miércoles, 15 de junio de 2016

Sombras Innistrad: El Misterio de la Mansión Markov

Jace ha venido a Innistrad en busca de Sorin Markov, uno de los tres Planeswalkers que atraparon a los Eldrazi en Zendikar hace miles de años. A pesar de las serias advertencias de Liliana Vess, ahora se encuentra ante la mansión Markov, el hogar ancestral del Planeswalker vampiro. Sin la ayuda de Liliana ni otros rastros que seguir, Jace tiene a sus pies el estrecho camino que conduce al único lugar donde cree que podría encontrar pistas sobre el paradero de Sorin.

La mansión Markov estaba hecha pedazos, abierta en canal y expuesta como un animal diseccionado. Los chapiteles, corredores, contrafuertes y torreones habían sido arrancados de la estructura y pendían en ángulos extraños alrededor del núcleo en ruinas de la mansión.
Jace se encontraba en el extremo de un largo puente arqueado que surgía de la montaña. Por debajo no se veía más que neblina, que amenazaba con una caída en picado. Ante él, lo que quedaba del puente era un camino de piedras dispersas que cruzaban el vacío y llevaban a la escalinata de la mansión.
―Intuyo que Sorin no está aquí ―murmuró para sí mismo.
De repente vio el lugar como había sido antaño: una construcción formidable con chapiteles y balaustradas exquisitamente decorados, asentada como un buitre en lo alto de un imponente promontorio. Se quedó sin aliento al contemplar las dimensiones de la... No, no era una mansión: era un castillo. Un palacio.
Y entonces la imagen desapareció como una ilusión. Frunció el ceño y extendió la mente en busca del ser inteligente que había introducido aquella imagen en su cabeza. No había nadie en los alrededores, al menos con pensamientos que él pudiera detectar. Reforzó las defensas mentales que mantenía habitualmente y contempló el estado actual del castillo.
"¿Esto es obra de Sorin?", se preguntó. Liliana había mencionado que el vampiro no era bien recibido en su hogar ancestral. En cualquier caso, la magnitud de la devastación le dio que pensar. No era la primera vez que se preguntaba en aquel viaje si tendría que haber tomado más en serio las advertencias de Liliana.
"Debería marcharme", pensó, pero la escena le atraía. Las piedras a la deriva formaban patrones que luego se deshacían: un indicio de que las partes del castillo habían sido dispuestas por una mente racional, una premisa de que había un propósito detrás de aquella increíble devastación. "Es un enigma, y los enigmas quieren que los resuelvan".
El primer desafío del enigma era cómo llegar a la mansión. El camino de piedras sueltas no le parecía especialmente seguro. Al menos, la experiencia que había adquirido escalando los edros de Zendikar hacía que la posibilidad de despeñarse no le preocupara tanto.
Utilizó la mente para presionar la piedra más cercana. Apenas se movió. No podía empujarla con tanta fuerza como para simular el peso de su cuerpo, pero el primer contacto le pareció prometedor. Extendió su mente un poco más y presionó la siguiente piedra, que se desplazó solo un poco. La tercera permaneció completamente inmóvil, pero tuvo en cuenta que la fuerza de su telequinesia disminuía conforme aumentaba la distancia.
Cruzar supondría un riesgo, sin duda, pero nunca había visto nada como el castillo que tenía ante él; ni siquiera en Zendikar, donde la ley de la gravedad era más bien una pauta flexible. "Los enigmas exigen que los resuelvan".
Separó un pie del extremo del puente y lo plantó en una piedra que flotaba en el aire. Esta se hundió más de lo que esperaba y tuvo que levantar los brazos para conservar el equilibrio. Posó el otro pie en ella y se agachó para bajar su centro de gravedad. "Vamos, puedes hacerlo".
Avanzó a la siguiente piedra, luego a otra y a otra más. Paso a paso.
De pronto vio que el puente volvía a estar intacto, al igual que el castillo que se cernía sobre él. Bajó el pie que tenía en alto, dudando por un momento qué rocas eran sólidas y cuáles eran una ilusión... o tal vez una visión.
Se agachó y tanteó con la mente para buscar a la entidad que afectaba a sus sentidos. Esta vez tampoco encontró nada, y entonces la visión desapareció.
Un paso y otro, de una piedra a la siguiente, hasta que por fin cruzó el abismo.
"Espero no tener que huir a toda prisa".
El arco de la entrada era inmenso, tan alto que una torre humana de seis Jaces habría cabido por él. Estaba poblado por una grotesca amalgama de esqueletos, sagas, lobos, demonios y cosas que desafiaban los meros nombres, todos ellos eclipsados por un hombre gigantesco de rasgos vampíricos: el Markov que había dado nombre a la mansión, seguramente. A ambos lados había cráneos tan altos como el recién llegado, que lo miraban con malicia, y dudó si aquella piedra blanquecina era en realidad hueso.
Cruzó la entrada y los muros de piedra lo envolvieron.

Mis pasos resuenan en el vestíbulo, reverberan en los altos muros. ¿Alguien me sigue? Me detengo y escucho en busca de pensamientos. El sonido continúa: no lo producen mis pies al pisar la piedra, sino los latidos de mi corazón, todos precedidos por uno más suave y ligero.
Claro, un hogar de vampiros... Tienen una magia diseñada para avisarlos cuando un ser vivo entra en sus dominios. Como una campanilla que llama a cenar.
Demasiado acelerado. Respira hondo, Jace. Tranquilízate.
Necesito luz. Conjuro un brillo azul en la palma de la mano, lo concentro hasta que es lo bastante luminoso como para ver sin delatar mi presencia desde muy lejos. A ambos lados del vestíbulo, unos tapices susurran como si soplara el viento, pero no noto la brisa. Extiendo la mente y aparto uno de ellos. Detrás no hay nada más que una pared lisa. Es otra ilusión.
Como llevados por un viento inexistente, unos sonidos leves llegan a mis oídos: risas, conversaciones, quizá música. Ritmos débiles con claves discordantes. ¿Puede que el castillo no esté abandonado? No, lo más probable es que oiga a los espíritus de los muertos. Los fantasmas de este plano.
Avanzo hasta el final del vestíbulo y los sonidos cesan. Es como si hubiera caminado hasta el centro de un salón de baile y todos acabaran de girarse para observarme. Sin embargo, lo único que me devuelve la mirada son los fríos muros de piedra.
―¿Por qué has venido? ―Una voz rompe el silencio: mi voz... ¿He hablado? Mi boca está cerrada y me doy cuenta de lo seca que tengo la garganta. Pero justo ahora empezaba a preguntarme...
¿Por qué he venido? ¿Porque ella me dijo que no lo hiciera? ¿Porque me advirtió que era peligroso? ¿Acaso quería mirar a la muerte a los ojos y vivir para contarlo?
―¿Acaso quieres morir?
Sé que eso no lo he dicho. Vuelvo a extender mis pensamientos para buscar la mente que ha originado las palabras, pero me evita.
No soy el único hombre vivo que ha pisado este lugar recientemente. Lo veo como un recuerdo... Pero ¿el recuerdo de quién? ¿Del castillo? Puede que la voz forme parte de ese recuerdo. Tengo ante mí al otro hombre: está aterrado, con las rodillas temblorosas, aferrando algo contra el pecho, un libro, y levanta la mirada hacia... No lo sé. Algo que está por... allí.
Y justo allí hay una puerta entreabierta, donde el hombre clavaba su mirada intranquila. ¡Maldita sea, este lugar es exasperante! Algo altera mi percepción y juega con mi mente, pero no puedo encontrarlo. Y parece que tampoco puedo impedirlo. Ni siquiera había visto la puerta; solo me he fijado en ella porque alguien... o algo lo ha querido.
¿Un fantasma? Si un geist de Innistrad vagara entre los muros del castillo, ¿sería capaz de percibirlo? No sé si podría detectar su mente o no. Aún no he tenido la oportunidad de comprobarlo. Lo recordaré por si llego a encontrarme con uno.
Tal vez sea una trampa, pero subo los escalones y empujo la puerta, que se abre con un chirrido metálico.
... tengo que escapar...
Las palabras acuden a mi mente de forma involuntaria. No las he pensado, pero no puedo detectar ningún rastro de intrusión en mis pensamientos... y mis defensas son tan fuertes como siempre. ¿Será un truco sonoro? ¿O quizá la mente de un Planeswalker vampiro, demasiado fuerte como para poder penetrarla o resistirme a ella? Liliana tal vez tuviese razón.
... a matarme...
Otro retazo de un pensamiento, un recuerdo. El recuerdo de alguien. Probablemente del hombre que vi en el vestíbulo... O de su geist. Siento un escalofrío en la espalda, totalmente irracional. Decido ignorarlo.
Mis pasos-latidos son más audibles en este pasillo más pequeño. El resplandor de mi luz en las paredes de piedra parece demasiado intenso. Lo atenúo y dejo que la oscuridad se acerque.
―¿Por qué has venido? ―Mi voz suena áspera, demasiado alta. Sí, ha sido mi propia voz. Ahora hablo solo.

Primera opción: algo está alterando mis pensamientos.
Segunda opción: en realidad estoy soñando, inmerso en ese extraño estado de fuga donde pasas de una escena a otra sin transición entre ellas.
No recuerdo cómo he llegado a esta estancia. Ahora estoy en un gran salón, en las profundidades del castillo, y un viento fuerte aúlla entre los muros de los alrededores. Veo fragmentos arquitectónicos dando vueltas lentamente a mi alrededor, rozando piedra contra piedra. La sala tenía una enorme bóveda con columnas altísimas, pero ahora solo queda un campo de escombros flotantes... con manos, caras y cuerpos que sobresalen de la piedra. Hay decenas y decenas de ellos atrapados, petrificados y fundidos en la piedra.
―¡¿Qué ocurre?! ―grita alguien. Me sobresalto y me escondo en las sombras para proyectar la mente y buscar el origen de la voz. Sin embargo, esta se convierte en un estruendo de decenas de voces y gritos en los que se mezclan dolor y furia. Entonces vislumbro un rostro blanco con ojos feroces. Se lo haré pagar...
Y todo termina en un silencio pétreo.
Giro la cabeza y me encuentro cara a cara con un vampiro boquiabierto que muestra los colmillos. Me aparto de un salto antes de que mi cerebro consiga decir a mi cuerpo que el vampiro está muerto, incrustado en la pared. Qué vergonzoso.
Todas las figuras petrificadas son vampiros, herederos del Markov que construyó este lugar, supongo. Muertos, parecen sorprendentemente inhumanos: rostros cadavéricos, ojos hundidos, colmillos que sobresalen, rasgos salvajes... En una palabra, feos. Uno de los más cercanos tiene alrededor un marco de caoba con una placa dorada, pero la pared entera está del revés y la placa queda demasiado arriba como para leerla. Un lienzo hecho jirones cuelga del borde del marco. Lo levanto evitando rozar los colmillos del vampiro, y los restos del retrato antiguo me devuelven la mirada: dos ojos rojos de pintura descolorida. Bajo el lienzo y...
¿El vampiro de piedra acaba de pestañear?
Retrocedo un paso y de pronto aparecen manos por todas partes, aferrándome. Grito y me resisto a la presión de los vampiros, pero son demasiado fuertes. Puedo sentir el hambre en su aliento templado, pero esperan... y su progenitor se aproxima. Tiene que ser él: Edgar Markov, el ancestro de todos los vampiros de Innistrad...
No. Esto no está sucediendo, ahora no. Las manos que me aferran están petrificadas en la pared y el progenitor vampiro es solo un recuerdo. El recuerdo del humano muerto.
Tiene que ser su geist, o una especie de eco psíquico que perdura en este lugar. Puede que el geist esté introduciéndolo en mi cabeza, obligándome a vivir estos recuerdos. O tal vez sea mi propia sensibilidad mental, que recoge los pensamientos perdidos. O quizá, repito, esto no sea más que un sueño.
Me pongo a caminar. No sé adónde voy ni recuerdo si he venido por este camino. Primera opción... Hm, ya las he sopesado.
Este lugar está lleno de vampiros muertos. Liliana estaba en lo cierto: si hubiera venido antes, me habrían hecho pedazos. Me pregunto si eso es lo que le ocurrió al hombre cuyos recuerdos parezco experimentar.
En un pasillo estrecho, veo mi propio rostro suspendido en piedra, con mis facciones dominadas por el terror.
No, es el rostro de él, barbudo y con los ojos en blanco. Es el hombre del vestíbulo. Un humano rodeado de vampiros. ¿Qué hacías aquí, necio?
Sostiene un libro.
Sus manos de piedra lo protegen apretándolo contra el pecho. La cubierta es de cuero azul, cerrada con una cinta de seda roja y verde. El libro no es propio de este lugar; no solo del castillo, sino del plano.

Un rostro blanco y brillante como la luna se acerca al mío. Sus ojos lavanda resplandecen de entusiasmo mientras me explica una teoría sobre algo que denomina "criptolitos". ¿Es ella quien ha tocado mi mente? Tanteo para encontrar la suya... Pero no está aquí, por supuesto. Compruebo los alrededores otra vez, en busca del intruso. ¿Hay algo acechando en el límite de mi consciencia?
Otro recuerdo del hombre. La caligrafía del libro, del diario, es de ella. El hombre no sabía ni entendía lo que era ella: una pueblo-lunar de Kamigawa. Una Planeswalker. Necesitaré un poco de tiempo para descifrar sus escrituras.
Abro el libro por la tapa posterior y veo páginas en blanco. Las paso hasta llegar a la entrada más reciente, pero no me encuentro con la meticulosa escritura de Kamigawa. Esto lo ha escrito una mano distinta, probablemente la de él. "Jenrik", leo al principio de sus entradas, cuando se hizo cargo del diario, después de que ella se lo confiase y le enviase aquí.
A su muerte.
Me encojo de miedo en un rincón apartado mientras los ritmos débiles y las risas ásperas del festín de los vampiros recorren el castillo. No puedo escapar. Saben que estoy aquí, pero juegan conmigo como gatos al acecho junto a una ratonera, esperando a que me muestre.
Esto empieza a exasperarme. Puede que averigüe algo con los recuerdos de Jenrik, pero no necesito sentir su miedo, su terror humillante. Mi ritmo cardíaco no se tranquiliza e incluso se ha vuelto más audible, al menos para mí.
¿Qué hago aquí?
―Buscar a Sorin ―responde Liliana. Su voz suena demasiado alta―. Buscar la muerte.
―Buscar esto ―le contesto levantando el diario. Sin embargo, ella no se encuentra aquí. ¿Por qué habría de estar?
Algo no va bien. Liliana es mía... Pertenece a mi mente. Alguien la ha extraído de mi cabeza y ha usado su voz contra mí. ¿Cómo es posible?
La segunda opción, que todo esto es un sueño, parece cada vez más probable. Ojalá me despierte pronto.
―Deberías marcharte ―dice Liliana. Debería marcharme.
No puedo escapar.
Subo corriendo los escalones con su alfombra roja afelpada, vuelvo por donde he venido y abro la puerta de un empujón. El viento me aúlla en la cara y el castillo da vueltas a mi alrededor. Agito los brazos para intentar detenerme y veo el abismo neblinoso a mis pies; estoy seguro de que voy a caer, hasta que mi mano encuentra la jamba de la puerta y tiro de mí para no despeñarme.
No he venido por aquí, obviamente.
Algo interfiere con mi memoria. Creía que había llegado aquí por las escaleras del gran salón, pero puede que ese recuerdo también sea de Jenrik. Necesito revisar a conciencia qué recuerdos son suyos y cuáles son míos, pero sospecho que no tengo tiempo para detenerme a hacerlo.
Qué interesante. ¿Por qué me siento tan presionado en este castillo aparentemente vacío? Hago otra comprobación. No encuentro más mentes cerca, pero la sensación de urgencia no hace más que intensificarse. Supongo que debe de ser un efecto extraño producido por este lugar. Merecería la pena investigarlo... en otro momento.
Veo una gran puerta doble, entreabierta en una pared tachonada de vampiros. ¿He venido por ahí? Al otro lado hay una sala con aspecto de capilla. Una escultura similar al relieve de la entrada del castillo domina una pared entera. Es el mismo maestro de los vampiros, tallado en la pared, solo que en esta efigie se parece más a un humano que a un... chupasangre inhumano, supongo. Hay más figuras alrededor de él; algunas están esculpidas en la pared, otras están petrificadas como los vampiros del gran salón y otras están de pie, de espaldas a mí. Estas últimas visten como aristócratas, pero sus posturas denotan hambre. Son doce y todas ellas rodean un altar donde yace un ángel apresado, luchando contra sus ataduras mientras el maestro sostiene un cuchillo, dispuesto a abrirle las venas.
Un ritual para beber la sangre de un ángel... Parece el origen de un acontecimiento siniestro. Si Edgar Markov fue el primer vampiro de Innistrad y el hombre del cuchillo es él, puede que esté siendo testigo del nacimiento de la raza vampírica en este plano.
El filo hace un corte y la sangre plateada y brillante comienza a manar del cuello del ángel. Los doce se aproximan a beber. Edgar es el primero; lo hace recogiendo la sangre en un cáliz de plata. No puedo hacer más que observar cómo la vida abandona al ángel y una nueva vida arraiga en los autores de este crimen.
Tras limpiarse la barbilla, una de los doce me mira de soslayo. No sé si me está invitando a unirme al círculo o si ahora pretende beber mi sangre. Sea lo que sea, huyo de la habitación y un último vistazo por encima del hombro me confirma que los vampiros han vuelto a adoptar sus posturas inmóviles.
Tengo que huir. No puedo escapar.
Mis pasos me llevan a otra sala. Me resulta familiar.
―¿Por qué has venido? ―Oigo de nuevo. ¿Es la voz de Liliana? No, mis labios cortados escuecen tras componer las palabras.
―He venido por esto ―respondo otra vez, señalando el libro.
―¿Por qué es tan importante ese libro?
No lo sé. Lo abro y busco una respuesta entre sus páginas.

El rostro de un ángel me mira con dureza. ¿Me juzga por no haber tratado de detener el ritual de los vampiros? No seas tonto. Es un dibujo en un libro, y aquello era... una ilusión, una visión o un recuerdo que vaga por este lugar. Un recuerdo antiquísimo.
Junto al ángel hay otro boceto; este muestra una de las extrañas rocas retorcidas que he visto varias veces tras llegar aquí. El boceto tiene un aspecto esquemático y me pregunto si la autora de este diario es la creadora de las rocas. Hay magia en ellas, alteran el flujo de maná.
Sin embargo, el texto de la página acapara mi atención. Trata sobre el ángel Avacyn. Hay un mensaje conciso y escrito con claridad, como para resaltar el peso de sus palabras: Sorin la creó. Sorin quería proteger a los humanos de Innistrad para que los vampiros no se sobrealimentaran de su sangre. La encarnación de la pureza y la bondad en Innistrad era la invención de un Planeswalker vampiro, y su propósito era conservar el equilibrio entre los poderosos depredadores y sus presas indefensas.
Los ángeles... Liliana los mencionó. Dio a entender que eran peores que los licántropos que me habían atacado. Y yo creí que no era más que otro de sus comentarios maliciosos. A Liliana nunca le habían gustado los ángeles. Sin embargo, este diario ofrece una nueva perspectiva.
―Los ángeles han enloquecido. ―Mi garganta reseca emite un graznido que hace eco entre los muros.
Sorin Markov creó a Avacyn. Avacyn lidera a los ángeles. Los ángeles se han vuelto en contra de los humanos. Y alguien ha hecho pedazos la mansión Markov.
Primera opción: Sorin se ha hartado de todo, ha destruido su hogar ancestral y ha puesto a su creación angelical en contra de los habitantes de Innistrad.
Segunda opción: alguien ha desafiado a Sorin, ha destruido su hogar ancestral y ha puesto a su creación angelical en contra de los habitantes de Innistrad.
Ambas son igual de aterradoras. Ambas explicarían por qué Sorin no estuvo presente en Zendikar. Y ambas señalan a los ángeles como medio para encontrar a Sorin. Y este libro explora la demencia de los ángeles. Lo cierro y lo aprieto contra el pecho, y entonces hablo para nadie―. Esto me ayudará a encontrar a Sorin.
Si consigo escapar de aquí.
El siguiente pasillo me resulta familiar y ahora sé por dónde ir. Todo va cobrando sentido a medida que me alejo del corazón del castillo: este lugar está repleto de residuos psíquicos, retazos de recuerdos tanto recientes como antiguos. Jenrik vino aquí y trajo el diario consigo, pero cuando los vampiros lo atraparon y estuvieron a punto de alimentarse de él, alguien destrozó el castillo y atrapó a los vampiros y al pobre Jenrik entre los muros.
Por fin llego al vestíbulo. Echo un último vistazo detrás de mí.
Cuánta oscuridad. Y siento una presencia en las tinieblas: un hambre, un deseo. Pero sigo sin percibir mente alguna. Tanteo y no noto... nada en absoluto. Solo un vacío.
Doy la espalda a las tinieblas y cruzo el enorme arco de la entrada para dejar atrás la mansión Markov.

jueves, 9 de junio de 2016

Sombras Innistrad: Sacrificio

En las tierras altas de Nephalia se encuentra el profundo y oscuro lago Zhava, próximo a la frontera con Gavony. Entre las villas pesqueras de los alrededores circula desde hace tiempo el rumor de que un monstruo habita en el lago, pero los ruegos de los aldeanos no han servido para que la Iglesia de Avacyn envíe a sus cátaros o ángeles para protegerlos. Mientras la demencia se apodera de Innistrad, ¿cómo harán frente los lugareños a los horrores del lago?

Mia no creía en las viejas historias de terror.
No porque no creyera que los monstruos existían. Antes al contrario: creía en muchas cosas que la mayoría de los adultos consideraban tan espeluznantes que preferían no pensar en ellas. Espíritus que perseguían a los vivos. Cadáveres suturados y reanimados por dementes. Licántropos salvajes y voraces. Vampiros que veían aldeas enteras como simples surtidos de aperitivos. Creía en aquellas cosas, en seres que no era cortés mencionar, como si no hablar de ellos pudiera impedir que fuesen reales.
No, había demasiados horrores en el mundo como para que Mia diera crédito a los rumores que se oían en la aldea, vagos en detalles e impregnados de histeria.
Wilbur tenía una opinión muy distinta.
―Te digo que es real ―insistió dando una palmada en la hierba―. Veryl dice que lo vio una vez... y solo de refilón, pero cuenta que era tan grande como su barca.
―Ya, ya ―contestó Mia con un suspiro―. Veryl también dice que besó a un ángel. ¿Cuánto hace que se cuentan historias del Gitrog? ¿Y cuánta gente de fiar dice que lo ha visto? ¿No somos ya mayorcitos como para creernos esas tonterías?
―No son tonterías. ―Wilbur se levantó y negó con la cabeza―. Tú no vas al Zhava a faenar, Mia. No has visto lo mismo que yo, sobre todo últimamente. Hay una niebla que no es natural... Hace más frío... Ahí abajo no hay solo peces.
―Claro, lo dice un pescador experto. Un pescador al que no le dejan navegar solo aunque haya cumplido los quince.
―¡E-eso da igual! ―protestó Wilbur, sonrojado―. Te hablo en serio y tú prefieres hacerme la puñeta.
Mia se encogió de hombros y caminó hacia su rebaño. Algunas ovejas se habían alejado más de la cuenta―. No hay que temer a la oscuridad, Wil. Lo que hay que temer es aquello que hay en la oscuridad.
―¿Otra perla de sabiduría de tu padre? ―preguntó Wilbur mientras caminaba detrás de ella. Mia no mordió el anzuelo, pero él insistió―. ¿El famoso exterminador que viaja por el mundo como noble agente de los Skiltfolk, pero que está demasiado ocupado como para ocuparse de los monstruos de su hogar?
―¡Demasiado ocupado como para ocuparse de los delirios de unos catetos lloricas! ―estalló Mia amenazando a Wilbur con el cayado―. Echa un vistazo alrededor. Este sitio no importa. Esta aldea no importa. Nosotros no importamos. ¡Estas cuatro casas ni siquiera son lo bastante grandes como para que un monstruo de verdad las aterrorice! Vivimos en una aldeúcha de montaña que no tiene ni nombre y se está volviendo loca por culpa de su imaginación desbocada.

Se dio la vuelta hacia su rebaño y suspiró. Una oveja se había separado del grupo. Su cencerro tintineaba cada vez más bajo mientras el animal continuaba su aventura montaña arriba. Mia fue en pos de ella.
―¿Eso dijo tu padre cuando te abandonó? ¿Que no importas?
Mia se detuvo en seco y fulminó a Wilbur con la mirada. El muchacho se había puesto un poco azul y parecía como si intentase tragar las palabras que acababan de escapársele de la boca. Mia frunció el ceño.
―Lo habrás dicho sin querer.
―C-creo que me he...
―Mira que te zurro. Lo habrás dicho sin querer.
Le dio la espalda a Wilbur antes de que pudiera responder y corrió por los alrededores con el cayado en alto. Tras una breve carrera, algunos gritos firmes y un varazo a una oveja desobediente, la mayoría del rebaño volvía a estar reunido en el prado.
Se giró para ver si Wilbur se había marchado corriendo a casa. Para sorpresa de Mia, el joven seguía allí, pasmado y sin saber qué hacer.
―¡Lo he dicho sin querer! ―gritó desde lejos. Mia suspiró y una sonrisa se dibujó en su cara.
―Ya lo sé ―dijo en voz baja. Dio un silbido y arreó a las ovejas de vuelta a casa. Wilbur echó a correr por el prado para alcanzarla.
―Y no me arrepiento porque puedas darme una zurra, que tampoco lo niego... Pero no es por eso ―dijo Wilbur al acercarse. Mia se echó a reír.
―Ya lo sé, Wil. Por eso me gustas.
Regresaron juntos sin decir nada más, y el cómodo silencio solo se vio interrumpido por los ocasionales balidos de las ovejas.

Pocos días después, Mia se encontró con una mañana gélida y gris y descubrió que una sección del redil estaba rota. Un recuento rápido reveló que faltaba una oveja y pasó la mañana buscándola en vano. La muy revoltosa debía de haberse escapado como hacían de vez en cuando, pero seguramente se había adentrado en el bosque y los lobos la habían encontrado antes. Maldijo su mala suerte, reparó la cerca y no le dio más importancia al asunto.

Mia paseaba por el mercado, inspeccionando los escasos productos en venta. La actividad nunca había sido bullente, pero las malas cosechas de la estación anterior y el tránsito de caravanas cada vez menos frecuente en las montañas limitaban aún más las opciones. Incluso la selección de pescado parecía irrisoria; lo más tentador eran unas truchas.
―¿Mala pesca esta semana, Lehren? ―preguntó Mia al anciano pescador.
―Poco he salido a faenar ―respondió él con un suspiro―. La niebla es más densa de lo habitual. Es peligroso.
―Vaya que si es peligroso ―graznó una voz―, pero no solo por la niebla. Los pescadores sensatos ni se acercan al lago.

―Pues si todos fueran tan sensatos como tú, Veryl, ya habrían muerto de hambre ―contestó Mia.
―Los sensatos saben que el Gitrog ha resurgido ―insistió Veryl con una nota de desdén en la voz―. Solo los necios pescarían ahora en el lago.
―Eres el único pescador que conozco con tanto miedo al lago, y encima disimulas tu incompetencia culpando a una bestia imaginaria. ―Mia escogió la trucha más grande de la captura de Lehren y se aseguró de que vieran cómo le daba algunas monedas de más.
―Cuidado con lo que consideras imaginario, muchacha ―retumbó una voz grave.
Mia se giró hacia el recién llegado y no dijo nada, sorprendida. Kalim, con su torso ancho y su altura imponente, parecía tan serio como siempre. Tenía cejas gruesas, una barba poblada y oscura, brazos robustos de manejar las redes... La única cosa fina que tenía aquel hombre era el cuchillo de pesca que llevaba en el cinto.
―El Gitrog es real. La hija de un exterminador sabrá que no se debe dudar que los monstruos existen.
Mia notó que muchos otros comerciantes se acercaban para escuchar y lanzar miradas con disimulo. Apretó los dientes.
―La hija de un exterminador sabe que hay que descartar todas las demás posibilidades antes de ponerse a gritar "¡monstruos!" como niños asustados.
―Qué palabras tan duras para una pastora ―dijo Veryl poniéndose detrás de Kalim; su pelo rubio y grasiento le caía sobre los ojos―. Hablas como si fueses la exterminadora.
―Tengo más de exterminadora que tú de pescador, Veryl. ―Aunque le habría encantado quitarle a sopapos aquella cara de engreído (y de paso unos pocos dientes), sabía que era mejor no emprenderla a puñetazos delante de Kalim. Se dirigió a él.
»Supongo que no creerás esa trola de que Veryl ha visto al Gitrog, anciano Kalim.
―La creo, puesto que yo lo he visto.
Se hizo el silencio en el mercado y Mia se quedó atónita al oír las palabras de Kalim. Veryl empezó a decir algo, pero Kalim levantó una mano para hacer callar al muchacho y se dirigió a todos los presentes―. Los ancianos nos reunimos anoche y hemos decidido prohibir la pesca en el lago hasta nuevo aviso. Publicaremos el decreto en la plaza esta misma tarde. ―Levantó una mano para aplacar las protestas y los gritos de perplejidad―. La seguridad de la aldea es lo primero. Además... he redactado una solicitud de ayuda a la Iglesia de Avacyn. ―Entonces posó la mirada en Mia―. Tal vez podrías escribir también a tu padre.
Se oyeron susurros entre la multitud. Mia se inquietó cuando su mirada se cruzó con la de Kalim. Bajo el exterior tranquilo y autoritario advirtió otra cosa: un terror profundo y arraigado, un trasfondo que minaba su aspecto por lo demás decidido. Mia tragó saliva y una sensación de temor reptó por su garganta.
―¡Papá, he encontrado un poco de cilantro! ―Mia y Kalim se giraron hacia Wilbur, que se acercaba corriendo por el mercado. Sostenía en alto el manojo de hierbas y sonreía como un crío... hasta que tropezó y cayó de bruces al suelo. Mia soltó una carcajada hasta que se quedó sin aire... Y se dio cuenta de que había contenido el aliento hasta entonces. Los aldeanos retomaron sus actividades, algunos se rieron de Wilbur y muchos cuchichearon y murmuraron cosas, pero la tensión del momento se rompió y la multitud se dispersó.
Kalim recogió el cilantro y revolvió el pelo de Wilbur. Wilbur miró de un lado para otro con vergüenza hasta que se encontró con la mirada de Mia. Su cara de bobalicón se volvió seria en un instante y frunció el ceño. "¿Estás bien?", articuló.
Mia parpadeó con sorpresa y se encogió de hombros. Abrió la boca para decir algo, pero Wilbur se puso a hablar con su padre y Kalim se lo llevó del mercado, lejos de ella. Mia se quedó sola, inmersa en un torbellino de emociones, pensamientos y preguntas.

―¿Te ha pedido que le escribas a tu padre? ―preguntó Wilbur, incrédulo. Mia asintió mientras removía el guiso lentamente―. Pero... Pero si lo odia.
―Créeme que no lo he olvidado.
Mia probó el caldo y le ofreció el cucharón a Wilbur. El joven dio un sorbo, hizo una mueca y echó otra pizca de sal a la olla.
Los dos se acurrucaban junto al fuego en la cabaña de Mia. La llama titilante daba calor y luz a la estancia y el humo de la lumbre se mezclaba con el aroma a hierbas del guiso de cordero. Mia retiró con cuidado la olla del fuego y la posó en la mesa mientras Wilbur sacaba una hogaza de pan de su zurrón. La anfitriona se dejó caer en una silla, echó mano al cuchillo que llevaba en el cinturón y cortó el pan. Wilbur levantó una ceja―. Dime que lo lavaste después de cortar cuerda para reparar la cerca. O de despellejar el cordero. O de cortarte el pelo hace tres meses.
―Es mi mejor cuchillo ―se enfurruñó Mia―. Sirve para todo.
―Pues nada... ―dijo Wilbur encogiéndose de hombros. Recogió un par de cuencos y cucharas de una repisa y sirvió raciones generosas para los dos―. ¿Sabes cómo contactar con él? ―Mia lo miró con cara de no entender a quién se refería―. Con tu padre, digo.
―Sé que los Skiltfolk tienen un cuartel en Drunau y que pasa temporadas allí ―respondió Mia al guardar el cuchillo. Mojó un trozo de pan en el guiso y le dio un mordisco; era increíble lo bien que sabía siempre la comida cuando Wilbur le ayudaba a cocinar.
―¿Alguna vez ha respondido? ―Wilbur se quedó mirando a Mia, sin probar bocado aún.
―Nunca le he escrito.
―Pero ¿por...?
―Porque no quiero molestarlo con tonterías. ―Mia tomó una cucharada y señaló el guiso de Wilbur, quien refunfuñó y empezó a comer.
―¿Y esta vez vas a escribirle?
Mia siguió comiendo y tratando de no masticar muy fuerte. Parecía que Wilbur no se daba cuenta.
―¿Crees que vendrá? ¿Que a lo mejor traerá a otros consigo? Es que dudo si incluso él podría enfrentarse al Gitrog sin ayuda...
―¡Y yo qué sé! ―lo cortó Mia dando un puñetazo en la mesa―. Ni siquiera he decidido si le escribiré.
―Pero... Este es su oficio, ¿no? Matar monstruos.

―Wil, ni siquiera sabemos si ese monstruo existe ―protestó Mia poniéndose en pie y levantando las manos con exasperación.
―¿Todavía no lo crees? ―Wilbur la miró boquiabierto.
―Todavía no estoy segura. No tenemos pruebas convincentes.
Esta vez fue Wilbur el que se levantó y habló con tono enfadado.
―¡Mi padre lo ha visto! Y Veryl también. Mia, no sé por qué te niegas a...
―Veryl es un ceporro y tu padre es... tu padre ―dijo mirando a Wilbur a los ojos. Estaban la una frente al otro, con las caras coloradas y los ánimos a flor de piel. En ese momento de confrontación, Mia se dio cuenta de que Wilbur y ella se miraban a la misma altura. Apenas habían pasado meses desde el verano, cuando aún le sacaba un palmo.
―¿Qué es mi padre, Mia?
―Uno de los ancianos. Su cargo le exige ser cauto ―se retractó ella.
―Dice que lo ha visto. No ha prohibido pescar solo por precaución. Lo ha visto.
―O puede que no. ―Mia se sentó y empezó a comer el guiso de Wilbur.
―¿Lo estás llamando mentiroso? ―El dolor que notó en la voz de Wilbur le afectó más que los gritos de hacía unos momentos.
―La gente se equivoca. Ve cosas en la niebla. Siempre ha sido así. Un exterminador debe distinguir...
―No me vengas con esas, Mia ―gruñó Wilbur―. No eres una exterminadora.
―¡Y tú no eres un pescador! ―Los ojos de Mia brillaban de ira.
Wilbur frunció el ceño y la miró con dureza por unos instantes, pero luego su expresión se calmó lentamente y suspiró.
―Ahora mismo, ninguno lo somos. Pescadores, digo. Y no lo seremos hasta que la Iglesia mande ayuda. ―Recogió el cuenco vacío de Mia y se sirvió más guiso. Ella refunfuñó. "Dichoso Wil... No le duran los enfados ni aunque acabemos a tortazos". Masticó con rabia otro bocado mientras Wilbur volvía a sentarse.
Comieron en silencio durante un rato, sumidos en sus propios pensamientos.
―Hay pruebas convincentes.
Mia levantó la vista del cuenco y miró a Wilbur con curiosidad. Él no separó la vista del suyo―. Hay barcas destrozadas, propiedades dañadas... Y ahora empieza a desaparecer ganado. Pa dice que tenemos suerte de que no le haya pasado nada a alguien.
Mia se quedó callada. La oveja desaparecida...
―Mia, por favor... ―dijo Wilbur mirándola a los ojos―. Tienes que creernos. Al menos, finge que lo haces. Solo... por si acaso. N-no quiero que te ocurra nada.
Mia se sintió extraña. Wilbur la miraba igual de serio que en el mercado; una seriedad que le resultaba raro ver en aquel rostro tan familiar. Hacía que pareciese mayor. Y a ella hacía sentir... No supo cómo la hacía sentir, así que apartó la mirada.
―Tienes razón ―admitió con un suspiro―. No digo que me hayáis convencido... ―Vio por el rabillo del ojo que Wilbur se tranquilizaba―. Pero hay motivos suficientes para dudar. Puede que sea cierto. Y en el momento en que pasas de lo improbable a lo posible, tu turno de guardia comienza. La vigilancia y la diligencia son ahora imperantes; cuando estás de guardia, ningún sonido es inofensivo y no puedes ignorar ninguna sombra.

―¿Por qué hablas siempre como si recitases un manual para exterminadores? ―Wilbur se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en una mano; tenía una ceja arqueada y una media sonrisa asomaba en su cara.
―Aún no soy exterminadora, pero cumpliré los quince dentro de dos meses. ―Mia se acercó a un armario y rebuscó en él, en parte para encontrar una cosa y en parte para no mirar la cara de tontaina de Wilbur. Al tontaina, alelado, amable y dulce Wilbur.
―¿Quieres unirte a los Skiltfolk? ―preguntó él.
―Voy a intentarlo. ―Apartó un rollo de pergamino y algunos libros, aún en busca de lo que quería―. Me niego a pasar el resto de mi vida cuidando ov... ¡Ajá! ―Volvió a la mesa y colocó en ella un baúl. Era de aspecto sencillo pero robusto: madera de roble, refuerzos de hierro y un candado para cerrarlo. Mia se quitó el collar que llevaba bajo la blusa, del que colgaba una pequeña llave, y abrió el baúl.
―Caray... ―Wilbur abrió los ojos de par en par cuando Mia sacó una pequeña ballesta con adornos de plata. La superficie relucía incluso a la luz tenue de la lumbre. Los dos laterales de la culata tenían grabadas unas runas sagradas. Aunque era pequeña y ligera, Mia sintió su potencia al armar la cuerda con mano experimentada. Se la llevó a la altura de los ojos, apuntó hacia la ventana de la entrada y posó un dedo en la llave. Se oyó un sonoro twang y las motas de polvo en el aire se arremolinaron con el chasquido de la cuerda, que vibró durante algunos segundos más.
―¿Es de tu padre?
―No, mía ―respondió ella con una sonrisa―. No creerías que Olgard, el famoso portaescudos de los Skiltfolk, iba a tolerar la vergüenza de tener una hija incapaz de defenderse sola, ¿verdad?
―Sé que puedes cuidarte, pero no tenía ni idea de que supieses disparar. ―Wilbur se inclinó hacia delante para contemplar el arma―. ¿Por qué la guardas ahí?
―Las armas generan tensión y peligro aunque estos no existieran. ―Mia sacó del armario un carcaj con virotes y los contó―. Porta armas solo cuando sea necesario. Muéstralas solo cuando sea imprescindible.

―Creo que dentro de poco no podremos decirte que dejes de hablar como si fueses una exterminadora ―comentó Wilbur con una sonrisa.
―Ojalá tengas razón. ―Mia recogió la ballesta y el carcaj y los dejó en su habitación, junto a la cama. Cuando volvió, Wilbur había apurado los cuencos y ahora se le veía risueño.
―Gracias, Mia. Aunque lo hagas solo por mí.
―No seas tan creído ―le contestó ella con una sonrisa, ignorando las mariposas que sentía en el estómago.
―Bueno, ya verás cómo la Iglesia envía ayuda ―dijo mientras se levantaba―. O puede que tu padre regrese si decides escribirle. Mientras tanto, haremos lo necesario para mantener a raya al Gitrog.
―Si es que existe. ―Mia no pudo evitarlo, pero Wilbur tuvo la cortesía de ignorar el comentario.
―Confío en que mi padre hará lo posible para que la aldea esté a salvo.
Wilbur volvió a mirarla con el semblante serio.
―Y yo haré lo que pueda para mantenernos a salvo.
Mia se acercó a él, mucho; sus narices casi se rozaban.
Y entonces posó una mano en la mejilla de Wilbur y le dio un empujoncito.
Wilbur se rio de la sorpresa y estuvo a punto de caerse de espaldas. Mia miró hacia arriba y sonrió.
―Tira para casa, Wil, no vaya a ser que el Gitrog te encuentre y se te coma en plena noche.
Wilbur sonrió y le dijo adiós con la mano antes de salir de la cabaña. Mia salió hasta la puerta y lo vio marchar tranquilamente.
Sí, esa era la forma correcta de reaccionar a su cara de tontaina.

La alegría de aquella noche no duró mucho tiempo. Pasaron días y semanas cada vez más fríos y grises. A medida que se acercaba el invierno, la niebla se extendía más y más lejos del lago Zhava, reptando hacia el corazón de la aldea hasta que el sol la ahuyentaba de vuelta a la orilla. En las mañanas más frías, incluso alcanzaba la cabaña de Mia, en la falda de las montañas.
Mia no se separaba de su ballesta por las noches y sacaba tiempo para practicar con ella.
En aquellas semanas no recibieron la visita de ningún exterminador de la Iglesia. Poco después, el tráfico de caravanas cesó por completo y más y más pescadores holgazaneaban en el mercado, gruñendo y murmurando en grupos. Mia se vino abajo y escribió a su padre; rompió en pedazos una decena de borradores hasta que decidió redactar una solicitud de ayuda breve y formal.
No obtuvo respuesta. Al poco tiempo, el mensajero dejó de visitar la aldea. En apenas dos días, el rumor de que el Gitrog lo había devorado se convirtió en una historia y luego en un hecho. Mia pensaba que el pobre muchacho no quería recorrer el frío y peligroso camino hasta la miserable villa; probablemente prefiriese invernar en Drunau.
Sin embargo, había muchos rumores relacionados con el Gitrog que Mia no podía explicar fácilmente. Cuando cayeron las primeras nevadas, tres ovejas más desaparecieron. La cerca había aparecido rota por un sitio diferente cada vez, como si algo pusiera a prueba la resistencia del redil. O, según trataba de recordarse Mia, como si las ovejas se asustaran y lo rompieran por sitios distintos para escapar. En ese caso, ¿qué podría haberlas asustado? La vez más reciente había oído la cerca partirse en plena noche, pero cuando salió de la cabaña ballesta en mano, solo encontró tablas partidas y más ovejas alarmadas.
Después de aquello, Mia se dio por vencida y contrató al carpintero local para reforzar el redil, recurriendo al dinero que le había dejado su padre. Aunque odiaba gastar algo que no había conseguido por sus propios méritos, agradeció tener aquellos ahorros. Los pescadores, que tenían prohibido faenar desde la estación anterior, empezaron a pasar por tiempos difíciles en cuanto llegaron las nieves. Muchos dependían de la caridad de los vecinos, pero la tierra rocosa de la aldea no daba mucho de sí. Las peleas en la taberna local se volvieron más frecuentes. Las maldiciones al Gitrog fueron a peor. Más y más aldeanos se retiraban a sus hogares cada vez más temprano, atrancando las puertas y sellando las ventanas ante la niebla cada vez más densa y oscura.
Wilbur había acertado al decir que su padre haría algo en aquella situación. A medida que el invierno se asentaba, grupos de hombres y mujeres armados empezaron a patrullar las calles; algunos llevaban antorchas y armas, pero muchos tenían solo horquillas y cuchillos. Siempre vestían abrigos gruesos con capucha para protegerse del frío, pero también los usaban a modo de uniforme. Mia se preguntaba qué podría hacer contra el Gitrog un panadero armado con un cuchillo de sierra. La duda la carcomió hasta que una tarde cometió el error de preguntárselo a Wilbur.

―Patrullamos, estamos ojo avizor. Tú misma lo dijiste, Mia: "vigilancia y diligencia". Observamos y damos la alarma si vemos algo extraño. ―Wilbur parecía enfadado y su figura larguirucha estaba empapada por la lluvia.
―Tranquilo, solo quería saber si sirve de algo. ―Mia también se preguntaba por qué Wilbur se negaba a quitarse el abrigo y las botas. O a sentarse. O a sonreír.
―Y yo solo me pregunto si me venderás la lana para poder irme a casa.
―¿No te quedas a cenar?
―Algunos tenemos que cuidar de alguien más que de nosotros mismos. ―Wilbur cruzó los brazos y Mia se preguntó desde cuándo era más alto que ella.
―Vaya, ¿así que vas a proteger a la gente paseando por ahí con la caña de pescar en alto? ―Las palabras se le escaparon aunque el corazón le rogaba que cerrase la boca.
―Hay cosas que no puedo decirte. Solo ves la superficie de lo que hacemos para mantener la aldea a salvo, pero aun así te ríes de nosotros.
La certeza de aquellas palabras se restregó por el corazón de Mia como una lija, dejándolo ensangrentado y en carne viva.
―¿Por qué sigues aquí?
Mia se fijó en su mandíbula rígida, su ceño fruncido y sus ojos fríos e inquisitivos. Sintió en el estómago una mezcla de ira y tristeza, y la bilis le subió por la garganta. Wilbur insistió―. ¿Por qué no te has marchado al cuartel de los Skiltfolk para hacer el examen y abandonarnos como hizo tu padre?
―No soy como mi padre. Además, no... Aún no he cumplido los quince.
Wilbur se rio... y a Mia se le encogió el estómago. Nunca había oído en él aquella risa carente de alegría y repleta de puñales.
―Sabías que las nieves llegarían antes de tu cumpleaños y que los caminos serían casi intransitables. Si de verdad hubieras querido hacer la prueba, te habrías marchado antes. ―Sus palabras restallaron, hirientes como el aire gélido―. Tienes miedo. Miedo de ser solo una fanfarrona que ha memorizado un puñado de normas.
Mia agarró un fardo de lana y se lo estampó en el pecho―. Ahí tienes. Largo.
Wilbur bajó una mano hacia la bolsita que llevaba al cinto, pero Mia le dio un fuerte empujón―. ¡Que te largues, he dicho! Guárdate las monedas de tu padre. No las quiero.
―Querrás decir que no las necesitas.
Mia se mordió el labio. Tenía la culpa de que él supiera cómo zaherirla.
Wilbur le dio la espalda cargando la lana bajo un brazo y arrojó la bolsita hacia atrás cuando cruzó la puerta. Las monedas se dispersaron con estruendo por el suelo.

Mia se detuvo a recuperar el aliento; sudaba a pesar del frío. Era la tercera vez del día que tenía que cambiar el agua de las ovejas y rascar el hielo que se había formado en los abrevaderos. Entre aquello y sus otros quehaceres, apenas había tenido un momento para descansar. El sol ya se ponía en el horizonte y proyectaba sus últimos rayos de luz tenue en el cielo de nubes férreas. El viento aulló durante el regreso a la cabaña y la mordió a través del abrigo, dejándole la piel fría como un témpano.
"Por lo menos no nieva", pensó.
Dos horas después, Mia observó por la ventana el manto blanco que cubrió poco a poco el paisaje. "Cómo no... La guinda perfecta para un cumpleaños frío y deprimente".

Le habría gustado ir a la aldea, encontrar el camino hacia la casa de Wilbur. No habían hablado desde que se pelearon y el tiempo que transcurría desde entonces se hacía más duro a cada día que pasaba, dando peso al silencio y amplitud a la distancia que los separaba. Aunque no tenía mucha fe en que sucediera, no había podido evitar albergar la esperanza de que su cumpleaños fuera un motivo para que Wilbur la visitara como hacía antes.
Suspiró con la frente apoyada en la ventana y el cristal se empañó con su aliento.
No sabría decir en qué momento se había quedado dormida... Pero sabía que algo acababa de despertarla.
Se desperezó. Del fuego de la chimenea solo quedaban ascuas anaranjadas; en el exterior, el tenue brillo de la nieve iluminada por la luna revelaba los contornos del paisaje. La tormenta había dado paso a una noche fría y despejada y las estrellas titilaban en el cielo oscuro como la tinta. Todo parecía muy tranquilo. ¿Qué la habría despertado?
Entonces lo oyó de nuevo.
Un fuerte crujido sonó en el exterior de la cabaña. Mia se irguió sobresaltada, con el pulso acelerado. Aguzó el oído y observó la semioscuridad plateada con los sentidos alerta y la mente inquieta. Sin embargo, todo estaba en silencio.
Respiró hondo y se acomodó en la silla; la cabeza se le inclinó lentamente, sucumbiendo al sueño. Seguramente habría sido la rama de un árbol que se había partido bajo el peso del hielo y la nieve. No había de qué preocuparse si allí no veía a...
De repente, Mia se levantó de un salto, recogió su ballesta, se puso el abrigo y salió corriendo de la cabaña, con una sensación de miedo en el cuerpo.
Lo que la había alarmado no era el ruido.
Era el silencio posterior.
No se oían balidos de ovejas asustadas ni el tintineo de los cencerros. Ni siquiera tras salir al campo nevado se oía nada. Armó la ballesta y aflojó el paso cuando se acercó al redil.
Lo que encontró allí la detuvo en seco.
Una parte entera del redil estaba en ruinas. Había tablas rotas dispersas por la nieve y, según vio, uno de los listones se había partido y el techo del cobertizo se había venido abajo.
Mia se acercó despacio, rezando y deseando equivocarse, aunque sabía lo que se encontraría. Cuando asomó al redil, sus temores se confirmaron.

No quedaba ninguna oveja. Había sangre y tripas por todo el suelo y por las pocas tablas que seguían en pie. Un viento frío silbó en los restos del redil y el hedor acre de las vísceras la invadió. Se dobló de las náuseas y bajó la ballesta para taparse la boca con la manga del abrigo, tratando de calmarse.
Cuando recuperó la compostura, una extraña huella en la nieve le llamó la atención. Se irguió súbitamente y entornó los ojos para ver aquella... cosa. Lamentó no haber traído una antorcha y se movió a un lado para no hacer sombra.
La luz de la luna reveló una huella enorme en la nieve recién caída. Se acercó a ella. Parecía el rastro de una pata palmeada con tres marcas de garras en un lado. Se fijó en el resto del redil y vio muchas más huellas similares entre charcos de sangre y vestigios de un cuerpo que se había arrastrado por la nieve.
El Gitrog.
Mia sintió palpitaciones en las orejas al mirar hacia el exterior. Del redil salía el mismo rastro rodeado de huellas palmeadas; se dirigía hacia el bosque que daba al lago.
La cabeza le daba vueltas. El Gitrog era real. Había devorado a su rebaño, lo que significaba que se había alejado bastante del lago. ¡Eso quería decir que también podría ir a la aldea! Tenía que decírselo a Wilbur. Tenía que pedirle perdón. ¡Tenía que dar la alarma! Empezó a caminar hacia las luces en la lejanía, con las botas crujiendo al pisar la nieve, cuando de pronto oyó en la mente una voz gruñona que la detuvo.
De confirmarse que una amenaza es un monstruo y no un hombre, persíguelo y acorrálalo, a ser posible. Elimínalo lejos de las gentes y las poblaciones; evita el pánico y el caos de alarmar a los inocentes.
Mia se quedó quieta, insegura de qué hacer; su aliento se condensaba en nubes pálidas. No podía enfrentarse sola al Gitrog. Sería una auténtica insensatez no alertar a los vecinos. Tenía que hablar con Wilbur... o con su padre, más bien. Kalim y los demás ancianos sabrían qué hacer.
Sin embargo, ¿estarían dispuestos a ayudarla después de todo lo que había dudado de ellos? Incluso si decidieran hacerlo, ¿qué podrían conseguir? Recordó la imagen de los panaderos y campesinos armados con cuchillos y horquillas. Si el Gitrog había sido capaz de devorar a todo su rebaño sin hacer apenas ruido...
Mia bajó la cabeza y se fijó en la ballesta que sostenía. La plata relucía a la luz de la luna y recorrió con un dedo las runas grabadas en el lateral. Se llevó la mano a la cadera y la posó en la empuñadura de su daga. Siempre lo había utilizado como cuchillo, pero la fría hoja de hierro se había forjado para acabar con espíritus y brujas.
Soñaba con convertirse en exterminadora y seguir los pasos de su padre, pero él la había dejado en la aldea, "a salvo", y le había dado un rebaño para mantenerla ocupada... Distraída. Sus armas se habían cubierto de polvo o se habían convertido en utensilios domésticos, incluso aunque hubiera tratado de practicar con ellos. Y así estaba ahora: acababa de cumplir quince años y se encontraba inmersa en una situación peligrosa. Había llevado una vida de pastora durante demasiado tiempo, esperando a que le dieran permiso para convertirse en lo que más deseaba.
Mia respiró hondo por la nariz y el aire frío la estimuló. Había llegado el momento, su primer paso para convertirse en exterminadora. Una auténtica prueba de fuego. Aunque no pudiera acabar con el Gitrog, al menos lo rastrearía, observaría sus movimientos, tal vez incluso lo vería antes de que regresara al lago... y entonces informaría a Kalim, o a su padre y el resto de los Skiltfolk de Drunau.
Mia se echó la ballesta al hombro y siguió con tiento las huellas del monstruo, aflojando el paso temerario de antes tras encontrar un nuevo propósito.

Aquello no tenía sentido.
Había seguido el rastro cuidadosamente por el bosque. Las huellas eran fáciles de ver; el Gitrog no hacía por ocultarlas. Sin embargo, habían desaparecido poco después de adentrarse en la arboleda. Aquello no tenía sentido, a menos que el Gitrog pudiera encaramarse a los escuálidos árboles o enterrarse en suelo congelado. Un ser que dejaba unas huellas tan grandes no podía desaparecer sin más.
Volvió sobre sus propios pasos, prestando más atención y fijándose en los alrededores. Entonces la encontró: una huella humana reciente, a cierta distancia del lugar donde acababa el rastro del Gitrog. Al principio temió que hubiera atrapado a alguien. Sin embargo, la huella estaba aislada y no había indicios de violencia cerca. Algo no encajaba.
Mia preparó la ballesta y se alejó en espiral de la huella en busca de pistas, con los oídos bien atentos. Dos vueltas después encontró una serie de rastros e indicios de un cuerpo arrastrado... Pero no eran los del Gitrog: eran marcas de botas mezcladas con surcos paralelos, como los de un trineo. Y se dirigían hacia el lago.
La ira sustituyó al miedo. Mia caminó más rápido, mirando alternativamente el rastro y los alrededores. Alguien había ido tan lejos como para fingir un ataque en su redil, dejar unas huellas falsas y tratar de borrar las suyas. Alguien había intentado engañarla. Alguien había acabado con su rebaño.
Y alguien iba a pagarlo caro.
El rastro la condujo casi directamente hacia el lago. Redujo el paso a medida que se acercaba. Había destellos de antorchas en la orilla. Se movió rápidamente de árbol a árbol, manteniéndose oculta. Poco después empezó a oír el rumor de voces en el frío aire nocturno. Las antorchas revelaban numerosas siluetas; todas llevaban abrigos oscuros con capucha. Desde su posición no distinguía ningún rostro ni entendía sus palabras. Estaban en círculo, con la cabeza agachada, entonando un cántico monótono. Tras unos instantes, empezaron a subir a una embarcación relativamente grande. "El barco de Lehren", se percató Mia con angustia. "¿Qué ocurre aquí?".
Mia observó a los encapuchados mientras subían a bordo. Apretó la mandíbula y reprimió un grito de furia cuando vio la carga que llevaban consigo: cadáveres de ovejas que recogían de un trineo. Armó un virote y estuvo a punto de asomar exigiendo una explicación, pero vio algo extraño que la detuvo.
Uno de los encapuchados bloqueó la rampa de embarque. Aunque estuviera a más altura que el resto, el encapuchado parecía diminuto en comparación con el que tenía delante, que lo eclipsaba a la luz de la luna. El alto se inclinó, susurró algo al que bloqueaba la rampa y pasó junto a él empujándolo con el hombro. Entonces, la luna iluminó el rostro del otro encapuchado. Mia ahogó un grito cuando vio a Wilbur lanzar una última y larga mirada a los bosques antes de subir a bordo.
Un millón de preguntas se formaron en su mente, pero no tuvo tiempo de pensar, porque el barco soltó amarras. Se ató la ballesta a la espalda y echó a correr. Saltó a la embarcación antes de que zarpara y se aferró a la escalerilla de popa. Sabía que probablemente la verían, pero se asomó a cubierta y vio que la mayoría de los encapuchados estaban en proa, pendientes del rumbo. Algunos tenían antorchas y faroles que iluminaban débilmente al grupo. Solo había uno cerca de ella, pero tenía los ojos clavados en proa mientras manejaba el timón. A babor y estribor había otros dos que se ocupaban de apartar trozos de hielo usando unas pértigas. Los pies de Mia rozaron el agua con el vaivén del barco y decidió subir un escalón, pero no se atrevió a acercarse más a cubierta.
La polizona oyó diversas voces, voces familiares que había escuchado infinidad de veces. Hablaban sobre el clima y el frío, como si charlaran tranquilamente en el mercado. Si no fuese por las capuchas y las ovejas muertas apiladas en el centro de la cubierta, Mia habría podido pensar que se trataba de una noche de pesca cualquiera. El contraste era surrealista, como un mal sueño hecho realidad.
Continuaron navegando y Mia ya no sabía decir cuánto tiempo llevaba sujeta a la escalerilla. La temperatura caía a medida que se adentraban en el lago y la niebla se volvía más densa. Justo cuando creyó que no podría sujetarse mucho más, se detuvieron bruscamente. Mia echó un vistazo alrededor, pero la neblina lo tapaba todo. El agua parecía calma y algunas placas de hielo flotaban cerca.
―Hemos llegado ―anunció una voz grave. Mia la reconoció y supo cuál era su rostro incluso antes de asomar la cabeza y ver a Kalim retirar la capucha y dirigirse al grupo.
»Hermanos y hermanas, esta noche traemos un sacrificio con la esperanza de que nos otorgue paz. Esta noche ofrecemos algo que no se nos ha dado voluntariamente, algo que pertenece a una no creyente. Esta noche ofrecemos al Gitrog el rebaño de la hija de un exterminador.

La muchedumbre pronunciaba maldiciones y murmullos siniestros, pero Mia ya no les prestaba atención. Se había encaramado a la cubierta y ahora tenía la culata de la ballesta alineada con la nuca de quien creía que era Lehren. "Solo un golpe rápido y fuerte", pensó.
El encapuchado soltó una tos débil y sibilante y Mia dudó. No quería pegar a un anciano.
"Un anciano que ha ayudado a media aldea a matar a mi rebaño".
Suspiró y Lehren empezó a darse la vuelta.
¡Paf! Umf.
Lehren cayó como un saco de patatas. Mia hizo girar la ballesta en las manos y apuntó al grupo de encapuchados. Justo entonces empezaron a tirar a las ovejas muertas por la borda.
―¡¿Qué diablos estáis haciendo?!
Todos se dieron la vuelta casi como un solo ser. Ninguno de ellos respondió. Mia dio un paso atrás, nerviosa, y levantó ligeramente la ballesta.
―No lo entiendes, muchacha. ―Kalim cortó el silencio y se acercó a ella con paso firme. Su voz sonaba tranquila. Mia le apuntó con el arma y él se detuvo.
―Tenéis muchas explicaciones que darme ―rugió―, y muchos daños que reparar.
―Tu ganado sirve a un propósito superior ―respondió Kalim. Muchos encapuchados lo secundaron murmurando sus palabras.
―¿A qué te refieres? ―Dirigió la ballesta contra alguien que había empezado a acercarse. Bajo la capucha se encontraba el rostro de Veryl. Mia sintió un escalofrío. Estaba casi irreconocible: sus mejillas tenían un aspecto demacrado y sus ojos se movían sin parar entre ella, Kalim y otras direcciones aparentemente aleatorias.
―¡Debemos aplacar al Gitrog! ―gritó uno de los encapuchados.
―¡El Gitrog! ―repitió la multitud.
―¡El Gitrog no existe! ¡Vosotros habéis destrozado mi redil y matado a mi rebaño! ―Entonces se dio cuenta de algo―. Y también fuisteis vosotros quienes mataron a mis ovejas una a una, hasta hoy.
―Son lo único que puede apaciguarlo. ―Kalim volvió a avanzar hacia ella, esta vez llevándose la mano derecha a la cintura. Mia le apuntó con la ballesta, pero él continuó avanzando como un glaciar, obligando a Mia a retroceder lentamente―. Lo único que puede saciar su hambre. Lo único que evitaba que viniera a por nosotros.
―Estás loco. Eres el único que lo ha visto. ―Mia dio otro paso atrás y su pie tocó la borda.
―Todos lo hemos visto. ¿Por qué crees que nos hemos congregado? Hemos visto la verdad. Hemos contemplado sus ojos. Sabemos que no podemos detenerlo. Solo podemos alimentarlo para que no se alimente de nosotros. ―Kalim se cernía sobre ella. Mia lanzó una mirada al resto de los aldeanos. Unos rostros familiares, distorsionados por las sombras y la luz de la luna, le devolvieron miradas vacuas. No quería disparar a Kalim, pero si no se detenía... Entonces, una idea acudió a su mente.
―Pues mostrádmelo.
Kalim se quedó observándola. Mia se irguió―. Enseñadme al Gitrog. ―Kalim guardó silencio durante un momento interminable.
Finalmente retrocedió e hizo un gesto a los demás. Los aldeanos corrieron a recoger las ovejas muertas, las arrastraron hasta la proa y las tiraron al agua. Una sucesión de chapoteos rompió la calma del lago y cortó el silencio de la noche. Poco después, en la cubierta de madera no quedó más que una gran mancha de sangre. Todos los encapuchados se apartaron de la borda. Mia se movió despacio y sin dejar de apuntar a Kalim, hasta que pudo echar un vistazo hacia proa desde estribor. Vio una mancha que se expandía; era sangre de oveja mezclándose con el agua. La superficie burbujeó ligeramente, pero volvió a calmarse.
Hubo un silencio tenso mientras todos los ocupantes del barco observaban las plácidas aguas.
"Nada", pensó Mia. "Ahí no hay nada".
―¿Por fin os dais cuenta? ―espetó a los aldeanos―. El Gitrog no e...
Una repentina agitación en el agua y un chapoteo estruendoso cortaron las acusaciones de Mia. Entonces se oyó un escalofriante crujir de huesos y los encapuchados huyeron atropelladamente a la popa del barco. Mia se abrió paso a codazos entre ellos y corrió a proa para ver qué ocurría.
El agua bullía y se agitaba a escasos metros de la embarcación. Mia entrecerró los ojos para distinguir qué había allí abajo. Cuando el agua se calmó, al fin lo vio. Allí estaba el monstruo. El Gitrog.
Casi le dio la risa.
―¿De verdad? ¿Es eso? ¿Ese es el Gitrog? ―Se volvió hacia los aldeanos que se agolpaban en el otro extremo del barco―. Pero... Pero si no es más que una rana gigante.
Veryl corrió hacia ella y la capucha se le bajó por el camino. Agarró a Mia por los hombros antes de que pudiera levantar el arma y la sacudió violentamente, con los ojos llenos de terror.

―¡No lo entiendes, Mia! ¡Si las ovejas no lo han saciado, nos va a...!
Mia no escuchó lo que iba a hacerles. En ese momento, Veryl salió volando por encima del barco, gritando en el aire hasta que desapareció en el agua. Mia no entendió qué acababa de suceder... Hasta que el Gitrog abrió la boca de nuevo y vio una silueta oscura que salió disparada hacia el barco. Se echó al suelo y aquella cosa pasó zumbando sobre ella e impactó en el mástil; la fuerza del golpe arrancó algunas tablas del suelo. Los aldeanos se echaron a gritar y Mia comprendió que aquella cosa era su lengua.
Se oyó otro sonoro chasquido cuando el Gitrog golpeó de nuevo, esta vez reduciendo a astillas una parte del mástil. Cuando recogió la lengua, Mia asomó rápidamente por la borda y apuntó con la ballesta. Sin embargo, justo cuando iba a accionar la llave, algo la golpeó en las piernas y cayó con fuerza sobre la cubierta.
―¡¿Qué haces?! ―gritó Mia. Un encapuchado se había arrojado sobre ella y la sujetaba por las piernas. Pataleó para tratar de liberarse.
―¡No enfurezcas al Gitrog! ¡No debemos despertar su ira! ―La capucha del agresor se bajó durante el forcejeo y Mia vio el rostro del panadero, que chillaba presa del pánico.
―Demasiado tarde ―gruñó ella cuando consiguió soltar una pierna. Descargó una fuerte patada que alcanzó al panadero en la nariz y provocó un horrible crujido. El aldeano la soltó y Mia se levantó atropelladamente.
―¡Las ovejas ya no lo sacian! ―clamó el grupo de encapuchados.
―¡Quiere más!
―¡Démosle a la chica!
―¿Qué acabas de decir? ―Mia clavó la mirada en la mujer que había gritado eso. Era la esposa del herrero, Sarah, que en una ocasión le había preparado una caja de galletas por su cumpleaños.
―¡Matémosla! ¡Sacrifiquémosla al Gitrog! ―chilló Sarah sacando un cuchillo del cinturón y corriendo hacia Mia. Muchos otros la siguieron, con sus armas improvisadas en alto. Mia retrocedió un paso y armó otro virote antes de que los aldeanos dementes se le echaran encima. Sarah le lanzó varias cuchilladas a la cara, cada vez más cerca de alcanzarla, pero una nueva acometida del Gitrog la arrojó por la borda junto con otros dos aldeanos.
Se oyeron gritos desesperados, ahogados de repente por borboteos y súplicas amortiguadas. En medio del caos, otro par de manos agarró a Mia por el cuello desde atrás y trató de asfixiarla. Lanzó un codazo a ciegas. Las manos la soltaron y aprovechó el momento para girarse y disparar al estómago del agresor.
El hombre retrocedió y Mia vio unos ojos azules que conocía: Kyle, el aprendiz del zapatero... Pero entonces, otro aldeano cargó contra ella con la capucha bajada: Terrance, el hermano menor de Veryl. Mia trató de sacar otro virote, pero Terrance estaba demasiado cerca y tenía una espada de verdad, que blandía salvajemente. Mia tropezó y cayó al suelo; la punta de la espada le hizo un corte en el hombro. Terrance levantó la espada para darle el golpe final... pero un encapuchado armado con un garrote lo golpeó en la nuca. Cuando Terrance se derrumbó, Mia por fin consiguió armar la ballesta. Apuntó a la cara del encapuchado con el garrote y se preparó para disparar.
―¡No! ¡Mia, soy yo! ―El aldeano se retiró la capucha y Mia ahogó un grito.
―¡Wilbur! ¿Qué...?
―Lo siento, todo ha ido de mal en peor. Solo queríamos mantener la aldea a salvo, pero cuando empezaron a robar tus ovejas...
Otro chasquido resonó bajo ellos y la lengua del Gitrog pasó por encima de sus cabezas.
―¿Lo habías visto antes?
―No, solo el burbujeo ―respondió Wilbur.
Una lluvia de astillas cayó sobre ellos. Levantaron la vista y vieron que la lengua del Gitrog había dejado un agujero enorme en el mástil. Con un lento crujido, el palo se inclinó, se dobló y finalmente se partió y se vino abajo, estrellándose con fuerza contra el casco del barco antes de caer al agua.
―Dejémoslo para después. ―Mia lo agarró por la mano, disparó a una aldeana que cargaba contra ellos, Verna, la florista, y corrieron hacia la popa.
―¿A dónde vamos? ―gritó Wilbur.
―N-no lo sé. ―Mia observó el caos de los alrededores. Con cada lengüetazo del Gitrog, más aldeanos caían al agua o eran apresados y devorados. Algunos se encogían de miedo y trataban de esconderse; otros habían saltado al agua y trataban de alejarse a nado. Mia se planteó hacer lo mismo, hasta que vio a uno de ellos desaparecer bajo el agua sin dejar más rastro que un burbujeo; el hijo del anciano Ethan.

―No podemos huir de él. ―Mia y Wilbur se giraron hacia la voz. Kalim estaba ante ellos, con la mirada clavada en Mia.
―¡Papá, ¿qué hacemos?! ¡Esto es... una locura! ―Wilbur apretaba con fuerza la mano de Mia y ella podía sentir el pulso de sus dedos incluso en medio de la vorágine.
―Tu padre tiene razón ―dijo Mia mirando a Wilbur con una repentina claridad de pensamiento―. No podemos huir de él. Tenemos que matarlo. ―Soltó la mano de Wilbur y extrajo otro virote sin apartar la mirada de Kalim―. Es nuestra única salida.
Para su sorpresa, Kalim se rio.
―Eres una ilusa. No puedes matar al Gitrog. Solo resta una cosa por hacer. ―Los ojos de Kalim se entornaron―. Un sacrificio.
Kalim se abalanzó sobre Mia y el cuchillo de pesca apareció de repente en su mano, acuchillando en busca de la garganta. Mia trastabilló, sorprendida, y cayó al suelo; había evitado el ataque de puro milagro. Retrocedió a rastras y vio a Kalim girar el cuchillo y sujetarlo a modo de picahielos, dispuesto a clavárselo. Mia lo esquivó rodando y disparó la ballesta sin apuntar. El virote se clavó en el hombro de Kalim... pero él pareció no sentirlo y se preparó para apuñalarla en la cara, hasta que Wilbur se arrojó contra él y lo derribó.
Mia cargó otro virote y apuntó a los dos, pero no vio una ocasión clara de disparar. Justo entonces, el barco dio un bandazo a estribor con un ruido seco. Los tres se giraron para ver el origen del ruido. Kalim y Wilbur se separaron inmediatamente y se levantaron a toda prisa, mientras que Mia se apartó de la borda lo más rápido que pudo.
El Gitrog estaba a punto de subir al barco; se encaramó a la borda con sus patas palmeadas y su cuerpo cayó sobre la cubierta con un chapoteo. Kalim, Wilbur y Mia lo miraron paralizados. El Gitrog les devolvió la mirada con sus ojos inexpresivos, muertos. Rápido como el rayo, Kalim atrapó a Mia, le puso el cuchillo en el cuello y la sostuvo por delante de él con la fuerza de un oso.
―¡Oh, gran Gitrog! ¡Te ofrezco a esta chica en sacrificio! ¡Aliméntate y perdona los pecados de esta aldea! ¡Regresa a tu letargo y permítenos vivir en paz!
"¡Está loco!". Mia trató de liberar los brazos, pero Kalim era demasiado fuerte. Wilbur gritó algo, pero lo único que llamaba la atención de Mia eran la mano en alto de Kalim y el cuchillo que brillaba a la luz de las antorchas.
¡Zap! La lengua del Gitrog salió disparada y se estampó contra la cabeza de Kalim. Sus manos soltaron a Mia y el cuchillo para tratar de liberarse de la lengua, que lo había apresado. El Gitrog tiró de él y Mia cayó al suelo cuando Kalim fue arrastrado hacia delante; sus gritos apenas eran audibles bajo la lengua monstruosa que le envolvía la cabeza. Mia se reincorporó y disparó una, dos y tres veces al Gitrog mientras tiraba de Kalim. La bestia ni siquiera se inmutó cuando los proyectiles se clavaron en su carne y siguió replegando la lengua lentamente. Horrorizada, Mia vio desaparecer la cabeza de Kalim en la garganta del monstruo; observó el pataleo desesperado de las piernas, hasta que el Gitrog cerró las fauces. Un trago después, Kalim fue engullido por completo.
Mia apenas percibió los gritos de Wilbur cuando volvió a agarrarlo de la mano. Dejó caer la ballesta y corrió hacia la popa, deteniéndose solo para sacar una antorcha de su soporte y tirarla a la cubierta. Mientras las llamas se propagaban, vio al Gitrog bambolearse hacia ellos, parando un momento para devorar a los aldeanos que se escondían tras unos barriles. Vio cómo engullía al anciano Lehren, aún inconsciente. Vio cómo avanzaba con indiferencia entre las llamas, acercándose lentamente.
Mia por fin volvió en sí. Se dio la vuelta de inmediato y se zambulló en el agua gélida sin pararse a pensar, arrastrando a Wilbur consigo.
Los dos nadaron con todas sus fuerzas, impelidos más allá de sus límites por el terror y la adrenalina. El barco se convirtió en una mota de luz que se desvanecía poco a poco en la niebla. Mia y Wilbur no pararon de nadar. El agua helada les clavaba miles de agujas en la piel. Perdieron la sensibilidad en las manos y los pies, luego en el resto del cuerpo, pero siguieron impulsándose hacia la orilla. Mia estaba segura de que el Gitrog los alcanzaría en cualquier instante y los arrastraría bajo el agua... Y entonces los engulliría.
Sin embargo, llegaron a tierra de algún modo.
Los dos se arrastraron fuera del agua. Wilbur quedó boca abajo, tembloroso y con la cara apoyada en las piedras. Mia se obligó a sentarse e intentó pensar. Tenían que regresar a su cabaña. Necesitaban resguardarse. De lo contrario, el frío acabaría con ellos antes que el Gitrog. Después, en cuanto recuperaran el calor... Se marcharían. Huirían de la aldea. Lo dejarían todo atrás. Correrían a cualquier otra parte. Se enfrentarían a tierras repletas de vampiros, licántropos o necrófagos. A cualquier lugar, con tal de escapar del Gitrog.
Sonó un plof detrás de Mia.
Se quedó helada, incapaz de levantarse.
Otro plof.
Tenía que levantarse. Tenía que mirar. Tenía que correr.
Pero no pudo hacer nada.
Otro plof, y entonces sintió que Wilbur la ponía en pie y tiraba de ella. Apenas consiguieron dar unos pasos antes de desplomarse sobre las rocas. Los músculos de Mia gritaban. La adrenalina había dejado de hacer efecto, dejando solo dos cuerpos entumecidos y paralizados de terror. Lentamente, se giró para ponerse boca arriba.
El Gitrog se cernía sobre ella, abarcaba todo su campo de visión. La miraba desde arriba; sus ojos eran dos abismos negros e insondables, carentes de emoción y raciocinio. Mia ahondó en ellos y vio... la nada. Wilbur la levantó de nuevo y chilló algo acerca de correr, pero no pudo entenderlo. Un zumbido suave resonó en su cabeza y fue cobrando intensidad mientras se hundía en el pozo sin fondo de la mirada del Gitrog. Cayó dando vueltas entre sombras rezumantes, entre las grietas de su propia mente; atravesó sus membranas y se desplomó sobre el cieno esponjoso del delirio, donde quedó envuelta en un extraño calor que penetró en sus huesos y ahuyentó el molesto frío de la duda, el miedo y la incertidumbre. Ahora sabía, lo sabía todo. Veía la verdad en su forma más oscura, la claridad de miles de ciclos vitales, condensada en un único momento.
Se volvió hacia Wilbur, quien continuaba tirándole del brazo. Sus labios se movían y temblaban con un tono azulado; decían algo del Gitrog, suplicaban y rogaban. Posó una mano con delicadeza en su mejilla para que dejara de balbucear. Él no la veía. No la oía. Aún no la conocía. Wilbur se giró y sus ojos desesperados se cruzaron con los de Mia mientras el Gitrog se acercaba. Eran tan verdes... Como dos estanques cristalinos inundados de lágrimas. Mia vio su reflejo en ellos, en su superficie fracturada y llena de manchas. Sonrió y, por un segundo, Wilbur pareció calmarse un poco. Vio la confianza y la fe en sus ojos y siguió sonriendo mientras le acariciaba la mejilla; sonrió mientras recorría con los dedos su cabello rubio, mientras extraía la daga de la vaina y la deslizaba suavemente entre las costillas.
Por fin oyó la voz de Wilbur entre el zumbido que llenaba su cabeza: un gemido de sorpresa, los jadeos irregulares de la hipotermia dando paso a una respiración dolorida y conmocionada. Mia sonrió levemente y posó un dedo en los labios de él, para luego extraer la daga y clavarla de nuevo, esta vez en el abdomen. Sonrió mientras Wilbur se desplomaba sobre ella y pronunciaba el nombre de Mia con un hilo de voz. Entonces le susurró al oído.
―Loado sea el Gitrog ―exhaló más que dijo. Apoyó una oreja en el pecho de Wilbur y escuchó cómo sus latidos se debilitaron hasta detenerse. Levantó la vista hacia el Gitrog e inclinó la cabeza en un gesto de súplica.
―Todo es sacrificio.
El Gitrog observó a Mia. Entonces abrió las fauces lentamente y una lengua monstruosa salió de ellas para recoger el cuerpo del muchacho. Mia se sentó con una amplia sonrisa mientras escuchaba el sorbo, el crujido de huesos y el chapoteo de sangre y órganos que se producían por encima de su cabeza. Sonrió mientras los sonidos húmedos de unas patas palmeadas se alejaban de ella. Sonrió hasta que todo volvió a quedar en calma y la luz del alba dispersó la fría niebla. Entonces se levantó y se alejó tambaleándose de la orilla, sin dejar de sonreír.

Cuando llegó la primavera y las nieves se derritieron, un joven aprendiz de mensajero cruzó a caballo el puerto de montaña y llegó a una humilde aldea pesquera a orillas del lago Zhava. Llevaba consigo numerosas cartas que llegaban con mucho retraso; algunas de ellas databan de antes de que cayeran las primeras nieves del invierno. No dio importancia a las ventanas y puertas que se cerraban de golpe a su paso. Los habitantes de muchas localidades pequeñas se mostraban temerosos o desconfiados, sobre todo después de una estación dura. También se fijó en que muchos de los hogares donde debía entregar sus cartas estaban claramente abandonados, aunque no le dio importancia.
El último mensaje lo condujo a una pequeña cabaña en las colinas. Mientras subía, no pudo evitar fijarse en un redil en ruinas que había cerca. Temió encontrarse con otra vivienda abandonada, hasta que vio salir unas pequeñas volutas de humo por la chimenea. Llamó a la puerta y una muchacha de mirada salvaje salió a recibirle. Parecía que el correo no le interesaba, ni siquiera aunque el remitente fuesen los Skiltfolk de Drunau. Sin embargo, los ojos se le iluminaron cuando él mencionó el lago cercano. Incluso lo invitó a pasar la noche y se ofreció a darle comida y a acompañarlo hasta el lago, si quería. El mensajero se sonrojó y aceptó, porque siempre había sentido curiosidad por los barcos y la navegación. Agradeció la hospitalidad de su anfitriona.
Y Mia sonrió.