Kaladesh: En Plena Noche
| lunes, 26 de diciembre de 2016 at 19:34:00
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En un esfuerzo por sofocar un alzamiento renegado, el Consulado
de Ghirapur confiscó por la fuerza todos los dispositivos no autorizados
de los inventores de la ciudad. Acto seguido, el gobierno redujo
drásticamente el suministro de recursos energéticos e impuso un toque de
queda.
Yahenni, etergénito entusiasta de la filantropía y la
socialización, apenas dispone de minutos de vida. En un intento
desesperado por encontrar a alguien que sea testigo de su defunción,
Yahenni se arrastra por las calles desiertas durante el toque de queda,
en busca de la única cosa que todos los etergénitos deberían tener: una
fiesta antes de morir.
I
Encontraré a alguien, aunque eso acabe conmigo.
Las calles están oscuras y soy la única persona que se mueve bajo los soportales de Sueldafirme. La vía pública está vacía; las casetas, cerradas y abandonadas. La única luz que me hace compañía es la que desprende mi propio cuerpo. Nada de inventores (Decreto de emergencia 89-A) ni de éter en las calles (Decreto de emergencia 89-B), pero aquí estoy yo, como un bandar borracho que busca en vano a alguien con quien festejar mientras muero. Llevaba demasiado tiempo sin salir de mi ático y, por culpa del Decreto de emergencia 89-C, seguro que nadie querría acompañarme.
Solo percibo a otro ser en esta calle: un gremlin famélico está tendido bajo un automotor aparcado a mi izquierda. Tiene las pupilas dilatadas por la oscuridad de la noche y el vientre hundido por el hambre. Lleva veinte minutos siguiéndome. Aparto la vista. Tanto él como yo olemos a muerte.
Todos los etergénitos merecen una penúltima fiesta, pero nadie celebra nada hoy en día.
El dorso de mi mano izquierda estalla en una nube de éter que se disipa de inmediato. Es una descarga tranquilizadora que alivia la tensión. El resto de mi cuerpo también anhela liberarse. Sería muy fácil.
Tropiezo con los restos de un servo mensajero, aplastado en el suelo. Parte de mi pie se desprende. Oigo al gremlin acercarse a toda prisa y alimentarse con los trozos de mí que se han enganchado en el chasis del servo. Hay un dicho común entre los etergénitos: los gremlins no cazan, pero aguardan con gusto.
Sigo adelante, cojeando. Me quedan quince minutos.
Me pregunto qué era yo antes de vivir. ¿Pasaba mi eternidad flotando en la Panconexión? ¿Proporcionaba energía a la ciudad? ¿Alimentaba a los gremlins? ¿Qué eternidad mundana me esperará cuando muera?
Una idea me sobrecoge, como un tren que me arrolla en silencio.
Moriré completamente a solas.
El pánico hace que cojee más rápido. Adónde, no tengo ni idea. Si abro mis sentidos (que nunca habían sido tan agudos, curiosamente; ¡ventajas de la necrosis!), puedo percibir a la gente que se esconde en sus viviendas. Todos ellos transmiten un desasosiego agrio. Están separados y recluidos. Lo que antes era el mejor distrito nocturno de la ciudad está ahora repleto de locales entablados, clausurados y cerrados con reja, consecuencia del toque de queda impuesto en toda Ghirapur. Lo único que se oye en las calles es el sonido de mis pisadas al trastabillar en busca de cualquier indicio de una reunión social. El toque de queda no me arrebatará mi derecho de nacimiento. Me he ganado una celebración final y la encontraré aunque muera en el intento.
Vuelvo la vista atrás y observo al gremlin. Me mira con hambre. El pánico empieza a apoderarse de mí.
Va a ocurrir: moriré completamente a solas.
Moriré completamente a solas.
Moriré completamente a solas.
Apoyo mi mano más íntegra en una pared para equilibrarme y echo a cojear más rápido. Mi dermis apenas puede contenerme... Mi integridad pende de volutas de humo y cenizas que se desmoronan. Me detengo y aguzo los sentidos. En la lejanía, puedo oler una lana húmeda con desesperación, una autodeterminación con un regusto mineral, un fuerte olor a tamarindo...
¡Un momento! ¡Conozco ese tamarindo!
Trastabillo en dirección al aroma empático. Está a pocas calles de distancia.
II
Conforme envejecía, poco a poco me volvía más consciente del tiempo exacto que me quedaba de vida. Imagino que es la misma sensación que dice a los seres con órganos y demás partes cuándo necesitan comer, cuándo tienen fiebre o cuándo deben orinar. Cuando tenía cuatro semanas de vida, sabía que me quedaban aproximadamente cuatro años. Cuando cumplí un año, sabía que me quedaban tres años y alrededor de un mes. Hace no mucho, sabía que me quedaban exactamente veintidós días. Ahora sé que me quedan doce minutos. Soy consciente de ello y es aterrador.
El olor a tamarindo es cada vez más intenso. Levanto la cabeza y veo los muros del Museo de la Invención. Desde hace pocas semanas, ha estado cubierto con decenas de pancartas del Consulado, pero ahora veo que una parte considerable de la fachada está expuesta. Han arrancado las pancartas y en su lugar hay... algo. Me acerco más y, bajo la luz de las estrellas, consigo distinguir el brillo tenue de la pintura fresca.
Desde el otro lado de la calle, distingo una silueta humana que está dando los retoques finales al grafiti.
Mi corazón da un vuelco. Conozco a esa persona: ¡es Nived, mi asesor de hostelería favorito!
El bueno de Nived. ¡Una auténtica joya! No le veía desde mi última fiesta, justo antes de la Feria de Inventores. Bufés por todo lo alto, pequeños saraos, comidas privadas... No hay evento que Nived no sepa gestionar. De hecho, le había contratado para mi penúlt...
Un torrente de tristeza recorre mi interior. Por culpa de la situación actual, he tenido que cancelar mi penúltima fiesta. He tenido que cancelar mi penúltima fiesta.
—¡Nived! —grito en un susurro mientras me acerco. Nived se sobresalta y se vuelve hacia mí con los ojos como platos. Tiene la cara pintada y en la muñeca lleva atado un dispositivo chapucero con un cuchillo de cocina. Qué imagen tan encantadora; ¡mi amigo está hecho todo un agitador!
Nived se lleva un índice a los labios. "Shh. Mal momento para gritar", quiere decirme. Resuello y me acerco trastabillando. Siete minutos. Mis piernas ceden mientras me aproximo a Nived y me vengo abajo. Mi voz tiembla. Me cuesta hablar, pero este momento es de suma importancia. Probablemente sea mi último encuentro con alguien y debo reparar mis ofensas mientras pueda.
—¿Yahenni? ¿Eres tú? —pregunta él mientras guarda rápidamente su bote de pintura. Se arrodilla junto a mí en el suelo.
—Lo que queda de mí —bromeo lastimeramente—. Me alegra verte cumpliendo tu deber como ciudadano.
—Tu cuerpo está...
—No me queda mucho tiempo. Nived... Tengo que disculparme contigo, cariño.
—¿Disculparte? ¡¿Disculparte por qué?!
La sensación de angustia se apodera de mí. Me queda muy poco tiempo. Debo elegir las palabras correctas. Apoyo una mano en el hombro de Nived.
—Perdón... por haber... cancelado la fiesta con menos de un día de antelación...
—¿Por eso? ¿En serio?
Mi cuerpo tiembla por la debilidad y la frustración.
—¡Me estoy muriendo! ¡Claro que hablo en serio!
—Esto es ridículo...
—Al contrario: mis políticas de cancelación son sagradas.
De pronto, el espacio que nos separa se llena de un aroma a empatía.
—¡ALTO AHÍ, MALHECHOR! —grita una voz autoritaria desde un extremo de la calle.
¡¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?! Un corpulento ejecutor del Bastión ("los Honorables", ¡y un cuerno!) se aproxima hacia el Museo junto a un autómata armado. Sus ojos están clavados en Nived.
—¡Quedas arrestado por menoscabo del patrimonio público y vandalismo!
—¡NIVED!
Dejo escapar un gemido inesperado. Mi cuerpo (¿el cuerpo de Nived? ¿El mío?) siente un dolor agudo y mi corazón se llena de un terror acre. La ropa chamuscada de Nived echa humo. Mi empatía puede matarme, pienso vagamente en medio del embotamiento producido por el terror de mi amigo (¿el mío?).
Ignorando mis sollozos, el ejecutor del Consulado se acerca al cuerpo de Nived. Percibo al agente y su olor psíquico. Su presencia es como una grieta profunda. Una inesperada conciencia ausente. Esta persona que está junto al cuerpo de mi amigo (el mejor asesor de hostelería de Ghirapur, cabrón) es un pozo vacío que apenas contiene un olor a crueldad y latón. Estoy demasiado débil como para huir y el miedo de Nived nubla mis sentidos.
La peste a latón alimenta mi curiosidad más siniestra. Ojalá pudiera vomitar. Ojalá pudiera expulsar de mí el hedor del corazón de esta persona y escupirlo en el suelo.
Nived hace un ligero movimiento y el ejecutor vuelve a activar el dispositivo.
Una mezcla de terror y placer macabro lo impregna todo y no puedo hacer nada.
Nived intenta moverse.
No hay nadie que pueda ayudarnos. Estamos solos.
El agente usa el dispositivo otra vez. Los intensos rayos de éter alcanzan el cuerpo de mi amigo. Nived se queda completamente inmóvil.
—Déjalo en paz... —protesto con un hilo de voz.
El ejecutor no se inmuta. Está demasiado oscuro como para verle la cara, pero percibo una sonrisa apática. Entonces castiga el cuerpo inconsciente una vez más.
—¡Para! ¡Lo vas a matar!
Me levanto usando todas mis fuerzas e intento embestir al agente, pero tropiezo y caigo al suelo. Mi propia muerte está demasiado cerca (tres minutos). El ejecutor se gira y me mira desde lo alto. Estoy a un palmo de distancia, humeando, desmoronándome, descomponiéndome.
El agente se agacha a mi lado. El éter que me abandona ilumina sus facciones crueles desde abajo, distorsionando el contorno de su sonrisa vacua.
—Tú eres... Yahenni, ¿verdad? He visto un retrato tuyo en la prensa. —Me estremezco—. Estoy buscando a seis simpatizantes de los renegados. Una es la hija de Pia Nalaar.
Mi cabeza da vueltas. He conocido a esa joven... Chandra, creo recordar. Me la presentaron hace pocas semanas. ¿Qué habrán hecho Nissa y ella en tan poco tiempo para que el Consulado las persiga?
El ejecutor se levanta y me mira con desdén.
—Acabaré con esta escoria si no me cuentas lo que sepas. —Y entonces asesta un puntapié al cuerpo inmóvil de Nived.
La rabia brota en mí. El ejecutor descarga otro puntapié.
—¿Por qué te importa este renegado, piltrafilla?
Recurriendo a las últimas fuerzas que conservo, me levanto. Mi pierna tiembla al sostenerse sobre el pie que me queda y mi mano derecha arde con furia. Miro al agente del Consulado a los ojos y susurro con mi último aliento.
—Es mi asesor.
El ejecutor grita y la euforia que siento se mezcla con una sacudida de dolor sin límites.
No consigo reprimir el grito que surge de mí, acompañando al aullido del ejecutor. Siento lo mismo que él. Está muriendo y noto que yo también muero. Duele. Soy miserable. Soy homicida y víctima.
A través de los gritos del ejecutor, revivo la crueldad con la que él disfrutaba hace apenas unos instantes.
Tengo que poner fin a esto si quiero sobrevivir.
Después de siete segundos eternos, abro la mano y el agente del Consulado se desploma. Su cuerpo sin vida yace junto al de Nived, este inconsciente.
Todo mi ser hormiguea. Un nudo de ansiedad postraumática crece en mí. ¡¿Por qué me ha dolido así?! ¡¿Por qué he sentido todo lo que esta horrible persona sentía al morir?! Cuando drené esencia por primera vez, solo sentí el placer de la vida. ¿Por qué ha sido distinto esta vez?
La respuesta cae como un plomo en mi mente: la primera vez que drené esencia, no era la de una persona. Hoy he matado a una persona.
He... cometido un asesinato.
El pensamiento parece distante, eclipsado por mi sensación física. Mi cuerpo está extrañamente... saciado. Agradablemente pleno. Tengo dos manos. Dos pies. Vuelvo a erguirme completamente. Las fisuras han desaparecido y mi dermis parece un poco más compacta. La sensación de urgencia se ha aliviado. Me he... atiborrado, creo. Compruebo cuánto tiempo me queda.
Doce días enteros.
Vaya.
He convertido un par de minutos en doce días a costa de una vida. He hecho lo necesario para sobrevivir. He matado para salvarme. ¿Verdad?
Un ruido me devuelve al presente. Al aguzar los sentidos, percibo un grupo de gente que se dirige deprisa hacia nosotros: los compañeros del ejecutor deben de habernos oído. Recojo a Nived y lo escondo bien, detrás de una caseta vacía. Ocultándome tras el mostrador, mi mente da tumbos de un pensamiento a otro.
¿Y si no tengo por qué morir? ¿Y si esta fuera la solución que necesitaba desesperadamente? Tengo que asimilarlo. Tengo que tranquilizarme, no angustiarme y aceptar que, si voy a matar para sobrevivir, debería matar a gente mala.
Pero... si esa es la norma por la que elijo guiarme, entonces yo también merezco morir.
Dejo escapar un gimoteo que solo yo puedo oír.
No puedo permitirme ser débil. No ahora, cuando he encontrado una forma de librarme de la inevitabilidad de la muerte. Me he hartado de esperar a que ese espantoso tren me lleve consigo.
¡Tengo doce días! ¡Puedo lograr muchas cosas en doce días!
Pero si quiero hacer algo con ellos, necesito encontrar compañeros junto a los que luchar con orgullo. Si les ayudo y mato a los malos, eso enmendará mis crímenes a los ojos de mis semejantes, ¿verdad?
La mentira me reconforta. Lo he decidido. Encontraré a los renegados. Encontraré a la hija de una criminal. Encontraré a la elfa de los ojos interminables.
Solo hay una persona que conozca mejor que yo los escondites de esta ciudad.
Gonti.
Después de arrastrar al todavía inconsciente Nived hasta mi ático, necesito una hora entera de evitar patrullas, escabullirme por callejones y descender por escaleras para llegar a la residencia privada de Gonti, infame líder criminal de Ghirapur. Los etergénitos somos petulantes por necesidad, pero la vanidad de Gonti no entiende de precios.
Gracias a mi modesta fama (si alguna vez quieres ser popular, enriquécete, dona la mayoría de tu dinero a gente con historias tristes y luego haz correr la voz), consigo que me permitan entrar en el escondrijo sin causar mucho revuelo. La residencia es básicamente un palacio disimulado por fuera como un almacén. Los guardias de la puerta asienten cuando solicito hablar con Gonti y me muestran el camino.
Mientras caminamos, no puedo evitar admirar la opulencia de este sitio. Normalmente la tacharía de chabacana, pero, la verdad, este nivel de ostentación y derroche es digno de respeto. La residencia de Gonti es una maravilla de riqueza robada, filigrana deslumbrante y decoración desfalcada. Recorro un amplio recibidor, al final del cual hay una mesa de juntas, y entre ella y yo se extiende una inmensa habitación con alfombras afelpadas y sofás de lujo. Acostados en los sofás, veo una mezcolanza de renegados en ciernes y veteranos del sindicato criminal, quienes sorben de sus copas e intercambian secretos mientras me siguen con la vista. Un autómata ofrece alimentos y atiende a los invitados continuamente. Si alguna vez tuviera que refugiarme en algún sitio durante un toque de queda, sería aquí.
Los guardias me guían por el vestíbulo y dejamos atrás a los grupos de bribones y maleantes, hasta que cruzamos unas puertas relucientes. La habitación que encuentro al otro lado está pintada como un paraíso pastoril repleto de árboles frondosos y riachuelos serpenteantes, mientras que un mural de la Panconexión desciende desde el techo. Las paredes cuentan con rediles que albergan un pequeño zoo de constructos animales. Un zorro mecánico y un ciervo de filigrana brincan jovialmente sobre las alfombras. Puaj... Detesto el diseño de interiores extravagante. Por mucho que algunos se empeñen, es totalmente imposible enmascarar el mal gusto. Cuando atravesamos las siguientes puertas, me fijo en un acróbata deslumbrante que ensaya figuras mientras cuelga del techo; al cruzar las próximas, accedemos a una botica interminable con muestras de attar etéreo de primerísima calidad. Los siguientes pasillos están llenos de vitrinas y vitrinas con dispositivos resplandecientes, que no presentan la menor señal de haberse fabricado en serie. Todos ocultos, todos robados, todos a salvo de las manos codiciosas del Consulado.
Al final de este suntuoso laberinto hay una puerta de cristal empañado. Los guardas se hacen a un lado y me indican que entre. Cuando lo hago, una nube de vapor me envuelve y me doy cuenta de que estoy ante un gran estanque de agua caliente; un baño que huele a attar etéreo de jazmín. Las paredes son de cobre batido y mi reflejo se proyecta infinita y vagamente en el brillo que desprendemos tanto yo como el etergénito que se baña en el agua, ante mí.
Gonti tiene medio cuerpo sumergido y una máscara dorada cubre su rostro. En el centro de su pecho veo un curioso bulto metálico.
Mi mente cavila mientras Gonti desprende una ráfaga de sorpresa y se levanta de golpe. Bañarse no es inaudito entre etergénitos... pero un baño de vapor con éter robado sí que lo es. Me pregunto qué se siente después de un largo día de trabajo al relajarse en una bañera llena de la misma sustancia que te compone. Debe de ser como el maravilloso, aunque temporal estímulo que da una dosis de attar etéreo... pero en todo el cuerpo. No me extraña que Gonti luche por conservar su riqueza. Deben de hacer falta muchos fondos del sindicato para pagar este hábito.
Durante mi reflexión interna, Gonti se tapa con una bata negra de aspecto exquisitamente suave.
Imagino que las conversaciones entre etergénitos en plenas facultades deben de parecer rápidas para los estándares orgánicos. Nuestro entendimiento empático propicia que los debates se centren en por qué siente algo la otra persona, más que en cómo se siente. Tampoco perdemos el tiempo y nuestro lenguaje no es terriblemente poético. La poesía es para quienes necesitan explicar lo que no pueden transmitir.
Gonti se ajusta la bata y ladea la cabeza.
—Hueles a remordimientos. Qué pestazo.
Maldita sea. Creía haberlo disimulado bien. Pondré las cartas sobre la mesa, supongo.
—El Consulado me ha llevado al límite, cariño, y este es el resultado.
Gonti me conduce hacia una versión más privada de la estancia con alfombras y sofás que he visto al entrar. Leo el aura de Gonti mientras estudia mi propio estado emocional. Está valorando mi aire de curiosidad y sopesando si merece la pena indagar en él. En un instante, percibo que Gonti se inclina a favor de la indiferencia.
—Si buscas protección, no puedo ofrecerla —dice—. Ya tengo suficientes trivialidades y nimiedades que carcomen mi tiempo.
—Lo que busco es algo que también te ayudaría a ti —respondo proyectando sinceridad.
Gonti siente intriga por mi reacción. Cruza la estancia en dirección a un gran sofá, situado frente a una hermosa estatua. La obra de arte, colocada en un soporte, parece hecha con el mismísimo cielo. No quiero ni imaginarme lo valiosa que puede ser. Gonti se sienta con elegancia, delante de la admirable estatua.
El aroma superficial de Gonti es de impaciencia y una leve irritación, pero debajo de él yace un olor fundamental a desesperación. Ansiedad agria, rematada con un deje de temor.
Su tren también debe de estar en camino. Me pregunto cómo funciona ese corazón brillante y nuevo.
Decido proyectar una cortesía tentativa. Un olor fuerte a cilantro travieso.
—¿Quieres rebelarte? —se interesa Gonti.
—Quiero encontrar a las humanas Chandra y Pia Nalaar.
Algunos etergénitos tienen un don para el engaño. Percibo que Gonti llena su aura con una neblina de ambigüedad yerbosa para impedir que lea sus emociones superficiales. No confía en mí. Respondo con una brisa de camaradería y violetas.
—Nos ayudaremos mutuamente si colaboramos con ellas. Además...
Me inclino hacia Gonti y bajo la voz lo justo como para que los guardias del exterior no me oigan.
—Si me dices dónde se esconden, guardaré el secreto de tu corazón artificial. No querrás que el Consulado lo confisque, ¿verdad?
La ambigüedad yerbosa se evapora, reemplazada por un olor alarmado a pimienta ácida y una nota de enfado con los ineptos de sus guardias.
Proyecto una confianza abrumadora con un trasfondo de envidia. Gonti responde con un asentimiento y un orgullo con olor a dhal.
La envidia que demuestro puede delatar mi secreto. Percibo que Gonti está valorando cuánta dermis tengo ahora mismo, en comparación con la última vez que me vio en la prensa. Entonces deja escapar un estallido de sorpresa: se ha dado cuenta de lo que puedo hacer.
—Drenar esencia es muy inusual —me dice sin rodeos—. Solo he tenido a mi servicio a dos etergénitos capaces de hacerlo. ¿Cómo has descubierto esa habilidad?
—Por mi cuenta. No todos tenemos tanta suerte como para encargar que nos construyan un corazón.
Me da igual si descubre que miento. Tenía cuatro semanas. Una amiga había traído a su hiena a mi fiesta. Acaricié al animal y... ocurrió sin más. Fue un accidente. De verdad. Depala lo entendió y me perdonó.
—Deja de mortificarte, Yahenni. ¿Qué se siente al hacerlo?
La pregunta me paraliza. Después del incidente con el ejecutor, ahora sé que el caso de la mascota de Depala fue una excepción. Matar a una persona es muy distinto. Por un lado, experimento su muerte. Pero por otro, es como presentar a alguien prometedor a la persona que cambiará su vida. Como ver a mis amigos bailando durante horas a la luz de las estrellas. Como cerrar un trato justo con mis socios comerciales. Como el júbilo con aroma a rosas y el resplandor agradecido de un joven investigador que recibe de mí la subvención que necesitaba. Como el relámpago que alcanza a dos futuros amantes cuando sus miradas se cruzan a través de una fiesta concurrida.
Siento todo eso... y también un sufrimiento inigualable. La conmoción de mi propio nacimiento. El grito de Depala cuando maté accidentalmente a su querida mascota. La zozobra de mi empresa cuando pierde en una noche más dinero del que muchas otras gestionarán en toda su trayectoria. La depresión de mi vecino cuando percibía su ánimo empáticamente a través de la pared que compartían nuestros hogares. El dolor de ser joven y no comprender por qué Farhal, Vedi, Dhriti, Najm y toda mi familia etergénita moría miembro a miembro...
Mis dos segundos de introspección se ven interrumpidos por unas palabras de burla.
—No me extraña que apestes a culpabilidad —critica Gonti.
—Mi vida privada no es asunto tuyo.
Recibo una bofetada de divertimento. Miel y anacardos; qué peculiar cree que soy.
—Si te apetece volver a matar, podrías ser útil para la ciudad. Con las restricciones horarias y la reducción del suministro de éter, mis empleados tienen graves dificultades para hacer su trabajo. Buscamos alternativas, por supuesto, pero es innegable que el toque de queda y la incautación de bienes han sido una maldición para nuestra ciudad. Ghirapur necesita que los renegados muevan ficha colectivamente. Te diré el paradero de Nalaar y tú le advertirás que voy a enviar al Consulado hacia su escondrijo.
—¡¿Cómo?! —me sobresalto con incredulidad.
Obtengo por respuesta un olor dominante y ofendido, a madera de agar.
—Hay que espolear a los renegados para que se pongan en acción. Darles una advertencia para obligarlos a actuar contra el Consulado. Si ellos atacan primero, menos de los míos tendrán que morir.
Retrocedo con conformidad silenciosa. No puedes convertirte en señor del crimen si no sabes aprovecharte de los demás.
—Encontrarás a la joven Nalaar y sus socios en un refugio oculto en el Jardín Estatuario. Diles que no están a salvo. Asústalos para que se pongan en marcha. Ahora eres un monstruo, así que asustar a la gente debería ser instintivo para ti. Intenta no drenarlos, Yahenni.
Nuestra conversación ha durado un total de dos minutos.
Al día siguiente, me encamino con decisión al Jardín Estatuario para encontrar el escondrijo de las Nalaar. Moverse de día es más fácil que escabullirse de noche, pero la presencia del Consulado sigue siendo opresiva. Nadie se entretiene en las calles y el ritmo de vida es aún más acelerado que antes. El trayecto desde mi ático hasta el Estatuario es raudo y silencioso. Si Chandra y Nissa (y compañía) han hecho lo suficiente como para enojar así al Consulado, tiene que merecer la pena ayudarlas. Pasaré el resto de mis días siendo de utilidad.
El Jardín Estatuario es un extenso arboreto cercano a la estación de Aradara. Dos docenas de enormes y elegantes estatuas de metal curvado surcan los bordes del camino. Todas ellas representan a los inventores más célebres de Ghirapur. La tradición de inmortalizar a los inventores comenzó con los propios Aradara, el dúo formado por madre e hijo que perfeccionó la locomotora de éter. Contar con una estatua en este lugar es el máximo honor al que puede aspirar un inventor. Los Aradara crearon el tren poco después del Gran Auge del Éter y junto a ellos se encuentran las estatuas de quienes descubrieron el proceso de refinado del éter. Una curiosa emoción me embarga al observar el sol filtrándose entre las nubes e iluminando los rostros de la gente que, sin darse cuenta, propició el nacimiento de mi especie.
Qué extraño; con la proximidad de mi fecha de expiración, mis sentidos se han vuelto diez veces más agudos. Sentir el flujo y reflujo de emociones me resulta como caminar por un museo. Las obras de arte están expuestas y son fácilmente visibles desde lejos. Utilizo mis sentidos para tratar de localizar el refugio de mis amigas. En lo alto de la colosal estatua de una inventora vedalken, percibo un centelleo de ansiedad e incertidumbre. Deben de ser ellas.
Me acerco despreocupadamente al pie de la estatua y empiezo a subir por una escalera en la parte de atrás. La estructura es descomunal. Me pregunto por qué nunca construí algo así de alto mientras me utilizaban.
Oigo un ruido metálico. Me detengo en seco. Un autómata de seguridad modificado patrulla el jardín, rumbo a la estación. Ese montón de chatarra sin emociones ha hecho que se me ponga el éter de punta. Confío en que la máquina no me haya visto y continúo subiendo.
Durante el ascenso, hago una comprobación interna. Me quedan once días. ¿Cuánto tiempo consigo con cada vida que arrebato? ¿Es seguro si solo lo hago con el Consulado? ¿Tendré tiempo para hacer el bien suficiente una vez que todo esto termine?
Un dolor atroz me golpea de súbito. El impacto está a punto de hacer que mis manos suelten la escalera, pero estoy muy cerca de la trampilla superior. Oigo una voz justo encima de mí:
—Algo está subiendo, algo que no tiene cerebro.
Vaya grosería. La voz procede de alguien que huele a lluvia repiqueteando sobre la piedra y a incontables preguntas sin respuesta.
—Nunca había leído nada como este ser... Creo que vosotras dos le conocéis. —La voz es masculina y está en el compartimento justo encima de mí, hablando con alguien que tampoco puedo ver. El dolor de origen desconocido impide que siga escalando.
—¡Abre la trampilla, pedazo de miedica! —urge una voz femenina. Huele a... ¿caléndulas?
—Sea quien sea, le envía un señor del crimen —desconfía la persona que huele a petricor.
—Deberíamos dejarle pasar y escuchar lo que venga a decirnos. —Reconozco ese olor. ¡Flor de naranjo! ¡Es ella!
—¡Nissa, soy Yahenni! —grito en medio de la angustia que me provoca la persona de petricor.
Oigo una breve discusión. El dolor de mi cuerpo cesa y el hombre con olor a lluvia refunfuña.
—Ábrele tú.
—¡Yahenni! —saluda Chandra al levantar la trampilla y ayudarme a subir. El espacio en la cima de la estatua es inesperadamente grande. Veo cinco catres juntos en un rincón, más una montaña de cojines que forman una especie de cama nido improvisada. Al lado hay una caja con equipo diverso, entre el que sobresale un bastón de madera.
Un desconocido con una capa de estilo aún menos reconocible me vigila mientras subo; su mente zumba con curiosidad. Concluyo que tiene buen gusto para el vestir, pero es un entrometido.
—Hola, Chandra; hola, Nissa —saludo.
La elfa sonríe. Es tan inquietantemente hermosa como recuerdo. Chandra me ayuda a ponerme en pie y me da un abrazo.
—Hola, Yahenni. Gracias por habernos recibido en tu fiesta.
—El placer fue mío. Me han dicho que has encontrado a tu madre.
—Sí, conseguimos liberarla. Justo ahora está reunida con otros renegados.
—Es horrible que se enfrentara a ese tal Tezzeret —comento—. Qué tipejo tan espantoso.
—Es un gilipuertas —escupe Chandra.
—Por mí no te cortes con los insultos, cariño; no me chivaré a tu madre. —El comentario le hace gracia y me dedica una sonrisa.
Detrás de ella veo a otros dos humanos: una mujer vestida de violeta oscuro (¿eso del cuello es piel de animal? Qué salvajada. ¿Quién haría algo así?) que descansa en una silla con actitud tranquila, pero molesta, y un hombre fornido y con unas patillas desmesuradas que vigila el exterior a través de una abertura en la pared.
—Os presento a Yahenni. Es de fiar —dice Chandra al grupo. Saludo bajando ligeramente la cabeza, con orgullo—. Yahenni, este es Jace, la otra dama es Liliana y el grandullón de ahí detrás es Gideon.
—Curiosos amigos tenéis —bromeo.
—Pues si nosotros te parecemos curiosos, ya verás cuando conozcas al gatito.
—¿Al... gatito?
—Ha ido con la señora Pashiri en busca de comida —dice Nissa sin más explicaciones.
—Entiendo.
No lo entiendo.
—Pero vamos al grano —continúo—. Tenéis que iros de aquí. El Consulado está en camino y os capturará si no os marcháis.
La energía de la estancia se llena de una sensación de alerta. Los cuatro humanos y la elfa intercambian miradas rápidamente. Están alerta, sí, pero no huelen a miedo, solo a preparación.
—Si van a venir, debemos prepararnos para luchar —afirma Nissa.
—Primero hay que decidir si nos interesa luchar —objeta el hombre llamado Jace.
—Tezzeret podría venir en persona —añade con seriedad la mujer del vestido oscuro, Liliana.
—No será una batalla que podáis ganar —intervengo.
El olor del grupo se divide al instante: un comino decidido, un gruñido interno de irritación, un cadáver tenso aunque confiado (¿pero qué...?).
—¿Por qué te ha enviado un señor del crimen? —pregunta Jace. ¿Cómo lo sabe?
—Gonti es la única persona que conoce mejor que yo los escondrijos de la ciudad, así que le pedí ayuda para encontraros. Quiero unirme a la causa renegada y sabía que podría hacerlo si daba con vosotros.
La tensión del grupo no desaparece. Habrá que convencerlos de otra forma.
—Mi ático es seguro. Tengo medidas de seguridad suficientes para que paséis inadvertidos. Os llevaré allí y entonces podréis discutir si luchar o no. Ni Gonti ni el Consulado sabrán que vendréis conmigo.
—Podemos confiar en Yahenni —asegura Nissa.
El grupo intercambia unas breves miradas. Gideon asiente y el resto empieza a recoger sus cosas. La mujer del vestido oscuro se levanta y me mira de arriba abajo.
—¿Tu ático tiene más de cinco dormitorios? —Huele a tierra húmeda y a un ego digno de admiración.
—Cariño, me negaría a dormir en una casa con menos de siete —respondo. Liliana asiente con agradecimiento y tiende una mano.
—Encantada de conocerte, Yahenni.
—Y yo de ayudar, cariño —digo al darle la mano.
Proyecto mi percepción hacia los alrededores de la estatua.
—Iré primero —propongo a los demás—. Seguidme.
Abro la trampilla y comienzo a bajar por la escalera. Los demás continúan preparándose para partir.
El viento agita mi capa. Durante el malestar de ayer (previo al drenaje), la elegí como parte de mi atuendo fúnebre. Percibo la vida recién robada recorriendo mi ser, y mi humor capta mi sentimiento. Me reconforto con un placer agridulce; a pesar de todo, puedo seguir poniéndome esta capa.
El descenso es largo. El Jardín Estatuario está en silencio. Los pájaros que normalmente anidan aquí se han marchado y las multitudes han desaparecido.
Es escalofriante estar a la sombra de estos inventores. Mientras bajo por la escalera, veo a lo lejos el contorno de la estatua de mi congénere Rajul, quien estuvo a la vanguardia de la tecnología médica para seres inorgánicos. Rajul sigue siendo mi inspiración. Siempre me ha reconfortado ver su estatua junto a las figuras más prominentes de la época. Agradezco que nuestra especie no haya sido apartada del resto de la ciudad que nos ha alumbrado. La imponente estatua de Rajul es una aserción rotunda de nuestra pertenencia aquí. Rajul estuvo a la altura de todos los demás inventores aquí presentes... y lo hizo cuando solo tenía dos años.
Estoy a pocos metros del suelo y percibo que los otros debaten y empiezan a descender, pero mis otros sentidos se centran en un rumor repentino y distante. Aferro la escalera con fuerza y giro la cabeza en dirección al ruido.
Mi nostalgia se transforma en miedo.
El rugido de un motor se aproxima rápidamente. Un aplastador del Consulado dobla la esquina de los jardines y vira hacia nuestra estatua. Me pongo en tensión. El vehículo se sale del camino principal y acelera atravesando la hierba. ¡No puede ser! ¡El toque de queda es más tarde! ¡Tendríamos que estar a salvo!
A menos que Gonti haya dado ya el soplo a los agentes. Si lo ha hecho, estamos en un grave aprieto. La velocidad y el rumbo del aplastador me dejan bien claro que Gonti no ha esperado ni un momento. El vehículo viene directo hacia la escalera.
No podré darle esquinazo si salto a tierra.
Si volvemos arriba, nos arrinconarán en la estatua.
No tengo tiempo para sopesar alternativas morales.
El aplastador está cada vez más cerca y no frena ni un ápice. ¡¿Pretende embestirnos?!
Me giro hacia fuera y me sujeto a un escalón con la mano izquierda (¿se puede saber qué hago?).
Esto es una mala idea (la peor que nunca he tenido; en mi vida he hecho nada remotamente atlético).
Formo una garra con mi mano derecha y noto una sensación ya familiar en la palma (voy a sentir cómo muere, voy a sentir cómo muere, ¡pero no me queda otro remedio!).
Y entonces salto.
Y aterrizo en el capó del vehículo.
Muchos segundos se éxtasis.
Su dolor es mío, mi júbilo es mío y me siento como si me ahogara.
Tengo que hacer un gran esfuerzo, pero esta vez no irrumpo en un grito.
El vehículo se desvía cuando el piloto del Consulado cae muerto sobre el volante.
Salto por el lateral del aplastador y ruedo por el suelo.
Finalmente, oigo un sonoro estruendo cuando el vehículo se estrella contra otra estatua.
Me tomo un momento. ¿Sigo con vida? Sigo con vida. Sigo con vida y he matado a dos personas en menos de un día. ¿Qué va a pensar la gente de...?
Vaya.
Ahora me quedan veintidós días de vida.
Asombroso. Abominable. Ya no tengo claro quién soy.
—¡Yahenni! ¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Estás bien?! —grita una voz de caléndulas. Los otros deben de estar llegando abajo. Me doy la vuelta y veo a tres humanos y una elfa que corren hacia mí, atónitos y preocupados, mientras que la mujer del vestido violeta, asombrosamente, está bajando por la escalera en tacones y sin perder ni una pizca de elegancia.
El vehículo ha volcado al chocar contra la base de una estatua cercana. El agente que he matado está colgando por un lateral, inerte. Mis manos empiezan a temblar y, en un rincón de mi mente, me doy cuenta de que los demás no se horrorizan lo más mínimo por lo que ha ocurrido. Esto no es nada para ellos. Han visto cosas peores.
Quiero gritar.
Quiero llorar.
Quiero irme a casa.
—Tranquila, estoy bien. —Mi voz tiembla al responder.
Los demás se calman y vuelven a centrarse enseguida.
Chandra asiente, da media vuelta y empieza a alejarse con decisión.
Nissa la observa, se gira hacia mí y se acerca para ayudarme a levantar.
—Creo que Chandra no sabe el camino —dice volviéndose hacia ella—. Se ha puesto a andar sin más.
Me incorporo y me enderezo. Sacudo mi capa.
—Gideon, ¿puedes llamarla, por favor? —pide Nissa con su dulzura habitual.
—¡CHANDRA, NO ES POR AHÍ! —grita Gideon haciendo bocina con las manos.
A lo lejos, la pelirroja se detiene y vuelve hacia nosotros. Nissa cierra los ojos por un segundo y luego señala en sentido contrario al que había elegido Chandra.
—La casa de Yahenni está por ahí. Dile a Jace que informe a Ajani, Pia y la señora Pashiri de nuestro nuevo paradero —pide la elfa despreocupadamente. Gideon asiente y se marcha a hablar con los demás.
Me quedo a solas con Nissa, que me observa con gran preocupación.
—¿Te has hecho daño?
—Físicamente, no.
Pero ¿y emocionalmente? Siento que el daño es irreparable. Nissa me mira con ternura y empatía... pero bajo su inquietud hay un pequeño rescoldo de sorpresa. Siento que lo apaga de un pisotón, subconscientemente. Desde su propia perspectiva, ¿no esperaba que yo sintiera remordimientos por matar a alguien?
Su frente se arruga con una preocupación cobriza y sincera.
—Dime qué puedo hacer para ayudarte.
Quiero encogerme de hombros, pero, en vez de eso, guardo un silencio de angustia. Ese rescoldo que he sentido se ha apagado, extinguido por la empatía de Nissa. La elfa se acerca a mí y baja los hombros, en un gesto de compasión.
—Yahenni, has sufrido suficiente.
Entonces cierra los ojos.
Oigo una melodía distante, desentonada. Una corriente de energía surge delicadamente desde algún lugar por debajo de mí (¿es obra de Nissa?) y fluye hacia un punto cercano a mi hombro. Siento un flujo reconfortante de la energía de mi propia ciudad, que me tranquiliza y me calma. No sana mi herida, pero ayuda. Me recuerda que formo parte de un todo muy superior.
—He matado a dos personas, Nissa. No he tenido elección; iban a matarme si yo no actuaba primero. No... —Mi voz se quiebra—. No quiero volver a drenar la esencia de nadie. Cuando lo hago, percibo... todo.
La energía cálida que fluye desde la elfa hacia mi hombro es conmovedora. Reprimo un sollozo.
—Debes de pensar que soy horrible —digo más para mí que para ella—. ¿Cómo puedes aceptar refugiarte en casa de alguien que ha asesinado?
—Porque aprecio tu amistad —responde con delicadeza. Es sutil, pero su ánimo picotea las palabras cual ave con una semilla. Examina. Toca, valora, llega a una decisión.
Un misericordioso aroma a flor de naranjo llena el espacio que nos separa. Me detengo a interpretar el significado, a sentir lo que Nissa trata de expresar.
Ella... también ha cometido errores.
Observo a los cuatro humanos que se acercan. Son buena gente. Puede que ellos también tengan remordimientos.
La energía cálida continúa acariciando mi hombro. Su bondad hace que un pensamiento florezca en mi mente, y lo comprendo con claridad. Estas personas son como yo.
Sin duda, volveré a verme en la obligación de matar, al igual que ellos se verán obligados a hacer daño debido a sus responsabilidades. Pero esta gente, estos renegados... en el fondo, ayudan más de lo que perjudican. Nuestro sufrimiento es inevitable, pero, al igual que estos desconocidos, poseo un poder tremendo para hacer más bien que mal en el mundo. Y si actúo según ese principio, ¿no me sentiré increíble a cambio?
Pienso en mi futura muerte.
Me quedan veintidós días de vida.
Puedo lograr muchas cosas en veintidós días. Qué vida tan maravillosamente larga tengo por delante.
La presencia de Nissa es una enramada de flores de naranjo.
—Gracias, Nissa.
—De nada, Yahenni.
Me vuelvo hacia los otros y hago un gesto para que se acerquen, mientras el dulce arroyo de energía regresa a la tierra sobre la que camino.
—Seguidme, os llevaré a mi hogar.
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