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Amonkhet: Resistencia

"El mundo fue aplastado bajo el talón del poderoso Dios Faraón y una Hora nunca mencionada comenzó cuando el sol rojo sangre tiñó la tierra de carmesí. Y así imperó la Hora de la Devastación y el Dios Faraón culminó su gran proyecto, dejando ruinas a su paso mientras la oscuridad consumía y destruía por completo la ciudad".


Samut corría sin detenerse.

El pequeño grupo de supervivientes la seguía. Djeru corría al ritmo de los más rezagados para proteger la retaguardia.
"Tenemos que huir de la ciudad y llegar al desierto".
La orden de Hazoret ardía en un rincón de sus pensamientos mientras avanzaban. Djeru y ella habían obedecido a la diosa y se habían separado de ella para poner rumbo a la periferia de Naktamun. Sus números crecían en el trayecto a medida que otros supervivientes se unían a la lucha.
Pero sus números también mermaban a medida que la destrucción provocada por los dioses arrasaba la ciudad.
"Llegar al desierto".

Para la gente de Naktamun, las dunas interminables y las arenas asfixiantes siempre habían sido símbolos de muerte y peligro, además de un recuerdo de insensatez y pérdida para Samut. Sin embargo, el desierto se había convertido en la última esperanza para sobrevivir.
El variopinto grupo de ciudadanos llegó a un edificio situado cerca de donde la Hekma se alzaba apenas horas antes. El cuartel, donde hasta entonces habían residido los visires de Kefnet que ayudaban a cuidar y reparar la barrera, parecía completamente abandonado excepto por algunos enjambres de langostas que se habían pegado a varias superficies. Samut hizo un gesto a los demás para que se refugiasen tras un muro y escaló la superficie irregular de piedra para llegar al tejado y otear los alrededores.
Ante ella, los desiertos de Amonkhet se extendían hasta el horizonte. El viento empujaba nubes de arena y las dunas ondulantes proyectaban sombras extrañas, aunque Samut no distinguía si se debía a la luz, al viento o a que ocultaban algún horror desconocido. Lo que sí sabía era que había ruinas en las afueras de la ciudad, lugares en los que podrían refugiarse temporalmente, pero más allá de eso, no conocía nada del exterior.
Hazoret aún creía que el Dios Faraón tal vez regresaría para salvarlos a todos de la oscuridad. Algunos miembros del grupo parecían compartir su opinión y todavía mencionaban al Dios Faraón en sus gritos de batalla o susurraban plegarias para que enmendase aquella catástrofe. Sin embargo, Samut conocía la verdad.
Oyó varios gritos procedentes de la calle. Samut miró hacia abajo y vio que todos los supervivientes señalaban atrás, en dirección a la ciudad. En el cielo había un vacío tenebroso y de aquel abismo incomprensible surgió una inmensa criatura dorada. Por un momento, Samut arrugó la frente, confusa. Entonces reparó en los cuernos dorados del ser.
La sangre abandonó el rostro de Samut.
"Ha llegado".

Nicol Bolas, the Deceiver
Parte del grupo prorrumpió en vítores. Algunos echaron a correr de nuevo hacia el corazón de la ciudad, hacia el lejano Dios Faraón.
Entonces, el dragón alzó las garras y una lluvia de fuego negro descendió de los cielos.
Samut gritó por encima del estruendo y apremió a los supervivientes para que se refugiaran en el interior del edificio. Contuvo su desesperación al ver cómo una explosión de fuego aniquilaba a un joven minotauro que intentaba volver junto a ellos. Samut saltó a la calle y corrió a recoger en brazos a una niña aven, para luego regresar al cuartel a toda velocidad y llevarla junto a los demás. Una vez que todos se pusieron a salvo, entró con ellos. Djeru los estaba reuniendo en el centro de la estancia, lejos de ventanas y puertas. El escalofriante estruendo de los proyectiles estallando contra las paredes y los edificios cercanos reverberó en los huesos de todos, acompañados de los sollozos de los más jóvenes.
―Por... ¿Por qué nos hace esto el Dios Faraón? ―dudó con pánico en los ojos un joven naga que apenas tenía edad para ser un discípulo.
―El Dios Faraón es un embustero ―afirmó Samut en voz lo bastante alta como para que todos la oyeran―. No es el gran redentor: es un intruso, un farsante de otro mundo.
―N-no puede ser verdad. Esa... bestia no puede ser nuestro Dios Faraón ―protestó un hombre robusto que Samut conocía: era Masikah, de la simiente Ahn.
―¿Acaso no tienes ojos para ver y oídos para escuchar? ¿Tu corazón no siente nada? ¡Las muertes de nuestros dioses! ¡La destrucción de nuestra ciudad! ¡Este hechizo de fuego infernal, procedente de las garras del mismísimo Dios Faraón! ―exclamó Samut con una convicción gélida mientras miraba a Masikah a los ojos.
―¡Nos han traicionado! ―gritó alguien del grupo―. ¡Nuestros dioses han sido traicionados! ―Varios gritos furiosos secundaron la opinión.
―Los dioses oscuros son sus heraldos, no sus adversarios. ―Samut pasó un brazo por los hombros de Masikah―. Tenemos que afrontar la verdad y luchar por sobrevivir.
Entonces se volvió y se dirigió a todos los presentes, mirándolos a los ojos uno a uno.
―He descubierto la historia encubierta de nuestro pueblo. He visto ruinas y lugares ocultos en las arenas. ―El tono de Samut se suavizó poco a poco―. Esperaba equivocarme, haber caído en la locura y que los sacrilegios que había descubierto no fueran ciertos. Pero mis mayores temores se han hecho realidad.
Los supervivientes murmuraron entre ellos. Algunas caras se endurecieron con ira, mientras que otras se volvieron hacia Samut y aguardaron sus siguientes palabras. Abrió la boca para continuar la arenga, pero entonces sintió un dolor punzante en el pecho. Samut se encorvó y luchó por respirar, con los dientes apretados. Cuando levantó la cabeza, vio a los refugiados aferrándose el pecho, todos ellos con el rostro congelado en una expresión de agonía. Uno de los más jóvenes vomitó.
"¿Cuál de ellas ha caído?".
Samut pronunció sus próximas palabras con resolución.
―Cuatro de nuestros dioses han muerto. ¡Cuatro! ―gritó por encima de los gemidos y llantos del grupo. Algunos sacudieron la cabeza, tratando de negar la verdad que Samut acababa de anunciar. Otros simplemente enmudecieron, con la mirada perdida. Samut insistió.
»Yo vivo por la gloria de mis dioses. Rechazo las mentiras del falso Dios Faraón. Tenemos que presentar batalla y proteger lo que es nuestro. Debemos sobrevivir. Debemos oponernos al Gran Intruso.
―Yo lucharé a tu lado.
Samut se giró, sorprendida y con el pecho lleno de emoción. Tras ayudar a un joven a recuperarse, Djeru se puso en pie y se dirigió a los demás.
―Samut es mi más vieja amiga, pero, más que nadie, consideré un vil sacrilegio sus palabras contra el Dios Faraón. Ahora he visto más que suficiente para comprender que dice la verdad.
Se hizo un silencio incómodo entre los supervivientes, hasta que el joven naga intervino.
―Pero ¿qué haremos? ―preguntó mirando al resto.
―¿Qué podemos hacer? ―balbuceó alguien. Se oyeron murmullos de duda entre el grupo.
―Buena pregunta ―añadió una voz clara y firme―. ¿Qué podemos hacer contra unos dioses oscuros que asesinan deidades y contra un dragón que provoca lluvias de fuego?
Varios supervivientes se hicieron a un lado cuando Hapatra dio un paso al frente. Samut miró a Djeru antes de responder a la visir.
―Hazoret nos pidió a Djeru y a mí que protegiéramos a quienes pudiésemos y nos ocultáramos en las arenas del desierto. Que sobreviviéramos. Nos opondremos al intruso manteniéndonos con vida.
Algunas cabezas asintieron con aprobación.
―Pero yo voy a regresar a la ciudad ―añadió Samut.
Caminó a zancadas hasta la puerta mientras desenvainaba sus khopeshes y se volvió para dirigirse a todos.
―No os pido que me acompañéis. Escapar y sobrevivir honraría la petición de Hazoret y sería un valiente acto de desafío al intruso. ―La voz de Samut se quebró al decir sus próximas palabras―. Pero no podría soportar la muerte de nuestra última diosa. Aunque Hazoret nos ordenó huir, yo regresaré para intentar defender a quien me ha cuidado desde siempre.
―Iré contigo, hermana ―afirmó Djeru desenvainando su arma antes de volverse hacia los demás―. Los hijos de los dioses nunca hemos temido la muerte. Yo dediqué mi vida gustosamente a la búsqueda de un glorioso más allá. Ahora la dedicaré con orgullo a defender la auténtica divinidad.
Otros guerreros se pusieron en pie y desenfundaron sus armas o empuñaron sus bastones con absoluta determinación en el rostro.
―Yo no os acompañaré.
Todos se volvieron hacia Hapatra.
―Mi corazón anhela la más mínima oportunidad de vengar la muerte de mi añorado Rhonas, pero sé que mis venenos estarán mejor empleados al servicio de los supervivientes. ―Desenvainó un puñal y lo sostuvo con reverencia delante del pecho mientras una pequeña serpiente se deslizaba brazo arriba―. Soy el colmillo quebrado de Rhonas y sé dónde golpear para detener a los muertos vivientes y otros monstruos. Acabaré con cualquiera que amenace a nuestra gente mientras buscamos refugio entre las arenas. ―Hapatra miró a Samut con una intensidad ardiente―. Dejo la seguridad de nuestra diosa en tus manos, Samut.
La guerrera correspondió el gesto con sus khopeshes.
―No es fácil conocer nuestras propias fortalezas y sacrificar nuestros deseos por el bien de los demás. Agradezco tu valentía.
Entonces se volvió hacia los supervivientes y alzó un arma.
―¡Los demás, conmigo! ¡Encontraremos y defenderemos a nuestra última diosa!

Samut apretó los dientes. "Son imparables".

Djeru's Renunciation
Djeru derribó a dos de un empujón, pero un tercero ya cargaba contra él, lanza en alto. Samut le gritó una advertencia y su amigo consiguió desviar el golpe del minotauro recubierto de lazotep. Corrió en su ayuda y estampó los khopeshes contra el guerrero muerto viviente, dejando dos cortes dentados en su torso. El golpe no pareció afectar en lo más mínimo al minotauro, que giró sobre sí y derribó a Djeru y Samut con una potente patada giratoria.
Mientras se levantaba atropelladamente, Samut advirtió que solo quedaban otros cuatro combatientes; el resto habían muerto a manos del interminable ejército de guerreros eternos. La cruel broma de las Horas prometidas reptó por los pensamientos de Samut. "La Hora de la Eternidad, en la que los muertos dignos se alzarán de nuevo en un glorioso más allá", pensó con rabia. "Salvo que el «glorioso más allá» consiste en masacrar a todos tus semejantes".
El minotauro conjuró una llama intensa que envolvió la punta de su lanza. Djeru se levantó y se situó junto a Samut.
―Nunca... Nunca había visto muertos vivientes capaces de usar la magia.
―Y yo nunca había visto cadáveres de campeones recubiertos de lazotep y enviados a destruir la ciudad ―contestó ella―. Hoy es un día de descubrimientos.
―Qué suerte la nuestra ―añadió Djeru con una sonrisa falsa.
―Si de verdad son nuestros antiguos campeones, este tiene que ser él ―comentó Samut.
Djeru y ella retrocedieron a medida que el minotauro avanzaba, haciendo girar su lanza por detrás de sí con una mano para crear un círculo cegador de luz. Djeru asintió. Un campeón brutal con una lanza llameante: solo podía ser Neheb el Digno, un iniciado legendario, experto por igual en combate cuerpo a cuerpo y hechicería. Samut y Djeru todavía eran niños cuando Neheb superó las cinco pruebas. "El mejor guerrero de su generación", les enseñaban los maestros. "Luchad como Neheb", les decían los instructores de combate.

Neheb, the Eternal
―Esto es inútil ―susurró Samut a Djeru mientras ajustaba el agarre de sus dos armas.
―Podemos derrotarlo, hermana ―dijo él adoptando una postura defensiva sin quitar los ojos de encima a Neheb.
―Pero ¿de qué serviría? No podemos vencer a todos los antiguos campeones de Amonkhet, ni en sueños. Lo más importante es encontrar a Hazoret.
Neheb blandió su arma con fuerza y envió un arco de fuego contra Samut. La guerrera saltó a un lado para esquivarlo, pero Neheb no les dio ni un respiro y descargó una lanzada contra Djeru. Este levantó su arma para desviar el golpe y el minotauro embistió para asestarle un puñetazo tremendo en la cara que hizo caer a Djeru de espaldas. Samut soltó un rugido y cargó dispuesta a lanzar un tajo desde arriba con sus dos khopeshes, pero Neheb respondió inclinando el torso hacia atrás y propinándole una patada en el estómago. La fuerza del golpe lanzó a Samut a varios metros de distancia y la dejó sin aire en los pulmones. En un abrir y cerrar de ojos, Neheb aprovechó la oportunidad para enarbolar su lanza, dispuesto a empalar a Djeru antes de que se levantara.
Un destello deslumbró a todos los combatientes. Samut se levantó de un salto y vio que el forastero Gideon se había interpuesto entre Neheb y Djeru; el brillo dorado de su invulnerabilidad había interceptado la lanza llameante del minotauro. Junto a él, los otros cuatro forasteros se unieron a la batalla y sus hechizos volaron por doquier en su asalto contra los eternos. Neheb descargó golpe tras golpe contra Gideon, pero ninguno conseguía atravesar la luz dorada.
Samut no dejó escapar la oportunidad. Corrió hacia el minotauro eterno y lo apuñaló en la espalda con ambos khopeshes, haciéndole hincar una rodilla en el suelo. Las hojas agrietaron la armadura de lazotep y dejaron dos agujeros profundos. Samut extrajo las armas y apuñaló de nuevo, esta vez perforando la base del cuello. Neheb, o más bien la monstruosidad que antaño había sido Neheb, se retorció y se estremeció por unos segundos, hasta que finalmente yació inerte.
"Así que es posible destruirlos", pensó Samut. Miró alrededor y vio a los forasteros rematando a los últimos eternos. La mujer de orejas puntiagudas e inquietantes ojos verdes, Nissa, comenzó a ayudar a varios heridos sanando sus cortes y contusiones.
Djeru se levantó y dio una palmada a Gideon en la espalda.
―Es la segunda vez que me salvas hoy. En la primera, me sentí furioso. Ahora te estoy agradecido.
Gideon quiso responder, pero Jace lo interrumpió.
―Estamos desperdiciando tiempo y energías, Gideon. Nicol Bolas recreó este lugar a su imagen y semejanza. Aquí él tiene ventaja. Debemos proceder con cuidado, pero cuanto más nos retrasemos, más tiempo tendrá para prepararse contra nosotros.

Strategic Planning
―Lo mismo digo ―secundó Liliana―. Estoy segura de que ya sabe que estamos aquí. ―Al fijarse en ella, Samut se preguntó por qué tenía el vestido empapado en sangre... y cómo era capaz de parecer elegante y serena incluso así.
―De acuerdo, iremos a por él ahora mismo. ―Gideon se dispuso a seguir adelante, pero Samut lo sujetó por una mano.
―Os acompañaré ―dijo ella.
Gideon dudó, pero entonces intervino Djeru.
―No, no lo haremos, Samut. Esa no es nuestra lucha.
―¿Cómo puedes decir eso? ―le espetó Samut con rabia―. Si quieren acabar con el intruso, con el responsable de todo esto...
―Entonces, los ayudaremos quitándonos de en medio.
Samut estaba furiosa, pero Djeru le puso una mano en el hombro.
―Eres una luchadora muy superior a mí, Samut. ―Djeru negó con la cabeza antes de que ella pudiera protestar―. Otra gente quizá nos considere parejos, pero tú y yo sabemos la verdad. Solo hay una cosa que se me da mejor que a ti: medir el potencial de los demás.
Samut recordó que Djeru había liderado la antigua simiente de ambos, lo bien que conocía las virtudes y defectos de todos sus camaradas, y guardó silencio.
―Como dijo una vez una guerrera sabia ―continuó Djeru―: "No es fácil conocer nuestras propias fortalezas y sacrificar nuestros deseos por el bien de los demás".
Samut soltó un bufido.
―No creas que vas a convencerme con halagos, hermano.
―Los forasteros acabarán con el Di... con el intruso. ―Djeru volvió la vista hacia los grandes cuernos del horizonte, hacia el segundo sol situado entre ellos―. Nosotros debemos cumplir nuestro propósito: encontrar a la última diosa de Amonkhet, defenderla y proteger a la gente de nuestra ciudad.
Samut miró a Djeru con seriedad y suspiró. Entonces lo sujetó por un hombro y lo atrajo para abrazarlo.
―Cuánto agradezco tenerte de nuevo a mi lado.
Se volvió hacia los forasteros, los cinco desconocidos con marcas extrañas y que poseían poderes insólitos. No sabía si confiar en ellos ni en su capacidad para derrotar al intruso. Los miró a los ojos uno a uno mientras hablaba.
―Por lo que ha hecho a nuestra gente, a nuestros dioses, a nuestro mundo... Matadlo. Matad al gran destructor. Matad al dragón intruso. Matad a Nicol Bolas.

Samut no estaba acostumbrada al sigilo ni a seguir a otros.
Tras dejar a los forasteros planeando su batalla contra el dragón, Samut, Djeru y el pequeño pelotón de guerreros habían encontrado a algunos supervivientes más. Los grupos de eternos que vagaban por Naktamun parecían haber disminuido en número, pero solo porque los ciudadanos habían muerto, huido o, en casos extremadamente raros, se habían escondido lo bastante bien como para escapar con vida. Un silencio insólito se había apoderado de las calles de Naktamun, perturbado por los ocasionales zumbidos de las langostas y los gemidos de los cadáveres reanimados por la maldición de los errantes.
Un joven visir de Hazoret lideraba la marcha a hurtadillas. Se llamaba Haq y les había hablado de la batalla que había presenciado entre Bontu y Hazoret, de la traición de Bontu y de la crueldad del Dios Faraón. El joven no debía de tener más de unos catorce años y no podía haber ejercido más de un año o dos como visir, pero había relatado los hechos con una calma y una elocuencia inusuales para alguien de su edad.
―Tras la muerte de Bontu, el dios escarabajo despertó a los eternos y atacó la ciudad ―había explicado Haq―. Yo me encontraba en el templo de la gran Hazoret y dispuse de tiempo suficiente para escapar, mas perdí el rastro de mi diosa durante el caos de la invasión.
Sin embargo, al ser un visir de Hazoret, el corazón de Haq latía unido al de su diosa y podía sentir su presencia vagamente. Había seguido los movimientos de la deidad para tratar de encontrarla, pero unas momias errantes lo habían arrinconado en un almacén. Haq se había escondido en unos barriles de pescado en sal hasta que el grupo de Samut había pasado por allí.
Ahora, el joven les mostraba el camino. Samut rezó en voz baja para que aún estuvieran a tiempo de ayudar a Hazoret, pero entonces calló. Resultaba extraño rezar a una diosa a la que pretendías salvar.
Haq los condujo por un callejón a los pies de un gran monumento, dobló una esquina y de pronto reculó un paso. Cuando el resto del grupo llegó junto a él, todos contuvieron el aliento.
El cuerpo de Rhonas yacía allí mismo. Algunos supervivientes cayeron de rodillas. Otros se acercaron lentamente, estirando las manos hacia él, desesperados por desmentir la realidad que tenían ante sí. Pero cuando sus dedos temblorosos tocaron las escamas doradas y la vestimenta divina, aquella muerte irrefutable abatió al grupo. Hubo lágrimas, llantos furiosos y abrazos en silencio. Djeru se aproximó al dios, se arrodilló a su lado y le tocó el rostro.
La ira volvió a hervir en el interior de Samut y entonces caminó hasta el cadáver de Rhonas. Trepó a su pecho mientras los testigos ahogaban gritos de incredulidad y se irguió.
―Hermanos, hermanas, ahora lloramos, pero resistiremos. Si creéis que el Dios Faraón os está poniendo a prueba, cargad conmigo para demostrar vuestra valía. Si creéis que nos traicionó a todos, uníos a mí para luchar por el mañana. ¡Encarnaremos la fuerza que Rhonas nos mostró con sus enseñanzas y nos otorgó en su prueba!

Life Goes On
Los supervivientes gritaron en señal de solidaridad y sus expresiones se endurecieron con pesar e ira.
De pronto, Djeru se levantó con la vista clavada en el horizonte.
―Samut, tenemos que buscar refugio.
Samut se giró y entrecerró los ojos para seguir la mirada de Djeru. Una violenta tormenta de arena se acercaba desde el Portal al más allá. Antes, la tormenta se habría estrellado contra la Hekma y habría golpeteado la barrera, pero ahora que esta había desaparecido, los remolinos de arena y los vientos aullantes se aproximaban a una velocidad alarmante, como un muro de polvo y oscuridad.
Samut alertó al grupo, bajó al suelo de un salto y se dispuso a correr por donde habían venido, pero entonces, Haq le sujetó una mano y señaló atrás, directamente hacia la tormenta.
―Hermana, Hazoret viene hacia aquí. Y no está sola.
Samut miró brevemente al joven y desenvainó sus khopeshes.
―¡Guerreros, preparaos! ¡Manteneos firmes!
Los supervivientes prepararon las armas y se cubrieron la boca con sus ropas. Muchos de ellos corrieron a resguardarse detrás de la pared del monumento. Samut, Djeru y Haq permanecieron donde estaban y se inclinaron hacia delante cuando la tormenta pasó sobre ellos.
Las arenas les mordieron la piel incluso bajo la ropa y las armaduras. Los tres se taparon los ojos con los brazos y clavaron los pies en el suelo para aguantar el vendaval. El mundo se sumió en la penumbra; la tormenta de arena era lo bastante densa como para eclipsar la mayoría de la luz de los soles y el rugido del viento ahogó cualquier otro sonido.
Entonces, Samut vio algo: una sombra inmensa se aproximaba desde el corazón de la tormenta. La silueta creció y adoptó una forma más clara, hasta que pronto se distinguieron dos pies inmensos corriendo hacia ellos. Hazoret emergió de las nubes de arena y Samut sintió que el corazón se le aceleraba de nuevo al contemplar a la diosa.
Su entusiasmo decayó en cuanto asimiló lo que veía. Hazoret no tenía buen aspecto. Sostenía su lanza en una mano, mientras que el otro brazo le colgaba a un lado. Su cuerpo dorado presentaba heridas y cortes y la diosa tenía la respiración entrecortada y acelerada.
―¡Gran Hazoret, hemos venido a buscaros! ―gritó Haq en medio de la tormenta. La diosa giró la cabeza hacia ellos y en su rostro se reflejaron determinación y sorpresa a partes iguales.
Huid.
La orden resonó en la cabeza de Samut con la fuerza de un mandato y la humana retrocedió varios pasos antes de recuperar el control de sí misma. Hazoret se dio la vuelta y centró su atención en el camino por el que había venido. Entonces, Samut comprendió que la sombra inmensa que había atribuido al resto de la tormenta era en realidad una silueta mucho mayor.
Una cola de escorpión surgió entre los remolinos de arena y Hazoret desvió el aguijonazo, para luego saltar hacia un lado justo antes de que el dios escorpión se abalanzara sobre ella. "Hazoret se mueve más despacio, con dificultad", advirtió Samut. Y lucha con una sola mano".
A pesar de sus heridas, Hazoret combatió con poder y decisión. El dios escorpión se giró para apresarla, pero ella desapareció entre una explosión de llamas y arena. El monstruoso escorpión chasqueó las mandíbulas y Samut lo vio cambiar de dirección rápidamente y volverse hacia la penumbra, siguiendo a Hazoret mediante algún sentido desconocido para la humana.
―Hazoret está preparando un hechizo ―avisó Haq. Samut miró hacia el lugar que señalaba el visir y vio un pequeño anillo de fuego crepitante y agitado por el viento. En la oscuridad, a través de las arenas, Samut vio aparecer otros puntos de luz mientras oía el estruendo de nuevos golpes titánicos.
―¡Todo el mundo atrás! ¡A cubierto! ―gritó Djeru alejándose del círculo de fuego. Samut y Haq lo siguieron y los supervivientes se protegieron tras el monumento junto al que habían pasado antes.
El aire chisporroteó con energía y un inmenso pilar de llamas estalló en plena tormenta; el viento avivó sus lenguas de fuego, que lamieron a través de la arena. El mismísimo aire pareció arder cuando las espirales de llamas crearon una gigantesca columna de fuego ondulante, tan alta como los mayores monumentos de Naktamun. El calor del fogonazo ampolló la piel expuesta de los supervivientes y pareció devorar la tormenta de arena; el hechizo de fuego lo consumía todo a su alcance.
Samut levantó una mano para protegerse los ojos del calor y miró hacia el origen del fuego. Sobre el fondo rojo anaranjado, distinguió la silueta de Hazoret. Sostenía la lanza en la mano buena y señalaba hacia la pira ardiente, con el brazo temblando por la concentración.
Los segundos pasaron lentamente y Hazoret al fin bajó el brazo. El pilar de llamas se mantuvo encendido y la diosa cayó de rodillas, apoyándose sobre la lanza para no desplomarse en el suelo.
―El... El monstruo ha caído en la trampa de fuego ―susurró Haq. En efecto, cuando las llamas empezaron a apagarse lentamente, Samut distinguió al dios escorpión en el centro de la pira, con el caparazón blanqueado, incandescente.
―Es imposible que siga vivo ―dijo Djeru entre dientes.
Sin embargo, el dios escorpión dio un paso vacilante, con un brazo estirado hacia Hazoret. Luego otro paso. Y otro.
Su caparazón se enfrió y el tono blanco se tornó naranja y, poco a poco, negro una vez más. Seguía avanzando, ganando fuerza y decisión a cada paso que daba.
Hazoret levantó la vista hacia él y trató de ponerse en pie, pero tropezó y volvió a caer de rodillas.
Y entonces, el dios escorpión comenzó a correr.
El destello de una cola. El sonido repugnante de un aguijón perforando carne.

A Reckoning Approaches
Samut observó la escena, paralizada. Hazoret se había girado bruscamente para interceptar el golpe con el brazo inutilizado. El dios escorpión retiró su aguijón y Hazoret aulló de dolor antes de rodar hacia atrás para esquivar el segundo aguijonazo de la criatura. Samut contempló con horror cómo el icor verdoso brillaba y se esparcía por el brazo de Hazoret, reptando hacia el torso y el corazón de la diosa.
La lanza de Hazoret refulgió de calor.
El destello de un tajo.
El crepitar de la carne.
Una neblina sangrienta se evaporó en el aire cuando el filo al rojo cauterizó el corte.
Hazoret se agachó y resolló con fuerza. La sangre se filtraba por la herida que le había salvado la vida. A sus pies, el brazo amputado se ennegreció y el veneno consumió la carne.
El implacable dios escorpión avanzó de nuevo.
Samut soltó un grito salvaje y se lanzó a la batalla; el terror, la ira, el dolor y el sufrimiento se fundieron en una fuerza candente. Percibió vagamente que Haq y otros magos empezaron a preparar hechizos detrás de ella. Tenía ante sí la mole imposible del dios escorpión. Samut era diminuta, intrascendente.
Pero le daba igual.
El instinto de apoderó de ella y Samut canalizó energía mágica hacia sus piernas. Saltó y voló sobre las arenas, propulsándose por encima de Hazoret hacia el dios oscuro y empuñando los khopeshes con las hojas apuntando hacia abajo. Se estampó contra el costado del dios y sus armas perforaron el caparazón, clavándose en él y dándole un punto de apoyo temporal. La sorpresa se convirtió en revelación cuando comprendió que el calor del hechizo de Hazoret debía de haber ablandado la coraza impenetrable del dios.
Samut rio con una mezcla de frenesí de batalla y auténtico disfrute. Tiró de sus armas y empujó hacia abajo para deslizarse por el cuerpo del dios, ayudándose de la gravedad para ganar impulso. Descolgó los pies mientras caía cortando el costillar del dios en dirección al abdomen. Sus hojas surcaron el caparazón reblandecido como un ibis surcando el cielo azul.
El dios escorpión rugió y levantó una mano. La deidad con cabeza de alimaña intentó aplastar a la humana dañina como una alimaña, pero Samut aflojó sus khopeshes y se impulsó hacia atrás con las piernas, clavando sus armas en el brazo del dios. Cortó dos delgadas líneas en el caparazón antes de que el dios la lanzara por los aires agitando la mano.
Una nube de arena atrapó a Samut y amortiguó el aterrizaje. Mientras se levantaba, ligeramente aturdida, un mago minotauro avanzó con las manos encendidas de poder y moldeó las arenas para formar una masa compacta y arrojarla contra las piernas del dios escorpión. A su lado, otros magos lanzaban proyectiles de fuego y relámpagos contra el ser.
―¡Samut, empujadlo hacia el río! ―gritó Djeru desde lejos, y Samut lo vio corriendo junto a otros dos guerreros hacia un grupo de obeliscos. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando comprendió el plan de Djeru.
―¡Conmigo! ―gritó a los demás supervivientes para que cargaran junto a ella.
Los mortales plantaron cara al dios debilitado y lo asaltaron con armas y hechizos. Un aven graznó cuando la deidad lo atrapó al vuelo y lo estrujó entre sus dedos. Un guerrero con dos hachas desapareció bajo un pie, aplastado en el acto. Una rociada de veneno del aguijón del dios cayó sobre un grupo de magos desprevenidos y los ahogó en la ponzoña.

Torment of Venom
Sin embargo, los mortales siguieron hostigando al dios. Los ataques hicieron mella en el caparazón ablandado y consiguieron hacer retroceder a la bestia poco a poco en dirección al campo de obeliscos. El dios escorpión se enfureció y lanzó golpes a diestro y siniestro contra los combatientes que lo acosaban con hechizos, flechas y lanzas. Detrás de él, Djeru ya estaba preparado junto a los guerreros, escondidos detrás de un obelisco medio derrumbado. "Ya casi está", pensó Samut tras estudiar rápidamente la situación. Sin embargo, el dios escorpión se resistía, todavía un poco lejos de la trampa de Djeru.
―¡Tenemos que hacerlo retroceder! ¡Solo un poco más! ―gritó Samut.
De pronto, una voz retumbó detrás de ella.
―¡Dios oscuro! ¡Acabaré contigo en el nombre de Rhonas!
Samut se volvió y contempló una escena que la dejó sin habla.

Gift of Strength
Una khenra solitaria enarbolaba el bastón de Rhonas, reforjado mediante magia. Sus brazos brillaban con un poder dorado, un último vestigio de la fuerza del dios que recorría el cuerpo de la guerrera, y esta se lanzó a la carga sosteniendo el bastón en alto. Samut y los demás se apartaron de su camino cuando la mujer pasó junto a ellos como una exhalación. Con un rugido portentoso, la khenra blandió el bastón contra el dios.
La criatura se cubrió con ambos brazos, pero la potencia del impacto lo hizo retroceder trastabillando y provocó una lluvia de fragmentos de su caparazón, agrietado en los antebrazos.
En ese momento, Djeru y su equipo salieron corriendo hacia el dios escorpión con una cuerda tensada entre ellos y lo hicieron tropezar. El monstruo perdió el equilibrio y se precipitó sobre los obeliscos, cuyos extremos puntiagudos se convertirían en un lecho de puñales para el inmenso dios.
Sin embargo, Samut advirtió que la trayectoria de la caída no coincidía con la inclinación de los obeliscos.
Sin decir una palabra, emprendió la carrera y saltó de nuevo, impulsada por una fuerza mágica. Samut se estrelló contra el dios en plena caída y lo empujó hacia la derecha lo justo para que un trascendental crujido resonara en todo el campo de batalla cuando un obelisco perforó el pecho del dios escorpión de lado a lado.

Puncturing Blow
Los supervivientes prorrumpieron en vítores, pero Samut observó al dios con desconfianza. La deidad se retorcía y lanzaba débiles zarpazos al obelisco que sobresalía de su pecho, sin dejar de luchar. Fuera cual fuese el poder que la impelía a perseguir y matar, aún empujaba su cuerpo roto y le ordenaba lanzar coletazos inútilmente.
Gracias, hijos míos.
Hazoret cojeó hacia el dios escorpión apoyándose en su lanza, con el joven Haq a su lado. Los fieles corrieron a ayudar a la diosa, pero esta los detuvo con un gesto.
Todos vosotros habéis hecho más de lo que podría pediros. Más de lo que ningún mortal ha hecho jamás. Pero debo poner fin a esto yo misma.
Samut, Djeru y los demás se hicieron a un lado mientras Hazoret se aproximaba al dios escorpión, que continuaba debatiéndose débilmente. Hazoret contempló a la colosal bestia y las lágrimas afloraron en sus ojos.
Has asesinado a mis hermanos y hermanas, pero sé que no fue por deseo ni intención propias. Descansa, hermano. Que mi fuego te libere de esta forma y estas cadenas oscuras.
Hazoret levantó su lanza de dos puntas y atravesó al dios escorpión justo donde el obelisco sobresalía del caparazón. El arma emanó un calor sofocante y un humo negro surgió del dios escorpión mientras ardía desde dentro, hasta que su caparazón se consumió finalmente y el ser quedó reducido a ceniza.
Cuando terminó, Hazoret retiró su lanza y la clavó en el suelo. La diosa miró alrededor hasta encontrar a Samut y se arrodilló junto a la mortal. Samut se irguió con perplejidad. Hazoret le tendió la gigantesca mano y Samut levantó las suyas para estrechar uno de los dedos de la diosa. Sintió el calor y el sosiego que desprendía la deidad.
Samut, en la arena afirmaste creer que yo no era quien me obligaban a ser. Que confiabas en que protegería a mis hijos cuando más me necesitasen.
Samut miró a la diosa a los ojos y sonrió.
―Y lo habéis hecho, amable Hazoret. Os estamos agradecidos.
Hazoret negó con la cabeza.
No lo habría conseguido sin vosotros. Vosotros, mis queridos hijos, me habéis protegido a mí cuando más os necesitaba.
»Mi corazón es vuestro. Gracias, Samut la Puesta a Prueba. Habéis superado todas las pruebas y vencido a la oscuridad que aguardaba allende.
Las lágrimas de alegría incontenible cayeron por el rostro de Samut. El orgullo, la fuerza y el amor infinito de su diosa inundaron su cuerpo. Sabía que aquel momento no era más que un pequeño triunfo ante la oscuridad abrumadora, pero una llama de esperanza permanecía viva, rescatada de la destrucción y escudada de los vientos del Gran Intruso.
La euforia ahogó todo lo demás.
Y dentro de su alma, una fuerza poderosa crepitó y se encendió.
Un torrente de energía recorrió el cuerpo de Samut, quien sintió cómo sus músculos se contraían y su mente se expandía. Estaba cayendo, cayendo a través del espacio, a través de ondas deslumbrantes de éter, moviéndose a una velocidad imposible sin moverse en absoluto, precipitándose a través de una grieta en la propia realidad. El aire del desierto dio paso repentinamente a una brisa fresca y Samut se sorprendió al ver que estaba entre vegetación desconocida, cuyas hojas se mecían a sus pies.
Levantó la vista y sus ojos no terminaron de comprender lo que veían. En el cielo no había soles; de hecho, el mundo parecía sumido en una extraña oscuridad moteada con unos peculiares puntos de luz que danzaban y titilaban como gemas lejanas. Unos patrones de color extraños bailaban en el cielo y algunos de los puntos brillantes parecían relucir más que el resto. Samut se frotó los ojos. Si observaba el tiempo suficiente, las luces parecían formar una especie de patrón, una luminiscencia conectada que semejaba casi familiar, como un pensamiento que flotaba justo fuera del alcance del recuerdo, o los fragmentos susurrados de un sueño olvidado...

Art by Kieran Yanner
Samut apartó los ojos del extraño cielo y miró alrededor. Distinguió los perfiles oscuros de algunos edificios en la lejanía, de arquitectura recta y rígida. El viento seguía meciendo la hierba a sus pies y su silbido, al acariciarle la piel, resultaba casi musical, acompañado de aromas desconocidos que le hicieron cosquillas en la nariz.
Un pánico grave creció en el interior de Samut. "Esto no es Naktamun. No es Amonkhet. Estoy en... otro mundo".
Pensó en los forasteros, en sus hechizos insólitos, sus ropas peculiares y sus marcas extrañas.
"Soy... como ellos. Soy una caminante entre mundos".
Sacudió la cabeza y gritó de pura frustración. Tenía que regresar a su mundo. Necesitaba volver junto a Hazoret, aún gravemente herida, y ayudar a su gente a escapar.
Samut echó a correr y tiró de su memoria y su instinto, empleando magia todavía nueva y no dominada. Mientras sus piernas se movían a toda prisa, notó la misma sensación indescriptible de antes. De pronto, una fuerza la arrancó de la realidad y la magia se entrelazó con las fibras de sus músculos. Su cuerpo sirvió como medio para un hechizo que no sabía que podía emplear. Se precipitó de nuevo a través del azul deslumbrante y los colores turbulentos. Mientras caía, sintió vagamente la presencia de otros mundos que dejaba a un lado, planos, hasta que por fin, con una sacudida, aterrizó de rodillas sobre la cálida arena familiar y se regocijó ante la presencia de Hazoret.
Alrededor de ella, los demás supervivientes la observaban completamente atónitos. Habían presenciado cómo su campeona se desvanecía en la nada, para luego reaparecer antes de que ninguno llegase a reaccionar.
Hija mía...
La cálida voz de Hazoret vibró en la mente de Samut y esta intentó levantarse y responder... pero su cuerpo se desplomó y Samut se desmayó, completamente falta de energía.
Hazoret la sostuvo en la mano y se la entregó con cuidado a dos mortales que corrieron a hacerse cargo de ella y tumbarla boca arriba. Djeru se arrodilló junto a Samut, con la frente arrugada de preocupación.
Un sonoro estruendo y un estallido de poder atrajeron la atención de todos hacia el cielo.
El dragón dorado sobrevolaba la ciudad y entre sus garras crepitaban relámpagos. Tenía la mirada fija en las calles y su risa retumbaba por todas partes.
―Los forasteros deben de estar combatiendo al Gran Intruso. ―Djeru se puso en pie y envainó su khopesh.
―¡Deberíamos luchar junto a ellos! ―urgió una guerrera khenra.
―No, es una batalla en la que no podremos ayudar ―replicó Djeru―. Apenas nos quedan fuerzas para seguir.
―Entonces, ¿no haremos nada? ―gruñó la khenra.
Resistiremos.
Los supervivientes se volvieron hacia Hazoret. La diosa extrajo su lanza del suelo y levantó la mirada hacia Nicol Bolas.
Cuando los dioses éramos ocho, luchamos juntos contra el dragón... y fuimos derrotados. Ignoro si esos forasteros podrán detenerlo, mas espero que así sea.
Hazoret bajó la vista hacia la congregación de supervivientes.
Por ahora, hijos míos, debemos resistir, perdurar y sobrevivir. Nos adentraremos en el desierto y buscaremos refugio entre sus arenas y espejismos. Mientras respire como última deidad de Amonkhet, velaré por vosotros.
―Y nosotros, por vos. ―Djeru se arrodilló ante Hazoret y se golpeó el pecho con un puño. Uno a uno, los demás fieles emularon el gesto.
Hazoret mostró una sonrisa triste y bajó la mirada hacia Samut, su campeona inesperada, la hija que había visto la verdad y reunido valor para desafiar a los dioses porque los amaba con pasión.
Y la deidad emprendió la marcha hacia las arenas del horizonte con su pueblo en pos de ella, mientras el dragón invasor descendía sobre sus adversarios entre las ruinas de Naktamun.

Leave

"Pero mientras el Gran Intruso traía la perdición a Naktamun, Hazoret, la Superviviente Divina, madre y protectora de los mortales de Amonkhet, guio a sus hijos para salvarlos de una muerte segura. Y así sucedió, y así sucederá, que la deidad y los mortales marcharon hacia un futuro ignoto".
—Haqikah, superviviente de Amonkhet

Amonkhet: La Hora de la Eternidad

El Dios Faraón ha regresado y las Horas transcurren según la profecía. Las Horas de la Revelación, la Gloria y la Promesa han desatado una catástrofe sobre Naktamun y la Hora de la Eternidad está a punto de sembrar un terror inimaginablemente personal entre los habitantes de la ciudad.


Ahora se había justificado la fe.
Nylah nunca había comprendido a los devotos ni compartido la necesidad constante de proclamar su fe. Los dioses caminaban entre el pueblo y su divinidad no requería fe para creer: solo ojos para ver, manos para tocar y orejas para escuchar. Las palabras pronunciadas por los dioses reverberaban en toda la ciudad y su presencia divina era más apreciable e irrefutable que ningún otro fenómeno.
Nylah nunca había comprendido la fe. La consideraba una debilidad, un simulacro de devoción para los débiles de carácter. ¿Qué sentido tenía la fe cuando los dioses eran tan notablemente reales?
Sin embargo, ahora creía.
El regreso del Dios Faraón apenas había tenido cabida en sus pensamientos a lo largo de su vida. Aún le quedaba mucho que aprender, mucho que entrenar. Quería ser la mejor, al igual que todos los demás. ¿De qué servía pensar en lo que aguardaba tras las pruebas, cuando las pruebas eran su máxima aspiración? Ningún amante, hijo o amigo había durado mucho en su vida. Nadie podía competir con su ambición. Sí, los dioses merecían su devoción, pero el entrenamiento era su oración diaria. Su meta final era que la consideraran digna. Por ello, rechazaba toda competencia para ese objetivo.
A pesar de todo, su corazón se había acelerado cuando las puertas del paraíso se abrieron. Cuando supo que algún día se había convertido en el presente, que la eternidad estaba aquí. Había estirado el cuello, ansiosa por ser testigo de la gracia divina... Mas esta no había sido revelada tras aquellas puertas: solo el horror.
God-Pharaoh's Faithful
Nunca había apreciado la belleza de su ciudad hasta que se la habían arrebatado. El majestuoso Luxa, antes azul como el cielo estival, se había teñido de rojo sangre y se había llenado de peces muertos e inmundicia. Las nubes de langostas habían consumido árboles y jardines y devorado a pequeños animales, dejando solo huesos a su paso.
Incluso los dioses estaban muriendo. El poderoso Rhonas. El astuto Kefnet. La hermosa Oketra. La ambiciosa Bontu. Todos habían caído y su divinidad se había marchitado, sustituida por la mortalidad.
¿Qué dios puede ser una deidad si también puede fallecer?
El pensamiento más retorcido de Nylah se formó inesperadamente. "Los dioses no han superado su prueba. Merecían morir".
Una pausa momentánea. Entonces, el abismo se extendió y la llamó. "Todos lo merecemos".
La idea no la horrorizó. En lugar de ello, encendió una ascua en su interior, un calor que la reconfortó en ese momento, en el final del presente y el comienzo de la eternidad que se les había prometido. Su ciudad estaba siendo destruida; sus dioses, aniquilados; su gente, separada. Y ella nunca había creído con tanto convencimiento como entonces.
"Debemos ser juzgados. Sin prueba no puede haber honor. Sin sacrificio no puede haber gloria. Sin muerte no puede haber vida". La letanía de los sacerdotes nunca había calado en ella, pero entonces se aferró a cada palabra como si fuesen balsas en una riada. Aquella era su prueba, el horror que debía superar para ser considerada digna.
La palabra vibraba en su corazón. Digna.
Los numerosos ángeles del cielo, que habían supervisado el caos y la violencia sin interferir, echaron la cabeza hacia atrás y extendieron los brazos y las alas. Sus ojos se encendieron con un brillo verde enfermizo mientras proclamaban al unísono:
―¡Los eternos! ¡Los eternos han llegado!
Angel of the God-Pharaoh
Nylah se encontraba junto a la entrada del mausoleo principal, el lugar de descanso de los muertos dignos. Mientras los ángeles repetían su clamor, las puertas del mausoleo se abrieron.
Del interior surgió una silueta temible, colosal como un dios, envuelta en oscuridad y con cabeza de escarabajo. Detrás ella, siguiendo a la implacable divinidad oscura, marchaba un ejército.
Hour of Eternity
Había miles de muertos, todos revestidos de un material metálico de tono azul brillante. Habían sido humanos y minotauros, naga y aven. Resultaban imponentes, incluso si no eran más que tendones y huesos envueltos en una coraza de lazotep más hermosa que cualquier joya. A pesar de su falta de carne y músculos, Nylah reconoció a un gran número de campeones y aspirantes recientes de las pruebas: el minotauro Bakenptah, que había atravesado una columna de piedra con su hacha para vencer a su oponente final; la gran hechicera Taweret, a quien muchos consideraban la maga más poderosa de la última década. Mirase adonde mirase, Nylah veía campeones reconocibles y muchos otros que aparentaban haberlo sido.
Los campeones fallecidos portaban armas afiladas y relucientes. Todos ellos se movían con una agilidad que insinuaba que no habían perdido ni un ápice de la destreza y la fuerza que los había conducido a sus antiguas victorias.
Aquellos eran los eternos, los muertos dignos. Aquel era el destino de quienes se convertían en campeones.
El corazón de Nylah latía con envidia. Ese era el destino que siempre había deseado. El que aún deseaba. El dios escarabajo pasó a su lado sin reparar en ella, a diferencia del ejército de dignos que le sucedía.
Sus ojos brillaban con una llama dorada y sus rostros estaban petrificados en sonrisas sombrías. Cuando alzaron sus armas, Nylah vio el reflejo del crepúsculo en los filos de las hojas. Se le echaron encima mientras gritaba con éxtasis, deseando volverse una con ellos para toda la eternidad.
―¡Ahora creo! ―chilló a sus deseados congéneres. El acero se clavó repetidamente en su carne como besos fríos, como bienvenidas al otro lado de la gloria, con una mordacidad que no se podía imaginar, sino solo sentir. Solo vivir.
"Ahora creo", pensó con cada mordisco. Sus hermanos la rodearon y apuñalaron, apuñalaron, apuñalaron... "Ahora creo".
Ahora se había recompensado la fe.

Asenue iba a perder.
No porque fuesen más hábiles que ella, aunque sus adversarios estuvieran entre los mejores guerreros a los que nunca se había enfrentado, campeones expertos que no habían perdido facultades tras la muerte. Ella misma era una maestra en su mejor momento de forma y adiestramiento.
No porque luchase en desventaja contra dos oponentes. Había elegido su estilo de combate con dos armas precisamente por su utilidad para enfrentarse a varios contrincantes. Incluso se sentía exultante mientras desviaba golpes, esquivaba y respondía, notando que sus muñecas eran una extensión de su mente y sintiendo cómo sus músculos se relajaban y tensaban para sobrevivir y realizar otra parada, lanzar un nuevo tajo y respirar una vez más. "Respira otra vez".
No, iba a perder aquella lucha porque era humana. Y ellos no lo eran.
Los hombros le dolían. Los pulmones le ardían. Las piernas le temblaban. Recordó una advertencia de su antigua instructora de combate.
¡Vuestros músculos más importantes no están en los brazos ni en los hombros ni en la espalda, hatajo de ineptos! ¡Están en las piernas! ¡Si se os cansan las piernas, daos por muertos!
Las piernas de Asenue estaban muy muy cansadas.
Iba a perder. Iba a morir.
Tarde o temprano. Pero no ahora. No ahora mismo. "Respira otra vez".
Apenas minutos antes, miles de criaturas de pesadilla con armaduras azules y rostros de calavera habían irrumpido en las calles de Naktamun masacrando a todo el que encontraran en su camino. Los ángeles los habían llamado "eternos". Asenue había visto morir a camaradas de simiente, amigos y conocidos, todos ellos víctimas de las armas de los invasores.
"Os quiero, ahora en el fin, tanto si os conozco como si no. Os quiero a todos".
Aquel amor la había empujado al combate. La gente había muerto en el asalto inicial, seguía muriendo mientras huía despavorida, moría rogando a sus dioses. Los eternos mataban sin cesar, sin un ápice de compasión que detuviera sus armas.
Asenue se había lanzado al combate y había atraído la atención de dos eternos, pero un sinfín de ellos continuaron marchando por las calles y prosiguieron con la matanza. Como mínimo, podría detener a aquellos dos.
Sin embargo, parecía que ni siquiera lograría eso. No sucumbiría bajo sus filos; al menos, no fácilmente. No acabarían con ella enseguida... pero eran demasiado hábiles como para derrotarlos. En los alrededores, otros guerreros se unían a la batalla en las calles, pero Asenue oía sus respiraciones entrecortadas, el entrechocar del acero y sus últimos estertores.
Nadie acudiría a socorrerla.
Pero su salvación no importaba. Por cada instante que luchaba, otra persona no moría y tenía un momento más. Un momento para sobrevivir, para buscar refugio.
"Tiene que haber algún lugar seguro, ¿verdad? Tiene que...". No era el momento de pensar en eso. "Respira otra vez".
Unos minutos antes, una eternidad antes, el pánico había amenazado con abrumarla. Era fuerte y hábil y estaba acostumbrada a luchar durante horas día tras día como parte del entrenamiento. Pero nunca había combatido sin descanso, sin un solo momento de respiro ni contra oponentes más rápidos, más fuertes y que no sudaban ni se fatigaban ni cometían errores.
El pánico había crecido en su interior hasta que descubrió su nuevo mantra. Entonces, su respiración se había calmado, el dolor de los hombros se había alejado de sus pensamientos, el fuego de los pulmones se había aplacado y sus piernas habían seguido moviéndose sin parar, sin parar, sin parar, impulsadas por pura fuerza de voluntad.
"Respira otra vez".
Asenue vio a una, dos, tres personas huyendo a toda prisa entre los escombros de un edificio, ilesas. No tuvo tiempo de desearles buena suerte ni de pensar que ojalá sobrevivieran para ver un nuevo amanecer. Le dolía respirar. Le dolía moverse. Tenía las piernas demasiado cansadas.
"Respira otra vez. Respira otra vez. Respira... otra...".
Act of Heroism

―¡Makare! ¡Makare! ―Desesperado, Genub gritó el nombre de su amada al cielo rojo oscuro. A lo lejos vio a los asesinos de armadura azul, cuyas grotescas siluetas eran una mofa de sus antiguos seres. Sabía que enfrentarse a ellos suponía morir, pero si no lograba encontrar a Makare, aceptaría la muerte gustosamente.
Se habían prometido el uno a la otra meses atrás, pronunciando las dos sinceras palabras que estaba prohibido decir. Los sacerdotes lo consideraban una ofensa contra el Dios Faraón, pero a los enamorados no les importaba. Para ellos no había nada comparable al amor que se profesaban: ni las pruebas, ni sus camaradas de simiente ni el mismísimo Dios Faraón.
Aquella noche lejana, en la pacífica arboleda donde se habían encontrado, los grandes ojos castaños de Makare se habían convertido en la única luz que deseaba seguir.
―Siempre estaré a tu lado, Genub ―había dicho ella. Genub no sabía cómo podrían conseguirlo, cómo podrían continuar juntos y evitar las pruebas, pero en aquel momento no le había importado.
―Siempre estaré contigo, Makare. ―Al afirmarlo, se había sentido más convencido de que lo harían realidad. Su amor era más verdadero que ninguna otra cosa en Naktamun.
Y ahora, Makare había desaparecido. Tras la muerte de Oketra, alguien había gritado que encontrarían refugio en un viejo templo en las afueras de la ciudad. Habían corrido junto a un gran número de fugitivos y el corazón de Genub se había desbocado de terror mientras estrechaba con fuerza la mano de su amada.
"Mientras sigamos juntos...". Se había aferrado desesperadamente a aquel pensamiento. Si estaba con ella, todo iría bien.
Entonces, la multitud había comenzado a chillar cuando los eternos aparecieron por todas partes, marchando con espadas, hachas y guadañas en alto. Una de ellos, una antigua naga, había saltado y aterrizado serpenteando ante Genub y Makare; su repentino hechizo de fuego azul había desintegrado a dos personas que corrían a la cabeza del grupo.
Spellweaver Eternal
Genub no recordaba qué había sucedido después de eso, solo que había corrido y corrido. El terror no había dejado lugar para ningún otro pensamiento. Cuando se detuvo a respirar, Makare no estaba allí.
Le había fallado. La había abandonado.
―¡Makare! ―gritó girándose bruscamente a un lado y a otro, desesperado por encontrarla.
"¡Ahí está!". Cruzó a toda prisa una plaza en ruinas, hacia sus inconfundibles cabellos castaños y su atuendo con ribetes broncíneos. Mientras corría a socorrerla, vio al grupo de eternos que comenzaba a rodearla, pero nada lo detendría esta vez, incluso si tenía que luchar contra todos ellos.
Cuando estiró un brazo para tomarla de la mano y emprender la huida juntos, Makare se volvió hacia él. La hermosa luz castaña de sus ojos se había convertido en un gélido resplandor azul. En su mirada no había rastro de amor. Solo entonces, Genub reparó en el hacha que Makare empuñaba, manchada con trozos de carne sangrienta, y luego en la hechicera naga que susurraba al oído de su amada.
Makare levantó el hacha y Genub pensó que aquello era imposible, que podría hacerla volver en sí y romper el hechizo que la había embrujado. Aún podían ser libres. Aún podían estar juntos.
―¡Makare, soy yo! ―Lo único verdadero en el mundo era el amor que se proferían―. ¡Makare! ―Tenía que hacerla volver, tenía que romper el encantamiento―. ¡Makare!
El hachazo cayó con fuerza, sin vacilar. Su arma no fue la única que perforó la carne de Genub, pero sí la primera. Cuando el acero descendió, la última imagen que vio fue una sonrisa en el rostro de su amada.
Threads of Disloyalty

Kawit debería haberse rendido tras la muerte de Oketra.
Su diosa había formado parte de su vida desde el principio. La amabilidad, la ternura y la presencia de la deidad la habían ayudado a mejorar constantemente como persona. Conocer a Oketra, venerarla y disfrutar de su luz habían sido unas constantes tan verdaderas como los soles del cielo... Hasta que la luz de Oketra se había apagado, extinguida por el aguijón venenoso de un escorpión abominable.
Kawit debería haber sentido desesperación y pánico. Sin embargo, lo único que sentía era rabia, una furia ardiente y consumidora que calcinaba todas las dudas y el miedo en su fulgor incandescente.
Se había arrodillado junto a Oketra mientras la savia vital de la diosa la abandonaba; sus ojos ya se habían tornado grises y apagados. No había más vida en la plaza. La mayoría de la gente había huido ante la llegada de los eternos, pero Kawit permanecía allí. Lo único que deseaba era ver a su diosa una última vez. Un grupo cada vez mayor de ungidos se reunía en torno a la deidad, aplicando aceite en su piel y vendándola para prepararla de cara al destino que quisiera que aguardase a las divinidades caídas.
En medio del proceso, ningún muerto prestó atención a Kawit cuando recogió una de las flechas de Oketra, lo bastante larga como para semejar una lanza en manos de la humana. Aunque ya no estaba imbuida con la luz divina de Oketra, Kawit aún sentía una energía vibrante en su interior, un eco de la presencia de la diosa.
Era una guerrera devota de Oketra, orgullosa y poderosa. Y aquel día vengaría a su deidad.
Oyó un chasquido retumbante a sus espaldas y se volvió a tiempo de ver a un eterno minotauro cargando contra ella a toda velocidad, hacha en mano. Kawit apenas consiguió levantar su nueva lanza para detener la embestida.
Without Weakness
El minotauro se estrelló contra la punta de la lanza y Kawit sintió un estallido de poder. Con un destello de luz blanca, el minotauro se desintegró y el poder de Oketra redujo a polvo la armadura de lazotep.
Kawit se quedó de pie, jadeando mientras su furia continuaba medrando. No la saciaría hasta acabar con el último de los eternos.
Y entonces lo vio.
Primero fueron los cuernos, la larga silueta curva que sus ojos conocían tan bien. Aquellos cuernos estaban por todas partes y sabía que solo podían pertenecer a una entidad.
Aquel era el mismísimo Dios Faraón.
Omniscience
Era inmenso, mayor que cualquier dios. Un extraño huevo dorado flotaba entre sus cuernos serpentinos. Y era un dragón. Su mente dudó por un segundo y se preguntó si no se trataría de un farsante, de una fuerza maligna que había suplantado al Dios Faraón. ¿Aquel impostor había causado la destrucción de la ciudad y convertido el Luxa en sangre? ¿Aquel impostor había provocado la muerte de su querida y bella diosa?
La lucidez de su ira le proporcionó la respuesta, y esta la golpeó con tal fuerza que Kawit comprendió la verdad inmediatamente.
"Ese dragón no es un impostor: es nuestro Dios Faraón. Es el ser al que hemos venerado toda nuestra vida". El estómago se le revolvió y la sangre le hirvió en la cabeza.
Kawit rugió su desafío a los cielos oscuros y alzó su lanza contra el Di... No, aquel nombre ya no tenía sentido: contra el dragón.
―¡Te mataré! ―proclamó antes de salir corriendo hacia él a toda velocidad.
Su grito atrajo la atención de un gran grupo de eternos que corrieron, serpentearon y volaron a interceptarla.
"Oketra, velad por mí. Otorgadme fuerza". Kawit no sabía a quién rogaba en realidad, pero eso no menguó la confianza que Oketra le proporcionaría.
Y la diosa respondió. Un escudo brillante y ondulante envolvió a Kawit, una manifestación tangible del poder y el amor de Oketra. Los eternos se estrellaron contra la barrera y salieron despedidos mientras Kawit continuaba cargando contra el dragón.
"Oketra, ayudadme a abatir a mi enemigo". Kawit arrojó la lanza y esta voló con una velocidad y una precisión que sabía que no podría conseguir por sí misma. El arma centelleó en el cielo como si hubiera salido disparada del arco de la diosa y continuó su trayectoria hacia el cuello del dragón desprevenido.
Oketra's Avenger
Los eternos que la rodeaban seguían arremetiendo en vano contra el escudo de fuerza. El amor de Oketra la protegía. Kawit vengaría a la diosa ese mismo día.
En el último instante posible, el dragón giró la cabeza hacia el proyectil y este se detuvo de repente en pleno vuelo. La lanza cayó en picado, neutralizada, y se partió en dos al golpear la roca.
El dragón observó por un segundo el arma rota y entonces habló con una voz retumbante cual tempestad.
―En otro mundo, niña, en un momento distinto... ―Entonces hizo una pausa y le dedicó un instante de atención―. Quizá me habrías resultado útil. ―No había odio ni cólera en su mirada, sino un divertimento frío. Finalmente, le dio la espalda y continuó su camino, olvidando que aquella humana había existido.
Aquel desinterés consiguió lo que una granizada de furia no había logrado. Kawit se desmoronó bajo el peso de la indiferencia del dragón, atónita al comprender cuántas cosas de su vida había destruido él sin emoción alguna. Morir desgarrada con furia y decisión habría sido más compasivo.
Cayó de rodillas casi inconscientemente y su escudo empezó a desvanecerse. Parpadeó una última vez y entonces desapareció.
Los eternos se aproximaron, pero Kawit no tenía fuerzas suficientes ni para gritar.
Merciless Eternal

Amenakhte oyó pasos, pisadas ligeras en lugar del tintineo del metal contra la piedra, y pensó que podría resultar seguro decir una palabra. En cuestión de minutos, no sería capaz de articular nada en absoluto.
―Ayuda... ―masculló con la boca llena de sangre, que gorgoteó junto con la palabra, apenas comprensible. Quizá sería más fácil morir, pero entonces recordó al niño que se ocultaba debajo de él, al valiente y astuto joven que incluso ahora permanecía en silencio, prudente para no llamar la atención de los asesinos.
Mientras la sangre manaba de su boca, Amenakhte se dio cuenta de lo sediento que estaba, de cuánto bien le haría un trago de agua. "Todo irá bien. Solo necesito un poco de agua".
―Ayuda ―repitió con más fuerza y claridad. Pronunciar la palabra requirió un mayor esfuerzo que cualquier otra cosa que había hecho aquel día, incluso si únicamente en la última hora había luchado por toda una vida.
Alguien le dio la vuelta y ahogó un grito. Amenakhte miró a su salvadora, pero tenía la vista nublada. Solo pudo distinguir que se trataba de una humana, no de un eterno del ejército que había segado las calles.
―Por favor... ―Tosió y escupió más sangre―. Por favor, salva al niño.
Había intentado escapar de la muerte. Todos lo habían intentado, pero las langostas, la destrucción de la Hekma, la caída de los dioses... Había sido demasiado. El mundo, todo lo que creían sobre él, les había sido arrebatado en cuestión de un día.
Así que huyeron. Y entonces descubrieron el auténtico terror de las Horas, el auténtico significado del regreso del Dios Faraón. Los eternos caminaban entre ellos, innumerables como las langostas, homicidas como el dios escorpión y despiadados como debía de ser el propio Dios Faraón. Sus hojas centelleaban, sus hechizos estallaban y sus víctimas morían.
Amenakhte era grande y poseía los hombros anchos y el torso fuerte de un guerrero, pero no era hábil luchando y nunca había sido valiente. Los eternos mataban indistintamente a fugitivos y a quienes presentaban batalla, y Amenakhte había sido presa del miedo hasta que vio al niño llorando en plena calle.
No era su hijo. Estaba seguro. Había visto a su hijo una vez, pocos años antes, aunque aquellos encuentros fortuitos solían ser irrelevantes y nadie hablaba de ellos. Sin embargo, se había fijado en los hombros anchos del niño y en su abundante cabello moreno, tan parecido al suyo. "Ese joven es mi hijo". Su corazón había rebosado orgullo aquel día, a pesar de que no podía compartirlo con nadie; ni siquiera con la madre del pequeño, a quien rara vez veía.
El niño que había visto llorando en las calles no tenía cabellos morenos ni hombros anchos y fuertes, pero algo había conmovido a Amenakhte como en el día en que había reconocido a su propio hijo. Los eternos habían comenzado a marchar por ambos extremos de la calle, con sus armas reflejando la luz de los soles y sus pies metálicos resonando duramente contra la piedra.
Amenakhte había corrido hacia el niño para llevárselo y ponerlo a salvo, pero los eternos estaban por todas partes y sus hojas habían descendido sobre él. Solo había tenido tiempo de interponerse entre el diluvio de acero y el niño para protegerlo de todas las puñaladas.
"Seré tu escudo, pequeño".
Había sufrido todas las perforaciones, todos los cortes, pero ¿acaso no era ancho de hombros? ¿No era de constitución fuerte? Con cada puñalada, había pensado en el niño que protegía y su única esperanza había sido mantenerlo con vida.
Tras unos segundos que habían parecido una eternidad, la violencia había cesado y el estruendo metálico se había alejado. Amenakhte no se había atrevido a moverse por temor a atraer de nuevo a los eternos, pero pronto había descubierto que no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. El niño había permanecido en silencio, sin dejarse vencer por el pánico. Ni siquiera ahora se movía. "Qué valiente y astuto. Te salvaré, joven".
Y ahora, la mujer estaba allí y Amenakhte dejaría al niño en sus manos. Entonces podría morir finalmente.
La mujer no dijo nada, pero se arrodilló a su lado y le estrechó una mano. Tenía los dedos cálidos y suaves. Eran casi tan agradables como un trago de agua. Amenakhte levantó la vista hacia su rostro y, aunque no podía verla bien, sabía que era hermosa.
―¿Salvarás... al niño? ―Era extraño, pero las palabras fluían con más facilidad que antes; brotaban como la sangre. La mujer asintió y, aunque lo veía todo borroso, Amenakhte distinguió que estaba llorando.
"No sientas lástima por mí", quiso decir. "Vamos, llévate al pequeño". Sin embargo, sus labios se negaban a moverse.
La mujer se inclinó sobre él y le susurró al oído.
―El niño está... Estará bien ―sollozó ella―. Yo lo... Lo salvaré.
Al igual que sus manos, su voz era cálida y líquida, cual gota dorada de miel lamida del panal. Amenakhte notó que su vista se atenuaba e intentó beber del rostro de ella, de su hermoso rostro, un último rayo de sol antes de caer en la noche vasta, oscura y eterna.

Amonkhet: Favor

Tres dioses han sucumbido desde que el Portal al más allá se abrió y reveló horrores inimaginables. Hazoret la Ferviente y Bontu la Venerada son las únicas que quedan para proteger a los mortales de Amonkhet. ¿Serán capaces de impedir la masacre hasta que el Dios Faraón regrese para defender a su pueblo?


La desesperación hizo caer de rodillas a la diosa.
Por tercera vez en el mismo día, un dolor insoportable la invadió y mermó sus fuerzas, corroyendo su corazón y su espíritu.
"Otro dios ha muerto".
Hazoret observó el horizonte, donde los enjambres de langostas aún mancillaban la luz de los soles. Por todas partes, los horrores del desierto arrasaban las calles de Naktamun y aterrorizaban a los ciudadanos.
Desde que tenía memoria, sus hermanos y ella habían defendido a su pueblo frente a las pesadillas del mundo. Juntos repelían la oscuridad, protegían a los mortales de las maldiciones de Amonkhet y daban caza a las sombras que acechaban más allá de Naktamun.
Sin embargo, el cuidador de la Hekma había caído.
La arquera dorada, la hermana cuyas flechas abatían a cualquiera que amenazase la ciudad, había caído.
El viajero indómito, el más fuerte de los hermanos y guardián del desierto, había caído.
"Bontu y yo somos las únicas que quedamos".
Una miríada de súplicas resonaban en su mente. La avalancha de miedos mortales recaía sobre sus hombros y crecía en peso y volumen cada vez que un dios fallecía.
Hazoret apretó los dientes y se obligó a levantarse. No podía rendirse; no ahora, cuando sus hijos la necesitaban más que nunca. No cuando parecía que todas las promesas del Dios Faraón se estaban rompiendo y sus hermanos caían uno tras otro a manos de una deidad oscura.
"Tengo que velar por mis hijos. Tengo que proteger a Bontu".
Hazoret cerró los ojos y abandonó.
Abandonó su autocontrol. Abandonó la moderación. Abandonó todo rastro de duda e incertidumbre y se arrojó hacia delante, precipitándose hacia el fervor, hacia la acción, hacia la furia, la llama y la danza irrefrenable de su frenesí de combate. Su lanza de dos puntas atravesó a incontables momias del desierto mientras cargaba por la ciudad como un relámpago dorado que surcaba las calles. El llanto de un niño la hizo saltar una avenida de lado a lado para protegerlo del derrumbe de un muro y llevarlo a los brazos de sus camaradas que huían. Un infernal gigantesco emergió del suelo destrozando varios edificios y se lanzó a por un grupo de ciudadanos. Con una palabra y un pensamiento, Hazoret liberó una ráfaga de fuego que voló hacia el monstruo y lo redujo a cenizas.
Chaos Maw
Luchó con toda la furia de una deidad desatada. Los mortales se reagrupaban allá por donde pasaba y luchaban con fervor renovado; la presencia de Hazoret avivaba su cólera y su poder. Mientras ensartaba en su lanza a un horror del desierto, un remolino de acero atrajo su atención. Una mortal que blandía dos khopeshes se abría paso a cuchilladas entre una manada de hienas reanimadas, moviéndose a una velocidad sobrenatural. Las bestias lanzaban dentelladas y gruñían a su alrededor, pero la humana acabó con ellas fácilmente esquivando sus mandíbulas, cercenando tendones y cortando sus extremidades para incapacitarlas.
Cuando la mujer clavó sus armas en la última hiena de la manada, Hazoret por fin vio su rostro: era Samut, la disidente; Samut, quien había blasfemado contra el Dios Faraón; Samut, quien le había preguntado "¿es eso el paraíso?" cuando el Portal se abrió para revelar los yermos y desatar el terror que ahora los consumía.
La mortal levantó la cabeza tras terminar su macabro trabajo y sus ojos se cruzaron con los de Hazoret. El campeón Djeru corrió para alcanzar a Samut y también levantó la mirada hacia la diosa.
―¡Gran Hazoret, ¿qué podemos hacer?! ―preguntó la humana en voz alta.
La deidad observó el caos que se extendía por su amada ciudad.
Defendeos unos a otros, hijos míos. Llevaos a quienes podáis y buscad refugio en las arenas del desierto. Debemos sobrevivir hasta que el Dios Faraón regrese para enmendar este mal.
―El Dios Faraón no va a...
No tenemos tiempo para palabras ni dudas ―aseveró Hazoret con toda su fuerza de voluntad. Samut y Djeru se inclinaron sumisamente ante su diosa, silenciados por el poder de esta.
Hazoret suspiró y se tranquilizó mínimamente. Se arrodilló y atravesó a la humana con su mirada.
Eres fuerte, Samut, y de voluntad firme. Emplea esa fuerza para proteger a tus congéneres. Amonkhet te necesita. También a ti, Djeru, mi último campeón.
El rugido escalofriante de una sierpe de arena atrajo la atención de Hazoret. La diosa preparó su arma y se levantó.
―Obedeceremos, gran Hazoret. Defenderemos a nuestros hermanos y hermanas ―respondió Djeru con voz clara y decidida. En cambio, Samut todavía miraba a la diosa con dudas en los ojos.
―¿Y quién os protegerá a vos? ―preguntó la mortal.
Una pequeña sonrisa revoloteó por el rostro de la deidad.
Marchaos y luchad. Yo sobreviviré.
No muy lejos de allí, un monumento se vino abajo cuando varias sierpes de arena chocaron contra él, persiguiendo a un grupo de visires cuyos hechizos eran inútiles contra sus duras escamas. Hazoret no dio tiempo a Samut y Djeru para protestar y emprendió la carrera contra las bestias profanadoras, con su arma y sus llamas preparadas y un grito de batalla en la garganta.

"No es suficiente".
Por cada vida mortal que salvaba, sabía que una decena de ellas se perdían. El corazón se le encogía de temor y tristeza. Cada muerte vacía provocaba una nueva punzada de culpa en ella. Muchas de las víctimas eran niños demasiado jóvenes como para haberse enfrentado a las pruebas. Se suponía que la Hora de la Gloria ofrecería a los mortales una última oportunidad de demostrar que eran dignos, pero los había convertido en presas, en víctimas del hambre incesante del desierto. Cada muerte se traducía en un nuevo individuo que sufría la cruel maldición de los errantes, condenados a regresar como muertos vivientes y perseguir a los mismos amigos por quienes habían perecido luchando.
Hazoret anhelaba el regreso de su Dios Faraón. ¿Qué había podido ocurrir para causar su demora? ¿Sería posible que los tres dioses invasores hubieran saboteado la gran labor que mostraría la senda hacia el más allá?
Hazoret negó con la cabeza. "Él jamás nos abandonaría".
Su mirada vagó hacia el corazón de la ciudad, donde el trono vacío del Dios Faraón se alzaba majestuosamente. Otro recuerdo de su promesa de regresar.
Ahora estaba cubierto de langostas, una mancha negra sobre el horizonte rojo sangre.
Un rugido gutural surgió de la garganta de Hazoret cuando prendió el aire de los alrededores y envió una llamarada para limpiar el trono. Un sinfín de langostas se desintegraron en el fogonazo, pero el humo apenas se había despejado antes de que un enjambre aún mayor reemplazara al que la diosa había calcinado.
Forbid
Por todas partes, Naktamun continuaba sucumbiendo.
La desesperación caló en el corazón de Hazoret. Los ruegos en su cabeza se habían vuelto ensordecedores, un estruendo solo igualado por el zumbido de las langostas.
Y así, la diosa rezó.
Rezó para que el Dios Faraón regresase. Para que cumpliera la profecía. Para que llegase y trajese orden al caos una vez más.
Y mientras rezaba, por encima del trono, el cielo onduló como distorsionado por un espejismo. Con un retumbo grave, el aire se quebró. Una mota de vacío negro se manifestó en el aire del desierto; un minúsculo agujero en el tejido de la realidad.
El vacío creció y el cielo rojo alrededor de él se consumió y desmenuzó como papel quemado, descomponiéndose en la nada. Desde el agujero se extendieron grietas y un crepitar de energía azul que refulgió y se fundió en negro, dejando marcas de quemaduras en el aire. Los fragmentos de realidad seguían desapareciendo en el agujero, precipitándose hacia el olvido mientras la grieta creciente consumía el espacio sobre el trono hasta formar un inmenso portal.
De él surgieron en primer lugar unos cuernos dorados, relucientes e impecables. A continuación emergió la silueta perfecta del dragón, enorme y ágil; sus grandes alas y afiladas garras irradiaban poder.
El Dios Faraón había regresado.
Behold my Grandeur
Hazoret alzó los brazos con júbilo mientras las alabanzas danzaban en sus labios. En verdad era tan majestuoso como lo recordaba: su inmensa silueta dorada encarnaba la perfección. En su mente, las voces que gritaban desesperadamente callaron de forma súbita y un éxtasis reverencial se propagó entre los mortales de la ciudad. Las voces de Amonkhet clamaban de alivio y regocijo.
El Dios Faraón aterrizó ante su trono y sus garras repiquetearon contra la piedra pulida. Bajó la mirada y contempló la marea de muerte y desolación que arrasaba Naktamun.
Y entonces sonrió.
Imminent Doom
El pavor se adueñó de Hazoret. Las últimas palabras de Rhonas acudieron a su mente mientras observaba cómo una oleada de mortales desesperados corrían hacia el dragón entre gritos de exultación. El Dios Faraón inclinó la cabeza hacia ellos, alzó una garra y Hazoret sintió cómo el aire crepitaba con energía.
Una chispa de luz violeta prendió entre los dedos del Dios Faraón y del cielo cayó un diluvio de llamas oscuras que consumieron todo aquello que tocaron.
Torment of Hailfire
Las alabanzas de los ciudadanos se convirtieron en alaridos cuando la destrucción descendió desde los cielos.
Hazoret corrió hacia los mortales más próximos y se inclinó sobre ellos para tratar de protegerlos de aquella magia devastadora. Con un giro de su lanza, conjuró un escudo de arena y llamas que se arremolinó en torno a ella y Hazoret apretó los dientes mientras el hechizo del Dios Faraón caía en los alrededores.
Los mortales a sus pies chillaban y gemían y la mente de la diosa trabajaba a toda prisa para asimilar aquel giro de los acontecimientos.
"El Dios Faraón ha regresado, pero solo trae la destrucción. Las Horas transcurren y las profecías son falsas, una manipulación oscura y perversa de sus auténticas intenciones".
Una jaqueca la abrumó cuando intentó recordar el pasado, cómo era el Dios Faraón antes de haberse marchado. El escudo flaqueó cuando Hazoret perdió la concentración al pensar en la advertencia final de Rhonas y las dudas de Samut. Tanto el dios como la mortal habían hablado en contra del Dios Faraón, pero cuando Hazoret intentaba sopesar sus palabras, la cabeza le estallaba de dolor. La imposibilidad de que el Dios Faraón no fuese justo y bondadoso contradecía lo que le mostraban los sentidos.
"Trae la destrucción de su pueblo, de sus hijos".
Hazoret levantó la vista hacia el Dios Faraón. Su hechizo al fin había cesado y sus ojos vagaron hacia el Portal al más allá, en la lejanía. Hazoret siguió la mirada y, para su sorpresa, el tercer dios, el que tenía cabeza de escarabajo, aún estaba ante el Portal. A pesar del caos que se había desatado en torno a él, permanecía espeluznantemente inmóvil, cual estatua añil en medio del pandemonio. El Dios Faraón extendió las alas y dobló las rodillas, dispuesto a levantar el vuelo.
¡Salve, Nicol Bolas, Dios Faraón de Amonkhet!
Aquellas palabras atrajeron la atención del dragón y desconcertaron por completo a Hazoret. Bontu se aproximó al trono con paso firme y se arrodilló ante el Dios Faraón. Hazoret se llevó las manos a la cabeza y la estrechó con fuerza para tratar de pensar con claridad. El nombre que Bontu había pronunciado, Nicol Bolas, había provocado otra oleada de dolor insoportable. La diosa estaba segura de algo: una magia desconocida retenía sus recuerdos.
Os he servido fielmente en vuestra ausencia, gran Dios Faraón ―dijo la voz áspera de Bontu en medio del estruendo―. He cosechado únicamente a los más ambiciosos y poderosos para ser dignos de serviros. He erradicado a los disidentes de todas las simientes y purgado Naktamun de aquellos que arruinarían vuestra labor. Y he mantenido los hilos que entrelazasteis en el tejido de mis hermanos. ―Bontu hizo una profunda reverencia―. Soy vuestra, Nicol Bolas. Vivo para serviros. Ordenad, y será cumplido.
Mientras escuchaba a Bontu, Hazoret aferró su lanza con más y más fuerza. Finalmente, no pudo contenerse.
¡Hermana, ¿qué significa eso?!
El dragón y la diosa se giraron hacia ella y, por primera vez en su vida, Hazoret se sintió diminuta.
El Dios Faraón se volvió hacia Bontu y pronunció sus primeras palabras.
―Mata a tu hermana.
Sin dudar ni por un instante, Bontu levantó una mano y dirigió una ráfaga de energía oscura contra Hazoret.
La diosa del fervor gritó cuando el hechizo la alcanzó de pleno. Sintió cómo su mente se deshacía y los confines del olvido carcomían su cordura, arrancando pensamientos y recuerdos. En el interior de su mente, conjuró fuegos sanadores para detener la expansión de las sombras con una llama cauterizadora.
Oblivion
Hazoret se libró de su lucha mental justo a tiempo de evitar una segunda ráfaga de energía partiéndola en dos con el extremo ígneo de su lanza. Sin embargo, un tercer ataque la alcanzó en un brazo y entorpeció sus movimientos y su mente.
El primer hechizo de Bontu no solo había asaltado la memoria de Hazoret: también había devorado el bloqueo de su mente.
De repente, la diosa lo recordó todo.
La magnitud del engaño de Nicol Bolas y la traición de Bontu cayeron a plomo sobre ella, embotando sus instintos y distrayéndola del combate actual. La culpa de haber dado muerte a sus hijos entorpeció sus movimientos y la rabia impotente de haber descubierto la cruel manipulación de su propio cometido ralentizó sus reacciones. "Bontu lo ha planeado todo", se percató. El primer ataque no había sido un simple asalto mental: su objetivo era distraer a Hazoret para entorpecerla, puesto que siempre había sido más veloz que su hermana, lo suficiente como para esquivar sus golpes y hechizos.
Bontu se había preparado para aquel combate.
El alcance de su traición hizo que la mente de Hazoret hirviera de furia y desesperación.
¡¿Por qué, Bontu?! ―gritó.
Su hermana soltó una risa áspera y chirriante. Para los mortales que la oyeron, sonó cruel y confiada, pero Hazoret oyó desesperación y un deje de tristeza.
¿Has olvidado quién soy, hermana? Yo encarno la ambición. Nicol Bolas destruyó a todos los que se opusieron a él. En lugar de ello, elegí unirme a su poder. Elegí sobrevivir.
¡Elegiste traicionar a tu mundo! ―Hazoret proyectó un chorro flamígero contra Bontu, pero esta absorbió el hechizo con su bastón.
Este mundo es Nicol Bolas. ―Bontu la señaló con su bastón y el fuego surgió de vuelta hacia Hazoret, alterado por la magia necrótica de la diosa―. Y tú no eres digna.
Hazoret retrocedió a toda prisa para evitar las llamas oscuras y se agachó tras las ruinas de un edificio. Oculta en el refugio, se armó de determinación.
En una fracción de segundo, abandonó la cobertura levantando una nube de arena y apareció detrás de Bontu a la velocidad del rayo, lanza en alto y dispuesta a atravesar a su hermana. El arma perforó la carne, pero entonces Bontu se desvaneció entre volutas de humo. Hazoret reculó tosiendo al respirar aquel gas venenoso y buscó a su hermana con la mirada. Las arenas estallaron bajo sus pies y Bontu emergió del suelo, apresándole un brazo entre sus fauces. Hazoret lanzó un grito y la presión de las mandíbulas la obligó a soltar su lanza.
Descargó una lluvia de puñetazos y patadas contra su hermana, pero Bontu resistió mientras una energía mágica recorría sus escamas y la protegía del asalto. En un arranque de inspiración, Hazoret prendió su propio brazo dentro de la boca de Bontu. Con un alarido, su hermana al fin liberó el brazo aplastado y las diosas tropezaron al separarse la una de la otra.
Hazoret recogió su lanza mientras un brazo colgaba en un costado, inutilizado. Bontu respiraba a bocanadas, con las fauces y el rostro chamuscados por la réplica inesperada. Al ver a su hermana alzar el bastón, Hazoret se preparó para otro asalto mágico. Para su sorpresa, el arma brilló, pero no lanzó ningún ataque contra ella.
De pronto, Hazoret oyó una nueva serie de gritos a sus espaldas y se volvió hacia ellos. El corazón se le heló al ver cómo una horda de horrores surgía de las ruinas y las sombras y se cernía sobre los mortales. La magia de Bontu había convocado a las bestias oscuras y las había incitado a matar a todo el que encontraran en su camino.
Hazoret volvió a lanzarse a la batalla como un relámpago, repeliendo a los monstruos y luchando desesperadamente por proteger a sus hijos. Sin embargo, cuando atravesó al primer horror, la criatura reventó e impregnó su lanza de una brea negra. Los demás horrores se abalanzaron sobre Hazoret y se fundieron en una ciénaga densa que la inmovilizó. Hazoret gritó de pura frustración y trató de conjurar calor y llamas, pero la brea solo se endureció y la apresó aún más.
Tu fanatismo y tu compasión te hacen predecible, hermana ―le susurró Bontu al oído. Su bastón golpeó la brea endurecida y Hazoret ahogó un grito cuando el calor y la fuerza abandonaron su cuerpo. Por el rabillo del ojo, vio a Bontu meter la mano en la brea y sintió cómo la apresaba y la arrastraba de vuelta al trono, de vuelta al dragón embaucador. Hazoret intentó resistirse, pero la magia de Bontu drenaba lenta y constantemente su fuerza vital.
Con un empujón, su hermana la arrojó a los pies de Nicol Bolas y se arrodilló de nuevo.
He hecho lo que me habéis pedido, mi Dios Faraón. Existo para servir.
El enorme dragón bajó la mirada hacia la deidad postrada y suplicante. Despacio, levantó una garra... y descargó un rayo de energía oscura contra Bontu. La diosa se desplomó retorciéndose de agonía.
―Tu utilidad ha terminado ―dijo con desprecio el dragón―. Sírveme en la muerte, pequeña diosa.
Nicol Bolas les dio la espalda y se dispuso a dejar atrás a las dos deidades moribundas de Amonkhet.
Bontu soltó un rugido primitivo mientras se arrastraba hacia él, todavía sufriendo convulsiones a causa del dolor. El dragón se volvió y la observó con una expresión de divertimento y superioridad. Los pasos lentos y vacilantes de Bontu cobraron fuerza y la diosa cargó contra Nicol Bolas.
Un monumento se derrumbó en el camino de Bontu y una multitud de muertos vivientes surgió entre los escombros; había tanto momias del desierto como ciudadanos de Naktamun alzados por la maldición de los errantes. La diosa tropezó con los escombros y los muertos vivientes se lanzaron sobre ella. Bontu los apartó a manotazos, pero debilitada como estaba, las criaturas que normalmente no habrían sido más que un estorbo consiguieron derribar a la deidad.
Cuando Nicol Bolas vio desaparecer a Bontu bajo la montaña de muertos vivientes, su fría y cruel risa retumbó en toda la ciudad devastada de Naktamun. Con un batir de alas, se elevó en el cielo y voló hacia el Portal y el dios escarabajo que aguardaba allí.
Hazoret presenció la marcha del dragón mientras oía cómo los muertos vivientes roían y se amontonaban sobre su presa. Sintió cómo su propia vida se apagaba poco a poco.
De pronto, percibió un estallido de poder a su lado y levantó la vista a tiempo de ver surgir una onda de descomposición bajo el amasijo de muertos vivientes. Bontu emergió con violencia de su sepultura, levantándose con un estertor y arrojando hacia el cielo los cuerpos inertes de los monstruos. Su hechizo había acabado con todos los seres vivos y muertos de los alrededores.
Bontu's Last Reckoning
Las miradas de Bontu y Hazoret se cruzaron y la diosa chacal sintió cómo la brea que la apresaba se ablandaba y se derretía.
Y por cuarta vez en el mismo día, un dolor insoportable invadió a Hazoret y le atravesó el vientre cuando Bontu falleció y el hechizo necrótico del dragón cortó las últimas líneas místicas que unían a la diosa al mundo.
Hazoret era la única que quedaba, el último pilar de Amonkhet.