La guarnición de la fortaleza Adanto ya se había acostumbrado a los
ataques frecuentes, a las tempestades violentas y a todo tipo de
agresiones que procedían de las tierras salvajes a su alrededor. Sin
embargo, jamás imaginaron quién llegaría a su noble barricada desde la
costa.
Guardias y sacerdotes se asomaron por encima de los altos y gruesos
muros y vieron que se acercaba una figura consumida y grotesca. Se
trataba de un hierofante, un clérigo vampírico, que se encontraba
cubierto de arena y tenía las mejillas hundidas de hambre. Su mirada
irradiaba furia y llevaba la barba descuidada. A todo juicio, parecía un
loco.
—¡He conquistado las olas y la mismísima muerte, alabemos a santa Elenda! —gritó a las caras que lo observaban desde arriba.
Los guardias se miraron entre sí con incertidumbre. El hombre bajo
ellos se rasgó la túnica y cayó de rodillas, con las manos de largas
uñas cerradas en oración. Sus rezos eran altos y claros, como si no le
importara que le escuchasen. Los guardias mortales retrocedieron,
incómodos; quienquiera que fuera, era evidente que se había entregado al
Ayuno de Sangre.
—¡Milagros maravillosos! ¡Venas vacías y lenguas sedientas, ella nos dio la vida! ¡Regocíjense, ignorantes!
Los guardias humanos no se atrevieron a abrir la puerta. Un vampiro
en mitad del Ayuno de Sangre era terriblemente peligroso. En este estado
le era imposible distinguir entre la sangre de un fiel y la sangre de
un pecador. En vez de eso, uno de los guardias pidió ayuda a una
sacerdotisa.
El hambriento vampiro comenzó a rezar más fervientemente desde fuera de la fortaleza.
—Renuncié a alimentarme para acercarme a Santa Elenda, la bendita, ¡y aquí estoy!
Buscó dentro de un zurrón harapiento que le colgaba del brazo y
arrojó varias piezas de metal al suelo. Los guardias reconocieron un
sextante aplastado, un astrolabio roto y otros instrumentos de
navegación totalmente estropeados.
—¡Sabía que no necesitábamos estas herramientas engañosas! —aulló el vampiro—. ¡Fue mi fe en Elenda lo que nos trajo hasta aquí!
La sacerdotisa vampírica de Adanto se había acercado al portón. A
través de las gruesas puertas de madera, habló con el vampiro que se
encontraba al otro lado.
—Hoy no arribó ningún barco a nuestras costas. ¿En qué bajel viniste?
—¡En el que proporciona la sacrosanta fe inviolable! —rugió el
vampiro—. ¡El barco más hermoso de la Legión del Crepúsculo! Estoy aquí
gracias al Coraje de su Majestad.
La sacerdotisa se arremangó e hizo una seña para que los guardias
abrieran las puertas. Estos levantaron los tablones y tiraron de las
enormes cadenas hasta que el vampiro hambriento entró tambaleándose.
La sacerdotisa contuvo un grito.
—¿Hierofante Mavren Fein?
—¡Santa Elenda fue la primera! —continuó Mavren Fein su discurso—. Su
sacrificio es nuestra vida. ¡Su generosidad es el modelo de nuestro
éxito! Yo pasé por el rito hace doscientos años y, gracias a la guía de
Santa Elenda, la Primera, ¡alcanzaremos la inmortalidad sin tener que
beber sangre!
La sacerdotisa se había agachado a recoger las piezas rotas que Mavren Fein había traído consigo. Lo miró, aún perpleja.
—¿Estas eran las herramientas de navegación de vuestro barco?
—Sabía que no las necesitaríamos —escupió Mavren Fein por toda respuesta.
De repente se quedó muy quieto, olisqueó el aire y levantó la cabeza para mirar a los guardias en las almenas de la fortaleza.
Los guardias se apartaron de su vista, pero no lo suficientemente rápido.
Mavren Fein siseó y corrió hacia el muro, con los ojos fijos en los
humanos en lo alto. Comenzó a trepar por él con las garras; las astillas
de madera de las plataformas saltaban mientras él subía como un animal
feroz. Su rostro era una máscara terrible con los colmillos hacia fuera y
los ojos muy abiertos. Cuando consiguió llegar hasta lo alto, gateó y
agarró al primer guardia humano que se encontró con unas uñas tan
afiladas como cuchillos.
El hombre soltó un grito de sorpresa cuando Mavren Fein mordió
salvajemente el metal que le cubría el cuello. Aunque nadie reaccionó a
tiempo para detener el frenesí sangriento del vampiro, el ataque fue en
vano: sus colmillos no pudieron atravesar la armadura. Mientras, el
resto de guardias se acercó corriendo y lo patearon para arrojarlo
abajo. El vampiro aterrizó en el suelo con un ruido sordo y la
sacerdotisa de Adanto se arrojó sobre él. Lo inmovilizó para impedir que
saltase de nuevo.
—Vuestra piedad es evidente, Mavren Fein —gruñó la sacerdotisa con
esfuerzo—, pero vuestro Ayuno de Sangre debe terminar si deseáis
quedaros en Adanto. Finalizad ya el Ayuno, hierofante. Vuestra misión
requerirá que tengáis todos los sentidos alerta.
La sacerdotisa logró que Mavren Fein se incorporara y, luchando con él, comenzó a arrastrarlo hacia las celdas de la prisión.
Mavren Fein fue arrastrado a la cripta de debajo de la iglesia, en el centro de la fortaleza. Las paredes estaban revestidas de madera e iluminadas por delicadas lámparas de aceite. La sacerdotisa abrió una puerta de hierro al final de la bóveda y guio a Mavren Fein a través de ella. Por un hueco que había en la pared que dividía las celdas llegaban, quedos, los sonidos de un hombre que se lamentaba.
—Manuel mató a un compatriota en una pelea por un juego de cartas —le dijo la sacerdotisa a Mavren Fein, señalándole la celda de al lado—. Él será quien rompa vuestro Ayuno al llegar el crepúsculo. Lo prepararé todo para la ceremonia.
La sacerdotisa cerró la puerta con llave y abandonó la cripta.
Mavren caminó por el perímetro de su celda. El estómago le rugía y los dientes le castañeteaban de emoción.
—Di, criminal, ¿sabes quién es Santa Elenda? —preguntó a través de la pared.
Al otro lado se escuchó un sollozo. Mavren Fein cerró los ojos y alzó las manos.
—Santa Elenda, la más devota entre las devotas, la Primera y la Leal. Nació mortal; fue una monja guerrera que, junto a sus hermanos y hermanas de fe, custodiaba el Sol Inmortal en las montañas de Torrezón. ¡Escucha!
El sollozo se convirtió en un gemido.
—Pedro el Maligno los mató a todos. ¡Ese traidor de los suyos, pecador, ambicioso e infame!
Mavren escupió.
—Pero ella... ella sobrevivió; fue más orgullosa que ninguno. Tenía los cabellos negros como alas de cuervo y las uñas como el fulgor de un relámpago. Salió fuera y se enfrentó a Pedro, pero... mientras tanto, el Sol Inmortal fue robado por una bestia alada que llegó del cielo.
Los gemidos se habían callado. Parecía que Manuel escuchaba.
—La bestia se llevó el Sol Inmortal muy lejos, al oeste, ¡y Santa Elenda la persiguió! ¡Oh, su devoción! ¡Bendita sea Santa Elenda!
—¿Cómo... se convirtió en el primer vampiro? —masculló Manuel desde la celda adyacente. Soltó un pequeño grito cuando Mavren Fein estrelló su cuerpo contra la pared que los separaba.
—¡Era un genio, una visionaria! Recurrió a la magia negra y se arrogó la carga de la inmortalidad hasta que el Sol Inmortal volviese a ser encontrado. Bendita sea Santa Elenda, la Primera y la Leal, maravillosa y brillante. Buscó y buscó durante siglos y regresó, ¡sí!, regresó a Torrezón, e instruyó a los nobles en su rito para que pudiéramos compartir su sacrificio y unirnos a ella en su búsqueda. ¡Genio y visionaria, bendita por el Crepúsculo!
Mavren Fein deslizó las uñas por la pared de madera.
—Yo fui de los primeros. Estuve ahí cuando ella se embarcó de nuevo hacia el oeste y esperé pacientemente el día en que la seguiría. Paciencia, paciencia, paciencia... Se me da bien esperar.
Mavren Fein guardó silencio. El único ruido que se escuchaba era la respiración acelerada de Manuel en la celda de al lado.
El vampiro se arrodilló; las manos le temblaban por la debilidad que le causaba el Ayuno de Sangre.
Introdujo los dedos por el hueco que había en la pared que lo separaba del humano.
Y Manuel gritó.
Con un solo movimiento, Mavren Fein tiró del panel y desgajó la madera de las paredes. Apartó los trozos de un tirón y se introdujo entre ellos para lanzarse sobre su presa.
Un segundo después, sus colmillos estaban sobre el cuello del criminal y un olor cobrizo de la sangre se extendió por la estancia.
Mavren Fein bebió con abandono.
La sacerdotisa y los guardias, alarmados por el repentino escándalo, bajaron corriendo a las celdas y se detuvieron ante la visión que se alzaba delante de ellos. Observaron con reverencia mientras Mavren Fein se alimentaba. El vampirismo era una maldición, una carga que uno aceptaba en aras de un bien mayor. La condición de este vampiro se la había impuesto él mismo; era algo triste, pero necesario. Lo que era suyo nunca volvería a sus manos sin este tipo de sacrificios.
Mavren Fein jadeó y se limpió la boca con el puño de la manga. Poco a poco parecía volver en sí, y al final se quedó muy quieto.
—Sacerdotisa —dijo con voz calma y medida—, decidme cómo os llamáis. —Era el opuesto completo al vampiro que había desvariado antes.
—Mardia —dijo esta, e inclinó la cabeza—. Siento no haber podido realizar la ceremonia completa para concluir vuestro Ayuno de Sangre...
—Está bien, piadosa Mardia —dijo Mavren Fein. Terminó de limpiarse y se puso en pie con las manos entrelazadas—. Lamento profundamente las molestias.
—Decidme, ¿el resto de vuestra tripulación está muerta? —preguntó Mardia, que hizo rápidamente una señal de bendición con las manos.
Mavren suspiró y asintió.
—Sí, nadamos hacia la orilla cuando nos destruyeron los instrumentos de navegación. Una lástima, pero no pienso cejar en nuestra misión.
—¿Qué recursos podemos proporcionaros, hierofante?
Mavren Fein sonrió, gentil.
—Ropa nueva y un báculo. No necesito astrolabio alguno.
VONA
Y ahora, desde la cubierta de su barco, miraba con voracidad el velero de la Coalición Azófar al que se acercaban.
El mejor día de la vida de Vona fue, por supuesto, el de su segundo nacimiento, que pasó arrodillada en una iglesia trabajando en el hechizo que entregaría su vida a la Corona y a la Iglesia a perpetuidad. A menudo pensaba en aquella primera vez en la que probó la sangre de hereje y en la promesa que hizo mientras lanzaba el hechizo: “Que la sed sea nuestra penitencia; el servicio, nuestra vida. Que ahora y para siempre, la sangre de los pecadores nos sirva de sustento hasta que descubramos la inmortalidad verdadera”.
Vona recordó el ímpetu de los comienzos de su nueva vida, el aguijoneo insidioso del hambre. Sus dones eran increíbles; podía caminar con el silencio de un depredador y matar con la misma facilidad. Nunca tuvo miedo de ir sola por la noche, porque el alma de la noche latía en su corazón, corría por sus venas. ¿Por qué querría la Iglesia que todos dejaran de desear la sangre?
Claro está, se guardó su opinión para sí misma durante siglos. Cuando todo Torrezón quedó finalmente unificado bajo el yugo de la Legión del Crepúsculo, a Vona le costó abandonar la guerra como estilo de vida. Había adquirido un título nobiliario y tierras, pero su territorio era pobre y rocoso, y pronto fue evidente que sus capacidades de administración eran mucho peores que sus dotes para el asesinato.
Su ennui duró toda una década. Una noche, en un acceso de aburrimiento, decidió romper la monotonía con algo divertido: algo tan mundano como un juego de niños, una forma más de matar el tiempo. Acechó a todos y cada uno de sus sirvientes humanos en sus lechos y en sus campos y, durante una feliz semana, los mató uno a uno, como parte de su juego inocente. Cuando hubo terminado, abandonó sus humildes posesiones.
Eso ocurrió cincuenta años atrás.
En cuanto la reina Miralda anunció que estaba organizando una flota para viajar en busca de Santa Elenda —la única y verdadera—, Vona se ofreció para dirigir el primer barco que abandonase el puerto. La impulsaba la sed. Siempre la terrible sed. Daba igual si sus presas eran justos o pecadores; lo importante era que encontraría algo con lo que alimentarse en el camino.
El sistema solo funcionaba si no le decía a nadie lo poco que le importaban las reglas que la gobernaban. El secreto lo hacía más emocionante.
Vona estaba en la proa del barco, mirando al mar con ojos acerados e inhumanos. Ahora su misión la llenaba de emoción y mantenía a raya el ennui.
El Beligerante, decía el nombre escrito en uno de los lados del barco, y su tripulación estaba distraída por la tierra que se divisaba enfrente de ellos. Una sirena que volaba por encima del mástil se había dado cuenta de la presencia de Vona, pero no era más que una gota en un cielo que se oscurecía por momentos.
Vona tenía sed y, por la naturaleza tornadiza de sus lealtades, sabía que El Beligerante estaba lleno de pecadores listos para ser devorados. Abordar un barco pirata no dejaba de ser irónico, pero era algo necesario para saciarla.
Una ola repentina propulsó violentamente el barco hacia delante; Vona se agarró a la borda para mantener el equilibrio.
—¿De dónde ha venido esta tormenta? —le gritó a su navegante.
El humano examinó la línea de costa con el sextante.
—Alguien la habrá invocado. Los Heraldos del Río de Ixalan son famosos por su dominio de los eleme...
—¡Me importa un bledo por lo que sean famosos! Céntrate en el barco de la Coalición Azófar. ¡Ya casi estamos a punto de abordarlos!
Vona miró cómo su sacerdote levantaba el báculo y conjuraba un humo negro y espeso que envolvió el barco de los conquistadores. El Beligerante estaba cerca; seductoramente cerca (y, por los cielos, Vona estaba hambrienta).
Sin embargo, el cielo había pasado de un color gris de lluvia al negro más terrorífico. El mar alzó el barco de Vona en la cresta de una ola antes de volver a estrellarlo contra la superficie de las aguas. Los marineros se apresuraron a alzar las velas a barlovento, pero las olas incesantes amenazaban con derribar el propio barco.
Vona vio la línea de costa, la arena blanca de la playa... y las rocas. Abrió mucho los ojos y los cerró con fuerza justo cuando su barco se estrelló contra el costado de varias de ellas.
Cayó por la borda y se sumergió entre las olas, con el cuerpo tan lacio como una muñeca mecida por los violentos envites del mar, y, poco a poco, logró emerger a la superficie.
Tambaleándose y resbalando en las rocas del fondo del mar, Vona recorrió el camino que la separaba de la orilla, con el agua a la cintura, hasta llegar a la arena.
Caminó unos pasos por la playa y tropezó con varios trozos de madera rota y envuelta en algas marinas. Unos chapoteos a su espalda le indicaron que no era la única superviviente y, poco después, algunos miembros de la tripulación emergieron jadeando, cubiertos de harapos, tratando de alcanzar la orilla como ella. Le importaban del mismo modo que los desconocidos en un mercado: estaban vivos y tenían sus propósitos, objetivos y tareas; pero, para ella, su función era periférica.
La tripulación de Vona solo era un medio para alcanzar un fin. Ellos habían llegado a las costas de Ixalan y, por tanto, habían alcanzado su fin. Pero... ¿y ella? Su propósito era más elevado, algo que le había encomendado la reina en persona.
En su corazón se agitó un viejo sentimiento. Vona de Yedo, la Asesina de Magán, estaba ahora más cerca de Santa Elenda que nunca.
Una sonrisa salvaje se extendió por su rostro. Por fin.
Terminó de salir del agua y caminó a trompicones. Algunos de los suyos gritaban pidiendo ayuda o golpeaban las olas de forma patética; Vona los ignoró. Llevaban días persiguiendo el bajel de la Coalición Azófar y Vona le había dicho a su navegante que se preparase para el abordaje; la idea era alimentar a los vampiros para la expedición en tierra que vendría después. Al fin y al cabo, su estirpe necesitaría fuerzas. Ahora, mientras Vona miraba el barco pirata que yacía encallado junto al suyo, comprendió que aquello no podía ser fruto de la casualidad.
Se sintió exultante. Si los rumores son ciertos, la extranjera que lleva el astrolabio es su capitana.
La vampira se detuvo para considerar sus opciones. Podía esperar a que la capitana emergiera... o emboscarla aprovechando la espesura de la jungla. Volvió a sonreír. Había pasado mucho tiempo desde que mató a su última presa.
Unos pocos piratas estaban llegando a la orilla. Vona olisqueó el aire.
Un hombre con gesto dolorido se sentó en la arena, sujetándose lo que parecía un brazo roto. Sus ropas eran los trapos propios de un contrabandista de la Coalición Azófar y su rostro evocaba una tela de lino arrugada. Sus ojos coincidieron con los de Vona y cayó de espaldas. Trató de apartarse con movimientos agotados.
—¡No, por favor! ¡No soy un criminal!
Vona se acercó con pasos largos y miró al pirata desde arriba.
—¿Reconoces la soberanía de la reina Miralda?
—¡S-sí, por supuesto!
La vampira hizo una mueca de desdén.
—Entonces sabrás lo que piensa su majestad de los mentirosos. Te juzgo culpable de engaño y te declaro criminal ante la Iglesia.
Una neblina de ruidos y de arena salpicó su sentencia. Vona silenció de forma efectiva el gritó que emergía de la garganta del pirata.
Bebió con avidez y sintió que la sangre del pecador fortalecía sus justos propósitos. En alguna parte del fondo de su cabeza, sabía que estaba ensuciando la playa, pero no le importó. El mar se ocuparía de limpiarla.
La vampira inspiró hondo, satisfecha, y tomó una espada que la marea había arrastrado junto a ella.
Se encaminó hacia la espesura verde de la jungla.
No era una persona paciente. Sabía que sus soldados la seguirían en cuanto se recuperasen.
Por otra parte, tampoco los necesitaba para esta tarea. Era la Asesina de Magán e iba a hacerse con el Sol Inmortal.
JACE
Jace se alegraba de acordarse de que sabía nadar.En el caos de la tormenta, había sido proyectado por la borda junto a Vraska. Se agarró a un tablón de madera que flotaba para ahorrar energías. Suspiró aliviado cuando vio a Vraska emerger a la superficie y una ola de agua salada le llenó la boca. Ella nadó hacia él con brazadas firmes y confiadas, y ambos comenzaron a impulsarse hacia la costa.
—Alguien inició esa tormenta —apuntó Jace, escupiendo agua de mar.
—Había unos elementalistas en la costa, sobre esa roca de allí —dijo Vraska—. Ya no los veo.
Jace echó un vistazo en esa dirección. A su izquierda estaba el barco de la Legión del Crepúsculo que los había estado persiguiendo. Estaba encallado entre las rocas, pero uno de sus botes seguía entero. Este flotaba en ángulo oblicuo sobre el agua poco profunda de un delta cercano.
—¿Ves eso? Nos podría servir para navegar el río hacia el interior del continente —dijo Vraska—. Voy a volver a por la tripulación. No te mueras.
Jace asintió a regañadientes y siguió avanzando hacia la playa. Acababa de sobrevivir a un desastre náutico; no tenía ninguna intención de morirse ahora.
La playa era más salvaje y destartalada que la de la Isla Inútil. Estaba salpicada de rocas traicioneras y algas marinas, y la marea baja hacía que todo apestase a mar. El aire estaba cargado por efecto de la tormenta conjurada y la brisa llevaba trazas de humedad.
La imagen le provocó malestar. Era hora de marcharse antes de que hubiera sangre. Se sintió como si estuviera en el puesto de salida de una carrera, como si alguien fuese a abrir una puerta y un conejo saliera corriendo para que él lo atrapara.
Empezó a dirigirse hacia el bote varado. Ahora que había salido del mar, veía los tremendos daños que había causado la tormenta. El Beligerante había acabado incrustando en uno de los lados del barco de la Legión del Crepúsculo. De cada barco salían trozos del otro y ambas estructuras de madera estaban casi entrelazadas. Jace distinguió algunos cuerpos flotando en el agua, pero no se atrevió a mirar con más detenimiento para saber cuáles de ellos eran amigos y cuáles enemigos.
Sintió un repentino peso en el pecho. Malcolm. Calzón. Gavven. Amelia... Todos ellos eran las únicas personas que recordaba haber conocido en su vida.
Jace escuchó un susurro que se hizo más fuerte en su mente. Sonaba hambriento, furioso, como algún tipo de animal. Miró a su derecha y vio a un vampiro con armadura que corría a toda prisa hacia él por la arena.
El pánico se apoderó de Jace, pero cuando el instinto tomó el control, su percepción se ralentizó hasta casi detenerse.
La mente del vampiro se mostró ante él como cristal tallado y destellos de frágil energía. Jace se inclinó hacia el cristal y, consciente de la inmensidad de su propio poder, hizo un esfuerzo para rozarlo solo en un punto mínimo, como la cabeza de un alfiler. Cargó esa sutil expresión de poder con una simple orden: duerme.
El tiempo volvió la normalidad y Jace dejó escapar un sonido de asombro. El vampiro delante de él se tambaleó y cayó cuan largo era sobre la arena, roncando.
Jace se detuvo y contempló la figura a sus pies, feliz y sorprendido.
—¡JACE!
Vraska corría hacia él.
CIERRA LOS OJOS, le gritó mentalmente, tan fuerte que él lo oyó.
Jace cerró los ojos a toda prisa y escuchó algo que caía en la arena detrás de él.
Se dio la vuelta y miró. A sus pies había un vampiro petrificado. Parecía como si lo hubieran sacado de un museo. El vampiro se había quedado congelado en mitad de la carrera; sus ropajes se habían solidificado con curvas y arrugas imposibles de tallar. El detalle era tan grande que se le veían hasta los poros de la cara. Si Jace no lo hubiera sabido, habría pensado que era una estatua esculpida por el más grande de los maestros. Era casi hermosa.
Vraska se detuvo delante de él.
—Hemos perdido a Edgar —dijo secamente, y se volvió hacia el barco. Jace la siguió, abandonando a su suerte al vampiro dormido y a su compañero petrificado.
Los tripulantes de El Beligerante que habían sobrevivido al naufragio estaban intentando recuperarse y, a la vez, se preparaban para un enfrentamiento. Había varios vampiros que también nadaban hacia la costa con facilidad, a pesar del peso evidente de sus armaduras. Parecía que sus dotes les servían para algo más que alimentarse.
Calzón correteó por la arena hacia Vraska, agitando la cola.
—¡Nosotros pelear, tú irte! —la exhortó.
Vraska se arrodilló para estar a su altura.
—Nos iremos juntos. Somos una tripulación —dijo suavemente.
Calzón negó con la cabeza.
—¡Nosotros pelear contra Crepúsculo, tú buscar Sol! ¡Hablar después!
—¿Cómo nos encontrarás? —preguntó Vraska.
Calzón señaló a Jace.
—¡Seguir ilusión bonita!
Vraska asintió.
—Jace creará algo de gran tamaño cuando salgamos de ese bote, más arriba del río. Que Malcolm eche un vistazo desde arriba a cada hora para buscarnos —se dirigió resuelta a Calzón.
El trasgo asintió y volvió trastabillando hacia los supervivientes con dos cuchillos en cada mano, como si fuera un muñeco asesino.
—¡Calzón! —gritó Vraska una vez más.
El trasgo se dio la vuelta y el resto de la tripulación escuchó atentamente las palabras de su capitana.
—No hemos venido para establecernos. Dejen a los habitantes de Ixalan en paz —dijo la gorgona—. Pero maten a todos los vampiros que encuentren.
El trasgo sonrió. La tripulación de El Beligerante sacó las armas y cargó contra los vampiros que quedaban.
Jace sintió un escalofrío a pesar del calor tropical. Se alegraba de estar en el bando de los piratas.
—¡Beleren! Ven conmigo —llamó ella antes de echar a correr.
Jace y Vraska corrieron por la arena de la playa en dirección al pequeño bote que aguardaba aún en la desembocadura del río. Bajo ellos, el suelo dejó de ser una superficie húmeda y suave para convertirse en tierra seca que se les metía en los zapatos a su paso. Dejaron atrás el cuerpo de uno de los piratas empapado de su propia sangre, y Vraska soltó un juramento. La sangre del cadáver dejaba un rastro y se internaba en la jungla.
Sin dejar de correr, Vraska miró a Jace por encima del hombro.
—Jace, tienes que ocultarnos.
Él entornó los ojos y obedeció: invocó un velo de invisibilidad sobre él mismo y sobre Vraska, que escondió sus movimientos mientras avanzaban por la playa. También conjuró una ilusión para borrar sus huellas.
Vraska metió los pies en el agua poco profunda del estuario y, chapoteando, subió al bote. Jace se aupó también y trató de recuperar el aliento.
Ocultos bajo la ilusión de Jace, Vraska puso a punto las velas.
El bote era pequeño, seguramente pensado para pequeños viajes de pesca y exploración. Sus velas negras se agitaron y una repentina brisa del interior los empujó hacia la jungla.
—Usemos el viento mientras podamos. Seguramente tendremos que remar bastante —apuntó Vraska.
Observaron la batalla que se iniciaba en la playa, pero cuando pasaron un bloque de vegetación formado por varios árboles entrelazados, perdieron de vista lo que quedaba de El Beligerante. Los ruidos de la batalla y de las olas fueron reemplazados por los de los insectos y los chillidos de pequeños reptiles que surcaban el cielo.
Aquí la jungla era distinta a la de la Isla Inútil. Jace se maravilló ante el tamaño de los árboles: en su isla eran raquíticos, seguramente para no ocupar demasiado espacio, pero aquí los árboles eran altos y con muchas ramas. Se sintió pequeño, como si fuera una versión en miniatura de sí mismo en medio de un jardín inmenso.
Vraska estaba intentando que la escasa brisa sirviese para hinchar las velas. Al cabo de un rato, se rindió y sacó los remos de debajo del asiento. Tenía el ceño fruncido de preocupación.
—Te preocupa el resto de tu tripulación —dijo Jace.
Vraska asintió.
—Sí, pero saben cuidarse solos —respondió—. Soy su capitana, no su madre. Nos encontrarán una vez que neutralicen la amenaza.
El follaje de los árboles comenzaba a cerrarse sobre sus cabezas.
Jace miró sobre el borde del bote. Un banco de peces nadaba juguetonamente a su lado, aunque apenas distinguía sus formas en el agua turbia.
Echó un vistazo hacia arriba; Vraska lo miraba con una expresión extraña que no podía interpretar. Parecía... muerta de dudas.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Ella inspiró hondo.
—Ni tú ni yo somos de aquí —soltó.
Jace parpadeó.
—Es evidente. Dijiste que somos de Rávnica...
Vraska hizo un mohín. No parecía estar segura de hablar, pero tampoco quería callárselo.
—Rávnica no está en este plano.
Las cejas de Jace saltaron hacia arriba.
—¿Este plano?
Vraska intentaba encontrar la forma de expresar lo que quería decir. Guardó el astrolabio que Jace le había devuelto y movió las manos.
—Me dijiste que tu cuerpo desapareció y volvió a aparecer cuando llegaste y que viste un símbolo sobre tu cabeza, ¿verdad?
Jace asintió.
Vraska resopló y se calmó un poco. Una sombra extraña oscureció el bote y, sin previo aviso, su cuerpo desapareció.
Jace se incorporó tan rápido que le faltó poco para caerse al río.
Escuchó un golpe seco y se dio la vuelta: Vraska había vuelto a aparecer al otro extremo del bote, el mismo que había ocupado antes (teniendo en cuenta que la barca había seguido su curso), y el símbolo del triángulo rodeado por un círculo se mostraba sobre su cabeza.
Jace abrió mucho la boca.
Vraska extendió las manos en señal de “¡sorpresa!”.
—Yo también soy uno de ellos. Y, en general, cuando nosotros... —Se señaló a sí misma y a Jace— hacemos esto —Hizo un gesto que lo abarcaba todo—, podemos viajar a otros planos de existencia. Somos caminantes de planos o, si lo prefieres, Planeswalkers.
Era demasiada información de una vez. Jace comenzó a formular la primera de las treinta preguntas que se le habían ocurrido inmediatamente.
Vraska alzó la mano para hacerle callar.
—¡Déjame terminar! Ahora bien, siempre que intentamos cambiar de plano, hay algo que nos lo impide, como si no pudiéramos marcharnos. ¿Cierto o no? Creo que Orazca no solo guarda el Sol Inmortal, sino también el encantamiento que nos impide escapar. Me dijeron que lanzase un hechizo para contactar con otro plano cuando encontrásemos el Sol Inmortal. Y, después de eso, creo que podremos marcharnos.
—¿Cómo es posi...?
—Jace, me enseñó a navegar un dragón. ¿Quién sabe lo que es posible y lo que no a estas alturas?
Jace estaba absurdamente emocionado con este rompecabezas que resolver. Clavó la vista en Vraska y formuló sus pensamientos en alto.
—Pensábamos que el astrolabio apuntaba a la ciudad, pero apunta a cualquier lugar donde brote una magia poderosa. —Señaló al bolsillo de Vraska—. En vez de al norte magnético, señala al norte etérico y a grandes depósitos de magia similar. Por eso me señalaba a mí cuando me encontraron, y por eso seguramente te señala a ti ahora. Intenté decírtelo en el barco antes de que nos estrelláramos.
Ella sacó el astrolabio. La aguja la señalaba a ella, pero poco a poco iba cambiando a medida que el signo sobre su cabeza se desvanecía.
Jace asintió, confirmando su propia teoría, y ajustó una corona en uno de los lados para que el segundo rayo apuntara hacia lo que ahora sabía que era el norte etérico. Lo encendió y lo apagó; el punto que señalaba a Orazca permaneció estático.
—Podemos usarlo para trazar adecuadamente nuestra ruta si calculamos el ángulo entre el norte etérico y Orazca... o podemos seguir simplemente la dirección que apunta a los grandes depósitos de magia, como venías haciendo. Es una opción menos elegante, pero funciona.
—Es... increíble —dijo Vraska, parpadeando mientras miraba el astrolabio taumatúrgico. Sonrió y terminó por reír—. ¡La barrera debe de usar la misma magia que empleamos para cambiar de plano! Por eso el astrolabio apunta allí. ¡Lo descubriste!
Jace ocultó su mirada vergonzosa encogiéndose de hombros. Vraska continuó:
—Estaba segura de que el ser que me mandó aquí acabaría conmigo si no encontraba aquello a lo que apuntaba este chisme. Pero ahora tenemos una oportunidad, gracias a ti.
—Todos tenemos nuestros talentos —respondió Jace humildemente.
Vraska sonrió.
—¡Y los tuyos son increíbles! —Se detuvo un instante y algo cambió en su rostro, se dulcificó—. Jace, siento mucho haberte ocultado esto. No sabía si podía confiar en ti cuando te encontré. No tengamos más secretos.
Las corrientes del río lamían los lados del barco mientras ella remaba.
—Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por esa noche, cuando estábamos atracados en Zabordada. Nadie había escuchado nunca mi historia como tú. Gracias.
Jace sonrió.
—Tu historia merece ser contada. Gracias por compartirla conmigo.
La dulce sonrisa que ella esbozó le hizo pensar. Era vulnerable y sincera, y ambos se miraban a los ojos.
Vraska había dejado de remar.
Todo en aquella jungla era brillante y vívido. Todo parecía tener un significado. Jace bullía, lleno de miles de preguntas, cada una de ellas distinta a la otra. Una mezcla de cuestiones mundanas y fantásticas. ¿Le gustaba a Vraska leer? ¿Cuáles eran las propiedades metafísicas del espacio entre planos? ¿Por qué caminar por los planos era distinto a lanzar un hechizo normal? ¿Cuál era su postre favorito?
Sin embargo, algo en el fondo de sus pensamientos le llamó la atención.
Observó las orillas del río. Se quedó callado durante varios segundos, utilizando su energía para detectar si alguien los seguía. El hechizo de invisibilidad sobre el bote seguía en pie. A su alrededor, el territorio estaba vacío en más o menos una milla, pero había gente en las fronteras. Se concentró tanto como pudo para aumentar el rango de su percepción.
Vraska lo miró atentamente.
—¿Ves a alguien?
Jace asintió.
—Una humana, una vampira, una tritón... y un minotauro.
Confusa, Vraska frunció el ceño.
—¿Un minotauro?
HUATLI
Los gruesos manglares dieron paso a la arena esponjosa, y Huatli sintió que su montura se hundía un poco a cada paso por la hermosa playa que la rodeaba. Se dio la vuelta y le hizo un gesto a su segundo al mando. Esta era la zona en la que se había visto por última vez a los tritones.Era la zona en la que encontraría a quien la guiaría hasta la ciudad dorada.
A su vez, el garrapié sobre el que montaba gorjeó de emoción.
La conexión entre dinosaurio y jinete era muy profunda. Algunos preferían criar a sus monturas desde que salían del huevo; otros cazaban dinosaurios salvajes y creaban un vínculo personal a través de la magia. Huatli era muy práctica: sus monturas no eran niños ni mascotas, eran herramientas a las que había que tratar con respeto, pues eran una extensión de su persona.
Sobre ella, el cielo estaba gris y el oleaje se estrellaba contra unos acantilados que, desmoronados, penetraban en el mar en forma de rocas. Cerca del montón de rocas más grande, Huatli distinguió dos barcos naufragados y maltrechos. Uno portaba los colores de la Coalición Azófar; el otro enarbolaba las velas negras de la Legión del Crepúsculo hechas jirones y enredadas en los mástiles.
Una persona le llamó la atención. Debía de ser una persona, pero no se parecía a nadie que Huatli hubiera visto antes.
Su piel era de color verde esmeralda, como la de un reptil, y sus ojos dorados estaban muy abiertos, buscando supervivientes. De su cabeza brotaban unos cabellos parecidos a lianas de la selva. Llevaba una casaca y calzas de capitana.
Huatli sabía que no debía acercarse a los barcos. La tormenta conjurada por los tritones había bastado para hacer naufragar las embarcaciones, pero probablemente no era suficiente para acabar con todos sus tripulantes. Aunque su entrenamiento de guerrera la instaba a combatir a los invasores, Huatli sabía que no debía dejarse distraer.
Inti se acercó por la derecha de Huatli. Iba montado en un dienteacero, una montura más robusta y bastante más grande que la de Huatli, un garrapié pequeño y ágil. Inti miró a su líder y señaló a la roca junto a la que yacían los dos barcos hundidos. Con la otra mano palmeó la red que colgaba del lado de la silla de montar de Huatli.
Huatli asintió. Debe de poder ver al Heraldo del Río que convocó la tormenta.
Se volvió hacia Teyeuh.
—Regresa a la ciudad y reúne a nuestras fuerzas para disuadir a los supervivientes.
Teyeuh asintió y espoleó a su crestacuerno de vuelta a la fronda verde y oscura de la jungla.
Huatli e Inti se desplazaron a lo largo de la línea de costa y atajaron por el espeso bosque, justo donde la vegetación terminaba y comenzaba la arena. Subieron entre manglares y agua salobre hacia la elevación del terreno a la que apuntaba Inti.
Abajo, en la playa, se oyó el grito de un hombre. Huatli no se volvió para contemplar la escena; sabía que no debía perder la concentración. En su lugar, hizo que su ágil garrapié avanzara más rápido y atravesó la jungla hasta encontrarse a plena luz del día. Muy abajo, los gritos se interrumpieron de forma abrupta, justo en el momento en el que vio un cuerpo inerte sobre la roca al frente. Espoleó a su montura y se acercó para examinarlo.
Allí, sobre la roca que se alzaba sobre el vasto océano interminable, yacía inconsciente una mujer tritón.
Huatli sintió que su ansiedad se multiplicaba. Este plan nunca le había parecido especialmente bueno, pero ahora que tenía a la tritón delante de ella, le resultaba casi imposible.
¿Cómo voy a convencer a los enemigos ancestrales del Imperio del Sol de que me ayuden?
Su coraje se incrementó y frunció el ceño con determinación. Encontraré alguna forma.
Huatli desmontó y caminó hacia la figura. A medida que lo hacía, la anciana comenzó a moverse y, aún mareada, logró incorporarse. Mientras trataba de recobrar el equilibrio, miró a Huatli y a Inti a su lado y las agallas de su rostro se retrajeron por la sorpresa.
—No tengo intención de atacarte —dijo firmemente Huatli.
La tritón cerró los ojos.
A Huatli se le erizó el vello. ¿Qué estaba haciendo?
La tritón tomó aire, exhaló y volvió a mirar a Huatli a los ojos.
—Él está de camino hacia allá. Aparta de mi camino o tendré que obligarte.
¿De qué habla? Huatli sujetó su arma con fuerza. Los Heraldos del Río tenían fama de abstractos. Sabía que negociar con uno de ellos para conseguir un guía sería muy difícil, pero su impulso le decía que, con esta en particular, sería como pedir a los chamanes del Imperio del Sol que la aconsejaran sobre qué comer hoy. No habría respuestas directas.
—Me llamo Huatli y soy la futura poetisa guerrera del Imperio del Sol. Dime tu nombre.
—Soy Tishana, de los Heraldos del Río —respondió cautelosamente la tritón—, e Ixalan está en peligro.
Alzó una mano y una ola se estrelló contra las rocas bajo ellos.
Una táctica de intimidación. Huatli no se asustaba con tanta facilidad. Se mantuvo firme.
—¿Por qué dices eso?
Las agallas de Tishana se agitaron a cada lado de su rostro.
—Un Heraldo del Río traicionó mi causa y viaja hacia allá en estos momentos. Kumena quiere desequilibrar las dependencias radicales.
A Huatli, esta tritón le recordaba a un cruce entre alguno de los chamanes del Imperio del Sol con una tía algo chiflada. Era una mística sabia y perceptiva con el vocabulario de una excéntrica.
—Quiero ir a Orazca —dijo Huatli—, pero necesito alguien que me guíe.
Las agallas temblaron.
—¿Qué?
—Ella la ha visto —intervino Inti mirando a Huatli.
Las agallas se abrieron mucho.
—Usé una magia extraña y vi una ciudad dorada. —Huatli eligió cuidadosamente las palabras.
Tishana le devolvió una mirada impávida.
—Viste una ciudad dorada.
—Sí.
—¿Pero no la ciudad dorada?
Huatli frunció el ceño avergonzada. Esta conversación le resultaba familiar.
—Vi Orazca —replicó con voz firme.
Inti habló de nuevo con voz suave.
—Debemos encontrar la ciudad dorada si queremos proteger a nuestros dos pueblos. —Señaló a la lucha que transcurría en la playa.
Tishana se volvió a Huatli y se inclinó, inquisitiva. Su rostro era severo pero honesto, y en él se leía la concentración de un depredador.
—¿Solo quieres ir allí? ¿No conquistarla? ¿No reclamarla en tu nombre o en el de tu imperio?
Los labios de Huatli se apretaron, formando una línea. Se arrodilló y puso su arma en el suelo; después, miró a la tritón con absoluto respeto.
—Algo dentro de mí hizo que viera la ciudad. Estoy segura de que es la prueba de que mi misión es crucial para la supervivencia del Imperio del Sol y de los Heraldos del Río. Tú y yo no somos enemigas.
La tritón se detuvo y examinó la cara de Huatli. Parecía ver a través de ella y Huatli se sintió joven, muy joven, mientras le devolvía todavía arrodillada la mirada a Tishana.
Tishana bajó las pestañas y torció la boca mientras meditaba su respuesta. Alargó la mano y la puso sobre la frente de Huatli.
Huatli sintió un calor extraño, como si alguien hubiera revuelto un fuego en su interior.
Tishana abrió los ojos.
—Sentí tu presencia hace días —dijo.
Huatli no pudo evitar que su rostro expresara sorpresa y repulsión.
La tritón dio un paso hacia atrás, ignorando su respuesta.
—Sentí que alguien tiraba con fuerza de la energía de nuestro mundo, como un delfín que intenta dar un salto sobre la superficie del mar.
Tishana iba más allá de ser un poco inquietante. Huatli estaba familiarizada con las metáforas, pero las de la tritón eran mucho más oscuras.
—¿Sabes lo que era? —susurró Huatli con urgencia.
Las pupilas de la tritón se convirtieron en dos líneas.
—Solo sé que la superficie de nuestro mundo es imperturbable desde abajo. Algunos caen..., pero una vez que se sumergen, no pueden salir.
Huatli no sabía qué quería decir Tishana con eso.
—Sentí un tirón similar esta mañana —dijo— en dirección al mar. Y otra vez, hace unos dos meses, mucho más allá del horizonte. Pero no era tu energía.
La tritón se arrodilló y miró a Huatli directamente a los ojos.
—Si dices que viste una ciudad mientras contemplabas los confines de nuestro mundo, te creeré.
Inti miró a Huatli y sonrió, orgulloso. Huatli se alegraba de que estuviera allí para apoyarla.
—Pero debes prometerlo, Huatli. —Tishana la miró con severidad—. Iremos a la ciudad para impedir que Kumena entre en ella, porque sus actos los ponen en peligro a ustedes tanto como a nosotros. Si intentas conquistar Orazca para los tuyos, no dudaré en acabar contigo.
Huatli no tenía nada claro cuál sería el resultado de la exploración. Así las cosas, iba a ser un viaje muy interesante, pero no tenía otras opciones.
—Gracias, Tishana.
Huatli subió de nuevo a su montura y le ofreció una mano a la tritón para que se sentase junto a ella.
Tishana observó la mano como si por ella corrieran miles de insectos.
—Viajaré por mis propios medios —refunfuñó.
La tritón sacó un pequeño objeto de jade de una bolsa que llevaba y lo dejó en el suelo.
El suelo y la vegetación del promontorio de roca sobre el que se encontraban comenzaron a vibrar y a acercarse al tótem de jade, como si este las atrajera como un imán. Las rocas y la madera se curvaban mientras se expandían, protegiendo el tótem, y comenzaron a tomar la forma de un elemental. En pocos momentos, donde se había colocado la hermosa talla de jade había un fiero elemental tan alto como el garrapié de Huatli.
—Síganme —dijo.
Huatli tragó saliva. Esta mujer poseía un poder inmenso.
Tiró de la brida de su propio dinosaurio y miró de nuevo a la playa, donde se desarrollaba una escena de caos absoluto. Algunos supervivientes estaban tratando de escapar de los dos barcos naufragados y ganar la playa, mientras que una gran mancha de sangre se extendía por la arena blanca. Lo que parecía una mujer vampiro se internaba en la jungla.
Huatli señaló hacia la conquistadora que huía.
—¡Inti, síguela! Busca mi rastro en la jungla cuando llegue a alguna parte.
Inti comenzó a deslizarse por la ladera del promontorio rocoso y desapareció en la jungla.
Huatli silbó una rápida melodía en dirección a Teyeuh, con la esperanza de que aún pudiera oirla. Le dio las gracias en silencio por recordar su entrenamiento; Teyeuh escuchó la orden e, inmediatamente, se volvió para seguir a Inti y a la vampira.
Otra que tiene prisa para llegar a Orazca, sin duda, pensó Huatli riéndose para sí. Sanguijuela patética.
En su mente surgió el inicio de un poema mientras descendía con su garrapié al otro lado del promontorio. Miró hacia los barcos destrozados y se preguntó cuál sería el mejor comienzo para el poema sobre esta expedición.
Un barco de sanguijuelas perseguía a un barco de pulgas...
—Detente. Ve hacia el río —ordenó Tishana.
La tritón hizo girar al elemental sobre el que iba montada y tomó ese camino. Huatli la siguió y se detuvo a su lado.
Tishana suspiró con la impaciencia de una erudita muy ocupada.
—Alguien está invocando una ilusión aquí, en el agua.
Huatli miró la mano de la tritón y luego más allá, a donde las aguas del río desembocaban en el océano, y se quedó paralizada. El río estaba tranquilo: no había rápidos que hicieran espuma en su corriente, pero en la superficie se estaba formando una estela que se extendía sobre el agua. No había ninguna fuente visible y, claramente, no había nada que nadara bajo esa estela.
—Es... extraño. ¿Estás segura de que es una ilusión? —preguntó Huatli.
Tishana bufó.
—Llevo invocando ilusiones desde mucho antes de que tú nacieras.
—Pero... ¿crees que es obra de alguno de los supervivientes de la Legión del Crepúsculo?
La tritón sacudió la cabeza.
—Estas ilusiones quedan más allá de sus dotes. Me temo que se trata de una amenaza peor.
Sin más dilación, el elemental de la tritón se dio la vuelta y avanzó a zancadas hacia la jungla.
Huatli gruñó de frustración y espoleó a su montura para seguirla. Ambas se internaron en la espesura sin perder de vista la extraña corriente del río.
Hojas y ramitas golpeaban el rostro de Huatli, pero en su corazón había esperanza. Quizás esto era lo que debía hacer, al fin y al cabo. Todo lo relacionado con esta situación era nuevo e incómodo, y Huatli odiaba admitir que estaba nerviosa, pero de momento, parecía que todo estaba yendo bien. Hasta donde ella supiera, ningún Heraldo del Río había cooperado por voluntad propia con un guerrero del Imperio del Sol.
Por ello, la ayuda de Tishana resultaba increíblemente extraña. Huatli no podía evitar preguntarse si la tritón planeaba aprovecharse de ella. No ayudaba que Tishana fuera tan difícil de interpretar.
El garrapié de Huatli gorjeó de emoción. Corría golpeando el suelo de la jungla a un ritmo constante.
—¿Han oído los susurros en el Imperio del Sol? —gritó Tishana sobre los sonidos de hojas y la pesada humedad.
—¿Hablas de susurros de verdad o de rumores?
La tritón ignoró la petición de información.
—Uno de los nuestros escuchó una conversación en la ciudad fronteriza de Zabordada. Más adelante lo corroboramos con las palabras de alguien del Imperio del Sol. Una capitana de la Coalición Azófar posee un astrolabio capaz de encontrar la ciudad dorada —dijo Tishana—. Tiene la piel del color de la esmeralda y...
—¿El pelo como lianas de la selva? —completó Huatli.
La tritón no respondió. Solo el ruido que hacían contra el suelo los pies de roca y madera de su elemental rompía el silencio.
—La vi cerca del naufragio —dijo Huatli—. Si posee lo que tú dices, esa estela en el río debe de ser suya.
—Debe de ser una ilusionista muy avezada. —Los ojos de Tishana se volvieron hacia el río.
Huatli tensó las riendas de su dinosaurio.
—Entonces debemos estar preparadas. Cuando el río se estreche, no podrán avanzar más, y entonces atacaremos.
—Necesitamos su astrolabio mucho más que sus cadáveres —dijo Tishana.
—No pensaba matarlos —dijo Huatli, irritada y ofendida.
Tishana chasqueó la lengua con desaprobación.
—La mañana está cubierta de niebla —dijo con un sabio asentimiento.
Frustrada, Huatli se mordió el labio.
—¿Puedes aclararme lo que significa esa niebla?
—La ubicación concreta de Orazca es un secreto, incluso para nosotros.
La confianza de Huatli se desmoronó.
—¿Entonces no sabes dónde está... en absoluto?
La tritón le devolvió la mirada.
—Conocemos su ubicación general.
Huatli cerró la boca. Inspiró hondo y se esforzó por ocultar la creciente frustración.
—Entonces, está más allá del territorio del Imperio del Sol, ¿no?
—Está cruzando la cordillera que separa a Pachatupa de Quetzatl y, una vez allí, pasado un lago.
Huatli buscó en su topografía mental.
—¿Al norte o al sur del valle perdido?
—Al sur.
—¿Y eso es todo lo que sabes?
—Sí.
Huatli asintió. Se sentía superada por la situación.
—Bien, entonces necesitamos ese astrolabio.