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Amonkhet: La Hora de la Promesa

"Y he ahí que las tres deidades oscuras regresaron, y mientras acababan con los dioses, la Hora de la Promesa llegó. Y así, el dios langosta cumplió la gran promesa y desgarró la Hekma, dejando desprotegidos a los fieles antes del regreso del Dios Faraón".


Desde la veranda del Templo de la Fuerza, Hapatra observaba cómo la sangre del Luxa se propagaba río arriba, transformando el agua en una ciénaga carmesí. Tenía los brazos cruzados, apretados con fuerza, y su boca era una línea rígida. Los demás visires del templo estaban a su lado y compartían el mismo desconcierto al ver el lecho seco y la mancha roja que lo cubría.
A su diestra se encontraba Khufu. Era ancho de hombros, corpulento, con algunas canas asomando en las sienes. En momentos más alegres, Hapatra se burlaba de él debido a su edad (la espantosa cifra de treinta y cinco años), pero ahora solo podía mostrar su preocupación.
―Ya deberíamos haber recibido noticias sobre las intenciones de los nuevos dioses. ¿Dónde se ha metido Iput?
―Probablemente esté en camino ―respondió Khufu con una nota de seguridad en la voz.
Hapatra jugueteó con la serpiente que tenía enroscada en un meñique. Un rato antes, otro mensajero había acudido para informar de que tres dioses nuevos habían aparecido y uno de ellos se había enzarzado en combate con Rhonas. Hapatra habría preferido acompañarle para recibir a los recién llegados, pero los visires habían acordado que era mejor aguardar en los templos.
Arrugó los labios. Los demás visires y ella estaban nerviosos y ansiosos por recibir noticias.
―Deberíamos estar junto a Rhonas en la Hora de la Gloria ―comentó Hapatra.
Khufu cruzó los brazos.
―La Hora de la Gloria es el momento en el que tanto dioses como mortales demostrarán si son dignos del glorioso más allá.
―Mm... ―dudó ella―. Entonces, ¿los nuevos dioses están poniendo a prueba a los antiguos? ¿Luego harán lo mismo con nosotros y los iniciados restantes?
Khufu se encogió de hombros.
Hapatra cambió el peso de una pierna a la otra y deslizó su pequeña mascota a la otra mano. El corazón le latía con ansiedad. Estaba segura de que la victoria de Rhonas sería rápida, pero esperar a que les dieran la noticia resultaba tortuoso.
―Las profecías nunca han dejado claro dónde se supone que deberíamos estar durante las Horas. ¿Cómo sabremos cuándo llevar a los iniciados junto a los nuevos dioses? Además, ¿por qué se ha convertido el río en sangre? ―cuestionó Hapatra.
Khufu levantó las manos con las palmas hacia arriba.
―El Dios Faraón lo resolverá todo.
"Espero que la piedad del Dios Faraón sea más generosa que sus mensajes", pensó ella.
Su mirada vagó de nuevo hacia el Luxa. Los pájaros habían dejado de cantar. La ciudad, donde normalmente se escuchaba el bullicio alegre del entrenamiento, se había sumido en un completo silencio. Hapatra se sentía incómoda. Aún más preocupante fue el repentino flujo del agua... de la sangre del río. El lecho estaba repleto de peces reanimados, animales extraños, grumosos y ensangrentados que chapoteaban y rodaban penosamente de un lado a otro. A la maldición de los errantes le daba igual que necesitaran agua para desplazarse.
Todo aquello resultaba demasiado extraño e inaudito. Las profecías no estaban claras y los fenómenos que presenciaba le parecían inquietantes.
Unas dudas inusuales vagaron por la mente de Hapatra. Prefirió no darles nombre.
Sin previo aviso, se le hizo un nudo en la garganta.
Hapatra sintió un dolor repentino y agudo en el pecho y se encorvó de agonía, llevándose una mano al corazón y maldiciendo entre dientes.
Miró alrededor desesperadamente para buscar la causa del malestar y vio que los demás visires también se aferraban el pecho. Hapatra calmó su mente y trató de recuperarse. Era una maestra de los venenos y había pasado gran parte de su vida obligando a su cuerpo a funcionar en medio de fuertes dolores. Tomó aire y lo expulsó; centró la mente para calmar el pánico y el suplicio del cuerpo.
Las molestias físicas pasaron al poco tiempo, pero la sensación de temor persistía.
Se oyeron gritos en varias partes de la ciudad. Hapatra echó un vistazo a los tejados y los templos en busca del lugar de origen. El sonido parecía proceder del Portal, pero se volvía cada vez más fuerte, como si se propagara rápidamente por toda Naktamun. A lo lejos, Kefnet levantó el vuelo, seguido de una extraña silueta oscura que se movía por los tejados de los edificios.
Oyó un ruido inusual que llegaba desde el cielo: una especie de zumbido que se extendía por la Hekma, causado por chasquidos y un golpeteo incesante. Hapatra levantó la vista y vio una nube de langostas.
Se suponía que los monstruos debían haberse esfumado durante la Hora de la Revelación. Por eso había aparecido el demonio que había sobrevolado la ciudad: lo habían expulsado del paraíso, al igual que a todas las bestias del exterior de la Hekma. Entonces, ¿por qué continuaban existiendo?
Su serpiente se desenroscó del dedo y se escabulló por una grieta en la pared del templo.
Hapatra se fijó de nuevo en Kefnet y comprendió que la silueta oscura que iba detrás de él solo podía ser uno de los nuevos dioses.
Art by Lius Lasahido
Era inmenso. La criatura comenzó a trepar al obelisco más cercano. Sus garras se clavaban en la roca e impulsaban hacia arriba su enorme cuerpo. A medio camino, el ser pareció recordar que tenía alas y se elevó rápidamente hasta la cima. El zumbido de sus alas era un ruido constante y violento, como si el propio aire protestara por el batir incesante de las gigantescas alas de insecto.
Hapatra se volvió hacia Khufu.
―Tenemos que ayudar a Kefnet ―dijo ella.
El visir, todavía afectado por el dolor misterioso, negó con la cabeza.
―Esto forma parte de la Hora de la Gloria. Están poniendo a prueba a los dioses, al igual que a nosotros.
―¿Este dolor es eso? ¿Una prueba?
Khufu asintió, pero Hapatra frunció el ceño y se dirigió al otro extremo de la veranda. Para ella, el curso de los acontecimientos solo podía ser un mal augurio.
En ese momento oyó unas pisadas suaves que subían por la escalinata. Iput, la visir más joven y veloz del Templo de la Fuerza, corría escaleras arriba lo más rápido que podía. Tenía el rostro anegado en lágrimas. Hapatra se arrodilló y la estrechó entre sus brazos.
―¿Qué has visto, Iput? ¿Qué quieren los dioses nuevos?
―¡Rhonas ha muerto! ―balbució ella.
Hapatra se quedó de piedra por un instante y luego negó con la cabeza.
―Imposible. Es un dios. Los dioses no pueden morir.
Iput se estremeció de miedo.
―El dios escorpión lo ha matado. Intenta matarlos a todos.
Rhonas era el más poderoso de los dioses. Las bestias del exterior huían ante su fuerza y los seres oscuros temblaban allá donde se proyectara su sombra. Rhonas no podía morir.
Sin embargo, la angustia en el corazón de Hapatra afirmaba lo contrario.
Khufu gritó detrás de ella.
―¡Es una prueba! ¡Iput miente! ¡Rhonas, el más poderoso del panteón, se unirá al Dios Faraón en...!
―¡Cierra la boca por una vez! ―le espetó Hapatra.
No era momento de respetar el protocolo. Habían roto la promesa que se les había hecho y habían perforado su confianza con un veneno desconocido. Hapatra se lamentaría más tarde. En ese momento, su único objetivo era mantener a salvo a los demás dioses para que nadie volviera a sentir el dolor de la muerte de una deidad.
Levantó la cabeza y vio cómo los enjambres de insectos se propagaban por el interior de la barrera. Volvió la mirada hacia el dios langosta en lo alto del obelisco, justo a tiempo de presenciar cómo extendía los brazos y desataba algún tipo de magia impía en el cielo.
El zumbido de las langostas ahogó cualquier otro sonido.
Una nube gris comenzó a expandirse en el interior de la Hekma. Al principio era dispersa, pero a medida que el dios langosta continuaba con su hechizo, la masa crecía mientras el zumbido de alas se volvía más y más fuerte.
Hapatra entrecerró los ojos para distinguir qué hacían los insectos. Parecieron amontonarse unos sobre otros hasta cubrir la magia brillante de la Hekma. Cuando los primeros se retiraron, unos rayos de luz intensos se filtraron por donde antes estaba la barrera. Hapatra se quedó boquiabierta, horrorizada. Las langostas estaban devorando la mismísima Hekma.
―Se supone que la Hora de la Promesa marca el momento en que el mundo se transformará en un paraíso glorioso ―dijo a los demás visires―. "Y la Hekma ya no será necesaria para detener el avance de las arenas y los muertos, pues las aguas del Luxa fluirán libremente por los yermos", ¿verdad?
Los otros visires asintieron. Hapatra levantó un índice hacia el dios langosta en la lejanía, echó los hombros hacia atrás y se irguió por completo.
―¡El Luxa fluirá libremente por los yermos porque la Hekma no existirá!
Los visires observaban aterrados. Desde aquel lugar elevado podían ver cómo las langostas consumían más y más secciones de la barrera que los protegía del exterior. Ni siquiera Khufu podía creerlo.
―¿Por... por qué nos hace esto el dios langosta?
La Hekma estaba cubierta de una infinidad de insectos, un enjambre tan denso que atenuaba la luz de los soles. Una noche oscura y espeluznante cayó sobre Naktamun. Hapatra pestañeó mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. La masa de insectos se movía de un lado a otro, filtrando rayos de luz hacia el Templo de la Fuerza.
No parecía un buen momento para permanecer fuera.
―¡No os quedéis embobados! ¡Todo el mundo adentro! ―rugió Hapatra. Los demás visires, dominados por el dolor, se levantaron con dificultad entre sollozos lastimeros.
Hapatra caminó entre ellos para ponerlos en marcha.
―¡Rhonas no permitiría que os quedaseis llorando ahí tirados! ¡Armaos para la batalla!
Los demás visires se sorbieron la nariz y entraron al templo en busca de sus armas.
Un haz de luz se proyectó entre la masa oscura de insectos.
Los rayos de los soles penetraron paulatinamente en el interior de la barrera. Primero eran pocos, luego muchos más... y de pronto, un cuarto de la Hekma había desaparecido.
Hapatra maldijo entre dientes.
La ciudad se sumió en el caos.
Art by Jonas De Ro
Observó desde el templo mientras Kefnet ascendía por el cielo y lanzaba un hechizo para reparar la Hekma, pero su intento fue en vano. Los enjambres se abalanzaron sobre el dios y Kefnet luchó para continuar pronunciando el encantamiento bajo el asalto de cientos de miles de insectos. Hapatra maldijo la vista limitada que tenía del resto de la ciudad.
A medida que la barrera se venía abajo, las hordas de momias salvajes entraban en tromba en Naktamun desde los yermos exteriores.
Hapatra dio media vuelta y corrió lo más rápido posible al interior del templo.
Los iniciados estaban asustados, abrazados unos a otros para intentar confortarse. Algunos visires estaban armándose, mientras que otros conducían a las bestias hacia el exterior para soltarlas contra las momias que invadían la ciudad. El interior del Templo de la Fuerza era un vasto campo de entrenamiento conocido como el Bestiario, una reserva natural cuidadosamente mantenida para que los iniciados pulieran su tenacidad y sus habilidades de supervivencia. Hapatra se abrió camino desde la zona exterior hasta el peligroso corazón del Bestiario. Había dedicado toda su vida a cuidar el templo y conocía todos sus caminos y atajos. Los aposentos de los visires no estaban muy lejos.
Hizo un gran esfuerzo para no dejar que el dolor de su corazón aflorara en su rostro. Su mayor deseo siempre había sido tener un lugar junto a Rhonas en el más allá. ¿Adónde irían los dioses tras la muerte?
Su dormitorio estaba rodeado de flora venenosa, pero la cruzó con facilidad y corrió hasta la panoplia de armas.
Lanza. Cimitarra. Frascos y frascos de venenos.
Hapatra recordó una lección que ella misma había impartido apenas meses atrás.

Se situó en el centro del círculo de iniciados, todos ellos en plena forma, talentosos y dispuestos a superar la Prueba de fuerza. Como maestra de los venenos, a Hapatra le encantaba enseñar su arte.
Levantó la barbilla con orgullo y planteó una pregunta sencilla al grupo de aprendices.
―¿Cómo se mueven las momias por el desierto?
Esperó a que lo meditasen un poco antes de responder con una sonrisa encantadora.
―¡Con infamia y arenosía!
Los iniciados refunfuñaron y suspiraron y Hapatra sonrió, orgullosa de su ocurrencia.

El recuerdo le dibujó una sonrisa en los labios y Hapatra seleccionó un frasco de veneno. Sabía perfectamente cómo se movían las momias: una vez que la maldición de los errantes las reclamaba, los músculos trabajaban mediante impulsos que recorrían la médula espinal y los nervios.
Embadurnó el filo de la cimitarra con veneno.
―Muertos los nervios, muerta la momia.
Remató la gracia con un silbido estridente.
Algo enorme se detuvo estruendosamente junto a la entrada de la estancia y Hapatra sonrió con picardía. Mientras se ponía un chal grueso que la protegería de las langostas, se dirigió a la criatura del exterior.
―¡Ya voy, querida Tuia!
Oyó un siseo al otro lado de las enredaderas de la entrada. Hapatra se ató la cimitarra a la espalda y apartó las plantas para salir y arrullar al descomunal basilisco hembra.
Tuia era el doble de alta que Hapatra y tan larga que nunca se había molestado en medirla. Las dos compartían un vínculo mágico y la bestia acarició con el hocico las manos de su dueña. Hapatra le estampó un beso en la mejilla.
―El mundo conocido ha tocado a su fin, vieja amiga ―le susurró, y Tuia apoyó el hocico en el hombro de Hapatra.
La maestra de los venenos se tragó su malestar.
―No es momento de lamentarse, cariño. Tenemos que salvar la ciudad.

Hapatra se sujetó con fuerza al lomo de Tuia mientras el basilisco se abría paso hacia la linde del Bestiario. Ya no había iniciados en los alrededores y la espesura parecía extrañamente vacía.
Hapatra levantó una mano y lanzó un hechizo de llamada. "A mí", proyectó. "Seguidme al exterior y vengad a vuestro maestro asesinado".
Los animales del Bestiario levantaron la cabeza, atentos al reclamo. Comenzaron a aparecer, primero uno y luego muchos, hasta que una manada de antílopes, hipopótamos, rinocerontes y elefantes siguieron al basilisco.
Las lianas y hojas de la jungla rozaron a Hapatra en la cara mientras salían del Bestiario a toda velocidad. Tiró del costado de Tuia para hacerla subir por la escalinata central y cerró los ojos con fuerza justo antes de cruzar la entrada y salir al horror de la luz diurna.
La claridad la golpeó en el rostro al mismo tiempo que la tormenta de gritos y zumbidos. Finalizada su tarea, las langostas se lanzaban a por los primeros cuerpos que encontrasen. Los muertos malditos del desierto habían llegado a la ciudad y algunos horrores de los yermos atacaban a cualquier ser vivo que se cruzara en su camino.
Naktamun, la brillante ciudad de alabastro, estaba ahora mancillada por la plaga y los monstruos.
Hapatra sintió en la piel los impactos de las langostas, incluso a través del grueso chal. Detuvo a Tuia y la fauna del Templo de la Fuerza hizo lo mismo detrás de ellas.
Los soles estaban moteados con nubes de insectos. Kefnet flotaba en las alturas y trataba de reconstruir la Hekma desesperadamente. A lo lejos, vio que el dios langosta seguía encima del obelisco, enviando enjambres y enjambres de insectos contra el indefenso Kefnet.
Hapatra lanzó otro hechizo de llamada. "¡Atacad a los dioses farsantes! ¡Matad a los intrusos!".
Las bestias rugieron con furia y sed de sangre; la propia Tuia mostró los colmillos. Hapatra desenvainó la cimitarra y le ordenó lanzarse a la carga.
Salieron en estampida a través de las calles de Naktamun, arrollando a todas las momias y langostas que pudieron. Hapatra se inclinó hacia los costados de su montura y acuchilló a gran cantidad de muertos con su cimitarra envenenada. Con cada tajo del arma, una nueva momia caía al suelo entre convulsiones y temblores.
"Ojalá estuviera Rhonas aquí para verme", pensó con una sonrisa agridulce.
Los colmillos de Tuia despedazaron a decenas de momias salvajes y Hapatra desmontó de un salto.
―¡Vete y mantén alejados de la ciudad a los muertos malditos! ―gritó a su compañera. Tuia le dio un pequeño lametón cariñoso y se marchó hacia la periferia de Naktamun.
Hapatra levantó la vista, encontró a Kefnet resistiendo en las alturas y corrió hacia él.
El chal impedía que las langostas la mordieran y le arañasen la piel, pero Hapatra se dio cuenta de que no serviría de nada contra las momias que la rodeaban. Aun así, cargó hacia la multitud de muertos. Comenzó a entonar una súplica a Rhonas, pero se dio cuenta del error y maldijo para sí. A pesar de ello, avanzó entre la multitud de enemigos y su hoja danzó con una elegancia mortífera y experta mientras se abría paso a cuchilladas entre los muertos vivientes.
Hapatra sabía que el veneno paralizaría a las momias sin esfuerzo. Corrió hacia otro grupo y se dispuso a hacer la mayor cantidad posible de cortes. Aquella ponzoña era capaz de paralizar tanto a vivos como a muertos. Hapatra no podía deshacer la maldición de los errantes, pero vaya si podía evitar que siguieran errando.
Lanzó tajo tras tajo y dejó un rastro de cadáveres convulsionantes a su paso.
Se abstrajo durante el combate. Mientras blandía la cimitarra a un lado y a otro y las langostas le dificultaban ver y oír, Hapatra se sintió vieja. Había vivido treinta y cuatro años; dos vidas enteras de experiencias. Y Rhonas había estado a su lado desde el principio. Su dios siempre había sido tan amable y leal... ¿Cómo era posible que la hubiese traicionado de esa manera?
No, la culpa no era de los dioses.
Era del que continuaba ausente. Del Dios Faraón que no se encontraba allí.
Él tenía la culpa de todo.
Hapatra gritó de furia y decapitó a la momia más cercana.
Un reflejo metálico captó su atención.
Giró la cabeza y vio a dos niños luchando espalda con espalda contra un grupo de momias pútridas.
Empuñaban lanzas robadas y se gritaban consejos tácticos mutuamente, pero sus movimientos eran torpes, empujados por el terror que los atenazaba.
Hapatra sintió un peso en el corazón. Cargó contra las momias y las despachó rápidamente mientras los dos pequeños seguían gritando y asestando lanzadas.
Cuando acabó con todos los muertos, Hapatra se volvió hacia los jóvenes.
―¿Dónde están vuestros cuidadores?
―¡N-no paran! ―chilló el mayor de los dos.
Hapatra frunció el ceño, confusa. Abrió de una patada la puerta de la casa más cercana y entró.
Descubrió a varios ungidos preparando el almuerzo en la cocina. Había montones de comida apilados por todas partes y los cuencos estaban cubiertos de langostas que devoraban el contenido. Había una peste a insectos y alimentos echados a perder. Una momia ungida se había quedado sin cuencos para echar la comida y simplemente la dejaba caer al suelo, cucharada a cucharada. Un enjambre de langostas consumía los desperdicios, pero las momias no reparaban en ello. Parecía que los ungidos eran incapaces de abandonar sus tareas incluso en medio del caos que se había adueñado de la ciudad.
Hapatra retrocedió y salió rápidamente. Se arrodilló junto a los niños y extrajo un frasco de veneno.
―Dejadme vuestras lanzas ―ordenó.
Los chiquillos entregaron las armas y ella quitó el tapón del recipiente para embadurnar las puntas con veneno.
―Buscad a un grupo de adultos y quedaos con ellos. Herid con esto a todas las momias salvajes que podáis.
Oyó un grito. Se levantó, empuñó la cimitarra y corrió hacia el origen del sonido. Un enjambre de langostas se había abalanzado sobre un joven mientras una mujer trataba de quitarlas a manotazos. Los golpes de ella no se oían en medio del aleteo incesante de los insectos.
Hapatra se dio cuenta de que estaba junto a una fuente en su patio preferido.
La fuente solía traer el agua directamente del río. Ahora estaba manchada de sangre.
Hapatra sintió un tirón en el corazón y Tuia apareció por una esquina de la plaza. Su enorme cuerpo escamado rozaba las paredes y chocaba impunemente contra ellas; el basilisco tenía el hocico salpicado de sangre, vísceras e insectos muertos.
Subió al lomo de su familiar y la apremió a avanzar. Kefnet había aterrizado en lo alto de una torre cercana y estaba encorvado, fatigado.
Hapatra azuzó a Tuia y se abrieron camino fácilmente por las calles de Naktamun.
Ahora había más ciudadanos oponiendo resistencia y algunos habían conseguido que los ungidos hicieran lo mismo. De vez en cuando, Hapatra se cruzaba con algunas fieras del Bestiario, ocupadas en aplastar y hacer pedazos a las momias invasoras. Algunos animales se fijaron en el basilisco y su jinete y se apresuraron a seguirlas.
―¡Visir Hapatra!
Detuvo a Tuia y buscó a la persona que la había llamado.
La hereje Samut estaba un poco más adelante.
―Si vas a decirme "os lo había advertido", ahórratelo ―le espetó Hapatra alzando la voz.
Samut no dijo nada. Simplemente miró al callejón de su izquierda, por donde llegó corriendo el campeón Djeru.
―Estamos buscando a Oketra. Queremos protegerla ―explicó Samut.
―Hemos visto la muerte de Rhonas ―añadió Djeru con pesar―. No podemos permitir que los demás dioses sufran el mismo destino.
Hapatra soltó un suspiro.
―Montad.
Los dos antiguos iniciados subieron ágilmente al lomo de Tuia y Hapatra le pidió que reanudara la marcha.
―Siempre había creído que la Hekma caería durante la Hora de la Promesa para revelar el paraíso ―musitó Hapatra mientras avanzaban.
―Otra mentira del Dios Faraón ―contestó Samut con severidad. Djeru negó con la cabeza y guardó silencio detrás de ella.
―Mi propósito en la vida era servir a Rhonas ―admitió Hapatra mientras acariciaba las escamas frías de su basilisco―. Me niego a creer que nos engañaba intencionadamente.
―No, no lo hacía ―dijo Samut―. Los dioses fueron manipulados por una fuerza más poderosa.
Hapatra caviló sobre aquella posibilidad. Miró hacia atrás y sus ojos se cruzaron con los de Samut.
―¿Esa fuerza puede morir?
―Prefiero no intentar averiguarlo ―respondió ella.
―Para alguien que afirma saber tantas cosas, tu visión es muy limitada ―le reprochó Hapatra.
―Lo más importante es mantener a salvo a nuestra gente y nuestros dioses ―intervino Djeru desde atrás―. Que los intrusos luchen entre ellos.
Como si los hubieran llamado, dos de ellos se cruzaron en su camino. El primero era Gideon, el guerrero de anchas espaldas que Oketra había reclamado como uno de los suyos. La otra era una mujer pálida con un vestido violeta.
―No os detengáis por ellos ―escupió Djeru.
Hapatra volvió la vista atrás para echar un último vistazo a los forasteros. Naktamun era el único lugar habitable del mundo, pero aquellos intrusos no conocían su cultura en absoluto. Apenas dos días antes, los visires habían tenido noticia de que los dioses darían la bienvenida a aquellos invitados. Hapatra los miró con desprecio. Que ellos se encargasen del Dios Faraón. Si todos ellos realmente procedían de otro mundo, se merecían los unos a los otros.
Una racha de aire empujó otra nube de langostas hacia el basilisco. Hapatra hizo un gesto a los dos acompañantes para que se pegaran a su espalda y los cubrió con el chal. Una vez protegidos, volvió la vista hacia la calle principal.
Allí estaban Kefnet y Oketra, el primero flotando en el aire y la otra de pie casi inmóvil, como una estatua, salvo por los leves movimientos de sus orejas. Como sirviente de Rhonas, Hapatra nunca había sentido mucho aprecio por Oketra, pero un gran alivio la embargó al encontrarse ante su presencia, agradecida por la primera calidez que sentía desde la muerte de su dios.
Las dos deidades observaban algo que estaba detrás de Hapatra. Esta detuvo a su basilisco y se giró para ver de qué se trataba, pero desde aquella altura solo veía columnas rotas, fachadas agrietadas e incontables nubes de langostas.
Se volvió hacia los dioses con un ruego en el corazón.
―¡Kefnet, Oketra, la Hekma está perdida! ¡Os pondremos a salvo! ―Hapatra se dio cuenta vagamente de lo ridículo que habría sonado aquello apenas un día antes.
Los dos dioses la ignoraron y continuaron mirando hacia la lejanía. Oketra tenía el arco en la mano, con una flecha de luz blanca preparada.
―¡Oketra, por favor! ―insistió Hapatra, que sufrió un quiebro en la voz al pensar en todo lo que ya habían perdido y todo lo que aún podían perder―. ¡Oketra! ¡Queremos protegeros! ―El hueco que había dejado la muerte de Rhonas en su corazón ya era demasiado grande. No podría soportar que continuara creciendo.
Oketra bajó la vista hacia ella. Sus ojos pálidos emitían un brillo tenue y Hapatra halló consuelo en aquella tranquilidad familiar. La diosa de la solidaridad le mostró una sonrisa diminuta y triste. Hapatra notó que los gritos de terror en los alrededores se atenuaban mientras la diosa miraba su alma fijamente.
No estáis aquí para protegernos, hija de Rhonas ―contestó Oketra con una ligera negación de la cabeza―. Nosotros estamos para protegeros a vosotros.
Hapatra sintió que el corazón se le encogía.
―¡Oketra, no!
Pero con aquellas palabras, la diosa levantó la mirada de nuevo y alzó el arco. Kefnet se elevó en los cielos y Hapatra al fin pudo ver qué había captado la atención de los dioses.
El monstruo era una pesadilla encarnada.
Era más inmenso que cualquier criatura que Hapatra hubiera visto en el desierto a través de la Hekma. Era más alto que cualquier otro dios, Rhonas incluido, lo cual le parecía imposible. Tenía cuerpo de hombre y cabeza de escorpión, pero esta parecía descansar sobre el cuerpo... y era mucho mayor de lo que debería ser cualquier alimaña. Su cola danzaba en círculos detrás de la cabeza, con el aguijón resplandeciente de icor. Incluso las omnipresentes nubes de langostas evitaban acercarse al monstruo o interponerse en su camino. Hapatra oyó un chirrido intenso, pero no sabía distinguir si procedía de sus mandíbulas o su cola.
Kefnet miró a Oketra y Hapatra se sorprendió al notar el miedo reflejado tan claramente en el rostro del dios.
¡Contén tu terror, hermano! ―exclamó Oketra con una determinación que reverberó en el pecho de Hapatra―. ¡Emplea tus dones para el arte de la guerra y enfrentémonos a la bestia!
Kefnet irguió la cabeza. Con una flexión de los hombros, ganó altura y se situó en el flanco del escorpión.
Oketra tensó el arco.
Atrás, asesino de dioses, azote de la vida eterna, y hoy vivirás para contarlo.
La voz de la diosa retumbó en las calles con un timbre de plata pura, pero la manera en que había recalcado "hoy" dejaba claro que tarde o temprano se vengaría del asesino de su hermano. La flecha blanca de su arco refulgió hasta volverse incandescente. El escorpión movió la cabeza para observar a ambos dioses, pero si respondió con palabras, Hapatra no pudo entender ninguna en medio de sus chirridos constantes.
Cuando la criatura se aproximó, Hapatra sintió su presencia y ahogó un grito. El terror invadió su corazón cuando reconoció lo que era el dios escorpión. Su divinidad, aunque maligna y opuesta a la de los otros dioses, era inconfundible.
Las tres deidades permanecieron quietas y se estudiaron mutuamente, como retratadas en uno de los frescos que Hapatra conocía tan bien.
Y entonces se desató el caos.
Kefnet voló por encima del dios escorpión, aproximándose y alejándose mientras lanzaba hechizo tras hechizo. Camufló sus descensos en picado mediante ilusiones de grandes aves y dragones con rasgos de cocodrilo, que desviaban la atención de su oponente lo necesario para atacar en el momento menos esperado y evitar la picadura del aguijón. Oketra disparó flechas sin descanso, pero de algún modo, el dios escorpión conseguía girarse e interceptarlas todas con su grueso caparazón. La energía blanca de Oketra se disipaba contra sus defensas incluso mientras el dios respondía a los asaltos de Kefnet lanzando coletazos al aire.
Kefnet abandonó la táctica de los engaños ilusorios, pues parecía que el dios escorpión nunca daba un paso en falso ni se excedía al atacar. Muchas historias afirmaban que las flechas de Oketra eran capaces de abatir sierpes de arena y demonios gigantescos, y Hapatra se sobrecogió al pensar en el poder que debía de poseer el dios escorpión para encajar aquellos impactos, aunque contara con un grueso caparazón. Urgió a Tuia para mantenerse en las sombras y se sorprendió rezando en voz alta a Oketra y Kefnet, gritando alabanzas con intención de apoyarlos en combate.
Kefnet se elevó para evitar los ataques del dios escorpión, pero este se volvió inmediatamente contra Oketra y corrió hacia ella a una velocidad aterradora. Oketra se vio obligada a retroceder apresuradamente y sus pisadas hicieron temblar el suelo mientras Kefnet descendía de nuevo para distraer y hostigar al asesino.
Por mortíferamente eficientes que fueran los movimientos del dios escorpión, Kefnet y Oketra luchaban con una habilidad casi poética. Se movían en armonía el uno con la otra y sus arremetidas y contraataques dejaban expuesto el costado de su adversario o un punto débil en sus defensas. Aunque el dios escorpión no parecía perder ímpetu, Hapatra sabía que estaba presenciando a dos maestros del combate que habían perfeccionado su técnica cooperativa durante miles de años de batallas.
El dios escorpión lanzó una sucesión de golpes que no alcanzaron a sus objetivos y entonces cambió repentinamente de dirección. Su aguijón debió de haber rozado a Kefnet con aquel gesto inesperado, puesto que una de sus alas se negó a batir a la misma velocidad que la otra y el dios con cabeza de ibis comenzó a renquear en el aire. Kefnet perdió altura y el dios escorpión se lanzó inmediatamente a por él, descargando aguijonazos que estuvieron a punto de alcanzar a Kefnet en la cabeza y el torso. El dios del conocimiento dio bandazos desesperadamente a un lado y a otro, abrumado por la presión.
Oketra permaneció inmóvil en la calle principal, con el arco tenso y apuntando. No podía arriesgarse a alcanzar a Kefnet mientras este luchaba por sobrevivir, ahora interpuesto entre el dios escorpión y ella. En su vaivén errático, las alas de Kefnet le fallaron y el dios escorpión se abalanzó sobre él.
Sin embargo, la arremetida se detuvo abruptamente cuando una flecha de luz blanca estalló contra la cabeza del escorpión. El chirrido constante se interrumpió cuando el dios escorpión se desplomó, decapitado. El impacto de su cuerpo colosal redujo escombros a polvo y levantó del suelo brevemente a Tuia y sus jinetes. Hapatra observó mientras el cuerpo del monstruo se convertía en polvo; la fuerza que lo impulsaba había sido erradicada.
Kefnet estiró el ala y se irguió en el aire, aparentemente ileso. Sonrió con complicidad a su hermana, que se mostró aliviada.
Los tres humanos aclamaron a sus dioses a lomos del basilisco. Alabaron el valor de Oketra y el ingenio de Kefnet.
"Mis dioses son magníficos", pensó Hapatra, maravillada. Samut y Djeru se abrazaron con fuerza y dieron palmadas a Hapatra en la espalda, pero ella se negó a compartir lágrimas de alegría. Más tarde habría tiempo para llantos.
Sin embargo, mientras pensaba cómo lloraría la muerte de Rhonas, el polvo y las partículas que habían formado al dios escorpión empezaron a agitarse.
Los fragmentos se elevaron del suelo y, en cuestión de segundos, reconstituyeron a la misma bestia que habían abatido momentos antes.
El monstruo se alzó íntegro e intacto, como si la batalla que acababa de sacudir las calles nunca hubiera ocurrido. Kefnet se giró hacia su enemigo caído y se topó frente a frente con el dios escorpión. Su vil chirrido fue lo último que oyó antes de que el aguijón le perforase la frente. La herida no fue profunda ni grande, pero el hermoso y brillante Kefnet, el dios del conocimiento, murió antes siquiera de caer a tierra.
Hapatra, Samut y Djeru gritaron de dolor: sus corazones sufrieron de nuevo la pérdida de un dios. Oketra siseó con furia y disparó varias flechas en un acto inútil.
¡Mortales, huid a los mausoleos y poneos a salvo! ―gritó la diosa.
Hapatra enmudeció por un momento. ¿Qué mausoleos? Ignoró la orden y se volvió hacia Samut y Djeru.
―¡Bajad!
Los dos desmontaron de inmediato y Hapatra clavó los tacones en los costados de Tuia para lanzarse a la carga.
El basilisco escupió su veneno, se escabulló entre las piernas del dios escorpión y lanzó dentelladas contra ellas. Hapatra apretó con los muslos e hizo que Tuia girase bruscamente para atacar de nuevo.
La sangre de Kefnet se había derramado sobre las calles y Tuia resbaló cuando intentó arrojarse contra el dios escorpión. Hapatra se sujetó con fuerza a las escamas de su familiar y la instó a seguir adelante. El corazón le dolía por la muerte de Kefnet, pero se guardó la angustia lo más adentro que pudo. Aquel intruso tenía que morir y lo haría a manos de ella.
Oketra se interpuso de un salto entre el basilisco y el dios escorpión.
Hapatra se retorció de dolor. Cuando logró levantar la vista, chilló horrorizada: por encima de su cabeza, el aguijón del dios escorpión se había clavado en el vientre de Oketra.
Hapatra aulló y oyó una voz desconocida que gritaba al mismo tiempo. Gideon contemplaba la escena desde la calle; su rostro era una imagen de pura desolación.
Hapatra y Tuia se quedaron paralizadas de miedo mientras el dios escorpión caminaba por encima de sus cabezas. El monstruo miró hacia el cielo en busca de algo y continuó su camino por las calles de Naktamun, ignorando a los mortales atemorizados a su paso.
La calle principal estaba vacía y dos de los dioses de Hapatra yacían muertos ante ella.
Por primera vez en todo el día, lloró abiertamente.
Lloró por la muerte de su dios. Por la muerte de su panteón. Por los niños obligados a luchar, los ciudadanos devorados por langostas y su querida Tuia, que se estremecía de miedo bajo ella. La desesperación le hizo perder la compostura y la condujo al abrazo de un campeón y una hereje. Djeru y Samut estrecharon a la visir mientras lloraba y ellos también lamentaron las nefastas pérdidas que acababan de sufrir.
Otros ciudadanos, todos ellos supervivientes, salieron de los callejones y escondrijos para ver los cuerpos de los dioses.
Hapatra tomó aire con dificultad en medio de su angustia y vio a Gideon de pie junto a Oketra.
Art by Greg Opalinski
La visir trató de calmarse y asintió a Samut y Djeru, que le soltaron los hombros y le permitieron encaminarse hacia Gideon.
Hapatra lo miró con desprecio. Tenía las mejillas manchadas de kohl corrido y sus labios temblaban con una combinación mortífera de tristeza y furia.
―El causante de este infierno es un intruso como vosotros, ¿cierto?
Gideon tragó saliva con esfuerzo y asintió.
Hapatra le lanzó una mirada fulminante y habló con un tono que rezumaba veneno.
―Matarlo es responsabilidad vuestra. Cumplid vuestra tarea y marchaos de mi ciudad.
La maestra de los venenos le dio la espalda y regresó junto a Samut y Djeru, manchándose las sandalias de icor divino. Miró a ambos con resolución en los ojos.
―Tenemos que encontrar a Bontu y Hazoret y mantenerlas a salvo cueste lo que cueste. Son las únicas que nos quedan.