sábado, 26 de noviembre de 2016

Kaladesh: Contenida

Atraída a su plano natal de Kaladesh por la noticia de que el Consulado pretendía arrestar a los saboteadores de la Feria, Chandra ha descubierto, para su sorpresa, que la renegada a la que perseguía el Consulado era su madre. Sin embargo, el reencuentro se vio interrumpido cuando los soldados del Consulado arrestaron a Pia Nalaar. Mientras que Liliana se marchó por su cuenta, Chandra y Nissa se encontraron con Oviya Pashiri, una antigua amiga de los padres de Chandra, y empezaron a buscar la prisión donde se encuentra Pia. Gracias a los contactos de Oviya entre los renegados, han descubierto que Pia se encuentra en Dhund, unas instalaciones secretas al mando del cruel mago Baral... El mismo Baral que persiguió a Chandra y asesinó a su padre cuando ella apenas era una niña.

La cabeza de Nissa daba vueltas mientras la señora Pashiri las guiaba lejos del ruido y los aromas de la fiesta de Yahenni. Volvieron a la oscuridad de las calles, donde el barullo y el entusiasmo de la Feria de Inventores habían dado paso a la alegre actividad de la noche.
Ghirapur no era tan agobiante como Rávnica, con sus ángulos agudos y sus calles grises. De hecho, se podía apreciar que la ciudad estaba construida pensando en facilitar que la magia (el éter) fluyera entre las calles y los edificios. Además, la arquitectura presentaba numerosas curvas y líneas suaves, que recordaban más a los bosques de Zendikar que las esquinas y giros bruscos de Rávnica.
Aun así, Ghirapur estaba atestada de gente.
Nissa tenía que esforzarse para seguir adelante y sobreponerse a los acontecimientos del día, a la agitación palpable de Chandra y al ajetreo caótico del plano.
—Dhund... —masculló la señora Pashiri—. No podía ser otro sitio...

—Y Baral... —gruñó Chandra—. ¿Cómo es posible? ¿No tendría que haber muerto o... o haberse jubilado después de tanto tiempo? —Hizo una pausa—. Ojalá hubiese muerto. —Mientras caminaba, unas llamas diminutas danzaban alrededor de sus puños, apretados con fuerza—. En un incendio.
—Si el mundo fuese justo, lo habría hecho —añadió la anciana.
—Cuando le ponga las manos encima... —Chandra se mordió la lengua, quizá literalmente—. Lo siento, señora Pashiri.
Nissa se inquietó. Hasta ahora, Chandra solo había dirigido su furia contra los Eldrazi o las criaturas retorcidas y corruptas de Innistrad que también parecían Eldrazi. La idea de que la piromante desatara su ira sobre una persona le parecía preocupante. "¿Cuánto dolor le habrá causado ese hombre?", se preguntó.
—Liliana me insinuó que fuese a por él —comentó Chandra—. Que le encontrara y me vengase. Tendría que haberle hecho caso.
Nissa quería ayudarla, apoyar una mano en su hombro y ofrecerle un mínimo de tranquilidad, pero tenía miedo de... ¿De qué? ¿De causarle dolor, como al tocar una quemadura? ¿O de sentir el dolor de Chandra con más fuerza de la que ya notaba, propagándose entre ellas como un incendio?
—¿Adónde rayos habrá ido Liliana? ¿Qué puñetas es más importante que encontrar a mi madre?
Liliana había mostrado una agitación menos... intensa cuando las había abandonado, pero no menos palpable. Nissa nunca había visto a la nigromante salirse de su calma imperturbable; eso le hacía pensar que el propósito de Liliana, fuese cual fuese, debía de ser muy importante.
—¿Y adónde rayos vamos nosotras? —espetó Chandra deteniéndose de pronto y dando un pisotón que levantó algunas chispas en el suelo adoquinado.
—Tenemos que cruzar al otro lado del río —aclaró la señora Pashiri.
—¿Por qué? ¿Qué hay allí? —preguntó Chandra frunciendo el ceño—. ¿Las antiguas plantas de energía?
—Sí. Y también el secreto peor guardado de Ghirapur. —La señora Pashiri bajó la voz—. El territorio de Gonti.
—¿Quién es ese? ¿O esa? —quiso saber Chandra.
—Gonti es etergénito. Creo que hizo su fortuna como contrabandista; colaboramos una o dos veces hace tiempo. El mercado nocturno de Gonti es una especie de núcleo para el contrabando de éter y los inventores renegados.
—Y ¿para qué vamos ahí? —Chandra estaba exasperada y se tiró del pelo de la sien, lo que prendió más lenguas de fuego junto a su cabeza antes de que se disiparan en volutas de humo—. ¿Dónde está mi madre?
—Lo siento, cielo, pero estoy guiándome por la información más fiable que conozco. Me han dicho que Dhund se encuentra en los túneles que se extienden por debajo del mercado nocturno.

Chandra parecía afectada por tener que esperar mientras cruzaban el río en un pequeño esquife impulsado por un joven que fingía indiferencia, aunque su rostro delataba un gran interés por cualquier palabra que saliera de la boca de Chandra. La piromante descargaba su frustración dando golpes en el suelo con los pies. Sus manos tampoco paraban quietas y parecía que incluso se mordía la lengua para no decir nada que pudiera delatarla.
Durante esos escasos minutos alejadas de las luces, el ruido y la gente de la ciudad, Nissa levantó la vista hacia las estrellas y los remolinos azulados de la eteresfera y sintió una gran calma... solo perturbada por la preocupación de que Chandra prendiera fuego al bote en un arrebato de furia e impaciencia. La mayor corriente de éter del cielo era un reflejo casi perfecto del curso del río y Nissa pudo sentir la concordia entre ambos, como si el éter y el agua fueran compañeros de viaje.

Pensó en Ashaya, su acompañante elemental, el fragmento del alma planar de Zendikar, y se preguntó (no por primera vez) por qué había aceptado marcharse de su mundo natal y embarcarse en la locura de aquel viaje junto a un grupo de humanos. Habían logrado grandes cosas juntos, desde luego, y admitía que podían colaborar de manera muy eficiente. Cada uno de ellos aportaba sus propias virtudes al equipo y ayudaba a compensar las debilidades de los demás. Disfrutaba formando parte de aquello, de un propósito mayor y más importante que ella misma. En cierto modo, era como estar vinculada al alma de un plano, unidos por una causa superior.
Sin embargo, durante el caos de la lucha contra los Eldrazi había encontrado pocas oportunidades para poner en orden los lazos emocionales del grupo. Evidentemente, eran lazos... complicados. Encontrar su propio lugar en aquella red de relaciones resultaba agotador. Era completamente distinto de la comunión sencilla y sin palabras que había compartido con Ashaya, tan espontánea como un simple contacto.
Cuando tocaba a Ashaya, la energía, el maná... No, la vida fluía entre ellas y las unía, conectando a Nissa con la esencia natural de Zendikar. Lo más parecido que había logrado con alguno de los Guardianes era la comunicación sin palabras con Jace, cuyos pensamientos podían proyectarse en la mente de Nissa y viceversa. En el fragor de la batalla junto a los demás Planeswalkers, con Jace facilitando la comunicación entre ellos, Nissa podía controlar el flujo del maná entre el grupo. Podía sumergirse en el flujo y formar parte del esfuerzo colectivo. Chandra y ella habían formado un poderoso vínculo en aquellos momentos, al exponerse juntas al flujo de magia de los planos.

La comunicación cara a cara, en cambio, resultaba mucho más difícil, ya fuese con Chandra o con los demás. La gente esperaba realizar sus interacciones diarias a un nivel superficial. Al igual que Jace no utilizaba su magia mental para reemplazar las conversaciones cotidianas, Nissa no podía contar con forjar vínculos profundos mientras el grupo desayunaba en el hogar de Jace. Y cuando Chandra se mostraba tan molesta y agitada como ahora, Nissa temía que formar un lazo con la piromante fuese como abrir una compuerta a una marea de fuego.
Suspiró y se sumió en el flujo que la rodeaba, acogida entre el éter de las alturas y el agua de la tierra. Sintió los latidos del corazón de Kaladesh y todo lo demás se desvaneció.

Nissa trató de aferrarse a ese lazo mientras la señora Pashiri las guiaba por la multitud del mercado nocturno de Gonti, pero lo perdía con cada paso que daba entre inventores que promocionaban sus últimos inventos y contrabandistas que ofrecían suministros ilegales de éter a muy buen precio. El ruido le martilleaba en los oídos y los olores de la muchedumbre asaltaban sus fosas nasales, mientras que Chandra era un horno de emociones que creaba su propia burbuja de calor en medio de la marea de cuerpos.
Mientras la señora Pashiri preguntaba a otro contacto (un enano gruñón al que parecían haberle arrancado un trozo de oreja de un mordisco) cómo podían llegar a Dhund, Nissa levantó una mano indecisa hacia el hombro de Chandra. Quería... No estaba segura. Quería calmarla de alguna forma; llevar parte de su preocupación, si fuera posible, y compartir la carga que afligía a Chandra. Sin embargo, el calor que emanaba de su armadura metálica hizo que Nissa apartara la mano e imaginase la compuerta que contenía el fuego.
—Chandra —prefirió decirle—, en Rávnica me preguntaste... Querías que te ayudara... Buscabas la forma de calmarte.
—Ahora no quiero calmarme —espetó Chandra volviéndose hacia ella con los ojos en llamas y la cara en tensión—. Quiero encontrar a mi madre. —Se fijó en el rostro de Nissa por unos segundos ("¿qué busca?") antes de darle la espalda—. Pero tú no lo entiendes —masculló.
"Supongo que no", pensó Nissa. Cerró los ojos y trató de ignorar el ruido, los olores y la amalgama de colores mientras respiraba hondo.
"Interesante". El éter trazaba estelas serpenteantes en los alrededores, mecido por ráfagas sueltas de aire y dirigido a través de sistemas de ventilación. "Me pregunto si...".

—Nada —dijo la señora Pashiri mientras el enano desaparecía en la oscuridad de un callejón—. Todos sospechan que Dhund está cerca de aquí, pero nadie sabe cómo llegar... o nadie quiere decírmelo. Tal vez si encontramos a... —dejó en el aire mientras echaba un vistazo entre la multitud.
—Sé cómo llegar —afirmó Nissa abriendo los ojos. Al oírlo, la señora Pashiri enarcó las cejas, sorprendida, pero Chandra frunció el ceño.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —le soltó a la elfa—. Maldita sea, Nissa, podrían estar torturando a mi madre. O puede que la hayan matado.
—Te entiendo. —Era la verdad: podía sentir el miedo y la preocupación de Chandra con casi tanta fuerza como cuando Zendikar se había agitado contra la presencia invasora de los Eldrazi—. Y no te he ocultado nada. Acabo de averiguarlo gracias al flujo de éter en la ciudad. Si logro concentrarme...
—Me importa un bledo —ladró Chandra—. ¡Llévanos de una vez!
Si logro concentrarme —insistió Nissa—, creo que puedo encontrar el camino. Quizá incluso pueda orientarnos por los túneles subterráneos.
—¡Pues concéntrate! —Chandra la aferró por los hombros y casi la zarandeó. El fuego de su agitación empujaba la compuerta y ponía las cosas aún más difíciles.
—Chandra, cielo... —intervino la señora Pashiri apoyando una mano tranquilizadora en la espalda de Chandra—. Creo que tu amiga necesita un poco de espacio.
Nissa pestañeó. "¿Su amiga? No somos...".
Ashaya había sido su amiga. Con Ashaya había podido extender una mano y formar un lazo perfectamente casual y natural. Sin esfuerzo. Con Chandra, Gideon o Jace, todo requería un esfuerzo; incluso el simple hecho de entrar en contacto, como acababa de hacer la señora Pashiri.
—Lo siento... —se disculpó Chandra bajando las manos y retrocediendo un paso, pero sin dejar de observar a la elfa con expectación.
Nissa la miró a los ojos y, de repente, todo el dolor, la ira y la frustración de Chandra la quemaron por dentro. Las lágrimas le escocieron en los ojos y apartó la mirada.
—Lo intentaré. —Se dio la vuelta, cerró los ojos con fuerza y apartó sus emociones a un lado apretándose las sienes con los dedos.
De pronto, el mundo se desplegó ante la percepción de Nissa como un mapa extendido sobre una mesa. El éter recorría el plano como una vasta red fluvial, elevándose hacia el cielo en algunos lugares y descendiendo para besar la tierra en otros; a veces reflejaba el curso de los ríos y otras serpenteaba a través de las calles de la ciudad. El éter refinado, de un gusto distinto, fluía por tuberías tanto encima como debajo de las calles. En algunos puntos bajo tierra había pequeños nudos de éter concentrado por donde no fluía con tanta facilidad.

Sin embargo, el éter sí que podía desplazarse por un complejo de túneles. No en forma de corrientes, como en la eteresfera, sino de volutas y afluentes. Nissa lo había sentido debajo de sus pies; apenas era un goteo comparado con el torrente de los alrededores y las alturas, pero estaba allí. Se concentró en esa parte del flujo y empezó a buscar los lugares donde el éter entraba y salía de los túneles.
—Por ahí —dijo al fin, señalando hacia la izquierda.
—¿Cómo lo sabes? —dudó la señora Pashiri.
—Vamos. —Chandra no vaciló y se encaminó hacia el lugar que había indicado Nissa—. ¿Por dónde hay que seguir?
Nissa se apresuró a alcanzarla y la guio hasta un pequeño edificio erigido en el interior de una estancia cavernosa que acogía una sección del mercado. Echó un vistazo de soslayo para confirmar que la señora Pashiri seguía detrás de ellas y se abrieron paso entre el gentío hasta que se toparon con una puerta de acero. Chandra trató de abrirla.
—Cerrada.
—Déjame a mí —dijo la señora Pashiri—. He traído mis herram...
Chandra asestó un puñetazo candente a la manilla y la fundió junto con la cerradura. Nissa tuvo que protegerse los ojos del fogonazo y sintió un calor intenso en la cara.
—Estás llamando la atención —advirtió en voz baja la señora Pashiri.
—Que vengan e intenten pararme —replicó Chandra abriendo la puerta de una patada.
Como en respuesta a su invitación, un hombre alto y musculoso se acercó a zancadas, respaldado por una mole aún mayor de placas metálicas, filigrana y engranajes. El humano apartó a Chandra de un empujón y se interpuso entre ella y la puerta medio fundida. O bien no había visto lo que había hecho Chandra o bien no era lo bastante sensato como para tenerle miedo; Nissa sospechaba de lo segundo. O quizá su sentido del deber fuese lo bastante fuerte como para ignorar su propia seguridad.
—Alto ahí —les dijo—. ¿Adónde creéis que vais?

—A Dhund —respondió Chandra prendiendo las manos y los cabellos y mirando fijamente al hombre—. ¿Se va por aquí?
Nissa vio la sala que había detrás de la puerta. Estaba abarrotada de cosas, pero abandonada, y unas escaleras conducían hacia abajo. Prácticamente podía saborear la débil corriente de éter que surgía de los túneles inferiores.
—Esto es propiedad privada —dijo el matón, aparentemente impávido ante la amenaza de Chandra. Aunque tenía el físico robusto de Gideon, aquel bruto carecía del carisma y el buen humor de su compañero. A Nissa le recordaba más bien a un ogro de Murasa, lo que le hizo sentir nostalgia por su añorado Zendikar.
—¿Por qué no resolvemos esto delante de menos gente? —ofreció la señora Pashiri sujetando al hombre del brazo y llevándolo al interior del edificio.
Estaba claro que el gorila también carecía de la inteligencia de Gideon, o tal vez la apariencia amable de la señora Pashiri le hubiera desconcertado. Mientras se agachaba para pasar por la entrada, Chandra le propinó un patadón en el trasero y el hombre se estampó de bruces en el suelo. El golpe que se dio en la cabeza fue tan fuerte que no volvió a levantarse. Mientras Chandra agarraba a Nissa de una mano y tiraba de ella para que entrara, el autómata del matón trató de acudir en su ayuda. Sin embargo, era demasiado grande para pasar por la puerta y solo pudo agacharse y estirar los brazos para intentar apresarlas. Nissa señaló las escaleras a Chandra y la señora Pashiri y extrajo la magia que latía en la tierra bajo la criatura. Unas enredaderas atravesaron el suelo de hormigón y se enroscaron alrededor de las piernas del constructo, mientras que otras surgieron delante de Nissa y sujetaron los brazos de la máquina. El éter salió silbando del autómata en decenas de pequeños chorros cuando las enredaderas empezaron a desarticularlo.
Nissa corrió escaleras abajo para alcanzar a Chandra y la señora Pashiri y descendieron juntas hacia las profundidades, hasta que aparecieron en medio de un largo túnel.
—¡Lo has conseguido! —exclamó Chandra dándole un abrazo.
Nissa notó en el pecho el tacto aún caliente de su armadura y un mechón de la piromante, que olía a humo, le hizo cosquillas en la nariz. También sintió la presión de un calor diferente: el fuego intenso de la energía inagotable de Chandra, el mínimo atisbo de un auténtico lazo. Chandra se separó de ella y miró a un lado y a otro, hacia las dos direcciones del túnel.
—Y ahora, ¿por dónde? —preguntó.
—No... No lo sé —admitió Nissa.
—¿Cómo que no? Pero ¡si nos has traído hasta aquí!
—Buscábamos los túneles bajo el mercado nocturno y los he encontrado siguiendo el flujo del éter, pero eso no servirá para buscar a tu madre.
—Seguidme y no os demoréis —apremió la señora Pashiri tomando el camino de la derecha—. El autómata no tardará en llamar la atención de la gente.
—Ni en acabar desmontado para vender sus piezas, por lo que recuerdo de los mercados nocturnos —añadió Chandra dedicando a la elfa una sonrisa burlona.

La cabeza de Nissa volvía a dar vueltas. El ritmo frenético de Chandra, impulsado por la urgencia de encontrar a su madre, dejaba a Nissa sin aliento. Cada vez que la señora Pashiri se detenía ante una bifurcación, Chandra caminaba en círculos y sus manos echaban pequeñas lenguas de fuego cuando apretaba los puños. Nissa se preguntó si las habría conducido a una red de túneles abandonados de las antiguas plantas de energía, porque nada indicaba que allí pudiera haber una prisión secreta. En algunos pasadizos vieron personas que parecían falsos renegados vinculados al mercado nocturno y vigilaban sin prestar demasiada atención. La señora Pashiri no tuvo dificultades para distraerlos utilizando pequeños servos o animales de vida fraguada.
—No puede ser el sitio correcto —advirtió—. Es demasiado fácil entrar. Estos ineptos no podrían pertenecer la policía secreta.
—No subestimes la estupidez humana —se mofó Chandra.
—Están muy tensos —añadió la señora Pashiri—. Tienen los nervios a flor de piel y el más mínimo ruido hace que sospechen.
Las dos explicaciones parecían plausibles, pero Nissa no estaba convencida. Cerró los ojos un momento y respiró hondo para tratar de recuperar la calma que había sentido en el río.
—Nada de pararnos a meditar —protestó Chandra tirándole de un brazo.
—A ti tampoco te vendría mal calmarte —objetó Nissa lo más amablemente que pudo, aunque no pudo evitar fruncir el ceño.
—Después, quizá.
—Párate un momento a respirar. Exponte al flujo de energía del mundo. Siente su inmensidad.
—¡He dicho que después! —Chandra se alejó a zancadas.
Nissa se apresuró a seguirla y la señora Pashiri fue detrás de ellas.
—Estás siendo demasiado hermética, Chandra. Como si te hubieras hecho un ovillo y te abrazaras a todo tu dolor y tu miedo.
—¡Pues claro que lo hago! —La furia y el dolor de Chandra volvieron a estallar en llamas—. ¡No puedo calmarme mientras tengan a mi madre!
—Pero estarás en mejores condiciones de encontrarla si...
—¡Es mi madre! —Chandra se giró con violencia y las llamas se acercaron peligrosamente al rostro de Nissa—. Creía que había muerto hace doce años. ¿No lo entiendes? ¿No tienes madre?
Nissa se quedó atónita. Algo la había aferrado por el pecho y ahora la oprimía con fuerza, arrancándole el aire de los pulmones. El arrebato de Chandra pareció menguar cuando advirtió la repercusión de sus palabras.
—Lo siento... —dijo con pesar.
—¿Alguna vez estuviste... en Bala Ged cuando visitaste Zendikar? —preguntó Nissa.
Chandra negó con la cabeza, confusa.
—Era el hogar de los Joraga, mi gente. Cuando Ulamog escapó de su prisión... fue el primer lugar que destruyó. —Tragó saliva con esfuerzo—. Lo redujo a polvo...
—Entonces... ¿Tus padres han...?
—No han desaparecido, o eso nos enseñan los ancianos. Los espíritus de las generaciones anteriores viven entre nosotros. Quiero creer que están ayudando a quienes tratan de recuperar la región... —La voz de Nissa se quebró. La última vez que había visto a su madre había sido mucho antes del despertar de Ulamog. Sabía que algunos Joraga habían sobrevivido, pero nunca había tratado de ir en busca de su madre.
Cuando volvió en sí, Chandra la había abrazado de nuevo, con tanta fuerza que Nissa no pudo ni mover los brazos. Era extraño, pero la presión que sentía en el pecho había disminuido.

La señora Pashiri se detuvo ante un cruce de cuatro túneles idénticos, en algún lugar del laberinto bajo el mercado nocturno de Gonti.
—Sé que no es por ahí —dijo señalando a la derecha—. Tampoco es por donde hemos venido —añadió señalando hacia atrás por encima del hombro—, pero el camino correcto podría ser por cualquiera de esos dos.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Chandra—. Para empezar, ¿alguno de estos túneles lleva a alguna parte?
—Si no lo hicieran, ¿qué sentido tendría vigilarlos? —respondió la señora Pashiri—. He tratado de encontrar el camino siguiendo los túneles que parecen lo bastante importantes como para apostar guardias. Sospecho que estamos caminando alrededor de nuestro objetivo, pero no encuentro la forma de llegar hasta él.
—¡¿Cómo?! —bramó Chandra, tan frustrada que necesitó descargar una ráfaga de fuego hacia el túnel de la derecha. Los rugidos de las llamas y su voz resonaron por los pasadizos—. ¿Hemos estado dando vueltas mientras el Consulado tiene a mi madre? —Giró sobre los talones y agarró a Nissa por los hombros otra vez—. ¡Nissa, haz lo de antes! Siente el flujo de éter, o lo que sea. ¡Tenemos que encontrarla!

—Lo intentaré —respondió la elfa con gesto dolorido por el calor que desprendían las manos de Chandra—, pero aquí abajo será... diferente.
Chandra se apartó para dejarle espacio.
Nissa avanzó hasta el centro del cruce y trató de escuchar, de sentir, de sumirse en el aliento del aire, en la tierra bajo sus pies y sobre su cabeza, en el flujo del éter, las líneas místicas y la magia que lo impregnaba todo. Sin embargo, no soplaba la más mínima brisa, las escasas motas de éter flotaban quietas en el aire y la tierra se negaba a revelar sus secretos.
—Busca tuberías —sugirió Chandra—. Necesitarán éter refinado en ese escondrijo, prisión o lo que sea. ¿Hay alguna cerca?
—Sí —confirmó Nissa mientras centraba su percepción en la sensación inconfundible del éter refinado, una corriente que se desplazaba justo por encima de los túneles—. Por ahí —dijo señalando la dirección del flujo, hacia el pasadizo de la izquierda.
Chandra se puso en camino y Nissa y la señora Pashiri tuvieron que correr detrás de ella hasta que se detuvo en el siguiente cruce y... "Un momento".
—Chandra, ven aquí —llamó Nissa. La tubería había cambiado de dirección bruscamente hacia la derecha, pero no había ningún túnel en esa dirección, solo una pared de piedra...
—Voy —respondió Chandra. Las paredes del túnel eran de piedra, pero estaban decoradas con los círculos y espirales típicos de la arquitectura de la ciudad. Unos pilares, probablemente más decorativos que de soporte, emergían de las paredes como bajorrelieves a intervalos regulares por todo el túnel. De ellos sobresalían filigranas que unían cada pilar al siguiente, formando arcos decorativos sobre la piedra desnuda.
¿Sería coincidencia que las tuberías girasen hacia el interior de aquellos arcos?
—¿Qué pasa? —preguntó Chandra. Había regresado junto a Nissa y la señora Pashiri y ahora tamborileaba con los dedos en los brazos a la vez que daba golpes en el suelo con un pie; la elfa se fijó en que tenía un ritmo curioso, tanto si lo hacía a propósito como si no.
—Creo que aquí podría haber una puerta oculta —respondió Nissa indicando la pared.
Chandra se acercó y levantó las manos para apoyarlas en la piedra... pero trastabilló hacia delante y desapareció a través de la pared como si fuese una superficie líquida. O una ilusión.
La piromante asomó la cabeza y dio la siniestra impresión de que la habían colocado allí como trofeo.
—No hay puerta oculta, pero tampoco hay pared. Vamos.

La red de pasadizos se transformó por completo. En lugar de caminar por túneles aparentemente abandonados, ahora se encontraban en unas instalaciones limpias, bien cuidadas, iluminadas y de construcción más reciente. Había puertas a lo largo de los pasillos. La mayoría estaban entreabiertas y al otro lado se veían lo que parecían ser despachos de burócratas, repletos de documentos; guardaban un parecido escalofriante con el despacho de Jace en Rávnica.
"¿Quién podría trabajar aquí abajo?", se preguntó Nissa.
Ya no cabía duda de que se dirigían al lugar que buscaban. Nissa sospechaba que en cualquier momento llegarían a una prisión repleta de guardias malhumorados, pero ya no había vuelta atrás. Guio a sus compañeras por los cruces siguiendo el curso de las tuberías de éter. Pronto se encontraron en un lugar donde una tubería descendía del techo, trazaba un arco por un lateral del pasadizo y desaparecía bajo el suelo.
—Debemos de estar cerca —dijo Nissa bajando la vista—. Muchas tuberías como esta convergen cerca de aquí... En los alrededores, en realidad.
—Eh... ¿Nissa? —Chandra llamó su atención.
La elfa levantó la cabeza y entonces vio a los guardias que se acercaban por todos los flancos. El brillo azulado de la tubería de éter se reflejaba en el metal de sus armaduras y armas.

Ilustración de Victor Adame Minguez
Uno de ellos se llevó una mano a la cara y se quitó una máscara de filigrana. Lo primero que llamó la atención de Nissa fueron los ojos azules e incandescentes, cuales ventanas que conducían a una eternidad deslumbrante. Estaban rodeados de una piel horriblemente dañada, que parecía casi azul bajo el extraño brillo de los ojos.
Chandra se convirtió en un incendio descontrolado, una tormenta de fuego que asoló el túnel en dirección al hombre de las cicatrices; Nissa comprendió claramente cómo se las había hecho. Sin embargo, las llamas se desvanecieron antes de alcanzar al hombre y las últimas lenguas de fuego se extinguieron en la mano de él, seguramente absorbidas por un dispositivo etéreo que llevaba en el brazo.
—Esta vez no, piromante —dijo el hombre. Levantó una mano hacia la pared y accionó una especie de mecanismo. Justo antes de que Chandra se abalanzara sobre él, una barrera surgió del suelo y le cortó el paso.
"¡Una trampa!". Nissa oyó sus propios latidos de inquietud.
Otras paredes se levantaron por todas partes y formaron una prisión diminuta y bien sellada. Uno de los laterales tenía una especie de puerta con un grueso panel de cristal, adornado, por supuesto, con una esmerada filigrana.
"Incluso la muerte es hermosa en este mundo". El extraño pensamiento acudió a la mente de Nissa.
Chandra estampó un puñetazo en la puerta y provocó un estallido de llamas naranjas que se transformaron al instante en chispas azules y se disiparon inofensivamente. Apretó la frente contra el cristal y gritó a pleno pulmón.
—¡BARAL!
"Así que es él", pensó Nissa.
Se apartó alarmada cuando el rostro de Baral apareció al otro lado de la ventana. Nissa pudo ver mejor las cicatrices: en la mitad izquierda de su cara, la nariz, la mejilla y la frente se habían fundido en una horrible quemadura. El desprecio arrugaba su ceño y curvaba sus labios.
—Piromante... —Pronunció la palabra como un escupitajo, apenas audible tras el grueso cristal—. Baan dijo que habías vuelto. No daba crédito a sus palabras. No sé cómo escapaste de mí la última vez ni dónde te has escondido todos estos años, pero no volverá a ocurrir.
—¡Te mataré! —aulló Chandra arrojándose de nuevo contra la puerta y golpeando el cristal con sus puños en llamas, que solo levantaron más chispas azules. "Una especie de antimagia", dedujo Nissa. Chandra rugió de nuevo—. ¡Suéltanos, malnacido!
—Eres lamentable, pequeña Nalaar —respondió Baral, impasible ante las amenazas—. Una triste aberración de la naturaleza.
Nissa dudaba que Baral pudiera notarlo, pero sus palabras habían herido a Chandra; habían hurgado en alguna herida de su infancia. Se acercó para apoyar a Chandra y miró a Baral a los ojos.
—¡Te di tu merecido cuando era una cría! —gritó Chandra—. ¡Verás lo que haré contigo ahora!
—Arde todo lo que quieras. Morirás más rápido si consumes el oxígeno. Y tus amigas también.
Chandra giró la cabeza y miró a Nissa con los ojos desorbitados y llenos de impotencia. Su dolor y su ira eran tan salvajes, tan ardientes que una parte de Nissa quiso apartarse, pero acercó una mano y la apoyó en la espalda de Chandra, tal como había hecho la señora Pashiri.
Un vínculo se formó entre ellas y Nissa notó el fuego de Chandra ardiendo en su propia alma. Retiró la mano y retrocedió un paso.
—Antes o después, moriréis aquí —continuó Baral—. Llevo mucho tiempo aguardando esto, piromante. —Les dio la espalda mientras volvía a colocarse la máscara y se alejó algunos pasos por donde había venido.
—¡Espera! —gritó Chandra—. ¡Mi madre! ¡Suéltala! Esto es entre tú y yo. Nissa y la señora Pashiri tampoco tienen nada que ver. Mátame a mí, solo a mí.
Baral ni siquiera se giró. Antes de marcharse, su voz apenas se oyó como un susurro cavernoso.
—No.
Chandra rugió. Las palabras desaparecieron de su mente y una ráfaga de fuego surgió de su cuerpo y se estrelló contra la puerta. Como si fuera la marea al romper contra el dique de Portal Marino, el impacto levantó un aluvión de chispas azules.

Nissa se apartó de un salto y cubrió con la capa a la señora Pashiri, tratando de proteger a la anciana lo mejor que pudo. El calor le abrasó la espalda y la derribó, pero cesó casi al instante. Rodó para apagar cualquier posible fuego que se hubiera prendido en la capa y se incorporó.
La señora Pashiri parecía estar intacta. Chandra se había dejado caer de rodillas y tenía los hombros y la cabeza gachos. Su fuego se había extinguido.
"Mi turno", pensó Nissa.
Se acercó a Chandra y apoyó las manos en la puerta. Percibió de inmediato que el cierre era hermético. No detectó una simple protección contra el fuego de Chandra, sino el complejo encantamiento de un contrahechizo imbuido en los materiales de la puerta.
En ese caso, habría que buscar otra solución.
Hincó una rodilla en el suelo y lo tocó con la mano. Extendió su percepción en busca de raíces y plantas que pudieran atravesar la superficie en respuesta a su llamada. Incluso el menor de los retoños podía partir el hormigón si se le daba el tiempo suficiente; con su mano como guía, el tiempo que necesitaría una planta para abrirse paso y desencajar la puerta sería casi nulo.
—¿Qué es ese olor? —preguntó la señora Pashiri.
—Nissa, mira —dijo Chandra dándole dos golpes en el hombro.
Nissa se volvió y siguió con la mirada el dedo de Chandra, que señalaba hacia el techo. Una pequeña rendija, como las que había distribuidas por toda la sala, desprendía diminutas cascadas de vapor verdoso que se desvanecía en el aire. Nissa también lo olió: era un hedor punzante y nauseabundo, un producto químico completamente antinatural.
—Veneno. Pretende que nos asfixiemos aún más rápido.
Chandra se dejó caer en el suelo y se abrazó las rodillas contra el pecho.
—Tranquila —le dijo Nissa mientras volvía a arrodillarse junto a la puerta—. Nos sacaré de aquí.
Pero su idea no funcionaba. El suelo estaba imbuido con la misma magia anuladora que cubría la puerta y las paredes. No podía proyectar sus sentidos ni su voluntad hacia la tierra. No había ningún ser vivo dentro de su radio de influencia.
Nissa volvió a sentir presión en el pecho. Estar encerrada como un animal en la trampa de un cazador ya era bastante malo, pero solo una vez se había sentido tan desesperadamente sola y aislada de la vida y el alma del mundo que pisaba: cuando el demonio Ob Nixilis había alterado las líneas místicas de Zendikar y había cortado su vínculo con Ashaya.
Se sentó y apoyó la espalda en la puerta, inspirando aire a bocanadas para tratar de calmar sus latidos desbocados.
—Me cuesta respirar —dijo Chandra en voz baja.
—No... No sé qué hacer —admitió Nissa mirándola a los ojos.
—Seguro que Jace tendría un plan. —Chandra trató de forzar una sonrisa, pero se apagó en sus labios.
—Ese... Baral ha construido una trampa para magos. Anula los hechizos y los redirige contra nosotras...
—Su profesión es perseguir a gente como Chandra —explicó la señora Pashiri—. Tiene sentido que su guarida esté llena de trampas para protegerse contra posibles represalias.
—Gideon podría salir de aquí a porrazos —murmuró Chandra—. Reventaría la puerta sin hacerse ni un rasguño.
—Yo estoy completamente aislada —lamentó Nissa—. Ni siquiera puedo encontrar las plantas más cercanas. Tampoco puedo convocar un elemental. No sé qué hacer...
—Puede que Liliana venga y nos salve. Como hizo en Innistrad.
La desesperación de Chandra era tan obvia que Nissa tuvo ganas de abrazarla y estrecharla contra su pecho. Aunque eso significara sentir su dolor; aunque significara arder por dentro...
"Ya lo tengo".
—Probemos otra solución —dijo levantándose y tendiendo una mano a Chandra para ayudarla a ponerse en pie.
Chandra tomó su mano y la sangre de Nissa se caldeó. En vez de cerrar la compuerta, dejó que el fuego se propagara por su interior. Sintió toda la furia, la desesperación, el tormento de encontrar a su madre y haberla perdido de nuevo... y una pizca de esperanza. Nissa buscó dentro de sí misma y encontró algo que ofrecer a cambio: un respiro de calma, franqueza y un atisbo del alma del plano. Chandra abrió los ojos de par en par.
—Déjame alimentar tu fuego —explicó Nissa—. Juntas quizá podamos imponernos al contrahechizo de Baral.
—¡Buena idea! —El rostro de Chandra se iluminó—. Esta conexión...
—Necesitamos una llama concentrada —interrumpió Nissa—. Otro fogonazo como el anterior sería demasiado peligroso. Debe ser un fuego pequeño, pero lo más intenso que puedas. Dirígelo contra la puerta y quizá podamos fundir las bisagras.
—Vale, hagámoslo. ¡Dame lo que tengas!
El entusiasmo de Chandra era tan palpable como el resto de sus emociones. Nissa respiró hondo y extrajo maná de la tierra viva de los alrededores. Aquello funcionaba, al menos: no podía proyectar su magia, pero podía atraer la del entorno.
Sus pulmones empezaron a arder. "El veneno". Tosió y perdió parte del control sobre el maná que había acumulado.
—Date prisa —apremió con dificultad.
Chandra probó a respirar para centrarse e hizo un torpe intento de adoptar una postura relajada, que probablemente había aprendido con los monjes de Regatha. "Querida Chandra, la concentración no es tu fuerte, de verdad", pensó Nissa.
Aun así, una pequeña hoja de fuego controlado se manifestó en la mano de la piromante. Nissa empezó a canalizar su maná hacia Chandra y la hoja brilló con más fuerza y calor, hasta tornarse incandescente. Con una sonrisa en los labios, Chandra la clavó en la puerta de la prisión y trató de introducirla a modo de cuña por el borde.
Una lluvia de motas azules saltó sobre Chandra cuales chispas al usar un soldador. La piromante parecía haber tensado todo el cuerpo para mantener la llama viva y clavarla en el metal.
Chandra consiguió hundirla un poco más y dio la sensación de que iba a funcionar... Pero entonces, un destello azul y blanco restalló como un látigo y Chandra salió tropezando hacia atrás y cayó en los brazos de Nissa. Las últimas llamas se apagaron en su mano.
—¡Maldita sea! —bramó—. ¡Maldito Baral! ¡Maldito Consulado! ¡Maldito Kaladesh! ¿Por qué rayos he vuelto? ¡Maldición, maldición, maldición! —Acompañó cada improperio con un puñetazo en el cristal, levantando pequeñas ráfagas de chispas azules con cada golpe.

Se dio la vuelta y volvió a dejarse caer en el suelo. Levantó la vista hacia Nissa y toda su furia se transformó en tristeza.
—¿Cómo ha podido salir todo tan mal? —lamentó.
—Chandra, ¿por qué quisiste venir? —le preguntó Nissa—. ¿Qué creías que encontrarías?
—Dolor. No lo sé. Liliana me dijo... No lo sé. —Se mordió el labio unos segundos—. ¿Por qué te uniste a los Guardianes, Nissa?
—¿Cómo?
—Tenías un vínculo muy fuerte con Zendikar, ¿no? ¿Por qué te marchaste? ¿Por qué te uniste a un grupo de humanos y decidiste meterte en nuestros fregados?
—Porque juntos somos más fuertes —respondió Nissa—. Podemos utilizar esa fuerza para ayudar a otros mundos, igual que hicimos en Zendikar. No quiero que otros planos sufran como lo hizo el mío.
—"Juntos tenemos más poder". Fueron las palabras de Liliana, ¿verdad? Yo no creo que sea eso.
—¿A qué te refieres?
Chandra observó a la señora Pashiri, que estaba sentada en la pared opuesta, conservando sus fuerzas.
—Somos Planeswalkers. Para la gente como nosotros, es muy fácil sentirse sola; aislada, como has dicho antes. Siempre dejamos atrás a nuestras familias, a nuestros seres queridos. Yo he encontrado a mi madre y a la señora Pashiri, pero creo que no podría quedarme para siempre en Kaladesh. Somos Planeswalkers... y los Guardianes nos ayudan a no seguir estando solos.
—A formar parte de una causa superior... —dijo Nissa.
—No. A formar parte de algo, a secas. Juntos. A tener una familia, estemos en el plano en el que estemos. —Mostró una pequeña sonrisa—. A tener amigos.

Nissa trató de recordar la última vez que había considerado a alguien como un amigo. No a Ashaya, el alma de Zendikar, sino una persona.
"¿Mazik? Eso fue incluso antes de abandonar Zendikar, antes de...".
—Los Guardianes no estamos solo para salvar el Multiverso —continuó Chandra mientras se levantaba y la miraba a los ojos—. Estamos para salvarnos unos a otros. Para ayudarnos mutuamente. Como cuando bajaste aquí... por mí. Para ayudarme a encontrar a mi madre.
—En realidad no lo había...
—Significa mucho para mí —dijo Chandra apoyando una mano en el hombro de Nissa—. Gracias.
Mientras la elfa trataba de encontrar una respuesta, Chandra pasó junto a ella y se arrodilló al lado de la señora Pashiri.
—¿Qué tal estás?
—Bien, cielo, bien.
—No lo parece. —Chandra levantó la cabeza hacia Nissa, con la frente arrugada de preocupación—. Deberías irte.
—¿Qué...?
—Somos Planeswalkers, tontaina. Puedes marcharte de aquí.
—¿Y tú qué harás?
Chandra sonrió mientras negaba con la cabeza y las lágrimas brotaban en sus ojos.
—Me quedaré aquí con la señora Pashiri. Mi madre nunca la dejaría sola.
—No digas tonterías, hija —protestó la señora Pashiri—. Si tenéis una forma de escapar, marchaos aunque tengáis que dejarme aquí.
—No, no te abandonaré a tu suerte.
—Vete, Chandra. Vete. —La señora Pashiri estrechó las manos de Chandra entre las suyas—. He tenido una vida larga, plena y maravillosa. Hace años que enterré a la persona que amaba. Estoy preparada.
Chandra no lo aceptó. Se sentó junto a la señora Pashiri sin soltarle las manos.
—Chandra, tú tienes que... encontrar a tu madre —intervino Nissa—. Ve a salvarla. Yo me quedaré con la señora Pashiri.
Chandra le sonrió, pero volvió a negar con la cabeza.
—Eres una buena amiga, Nissa.
"Esto no tiene sentido", pensó la elfa. "Somos Planeswalkers. Formamos parte de los Guardianes. Hemos jurado ayudar a proteger el Multiverso y podemos hacer el bien por mucha gente...".
"Pero lo único que quiero es quedarme aquí".
Se sentó junto a Chandra y la señora Pashiri.
"Con mi... mi amiga".

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Kaladesh: Procedente del Éter

Los etergénitos de Ghirapur son una especie hedonista y adicta a la adrenalina. Con una esperanza de vida máxima de cuatro años, consideran que la ciudad es su hábitat natural y las fiestas son sus patios de recreo. Aunque sus vidas son efímeras, poseen habilidades empáticas que les permiten experimentar las energías de su entorno.
Yahenni, especialista en inversiones, filantropía y socialización, sabe que su vida se acerca a su fin. Durante una de sus suntuosas fiestas antes de la Feria de Inventores, tres invitadas inesperadas acuden en busca de información peligrosa.



I

Adoro vestirme a media tarde. Hay algo especial en prepararse para trasnochar en pleno día, un nivel de previsión y preparación que puede perderse cuando decides acudir a una fiesta en el último momento. Ahora mismo no me visto para pasar las dos próximas horas: me visto para los dos próximos días.
¿Qué clase de convidante descuidaría su aspecto dieciséis horas tras el inicio de su propia fiesta? Eso sería una auténtica negligencia, ya lo creo.
El sol de media tarde se filtra por las cortinas de mis aposentos e ilumina el tocador de oro macizo que domina la pared principal. Un brillo dorado baña las abundantes joyas, alhajas y tesoros que asoman de todos los cajones y resplandecen en las superficies de mi inmenso baúl. He nacido del éter; sé cuándo voy a morir y conozco exactamente cómo pasaré el tiempo hasta que llegue el momento. Y ni una pizca de ese tiempo estará dedicada a los idiotas que no crean que merezco lucir un buen aspecto.
Mientras me adorno con mis segundos broches favoritos, casi puedo oír el bullicio del personal festivo en el piso inferior. El servicio de comidas está haciendo buen uso de mi cocina; qué exigentes son los seres orgánicos con su nutrición. Por suerte, el bueno de Nived nunca me ha fallado como asesor. Ahora mismo está trabajando duro en la cocina, disponiéndolo todo para la gente con estómago: una fuente de vino de palma, bandejas y bandejas de samosas, panipuri y curry de berenjena y una gran mesa de postres (siempre hay cola para probar el shrikhand; debe de estar muy rico). El resto del personal está ocupado montando el toldo en la azotea. Mucho después de que la exhausta multitud de invitados carnosos se retiren a descansar, mis semejantes de éter y yo seguiremos danzando toda la noche, todo el día y toda la noche siguiente, abandonándonos a la euforia de la celebración.
Pero eso llegará más tarde. Después de dos segundos y cuarto de duda y de hurgar en el tocador, me decido por el attar con aroma a jazmín y éter para esta noche. Es mi preferido. Mi reflejo atrae mi atención. Me acicalo. ¡No aparento más de tres días!
Incluso desde aquí abajo, puedo sentir el jovial entusiasmo y la expectación con olor a sándalo del personal festivo de la azotea. Lamento que las otras especies no tengan la misma capacidad perceptiva que mis semejantes y yo. "Resonancia empática", la llamaron cuando mi gente emergió de las primeras refinerías de éter hace cincuenta años. "Una curiosa habilidad para sentir con precisión el estado emocional de los seres en un perímetro cercano". Cuánto se vanagloriaron de habernos inventado, sin considerar ni por un momento que mi especie hubiera podido inventarse a sí misma. Resoplo con tristeza. Lo único que hemos inventado desde entonces han sido formas de entretenernos.
Mientras me aplico una pizca de attar en las muñecas y el cuello, veo que un minúsculo fragmento de mi dermis se evapora formando una voluta de humo. Cuanto más se desvanece mi dermis dura, más me acerco a mi final. Contemplo el azul de mi éter fluyendo bajo la grieta. Su belleza me cautiva. Es encantadora. Un amable recordatorio de que debo apresurarme. La cubro con otro brazalete.
De manera innata, mi especie es consciente del paso del tiempo y sabe exactamente cuánto nos queda. Es como esperar la llegada de un tren: todos los ruidos hacen que levantemos la mirada y todas las ráfagas de viento hacen que nos movamos en el asiento, pero aún no ha llegado.
Cuando termino de vestirme, estoy deslumbrante y en calma. Me quedan cincuenta y cuatro días de vida.

II

Luciendo los tonos dorados adecuados, subo las escaleras en dirección a la azotea y me golpeo contra una pared de sonidos. No hay mejor sensación que recibir en toda la cara la firme bofetada de la música festiva.
El toldo proyecta una agradable sombra en la alfombra afelpada que mi personal ha traído del piso inferior. Los decoradores han repartido magnolias sobre las mesas y las han colgado en guirnaldas por los laterales de la casa. Veo sedas hermosas cubriendo las barandillas y decorando la filigrana reluciente bajo el sol del atardecer. Mientras camino, relleno tranquilamente las copas vacías, esquivo a dos humanos entregados a un beso (ver a esa pareja me llena de orgullo, ya que hice las presentaciones en mi fiesta anterior; siempre es agradable usar tus poderes para hacer el bien), indico a varios enanos dónde están los servicios y ajusto el volumen de mi panharmónico doméstico.
Al cuerno con las sustancias y la adrenalina: las fiestas son el más excelso de los vicios. Me deleito sintiendo el placer de mis invitados. No tengo ni la más remota idea de lo que se siente al comer un animal asado, pero imagino que ha de ser una experiencia similar. Me sumerjo en mis deberes como convidante y la multitud se deshace en elogios.
Mi querida amiga y as entre los pilotos, Depala (¡esa Depala!), está relajándose en un sofá más privado. Su hiena descansa junto a ella, royendo un hueso alegremente mientras Depala juguetea con una correa dorada.


—Depala, cariño, mis fiestas siempre son más animadas contigo aquí. —La abrazo afectuosamente y me agacho para rascar las orejas de la hiena, que me acaricia la mano con el hocico.
—Se alegra de verte, Yahenni —comenta Depala con una sonrisa cándida—. ¿Tienes tiempo para relajarte ahora que te has jubilado?
—Veo que cierta persona lee el periódico con mucha atención —le digo sin malicia mientras relleno su copa.
—Normalmente solo se la presto a los resultados de las carreras, pero también ojeo la sección de economía.
Mi linaje familiar ha labrado su fortuna en el mundo de las inversiones. Anuncié mi jubilación en cuanto supe que me quedaban menos de sesenta días. Es mucho más tentador hacer inversiones arriesgadas cuando sabes que no vivirás para ver el resultado.
—Dime, ¿podré contar contigo para mi penúltima fiesta? —le pregunto sentándome junto a ella—. La organizaré dentro de un mes y sería sumamente aburrida sin la mejor piloto de Ghirapur.
—No me la perdería por nada —responde acariciando distraídamente a su hiena—. Las fiestas de vuestra gente son las mejores.
—Estoy sinceramente de acuerdo. No tenemos tiempo para conformarnos con menos, cariño.
Los labios de Depala se encogen. Su frente se arruga y sus ojos comprueban si alguien podría estar escuchando—. Entonces... ¿No vas a posponerlo?
No puedo evitar un leve enojo.
—Sé lo que puedes hacer, Yahenni —me dice con una mirada cargada de significado.
—Pero no tengo intención de llegar a ese extremo, Depala. —Me pellizco la dermis suelta del brazo. Sé desde hace un tiempo que puedo drenar la esencia de otros seres, pero no quiero hacerlo. Es un don inusual que no debería utilizarse. No soportaría robar la fuerza vital de otro ser solo para aferrarme a la vida más allá de mi fecha de expiración. ¿Qué pensarían mis amigos si lo hiciera?
—Bueno, es una opción —dice despreocupadamente—. No sé cómo funciona, cuánto tiempo conseguirías de... otra persona. Dudaba si te lo habías planteado.
—He pensado en ello, pero quiero marcharme a la antigua usanza —me obligo a responder.
En ese momento, Nived, el jefe de mi servicio, trae una botella de la bebida favorita de Depala. Qué considerado; es casi tan atento como yo.
—Eres una buena persona, Yahenni —afirma Depala cuando volvemos a quedarnos a solas—. Tienes razón: algunos días más no merecen la culpabilidad de hacerlo.
Dudo si está en lo cierto.

III

Tres mujeres llaman a la puerta de mi casa. A Oviya Pashiri la reconozco al instante (es una de las inventoras más ilustres del mundo y la aficionada a los juegos de mesa más competitiva que conozco). A su derecha hay una joven pelirroja con un atuendo pasado de moda (ese estilo es de hace años; ¿es que no sale a la calle?).
Al otro lado veo a la persona más fascinante que haya conocido jamás.


Sus ojos son interminables, de un verde brillante desde la pupila hasta el párpado; una belleza vívida traicionada por su expresión de incomodidad. Es trágico que una persona que parece tan interesante se encuentre tan tensa. Su vestido está decorado con flores coloridas (¿son auténticas?) y hecho a medida para ella. Si tuviese interés por cortejar a otras personas, sentiría la tentación de intentarlo; sin embargo, su atractivo es para mí una cuestión de pura satisfacción social. Mi objetivo como convidante es conseguir que mis invitados se sientan felices, por supuesto, pero siempre es ventajoso que me vean codeándome con gente interesante.
—Yahenni, te presento a Chandra y Nissa —dice Oviya—. Chandra, Nissa, os presento a Yahenni. Se dedica al patrocinio de jóvenes inventores en apuros y es una de las personas más altruistas que conozco. ¿Podemos unirnos a la fiesta?
—Faltaría más, señora Pashiri. —Qué forma de presentarme; ha logrado que me ruborice por dentro. Me aparto y sostengo la puerta para dejar pasar a la elfa.
—Tienes unos ojos preciosos, cariño —elogio a Nissa cuando entra. Reacciona con una sonrisa tensa.
La pelirroja sigue fuera, incómoda. La miro con cierto recelo y me vuelvo hacia Oviya.
—Chandra es la hija de Pia Nalaar —me explica.
—Entiendo. —Me hago a un lado y dejo vía libre a la hija de la persona más buscada de Ghirapur—. La fiesta es arriba, así que os llevaré a otro sitio donde podamos hablar con calma.
Guío a las tres hasta el patio trasero de la planta baja. Oviya se acerca y me susurra mientras caminamos.
—¿Sabías que han capturado a Pia? —Lo ignoraba; qué inusual en mí.
—Pia nunca comete errores. Cuéntame qué ha ocurrido.
Oviya me explica la situación por el camino. Las plantas y la alegre fuente del patio nos proporcionan intimidad en el rincón donde tomamos asiento en cuatro sillas avejentadas. El rumor de la fiesta en la azotea proyecta un velo que disimula nuestra conversación. Cuando nos sentamos, pido a un criado que traiga bebidas para mis invitadas y Oviya termina de ponerme al corriente. Medito unos segundos acerca del arresto de Pia Nalaar.
—Me temo que no puedo ayudaros —lamento—. No sé adónde podría llevar el Consulado a una prisionera de la talla de Pia.
—Lástima —dice Oviya.
—Lo siento de veras. Me enorgullece utilizar mis contactos para ayudar a la gente, pero esta vez me encuentro en un callejón sin salida. —De pronto percibo una onda de calor y furia a mi derecha.
—Si fuera tu madre, seguro que colaborarías —me espeta Chandra.
—Yo no tengo madre —respondo encogiéndome de hombros despreocupadamente. Chandra frunce el ceño. Se siente como una tonta, pero no tendría por qué: la verdad es que no me molesta.
Mi criado regresa y ofrezco una copa de vino de palma a Oviya y Chandra y un vaso de licor de hierbas a Nissa. La experiencia me ha enseñado que los elfos suelen preferir las bebidas fuertes, un rasgo que admiro y envidio en gran medida.
—Tal vez haya aquí alguien que pueda ayudarnos —interviene Oviya levantando la copa con una mano hábil y curtida.
Hago memoria sobre los invitados de la azotea y empiezo a repasar mentalmente entre mis contactos.
De pronto se oye un alboroto en la entrada. Nissa se sobresalta y Chandra se gira con curiosidad. Desde nuestro rincón en el patio, veo a una pandilla de etergénitos que irrumpen en casa cargando con una silla. En ella hay otro etergénito que se desvanece a ritmo acelerado, brillando con el fulgor que anuncia la cercanía de la muerte. Su dermis está disipándose y su cuerpo ha llegado al punto de ser más gaseoso que sólido. Es vergonzoso. Aparto la vista.
¡Es mi penúltima fiesta! —grita con entusiasmo. El grupo aúpa la silla y se lleva a su colega escaleras arriba, hacia la azotea.
—¿Sabes quién es? —me pregunta Chandra, divertida.
—Preferiría no saberlo —respondo pellizcándome el punto de la muñeca que he tapado esta tarde. Una minúscula viruta de humo escapa de ella. Odio verme morir de esta manera.
—Pues vaya. —Chandra da una palmada con ambas manos en la mesa y se levanta—. Iré arriba a preguntar si alguien puede ayudarnos. Nissa, ¿quieres...?
—Estoy bien aquí —responde ella en voz baja. Su energía es fría, amarga por la ansiedad. No se encuentra bien, así que decido intervenir.
—¿Vamos a otra parte? Acompáñame, por favor; estoy deseando saber dónde has conseguido ese conjunto.

IV

Subimos por las escaleras y nos quedamos en la penúltima planta, justo debajo de la azotea. Llevo a Nissa hasta el balcón. ¿Qué clase de convidante permitiría que sus invitados estuvieran incómodos?
—Parecía que buscabas una forma de huir de aquí —aventuro.
—Estoy bien —repite la elfa con los brazos cruzados. Todavía no lo está, pero la curiosidad puede con ella—. ¿Qué es una penúltima fiesta?
—Lo último que hacemos los etergénitos es morir, así que la penúltima cosa que hacemos es organizar una fiesta con asistencia obligatoria. Si alguien no tiene suficientes amigos, se cuela en las celebraciones de sus semejantes. —Señalo hacia arriba, desde donde nos llegan la música de la fiesta y el jaleo de la visita inesperada—. Esa persona no grata, lamentablemente, será bien recibida en mi fiesta.
La elfa no responde. Puede que sea parca en palabras, pero su energía es increíblemente fácil de leer.
—Cambiando de tema, en una escala del uno al "tierra, trágame", ¿cuánto odias las fiestas? Vamos, sé sincera.
—Un ocho. O nueve. Lo que equivalga a "preferiría que un báloth me royese la pierna".
—Pues sí que es grave —respondo sin comprometerme.
Sus ojos de ensueño se desenfocan. Ha recordado algo y su aura ha adquirido un matiz agridulce.
—En mi hogar celebrábamos bastantes fiestas.
—¿Y qué hacíais en ellas? —pregunto mientras le relleno el vaso.
—Hablábamos, restablecíamos nuestros lazos. A veces hacíamos caminatas a lugares especiales.
—¿Aún soléis celebrar fiestas en esos sitios?


Nissa guarda silencio. Presiento que esos sitios ya no existen—. Muy bien, ¿qué puedo hacer para que esta fiesta en particular te resulte más agradable?
—¿Podemos sentarnos en algún lugar más apartado de la gente?
—Cariño, por ti iría a los confines de la ciudad. Platónicamente, claro. Y solo si me lo pidieras con cortesía. Y solo si no lloviera ni nada por el estilo. —Le ha hecho gracia. Siento que se relaja un poco. Su energía se aviva con el cambio de canción en la azotea. Qué maja. Le gusta la música. No hago caso a la mota de dermis que acaba de disiparse en mi nuca—. Subamos a la azotea. No te separes de mí; observar a la gente es exquisito.
Percibo la aprensión de Nissa y nos abro camino hábilmente a través de la multitud. De camino a la azotea, saludo a una recién llegada y ofrezco un pañuelo a un invitado que tiene restos de samosa en la barbilla. La fiesta ha llegado a un punto tranquilo y los invitados conversan en calma unos con otros. Guío a la elfa hacia un extremo del toldo, a un rincón separado por una barrera de plantas colocadas estratégicamente.
Un criado se acerca cuando tomamos asiento. Acepto el frasco de attar que me ofrece y hago un gesto para que se agache y escuche mis instrucciones—. Pide que bajen el volumen del panharmónico y que mantengan la música tranquila para mi invitada. —No hay mayor tesoro que un personal atento. El criado se marcha y vuelvo a centrar mi atención en Nissa.
»Quizá te parezca una impertinencia por mi parte, pero intuyo que no eres una chica de ciudad —digo con cortesía. La elfa deja escapar una ligera sonrisa y me recuesto en el sofá—. Nunca habías conocido a alguien de mi especie, ¿verdad?
—No. Háblame de tu gente, por favor —me pide en voz baja, con curiosidad. Es la oyente más activa que jamás haya observado escuchar. Su mirada atenta solo es un poco desconcertante.
—Somos un derivado con capacidad sensitiva del Ciclo del Éter. Nuestras familias reclaman las zonas donde aparecen sus primeros miembros y adoptan a quienes surjan allí. Nacemos en la madurez y tenemos una vida útil de entre cuatro semanas y cuatro años.
—Esa descripción me recuerda a los seres elementales que he visto en otros sitios —comenta Nissa arqueando las cejas.
—En ese caso, has visto más que yo. Todo lo que sé es lo que soy.
—No lo entiendo.
—¿El qué?
Prueba a hacer un gesto, pero no comprendo lo que significa.
—¿Qué ocurre? —le pregunto con un poco de incomodidad.
Hace otro medio gesto, se detiene y medita sus palabras. Entonces formula su inquietud—. No entiendo cómo un ser natural puede haber nacido en una ciudad.
—Es que somos la ciudad. Mi cuerpo está hecho de éter y un día regresaré a él. La naturaleza nos rodea; simplemente, puede parecer distinta de la que estás acostumbrada a ver.
—Mm... —Nissa parece confusa. Está claro que nunca había pensado en esa posibilidad.
Aprovecho la pausa para señalar a otro invitado dónde están los servicios.
El silencio continúa y veo que Nissa cierra los ojos. ¿Qué hace? Parece confusa. Sus orejas se mueven muy ligeramente, como si escuchara. ¿Tal vez pueda oír algo que yo no? Las comisuras de sus labios se elevan en una media sonrisa.


—La percibo. La naturaleza de este mundo es estructurada. Cíclica.
De algún modo, esta elfa puede sentir la naturaleza de mi hogar.
—La Panconexión está presente en todas partes, incluso en Ghirapur —explico mientras me acomodo en el asiento—. Mi gente es la prueba de ello. A la naturaleza no le importa que esta ciudad esté atestada; eso no altera su ritmo.
Una sonrisa completa se dibuja en el rostro de Nissa.
—¿Otro trago? —le ofrezco levantando una jarrita élfica.
—Sí, por favor —responde ella de inmediato. Relleno su vaso. Tal vez no esté dispuesta a expresarlo, pero puedo sentir su asombro. Esta noche estoy siendo una fuente de revelaciones.

V

Oigo un alboroto en el piso de abajo y me levanto. Nissa baja el vaso y me mira con una pregunta reflejada en sus ojos interminables. La edad ha incrementado mi capacidad sensitiva y sé inmediatamente qué ocurre y dónde.
Me obligo a bajar las escaleras sin correr (los esfuerzos físicos hacen que me descomponga más rápido) y me dirijo con determinación hacia los servicios de la planta inferior. Los invitados me dejan pasar y noto que Nissa y Chandra siguen mis pasos.
Al final del pasillo, delante de la puerta de los servicios, veo a un imponente miembro de las fuerzas de seguridad del Consulado. La puerta está cerrada y el agente trata de abrirla por la fuerza. Es alto, casi tanto como la planta que hay junto al umbral. Su uniforme es viejo, pero el dobladillo está recién remendado: este hombre está acostumbrado a las confrontaciones físicas. Las armas que lleva a la cintura no son adecuadas para patrullar las calles y el tintineo de unas llaves delata su cargo: trabaja en una penitenciaría.
Hago un gesto para que Chandra y Nissa se oculten detrás de la esquina y dejen que me acerque a solas.
—¿Puedo ayudaros, caballero?
El agente suelta la manilla y me mira de arriba abajo—. Un convicto se ha atrincherado detrás de esta puerta. Voy a llevármelo aunque sea a rastras.
—¿Por eso habéis irrumpido sin permiso en mi fiesta? ¿En mi casa?
El agente se sitúa a medio paso de mí y me mira desde arriba.
—¿Quieres que denuncie tu fiesta por exceso de ruido?
—... No...
—Entonces, no interrumpas los asuntos oficiales del Consulado.
No dudo que este bruto sería capaz de clausurar mi fiesta solo para atrapar a quienquiera que haya tras esa puerta. El Consulado es así de mezquino. Odio a la gente mezquina.
Doy la espalda a ese cerdo y doblo la esquina del pasillo en busca de Chandra y Nissa. Este problema tiene una solución fácil. Mis invitadas parecen fuertes y capaces de luchar; puedo ofrecerles algo a cambio de un favor—. Si me ayudáis, os conseguiré la información que buscáis.
—¿Qué necesitas? —pregunta Nissa en voz baja.
—Me gustaría que acompañarais afuera a ese caballero que nadie ha invitado.
—Será un placer —responde la elfa con una sonrisa de convicción. Entonces levanta una mano y sus ojos interminables emiten un ligero brillo.
Algo en mi interior canta suavemente, pero la canción no va dirigida a mí. Mi mente vuelve en sí y me dice que ignore el extraño tarareo que oigo en la lejanía. Me vuelvo hacia Chandra.
—Chandra, necesito que me ayudes a derribar la puerta cuando ese señor se marche. —La hija de Pia Nalaar me mira genuinamente sorprendida.
—¿En serio? —pregunta con un hilo de voz.
—Sí, en serio. Mi cuerpo se debilita y no puedo echarla abajo sin ayuda. ¿Podrás hacerlo, cariño?
La única respuesta de Chandra es una risita por lo bajo que me resulta un poco alarmante. Es muy extraño oír un sonido así en boca de una joven humana.
De pronto oigo un ruido sordo al fondo del pasillo. Me inclino para echar un vistazo y no puedo evitar soltar un grito ahogado. No doy crédito a lo que veo, pero la planta que hay junto a la puerta se ha enroscado alrededor de la pierna del agente, que yace aturdido en el suelo. Quizá sea mejor... no pensar cómo ha podido ocurrir. Tampoco tengo tiempo para preocuparme por ello. Doblo la esquina del pasillo y me agacho junto al hombre del Consulado.
—Muy bien —le susurro—. Pia Nalaar. ¿En qué prisión está encerrada?
El agente gime de dolor. Creo que se ha roto un diente al caer. Da igual, no necesita hablar para decirme lo que busco. Abro mis sentidos y hablo con tono apremiante.
—¿En Kohali?
El hombre gime de nuevo y su energía apesta a irritación.
—¿En Gupha?
Impaciencia.
—¿Dhund?
Una alarma lejana con olor a especias y sal se convierte en pánico mientras me mira a los ojos. Si no tuviera la capacidad de leer su energía, jamás habría conseguido adivinarlo fijándome en su rostro. Muy profesional. Le doy dos palmaditas en la mejilla.
—Gracias por cooperar —digo antes de volverme hacia la elfa—. Nissa, ¿podrías llevarlo afuera?
Nissa se acerca y, sin esfuerzo alguno, se echa al agente sobre los hombros y se lo lleva como si nada. Qué barbaridad.
—Bueno, ¿cuántas partes de la casa quieres que deje en pie? —interrumpe Chandra mientras se pone las gafas.
—¿Podrían ser todas excepto esta puerta en concreto, por favor?
Chandra asiente con una sonrisa de oreja a oreja y simplemente funde la cerradura con un dedo incandescente. No me lo puedo creer. Estos humanos y sus trucos de feria...
Siento que Nissa vuelve por el pasillo cuando Chandra termina. Un fuerte olor a attar se filtra por el resquicio.
—Todos los que tengáis pulmones, subid a la azotea, por favor —pido al resto de los invitados. Oviya ha vuelto a unirse a Nissa y Chandra y me mira con preocupación. Me acerco a las tres.
—Pia está en la prisión de Dhund —les susurro.
—No... —dice Oviya entre dientes—. Por favor, dime que no es verdad. —Niego con la cabeza y Oviya se vuelve hacia Chandra.
»Baral está allí.
La temperatura aumenta al instante—. Nos vamos ahora mismo —asevera Chandra. Oviya asiente y las dos se marchan escaleras abajo. Nissa se queda atrás y me mira directamente.
—Gracias por la conversación, Yahenni.
—No hay de qué, cariño. Si tienes tiempo libre dentro de un mes, ven a visitarme. Voy a celebrar la mayor fiesta de mi vida y ni siquiera tú querrías perdértela.
Nissa me regala una sonrisa justo antes de marcharse.

VI

Cruzo la puerta recién abierta y un hedor a perfume acude a mi encuentro. Una vez dentro, cierro y me giro para ver quién se había encerrado aquí. Antes he notado una sensación de angustia enjaulada; su origen se encuentra aquí, sin duda. En un rincón de los servicios, sentándose con la espalda apoyada en la pared, veo al etergénito moribundo de antes. Su dermis se ha desvanecido casi por completo y el brillo azul de su esencia forma una extraña mezcla con la luz del sol poniente que se filtra por la ventana. A sus pies hay varios frascos de perfume vacíos.


—Menuda forma de acaparar lo mejor —digo como si aplicara suavemente un bálsamo, pero sé que mi pulla ha debido de sentar como el roce de un paño de seda en una herida abierta y sangrante.
—Me queda poco más de un minuto —dice con voz sibilante—. El Consulado me perseguía y no quería desaparecer delante de todo el mundo.
—¿Te has fugado de la cárcel o algo así? —le pregunto, y entonces reparo en el grillete roto que le apresa un tobillo. Su única respuesta es un gemido.
Me siento a su lado. Sé que yo querría tener compañía—. ¿Alguno de los de arriba te conoce? —pregunto.
—No... Solo han venido por la fiesta.
—Ese es el único motivo por el que estamos aquí, cariño.
Inhalo el perfume que aún flota en el aire. Mientras mi semejante continúa disipándose, su energía se mezcla con el attar derramado. He presenciado los momentos finales de muchas personas como yo. Casi todas los afrontaban con un aire triunfal. Luchaban y pateaban y arañaban y celebraban la gloria de la vida, pero esta vez estoy contemplando un final distinto.
Sujeto lo que queda de su mano.
Puedo sentir el latido de su energía bajo mi propia palma.
—¿Ha sido un buen viaje?
Gira la cabeza hacia mí y me mira detenidamente. Le cuesta hablar, pero consigue articular una afirmación—. Me lo he pasado de vicio.
En ese momento, la envidia me corroe. Me queda muy poco tiempo. Mi vida, la vida de mi semejante, todas las vidas de mi gente transcurren persiguiendo y embutiendo todas las experiencias posibles en un período de tiempo irrisorio. No es justo que nos consumamos tan pronto.
No es justo que ahora me toque a mí.
Mi acompañante convulsiona y emana un humo oscuro. Su dermis se desintegra y el éter contenido brota entre ella y asciende como un ligero vapor hacia el techo.
Me siento en silencio bajo la neblina de éter. Es preciosa.
Tras unos segundos, me levanto y abro la ventana. El olor y la energía escapan hacia el cielo, hacia el mundo y la Panconexión. Me vuelvo hacia la pila de prendas que han quedado en el suelo y las recojo, junto con las joyas y otros objetos: un monedero, un reloj y un puñado de documentos del Consulado. Les echo un vistazo; una infracción menor por hurto. No merecía ir a prisión.
Estrujo los documentos con furia entre los dedos. Esos malnacidos del Consulado nos están matando más rápido.
Mientras reviso las joyas heredadas y me pongo una de las pulseras, un pensamiento inesperado acude a mi mente.
¿Y si me marcho de la fiesta y salgo a las calles? ¿Y si persigo a esos canallas del Consulado que han detenido a mi semejante y les doy su merecido? En el pasado ya drené un poco de esencia a otro ser (una vez, por accidente) y fue increíble. Podría volver a hacerlo. Podría hacerlo cientos de veces, si alguien se lo mereciese.
Observo una pequeña voluta de humo mientras surge de mi piel y flota hacia la ventana.
Me acuerdo del agente del Consulado, inconsciente ante la puerta de mi casa.
Seguirá allí algunas horas más.
Puedo ausentarme unos minutos.
Nadie se daría cuenta.
No. Ya habrá tiempo para eso. Cuando sea yo quien yazca en el suelo de unos servicios, con frascos de perfume vacíos alrededor y descomponiéndome a trozos... Entonces quizá lo haga.
Tengo otras cosas que hacer con el tiempo que me queda.
Recojo uno de los frascos medio vacíos de attar imbuido de éter y me aplico un poco. Cedro vívido y decidido. La descarga de energía recorre mi ser. El brillo del oro recién tomado prestado refulge en mi cuello y el rumor de la fiesta reverbera a través del techo.
Subo las escaleras como una exhalación y emerjo bajo el sol recién puesto y el brillo de los faroles. La multitud me abre paso y el panharmónico enmudece, respetando mi posición de poder en el ecosistema creado por mí. Camino con determinación hacia el centro del toldo y levanto los brazos para llamar la atención. Mis invitados callan y dirigen su atención hacia mí.
—¡Invitados distinguidos y gentuza ordinaria, señalad en vuestros calendarios el día dentro de un mes!
Mis amigos e invitados me aplauden. Son como yo: disfrutan de su elevada categoría y de sus escasos límites.
—Voy a celebrar la mayor fiesta de mi vida una vez que concluya la Feria de Inventores. Espero veros allí a todos y cada uno de vosotros; ¡decid a todos vuestros conocidos que serían unos necios si se la perdieran!
La gente estalla en vítores. Me siento como si pudiera vivir diez años más.
—Pero dejémonos de anuncios. No queréis seguir oyendo hablar de mí, ¿verdad?
¡Claro que sí! —ruge la fiesta entera.
¡Pues os aguantáis! ¡Me he cansado de hablar! ¡Venga, todos a bailar! ¡Que suene la música y que alguien abra otro barril para cada persona con hígado!
La multitud enloquece. La alegría colectiva de la fiesta fluye por mi cuerpo y hace que me pierda en sus corrientes. Me zambullo en la tormenta de bailarines y un aerosol de attar y éter me rocía la cara. La música sube de volumen y el ritmo de la canción impulsa los movimientos de los cuerpos. Siento que todo está vivo. El brillo de los etergénitos se refleja vagamente en el sudor de la multitud de bailarines, pequeñas volutas de éter se disipan hacia el cielo y me siento con vida con vida con vida y en este momento singular me sumo en celebrar la existencia.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Kaladesh: La Líder de los Renegados

Chandra Nalaar abandonó su plano natal de Kaladesh cuando su chispa de Planeswalker se encendió, librándola de una muerte inminente a manos del capitán Baral y llevándola a los monasterios del fuego en Regatha. Ahora ha regresado para tratar de impedir que arresten a un renegado misterioso, pero su camino la ha llevado a toparse con alguien que creía que había muerto hace años: su madre, Pia.

—Pia, he matado a tu hija. —Una voz baja y cavernosa le llegó a través de un pesado velo de sueño y un terrible dolor de cabeza.
Se obligó a abrir los párpados, pero no halló más que oscuridad. Sus doloridas cuerdas vocales intentaron rasgar algunas sílabas en la garganta reseca—. ¿Cómo...?
—Qué pequeña era. —Las palabras del hombre sonaban extrañamente entrecortadas y laboriosas; su respiración era fuerte, como el fuelle de un alto horno—. Apenas mayor que mi hoja. —La voz soltó una risa monótona, un ruido sordo que Pia notó incluso a través de la puerta que les separaba.
La oscuridad formó siluetas borrosas poco a poco y entonces aparecieron densas manchas de luz. Estiró las manos agarrotadas y tocó la superficie fría y curva de unas paredes con filigranas. Los intentos de mover los pies resultaron prematuros para el estado en que se encontraba.
—No me he olvidado de ti durante esta... satisfacción. Te he traído algo.
CLANC, repiqueteó un objeto metálico en algún lugar del suelo.
—Para ti. Un recuerdo de lo que te has perdido —dijo la voz.
Tanteó alrededor en busca del objeto. Encontró una lámina de metal derretida por un lado y grabada por el otro. Era ligera y fría y se calentó ligeramente con el contacto de sus dedos. El lado intacto tenía un grabado profundo y preciso. La pieza era de una aleación de titanio muy utilizada en motores de aeronaves renegadas, debido a su maleabilidad y resistencia al calor... Pero aquella placa estaba completamente fundida por un lado.
—¿Sabes qué es? —preguntó la voz con demasiado entusiasmo.
A medida que los ojos se adaptaban, pudo distinguir algunos de los símbolos; el resto los trazó con los dedos. Un remolino de líneas curvas bajo un chapitel puntiagudo. Conocía el símbolo. Parecía que había sido ayer cuando Kiran y ella lo habían diseñado tras abandonar Ghirapur: un chapitel desbordante, un símbolo para los renegados, para la Ghirapur a la que deseaban regresar. ¿Qué era aquella pieza? Sus dedos danzaron sobre los grabados y estudiaron la superficie. Y entonces se detuvieron.
Bajo la insignia encontró la firma "K. N.", grabada por la mano torpe pero meticulosa del artesano que luego se había separado de sus herramientas. Ahora entendía qué era aquel objeto: una pieza del último proyecto de Kiran Nalaar.
La caja de escape de Chandra.
Los músculos entre sus costillas se tensaron y un repentino torrente de sangre hizo que el pecho le ardiera. Sus manos se quedaron sin fuerzas y soltaron la insignia.
—Vaya, vaya —se mofó la voz al otro lado de la puerta de la celda—. Veo que la has reconocido.
»Normalmente no me molesto en recordar estos detalles ―continuó la voz―, pero recuerdo su mirada. Vagaba entre la multitud, incapaz de mirarme a mí. Con cobardía. Con insolencia.
Los sentidos de Pia habían regresado casi por completo. Las luces borrosas procedían de las tuberías de éter que había en el techo de una celda austera, cerrada con una puerta con barrotes. El Consulado la había hecho prisionera cuando había encontrado a su familia en una aldea a las afueras de Ghirapur. Aquella no era la realidad que esperaba ver al despertar. "Vete. Que esto sea solo una pesadilla". Aquella voz le resultaba tan familiar...
―Pero entonces me di cuenta ―prosiguió el hombre con auténtico entusiasmo― de que en realidad buscaba algo. O a alguien, quizás.
Sí, conocía aquella voz. Era la voz del hombre que había perseguido a su familia: el capitán Baral.
―Te buscaba a ti, Pia.
El aire de sus pulmones salió tronando en un arranque de furia, aunque no supo decir contra quién estaba dirigido. Las manos de Pia se colaron como rayos entre los barrotes y lanzaron zarpazos contra Baral, que permaneció fuera de su alcance. La emprendió a empujones y puñetazos contra la puerta. Baral se quedó observándola, impasible tras la máscara que ocultaba su rostro.
―¿Acaso merezco tu desprecio? ¿No tendrías que haber estado allí para salvarla? ¿Para ofrecerle unas últimas palabras de consuelo?
"Tiene razón. ¿Por qué no estaba allí?", le preguntó una voz en su interior.
Baral se marchó sin decir nada más, como haría muchas otras veces.
Cuando sus pasos se alejaron, Pia se sintió extremadamente sola. Su Kiran, su Chandra... Los hilos de sus vidas, antes unidos con tanta firmeza, ahora la abandonaban inexorablemente en el tiempo y el espacio. El mundo, antaño tan inmenso y lleno de vida, ahora se había convertido en aquella celda.
Baral regresó al día siguiente. También al siguiente. Pronto había transcurrido una semana.
―Te buscaba a ti, Pia.
Aquellas palabras se habían convertido en meros sonidos, reconocibles pero ignoradas hasta el punto de perder su trascendencia. Pia se armó de valor para responder por primera vez.
―¿No tienes nada mejor que hacer que atormentar a una viuda? No me queda nada que puedas arrebatarme. Has ganado... ¿Por qué no me dejas a solas?
―Nalaar, nuestra ciudad siempre se ha definido por el progreso. Todos hacemos sacrificios para anteponer su bienestar al nuestro ―afirmó Baral.
»Todos lo hacemos ―continuó él, ahora con crispación en la voz―, excepto los pocos egoístas que osan anteponer sus propios intereses a los de la ciudad. Me... agrada llevar ante la justicia a gente como tú. Hacer que lamentéis hasta la última pizca de esa insolencia presuntuosa.
―Entonces, has demostrado que me equivocaba, capitán ―argumentó Pia levantando la barbilla con una sonrisa fría y llena de desprecio―. Aún me queda algo... y jamás será tuyo.
Baral rio en respuesta, aunque esta vez reveló un tono distinto, estridente, y desapareció por el pasillo de las celdas.
Su siguiente visita se produjo casi una semana después.
―Te buscaba a ti, Pia ―dijo como tantas otras veces.
―Y regresaré por ella ―replicó Pia lentamente, negándose a mirarle a los ojos―. Por todos los que están ahí fuera, para que sepan lo que has hecho. Regresaré a por ti, capitán.
Sus manos habían cobrado fuerza y firmeza, las suficientes como para recoger la pequeña lámpara de éter de la celda y arrojarla con una velocidad y una precisión asombrosas entre los barrotes de la puerta, en dirección al rostro de su captor.
Baral levantó un brazo instintivamente y gruñó, pero la lámpara le alcanzó en la cara y desencajó la máscara con una reverberación metálica. Un resplandor azul cobró vida y envolvió su cuerpo, inundando de luz los calabozos de Dhund. La luz se desvaneció apenas segundos después e hizo que Pia viera puntos luminosos por un momento. Había sido demasiado brillante y volátil como para tratarse de una manifestación etérea. Aquel resplandor había sido de una naturaleza muy distinta.
―¿Eres... un mago? ―se asombró Pia. Aparte de las habilidades pirománticas de su hija, nunca había visto los poderes de otro mago. La magia y sus practicantes no solo eran inusuales, sino que estaban sometidos a una vigilancia y un control aún mayores que los del éter.
Escuchó un siseo grave y prolongado al otro lado de la puerta. Fue un sonido mucho más vulnerable y mucho más humano que cualquier otro que hubiera surgido del interior de la máscara. Pia se abalanzó sobre los barrotes de la celda y miró a su carcelero.
Baral levantó su rostro desenmascarado y los ojos de ambos se encontraron. Bajo la máscara había un grueso amasijo de tejido cicatrizal que dominaba sus facciones. Algunas partes seguían rojas, en carne viva. Los rasgos firmes de Baral, que otra gente incluso habría calificado de "bellos", habían desaparecido, fundidos en una masa de carne.
―¿Qué...? ¿Qué te ha pasado?

―El destino rara vez es justo, Nalaar. ―Pia contempló con reacia fascinación el esfuerzo de los músculos tensos y deformes para articular las palabras. Baral hizo una pausa para colocar de nuevo los cierres de la máscara―. Los materiales que moldean aquello en lo que nos convertimos se determinan en el momento en que venimos al mundo. Los afortunados nacemos como héroes, pero algunos de nosotros nacen deformes: aberraciones peligrosas para el curso de la naturaleza. Tal vez incluso parezcan y actúen como el resto de los que pueden amenazarnos desde las sombras.
Una vez colocada la máscara, se cubrió cuidadosamente la cabeza con la capucha―. En mi caso, he aceptado mi naturaleza. No me esconderé ni dejaré que otros se escondan de las sentencias que se nos han dictado. Este es mi destino: arrancar de raíz esos peligros ocultos, sacarlos a la luz y llevarlos ante la justicia.
Cualquier rastro de preocupación que Pia pudiera sentir por él se desvaneció―. ¿Tu destino es luchar contra tus demonios internos cazando niños?
―¿Niños? ―Baral ladró una risa monótona―. Por supuesto. ¿Quién mejor para abusar de sus habilidades por motivos egoístas o equivocados? Además, la edad hace poco por corregir las tendencias criminales, como tú misma demuestras. ―Se acercó a la puerta y se inclinó sobre los barrotes.
»¿Quieres saber qué me ha pasado? ―preguntó con un susurro acusatorio―. Tu hija. Tu hija es lo que me ha pasado, Nalaar. Esto... ―siseó apoyando el rostro en los barrotes y pasando los dedos por los laterales de la máscara―. Esto es obra de tu hija.
―Y su madre no podría estar más orgullosa ―declaró Pia acercando el rostro todo lo posible.
Baral se marchó a zancadas y cerró la puerta del calabozo con un ímpetu que estremeció a Pia. Sin embargo, su determinación calmó su furia. Volvía a estar a solas en la oscuridad aterciopelada de su celda de Dhund. Cerró los ojos y escuchó cómo el latido staccato de su corazón se calmaba poco a poco...
Y entonces comenzó a trazar un plan.


Años más tarde y lejos de Dhund, Pia Nalaar abrió los ojos y pestañeó bajo la luz del sol mientras se limpiaba las lentes en el dorso de un guante desgastado.
El tiempo había volado y Pia contaba ahora con un contingente cada vez mayor de inventores, reparadores, artistas... Ciudadanos de todo Kaladesh entregados a destapar y denunciar el control cada vez más opresivo que el Consulado ejercía sobre Ghirapur y el éter. "Renegados", como los llamaba el Consulado, nacidos de la pasión por defender y honrar el espíritu del hogar que habían construido juntos.
Un grupo selecto de renegados se había reunido aquel día en una de las numerosas azoteas del distrito, a una gran altura de las calles de la ciudad. Bajo ellos, la urbe era un ente vivo e inquieto, lleno de corrientes de movimiento resplandecientes, formadas por el latón brillante de los constructos que circulaban por sus venas. Las pancartas y la megafonía promocionaban a bombo y platillo la Feria de Inventores, cuyas exposiciones se extendían por la plaza con un asombroso despliegue de formas y colores. En cuestión de minutos, los renegados también harían su propia exhibición en el recinto ferial... Solo que la suya no estaba autorizada.
Un sonoro PAM y un fuerte olor a humo captaron su atención. Pia echó un vistazo hacia atrás justo a tiempo de ver el sobresalto de la joven aprendiz Tamni, que estaba a punto de perder el equilibrio en la azotea.
Pia la sujetó del brazo para ayudarla a equilibrarse y bajó la vista: el tóptero casi acabado de la aprendiz estaba ardiendo y el latón empezaba a combarse y deformarse.
Pia sofocó las llamas rápidamente con su guante y se lo quitó para dejarlo enfriar―. Solo han sido unas chispas. ¿Necesitas ayuda? ―preguntó a Tamni arqueando una ceja.
―N-no lo entiendo. ―Tamni desplegó apresuradamente unos planos e hizo varias mediciones con sus herramientas―. Todo está donde debería, ¿no? ¡Lo había comprobado, lo juro! Sé que falta poco tiempo, pero ¡puedo hacerlo! ―Se mordisqueó el labio inferior mientras examinaba el diagrama, nerviosa.
"Por la chatarra, tiene razón. ¡Ya es casi la hora!", pensó Pia. Sin embargo, ignoró su preocupación y pasó un brazo por los hombros de Tamni para calmarla―. Tranquila, te han pedido que nos ayudaras. Seguro que has hecho esto un centenar de veces.
―No, eh... No dices en serio lo de un centenar, ¿verdad? Quiero decir... Creo que puedo arreglarlo...
Pia la miró sin comprender a qué se refería.
―¡Seguro que puedo! Bueno, espero... ―Tamni no paraba quieta por culpa de los nervios―. Es que... he exagerado mi experiencia para poder estar aquí.

Mentalmente, Pia se dio una palmada en toda la frente.
―¡Me dijeron que nuestra líder iba a dirigir la protesta! ¡Tenía que verlo con mis propios ojos!
Pia oyó los rumores de impaciencia de los demás. Les dirigió una sonrisa tranquilizadora y les hizo un gesto que decía "lo arreglaremos, dadnos un momento". Levantó la barbilla de Tamni y emuló la mejor mirada estricta de su padre.
―Lo harás bien, pero tenemos que trabajar rápido. Recuerda la lección: las creaciones de un forjacélere no pueden decirnos qué les ocurre si no les prestamos atención.
»Estas herramientas ―dijo señalando el eterómetro, el manómetro y la veleta de periodicidad― solo nos muestran una parte de lo que necesitamos saber. Estas herramientas ―enfatizó estrechando las manos de Tamni― conocen los componentes de las máquinas gracias a la experiencia y la intuición. Con ellas medimos la presión, la temperatura, el movimiento y el tamaño, todo a la vez. Vamos, transfiérele potencia.
Aún nerviosa, Tamni aplicó algo de éter al tóptero. Las hélices laterales cobraron vida, pero el rotor trasero permanecía inmóvil.
―Escúchalo. ¿Qué oyes? ―preguntó Pia.
El rotor emitía un chirrido agudo que conocía bien, junto con el repiqueteo normal de los engranajes. Tamni pegó la oreja al costado de la máquina. Entre los ritmos normales acechaba un tono bajo y extraño―. Hay algo que no rota en sincronía.
Tamni apoyó la palma en el escape trasero. Un componente traqueteaba despacio, sin estar en armonía con el resto de las vibraciones. Una tubería de éter se había atascado en la caja de cambios y se había partido, vertiendo chorros de éter volátil que habían recalentado los rotores.
―Ahora, cuando repares el metal ―la animó Pia―, tienes que prestar mucha atención al flujo. La filigrana que se forma al transmitir éter al metal es una reacción compleja y ligeramente inestable. ―Abrió la válvula de su propio guante de éter y guio la mano de Tamni.
»Pero aprenderás sus patrones incluso aunque no los comprendas totalmente ―dijo a la joven―. Escucha sus movimientos y amóldate a ellos, igual que ellos se amoldan a ti. Las cosas no siempre serán como queramos o necesitemos que sean, pero debemos continuar moldeándolas lo mejor que podamos; entonces nos revelarán sus mejores formas.
―¡Claro, lo entiendo! ―dijo Tamni asintiendo con entusiasmo―. Ojalá nos hubieran enseñado estas cosas en el taller.
"Son duras lecciones que se aprenden con el tiempo", pensó Pia irónicamente.
El metal mellado y oxidado se dobló y se retorció alrededor del brillo del éter. Entonces se dividió en una red de rizos azules y resplandecientes que palpitaban como un ser vivo, revelando una nueva superficie pulida cuando se enfrió.
Tamni vio que una pieza de latón se había curvado en exceso y le dio una pasada con el soplete de éter para dirigirla hacia el lugar correcto. El rotor cobró vida con un zumbido y el pequeño tóptero se levantó del suelo agitando sus alas recién formadas.
La joven inventora soltó un largo suspiro.
Casi habían terminado. Ahora era el turno de Pia.
Se puso las lentes, abrió su válvula de éter y el frío hormigueo del éter recorrió las puntas de su guante de forjacélere. Desde el otro lado de la azotea le lanzaron un cilindro de latón y lo atrapó al vuelo, recogiéndolo en el guante con un agradable ruido sordo. Un cilindro de motor recuperado de otra máquina; sería suficiente.
Las hábiles manos de Pia rozaron la superficie metálica aplicando una ligera presión mientras el éter manaba poco a poco de los dedos enguantados. El latón se rizó con hambre alrededor del éter que rebosaba formando siluetas intrincadas. Los movimientos del metal eran tan rápidos e impredecibles como los del éter que se arremolinaba alrededor.
La mente de Pia trabajaba a toda prisa y su diseño se amoldaba y se adaptaba constantemente a los movimientos del éter. Primero formó una cavidad central para envolver una voluta de éter que alimentaría los diversos rotores; luego moldeó unas alas y alerones diáfanos con filigranas para poder dirigir la trayectoria; por último, elaboró los apéndices que aferrarían la carga. Cuando completó su obra, esta comenzó a inflarse y a solidificarse desde el interior, como las alas de un insecto al surgir de su crisálida. Poco después, el aire vibró con el frenético aleteo del nuevo tóptero.

Un reloj municipal anunció la hora por debajo de la azotea. Los chapiteles en espiral rotaron silenciosamente hasta sus nuevas posiciones para facilitar el tránsito de los viandantes a última hora de la tarde.
Justo a tiempo.
Una mano pesada y callosa aferró a Pia por el brazo. Se giró y vio a un anciano de constitución fuerte, vestido con el uniforme de latón y oro pulidos de un teniente del Consulado. Al menos, esa era la impresión que daba a simple vista.
―¡Venkat! ¡Serás...! ―exclamó estampándole un puñetazo en el hombro derecho―. No nos des estos sustos cuando lleves puesta esa cosa.
―Eso significa que el uniforme funciona, ¿no? ―dijo él sin molestarse en ocultar una sonrisa picaresca mientras se masajeaba el hombro. Venkat había sido un comandante de alto rango en la guardia del Consulado, pero las normas cada vez más estrictas para con los ciudadanos de Sueldafirme, a quienes antes defendía, habían terminado por quebrar su lealtad. Hacía un año que Venkat se había personado inesperadamente en el taller de Pia, cuya ubicación había mantenido en secreto incluso durante sus numerosos años de servicio al Consulado.
»Tranquila, soy una de estas personas lo bastante sabias como para confiar en ti ―añadió ladeando la cabeza hacia el grupo que se había congregado en la azotea.
―Y en mi confianza en sinvergüenzas como tú ―dijo ella con una sonrisa. Sintió una oleada de orgullo al fijarse en los rostros familiares de la multitud; al igual que ella, eran artesanos, visionarios y creadores respetados. Habían pasado juntos tardes enteras en las mesas de sus talleres, envueltos en un ambiente de conversación y el aroma del té. Habían compartido el peso de las restricciones cada vez mayores del Consulado, poniendo en común los menguantes suministros etéreos del Consulado, esenciales para mantener en activo los desbordados talleres, comedores y enfermerías de sus distritos.
Los renegados levantaron las manos en dirección a ella para indicar que estaban listos. Había llegado el momento.
―¡Amigos y vecinos míos! ―Pia comenzó su discurso―. Hoy nos encontramos aquí con un propósito: dar a conocer lo que hemos presenciado y exigir respuestas por lo que se ha hecho.
Los rostros de la multitud asintieron solemnemente. Todos habían pasado juntos por la escasez, pero también compartían la indignación por "lo que se había hecho" a Pia y su familia.
―Hoy es un día de celebración para muchos ―continuó mientras trazaba un arco con una mano hacia el paisaje urbano que tenían debajo―. Desde sus orígenes, la Feria de Inventores siempre ha honrado el espíritu innovador de nuestra ciudad. Sin embargo, para muchos de nosotros, la celebración de este año representa algo muy distinto. Hemos visto que la Feria está cada vez más y más repleta de proyectos promovidos por el Consulado en materia de desvío de éter, seguridad... ¡y armamento! ―Se oyó un rumor entre los congregados y se levantaron puños en señal de protesta.
»Además, ¡nosotros mismos hemos sido perseguidos por el gobierno que había jurado defendernos! ―La multitud asintió de nuevo.
»¡El Consulado vigila los cielos para impedir que vosotras, Nadja y Kari, recolectéis vuestro propio éter! ―Las dos aerocreadoras intercambiaron una mirada y levantaron los puños a la vez.
»¿Qué ha ocurrido con la fundición de los Puñomaza? ¡El Consulado os ha privado de vuestro éter y ahora la fundición está desierta e inactiva! ―Tres renegados con equipo pesado levantaron sus martillos.
»¡Viprikti, tu familia tuvo que abandonar su hogar cuando manzanas enteras de Sueldafirme se quedaron sin suministro de éter! ―Un anciano larguirucho se puso las lentes con solemnidad.
»El propósito de nuestros líderes ya no es velar por la ciudadanía, sino mirar por sus propios intereses. Pero ahora, amigos míos, renegados míos, vamos a darles nuestra respuesta. Todos habéis contribuido generosamente para hacerla posible y estoy orgullosa de presentarla ante el resto de la ciudad. ¡Seamos tan orgullosos, impávidos e inflexibles como aquellos que creen que pueden apagar nuestro espíritu!
Pia bajó una mano de golpe y cuatro renegados imitaron el gesto. Los cinco se agacharon junto a la cornisa con filigranas y lanzaron a sus tópteros en dirección a la plaza.
Casi un centenar de máquinas descendieron en picado hacia extremos opuestos de la plaza y se alinearon para formar sobre las tiendas del recinto ferial una enorme columna de metal reluciente que rivalizaba en altura con los mayores edificios de la ciudad.
Un melódico zumbido de alas mecánicas llenó el ambiente y las miradas de los asistentes a la Feria se volvieron hacia el cielo. El público sonrió y señaló el espectáculo mientras los autómatas y guardias del Consulado se desplegaban en las calles.
Entonces, el metal de los tópteros se calentó y sus colores cambiaron de tonos amarillos a verdes, púrpuras y azules; la exhibición de colores y siluetas semejaba una aurora mecánica. Los tópteros trazaron espirales unos junto a otros y la columna se transformó en una torre puntiaguda sobre un despliegue de líneas curvas: el chapitel desbordante.
Inventores y ciudadanos por igual aplaudieron al verlo; era un espectáculo asombroso, digno incluso de la atención de los jueces. Los tópteros descendieron lentamente, como actores inclinándose antes de despedirse del público. Bajo ellos, decenas de autómatas del Consulado se congregaron y levantaron las extremidades para tratar de derribarlos.
En la azotea, Tamni apretó con fuerza el borde de la cornisa.
―Tranquila, es parte del plan ―le aseguró Pia posando una mano en su hombro y sonriendo a Venkat.
La bandada de tópteros pasó volando justo por encima del alcance de los autómatas y emitió un brillante destello azul cuando los pequeños aparatos liberaron su éter en una larga pulsación. La súbita descarga de energía cubrió a los autómatas, creando chisporroteos de éter concentrado. Las máquinas homogéneas del Consulado cayeron como filas de fichas de dominó.
―Los problemas de la producción en masa ―susurró Venkat a Pia con una sonrisa.
―¡Buenas tardes, ciudadanos! ―resonó una voz alegre pero impersonal en los altavoces de las calles―. Acaban de presenciar un simulacro rutinario del sistema de notificaciones de emergencia. Esta zona del recinto ferial queda oficialmente clausurada a partir de este momento. El tránsito peatonal y los trenes municipales serán redirigidos mientras duren las labores de mantenimiento. ¡Muchas gracias por su asistencia y esperamos que hayan disfrutado de este día!
Pia asintió a sus compañeros de la azotea.
―Deberíais tener tiempo de sobra para volver a Sueldafirme antes de que los guardias regresen. No corráis riesgos y, si os topáis con algún problema, utilizad vuestra señal de emergencia y Venkat os ayudará.
Los demás sonrieron y asintieron; antes de separarse, intercambiaron abrazos y se felicitaron mutuamente por lo que habían logrado. Los renegados se escabulleron por los laterales de la torre, pero no sin antes dejar su marca.

Pia se descolgó de la azotea y descendió hacia el alféizar de una ventana; sus ágiles manos no tuvieron problemas para encontrar puntos de apoyo en las paredes ornamentadas. Una vez en el alféizar, saltó al edificio de enfrente y luego descendió por el emparrado de un jardín para llegar a las calles.
Algo salvaje y temerario corrió por sus venas mientras cruzaba la ciudad a toda prisa y sus cabellos cobrizos y canosos ondeaban detrás de ella.
A la sombra de los altos chapiteles de la plaza, un hombre alto y encapuchado empezó a moverse rápidamente en medio de la multitud y dos mujeres lo siguieron de cerca.

Las blandas suelas de las botas de Pia la ayudaron a moverse silenciosamente en dirección a la planta de éter central, en la linde de Sueldafirme. Allí no tendría problema para desaparecer entre los numerosos callejones del barrio y las imponentes esculturas que decoraban los espacios públicos. El éxito de la protesta la hizo sonreír con orgullo.
De pronto, una mano pesada la aferró por el brazo. Incluso a través de la manga, parecía emanar un tacto gélido que le arrebataba el calor de la piel.
―Venkat, por favor, te he dicho que...
Se volvió, pero no se encontró con Venkat, sino con un hombre alto cuyas marcas faciales naranjas revelaban que era el juez principal de la Feria. La mano que la había apresado era en realidad una enorme garra, hecha de un metal oscuro que incluso ella no reconoció al verlo asomar bajo la manga del hombre. Flanqueado por dos autómatas del Consulado, su armadura ornamentada reflejaba los patrones y los colores de ambos: el oro y el latón brillantes y pulidos del Consulado. Junto a él estaba el majestuoso ministro de inspecciones, el vedalken Dovin Baan. A su lado, una elfa alta y de ojos verdes miraba de un lado a otro, completamente confusa.
—Al fin he dado contigo, líder de los renegados —amenazó el juez mientras le apuntaba con el brazo como si fuese un arma—. ¿Creías que tu ridículo espectáculo supondría un problema para mi Feria?
"¡¿Tu Feria?!", pensó Pia con furia. "¡Esta es nuestra ciudad!".
―Te detendremos, juez principal. Si no lo conseguimos hoy, pronto lo lograremos —le espetó.
Una mujer pálida y vestida con sedas oscuras y un adorno dorado en la cabeza apareció detrás del juez principal―. Tezzeret ―siseó.
El juez se volvió hacia ella de inmediato y le mostró los dientes―. Vess ―le devolvió un siseo grave y que humeaba rencor.
Entonces, Pia reparó en otra persona que acompañaba a la mujer: una joven con armadura pesada y falta de aliento. La joven se retiró de la cara una mata de pelos enredados y del color del fuego...
Y un aluvión de recuerdos invadieron a Pia.
"¿Chandra?".
Había crecido, pero era inconfundible. Su hijita se había vuelto incluso más alta que Kiran. Recordó cuando aún trepaba a sus hombros con agilidad simiesca mientras reía alegremente y paseaban por los jardines de Discoverde. Cuando sentía su manita cálida en la palma al caminar juntas por el mercado, antes de marcharse corriendo a explorar por su cuenta. Cuando se emocionaba por participar en la causa a la que sus padres habían dedicado sus vidas, a pesar...
A pesar del peligro.
―... ¿Mamá? ―Su voz sonó diminuta y frágil, completamente impropia de ella. Dos chispas se encendieron en el rabillo de sus ojos y se arremolinaron en el viento.
Una celda. Una máscara caída. Una insignia de metal fundido. Una risa monótona.
Pia sacudió la cabeza para alejar los recuerdos de su mente.
Podía huir de inmediato, echar a correr y desaparecer entre las calles que tan bien conocía.
Pero ¿qué sería entonces de Chandra?
¿Y si la capturasen y volviesen a hacerla pasar por el infierno que debía de haber vivido en el patíbulo, con aquel hombre que había destrozado sus vidas gustosamente?
Los soldados del Consulado se interpusieron entre ellas y formaron una barrera de carne y metal que dejó a Pia, Dovin y Tezzeret en un lado y a Chandra, la mujer pálida y la elfa en el otro.
Chandra se abalanzó sobre la muralla de soldados blindados y gritó algo que Pia no consiguió distinguir en medio del estruendo de pisadas metálicas. Su hija esquivó sin dificultad el zarpazo de un autómata de filigrana e inundó a una multitud de máquinas en un mar de llamas. La onda de calor alcanzó el rostro de Pia como una ola rompiente.
Un velo de orgullo materno enturbió la escena y Pia se enjugó un ojo que escocía por el calor.
―La piromante ―escupió Baan con voz entrecortada y precisa. Señaló con un dedo largo y delgado al contingente de guardias que tenía junto a él―. Encárguense de esto, por favor. Aislar y contener. Mecatitanes al frente: no quiero heridos. Tengan cuidado, es impulsiva.
"¡No!", gritó Pia a Chandra desde los confines de su mente. "¡Huye! ¡No dejes que te atrapen otra vez, por favor!".
Chandra rugió una obscenidad familiar y descargó un puñetazo explosivo que lanzó hacia atrás a un mecatitán.
―Ah, cierto ―añadió Baan ladeando la cabeza―. También es aficionada a las... descripciones anatómicas creativas.
Pia se quedó boquiabierta. ¿Su niña había oído a Kiran diciendo eso?
Una fila de soldados fuertemente armados se separó de Dovin y avanzó hacia Chandra mientras esta continuaba abriéndose paso entre los demás soldados. De pronto, muchos de ellos cayeron al suelo: una maraña siseante de enredaderas que parecían haber salido de la nada les habían apresado los pies.
Tenía que actuar pronto. Pia luchó por apartar los ojos de Chandra y se volvió hacia Tezzeret con la mirada encendida―. Soy Pia Nalaar, líder de los renegados. Estoy dispuesta a aceptar la detención del Consulado. ―La declaración provocó murmullos de sorpresa entre los soldados y Dovin arqueó una ceja lisa y sin pelo.
―¿De veras? ―preguntó el vedalken. ¿Aquella era la temible líder de los renegados para la que se habían preparado?―. Entenderás, espero, que necesitaremos tomar las precauciones adecuadas para una prisionera de tu... reputación.
Sin inmutarse, Tezzeret hizo un gesto para que los soldados la rodearan y su cara se iluminó con una sonrisa salvaje que no llegó a sus ojos calculadores―. Muy bien, acompañad a esta criminal a su nueva residencia ―dijo haciendo un gesto en dirección a Pia. Los soldados la apresaron por las muñecas y le pusieron unas esposas con filigranas.
―¿Máxima seguridad? ―preguntó Baan, esperanzado.
―La que consideres necesaria ―respondió Tezzeret sin interés―. Ahora, en cuanto a las otras...

―Pia Nalaar ―anunció un soldado―, queda usted arrestada bajo la autoridad del Consulado por los siguientes crímenes: daños a propiedades gubernamentales, difamación y conspiración contra el gobierno, perturbación de la paz, alteración del orden público, violación de la Ley de Distribución de Éter...
Los gritos de Chandra se acercaban cada vez más; los soldados no tardarían en rodearla. Tenía que hacer algo para que no siguiera adelante.
―Te has olvidado de uno: ¡agresión! ―dijo antes de propinar una patada en el estómago al soldado que tenía más cerca―. ¡Y la Ley del Éter es una farsa! ―añadió aporreando a otro soldado con las manos esposadas, como si fueran un martillo.
Inmediatamente, los soldados volvieron a apresarla y se la llevaron casi a rastras.
―¡La han capturado! ―gritó la mujer pálida a Chandra―. ¡No corras riesgos ahora! ¡Tenemos que irnos!
Pia no opuso más resistencia mientras los chapiteles de Sueldafirme, los renegados que se habían convertido en su nueva familia y la hija que creía haber perdido desaparecían de su vista.


Retirarse nunca había sido la opción predilecta de Liliana.
Habían dado esquinazo a los guardias del Consulado en medio de la multitud y ahora se encontraban casi a solas en un callejón de Ghirapur. Allí solo había algunos vendedores de rarezas y una anciana con un llamativo vestido verde y azul que curioseaba pacientemente entre la mercancía. El caos del altercado se había calmado como el mar tras tirar una piedra en él.
Chandra estaba sentada al pie de las polvorientas escaleras de unos apartamentos, abrazada a sus rodillas y con la cara enterrada en la vieja bufanda que llevaba a la cintura. En silencio. Liliana no la había visto tan callada desde hacía tiempo; normalmente solo ocurría cuando dormía.
Nissa permanecía de pie a una distancia que probablemente consideraba respetuosa. Tampoco hablaba, tan solo se masajeaba la frente tatuada.
Liliana caminaba entre las dos, con los nervios más tensos que la horca de un verdugo―. El hombre del brazo metálico... Conozco a ese hombre. Es...
Un recuerdo punzante destelló en su cabeza: Jace, con la espalda cosida de horribles cicatrices blancas causadas por una cuchilla de maná. Encogido de dolor en la oscuridad mientras ella recorría las heridas con los dedos y un fuego ardía en sus ojos.
Se sobresaltó cuando sus propios anillos enjoyados entrechocaron con un sonido metálico―. Es peligroso ―murmuró obligando a sus puños a abrirse―. Su presencia aquí... no puede ser una coincidencia.
Nissa se volvió hacia la nigromante y le dirigió una mirada fría y acusatoria―. ¿Por qué os fuisteis sin decírnoslo? Os habéis puesto en peligro. Tenéis suerte de que os haya encontrado.
―Tezzeret es una amenaza mayor de la que crees ―replicó Liliana arrugando los labios y haciendo un gesto despectivo en dirección a Nissa. Levantó la mirada con arrogancia y sus ojos se cruzaron con los de la elfa―. Y vigila tu tono, porque yo no tengo que pedir permiso ni perdón a nadie.
Nissa entornó los ojos y unas chispas de fuego verde crepitaron en los extremos de su bastón. Liliana advirtió el detalle e inmediatamente compuso una máscara de indiferencia.
―¿Por qué has venido, para empezar? ―Liliana hizo un giro con la muñeca bajo el cálido ambiente de la tarde, en un gesto que hacía alusión a todo el plano de Kaladesh―. ¿Hicisteis una votación mientras no estábamos? ¿"Norma número lo que sea de los Guardianes: nada de irse a casa sin permiso"? ―Echó un vistazo a la piromante para ver su reacción, pero Chandra no dio señales de haberla escuchado. Nissa sí que lo había hecho.
―¿Has sido tú quien la ha provocado? ―preguntó, horrorizada―. Creía que... ¿Esto es lo que piensas de la amistad? Eres... un monstruo. ¡¿Estás contenta de lo que has hecho?! ―La elfa se irguió delante de Liliana y estampó su bastón en el suelo empedrado, sin darse cuenta del fuego verde que se había encendido en los extremos.
Había pasado más de un siglo desde que alguien había utilizado aquel tono con Liliana... Y a menudo era lo último que hacían quienes se atrevían a hablarle así. Pero Liliana tenía planes, planes para los que necesitaba aliados poderosos. Sin embargo, lo que tenía ante sí eran una elfa destructora de monstruos extraplanares enfadada y la que hasta entonces había sido un divertido barril de pólvora con patas, pero que se había apagado hasta quedar reducida a un ovillo de abatimiento.
―Las tres somos mayorcitas ―respondió la nigromante encogiéndose de hombros―. Chandra puede hacer lo que le plazca.
"Así que un monstruo, ¿verdad?".
Las siguientes palabras acudieron a su mente. Seleccionó las más hirientes.
Huyó de ti ―susurró a la elfa―. Y tú no la seguiste... Así que acudió a mí.
El rubor de las mejillas de Nissa contrastó con sus tatuajes verdes. Sus labios temblaron y se separaron, pero no dijeron nada.
Liliana siempre había tenido un don para aquellas cosas.
―Si no tienes nada más que decir, he de atender un asunto importante. ―Giró sobre sus talones y sus cabellos dieron una vuelta impecable, dejando a su paso un aroma a lavanda y el rumor de sus faldas.
En las escaleras, Chandra levantó la cabeza ligeramente e intentó limpiarse la cara con el dorso de un guantelete. Mientras trataba de incorporarse, cerró y abrió los puños varias veces.
―Quería... Quería quedarme... ―dijo levantando la mirada de la bufanda. Nissa le tendió una mano, pero Chandra se levantó sin ayuda, aunque con esfuerzo.
»Voy a dar un paseo ―balbució hacia el suelo mientras se giraba hacia los vendedores callejeros. Nissa fue detrás de ella.
La anciana del vestido había terminado de comprar y, cuando Chandra pasó junto a ella, le posó una mano en el hombro.
―Parece que has tenido un día duro, cielo ―dijo sonriendo amablemente a las dos Planeswalkers.
Chandra asintió despacio y sorbió por la nariz. Consiguió componer una sonrisa débil y estrechó la mano de la mujer. En su rostro había algo que le resultaba tranquilizador y familiar.
La anciana extrajo de un bolsillo un exquisito pañuelo y lo depositó en las manos de la piromante. Chandra enterró la cara en él y enjugó las lágrimas. Olía a té de rosas con un toque de aceite para máquinas, como... su hogar.
―Adelante, sécate las lágrimas ―la animó la anciana en voz baja mientras Chandra terminaba de limpiarse los ojos y sonarse la nariz.
»Necesitamos que seas fuerte ―continuó, pero su voz se volvió inesperadamente férrea y clara― para cuando encontremos a tu madre y la rescatemos, Chandra.
Chandra levantó la cabeza y al fin reconoció a la buena mujer―. ¿Señora Pashiri?

―Hacía tiempo que no nos veíamos, hija ―dijo Oviya Pashiri mientras alisaba los mechones de la frente de Chandra y apoyaba a la piromante sobre su hombro. Juntas, las tres se aventuraron en las laberínticas calles de Ghirapur, en los callejones secretos que nadie conocía tan bien como la señora Pashiri.