Los elfos de Zendikar llevaban generaciones adaptándose al
entorno en constante cambio del plano. Demostrando su fortaleza y su
valentía ante la destrucción provocada por la Turbulencia, sus aldeas
parecían volver a crecer tan rápido como la mismísima jungla.
Sin embargo, el resurgir de los Eldrazi estuvo a punto de
extinguir a dos de los tres grandes pueblos élficos: los Mul Daya y los
Joraga. En el caso de los Mul Daya, un clan impregnado de tradiciones y
vínculos familiares, los supervivientes se debatieron entre quedarse
para morir junto a sus Portavoces en las ruinas de sus tierras o
aventurarse en territorios lejanos para pedir ayuda. La tejedora verde
Mina y su hermano Denn son dos refugiados que han recorrido todo un
continente para llegar a Murasa en busca de auxilio y de una forma de
reconquistar su hogar.
Llevaban días, semanas viajando a través de la Ruina. El aire
húmedo y pesado de la antigua espesura de Guum se había convertido en el
susurro árido de una llanura denudada por el arrastre de los pies. Mina
había permanecido atenta a los ciclos del sol y continuaba avanzando
lentamente hacia un lugar del que solo había oído hablar en rumores
escépticos y relatos imprecisos.
"Ya falta poco, muy poco", se dijo a sí misma.
El polvo de la Ruina cubría sus vestimentas y sus pies descalzos. El
suelo duro y osificado dejaba un patrón de marcas en sus plantas, más
acostumbradas a pisar el denso musgo de su patria perdida. Resuelta pero
con los pies doloridos, llegó al desfiladero que formaba la linde de
los bosques de Murasa.
O de lo que antaño habían sido los bosques. La Ruina, de un blanco
puro y cegador, se erigía en forma de pináculos retorcidos que antes
habían sido árboles, animales y peñascos. Los acantilados escarpados
estaban completamente vacíos y el silencio reverberaba por todo el
valle. Aquella calma fue dura para Mina: desde su infancia, había estado
rodeada por los sonidos de su tierra, sus ancianos y su familia.
Susurros, gritos, órdenes, ruegos... Los sonidos siempre la habían atado
a algo, a alguien. En aquel lugar no era más que una mota solitaria de
color y ruido, una mácula en el vacío que la rodeaba.
Dio un pisotón sin pensar y levantó una nube de polvo blanco que
volvió a caer formando copos de ceniza. "Como nieve sin invierno",
pensó. El vacío llenó su campo de visión y sus oídos con el sordo ruido
blanco de los sentidos desesperados por encontrar un propósito. Se giró
lentamente y escudriñó el horizonte en busca de señales de color, sonido
y vida. Los acantilados blancos le devolvieron una mirada maliciosa. La
Ruina había llegado hasta aquel lugar.
"Por los ancestros...", juró mentalmente. "Esto no le va a gustar a
Denn". Mina estaba convencida de que podrían encontrar la arboleda de
los Tajuru, y los dos se habían separado a mediodía para cubrir más
terreno.
Apretó un puño alrededor de su cuchillo; la empuñadura de madera y el
peso del arma la reconfortaron. Un arranque de rencor brotó en su
pecho, salvaje y cálido, y repiqueteó contra sus costillas. Prorrumpió
en un gruñido largo e irregular que reverberó de vuelta hacia ella desde
el desfiladero que tenía a sus pies. Sonrió, satisfecha con cualquier
cosa que ayudara a romper el silencio opresivo.
Algo se movió al otro extremo del desfiladero. Una silueta el doble
de grande que Mina avanzó escabulléndose hacia la luz, golpeteando con
sus apéndices óseos la superficie rígida del suelo en ruinas. Mina
contuvo el aliento: la criatura no podía haberse alejado demasiado del
lugar donde se alimentaba. ¿Aún quedaba terreno vivo allí? El monstruo
se giró hacia ella con un siseo apagado.
Excelente, la había visto. Mina le mostró una sonrisa llena de
dientes afilados. Corrió desfiladero abajo levantando una nube de polvo y
Ruina con el ímpetu salvaje de una cría de báloth. Cuando llegó al
fondo, se abalanzó sobre la criatura mientras sacaba su cuchillo del
cinturón con un movimiento reflejo.
El monstruo se detuvo, unas antenas surgieron de su rostro en
dirección a Mina y una especie de vainas brotaron en su piel y se
erizaron por sus crestas radiales. La cresta de su cuerpo emitió un
sonido agudo, tal vez en armonía con unas órdenes que Mina no podía oír.
Se deslizó bajo el cuerpo principal del monstruo, sujetó las
pseudovainas con una mano y palpó la carne con la otra. La hoja tallada
de su cuchillo se clavó en ella con una facilidad gratificante y abrió
varios cortes en la parte inferior de la criatura. Las sienes de Mina
palpitaban; la carne del engendro era rugosa e inesperadamente fría al
tacto. Los cortes que habrían eviscerado a cualquier otra bestia no
hicieron más que producir un ligero goteo de un fluido gris y acre.
No era la primera vez que se enfrentaba a algo así. Apreció la
oportunidad de expresar su gratitud por el dolor de pies y el polvo que
la cubría con un arrebato de violencia.
Esquivó el latigazo de un apéndice serpenteante, lo sujetó y trepó
por él; era tan robusto como las raíces y ramas a las que estaba
acostumbrada. Una vez en el lomo del monstruo, se aferró a la parte
trasera de su cabeza ósea y le clavó el cuchillo retorciéndolo con saña.
El engendro se desplomó de inmediato entre espasmos. Mina bajó de un
salto, se apartó y esperó a que volviera a levantarse.
El ser permaneció en el suelo, tirando inútilmente de las
extremidades cercenadas. Mina lo sujetó por la cabeza, la levantó hacia
ella y clavó la mirada en su rostro inexpresivo.
"¿Qué buscabas aquí? ¿Por qué te has quedado?". La máscara la miraba
impasible. No había emociones que leer en ella: ni pánico ante la
muerte, ni súplicas o ruegos, ni lástima. Los elfos siempre habían sido
un pueblo duro, habían soportado el paisaje turbulento que cambiaba
constantemente. Habían coexistido con el caos de la Turbulencia,
enterrado a sus muertos en tumbas poco profundas bajo la protección de
las raíces de jaddi. Los ancianos creían que la oleada de Eldrazi los
obligaría a adaptarse, al igual que la Turbulencia. En vez de eso, se
habían ahogado.
La criatura se agitó cada vez menos hasta que se detuvo por completo. Mina la soltó y cayó al suelo con un ruido sordo.
Entre las sombras del desfiladero aparecieron dos siluetas
humanoides, una de las cuales le resultó familiar. Al igual que ella, su
hermano Denn no llevaba armadura, caminaba descalzo y la única arma que
portaba era su cuchillo tallado en madera de los bosques venenosos de
Guum.
Sus brazos lucían marcas serpenteantes como enredaderas, mensajes que
portaban las palabras y el linaje de sus parientes; muertos, vivos, no
nacidos... sus murmullos se habían cristalizado en la piel. Cuando los
hermanos se marcharon de Bala Ged, llevaron consigo los huesos de los
caídos, que ahora adornaban sus cabellos cobrizos.
Detrás de Denn había una mujer delgada, encapuchada y vestida con una
armadura de cuero desde las hombreras hasta las botas. No lucía ninguna
marca y guiaba con aire solemne a la montura que la seguía. Su armadura
era de una factura robusta, experta e inconfundible: la de una guardia
del pueblo Tajuru.
Mina corrió para unirse a ellos y saludó a la elfa inclinando la
cabeza, ansiosa por conversar con ella. Sin embargo, Denn vio el amasijo
de carne del cadáver eldrazi a espaldas de su hermana y la miró
seriamente.
―¿Sabías que se habían adentrado tanto en Murasa? ―preguntó a Mina
forzándose a hablar despacio, aunque su voz sonó quebrada por el pánico.
―Estamos cerca. Este es el sitio del que nos hablaron. ―Mina le mostró una sonrisa confiada esperando que enmascarara sus dudas.
―Eso decías hace semanas. ¿Seguimos igual que antes? ―Denn conservó
su rostro solemne; conocía muy bien lo que de verdad significaban las
expresiones de su hermana.
Mina se quedó observándolo y deseando tener una respuesta. El
silencio permaneció entre ellos, como una grieta que separaba a los
gemelos.
―Nuestro Portavoz nunca dijo nada sobre esto ―dijo Denn, el primero en apartar la mirada.
Esta vez fue Mina quien bajó la vista, apretando los puños con impotencia.
―Demasiado se han adentrado en nuestras tierras, desde luego
―intervino la desconocida tras Denn con el acento cantarín de los
Tajuru, antes de que Mina pudiera responder a su hermano―. Me han
enviado para advertir a los viajeros de que se mantengan alejados de
aquí, y os he encontrado a vosotros dos. ―Hizo una pausa y los miró a
ambos―. Soy Tenru, una de los muchos guardianes del territorio tajuru.
¿Os habéis extraviado lejos de vuestra aldea? ―preguntó enarcando una
ceja.
―Somos Mul Daya ―dijo Mina limpiando su cuchillo y quitándose de los brazos la carne muerta del Eldrazi.
―¿Mul Daya? ―repitió Tenru mirando hacia la nada que había detrás de Mina―. ¿Sois exploradores? ¿Dónde están los demás?
Mina suspiró por lo bajo. Nunca le había resultado fácil hablar. Su
cabeza siempre estaba tan llena de sonidos e instintos que las palabras
se enmarañaban unas con otras, en vez de salir de sus labios. A veces se
le escapaban antes de que pudiera darles forma y significado. Sin
embargo, este momento era importante y había repasado un mensaje durante
las semanas que llevaban viajando.
―Hace meses, los Mul Daya nos quedamos en nuestros hogares de Guum;
nuestro Portavoz nos aseguró que los Ancestros insistían en que
resistiéramos. Primero llegaron los vástagos y las defensas de nuestros
fantasmas de las enredaderas los rechazaron.
Miró a Denn, cuyo silencio taciturno no hacía por darle la razón―.
Pero cuando los vástagos dieron paso a sus congéneres mayores, las filas
de los fantasmas mermaron y nuestras fronteras retrocedieron hasta
llegar a las lindes de las tumbas de nuestros ancianos.
Guardó silencio y recordó sus ojos mirándola desde sus lechos
terrestres; evocó el momento en el que soñó con sus sueños. Era su
esencia, sus recuerdos, generaciones de historia que habían sido
reducidas a polvo junto con las arboledas donde moraban.
―Muchos de nosotros caímos defendiendo nuestros hogares. Nuestro
Portavoz enfermó y las voces de los Ancestros callaron ―continuó Mina.
Se sintió extrañamente distante de sí misma al escuchar su voz. Sus
propias palabras sonaban vacías y formales, carentes del peso visceral
de la vergüenza, el orgullo y la frustración de aquel momento.
»Los Eldrazi vinieron, conquistaron, se alimentaron y se marcharon.
―Sintió que su voz se quebraba ligeramente y calló un momento para
respirar hondo―. Tuve... una visión mientras dormía cerca de los
muertos. Contemplé la destrucción de Bala Ged. Me llevé a mi hermano
durante la noche para encontrar a los pueblos élficos. Para pedirles
ayuda, consejo.
―¿Quién eres? ―preguntó Tenru amablemente―. ¿Cómo te llamas?
―Soy Mina, tejedora verde de los Mul Daya. ―Extendió el brazo derecho
para mostrarle la insignia de su rango, grabada con tinta roja en su
antebrazo.
Mina vio a Tenru estudiando a la elfa inexperta y de aspecto mísero
que tenía delante, cubierta de sangre y polvo. Tenru arqueó una ceja,
pero asintió con educación.
―El cónclave no se encuentra en un lugar exacto, sino que vaga para
huir de las oleadas de Eldrazi ―explicó―. Ahora nos trasladamos
estratégicamente con una red de exploradores, manteniéndonos cerca de
los restos del mundo conocido, tratando de evitar que nos rodeen como...
Como a nuestras hermanas.
Mina apretó la mandíbula involuntariamente.
―He patrullado las fronteras para informar al cónclave sobre la
expansión de la Ruina ―continuó Tenru―. Su último ataque tuvo lugar hace
dos noches y sus números eran mayores de lo que anticipábamos.
Recogimos nuestros hogares y nos retiramos al corazón de la arboleda...
―¿La arboleda aún resiste? ―preguntó Mina de pronto con un brillo en los ojos―. ¿Puedes llevarnos allí?
La arboleda de jaddi sobresalía en el centro del valle,
dividiéndose por la tierra y disolviendo lentamente el suelo de roca
bajo la presión constante de sus raíces. Una densa enramada de hojas
perennes ascendía hasta las nubes donde la humedad era más densa. Había
patrones en espiral de hojas grandes como elfos engalanando sus
numerosas ramas. En tiempos más tranquilos, los troncos vacíos de los
árboles caídos habían servido como hogares permanentes. Mientras que los
Mul Daya vivían entre las raíces, los Tajuru estaban acostumbrados a
morar en los niveles superiores de las enramadas, lejos de la vista de
los Eldrazi terrestres. Esa costumbre los había mantenido a salvo
durante años, hasta que llegaron nuevas oleadas de monstruos voladores.
Los tres elfos se encontraban oteando la arboleda desde lo alto de un
acantilado. Cuando las nubes se desplazaron, la luz solar bañó el
valle.
Mina oyó a Tenru inspirando y conteniendo el aliento.
El suelo de aquel lugar era completamente distinto de la nada pálida
del desfiladero. En lugar de eso, un deslumbrante abanico de colores
vivos refractaba la luz desde las superficies angulosas de la roca.
Algunas formaciones se habían cristalizado en vertical, formando una
parodia retorcida de los árboles que habían estado allí. Un brillo
espeso y aceitoso surgía de la superficie polifacética semejante a una
herida abierta, formando una capa grasienta sobre los restos de la
maleza.
―¿Qué es... eso? ―masculló Mina. Vio a Denn por el rabillo del ojo sacudiendo la cabeza, horrorizado.
Un grupo de Eldrazi se había reunido bajo el campamento y tanteaba
las raíces con sus probóscides. Un engendro había trepado al brote más
bajo, arrancando las cabañas del asentamiento y derribándolas hacia el
suelo del bosque. Los habitantes del campamento se habían retirado a los
refugios de las ramas más altas.
―Cuando estuvimos ante el Portavoz, valoré nuestra sangre más que mi
palabra ―dijo Denn a Mina con el semblante pálido y demacrado―. Te seguí
cuando ninguno de los demás lo hizo, hasta el otro extremo del
continente. Estaba dispuesto a unirme al resto de nuestro pueblo en la
tierra, en nuestra tierra. Y ahora hemos llegado muy lejos, ¿verdad? De
una aldea infestada a ver esta marchitarse y perecer... a un mundo de
distancia.
―Vigila tu tono, Mul Daya; este es mi hogar. ―El rostro de Tenru se
había ensombrecido―. Lamento vuestra pérdida, pero nunca os hemos pedido
ayuda. No tenemos intención de sucumbir al mismo destino que vosotros.
Mina avanzó a paso rápido por el valle deslizándose sobre las
superficies resbaladizas y planas hacia los Eldrazi que se reunían para
alimentarse. Al igual que sus congéneres de Bala Ged, estos también
tenían conjuntos mortíferos de apéndices y bocas. Se arrastraban por las
ramas tirando de sus cuerpos pálidos con sus fuertes extremidades
anteriores para absorber las sustancias de los árboles y la tierra. Sin
embargo, en vez de estar cubiertos con placas óseas, sus cuerpos eran
insectoides y estaban repletos de simetrías imposibles. Por encima de
sus cabezas había coronas de placas de una piedra negra y pulida, tan
oscura que parecía absorber y reflejar la luz.
Con el cuchillo aún cubierto de cartílago del engendro del
desfiladero, Mina corrió hacia el enemigo más cercano, un gran monstruo
serpenteante cuyo cuerpo estaba hinchado de alimentarse y hacía presión
contra su exoesqueleto. Sus placas lisas eran del mismo tono negro sin
profundidad que su cabeza coronada, todo ángulos y simetría sin margen
para la compasión. Sus numerosas patas tenían incrustados unos ojos que
brillaban con formas similares a gemas que no pestañeaban. Mira lanzó
una puñalada con todas sus fuerzas y la potencia adquirida en la
carrera, con la intención de desparramar las vísceras que pudiese tener
la criatura.
El arma tembló con el impacto inesperado contra la masa exterior del
Eldrazi, enviando una conmoción desde el brazo de Mina hasta sus
dientes. Se tambaleó y sus dedos entumecidos dejaron caer el cuchillo.
Oyó a Denn gritar a sus espaldas y correr hacia ella.
Un ritmo sordo y extrañamente familiar llegó a sus oídos. ¿Era por los nervios entumecidos? ¿Por la fuerza del impacto?
Trató de ponerse en pie, sosteniéndose la cabeza con una mano y
tanteando en busca de su cuchillo con la otra. Sujetó algo sólido y
levantó la vista...
... para encontrarse con las cuatro mandíbulas babeantes de un
Eldrazi con corona negra. Se echó hacia atrás instintivamente, pero era
demasiado tarde. Cerró los ojos con fuerza.
El monstruo gritó, o eso pensó Mina. Un coro de ruidos estridentes
apenas perceptibles para su cerebro reverberaron en su cráneo. Sintió
algo cálido en el oído derecho.
Sangre.
El dolor recorrió su cuerpo, acompasado con las vibraciones que la atormentaban por dentro.
El pánico se apoderó de ella y Mina saltó hacia atrás a cuatro patas,
como un animal acorralado. Vio a Denn por el rabillo del ojo
tendiéndole la mano y se giró hacia él.
Pero el monstruo se volvió hacia ellos con el abdomen hinchado de aire... y gimió.
Mina lo vio todo con los colores difuminados. Delante de ella, la
silueta de Denn desapareció y volvió a formarse entre ondulaciones, con
el tono rojo de su pelo y sus ojos escurriéndose de su cuerpo y
fundiéndose con los bordes de su propio campo visual. El brazo estirado
de su hermano se reflejó en la dirección opuesta, formando un ángulo
imposible. Su boca se abrió y las palabras se perdieron; la lengua fue
incapaz de formar sonidos y el aire salió inútilmente de los pulmones.
Los dos flotaban en el aire, insignificantes y pequeños, y se disiparon.
Mina lanzó un brazo hacia el de su hermano y los músculos se
combaron; sus huesos fluctuaron por el aire como un humo viscoso e
imposiblemente lento. Sus dedos se desprendieron, los tendones se
separaron del hueso, las venas se hincharon y se enmarañaron.
Incluso el suelo que pisaba se convirtió en un líquido viscoso que se
hundía y fluía bajo su peso. Sus piernas tenían una masa desmedida y
tiraban de ella hacia abajo, lejos del brazo que había estirado. Su otro
brazo encontró la empuñadura del cuchillo y luchó por sujetarlo.
El instinto impulsó el arma que sostenía y la envió en dirección al
gemido del monstruo, alcanzándolo en uno de sus múltiples ojos como
gemas.
El llanto cesó por unos instantes y Mina se desplomó como una muñeca de trapo. El impacto la hundió en el frágil suelo de Ruina.
Cuando abrió los ojos, se encontró en un surco poco profundo, sin
aliento y con la cabeza a punto de estallar. La luz diurna se filtraba
desde arriba y Mina vio el fondo de la fina y frágil capa de Ruina en la
que se había hundido, similar a una capa de hielo cubriendo las aguas
de un estanque en invierno.
El ritmo sordo y familiar había vuelto. Ahora lo oía más alto. Se
esforzó en encontrar el hilo de sonido bajo el retumbo de las bestias
que había por encima. El ritmo incrementaba y disminuía como una
respiración, ¿o era... una voz? Intentó distinguir sus patrones y
convertir las frecuencias en un significado. Desde lo que le parecieron
kilómetros de distancia, la voz de Denn se filtró en su consciencia
menguante.
Mi-nah. Mii-na.
Se agachó en la oscuridad y apoyó las manos en el suelo para
sostenerse. Los sonidos de su cabeza eran susurros. Eran las voces que
había oído en Bala Ged: sus ancianos, sus jaddi. Su familia. Se
fundieron en una voz conocida. ¿Qué trataban de decirle?
Frunció el ceño y sus manos recogieron involuntariamente algo... familiar.
El suelo que había bajo su mano no era la superficie dura de la
Ruina. Era la fragante y densa tierra de su juventud. Las ruedas
inexorables del tiempo se detuvieron para ella, suspendida en una
burbuja sinestética de recuerdos colectivos. Llenó los pulmones con el
aroma de aquel mismo trozo de tierra cuando estaba templado en verano,
pisado por botas, salpicado de sangre o verde con la llegada de la
primavera. Lo vio con ojos que no eran los suyos. Los sonidos regresaron
en tromba a su cabeza.
Mina.
―¡Mina! ―La voz de su hermano cortó el ensueño e interrumpió su concentración.
¡Denn!
Una mano tapó la luz que brillaba sobre Mina y sintió que se separaba
del suelo en los brazos de su hermano. Olió la sangre que los cubría,
pero no supo de quién era.
Un silbido pasó justo por encima de los dos y el suelo a sus espaldas
se hinchó y estalló ante sus ojos. El impacto del gemido errante dejó a
su paso un rastro similar a un cráter.
―¡Denn, están aquí! ¡Los Ancestros siguen con nosotros! ¡Aquí hay tierra bajo la Ruina!
―¿Mina? Cálmate; estás sangrando y tenemos que huir...
Mina levantó la mano, sujetó la cabeza de su hermano cuando oyó el
siguiente gemido y soltó el puñado de tierra que había recogido.
Las partículas generaron una explosión de vida y se expandieron para
formar una pared de tallos gruesos, raíces y tierra. La barrera tembló
cuando la onda de sonido la alcanzó y el contorno del punto de impacto
se convirtió en una mancha caleidoscópica.
―¡Escucha!
Los sonidos en la cabeza de Mina se volvieron ensordecedores. Tenían
multitud de capas y combinaban coros de voces y ruidos de todos los
tonos, frecuencias y volúmenes. Tuvo una sensación tranquilizadora.
Respiró hondo, ahuecó una mano sobre la oreja de Denn y los sonidos
surgieron de sus labios como si un dique acabara de desmoronarse.
Algunos eran furiosos, tiernos, taciturnos, un lenguaje secreto
compartido con un hermano cuya voz sentía como si fuese la suya. Algunos
surgieron como una reprimenda retumbante, advertencias serias que había
oído tiempo atrás. Otros eran un idioma y un tono que sentía pero no
conocía, las cálidas brisas del verano, el dolor sordo del
arrepentimiento. Era el sonido de recuerdos coagulados en el tiempo y el
espacio. La calma bañó a Mina y ella tejió sus palabras sobre la carne
herida y las manos de Denn.
―¿Esto son las voces de los Ancestros? ―Su hermano tenía los ojos
abiertos de par en par y la sorpresa disipó cualquier intento de fingir
insensibilidad―. ¿Cuándo has aprendido a hablar con sus voces? ¿Qué te
dicen?
Mina solo asintió sin decir nada.
Un nuevo gemido hizo pedazos la pared de enredaderas; la tierra
compacta y los tallos rizados se deshicieron en trozos relucientes y
quebradizos. Mina se giró lentamente hacia la criatura con los brazos
separados, y entonces comenzó a hablar.
En un sonido, habló del hogar de su juventud en las junglas humeantes
de Guum, agazapada entre la maleza y escuchando la lluvia. Unos pilares
de tierra húmeda y roca surgieron violentamente del suelo, abriendo
grandes grietas dentadas que recorrieron la superficie como relámpagos
en las facetas de la Ruina y derribaron a los monstruos. Los Eldrazi
bramaron y se agitaron para recuperar sus puntos de apoyo.
En el siguiente sonido narró historias que nunca había oído, aunque
sabía que eran ciertas. Historias de valor y sacrificio. Sacó su segundo
cuchillo de la vaina que llevaba en la cadera. Estaba cálido y olía a
hojas húmedas. Respiró profundamente y sonrió para sí con un fervor
salvaje.
Esta vez, su puñalada se deslizó con facilidad por el caparazón y su
mano libre se hundió en la herida abierta, arrancando cualquier cosa que
encontrase bajo ella. Protegida por una obstinación fría, su cuchillo
tajó en círculos el cuerpo pálido del Eldrazi, derramando chorros de su
esencia.
Algo pasó a toda velocidad por detrás de ella y vio a Denn abatiendo a
otro monstruo, que se desplomó en el suelo cuando cercenó sus patas
insectoides. La risa de su hermano se detuvo y se congeló por un segundo
cuando Mina la tanteó y la cristalizó en forma de recuerdo. Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que la oyó.
Estiró la mano hacia las raíces de los jaddi. Los Eldrazi con corona
centraron su atención en ella, en el olor a poder y nueva vida, y
descendieron corriendo desde las ramas cuales flechas en dirección a su
víctima. Se acumularon a su alrededor como una marabunta de patas
repiqueteantes y fauces abiertas.
Mina vio la cabeza de Denn desapareciendo entre la manada de bestias
con corona. Un estruendo profundo surgió bajo los pies de ella y unas
raíces gruesas atravesaron el suelo, atrapando los cuerpos acorazados de
los Eldrazi y sepultándolos bajo las hendiduras en la tierra. Las ramas
de los jaddi serpentearon hacia ellos y atrajeron al resto al interior
de los árboles, encerrándolos dentro de la corteza. La superficie del
valle se convirtió en astillas de Ruina relumbrante y luego se hundió en
la blanda tierra nueva que surgía bajo los pies de Mina y Denn.
Tenru llegó poco después, acompañada de una escolta de Tajuru
fuertemente armados y sus monturas. Detrás de ellos venía una elfa de
cabellos claros, de estatura más baja pero con un aura de calma y
dignidad que normalmente se adquiere con el paso de los años. Su
armadura de cuero presentaba unos grabados elegantes, pero muy
deteriorados por el uso. Desmontaron cerca de Mina, que descansaba en el
suelo con la espalda apoyada en las raíces de un árbol, tratándose las
heridas.
―¿Sois vosotros nuestros parientes del otro lado del mar? ―preguntó
la elfa de cabellos claros. Recogió el cuchillo que Mina había perdido,
casi oculto bajo la capa de Ruina resquebrajada, y se lo ofreció por la
empuñadura.
―Mis disculpas ―intervino Tenru―. Os presento a la tejedora verde
Mina y su hermano Denn. Fantasmas de las enredaderas de los Mul Daya.
―Os damos la bienvenida, como a toda nuestra familia élfica ―añadió
la elfa anciana con una sonrisa amable e inclinando la cabeza―. La
distancia y las generaciones no han de separarnos. ¿Qué noticias traéis
de vuestro pueblo?
Mina devolvió el saludo y se preparó para hablar, aunque las palabras
acudieron a ella fácilmente esta vez―. Venimos en busca de Nisede,
líder de los Tajuru, para pedirle que acepte nuestra ayuda, la de los...
supervivientes de Bala Ged.
―Yo soy Nisede. ¿Qué ha sido de vuestro Portavoz? ¿Os envía en su lugar?
Mina sintió ardor en las mejillas. Cuando se dispuso a hablar, Denn
tomó la palabra con gentileza―. No estamos... seguros. Pero sé que Mina
puede hablar con las voces de nuestro pueblo. Lo he presenciado. Os
pido... Os pedimos que nos permitáis unirnos a vosotros para mantener a
salvo los recuerdos de los Mul Daya.
El rostro de Nisede se tornó serio y su discurso se volvió pausado y reflexivo.
―Mis elfos continuarán adaptándose y vagando, como hemos hecho
siempre. Tenemos noticias sobre un campamento zendikari en las
proximidades de la presa de Halimar. Se ha formado una alianza de kor,
humanos y tritones para luchar o perecer en el intento. No puedo
prometeros un refugio para vuestras historias, pero sí que os
acompañaremos para que aportéis vuestra fuerza y vuestros relatos al
bastión más seguro que conocemos.
Los demás asintieron con solemnidad.
―Hoy nos pondremos en marcha para unirnos a ellos. Su líder se llama
Tazri, una humana de una ciudad de las costas de Halimar. La ciudad de
Portal Marino.