor, como si fuese el centro de todo. Los fragmentos negros y perfectos que flotaban sobre él parecían absorber la mismísima luz. Kiora no podía concebir su forma ni si eran sólidos, tan siquiera. Donde se solapaban, parecían fundirse en uno solo. No eran objetos, ni siquiera formas: eran agujeros en el espacio, y la cautivaban.
¿Quién le había enseñado que se podía desafiar a los dioses? ¿Qué ejemplo la había conducido a enfrentarse a un dios? No, a dos. Los cuentos de Cosi le habían enseñado que se podía engañar, derrotar y humillar a Ula. Sin embargo, había olvidado una cosa en su premura por enfrentarse a Ula, algo que todos los cuentos de Cosi tenían en común.
Cosi siempre ganaba. No lo hacían los mortales que seguían su ejemplo. Tampoco los delfines que lo alababan. Cosi siempre ganaba. Kiora había engañado a Tassa y pretendía humillar a Ula. Pero Cosi la había engañado a ella.
El movimiento que percibió por el rabillo del ojo hizo que volviera en sí. Shen estaba cerca, con el semblante flácido y los ojos negros. Alrededor de su cabeza flotaba una corona de fragmentos de obsidiana, como la de Cosi.
Se lanzó a por ella.
Kiora trastabilló hacia atrás en la piel rugosa de Lorthos. Shen se aproximaba con los brazos extendidos; parecía inconsciente, perdido. El bidente se atascó en una de las grandes cicatrices del pulpo y Kiora se detuvo en seco. Solo tenía un instante para tomar una decisión.
El bidente era un arma divina, sin duda. Albergaba un gran poder y estaba segura de que aún no había ni atisbado una parte de él. Aun así, en el fondo era un arma... y podía utilizarla como tal.
Levantó el bidente y sus dos puntas se clavaron en el pecho de Shen.
Los ojos del tritón se volvieron más claros y los fragmentos que flotaban sobre su cabeza desaparecieron. Shen la miró, con las manos sujetando sin fuerza el arma. Intentó decir algo, o preguntar algo, pero lo único que salió de su boca fue una especie de gemido bajo y sibilante. Su sangre brotó alrededor de las puntas del arma.
Kiora lo apartó de una patada. El bidente se deslizó con facilidad y la sangre roja y brillante salpicó la piel de Lorthos. Shen cayó sobre el cuerpo del pulpo, resbaló por él, se precipitó al agua... y desapareció.
Cosi ya se cernía sobre Kiora; sus brazos retorcidos y los tentáculos de Lorthos estaban enmarañados, agitándose con violencia. Kiora transmitió su poder al arma ensangrentada y fortaleció a Lorthos, pero el pulpo se vio superado irremediablemente. Los brazos de Cosi rotaban de maneras imposibles, doblándose de formas extrañas por aquel espantoso codo doble. Las cuchillas de obsidiana que sobresalían de los antebrazos dieron un tajo hacia la superficie del mar y se alzaron por encima de Kiora, provocando una tromba de agua marina. Aquellas eran, en verdad, las armas de un dios. Comparado con ellas, el bidente era una baratija.
Una cuchilla inmensa golpeó desde arriba a Lorthos, y luego la otra, que no alcanzó a Kiora por menos del ancho del filo. Una sangre azul, casi negra, brotó alrededor de las cuchillas.
Kiora levantó la vista hacia Cosi, pero Cosi no le devolvió la mirada. No podía hacerlo: no tenía cabeza ni rostro, solo una presencia colosal y antinatural que se cernía sobre ella. Había atacado a Lorthos porque el pulpo era el único enemigo de una magnitud mínimamente comparable a la suya. Kiora y su apreciada arma eran insignificantes, no merecían su atención.
Por fin entendía en qué se había equivocado. Cosi no la había engañado. Cosi no comprendía la pequeña historia que ella había contado: la de los embusteros caracterizados como leales delfines, los demás Planeswalkers, como necios, y ella, absurdamente, como Cosi.
Tassa la había odiado. Cosi ni siquiera podía verla.
Con un sonido húmedo y escalofriante, Cosi separó los brazos de un tirón. El cuerpo de Lorthos se estremeció y se partió, convertido en fuentes de sangre azul oscura que salpicó el mar. La luz del bidente se extinguió. Kiora perdió el equilibrio y cayó mientras Cosi dejaba que las dos mitades irregulares del campeón de los océanos se deslizaran por sus cuchillas.
Durante la caída, el bidente se escurrió entre sus dedos entumecidos. Observó con impotencia cómo perdía su mayor trofeo.
Había matado a Shen. Probablemente también hubiera matado a los demás embusteros y a decenas de sus nobles criaturas marinas. Y a Lorthos, el creador de las mareas, el que quizá fuese el ser más antiguo y poderoso de los mares de Zendikar. Los había matado a todos. Habían confiado en ella, en su patético juguete, en sus historias. Y habían muerto por ello. Al menos su hermana la había abandonado, gracias a los dioses. Gracias a quien fuese.
Cosi eclipsaba el sol. No, no era Cosi: era Kozilek, inmenso e imposible, una farsa retorcida del concepto de los dioses.
Kiora cayó al agua y la oscuridad la reclamó.


Crónicas de Zendikar: Promesas que mantener

Semanas atrás, Chandra Nalaar decidió no involucrarse en el conflicto de Zendikar. Su paradero actual es el plano de Regatha, donde ha aceptado el cargo de abadesa de un monasterio de piromantes. Sus pensamientos divagan con frecuencia a la batalla que tiene lugar en Zendikar, al dolor que podrían estar sufriendo sus amigos en ese plano... y a la ayuda que podría prestarles. Sin embargo, ha prometido cumplir su deber en Regatha, y una promesa es una promesa.

El sueño seguía sin acudir, aunque tampoco podía rendirse a él.
Una pila de páginas de pergamino cubría el suelo de los aposentos de Chandra. Aunque tenía la espalda apoyada en la pared del rincón más lejano, aún podía leer las líneas que había escrito en la página superior:
MI ORACIÓN INSPIRADORA
ABADESA NALAAR
Eso era todo.
La pluma seguía justo donde la había dejado: incrustada en la pared de mampostería. Chandra se sentía como si su cerebro se retorciera para intentar salir del cráneo.
Al día siguiente iba a dar el tradicional Discurso del monte Keralia. Iba a deslumbrar a la madre Luti y a todos los discípulos con una letanía bien preparada de proezas pirománticas que transmitirían confianza, algunas palabras inspiradoras que evocarían a la venerable Jaya y puede que alguna que otra metáfora basada en el fuego. Iba a demostrar que era digna de ser la abadesa de la Fortaleza Keral, al igual que habían hecho todos los abades desde el origen de los tiempos, probablemente.
Se dejó caer en la cama sin quitarse el hábito de abadesa y se quedó mirando al techo del dormitorio.
"Es la vida que has elegido", se recordó a sí misma.
Había hecho una promesa. Daba igual lo que estuviese ocurriendo en Zendikar, o que pudieran necesitar su ayuda, o que participar en la batalla quizá tuviese un efecto liberador. Ahora tenía un cargo que desempeñar.


Se fijó en la pluma clavada en la pared y desvió la mirada lentamente hacia la puerta. Se levantó y caminó hacia ella. Asomó la cabeza y echó un vistazo a los pasillos de la Fortaleza. Las sombras danzaban a la luz de los braseros titilantes. La Fortaleza continuaría en silencio durante horas.
"Esto es lo que se siente al cumplir una promesa", se dijo. "Ya no eres una cría. Ahora tienes que asumir una...". Se apoyó con el antebrazo en el marco de la puerta y se obligó a pensar la próxima palabra: "responsabilidad".
Se mordió el labio, siguió de pie en la puerta y volvió a mirar hacia los pasillos. Entonces cerró la puerta con firmeza.
Le dio una ojeada al discurso en blanco y al frasco de tinta casi intacto.
Plantó los pies en el suelo, se abrochó el cinturón del hábito de abadesa y miró hacia la pared que tenía enfrente.
"Solo un vistazo", pensó.
Su voluntad hizo presión contra el espacio que la rodeaba, obligándolo a cambiar. "Zendikar".
Los aposentos se disolvieron. Las paredes se convirtieron en un húmedo aire nocturno. El suelo de piedra se transformó en una pendiente de guijarros. El techo dio paso a un cielo oscuro, cubierto de masas de tierra flotantes y rocas romboides e inclinadas.
Se agachó por instinto. Habían pasado cientos de días, o tal vez un millar, desde la última vez que la mugre de Zendikar le manchó el rostro. Aún podía notar el olor de la tierra fértil, la pureza sin límites del mundo y la sensación de peligro que había en el ambiente. Sin embargo, había algo nuevo: un olor a polvo seco. Un olor árido.
Se puso nerviosa. Se limpió las manos con el hábito ceremonial. De pronto le pareció que no estaba preparada, que no tenía lo necesario para enfrentarse a los grandes peligros de Zendikar. Empezó a respirar entrecortadamente.


Estaba rodeada de árboles con troncos torcidos y peñascos dentados. Corrió hacia terreno elevado para inspeccionar los alrededores. La tierra descendió ante ella, en dirección a un mar reluciente. Más allá del mar se alzaba una ciudad de torres blancas de piedra: era Portal Marino. Había conseguido viajar entre los planos y aparecer cerca del lugar que buscaba, el lugar donde Gideon le había dicho que podría encontrarle. Las torres blancas se elevaban sobre un gran dique y por encima del mar flotaba una formación circular de edros, con sus runas brillando en la noche y reflejadas en la superficie del agua.
En la lejanía, Chandra divisó una extraña e inmensa silueta que no reconoció. Probablemente fuese una de las cordilleras o masas continentales flotantes de Zendikar, que aparentaba tener un tamaño colosal bajo la escasa luz nocturna.
Justo debajo de ella, en la base de un acantilado, había gente. Conocía a algunas de aquellas personas. Gideon gritaba órdenes, mostrándose tan natural liderando como llevando su armadura.
―Con cuidado... Bien, muy bien. Perfecto. ―dijo―. ¡En posición! ¡Tirad!
Chandra siguió la mirada de Gideon. Uno de los edros de mayor tamaño que flotaban sobre el agua empezó a desplazarse. Entonces vio a varios equipos de zendikari guiándolo, atrayéndolo con cuerdas de gran grosor y empujándolo con hechizos. Había numerosos kor en el dique tirando de sus cuerdas guía para dirigir el edro poco a poco hasta el lugar donde querían situarlo.
―¡Alto! ―indicó Gideon.
Un segundo equipo tiró en sentido opuesto. El edro frenó su avance hasta detenerse y ocupar su sitio en el círculo.
―Bravo ―valoró Gideon―. Primer equipo, preparad las cuerdas para el último.
"Van a conseguirlo", pensó Chandra. "Mis amigos van a conseguirlo. Han venido a ayudar. Van a salvar este mundo".
Involuntariamente, Chandra levantó los puños con orgullo... y el vértigo la hizo trastabillar al borde del acantilado. Logró conservar el equilibrio, pero varias piedras rodaron ladera abajo por detrás de ella, hacia unos matorrales.
―¡Atentos! ¡Atentos! ―gritó una mujer desde lo alto.
Chandra se agazapó entre dos árboles curvos y miró hacia arriba entre las ramas. Por encima de ella volaba una exploradora, una elfa que cabalgaba sobre una ancha bestia manta. El animal descendió rápidamente y la vigía inspeccionó la zona donde se escondía Chandra.


―¡Hay movimiento entre los árboles, en aquella dirección! ―gritó la elfa.
―Haz otra batida ―respondió Gideon desde abajo―. Tenemos que saber cuántos son y de qué tamaño.
La exploradora comenzó a regresar describiendo un amplio arco hacia la posición de Chandra. Solo tenía unos segundos para esconderse de la mirada de la vigía; no había ido a Zendikar para quedarse. "Solo un vistazo".
Bajó corriendo por el sendero que había subido antes, medio deslizándose por la pendiente. Trastabilló en unas rocas sueltas, pero consiguió apoyarse en un saliente en arco... solo para toparse con un problema totalmente distinto.
Cuando se detuvo, se encontró cara a máscara con un trío de seres con cabezas de hueso y costillas cubiertas de carne. Daba la impresión repugnante de que llevaban las entrañas por fuera.


Eldrazi. Esas criaturas eran Eldrazi, los monstruos que habían devastado el mundo y que Gideon y Jace querían combatir con su ayuda.
El mayor de ellos emitió un siseo silbante y los demás lo secundaron, moviéndose hacia Chandra.
―No, no, no ―susurró ella. Echó un vistazo al cielo. La elfa viraba hacia allí, pero aún no había completado el giro. Volvió a centrar su atención en los oponentes justo a tiempo para ver que uno se preparaba para lanzarle un zarpazo.
Logró esquivarlo, pero otro de los Eldrazi se abalanzó sobre ella y le presionó un hombro contra una roca. Se liberó de un tirón, pero el tercer monstruo le saltó encima, extendiendo unas pinzas viscosas hacia su cabeza.
―¡Esos modales! ―masculló al atrapar un trozo de esternón para arrojar lejos a la criatura.
El mayor de los tres cayó sobre Chandra y añadió su peso al del hábito que llevaba sobre los hombros. Notó que las afiladas extremidades delanteras del Eldrazi trataban de inmovilizarla... o de aplastarla.
Se dobló bajo el peso del monstruo y luchó por conservar el equilibrio. Sintió dolor en la columna bajo aquella presión y cayó de rodillas. Agarró las patas de la criatura y las empujó hacia arriba, pero sus púas se le clavaron en las manos. El Eldrazi siguió presionando hacia abajo y la mueca de esfuerzo de Chandra se convirtió en un gruñido. Hizo acopio de todas sus fuerzas, afianzó los pies y empujó al ser.
―Rah... ¡AGH!
El Eldrazi salió rodando y Chandra volvió a moverse libremente por el momento.
La bestia voladora pasó de largo por encima. ¿La habrían visto? La exploradora elfa silbó y su montura volvió a virar, descendiendo mientras giraba de nuevo en dirección a Chandra.
No podía perder más tiempo. Miró a los Eldrazi y sintió el calor hormigueando en su piel. Se agachó y giró sobre sí misma, y el giro se convirtió en furia, y la furia se convirtió en fuego.


Una esfera de llamas estalló a su alrededor. Por un momento, lo único que vio fue el destello de su propio fogonazo, pero luego volvió a ver el cielo nocturno y a las criaturas yaciendo boca arriba en el suelo, aunque seguían vivas. Sus cuerpos y patas chamuscadas se agitaban para tratar de enderezarse.
"Rápido, rápido, rápido".
Los Eldrazi se dieron la vuelta y sisearon y chirriaron. Chandra cruzó los antebrazos, acumuló el maná de la montaña que pisaba y separó bruscamente los brazos a ambos lados, arrojando tres cuchillas de fuego sobre los Eldrazi.
Los monstruos se desplomaron y sus cuerpos empezaron a echar humo en silencio, cada uno en su propio cráter-tumba.
Chandra apretó los puños, triunfal, y estuvo a punto de gritar, pero logró contenerse y se tapó la boca con la mano. Volvió a mirar hacia arriba y corrió a esconderse entre los árboles. La exploradora sobrevoló la zona y no apartó la mirada de los cadáveres humeantes.
Chandra se estremecía, alternando entre una sensación de pánico y otra de euforia. Apretó la espalda contra un árbol y cubrió el cristal reflectante de sus lentes con la manga del hábito para mantenerse lo más oculta posible.
"Ya está. No he venido a nada más. Solo quería saber que están bien. Solo quería asegurarme... de que no me necesitan".
Se preparó para viajar entre los planos, de vuelta a Regatha. El paisaje de Zendikar comenzó a fundirse alrededor de ella. Se permitió echar un último vistazo en dirección a Gideon y los demás. Y entonces volvió a ver la silueta en el horizonte, la cosa que le había parecido una masa continental flotante o una montaña con una forma peculiar.
A la luz de los primeros rayos del alba, notó que la silueta gigantesca se movía. Sus extremidades ondulaban lentamente, lo que significaba que tenía extremidades. Sus dos protuberancias en la mandíbula reflejaron un brillo pálido en el ambiente nocturno.
La silueta no solo se movía. Se acercaba. Se dirigía hacia Portal Marino, hacia Gideon y los demás, dejando un rastro de muerte en el mundo. Amenazaba con destruir toda la vida a su paso.
Las criaturas que acababa de derrotar eran... insignificantes en comparación con aquella monstruosidad. Aquella cosa, Ulamog, era el auténtico enemigo. Aquello era la causa del olor a muerte y polvo que antes no había en el mundo, lo que sus compañeros habían venido a combatir a costa de arriesgar sus vidas.

Aquello era lo que ella había ayudado a liberar.
Pero entonces la silueta de Ulamog se disolvió y de ella solo quedó una sombra en las retinas de Chandra. Ya se marchaba de Zendikar, viajando entre los planos. Regatha cobró forma en torno a ella, sustituyendo la extensión de terreno que la separaba de los edros, de sus amigos y del titán eldrazi. Su dormitorio se iluminó mientras acababa de cobrar forma, bañada por la luz matutina que entraba por las ventanas.
No ―dijo en voz alta.
El sonido de alguien llamando a la puerta con insistencia comenzó a llegar a los oídos de Chandra a medida que el mundo cambiaba. La puerta se abrió de golpe y tras ella apareció el rostro enojado de la madre Luti. Para Chandra, fue como ver una imagen persistente del propio Ulamog.
―¡Chandra! ―la regañó Luti―. ¿Estás lista? ¡Todo el monasterio ha acudido al Discurso! ¡Los cánticos han empezado!
Chandra se quedó boquiabierta.
―No vas a ignorar tus responsabilidades aquí, abadesa Nalaar ―continuó la madre Luti―. Ni tampoco vas a romper tu promesa. ―Dicho eso, Luti se marchó echando chispas por el pasillo.
Chandra cerró la boca lentamente. Aún llevaba puestas las vestimentas de abadesa... El hábito de Serenok. El hábito bordado tenía un pequeño desgarro en una manga, por donde la pinza dentada del Eldrazi le había apresado el brazo.
Como si estuviera vagando por una neblina irreal, se agachó para recoger el montón de páginas de pergamino: su discurso.
MI ORACIÓN INSPIRADORA, ponía en la primera página, garabateado de su propia mano. ABADESA NALAAR.
Miró hacia la puerta. Si la atravesaba, la conduciría al resto de la Fortaleza, a sus discípulos, a la madre Luti, a Regatha. Pero sus pies no sabían cómo moverse hacia ella.
De pronto, estrujó las páginas entre sus manos e hizo una bola con ellas. El papel de pergamino fue pasto de las llamas y se consumió en un abrir y cerrar de ojos. Las motas de ceniza se escurrieron entre los dedos de Chandra.
"Esto es lo que se siente al mantener una promesa", pensó.
Salió del dormitorio con la silueta de Ulamog aún grabada a fuego en su mente.

La abadesa saludó a sus discípulos inclinando la cabeza. Había muchísimas caras mirándola en el gran salón de la Fortaleza Keral. La madre Luti observaba la escena desde el fondo.
―Buenos... Mm, días ―dijo Chandra. Se aferró al obelisco que le servía como estrado y trató de recordar cómo se usaban las palabras. Tosió tapándose con la manga del hábito.
»El fuego es un símbolo... ―dijo con voz tensa y la frente arrugada, tratando de recordar algunas de las palabras del abad Serenok―. Un símbolo de... eso, del fuego. Del que hay en nuestros corazones.
Sospechaba que esas palabras habían sonado mejor en boca de Serenok.
Los monjes intercambiaron algunas miradas. Alguien carraspeó.
―Debemos... ―dejó en el aire mientras bajaba la vista hacia el estrado―. ¡Avivarlo! Ese fuego. Para que... Mm...
Levantó la mirada y vio el rostro de la madre Luti; craso error. Chandra se llevó los dedos a las sienes.
Entonces tosió y respiró hondo.
―A ver, escuchad. ―Decidió empezar de nuevo―. Cuando llegué aquí de niña, era un desastre. No tenía ni la más mínima idea de qué hacer con esto. ―Levantó una mano y la hizo estallar en llamas. Después la agitó y apagó el fuego―. La gente de este lugar me ayudó: el abad Serenok, la madre Luti y todos vosotros. No intentasteis controlarme ni hacerme cambiar. Me enseñasteis a expresar quién soy y a que lo hiciese a mi manera.
»Si hay algo que pueda hacer para devolveros el favor, es animaros a que hagáis lo mismo ―dijo mirando a la multitud de rostros que la observaban―. Cada uno de vosotros es un individuo, una persona única. No sois solo los monjes de fuego de la Fortaleza Keral. No sois los devotos de las enseñanzas de Jaya. No habéis venido para escucharme, ni a mí ni a ningún otro abad. Sois personas únicas con ideas muy distintas sobre lo que importa de verdad. Solo habéis venido porque este lugar os ayuda a descubrir quiénes sois.
"¿De verdad voy a hacerlo?", pensó Chandra. "¿Voy a decir lo que creo que voy a decir?". Buscó el rostro de la madre Luti, pero no logró encontrarla entre la multitud.
―Lo siento por aquellos a los que voy a decepcionar ―continuó―, pero la mejor manera que conozco de honrar la tradición del Discurso del monte Keralia es deciros que dejéis de escuchar este Discurso.
Los monjes se miraron unos a otros. Chandra desabrochó el cinturón de su hábito de abadesa, sacó los brazos de las mangas y se lo quitó; debajo llevaba su armadura de siempre. Plegó el hábito y lo sostuvo con ambas manos, con cuidado, de la forma en que uno sostiene un tesoro importante que corresponde a otra persona.
―Todos vosotros tenéis un don que solo vosotros podéis compartir con el mundo. Una forma de ayudar que los demás no conocen. Y mi consejo para que expreséis esos dones es el siguiente: confiad en vosotros mismos; confiad en vuestro don. No depositéis toda vuestra confianza en un discurso, ni en el mío ni en el de ningún otro.
Algunos de los monjes se levantaron despacio. Varias cabezas asintieron. Chandra vio unas pocas sonrisas relucientes.
―Hay propósitos aguardándoos ahí fuera que son más importantes que una tradición o un discurso ―prosiguió―. Crisis en las que deberíais participar ahora mismo, problemas que no se resolverán sin vosotros. Os animo a que vayáis. Idos y descubrid esas crisis. ―Bajó la cabeza y alzó el hábito de Serenok a modo de saludo―. Gracias.
Muchos monjes negaron con la cabeza y torcieron la boca en desacuerdo, pero otros alzaron los puños y vitorearon a Chandra. Notó que se sentían más vivos que antes y que sus ojos tenían un brillo que no había visto en las últimas semanas de rutinas y metáforas.

―Gracias ―repitió mientas pestañeaba para enjugar las lágrimas, apretando el hábito entre los brazos―. Muchas gracias por todo lo que habéis hecho por mí. Gracias.
Chandra sonrió y se marchó del estrado. Se topó con el muro de Luti y su sonrisa se desvaneció.
―Lo siento, madre Luti, pero sabes que tengo que marcharme.
―¿Eso es lo que sientes? ―preguntó Luti sin inmutarse―. ¿Es lo que quieres?
―Voy a ir a Zendikar ―respondió Chandra―. Me necesitan.
La miró a los ojos y notó inmediatamente el dolor que provocaría su marcha. Se dio cuenta de que iba a abandonar el lugar que la había acogido, el lugar que había confiado en ella y la había ayudado a convertirse en sí misma.
―No estás segura ―comentó Luti. Su expresión era impenetrable―. ¿Es la verdad que te dicta el corazón?
El fantasma de Ulamog acudió a la mente de Chandra―. Sí, eso creo.
―No puedo aceptarlo ―le espetó Luti―. Te necesitamos aquí.
―Tengo que ir ―replicó Chandra―. Escucha, siento mucho tener que abandonaros. Sé que el monasterio perderá a su abadesa y os agradezco todo lo que habéis hecho, pero...
―Y yo siento tener que hacer esto ―la cortó Luti―, pero te recuerdo que has hecho una promesa. Te quedarás y seguirás siendo la abadesa de la Fortaleza.
―¿Cómo?
―Tienes un compromiso con este lugar. Pensaste en marcharte, pero decidiste permanecer aquí. Reúne otra vez a los discípulos. Vas a dar tu Discurso y a enseñarles a dominar la piromancia.
―¿Cómo dices? ―Chandra frunció el ceño.
―Te prohíbo que te marches ―respondió la madre Luti totalmente seria.
Chandra empezó a apretar los puños, pero se obligó a abrir las manos de nuevo. Negó con la cabeza y soltó una risita―. Mira, no tengo intención de...
―Chandra, ¿acaso tengo que recordártelo? Aunque eres la abadesa, mi cargo es superior al tuyo. Permanecerás aquí.
Ni hablar. ―Apretó los puños.
―Lo harás y aceptarás mi decisión.
―No me hagas esto.
―¡Tienes una responsabilidad!
―¡Tengo otra responsabilidad! ―gritó Chandra. Levantó un brazo bruscamente y señaló hacia el cielo, pero daba igual adónde―. Ahí fuera hay gente muriendo y yo puedo ser de ayuda. Puedo ayudar. No pienso quedarme para repetir ejercicios una y otra vez cuando sé que puedo marcharme y utilizar vuestras enseñanzas para prevenir una catástrofe.
Por fin estás segura ―dijo amablemente la madre Luti, con el rostro resplandeciente de orgullo disimulado―. Enhorabuena, Chandra.
―¿Cómo...? ―se sorprendió Chandra.
―Ahora entiendes la verdad en esa cabecita tuya.
―Eso... ¿Eso era lo que necesitabas oír?
―Eso es lo que necesitabas saber.
Chandra bajó los hombros y se enjugó una lágrima que se formó espontáneamente en el rabillo del ojo―. Gracias.
La madre Luti extendió las manos para recibir el hábito del abad, pero Chandra la abrazó por sorpresa. Luti dudó un momento, pero luego la estrechó entre sus brazos.
―Vete, Chandra Nalaar ―susurró Luti junto a los cabellos de Chandra―. Vete a salvar mundos.
―Lo prometo ―susurró Chandra en voz apenas audible.
Se separó de Luti para recoger el hábito de Serenok y lo dobló con cuidado. Luego lo extendió y lo dobló de otra manera, y después volvió a intentarlo y frunció el ceño al ver el tercer desastre asimétrico que había creado. Empezó a doblarlo una vez más, pero sonrió cuando la madre Luti se lo quitó amablemente de las manos.
―Trae, niña, trae ―la reprendió Luti―. No pasa nada.
Chandra se giró hacia la multitud y muchos discípulos le aplaudieron.
―Adiós ―dijo―. Hasta la próxima. Espero volver a veros algún día.

El aire de Zendikar olía a polvo, pero no perdió la esperanza: también olía a agua de mar, así que no estaba lejos. Había aparecido en algún bosque próximo a la costa, pero podía ver las torres de Portal Marino entre la arboleda.
También veía a Ulamog; había llegado a las afueras. Su monstruosa cabeza se elevaba por encima de las torres, mientras que su mandíbula ósea y sus brazos bifurcados amenazaban con destruir la ciudad. Esperaba no haber llegado demasiado tarde.
El dique estaba cerca y bajó corriendo por una pendiente repleta de árboles. Un pequeño grupo de engendros eldrazi descendieron de las ramas por delante de ella siseando y agitando sus extremidades con púas. Chandra giró sobre sí, describió un arco con el brazo y las criaturas quedaron incineradas bajo una ráfaga de magia ígnea. Chandra no se detuvo y reventó las pilas de cenizas embistiendo con el hombro.
Por fin llegó a Portal Marino. Subió corriendo por una calle principal de piedra blanca, la parte superior del inmenso dique. Había decenas o cientos de zendikari mirando hacia el mar, en dirección a Ulamog...
Y gritaban de júbilo.
Chandra corrió para asomar al exterior. Tardó unos segundos en asimilar lo que veía.
Ulamog estaba atrapado.

El titán se retorcía dentro de un anillo de edros, pero era incapaz de moverse más allá de él. Alrededor de Chandra, la multitud de elfos, kor y trasgos gritaba y se burlaba del titán encerrado. Acto seguido se alarmó al ver un monstruo marino emergiendo de las aguas, pero de pronto utilizó sus tentáculos para aplastar a diversos Eldrazi rezagados. ¡También ayudaba a los zendikari! Entonces le pareció distinguir a una tritón que dirigía al colosal cefalópodo utilizando una lanza con dos puntas.
Chandra se dejó llevar por el alborozo. Volvió a bajar corriendo por el dique, esquivando a los zendikari que se abrazaban y gritaban de alegría y mirando hacia el exterior. Estaba ansiosa por encontrar algún rostro conocido, pero no vio ni a Gideon ni a Jace.
Cuando divisó la sombra alada que sobrevolaba el mar, el tiempo pareció ralentizarse. Levantó la mirada hacia el demonio con venas infernales y sintió en el vientre una punzada de terror que se expandió por todo su cuerpo. El demonio se mantuvo en el aire batiendo sus poderosas alas y se situó encima de la prisión de Ulamog. Entonces estiró hacia abajo las garras, como tratando de atraer hacia sí un poder que yacía en las profundidades. Pronunció unas palabras ininteligibles y Chandra sintió que la tierra se estremecía.
Los gritos de júbilo se convirtieron en murmullos de preocupación.
Las puntas de los edros se desplazaron hacia el demonio. La prisión de edros acababa de convertirse en un mecanismo distinto, una especie de vórtice de poder dominado por la figura alada. De los edros surgieron haces de energía oscura que convergieron en el demonio. Su cuerpo se arqueó violentamente hacia atrás, absorbiendo el poder. Una siniestra risa de satisfacción surgió por encima del cráneo de Ulamog.

"Un demonio riendo...", pensó. "Malas noticias".
Chandra escupió en las manos, las frotó y conjuró de la nada una cantidad de fuego desmedida. Tres hechizos simultáneos deberían bastar. Se contorsionó, giró sobre sí con un gruñido y el torrente de piromancia salió disparado hacia el demonio. Sin embargo, cuando los hechizos se aproximaron a las líneas místicas oscuras, quedaron atrapados y las llamas se dispersaron sin alcanzar a su objetivo.
El suelo tembló y los murmullos se convirtieron en gritos. Asomó por el borde del dique y vio que los edros de la prisión de Ulamog se inclinaban y se sacudían. El suelo retumbó con más violencia, sacudiendo el dique y provocando olas enormes. Los zendikari corrieron en estampida por el dique, dominados por el pánico.
Las olas rompieron por encima de la presa en el lado de Halimar. Una especialmente grande, de unos diez metros, cayó sobre los zendikari que huían despavoridos calle abajo. Chandra liberó un cono de calor contra ella y la evaporó antes de que barriese a los zendikari e inundara el dique. Corrió junto a ellos y repelió los torrentes de agua con ráfagas de aire piromántico.
Cuando llegó con la multitud a terreno bajo, volvió la vista atrás y vio que las partes superiores de las torres de Portal Marino se tambaleaban de un lado a otro. Uno de los chapiteles se agrietó y descargó sobre ellos una lluvia de polvo blanquecino y escombros.
Cuando el hechizo que potenció al demonio concluyó, la gravedad actuó sobre los edros de la superficie del agua. Las rocas cayeron una tras otra, partiendo las cuerdas que las unían entre sí y al muro de Portal Marino. El círculo se rompió. La estructura de la prisión de Ulamog se desmoronó.
Ahora que volvía a ser libre, Ulamog se desplegó como una flor apocalíptica. El titán lanzó sus tentáculos contra los zendikari cercanos que trataban de huir, quienes se convirtieron en polvo al instante.
Chandra gritó de furia. Arrojó proyectiles de fuego contra Ulamog, pero no parecían servir de nada. Seguía sin ver a Gideon ni Jace entre la multitud. No había sido capaz de detener al demonio ni de dañar al titán recién liberado.
"¿Qué más podría empeorar hoy?".
La península rocosa al otro extremo de Portal Marino se estremeció y el suelo se partió con un crujido. La roca y la tierra se hundieron y abrieron un socavón que se devoraba a sí mismo. El socavón se extendió de forma antinatural: los bordes del agujero se doblaron y se retrajeron hacia dentro, y el terreno formó unos extraños patrones en ángulo recto con un brillo iridiscente.
Algo descomunal se agitaba en las profundidades y se dirigía hacia la superficie.
"¡CLARO!", pensó Chandra. "¿POR QUÉ NO? ¿POR QUÉ NO IBA A EMPEORAR EL DÍA?".
Unos fragmentos angulosos de un material brillante parecido a la obsidiana perforaron el suelo desde abajo. Cuando el ser emergió, Chandra vio que los fragmentos flotaban en formación por encima de un gran orbe giratorio que parecía una cabeza, la cual estaba incrustada en un torso blindado con extremidades partidas, el cual se alzaba sobre un bosque de tentáculos ctónicos. Mientras se levantaba, se quitó de encima la tierra como si fuese un abrigo molesto, y los trozos de terreno se desprendieron de él y cayeron al mar.
Aquel no era un simple Eldrazi al que se le podía plantar cara. Lo que acababan de presenciar era el advenimiento de otro dios monstruoso, como Ulamog: una divinidad horripilante de la Eternidad Invisible.
Un segundo titán eldrazi se había unido a la batalla.