Crónicas de Zendikar: Recuerdos de Sangre
| viernes, 11 de diciembre de 2015 at 21:11:00
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Zendikar
Cuando Kalitas y los Ghet amenazaron con convertir a todos los
vampiros de Malakir en esclavos de los Eldrazi, Drana contraatacó,
recuperó el control de Malakir y expulsó de la ciudad a Kalitas y sus
traidores. Sin embargo, la victoria de Drana fue breve y tanto ella como
su gente tuvieron que abandonar la ciudad ante las crecientes hordas
eldrazi.
Sus números han incrementado gracias a miles de mortales que no
tienen más opción que unirse a ellos o perecer bajo el avance de los
Eldrazi. Drana y sus súbditos son el último bastión de civilización que
queda en Guul Draz, pero se ven obligados a vagar por el devastado
continente, en busca de esperanza o ayuda en un mundo que cada vez tiene
menos de ambas.
En el cielo del color de los árboles muertos, una bandada de
pájaros se desplomó en pleno vuelo. Ninguna fuerza les había afectado ni
ninguna flecha o hechizo los había fulminado. Tan solo murieron y sus
cuerpos dejaron de volar. Drana pensó que, sencillamente, se habían
rendido. Quizá fuese una decisión razonable.
Alrededor de ella, las enormes plataformas crujían y se combaban bajo
el peso de miles de refugiados, tanto vampiros como mortales. Cientos
de nulos tiraban de cada plataforma, arrastrándose y farfullando
mientras seguían adelante, sin detenerse jamás. Ya no se dirigían a
ningún lugar concreto. Tan solo se alejaban. Se alejaban de los Eldrazi y de la muerte implacable. Pero cada día había menos lugares hacia los que alejarse. En Guul Draz, las tierras alejadas estaban desapareciendo conforme la presencia eldrazi aumentaba.
Drana ascendió por el aire e inspeccionó la situación actual. Sabía
que eso no le ofrecería esperanza, pero lo hizo igualmente. Observó las
seis plataformas gigantescas, los pequeños grupos dispersos de
exploradores y batidores vampiros y los escasos mortales que seguían en
condiciones de luchar. Quince mil vidas, a lo sumo, y tal vez solo una
quinta parte de ellas tuviese más valía en combate que por la deliciosa
sangre que corría por sus venas. Cuando liberaron Malakir de los
vampiros traidores que habían sucumbido a la llamada de los Eldrazi,
cuando aún creían que podían ganar aquella guerra, sus filas eran el
triple de numerosas y la inmensa mayoría de sus integrantes eran hábiles
guerreros vampiro.
Drana ascendió más para ver la gran hueste eldrazi que los seguía.
Quería pensar que había miles de ellos, pero no le agradaba engañarse a
sí misma. Eran muchos más que miles; sus filas eran tan numerosas que no
era capaz de encontrar un calificativo para ellas. Y allí, en medio de
la hueste, se encontraba el enorme progenitor eldrazi, que destacaba por
encima de las colinas cercanas y se erigía como claro soberano de sus
dominios. El progenitor no era tan colosal e imponente como el propio
Ulamog, pero era inmenso y lo bastante poderoso como para aniquilar el
continente de Guul Draz. Sus múltiples extremidades describían una
órbita constante en lo alto del cielo. Muchos guerreros vampiro habían
sucumbido ante aquellos brazos desgarradores durante los asaltos aéreos
iniciales, hasta que resultó evidente que esos ataques resultaban
inútiles.
La hueste eldrazi era inmensa, inexorable y mortífera... pero al menos era lenta.
En ocasiones, las plataformas les habían sacado kilómetros de ventaja y
habían perdido de vista a los perseguidores. Sin embargo, había huestes
menores que se aproximaban desde los flancos y, al desviarse para
evitarlas, las fuerzas de Drana habían permitido que la hueste principal
volviera a acercarse. En aquel momento se encontraba a solo unos
kilómetros y los vampiros estaban quedándose sin espacio para maniobrar.
Pronto llegarían a la costa y su única esperanza sería volver sobre sus
pasos y... "sobrevivir otro día", se recordó Drana. Aquel era el nuevo
objetivo. El único objetivo. "Sobrevivir otro día".
Un propósito que se volvía más difícil cada día que pasaba.
Los Eldrazi estaban en todas partes y la tierra que Drana conocía
desde hacía miles de años se desintegraba al paso de aquellos seres. Ni
la roca ni la madera ni la vida resistían la calcificación que resultaba
de la invasión eldrazi. Drana imaginó la tierra como un cadáver y pensó
en cómo estaban drenando su esencia y su sangre para alimentar el
hambre insaciable de un depredador despiadado. "Nos hicieron como una
sombra de nuestros creadores", pensó, y no por primera vez. "No imitamos
su imagen, sino su comportamiento". La verdad, dolorosa y fundamental,
era que los Eldrazi eran mejores vampiros que los vampiros.
Se giró para observar la costa, su destino actual. Allí, al otro lado
del estrecho, se veía Tazeem. Algunos vampiros creían que allí
encontrarían refugio, pero la mayoría, incluida Drana, pensaba que no
había motivos por los que aquel lugar fuese a ser diferente de este.
Si los vampiros, la raza más poderosa de Zendikar, no podían derrotar a
los Eldrazi, ¿qué posibilidad tenían los seres inferiores? Aun así,
algunos vampiros abandonaban al grupo todos los días con la absurda
esperanza de encontrar refugio en alguna parte.
Entonces, Drana vislumbró una mancha en el horizonte; luego fueron
cinco, diez, muchas más. Procedían de Tazeem y muchos otros exploradores
vampiro levantaron el vuelo para observarlas. Un supervisor se elevó
para unirse a Drana. Las manchas cobraron nitidez. Había aproximadamente
un centenar de ellas―. Son velacometas. Kor.
―¿Acogida o muerte? ―Kan había sido uno de sus supervisores
personales desde hacía milenios. Sabía cómo pensaba Drana y ella
apreciaba su eficiencia lacónica. A pesar de ello, parecía agotado. Ella
también lo estaba. Había existido durante miles de años y, aunque no
podía recordar más que una fracción de aquella vida, pensó que jamás se
había sentido tan agotada. "Una nueva experiencia". Drana mostró una
sonrisa tensa. "Debería agradecerla".
―Acogida. Vienen a unirse a nosotros en el fin del mundo. Los admitiremos.
El líder de la delegación kor era alto y delgado, pero tenía músculos
firmes. Era un guerrero, al igual que los demás. Drana podía oler su
sangre, la exquisita sangre de una persona sana. Llevaba algunos días
sin alimentarse; además, su sustento había sido la sangre de los
moribundos y los débiles. Aquellos kor desprendían un olor hermoso. Les
mostró una amplia sonrisa y reconoció el mérito del líder kor por no
retroceder ni llevar una mano a su espada. La sangre de los valientes
era la más sabrosa.
Añadió la lástima de no poder probarla a su lista de arrepentimientos
acumulados desde el levantamiento de los Eldrazi. Una lista que ya era
bastante larga. El líder kor se llamaba Enkindi y su grupo venía de
Portal Marino. Un humano llamado Gideon los había enviado a Guul Draz
para que buscasen supervivientes y les ofreciesen incorporarse a su
ejército. Drana había oído rumores sobre el tal Gideon entre los últimos
refugiados que se habían unido a su campamento. Al parecer, se trataba
de un poderoso mago guerrero, pero cuando Drana preguntaba si había
derrotado a los Eldrazi de Tazeem, siempre obtenía la misma respuesta:
"No, pero sobrevive". No veía nada especial en él. Era lo mismo que
estaban haciendo ellos: sobrevivir hasta que les llegase la hora. "Que
no llegue hoy". Aunque podría suceder al día siguiente.
En cualquier caso, si Gideon podía permitirse enviar un centenar de
hombres a buscar aliados en otros continentes, le iba mejor que a su
ejército. En el fondo, no importaba. Pero que aquellos kor pudiesen
volar tal vez sí lo hiciese.
Las plataformas gigantes se habían detenido. Los supervisores vampiro
caminaban entre los nulos encadenados a los pértigos y vertían grandes
cubos con carne en descomposición. Los nulos eran los más fáciles de
alimentar; el resto del campamento, no tanto. Los mortales bajaron
temblorosos de las plataformas y recibieron comida en un estado
ligeramente mejor que el de la carne para los nulos. A aquellas alturas,
ya no había peleas ni revueltas por la comida. Los mortales estaban
demasiado exhaustos como para luchar, aunque no tanto como para quedarse
en las plataformas. Todos trataban de evitarlas, si les era posible.
Habían aprendido qué sucedería.
Mientras los vampiros recorrían las plataformas y obtenían el escaso
sustento que podían de los muertos y los moribundos, Drana condujo a los
kor entre los miles de refugiados. Aún había algunos mortales que
tenían fuerzas y compasión: magos, sanadores y guerreros capaces de
socorrer a los diversos grupos de refugiados. Sin embargo, todos sabían
que eran los vampiros quienes los mantenían con vida. Los cazadores y
los exploradores buscaban comida constantemente en un amplio radio y
traían todo lo que pudiese servir como alimento. No obstante, cada vez
quedaba menos sustento en Guul Draz. Ahora, los exploradores regresaban
con las manos casi vacías, aunque lo más habitual era que no llegasen a
regresar.
―Estáis muriendo. ―La voz de Enkindi era áspera y entrecortada.
Sin embargo, carecía de reproche: solo estaba enunciando los hechos. A
pesar de ello, la voz de Drana adoptó un tono de crispación―. Viviremos
otro día. ―Al observar los rostros mugrientos que los rodeaban,
aquellos semblantes que carecían de esperanza y energía, supo que
acababa de forzar el significado de "vivir".
―Sí, otro día, pero ¿con qué fin? ¿Cómo acabará esto? Gideon cree que
podemos oponer resistencia. Si luchamos todos juntos, conseguiremos...
―¿Morir juntos?
―Ganar. Podemos ganar. Muchos de vosotros seguís siendo fuertes y
sabemos de qué sois capaces en combate. Os ofrezco uniros a nosotros.
―¿Y qué haremos con ellos? ―Drana miró a los diversos grupos de
mortales que se acurrucaban unos con otros y se limitaban a mirar al
suelo hasta que les ordenasen volver a las plataformas. Nadie erguía la
cabeza. Ningún mortal quería llamar la atención de un vampiro. Drana lo
entendía. Alimentarse solo de los moribundos era el mejor de los límites
que podía imponer a su gente, pero los mortales lo veían como algo
horrible y no sentían aprecio por ello.
―No... No lo sé ―titubeó Enkindi―. Pero morirán de todos modos si no
derrotamos a los Eldrazi. ―Drana condujo a los kor hacia un numeroso
grupo de personas pequeñas que estaban al margen de las plataformas.
Había un centenar de ellas, probablemente más. Allí, y solo allí, había
indicios de un comportamiento que no buscaba únicamente sobrevivir.
Muchas de las personas pequeñas estaban quietas y acurrucadas, pero
otras corrían, jugaban y chillaban.
Aquel era el único lugar en el que Drana había apostado bastantes
guardias, los mejores y de mayor confianza, para que rodeasen al grupo y
estuviesen atentos a cualquier peligro. Los Eldrazi no eran la única
amenaza. Aunque los vampiros no habían atacado a los mortales sanos que
les acompañaban, al menos después de que los primeros transgresores lo
pagasen caro, había decidido apostar guardias de todos modos.
―Niños... Son... ―Enkindi había titubeado antes, pero esta vez se le quebró la voz. "Perfecto".
―No, no son niños. Son guerreros, como tú. ―La voz de Drana sonó
suave y melosa, como cuando estaba a punto de clavar sus colmillos en
una presa. Si no podía disfrutar de la sangre, al menos se deleitaría
con la caza―. Melindra, ven ―dijo sin levantar la voz, pero se hizo oír.
Una de las niñas más pequeñas dejó de corretear y se acercó a Drana y
Enkindi. Tenía el pelo muy corto y desigual, como si ella misma u otro
de los niños se lo hubiese cortado con un cuchillo. Su cara presentaba
los mismos pómulos angulosos y la piel pálida de Enkindi; era una kor,
pero ahí terminaba el parecido. Tenía el rostro sucio y vestía prendas
desgastadas y andrajosas. Drana pidió un pequeño trozo de carne y se lo
dio a Melindra, que lo engulló y sonrió. Su sonrisa era bonita.
―¿Sois niños, Melindra? ―Drana siguió usando su tono melodioso.
―No, somos soldados. Somos una brigada, como dijiste. Somos la
Brigada de los Huérfanos. Dijiste que nos pusiésemos un nombre.
―Mientras hablaba, Melindra sacó una daga de una funda primitiva, hecha
con cuerda deshilada y cuero. En cambio, el arma estaba bien afilada y
aceitada―. Dijiste que podíamos elegirlo. Somos la Brigada de los Huérfanos.
―Eso dije, Melindra, y eso habéis hecho. La Brigada de los
Huérfanos... ―Le acarició la cabeza y Melindra levantó la vista y sonrió
otra vez.
―¡Son niños! Niños kor... ―Enkindi miró a la niña y luego a Drana; tenía los ojos llenos de lágrimas y furia.
―Y humanos, tritones y elfos. Todos los mortales son mortales.
Convertirse en padre o madre no parece proporcionar protección contra la
muerte.
―¿De verdad los envías a luchar? ¿Cómo puedes ser tan vil? Son...
―Chiquillos, sí. ―Continuó acariciando los cabellos desiguales de
Melindra―. Ser niño no te protege mejor contra la muerte. Esto es una
guerra. Por mi propia experiencia, las guerras suelen ser muy mortíferas
para los niños. Puede que ese sea el propósito de la guerra: matar
niños.
Enkindi apretó los puños, que temblaron ligeramente. Su mirada se
endureció y las lágrimas dejaron de brotar. Drana tenía que proceder con
mucha cautela. Aún no le convenía provocarlo tanto.
―El problema de esta guerra, Enkindi, es que todos somos niños ante los Eldrazi.
Los hombros del kor se hundieron y dejó de apretar los puños. Miró a
Drana a los ojos, aunque con la mirada claramente perdida. ¿Cómo se
puede salvar lo insalvable?
―No los dejaré a merced de los Eldrazi ―continuó Drana―. A ninguno de
ellos. Me has pedido que crucemos el estrecho y me ponga de parte de
ese tal Gideon, que mate Eldrazi allí en vez de aquí. Que salve a los
niños de allí, pero no a estos. Yo tengo otra propuesta. Os acompañaré y
lucharé junto a Gideon en Portal Marino si tus guerreros y tú lucháis
junto a mí primero. Ayudadme a matar a los Eldrazi que nos siguen para
devorarnos. Ayudadme a ganar mi lucha y yo os ayudaré a ganar la
vuestra.
Tendió una mano a Enkindi, como hacen los mortales, y consiguió
resistir el impulso de atraerlo y morderle el cuello cuando se la
estrechó. El detalle final fue que Melindra envainó su daga e imitó el
gesto; Drana sintió un poco más de aprecio por la niña.
La líder de los vampiros ordenó a sus tenientes que comenzasen los
preparativos y acordó encontrarse con Enkindi en el cielo. Tenían una
batalla que planear.
El sol consiguió asomar a primera hora de la tarde, con una luz tenue y pálida. Los Eldrazi parecían absorber la energía de todo,
incluso de la propia luz. Los planes de batalla se trazaron enseguida.
Una de las pocas ventajas de enfrentarse a un enemigo inmensurable,
irracional e inexorable era que las estrategias resultaban sencillas. A
cada día y cada hora que pasaba, el ejército de Drana se debilitaba. Lo
mejor era atacar ya. Había surgido un murmullo entre las masas. Después
de tantos días huyendo y muriendo, había llegado el momento de poner fin
a la situación. Fuese cual fuese el desenlace, la realidad del día
siguiente no sería el miedo que experimentaban en aquel momento.
Drana no era dada a la introspección, aunque le resultaba difícil
evitar pensar que aquel podía ser su último día en el mundo. Había
vivido durante muchos milenios, pero ya en los primeros siglos de su
existencia se había percatado de que tenía una decisión que tomar. Podía
esforzarse por recordar su pasado y convertir todos y cada uno de sus
días en un ejercicio memorístico para mantener vivos cientos de años de
recuerdos. La alternativa era... dejarse llevar. Aquella había sido su
elección.
Para los longevos, los recuerdos eran como una delicada montaña de
guijarros. Un guijarro se apilaba encima de otro y de otro. Podía
encontrar aproximadamente los guijarros más grandes, pero después de
tantos años, los cimientos de la montaña, los recuerdos más antiguos,
habían quedado sepultados. Quería evocar sus primeros días; sabía que
resultaría esencial para que los vampiros sobreviviesen a la guerra.
Aquel día, encontraría esos recuerdos o moriría. Le agradó pensar que
pronto hallaría una sensación de claridad, llegara en la forma en la que
llegase.
Sus oportunidades de encontrar la claridad se aproximaban desde tres
direcciones. La hueste principal, formada en torno al enorme progenitor,
se acercaba por el este. Dos huestes menores convergían desde el norte y
el sur. Había dispuesto al grueso de su ejército para enfrentarse a la
hueste principal. La mayoría de aquel contingente estaba formada por
vampiros y mortales de los que podía fiarse. Los mortales demasiado
reticentes a seguir sus órdenes se quedaron a cargo de defender a los
débiles. No se molestó en decirles qué hacer en caso de que sus tropas
fracasasen: lo descubrirían en el breve tiempo de vida que les quedaría.
Los mejores supervisores de Drana organizaron a los pocos cientos de
guerreros voladores que les quedaban. Aquellas tropas serían la clave,
junto con Enkindi y su centenar de kor. Drana no apartaba la vista del
progenitor eldrazi. Era tanto la principal amenaza como la principal
oportunidad de ganar aquella batalla. Podían matar a todos los Eldrazi
que quisieran, pero si no lograban acabar con el progenitor, no
conseguirían nada. Y sin tropas en el cielo, jamás lograrían matarlo.
Los Eldrazi estaban cerca. Eran miles, decenas de miles, incluso más.
Tenían todo tipo de formas y tamaños y corrían, reptaban, serpenteaban o
sorbían en dirección al ejército que los aguardaba en el
confín de Guul Draz. Algunos incluso volaban; sus cuerpos deformes y
grotescos eran una afrenta para los dominios de Drana. En ocasiones
surgían ondas entre sus filas y los cuerpos eldrazi estallaban o eran
devorados por la tierra. Aquello era obra de Zendikar, que trataba de
acabar con los invasores utilizando la Turbulencia para librar su
guerra.
Sin embargo, las armas de los Eldrazi eran más temibles. Allí donde
tocasen vida, la vida moría. Allí donde tocasen materia, la materia se
desintegraba. Allí donde tocasen el mundo, el mundo cedía. Eran el fin de todas las cosas. E iban a echárseles encima.
Mortales y vampiros salieron con ferocidad al encuentro de la
embestida inicial. Usaron hechizos, armas y colmillos contra aquellos
nodos inconscientes de hambre encarnada en formas gelatinosas y con
tentáculos. Todo el miedo y la desesperación de las últimas semanas se
habían convertido en furia y fuerza. Si esos iban a ser los últimos
instantes de sus vidas, los convertirían en momentos épicos; momentos
merecedores de millares de años de relatos y canciones para recordarlos.
Los Eldrazi no veían ninguna diferencia. Los Eldrazi solo seguían avanzando.
Un zángano lanzó un tentáculo espinoso contra Drana, pero ella lo
cercenó de un mordisco, lo atrapó con la mano y lo usó para decapitar de
un golpe a otro Eldrazi que tenía detrás. El Eldrazi sin cabeza no
entendió que había muerto y se arrojó sobre un mortal boquiabierto, al
que apresó y destripó con facilidad. Otros dos mortales huyeron
despavoridos para no morir en las garras del monstruo. Drana partió en
dos a un Eldrazi con su espada y atravesó a otro de un puñetazo.
Mientras luchaba, rugía y mostraba una expresión salvaje, de maníaca.
Pero ningún Eldrazi huyó de miedo. Gran parte del ímpetu de batalla se
conseguía atemorizando e intimidando al enemigo; cuando la mente
sucumbía, el cuerpo caía con ella. Sin embargo, aquellos métodos eran
inútiles contra los Eldrazi. La única táctica viable era matar.
Los engendros atravesaron la vanguardia y se abrieron paso hacia el
núcleo del ejército. Detrás de ellos venían más monstruos, oleada tras
oleada, siempre avanzando. Eran demasiados. Matar no sería suficiente.
Drana tenía que buscar otro camino hacia la victoria.
Ascendió hacia el cielo, donde Enkindi y sus tropas caían en picado
sobre los Eldrazi voladores y los hacían trizas con sus afilados ganchos
y espadas. Drana admiraba la eficiencia y la efectividad de los
guerreros velacometa. Estaba claro que tenían mucha práctica matando
Eldrazi. Drana esperaba que fuesen lo bastante competentes.
―¡Kan! ―llamó a su supervisor, al que había ordenado quedarse junto a
las fuerzas de Enkindi―. Moviliza a la Brigada de los Huérfanos.
¡Mándalos contra el progenitor! ―Kan descendió sin mediar palabra.
Enkindi también estaba lo bastante cerca como para oírla. Viró su
velacometa y trazó un amplio arco para encararse con Drana. Tenía el
rostro retorcido de ira e incredulidad. Sin apartar la mirada de ella,
atravesó con su espada a un Eldrazi que se abalanzó sobre él y el
monstruo se precipitó hacia el suelo derramando gotas de sangre
gelatinosa.
―¡Eres un monstruo! ¡Esos niños van a morir! ―Estaba deseando hacerla
pedazos, pero ninguna mano justiciera descendió del cielo para cumplir
su voluntad. Drana la habría aceptado gustosamente, si también fuese
capaz de matar a los Eldrazi.
―Todos vamos a morir. Es mejor hacerlo intentando vencer. Hay que
matar a ese progenitor; si no, no tendremos ninguna posibilidad. Los
niños serán el cebo necesario para atraerlo a donde necesitamos que esté
―dijo con calma, tranquila. Aquello era verdad. Las mentiras más
fáciles de decir eran las que decían la verdad.
A quince metros por debajo de ellos, el grupo de niños avanzó hacia
el frente, rodeado por los guardias vampiro. Nunca habían entrado en
combate intencionadamente, pero conocían la batalla, como todos los
supervivientes. Los Eldrazi no distinguían entre combatientes
intencionados o no.
Enkindi oscilaba en el aire, girando a un lado y a otro. La mayoría
de los kor se habían reunido cerca de su líder y compartían su
desprecio, su temor y su odio. Enkindi miró al progenitor eldrazi, de
treinta metros de altura y con extremidades que surgían de extremidades
que surgían de extremidades... Era una fortaleza inexpugnable con forma
de Eldrazi. Drana imaginó lo que estaba sopesando Enkindi. Seguro que
sabía cuáles eran sus posibilidades contra aquel ser. Todos las
conocían.
El odio y la desesperación se reflejaban en el rostro del kor cuando
tomó su decisión. Drana admiró el odio que sentía por ella. Enkindi
merecía un final mejor, pero su voz sonó por encima del viento―. Te
deseo una muerte larga y dolorosa, una muerte que no te brinde paz ni
redención. ―Viró hacia su grupo―. ¡Todos conmigo! ¡Debemos abatir al
progenitor! ―Se desplegaron en abanico y sus cometas ganaron altura para
enfrentarse al gran Eldrazi.
Drana fue tras ellos sin acercarse demasiado y se preparó. No había
sentido esperanza hasta que divisó las velacometas aquella misma mañana.
Le ofrecían una posibilidad, una esperanza que había perdido semanas
atrás, después de la primera gran batalla contra los Eldrazi en las
afueras de Malakir. Sus vampiros no sentían miedo y eran fuertes,
incansables y feroces en combate... Pero ni siquiera miles de vampiros
harían lo que un centenar de kor estaban dispuestos a hacer:
sacrificarse por el bien de otros.
Enkindi lideró la carga contra la cabeza del progenitor eldrazi.
Drana entendía el plan: ir directos a por la cabeza y el cuello del
monstruo, o al menos a por los apéndices que parecían más vulnerables a
las armas y los cortes. Aunque Enkindi y los suyos eran rápidos, el
Eldrazi lo era aún más. Un gran tentáculo salió disparado de su cabeza y
apresó a Enkindi; entonces, un tentáculo menor que surgía del principal
le envolvió la cabeza y la estrujó. El cadáver decapitado de Enkindi se
precipitó hacia el suelo, todavía unido a la velacometa destrozada. Los
kor estaban siendo masacrados por los numerosos apéndices del Eldrazi,
que los abatían y los fulminaban en pleno vuelo.
Drana agarró a uno de ellos en plena caída, antes de que se
estrellase. Seguía vivo, aunque estaba inconsciente y moribundo. Le
clavó los colmillos en el cuello y el kor abrió los ojos de repente,
pero luego los cerró. Era uno de los sabores más exquisitos que había
disfrutado jamás, apto para su última comida. Lo drenó completamente y
dejó caer su marchito cascarón de piel. Necesitaba toda la energía
posible para lo que pensaba hacer. Utilizó hasta la última de sus
reservas y lanzó un hechizo mientras volaba cada vez más rápido hacia el
progenitor. Solo unos pocos kor seguían volando; el resto había muerto o
era presa del horrendo ser. Incluso al luchar contra todos aquellos
kor, el gigantesco Eldrazi podía moverse a una velocidad frenética. Sin
embargo, Drana fue más rápida.
Voló directa hacia el abdomen del monstruo y atravesó piel, gelatina y
músculo hasta llegar al mismísimo corazón de la criatura. Entonces, el
mundo de Drana estalló.
El hechizo que había lanzado le permitía ver más: podía
distinguir energía y patrones que normalmente eran invisibles, incluso
para alguien como ella. La energía era extraña, sobrenatural, mancillada
con un desagradable tono magenta, pero estaba en todas partes. Soy la cazadora. Soy la depredadora. Todo es una presa. Todo es mío. Estaba
muy sedienta. Dio una feroz dentellada al corazón magenta de aquel
monstruoso Eldrazi y bebió. Bebió hasta saciarse. Y la claridad
floreció.
En el comienzo, en el comienzo de todo, existía el hambre. Era lo
único que existía: aquella hambre, aquel anhelo, aquella necesidad.
Nuestro propósito era consumir. Necesitábamos piernas y ojos para hallar
a nuestras presas. Brazos y dientes para atrapar a nuestras presas.
Mentes y fuerza para vencer a nuestras presas. Consumíamos y usábamos la
energía conseguida para consumir más.
El objetivo estaba claro. No se expresaba con palabras. Las palabras
llegaron después; era una mediocre traducción de la verdad convertida en
raciocinio y luego en palabras, esas imperfectas mensajeras de la
necesidad. El objetivo estaba claro en su interior. Consumirás. Purificarás todo. Los restos de lo quebrado deben ser consumidos y purificados.
No sabía qué significaba quebrado ni qué era lo que los Eldrazi consideraban entero, de modo que pudiesen comparar y saber qué estaba quebrado. Tal vez, para aquellas monstruosidades, todo lo que era real, todo lo que era el mundo, estaba quebrado.
Bebió más y más. La energía del gran Eldrazi fluyó hacia su interior e
impregnó todos los poros hambrientos de su carne en tensión. El
progenitor tenía un gran agujero en su pecho, por donde ella había
penetrado, pero seguía vivo, seguía matando y seguía avanzando contra su
gente. Necesitaba más.
Mi consciencia, el sentido del ego independiente del
hambre, tardó años en formarse. Quizá cientos de años, pero ¿cómo podría
saberlo? La comprensión de mi consciencia iba y venía, como rachas de
entendimiento que me separaban de mi hambre, de mi maestro. Ya no era
una extensión de aquello, de la fuerza hambrienta llamada Ulamog. Yo era
yo. Drana.
Sin embargo, antes de la separación, había existido un...
desasosiego. Un desasosiego que formaba parte de ella porque no existía
un ella, solo la totalidad de Ulamog en sus diversas formas. Un
desasosiego en el que solo después, en aquellos albores entre ser
Eldrazi y ser Drana, hasta que lo olvidó completamente, había
comprendido un atisbo de una faceta de un sueño.
Se suponía que ellos no debían estar aquí. Se suponía que debían estar lejos. De algún modo, existía un lugar alejado de Zendikar. Había muchos lejos de Zendikar y los Eldrazi lo sabían; por lo que ellos sabían, les correspondía estar allí y no aquí.
Pero estaban aquí y su propósito era consumir, por lo que eso hacían.
Durante una fracción de segundo, Drana recordó aquel albor, el
confuso momento en el que despertó su ego, y también lo fuerte que había
sido su propósito en aquel instante, hacía miles de años. Aquel
propósito la abrumó como una ola gigantesca que rompiese sobre ella y la
devorase por completo.
Consumirás. Purificarás todo.
Ya no estaba recordando. Estaba convirtiéndose. La
sobrenatural energía magenta que había bebido del progenitor eldrazi
corría por sus venas y ya no obedecía su voluntad. Drana no la estaba
devorando. Estaba siendo devorada.
Consumirás. Purificarás todo.
De su espalda y sus hombros surgieron varios tentáculos, materia viva
creada espontáneamente a imagen de sus maestros, sus creadores. Nos hicieron como una sombra de nuestros creadores.
Consumirás. Purificarás todo.
La extraña criatura que se encontraba junto al corazón del progenitor
eldrazi, una silueta deforme a punto de transformarse
irremediablemente, gritó. Era un grito carente de paz y redención. Un
grito que anunciaba el fin de un mundo.
En alguna parte, la sombra de un pensamiento más breve que un
instante que una vez se hizo llamar Drana se aferró a un guijarro de
memoria. Y el guijarro dijo: no serviré a nadie.
El guijarro poseía un brillo negro y orgulloso, un brillo con gravedad que atrajo a otros guijarros.
Consumirás. Purificarás todo.
Un estallido de energía golpeó los guijarros, derrumbándolos y dispersándolos.
No serviré a nadie. Los guijarros volvieron a unirse y
adoptaron una forma. Aquella forma emergió de la guerra entre las luces
magenta y negra. La voz resonaba a través de ella.
No serviré a nadie.
Consum...
¡No serviré a nadie! ¡Seré libre! Drana se reformó a sí misma en el interior de la matriz eldrazi.
Lo absorbió todo, todas las partículas de la energía eldrazi que la
rodeaba. La desintegró, la consumió y se empapó de ella. La carne vacía
del entorno explotó sin dejar nada, solo a Drana flotando en el aire y
observando la masacre que estaba teniendo lugar bajo ella. Su ejército
estaba siendo derrotado y la victoria de los Eldrazi era casi total,
incluso con la pérdida del progenitor.
Esto es lo que se siente al ser un dios. La energía impregnaba hasta la última fibra de su ser. Podía masacrar ejércitos, incluso destruir el sol. Con este poder, soy capaz de lograr cualquier cosa. Su
vista era diez veces más aguda de lo normal. Podía distinguir todos los
rostros y los detalles en tierra firme. Vio a la Brigada de los
Huérfanos, a los niños que estaban siendo atacados por los Eldrazi;
algunos luchaban, otros huían y otros morían.
Debería abandonarlos a todos. No le serían de ayuda. Podía ir directa
a por Ulamog, enfrentarse a él y destruirlo. O podía encontrar aquellos
lugares lejos de Zendikar. ¿Por qué conformarse con dominar un
mundo, cuando había incontables mundos que conquistar? La energía de su
interior se agitó y se retorció. Sus venas se abrieron: albergaban
demasiado poder para cualquier forma física.
Su gente estaba siendo aniquilada. ¿Debería salvarla? ¿Qué importaban
aquellos mortales e incluso sus vampiros, cuando había mundos y dioses
aguardando?
No pertenezco a nadie.
Vio a Melindra cargando contra un engendro eldrazi y apuñalándolo en
la cabeza mientras aullaba. El engendro chirrió y tembló, pero aun así
tensó un tentáculo en respuesta y Drana vio que pretendía arrancar de un
latigazo la cabeza de su agresora.
No pertenezco a nadie. Melindra no se percató de la represalia del Eldrazi ni vio venir el tentáculo que pretendía acabar con su vida.
No pertenezco a nadie... Pero ellos me pertenecen.
Drana gritó y liberó la energía que acumulaba en su cuerpo,
convirtiéndose en un brillante sol magenta en pleno día. Los rayos de
luz púrpura bañaron a su gente, tanto vampiros como mortales; sus
heridas sanaron y se volvieron más fuertes, rápidos e invulnerables.
El tentáculo del Eldrazi golpeó a Melindra y se hizo añicos. La niña
se echó a reír y arrancó la cabeza del engendro. Luego se abalanzó sobre
el siguiente. La batalla había cambiado en cuestión de segundos y lo
que quedaba del ejército de Drana comenzó a masacrar a las fuerzas
eldrazi.
La energía seguía manando de Drana. Ya había perdido más de la mitad
del poder eldrazi e incluso así le daba la impresión de que no tenía
igual en aquel mundo. Pero su gente necesitaba más fuerza y ella se la
proporcionó. Las heridas se cerraron, las náuseas desaparecieron y las
fuerzas regresaron.
La energía se estaba agotando y los rayos se convirtieron en ondas;
cada impulso era más lento y débil que el anterior. Con cada impulso,
Drana descendía hacia el suelo. No quería hacerlo, pero el agotamiento
se impuso a su habilidad para volar. Ya no había más Eldrazi a la vista.
Todos ellos habían caído ante su ejército fortalecido. Los patrones
blanquecinos del suelo estaban cada vez más cerca. Son hermosos. Pero también horribles. Entonces se estrelló y halló la oscuridad.
―Podemos reconquistar Guul Draz. ―Kan jamás había mostrado
entusiasmo desde hacía milenios, pero lo hizo en ese momento. El
entusiasmo era la sensación predominante entre los dos mil
supervivientes que quedaban. Estaban sanos y recuperados gracias a una
combinación de la magia de Drana y la primera victoria que habían
logrado desde hacía semanas. Drana no quería arruinar su euforia, pero
sabía que habían triunfado debido a circunstancias que no se repetirían.
Jamás volvería a arriesgarse a luchar contra un Eldrazi de aquella
forma. Esa vez había logrado conservar su identidad, su propio ego. La
próxima, el resultado podrían ser muy distinto.
―¿Ha sobrevivido algún kor? ―Kan respondió negando con la cabeza.
Enkindi y el resto de su grupo habían cumplido su propósito hasta el
final. Drana no tenía necesidad de honrar su sacrificio ni lamentaba
haberlos manipulado. Así era como se trataba con las presas. Pero aun
así...
»Haced los preparativos para viajar a Tazeem. Nos dirigiremos a
Portal Marino. ―Kan enarcó una ceja por un instante, pero enseguida se
giró y comenzó a ladrar órdenes. Muchos otros supervisores hicieron lo
mismo. No hubo opiniones en contra. Cualquier deseo de reconquistar Guul
Draz desapareció bajo la obediencia incondicional a Drana. Ella los
había salvado en su mayor momento de necesidad.
Drana caminó entre su gente y todos los vampiros y mortales se
inclinaron a su paso. Aun así, levantaron la cabeza y buscaron su
mirada; sus rostros reflejaban su gratitud y su lealtad. Drana los miró y
siguió caminando hasta encontrar a quien buscaba.
Melindra estaba con los demás niños que habían sobrevivido y
preparaba su daga con una piedra de afilar. Aunque seguía vistiendo
harapos, ya no se parecía en nada a la niña desamparada de antes. Estaba
fuerte y sana; era una auténtica guerrera.
Melindra levantó la vista y Drana vio que su rostro seguía sin
reflejar malicia. Viese lo que viese en su líder, la niña sonrió y luego
volvió a concentrarse en la daga y la piedra de afilar.
Drana había tomado una decisión antes de perder el conocimiento tras
la batalla. Había destruido al progenitor eldrazi y absorbido su energía
para recuperar sus recuerdos más antiguos. Y también había encontrado
lo que buscaba. Los Eldrazi no eran de aquí. Puede que ni siquiera quisiesen estar en Zendikar, si es que querían algo. Sin embargo, lo más importante era que había un allí al que los Eldrazi podían regresar.
Imaginó lo que encontraría al llegar a Portal Marino. Quería conocer a
aquel mago guerrero llamado Gideon, un hombre extraño que llevaba una
armadura extraña y de quien nadie había oído hablar hasta entonces.
Quizá él también procediese de allí.
Tenían un lugar al que dirigirse. Podemos enviarlos allí. O nosotros mismos podemos ir allí.
Drana acarició la cabeza de la niña y sonrió.
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