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Crónicas de Zendikar: Recuerdos de Sangre

Cuando Kalitas y los Ghet amenazaron con convertir a todos los vampiros de Malakir en esclavos de los Eldrazi, Drana contraatacó, recuperó el control de Malakir y expulsó de la ciudad a Kalitas y sus traidores. Sin embargo, la victoria de Drana fue breve y tanto ella como su gente tuvieron que abandonar la ciudad ante las crecientes hordas eldrazi.
Sus números han incrementado gracias a miles de mortales que no tienen más opción que unirse a ellos o perecer bajo el avance de los Eldrazi. Drana y sus súbditos son el último bastión de civilización que queda en Guul Draz, pero se ven obligados a vagar por el devastado continente, en busca de esperanza o ayuda en un mundo que cada vez tiene menos de ambas.

En el cielo del color de los árboles muertos, una bandada de pájaros se desplomó en pleno vuelo. Ninguna fuerza les había afectado ni ninguna flecha o hechizo los había fulminado. Tan solo murieron y sus cuerpos dejaron de volar. Drana pensó que, sencillamente, se habían rendido. Quizá fuese una decisión razonable.
Alrededor de ella, las enormes plataformas crujían y se combaban bajo el peso de miles de refugiados, tanto vampiros como mortales. Cientos de nulos tiraban de cada plataforma, arrastrándose y farfullando mientras seguían adelante, sin detenerse jamás. Ya no se dirigían a ningún lugar concreto. Tan solo se alejaban. Se alejaban de los Eldrazi y de la muerte implacable. Pero cada día había menos lugares hacia los que alejarse. En Guul Draz, las tierras alejadas estaban desapareciendo conforme la presencia eldrazi aumentaba.
Drana ascendió por el aire e inspeccionó la situación actual. Sabía que eso no le ofrecería esperanza, pero lo hizo igualmente. Observó las seis plataformas gigantescas, los pequeños grupos dispersos de exploradores y batidores vampiros y los escasos mortales que seguían en condiciones de luchar. Quince mil vidas, a lo sumo, y tal vez solo una quinta parte de ellas tuviese más valía en combate que por la deliciosa sangre que corría por sus venas. Cuando liberaron Malakir de los vampiros traidores que habían sucumbido a la llamada de los Eldrazi, cuando aún creían que podían ganar aquella guerra, sus filas eran el triple de numerosas y la inmensa mayoría de sus integrantes eran hábiles guerreros vampiro.
Drana ascendió más para ver la gran hueste eldrazi que los seguía. Quería pensar que había miles de ellos, pero no le agradaba engañarse a sí misma. Eran muchos más que miles; sus filas eran tan numerosas que no era capaz de encontrar un calificativo para ellas. Y allí, en medio de la hueste, se encontraba el enorme progenitor eldrazi, que destacaba por encima de las colinas cercanas y se erigía como claro soberano de sus dominios. El progenitor no era tan colosal e imponente como el propio Ulamog, pero era inmenso y lo bastante poderoso como para aniquilar el continente de Guul Draz. Sus múltiples extremidades describían una órbita constante en lo alto del cielo. Muchos guerreros vampiro habían sucumbido ante aquellos brazos desgarradores durante los asaltos aéreos iniciales, hasta que resultó evidente que esos ataques resultaban inútiles.


La hueste eldrazi era inmensa, inexorable y mortífera... pero al menos era lenta. En ocasiones, las plataformas les habían sacado kilómetros de ventaja y habían perdido de vista a los perseguidores. Sin embargo, había huestes menores que se aproximaban desde los flancos y, al desviarse para evitarlas, las fuerzas de Drana habían permitido que la hueste principal volviera a acercarse. En aquel momento se encontraba a solo unos kilómetros y los vampiros estaban quedándose sin espacio para maniobrar. Pronto llegarían a la costa y su única esperanza sería volver sobre sus pasos y... "sobrevivir otro día", se recordó Drana. Aquel era el nuevo objetivo. El único objetivo. "Sobrevivir otro día".
Un propósito que se volvía más difícil cada día que pasaba.
Los Eldrazi estaban en todas partes y la tierra que Drana conocía desde hacía miles de años se desintegraba al paso de aquellos seres. Ni la roca ni la madera ni la vida resistían la calcificación que resultaba de la invasión eldrazi. Drana imaginó la tierra como un cadáver y pensó en cómo estaban drenando su esencia y su sangre para alimentar el hambre insaciable de un depredador despiadado. "Nos hicieron como una sombra de nuestros creadores", pensó, y no por primera vez. "No imitamos su imagen, sino su comportamiento". La verdad, dolorosa y fundamental, era que los Eldrazi eran mejores vampiros que los vampiros.
Se giró para observar la costa, su destino actual. Allí, al otro lado del estrecho, se veía Tazeem. Algunos vampiros creían que allí encontrarían refugio, pero la mayoría, incluida Drana, pensaba que no había motivos por los que aquel lugar fuese a ser diferente de este. Si los vampiros, la raza más poderosa de Zendikar, no podían derrotar a los Eldrazi, ¿qué posibilidad tenían los seres inferiores? Aun así, algunos vampiros abandonaban al grupo todos los días con la absurda esperanza de encontrar refugio en alguna parte.
Entonces, Drana vislumbró una mancha en el horizonte; luego fueron cinco, diez, muchas más. Procedían de Tazeem y muchos otros exploradores vampiro levantaron el vuelo para observarlas. Un supervisor se elevó para unirse a Drana. Las manchas cobraron nitidez. Había aproximadamente un centenar de ellas―. Son velacometas. Kor.
―¿Acogida o muerte? ―Kan había sido uno de sus supervisores personales desde hacía milenios. Sabía cómo pensaba Drana y ella apreciaba su eficiencia lacónica. A pesar de ello, parecía agotado. Ella también lo estaba. Había existido durante miles de años y, aunque no podía recordar más que una fracción de aquella vida, pensó que jamás se había sentido tan agotada. "Una nueva experiencia". Drana mostró una sonrisa tensa. "Debería agradecerla".
―Acogida. Vienen a unirse a nosotros en el fin del mundo. Los admitiremos.


El líder de la delegación kor era alto y delgado, pero tenía músculos firmes. Era un guerrero, al igual que los demás. Drana podía oler su sangre, la exquisita sangre de una persona sana. Llevaba algunos días sin alimentarse; además, su sustento había sido la sangre de los moribundos y los débiles. Aquellos kor desprendían un olor hermoso. Les mostró una amplia sonrisa y reconoció el mérito del líder kor por no retroceder ni llevar una mano a su espada. La sangre de los valientes era la más sabrosa.
Añadió la lástima de no poder probarla a su lista de arrepentimientos acumulados desde el levantamiento de los Eldrazi. Una lista que ya era bastante larga. El líder kor se llamaba Enkindi y su grupo venía de Portal Marino. Un humano llamado Gideon los había enviado a Guul Draz para que buscasen supervivientes y les ofreciesen incorporarse a su ejército. Drana había oído rumores sobre el tal Gideon entre los últimos refugiados que se habían unido a su campamento. Al parecer, se trataba de un poderoso mago guerrero, pero cuando Drana preguntaba si había derrotado a los Eldrazi de Tazeem, siempre obtenía la misma respuesta: "No, pero sobrevive". No veía nada especial en él. Era lo mismo que estaban haciendo ellos: sobrevivir hasta que les llegase la hora. "Que no llegue hoy". Aunque podría suceder al día siguiente.
En cualquier caso, si Gideon podía permitirse enviar un centenar de hombres a buscar aliados en otros continentes, le iba mejor que a su ejército. En el fondo, no importaba. Pero que aquellos kor pudiesen volar tal vez sí lo hiciese.
Las plataformas gigantes se habían detenido. Los supervisores vampiro caminaban entre los nulos encadenados a los pértigos y vertían grandes cubos con carne en descomposición. Los nulos eran los más fáciles de alimentar; el resto del campamento, no tanto. Los mortales bajaron temblorosos de las plataformas y recibieron comida en un estado ligeramente mejor que el de la carne para los nulos. A aquellas alturas, ya no había peleas ni revueltas por la comida. Los mortales estaban demasiado exhaustos como para luchar, aunque no tanto como para quedarse en las plataformas. Todos trataban de evitarlas, si les era posible. Habían aprendido qué sucedería.


Mientras los vampiros recorrían las plataformas y obtenían el escaso sustento que podían de los muertos y los moribundos, Drana condujo a los kor entre los miles de refugiados. Aún había algunos mortales que tenían fuerzas y compasión: magos, sanadores y guerreros capaces de socorrer a los diversos grupos de refugiados. Sin embargo, todos sabían que eran los vampiros quienes los mantenían con vida. Los cazadores y los exploradores buscaban comida constantemente en un amplio radio y traían todo lo que pudiese servir como alimento. No obstante, cada vez quedaba menos sustento en Guul Draz. Ahora, los exploradores regresaban con las manos casi vacías, aunque lo más habitual era que no llegasen a regresar.
―Estáis muriendo. ―La voz de Enkindi era áspera y entrecortada.
Sin embargo, carecía de reproche: solo estaba enunciando los hechos. A pesar de ello, la voz de Drana adoptó un tono de crispación―. Viviremos otro día. ―Al observar los rostros mugrientos que los rodeaban, aquellos semblantes que carecían de esperanza y energía, supo que acababa de forzar el significado de "vivir".
―Sí, otro día, pero ¿con qué fin? ¿Cómo acabará esto? Gideon cree que podemos oponer resistencia. Si luchamos todos juntos, conseguiremos...
―¿Morir juntos?
―Ganar. Podemos ganar. Muchos de vosotros seguís siendo fuertes y sabemos de qué sois capaces en combate. Os ofrezco uniros a nosotros.
―¿Y qué haremos con ellos? ―Drana miró a los diversos grupos de mortales que se acurrucaban unos con otros y se limitaban a mirar al suelo hasta que les ordenasen volver a las plataformas. Nadie erguía la cabeza. Ningún mortal quería llamar la atención de un vampiro. Drana lo entendía. Alimentarse solo de los moribundos era el mejor de los límites que podía imponer a su gente, pero los mortales lo veían como algo horrible y no sentían aprecio por ello.
―No... No lo sé ―titubeó Enkindi―. Pero morirán de todos modos si no derrotamos a los Eldrazi. ―Drana condujo a los kor hacia un numeroso grupo de personas pequeñas que estaban al margen de las plataformas. Había un centenar de ellas, probablemente más. Allí, y solo allí, había indicios de un comportamiento que no buscaba únicamente sobrevivir. Muchas de las personas pequeñas estaban quietas y acurrucadas, pero otras corrían, jugaban y chillaban.
Aquel era el único lugar en el que Drana había apostado bastantes guardias, los mejores y de mayor confianza, para que rodeasen al grupo y estuviesen atentos a cualquier peligro. Los Eldrazi no eran la única amenaza. Aunque los vampiros no habían atacado a los mortales sanos que les acompañaban, al menos después de que los primeros transgresores lo pagasen caro, había decidido apostar guardias de todos modos.
―Niños... Son... ―Enkindi había titubeado antes, pero esta vez se le quebró la voz. "Perfecto".
―No, no son niños. Son guerreros, como tú. ―La voz de Drana sonó suave y melosa, como cuando estaba a punto de clavar sus colmillos en una presa. Si no podía disfrutar de la sangre, al menos se deleitaría con la caza―. Melindra, ven ―dijo sin levantar la voz, pero se hizo oír.
Una de las niñas más pequeñas dejó de corretear y se acercó a Drana y Enkindi. Tenía el pelo muy corto y desigual, como si ella misma u otro de los niños se lo hubiese cortado con un cuchillo. Su cara presentaba los mismos pómulos angulosos y la piel pálida de Enkindi; era una kor, pero ahí terminaba el parecido. Tenía el rostro sucio y vestía prendas desgastadas y andrajosas. Drana pidió un pequeño trozo de carne y se lo dio a Melindra, que lo engulló y sonrió. Su sonrisa era bonita.
―¿Sois niños, Melindra? ―Drana siguió usando su tono melodioso.
―No, somos soldados. Somos una brigada, como dijiste. Somos la Brigada de los Huérfanos. Dijiste que nos pusiésemos un nombre. ―Mientras hablaba, Melindra sacó una daga de una funda primitiva, hecha con cuerda deshilada y cuero. En cambio, el arma estaba bien afilada y aceitada―. Dijiste que podíamos elegirlo. Somos la Brigada de los Huérfanos.
―Eso dije, Melindra, y eso habéis hecho. La Brigada de los Huérfanos... ―Le acarició la cabeza y Melindra levantó la vista y sonrió otra vez.
―¡Son niños! Niños kor... ―Enkindi miró a la niña y luego a Drana; tenía los ojos llenos de lágrimas y furia.
―Y humanos, tritones y elfos. Todos los mortales son mortales. Convertirse en padre o madre no parece proporcionar protección contra la muerte.
―¿De verdad los envías a luchar? ¿Cómo puedes ser tan vil? Son...


―Chiquillos, sí. ―Continuó acariciando los cabellos desiguales de Melindra―. Ser niño no te protege mejor contra la muerte. Esto es una guerra. Por mi propia experiencia, las guerras suelen ser muy mortíferas para los niños. Puede que ese sea el propósito de la guerra: matar niños.
Enkindi apretó los puños, que temblaron ligeramente. Su mirada se endureció y las lágrimas dejaron de brotar. Drana tenía que proceder con mucha cautela. Aún no le convenía provocarlo tanto.
―El problema de esta guerra, Enkindi, es que todos somos niños ante los Eldrazi.
Los hombros del kor se hundieron y dejó de apretar los puños. Miró a Drana a los ojos, aunque con la mirada claramente perdida. ¿Cómo se puede salvar lo insalvable?
―No los dejaré a merced de los Eldrazi ―continuó Drana―. A ninguno de ellos. Me has pedido que crucemos el estrecho y me ponga de parte de ese tal Gideon, que mate Eldrazi allí en vez de aquí. Que salve a los niños de allí, pero no a estos. Yo tengo otra propuesta. Os acompañaré y lucharé junto a Gideon en Portal Marino si tus guerreros y tú lucháis junto a mí primero. Ayudadme a matar a los Eldrazi que nos siguen para devorarnos. Ayudadme a ganar mi lucha y yo os ayudaré a ganar la vuestra.
Tendió una mano a Enkindi, como hacen los mortales, y consiguió resistir el impulso de atraerlo y morderle el cuello cuando se la estrechó. El detalle final fue que Melindra envainó su daga e imitó el gesto; Drana sintió un poco más de aprecio por la niña.
La líder de los vampiros ordenó a sus tenientes que comenzasen los preparativos y acordó encontrarse con Enkindi en el cielo. Tenían una batalla que planear.

El sol consiguió asomar a primera hora de la tarde, con una luz tenue y pálida. Los Eldrazi parecían absorber la energía de todo, incluso de la propia luz. Los planes de batalla se trazaron enseguida. Una de las pocas ventajas de enfrentarse a un enemigo inmensurable, irracional e inexorable era que las estrategias resultaban sencillas. A cada día y cada hora que pasaba, el ejército de Drana se debilitaba. Lo mejor era atacar ya. Había surgido un murmullo entre las masas. Después de tantos días huyendo y muriendo, había llegado el momento de poner fin a la situación. Fuese cual fuese el desenlace, la realidad del día siguiente no sería el miedo que experimentaban en aquel momento.
Drana no era dada a la introspección, aunque le resultaba difícil evitar pensar que aquel podía ser su último día en el mundo. Había vivido durante muchos milenios, pero ya en los primeros siglos de su existencia se había percatado de que tenía una decisión que tomar. Podía esforzarse por recordar su pasado y convertir todos y cada uno de sus días en un ejercicio memorístico para mantener vivos cientos de años de recuerdos. La alternativa era... dejarse llevar. Aquella había sido su elección.
Para los longevos, los recuerdos eran como una delicada montaña de guijarros. Un guijarro se apilaba encima de otro y de otro. Podía encontrar aproximadamente los guijarros más grandes, pero después de tantos años, los cimientos de la montaña, los recuerdos más antiguos, habían quedado sepultados. Quería evocar sus primeros días; sabía que resultaría esencial para que los vampiros sobreviviesen a la guerra. Aquel día, encontraría esos recuerdos o moriría. Le agradó pensar que pronto hallaría una sensación de claridad, llegara en la forma en la que llegase.
Sus oportunidades de encontrar la claridad se aproximaban desde tres direcciones. La hueste principal, formada en torno al enorme progenitor, se acercaba por el este. Dos huestes menores convergían desde el norte y el sur. Había dispuesto al grueso de su ejército para enfrentarse a la hueste principal. La mayoría de aquel contingente estaba formada por vampiros y mortales de los que podía fiarse. Los mortales demasiado reticentes a seguir sus órdenes se quedaron a cargo de defender a los débiles. No se molestó en decirles qué hacer en caso de que sus tropas fracasasen: lo descubrirían en el breve tiempo de vida que les quedaría.
Los mejores supervisores de Drana organizaron a los pocos cientos de guerreros voladores que les quedaban. Aquellas tropas serían la clave, junto con Enkindi y su centenar de kor. Drana no apartaba la vista del progenitor eldrazi. Era tanto la principal amenaza como la principal oportunidad de ganar aquella batalla. Podían matar a todos los Eldrazi que quisieran, pero si no lograban acabar con el progenitor, no conseguirían nada. Y sin tropas en el cielo, jamás lograrían matarlo.
Los Eldrazi estaban cerca. Eran miles, decenas de miles, incluso más. Tenían todo tipo de formas y tamaños y corrían, reptaban, serpenteaban o sorbían en dirección al ejército que los aguardaba en el confín de Guul Draz. Algunos incluso volaban; sus cuerpos deformes y grotescos eran una afrenta para los dominios de Drana. En ocasiones surgían ondas entre sus filas y los cuerpos eldrazi estallaban o eran devorados por la tierra. Aquello era obra de Zendikar, que trataba de acabar con los invasores utilizando la Turbulencia para librar su guerra.


Sin embargo, las armas de los Eldrazi eran más temibles. Allí donde tocasen vida, la vida moría. Allí donde tocasen materia, la materia se desintegraba. Allí donde tocasen el mundo, el mundo cedía. Eran el fin de todas las cosas. E iban a echárseles encima.
Mortales y vampiros salieron con ferocidad al encuentro de la embestida inicial. Usaron hechizos, armas y colmillos contra aquellos nodos inconscientes de hambre encarnada en formas gelatinosas y con tentáculos. Todo el miedo y la desesperación de las últimas semanas se habían convertido en furia y fuerza. Si esos iban a ser los últimos instantes de sus vidas, los convertirían en momentos épicos; momentos merecedores de millares de años de relatos y canciones para recordarlos.
Los Eldrazi no veían ninguna diferencia. Los Eldrazi solo seguían avanzando.
Un zángano lanzó un tentáculo espinoso contra Drana, pero ella lo cercenó de un mordisco, lo atrapó con la mano y lo usó para decapitar de un golpe a otro Eldrazi que tenía detrás. El Eldrazi sin cabeza no entendió que había muerto y se arrojó sobre un mortal boquiabierto, al que apresó y destripó con facilidad. Otros dos mortales huyeron despavoridos para no morir en las garras del monstruo. Drana partió en dos a un Eldrazi con su espada y atravesó a otro de un puñetazo. Mientras luchaba, rugía y mostraba una expresión salvaje, de maníaca. Pero ningún Eldrazi huyó de miedo. Gran parte del ímpetu de batalla se conseguía atemorizando e intimidando al enemigo; cuando la mente sucumbía, el cuerpo caía con ella. Sin embargo, aquellos métodos eran inútiles contra los Eldrazi. La única táctica viable era matar.
Los engendros atravesaron la vanguardia y se abrieron paso hacia el núcleo del ejército. Detrás de ellos venían más monstruos, oleada tras oleada, siempre avanzando. Eran demasiados. Matar no sería suficiente. Drana tenía que buscar otro camino hacia la victoria.


Ascendió hacia el cielo, donde Enkindi y sus tropas caían en picado sobre los Eldrazi voladores y los hacían trizas con sus afilados ganchos y espadas. Drana admiraba la eficiencia y la efectividad de los guerreros velacometa. Estaba claro que tenían mucha práctica matando Eldrazi. Drana esperaba que fuesen lo bastante competentes.
―¡Kan! ―llamó a su supervisor, al que había ordenado quedarse junto a las fuerzas de Enkindi―. Moviliza a la Brigada de los Huérfanos. ¡Mándalos contra el progenitor! ―Kan descendió sin mediar palabra. Enkindi también estaba lo bastante cerca como para oírla. Viró su velacometa y trazó un amplio arco para encararse con Drana. Tenía el rostro retorcido de ira e incredulidad. Sin apartar la mirada de ella, atravesó con su espada a un Eldrazi que se abalanzó sobre él y el monstruo se precipitó hacia el suelo derramando gotas de sangre gelatinosa.
―¡Eres un monstruo! ¡Esos niños van a morir! ―Estaba deseando hacerla pedazos, pero ninguna mano justiciera descendió del cielo para cumplir su voluntad. Drana la habría aceptado gustosamente, si también fuese capaz de matar a los Eldrazi.
―Todos vamos a morir. Es mejor hacerlo intentando vencer. Hay que matar a ese progenitor; si no, no tendremos ninguna posibilidad. Los niños serán el cebo necesario para atraerlo a donde necesitamos que esté ―dijo con calma, tranquila. Aquello era verdad. Las mentiras más fáciles de decir eran las que decían la verdad.
A quince metros por debajo de ellos, el grupo de niños avanzó hacia el frente, rodeado por los guardias vampiro. Nunca habían entrado en combate intencionadamente, pero conocían la batalla, como todos los supervivientes. Los Eldrazi no distinguían entre combatientes intencionados o no.
Enkindi oscilaba en el aire, girando a un lado y a otro. La mayoría de los kor se habían reunido cerca de su líder y compartían su desprecio, su temor y su odio. Enkindi miró al progenitor eldrazi, de treinta metros de altura y con extremidades que surgían de extremidades que surgían de extremidades... Era una fortaleza inexpugnable con forma de Eldrazi. Drana imaginó lo que estaba sopesando Enkindi. Seguro que sabía cuáles eran sus posibilidades contra aquel ser. Todos las conocían.
El odio y la desesperación se reflejaban en el rostro del kor cuando tomó su decisión. Drana admiró el odio que sentía por ella. Enkindi merecía un final mejor, pero su voz sonó por encima del viento―. Te deseo una muerte larga y dolorosa, una muerte que no te brinde paz ni redención. ―Viró hacia su grupo―. ¡Todos conmigo! ¡Debemos abatir al progenitor! ―Se desplegaron en abanico y sus cometas ganaron altura para enfrentarse al gran Eldrazi.
Drana fue tras ellos sin acercarse demasiado y se preparó. No había sentido esperanza hasta que divisó las velacometas aquella misma mañana. Le ofrecían una posibilidad, una esperanza que había perdido semanas atrás, después de la primera gran batalla contra los Eldrazi en las afueras de Malakir. Sus vampiros no sentían miedo y eran fuertes, incansables y feroces en combate... Pero ni siquiera miles de vampiros harían lo que un centenar de kor estaban dispuestos a hacer: sacrificarse por el bien de otros.
Enkindi lideró la carga contra la cabeza del progenitor eldrazi. Drana entendía el plan: ir directos a por la cabeza y el cuello del monstruo, o al menos a por los apéndices que parecían más vulnerables a las armas y los cortes. Aunque Enkindi y los suyos eran rápidos, el Eldrazi lo era aún más. Un gran tentáculo salió disparado de su cabeza y apresó a Enkindi; entonces, un tentáculo menor que surgía del principal le envolvió la cabeza y la estrujó. El cadáver decapitado de Enkindi se precipitó hacia el suelo, todavía unido a la velacometa destrozada. Los kor estaban siendo masacrados por los numerosos apéndices del Eldrazi, que los abatían y los fulminaban en pleno vuelo.


Drana agarró a uno de ellos en plena caída, antes de que se estrellase. Seguía vivo, aunque estaba inconsciente y moribundo. Le clavó los colmillos en el cuello y el kor abrió los ojos de repente, pero luego los cerró. Era uno de los sabores más exquisitos que había disfrutado jamás, apto para su última comida. Lo drenó completamente y dejó caer su marchito cascarón de piel. Necesitaba toda la energía posible para lo que pensaba hacer. Utilizó hasta la última de sus reservas y lanzó un hechizo mientras volaba cada vez más rápido hacia el progenitor. Solo unos pocos kor seguían volando; el resto había muerto o era presa del horrendo ser. Incluso al luchar contra todos aquellos kor, el gigantesco Eldrazi podía moverse a una velocidad frenética. Sin embargo, Drana fue más rápida.
Voló directa hacia el abdomen del monstruo y atravesó piel, gelatina y músculo hasta llegar al mismísimo corazón de la criatura. Entonces, el mundo de Drana estalló.

El hechizo que había lanzado le permitía ver más: podía distinguir energía y patrones que normalmente eran invisibles, incluso para alguien como ella. La energía era extraña, sobrenatural, mancillada con un desagradable tono magenta, pero estaba en todas partes. Soy la cazadora. Soy la depredadora. Todo es una presa. Todo es mío. Estaba muy sedienta. Dio una feroz dentellada al corazón magenta de aquel monstruoso Eldrazi y bebió. Bebió hasta saciarse. Y la claridad floreció.
En el comienzo, en el comienzo de todo, existía el hambre. Era lo único que existía: aquella hambre, aquel anhelo, aquella necesidad. Nuestro propósito era consumir. Necesitábamos piernas y ojos para hallar a nuestras presas. Brazos y dientes para atrapar a nuestras presas. Mentes y fuerza para vencer a nuestras presas. Consumíamos y usábamos la energía conseguida para consumir más.
El objetivo estaba claro. No se expresaba con palabras. Las palabras llegaron después; era una mediocre traducción de la verdad convertida en raciocinio y luego en palabras, esas imperfectas mensajeras de la necesidad. El objetivo estaba claro en su interior. Consumirás. Purificarás todo. Los restos de lo quebrado deben ser consumidos y purificados.
No sabía qué significaba quebrado ni qué era lo que los Eldrazi consideraban entero, de modo que pudiesen comparar y saber qué estaba quebrado. Tal vez, para aquellas monstruosidades, todo lo que era real, todo lo que era el mundo, estaba quebrado.
Bebió más y más. La energía del gran Eldrazi fluyó hacia su interior e impregnó todos los poros hambrientos de su carne en tensión. El progenitor tenía un gran agujero en su pecho, por donde ella había penetrado, pero seguía vivo, seguía matando y seguía avanzando contra su gente. Necesitaba más.
Mi consciencia, el sentido del ego independiente del hambre, tardó años en formarse. Quizá cientos de años, pero ¿cómo podría saberlo? La comprensión de mi consciencia iba y venía, como rachas de entendimiento que me separaban de mi hambre, de mi maestro. Ya no era una extensión de aquello, de la fuerza hambrienta llamada Ulamog. Yo era yo. Drana.
Sin embargo, antes de la separación, había existido un... desasosiego. Un desasosiego que formaba parte de ella porque no existía un ella, solo la totalidad de Ulamog en sus diversas formas. Un desasosiego en el que solo después, en aquellos albores entre ser Eldrazi y ser Drana, hasta que lo olvidó completamente, había comprendido un atisbo de una faceta de un sueño.
Se suponía que ellos no debían estar aquí. Se suponía que debían estar lejos. De algún modo, existía un lugar alejado de Zendikar. Había muchos lejos de Zendikar y los Eldrazi lo sabían; por lo que ellos sabían, les correspondía estar allí y no aquí.
Pero estaban aquí y su propósito era consumir, por lo que eso hacían.
Durante una fracción de segundo, Drana recordó aquel albor, el confuso momento en el que despertó su ego, y también lo fuerte que había sido su propósito en aquel instante, hacía miles de años. Aquel propósito la abrumó como una ola gigantesca que rompiese sobre ella y la devorase por completo.
Consumirás. Purificarás todo.
Ya no estaba recordando. Estaba convirtiéndose. La sobrenatural energía magenta que había bebido del progenitor eldrazi corría por sus venas y ya no obedecía su voluntad. Drana no la estaba devorando. Estaba siendo devorada.



Consumirás. Purificarás todo.
De su espalda y sus hombros surgieron varios tentáculos, materia viva creada espontáneamente a imagen de sus maestros, sus creadores. Nos hicieron como una sombra de nuestros creadores.
Consumirás. Purificarás todo.
La extraña criatura que se encontraba junto al corazón del progenitor eldrazi, una silueta deforme a punto de transformarse irremediablemente, gritó. Era un grito carente de paz y redención. Un grito que anunciaba el fin de un mundo.
En alguna parte, la sombra de un pensamiento más breve que un instante que una vez se hizo llamar Drana se aferró a un guijarro de memoria. Y el guijarro dijo: no serviré a nadie.
El guijarro poseía un brillo negro y orgulloso, un brillo con gravedad que atrajo a otros guijarros.
Consumirás. Purificarás todo.
Un estallido de energía golpeó los guijarros, derrumbándolos y dispersándolos.
No serviré a nadie. Los guijarros volvieron a unirse y adoptaron una forma. Aquella forma emergió de la guerra entre las luces magenta y negra. La voz resonaba a través de ella.
No serviré a nadie.
Consum...
¡No serviré a nadie! ¡Seré libre! Drana se reformó a sí misma en el interior de la matriz eldrazi.
Lo absorbió todo, todas las partículas de la energía eldrazi que la rodeaba. La desintegró, la consumió y se empapó de ella. La carne vacía del entorno explotó sin dejar nada, solo a Drana flotando en el aire y observando la masacre que estaba teniendo lugar bajo ella. Su ejército estaba siendo derrotado y la victoria de los Eldrazi era casi total, incluso con la pérdida del progenitor.
Esto es lo que se siente al ser un dios. La energía impregnaba hasta la última fibra de su ser. Podía masacrar ejércitos, incluso destruir el sol. Con este poder, soy capaz de lograr cualquier cosa. Su vista era diez veces más aguda de lo normal. Podía distinguir todos los rostros y los detalles en tierra firme. Vio a la Brigada de los Huérfanos, a los niños que estaban siendo atacados por los Eldrazi; algunos luchaban, otros huían y otros morían.
Debería abandonarlos a todos. No le serían de ayuda. Podía ir directa a por Ulamog, enfrentarse a él y destruirlo. O podía encontrar aquellos lugares lejos de Zendikar. ¿Por qué conformarse con dominar un mundo, cuando había incontables mundos que conquistar? La energía de su interior se agitó y se retorció. Sus venas se abrieron: albergaban demasiado poder para cualquier forma física.
Su gente estaba siendo aniquilada. ¿Debería salvarla? ¿Qué importaban aquellos mortales e incluso sus vampiros, cuando había mundos y dioses aguardando?
No pertenezco a nadie.
Vio a Melindra cargando contra un engendro eldrazi y apuñalándolo en la cabeza mientras aullaba. El engendro chirrió y tembló, pero aun así tensó un tentáculo en respuesta y Drana vio que pretendía arrancar de un latigazo la cabeza de su agresora.
No pertenezco a nadie. Melindra no se percató de la represalia del Eldrazi ni vio venir el tentáculo que pretendía acabar con su vida.
No pertenezco a nadie... Pero ellos me pertenecen.
Drana gritó y liberó la energía que acumulaba en su cuerpo, convirtiéndose en un brillante sol magenta en pleno día. Los rayos de luz púrpura bañaron a su gente, tanto vampiros como mortales; sus heridas sanaron y se volvieron más fuertes, rápidos e invulnerables.


El tentáculo del Eldrazi golpeó a Melindra y se hizo añicos. La niña se echó a reír y arrancó la cabeza del engendro. Luego se abalanzó sobre el siguiente. La batalla había cambiado en cuestión de segundos y lo que quedaba del ejército de Drana comenzó a masacrar a las fuerzas eldrazi.
La energía seguía manando de Drana. Ya había perdido más de la mitad del poder eldrazi e incluso así le daba la impresión de que no tenía igual en aquel mundo. Pero su gente necesitaba más fuerza y ella se la proporcionó. Las heridas se cerraron, las náuseas desaparecieron y las fuerzas regresaron.
La energía se estaba agotando y los rayos se convirtieron en ondas; cada impulso era más lento y débil que el anterior. Con cada impulso, Drana descendía hacia el suelo. No quería hacerlo, pero el agotamiento se impuso a su habilidad para volar. Ya no había más Eldrazi a la vista. Todos ellos habían caído ante su ejército fortalecido. Los patrones blanquecinos del suelo estaban cada vez más cerca. Son hermosos. Pero también horribles. Entonces se estrelló y halló la oscuridad.


―Podemos reconquistar Guul Draz. ―Kan jamás había mostrado entusiasmo desde hacía milenios, pero lo hizo en ese momento. El entusiasmo era la sensación predominante entre los dos mil supervivientes que quedaban. Estaban sanos y recuperados gracias a una combinación de la magia de Drana y la primera victoria que habían logrado desde hacía semanas. Drana no quería arruinar su euforia, pero sabía que habían triunfado debido a circunstancias que no se repetirían. Jamás volvería a arriesgarse a luchar contra un Eldrazi de aquella forma. Esa vez había logrado conservar su identidad, su propio ego. La próxima, el resultado podrían ser muy distinto.
―¿Ha sobrevivido algún kor? ―Kan respondió negando con la cabeza. Enkindi y el resto de su grupo habían cumplido su propósito hasta el final. Drana no tenía necesidad de honrar su sacrificio ni lamentaba haberlos manipulado. Así era como se trataba con las presas. Pero aun así...
»Haced los preparativos para viajar a Tazeem. Nos dirigiremos a Portal Marino. ―Kan enarcó una ceja por un instante, pero enseguida se giró y comenzó a ladrar órdenes. Muchos otros supervisores hicieron lo mismo. No hubo opiniones en contra. Cualquier deseo de reconquistar Guul Draz desapareció bajo la obediencia incondicional a Drana. Ella los había salvado en su mayor momento de necesidad.
Drana caminó entre su gente y todos los vampiros y mortales se inclinaron a su paso. Aun así, levantaron la cabeza y buscaron su mirada; sus rostros reflejaban su gratitud y su lealtad. Drana los miró y siguió caminando hasta encontrar a quien buscaba.
Melindra estaba con los demás niños que habían sobrevivido y preparaba su daga con una piedra de afilar. Aunque seguía vistiendo harapos, ya no se parecía en nada a la niña desamparada de antes. Estaba fuerte y sana; era una auténtica guerrera.
Melindra levantó la vista y Drana vio que su rostro seguía sin reflejar malicia. Viese lo que viese en su líder, la niña sonrió y luego volvió a concentrarse en la daga y la piedra de afilar.
Drana había tomado una decisión antes de perder el conocimiento tras la batalla. Había destruido al progenitor eldrazi y absorbido su energía para recuperar sus recuerdos más antiguos. Y también había encontrado lo que buscaba. Los Eldrazi no eran de aquí. Puede que ni siquiera quisiesen estar en Zendikar, si es que querían algo. Sin embargo, lo más importante era que había un allí al que los Eldrazi podían regresar.
Imaginó lo que encontraría al llegar a Portal Marino. Quería conocer a aquel mago guerrero llamado Gideon, un hombre extraño que llevaba una armadura extraña y de quien nadie había oído hablar hasta entonces. Quizá él también procediese de allí.
Tenían un lugar al que dirigirse. Podemos enviarlos allí. O nosotros mismos podemos ir allí.
Drana acarició la cabeza de la niña y sonrió.